LA ROSA DEL AMOR

O las aventuras de un caballero en búsqueda del placer

CAPÍTULO VII

(Continuación del número 14.)

Durante dos días me sentí bastante débil y, por lo tanto, me abstuve de entregarme de nuevo a los placeres del follar hasta poner en marcha mi proyectado viaje por los climas occidentales, a la búsqueda del amor y la belleza, que esperaba encontrar, para deleite mío, en brazos de las calientes mujeres de Cuba y las Antillas.

Fui costeando y anclé en Burdeos, a fin de proporcionarles una oportunidad a los marineros de echar algunos polvos.

En un par de días estábamos de nuevos listos y zarpamos rumbo a La Habana, donde me proponía nacer una breve escala por haber oído hablar mucho de la belleza de las mujeres de esa isla.

En La Habana alquilé varias habitaciones en uno de los mejores hoteles, y le ordené al capitán que lo tuviera todo listo para zarpar de inmediato, en cuanto yo lo decidiera.

En el comedor noté a una hermosa y vivaracha morenita, indudablemente nativa de la isla. Sus ojos quedaban casi ocultos bajo una abundante cabellera que les daba sombra, pero mientras estábamos en la mesa pude notar que no dejaba de mirarme de soslayo. Cada vez que mis miradas se cruzaban con las suyas clavaba sus ojos de inmediato en el plato de comida o los cambiaba a otro sitio. Esta actitud me hizo concebir esperanzas de triunfo, pues me daba a entender que había hecho una conquista.

Por la noche fue al teatro en compañía del capitán. Los dos íbamos armados. En él divisé a la mujer en cuestión, quien estaba en un palco en compañía de un par de caballeros de edad ya madura. El que supuse era su marido, además de feo parecía ser persona arisca.

Con objeto de conquistarla los seguí hasta su habitación.

A la mañana siguiente conseguí una presentación para el señor don Manuel Vázquez, esposo de doña Isabel, la adorable mujer que había tenido enfrente en la mesa.

Le dije que yo era un rico hombre de abolengo, que viajaba por placer en un barco de mi propiedad, y le invité a ir al puerto para que conociese el bergantín.

Aceptó la invitación y se mostró muy satisfecho de la limpieza que reinaba a bordo y del lujo con que estaban decorados los camarotes.

Le ofrecí una comida y le insté a beber champagne, lo que hizo en tal cantidad que cuando abandonó el barco estaba bastante borracho. Al llegar al hotel me invitó a visitarle y me presentó a su esposa y a un par de damas que la acompañaban.

Me las arreglé lo mejor que pude para darle a entender a la señora, por la expresión de mi rostro, que me había llamado la atención su persona y que estaba prendado de su belleza.

Después de un rato de conversación me retiré a mi aposento para vestirme para la cena, y redacté una declaración dirigida a doña Isabel en la que le manifestaba mi pasión y le suplicaba que me concediera una entrevista, puesto que había leído en sus ojos que no le resultaba indiferente.

Después de la cena me uní a ella y a su esposo y deslicé la nota en su mano. Ella la escondió de inmediato entre los pliegues de su vestido. Me encaminé luego a mis habitaciones para quedar en espera de su respuesta, en la seguridad de que iba a llegar bien pronto. No tardó mucho; un par de horas después una sirvienta negra abrió la puerta, metió la cabeza para asegurarse de que yo estaba allí y arrojó una nota. Cerró después la puerta sin decir palabra y se retiró.

Me apresuré a tomar el papelito, y al abrirlo vi confirmadas mis esperanzas. Me concedía una entrevista. En la nota me informaba que su esposo partiría al día siguiente para sus plantaciones y que a las tres de la tarde estaría sola durmiendo la siesta.

La tarde, la noche y la mañana se hicieron lentas, y después de la comida me retiré a mis habitaciones, puse el reloj sobre la mesita y me quedé pendiente de la esfera del mismo, viendo cómo se iban las horas. Tan pronto como el minutero apuntó las tres, la misma criada negra abrió de nuevo la puerta, miró dentro de la habitación y se hizo a un lado, dejando aquélla abierta. Salté en pos de ella y la seguí hasta las habitaciones de su ama. En ellas encontré a doña Isabel descansando sobre un sofá, sólo vestida con un elegante salto de cama. Me tendió la mano en señal de bienvenida y se la tomé para oprimirla contra mis labios.

Me invitó a sentarme y lo hice sobre un banquillo a su lado. Tomé su mano entre las mías y le declaré mi pasión, implorándole que no rechazara mi amor. En un principio aparentó sorprenderse mucho, de mi declaración y se mostró enojada. Pero a medida que yo seguía con mi historia de amor, instándola a dar una respuesta favorable a la pasión que me consumía, pareció calmarse, hasta que, por fin, se levantó para hacerme lugar junto a ella en el sofá. Una vez que me hube sentado a su lado pasé uno de mis brazos en torno a su cintura y la atraje hacia mi pecho, implorándole que me concediera su amor. Llegué a pedirle que abandonara a su esposo y volara conmigo a algún remoto lugar de la tierra, donde pudiéramos terminar nuestros días en un inacabable juego amoroso.

