LADY POKINGHAM O TODAS HACEN ESO

Relato de sus lujuriosas aventuras antes y después de su matrimonio con Lord Crim-Con.

PARTE VI

(Continuación del número 14.)

Me faltan las dotes para poder describir el cuadro de excesiva voluptuosidad de este trío en uno. Mis profusas corridas lubricaron sus nabos de tal modo que bien pronto se sintieron cómodos en su tarea de meterme y sacarme, una y otra vez, sus cachondos carajos en mi deleitado coño, y luego... “¡Ah! ¡Oh! ¡Me corro! ¡Me muero de gusto! ¿Dónde estoy? ¡Ah, cielos! ¡Oh, Dios, qué felicidad!” Tales eran mis gritos, a punto de desmayarme, por efecto del exceso de emoción, para reanimarme únicamente al sentirles correrse con mayor frenesí que el mío.

La excitación era tan grande que mis campeones siguieron con las pollas tiesas y en sus respectivos lugares, mientras las chicas, que no querían ser menos, saltaron sobre la cama. Pattie, poniendo su culo junto a mi cara, hundió el rostro de Samuel entre sus muslos, ajustándose a él para que le chupara el coño, y Annie se puso a horcajadas sobre ella para dejar coño y culo ante mi lasciva lengua. Como es natural, no desaproveché la oportunidad de gozarme con aquél, y también entre los sonrosados pliegues del agujero posterior.

Así seguimos hasta que el agotamiento completo me obligó a separarnos. Y cómo los abracé y besé a todos antes de permitirles que se retirasen a sus respectivos cuartos.

Al día siguiente me sentí muy enferma y hubo que llamar al médico. Por expresa voluntad mía, Pattie fue en busca de un doctor con escasa clientela, pensando que por tal razón no estaría agotado por sus pacientes femeninos. Tan pronto como llegó mandé retirar toda la servidumbre para quedarnos solos.

—Mi querida señora —preguntó Mr. Loveshaft—, ¿qué es lo que ha podido llevarle a este extremo y anormal agotamiento? Cuéntemelo todo. No me esconda nada, si es que de veras desea que yo pueda hacer algo por usted.

—Oh, doctor —repuse en un murmullo—. Apague la luz, por favor; nos basta el resplandor del fuego para vernos. Y pose sus oídos sobre mis labios. Apenas si podré susurrar mi confesión, y no quisiera, además, que me viera ruborizarme.

Una vez que me hubo obedecido y tuve su cara junto a la mía, pasé nerviosamente mis brazos en torno a su cuello, y atraje su rostro a mis enfebrecidos labios para besarle licenciosamente, al tiempo que le decía:

—Necesito amor; nadie me quiere. ¡Oh, oh! ¡Fólleme primero y examíneme después! Sé que es usted un hombre galante, y el mío es un verdadero caso de furor uterino.

Mientras con una mano le sujetaba amorosamente a mí, con la otra iba en busca de su carajo, que mi apasionado llamamiento había puesto en forma de cumplir con su deber. ¡Qué gentil caballero fue al permitirme, sin la menor resistencia, apoderarme de su nabo tan grande y gordo!

—Quítese la ropa; está usted ante una adoradora del hombre. Permítame gozarle primero y luego me atenderá —exclamé, metiéndole seguidamente mi lengua en su boca.

Se trataba de un médico muy complaciente y amable, por lo que la consulta tardó como una hora en acabarse.

Después comencé a decaer rápidamente y, no obstante las constantes atenciones del médico, tanto a mi salud, como a mi coño, continué empeorando, hasta que fui enviada a pasar el invierno en Madeira. Voy a poner fin a mi relato con lo que me sucedió a bordo, durante el viaje.

Mi ama de llaves, a quien yo llamaba Miss Mojigata, embarcó conmigo para hacerme compañía. Habíamos adquirido pasaje en una cabina de lujo bastante amplia, en la popa del barco, con cuatro camas, o mejor dicho, literas, ya que también contraté los servicios de Pattie y Annie como doncellas. Así, por lo menos, lo creía Miss Mojigata, sin sospechar mis ocultas intenciones que eran las de seducir a la virtuosa damita, aun contra su voluntad. A tal fin, por medio de un pequeño soborno, convencí a Annie para que le permitiera a mi querido Charles tomar su puesto, vestido de mujer.

Hicimos el viaje a Southampton de noche, de manera que nos embarcamos a hora muy temprana de la mañana. Charles viajó conmigo en primera clase, mientras que el resto de la servidumbre lo hizo en vagones de segunda, y se ocupó a la llegada al puerto de embarcar el equipaje. Miss Mojigata no sospechó ni un instante la artimaña, de manera que tan pronto como nos encontramos a bordo nos retiramos a nuestras literas, dejando las demás cuestiones al cuidado de las doncellas.