Le dije que su esposo era un hombre viejo con el que no le sería posible disfrutar de la vida y del que una joven hermosa como ella no podía recibir las tiernas atenciones y los verdaderos placeres que podría gozar en brazos de un hombre joven y entregado amante.

Suspiró y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Confesó no haber gozado nunca en manos de su marido de las delicias y los placeres de que acababa de hablarle. Añadió que desde que se casaron hasta aquel momento no había hecho otra cosa que beber y apostar dinero en las casas de juego, y que no la permitía más diversiones que las que pudiera encontrar en el interior del hogar, puesto que era tan celoso que no la dejaba salir a la calle sin acompañarla. Volvió a suspirar y expuso su pena porque el cielo no le había enviado un hombre como yo.

No sé cómo sucedió, pero cuando terminó de hablar noté que una de mis manos había abierto su ropa por delante para deslizarse por debajo de su camisa y acariciar una de sus grandes y firmes tetas, al tiempo que mis labios se unían a los suyos.

Al irme inclinando poco a poco sobre ella había ido también recostándola, sin que nos diéramos cuenta de ello, y ya su cabeza descansaba sobre el almohadón del sofá, mientras que yo estaba montado encima de ella.

Le aseguré amor eterno y fidelidad, y le pedí que me permitiera darle una prueba irrebatible de mi ternura y afecto y convencería, al mismo tiempo, de que hasta aquel momento ella sólo había conocido la sombra de lo que realmente es el éxtasis amoroso. Añadí que si me lo permitía le haría saber de verdad en qué consistían los placeres sexuales, de los que su esposo nada más le había ofrecido una muestra, y diciendo esto la fui despojando de sus ropas; luego mi mano reposó sobre un amplio, firme y carnoso muslo. Isabel había cerrado los ojos; su cabeza se inclinó hacia un lado, se entreabrieron sus labios y sus tetas subían y bajaban en plena agitación por efecto de la pulsación de la sangre enardecida por el deseo amoroso.

La levanté la falda un poco más, hasta dejar al descubierto un amplio penacho de pelo negro. Me desabroché entonces el pantalón y con un ligero esfuerzo abrí sus piernas y me coloqué entre ellas.

Con los dedos abrí los labios de su coño y metí en él el capullo de mi gran nabo. No tardamos más que unos momentos en desvanecernos en medio del más exquisito transporte amoroso.

Descansaba sobre sus tetas, jadeante, mientras ella, debajo de mí, perdía la noción de las cosas. La rigidez de mi carajo apenas si había decrecido, y advirtiendo por los latidos del capullo que una vez más estaba presto para follar e impaciente de correrse otra vez, comencé a moverme en su interior.

—Hermosa criatura, ¡qué deliciosas sensaciones! ¡Qué placer! ¡Dios mío! Eres casi virgen. ¡Cuán deliciosamente apresa mi polla tu coño lujuriosamente estrecho!

Sus brazos se aferraban a mi cuello; había montado sus piernas sobre mi espalda, y sus húmedos y rojos labios se pegaban a los míos. Nuestras lenguas estaban entrelazadas. ¡Con qué ganas, con qué voluptuosidad avanzaba ella a mi encuentro, respondiendo con enérgicas embestidas a mis metidas! Por el movimiento más rápido de sus nalgas sentí que de nuevo iba a perderse en los abismos de la corrida y también yo.

Una vez que nos hubimos recuperado de nuestro delirio me levanté, bajé sus ropas lentamente y la estreché a mi lado. Al tiempo que depositaba un suave beso sobre sus carnosos labios, la envolví en mis brazos para preguntarle qué le había parecido en realidad, después de haberse alimentado durante más de un año, a la simple sombra de la deliciosa sustancia que tan pródigamente acabábamos de compartir.

La respuesta fue un beso que transmitió un estremecimiento de placer a todas mis venas.

—Querida, esto no es nada comparado con lo que puedes gozar uniendo tu destino al mío y marchando conmigo a Francia. Allí viviríamos una vida de amor y placer que ni siquiera puedes imaginar. Nuestras vidas enteras no serían sino amor y dicha, por la mañana, por la tarde, por la noche... Nada tiene que haber en torno a nosotros que no sea amor..., nada más que amor.

Isabel tocó una campanilla y la misma negra de ébano que por dos veces había asomado su cabeza en mi habitación, hizo su entrada.

Su ama le dijo que trajera algo de comer, y no tardó en regresar con una magnífica cena fría y un vino delicioso.

Después de comer y beber volvimos de nuevo nuestros ojos hacia el amor. Me levanté de mi asiento para llevarla al sofá. La acerqué a mis rodillas, vuelta de espaldas, y le abrí el vestido y la camisa por detrás, le aflojé los cierres del corsé, y me puse a juguetear con sus tetas, que eran realmente hermosas, grandes y firmes, coronadas con un par de tentadoras fresas por pezones.