Durante los dos primeros días el mareo nos tuvo prácticamente postrados en cama, especialmente a mi compañera, pero el tercero se sintió ya revivir, y la supuesta Annie se mantuvo lejos de nuestra presencia el mayor tiempo posible antes de que nos retiráramos a descansar. Las criadas se habían acostado en sus literas y aparentaban dormir. Miss Mojigata y yo estábamos ambas desnudas, sentadas una junto a otra en una otomana. Le pedí que apagara la lámpara, y mientras lo hacía pasé mi brazo en torno a su cintura y la atraje suavemente hacia mí.

—¿No es todo estupendo, ahora que desapareció el mareo? ¡Qué agradable sensación el vaivén del barco! ¡Ah, qué no daría yo porque tú no fueras tú, sino un joven buen mozo, querida! —le dije, besándola amorosamente, y metiéndole la lengua entre sus labios, mientras una de mis manos rondaba por debajo de su camisón y se introducía entre las partes deliciosamente velludas que tan sagradas son para las vírgenes.

—¡Oh, por Dios, señora! ¡Cómo puede ser usted tan grosera! —exclamó con la voz un poco alta.

Sin embargo, pude darme cuenta de que no me rechazaba, y que la palpitación de sus tetas denunciaba que su turbación le venía del fondo del coño.

—¿Cuál es tu nombre de pila, querida? Eso de Miss Mojigata suena tan frío... —pregunté entre lascivos besos.

—Selina; pero, por favor, conténgase, señora —repuso casi en un suspiro, a la vez que mis dedos localizaban su clítoris entre los gordos labios de un coño que sus lánguidas piernas me habían dejado cosquillear.

—¡Selina! ¡Qué nombre tan bonito! A mí tienes que llamarme Beatrice, ¿sabes? Y tenemos que dormir juntas, en la misma litera; hay espacio suficiente para las dos. Tengo que besarte en todas las partes de tu cuerpo en prueba de lo mucho que te quiero; incluso ahí, querida —le dije, señalando su coño con un dedo que en seguida se lo metí en él—. Y tú debes hacer lo mismo conmigo. A no ser que no te guste, y prefieras contemplar cómo le encantaría a Pattie acariciar mi raja. ¡Ja, ja! Pronto aprenderás, Selina, y verás qué bueno es, aunque ahora te parezca una cosa horrible.

—¿Nunca te diste cuenta, querida —seguí al poco rato—, de lo muy encariñadas que algunas chicas se sienten con otras? Pues bien, tienes que saber que ello se debe al hábito que tienen de proporcionarse mutuamente los goces prohibidos, de los que se supone que no pueden gozar más que las personas casadas.

Ella temblaba de pies a cabeza. Mis dedos estaban ya muy adentro de su vagina, tanto como podían, y hacían lo necesario para que se corriera de un modo delicioso.

—¡Oh, oh!, tengo que chuparte esto, cada una de las perlas que gotean de tu virginal coño vale su peso en diamantes —comenté, presa de la excitación, al tiempo que la tendía de espaldas sobre la otomana.

Me arrodillé entre sus lánguidas piernas y le pegué los labios al coño. Mi lengua se gozaba con aquella cremosa leche, propia únicamente de las vírgenes. El espesor de las corridas de las doncellas se debe a las largas abstinencias, y es muy superior al de las mujeres que se corren a menudo por efecto de hacerse pajas o de joder.

Su goce fue indescriptible. ¡Cómo se retorcía por la exacerbación de sus sentidos!

Al final me levanté y desperté a Annie. Luego, volviéndome a mi amante, le murmuré al oído:

—Querida Selina, ahora haré que pruebes a lo que sabe un hombre de verdad. Annie se pondrá mi consolador y te follará con él, mientras ella me hace cosquillas en el agujero del culo y tú me chupas el coño. ¿No te gustaría una unión tan placentera, amor mío?

—Me asustas, querida Beatrice. ¿Qué es un consolador? ¿Hace daño? —murmuró por lo bajo.

—Es exactamente igual que el carajo de un hombre, Selina. Y a pesar de que se correrá deliciosamente en el interior de una en el momento del éxtasis, no hay peligro de que pueda haber familia después —repliqué en voz queda—. Annie ya está lista. Déjame ponerme a horcajadas sobre tu cara para que mi coño quede al alcance de tus suaves labios. Te gustará chupármelo. Te excitará sobremanera, y así este placer se sumará al gusto inconfundible que habrá de proporcionarte el consolador cuando lo tengas dentro.

Y poniendo manos a la obra me coloqué sobre ella.

Su sangre hervía. Hundió con ansia su lengua en mi anhelante coño, que casi al momento la recompensó con una copiosa corrida, la que pareció recibir con tanto gusto como un epicúreo algún manjar exquisito. Se abrió de piernas lascivamente y el joven Charles se lanzó al asalto. La posición en que me encontraba yo le impedía ver a la impaciente virgen la amenaza que pesaba sobre ella.

El mozo abrió con suavidad los labios de su coño, valiéndose para ello de sus dedos, y le frotó lascivamente el capullo del nabo contra ellos hasta que la pobre Selina se excitó de tal modo que comenzó a morderme y a retorcerse increíblemente, para suplicar luego entre profundos suspiros:

—¡Oh, métemelo, métemelo, ah! ¡Empuja más adentro, querida Annie, quiero sentirlo todo dentro de mi coño! ¡Oh, oh! ¡Ah..., ah! Ahora me duele. ¡Por favor, no sigas!

Mientras ella lanzaba tales exclamaciones, él comenzaba a forzar resueltamente su recinto virginal. Presioné mi coño contra sus labios para impedirle gritar y poder gozar al mismo tiempo con su intenso dolor. Selina era sumamente estrecha y Charles no estaba mal dotado. Este empujó y se agitó en pleno acceso de lujuria. No se retiró, a pesar de haberse ya corrido, sino que siguió empujando hasta meterle todo aquel carajo en el interior de la vagina. Se detuvo entonces unos instantes, con el palpitante nabo en el interior de la raja, hasta que pareció haber desaparecido toda sensación de dolor en su víctima. La lubricación proporcionada por la propia naturaleza de ella le afirmó en el puesto conquistado y le permitió a Selina contestar con licenciosos movimientos de sus nalgas a cada una de las embestidas de su compañero de juego. Una vez que hubo probado el sabor de aquello no parecía saciarse su voraz coño.

Al cabo nos retiramos de encima de ella y encendimos las lámparas a fin de que Selina pudiese ver la clase de consolador que la había follado. Se mostró sumamente extrañada al ver que se trataba de un carajo de verdad y no de un odioso sustituto, y nos perdonó el truco por el exquisito placer que había sentido.

Después de lavarnos con agua fría disfrutó Selina del espectáculo de ver cómo Charles se follaba a la adorable Pattie, y ayudó a la operación haciéndole cosquillas con sus propias manos a los huevos de Charles y al coño de aquélla.

Como quiera que ya sólo íbamos a permanecer a bordo otras dos noches, decidí que debíamos disfrutar al máximo las horas de que aún disponíamos. Siempre he tenido especial predilección por los adolescentes, a los que he preferido a los hombres ya hechos, y por tal razón me había fijado en un par de jóvenes guardias marinas de los que me prendé a raíz de las delicadas atenciones que tuvieron conmigo cuando me sentí tan mal en los primeros días del viaje.

Una espléndida mañana nos encontramos en cubierta, inmediatamente después del desayuno.

—Buenos días, señora —me dijo el joven Simpson descubriéndose, a la vez que me lanzaba una mirada de inconfundible deseo.

—Venga aquí, muchachito atrevido —le contesté entre risas.

Y cuando se hubo acercado le dije en un susurro:

—¿Es usted capaz de guardar un secreto?

—Mi pecho es más seguro que una armadura de hierro, si es que su señoría tiene que confiarme algo.

—Pronto voy a abandonar el barco, como ya sabe, y me agradaría invitarles a usted y al joven William esta noche a mi camarote. Siempre, claro está, que puedan acudir después de que todo el mundo se haya retirado y que ustedes no estén de servicio.

—Hoy no lo estaremos desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana, y puede usted tener la seguridad de que no haremos ruido alguno.

Me llevé un dedo a la boca en señal de que guardara absoluto secreto. Y me aparté de su lado para quedarme sentada en popa la mayor parte del día, con la mirada fija en el mar y soñando anticipadamente con los goces que esperaba disfrutar al llegar la noche.

Hice grandes preparativos para los mismos y soborné a los camareros para que no hicieran caso de ningún ruido que pudieran oír en mi camarote. Les dije que iba a dar una pequeña fiesta a dos o tres damitas del barco antes de que desembarcasen en Funchal, el puerto de Madeira.

Después de la cena, mis compañeras y yo nos acostamos vestidas sobre nuestras literas, con las luces encendidas y el refrigerio ya servido. Al cabo de un rato, cuando ya se había hecho el silencio completamente, se abrió la puerta de nuestro camarote y entraron dos guapos mozos vestidos de gala. Ambos saludaron en silencio y me besaron antes de que me fuera posible incorporarme en la litera. Pattie corrió el cerrojo de la puerta y recordó luego a los visitantes cómo debían comportarse si no querían recibir su merecido. Como respuesta, ambos la atraparon para besarla, a pesar de su fingida resistencia.