Mi compañera no permanecía inactiva entretanto, puesto que mientras yo me entretenía de la manera descrita, ella me desabrochaba los pantalones para apoderarse de mi carajo, que se cansaba de mirar y tocar, ora cubriendo, ora descubriendo su rojo capullo, hasta que consiguió que estuviera más duro que nunca antes.

La alcé sobre sus pies para que cayeran al suelo todas las prendas de vestir, y quedó erguida ante mí en toda su hermosa desnudez.

¡Qué encantos, qué bellezas disfrutaron mis ojos y mis labios mientras la volteaba una y otra vez! ¡Su suave y redondo vientre, sus bien formadas nalgas, y aquella adorable raja, cómo me gustaban! ¡Qué de besos prodigué allí, devueltos por ella con todo tipo de interés!

Poco a poco se fue deslizando al suelo entre mis piernas. Siguió acariciándome la polla, intentó metérsela en la boca, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el gran capullo le cupiera. Yo empujé un poco, y se lo metí en la boca. Me lo chupó y lo envolvió con su lengua una y otra vez. No daba punto de descanso al mismo, y sintiendo que iba a correrme, me eché hacia atrás y se lo saqué de la boca. Ella ansiaba tenerla dentro de nuevo. La tendí de espaldas, poniendo unos cojines debajo de su culo. Me incliné hacia ella colocando mi cabeza entre sus muslos, al tiempo que mi nabo y mis cojones colgaban frente a su cara. Ella se volvió a meter la polla en la boca, al mismo tiempo que yo le metía la lengua en el coño y comenzaba a frotarle el clítoris.

Los movimientos de sus caderas se hicieron más rápidos. Sentí que estaba a punto de correrse. De repente me levanté para sentarme en el sofá, pero ella saltó detrás de mí, se subió al mismo, me puso el coño en la cara y me agarró fuertemente con sus manos por detrás del cuello.

Se dejó caer poco a poco hasta que sus nalgas alcanzaron la cabeza de mi polla. La dirigí directamente al punto correcto, y ella se la metió en el culo. Tras unos cuantos meneos la inundé de leche, al propio tiempo que ella también rendía su tributo al dios del amor.

Cuando se levantó, la leche corría por la lasciva grieta, y grandes gotas me cayeron encima, atestiguando la generosidad con que la naturaleza nos había dotado a los dos con el elixir de la vida.

Por la noche envió recado a su sirvienta negra para que nos sirviera la cena en sus habitaciones, y después de comer abundantemente nos retiramos a la cama, donde pasé la noche más agradable que jamás hubiera disfrutado hasta entonces con mujer alguna.

Al día siguiente regresó su marido, pero todavía encontré la manera de entrevistarme con ella por la tarde, y de renovar por algún tiempo los goces que disfrutamos el día anterior.

Pocos días después su marido invitó a un grupo de seis señoritas, y el mismo número de jóvenes para visitar a su esposa y cenar con el matrimonio. Yo también fui objeto de dichas invitaciones.

Tan pronto como recibí la invitación, envié un mensaje al capitán para que tuviera a punto las calderas, y estuviese listo para zarpar en cuanto yo se lo ordenara.

Acudí a la fiesta y pude darme cuenta de que tres de las invitadas eran realmente hermosas, y las otras tres resultaban de muy buen ver.

Cuando terminó la cena invité a todo el grupo a visitar mi barco y dar un paseo en el mismo.

El marido de mi amante se deshizo en alabanzas a la belleza de la nave, y a la elegancia y riqueza con que estaba decorada, y se sumó a mi requerimiento. Los invitados aceptaron y ordenamos los correspondientes coches para trasladarnos al punto en que se encontraba el barco. Nos subimos a él y abandonamos el puerto, dejando atrás la isla.

Después de que hubimos perdido de vista la ciudad llamé al capitán a mi lado, y le dije que al caer la noche se aproximara a Ja costa, puesto que me proponía coger a los siete hombres, desembarcarlos en un bote y llevarme a las mujeres. Le pedí que explicara la situación a los tripulantes y que los tuviera preparados para cuando llegase el momento de obedecer mi señal.

Un poco antes del crepúsculo pasamos junto a la costa, en un punto en que se veían varias plantaciones. Había dispuesto que se esparcieran algunas vigas sobre la cubierta, y le ordené al capitán que me enviara a algunos marineros para que se las llevaran.

Dieciséis forzudos mozos subieron a popa y se echaron repentinamente sobre los hombres para atarlos de pies y manos. Entonces les expliqué lo que me proponía hacer, y ordené a los hombres que se llevasen a las mujeres abajo. No escuché los insultos ni los ruegos en favor de las mujeres, que eran familiares de todos ellos, y ordené que los pusieran en un bote y los llevasen a tierra. Una vez desembarcados se les desató y dejó libres, y el bote regresó al barco, que giró rumbo a Francia.

Durante uno o dos días las mujeres no cesaron de suspirar y sollozar, pero no tardé en conseguir volverlas a la realidad. Tan pronto como hubimos desembarcado a sus compañeros, me llegué al camarote, y sacando a Ibzaidu y a Marie de sus escondites, las presenté a sus compañeras.

(Continuará en el próximo número.)