Los jóvenes marinos estaban hambrientos y dieron buena cuenta de un gran pastel, rociando la comida con varias copas de champagne, todo ello sin dejar de brindar por los presentes, desde mí misma hasta las criadas.

Bebí un par de copas con ellos y sentí la llegada del deseo en el ardor de mis venas. Me consumía el afán de gozar de aquellos dos jóvenes tan guapos, de manera que apenas habíamos acabado el refrigerio cuando les pedí que se sentasen en la otomana, junto a mí, y cuando Simpson se disponía a hacerlo le atraje sobre mi regazo, al tiempo que le decía entre risas:

—¡Qué hermoso niño para darle la teta! ¡Qué preciosidad de crío! Besa a tu mamá.

Mis labios se unieron a los suyos en un prolongado beso. Apoyado como estaba sobre mis tetas pude notar su estremecimiento de emoción.

—¿Has tenido alguna novia, querido muchachito? —le pregunté.

—Sí, una preciosa chica de Ciudad del Cabo. Me divierto muchísimo con ella cuando desembarco.

—¡Qué me dices! Supongo que no habrás osado permitirte libertades con ella.

—Claro que sí; hasta me permite que me acueste con ella.

—Muchachito atrevido. ¿Cómo te atreves a hablarme de estas cosas? Venid aquí, Miss Mojigata, y vosotras, chicas. Amarradle y bajadle los pantalones. Le voy a hacer cosquillas en el culo hasta que le arda, por atrevido —exclamé, apartándolo de mí con aparente disgusto.

—¡Qué fanfarronada! Me gustaría ver cómo lo hacen. Ven, Peter, compañero. Ayúdame o estas crías serán capaces de dominarme.

Empezaba a sentirse vencido en la desigual lucha.

Me bastó una sonrisa y un gesto para que su compañero Peter Williams se pusiera de nuestra parte, sumamente divertido al ver cuán grotesco se veía atado a una de las literas y al ser desprovisto de los pantalones, a pesar de los esfuerzos que hiciera para evitarlo.

Su bochorno fue inmenso cuando le alzaron los faldones de la camisa para dejar al descubierto unas preciosas nalgas de blanca piel, la que pronto enrojeció bajo los manotazos de todos los presentes, sumamente divertidos con el juego.

—Apartaos todos —dije con severidad— y dejadme que le administre lo que se merece por su impudicia.

Avancé látigo en mano. Era un muchacho animoso, dispuesto a no gritar, aunque vi cómo le asomaban dos o tres lagrimones que rodaron mejillas abajo de su encendida cara por efecto del castigo. Y también pude ver cómo su nabo se alzaba con la rigidez de un palo. Lo soltamos, y sin aguardar siquiera a abrocharse los pantalones corrió a ayudarnos a sujetar a su amigo en la otomana y a ponerlo de espaldas, por instrucciones mías, a fin de proporcionarle una buena tunda de latigazos hasta obligarlo a pedir a gritos que lo soltáramos.

Cuando comenzaron a ponerse la ropa nos echamos todos a reír y a bromear acerca de los hermosos cardenales que veíamos, a arremangarles los faldones y a tomarnos tales libertades que en poco tiempo los desnudamos por completo, quedando a nuestra vista dos tiesas pollas.

—Bueno, no daría yo mucho por esas fruslerías. ¿Es todo lo que tenéis que enseñar a las muchachas? —les dije riendo y dándoles de latigazos en las partes mencionadas—. La misma Annie, aquí presente, tiene algo mejor que vosotros. Vamos a desnudarla y podréis verlo.

Esta era la señal esperada, tras de la cual podíamos hacer completamente a un lado cualquier impedimento a nuestros impulsos lujuriosos.

Creo que aquellos dos mozos nunca antes habían jodido con mujer alguna y que, por lo tanto, les arranqué el virgo a ambos. Dando rienda suelta a mi lujuria me metí en el coño los dos carajos a la vez, mientras Charles se jodía a Miss Mojigata ante nuestra vista, hasta provocar en ella un ataque de histeria en el paroxismo del gusto.

Follando, chupando y entregados a todas las fantasías que fuimos capaces de imaginar permanecimos así hasta las cinco de la mañana. Incluso hice que Charles me follara por el culo, mientras Simpson hacía lo mismo con mi paje. Por su parte, Peter Williams se posesionó de las nalgas de su compañero, mientras Miss Mojigata y Annie nos hacían cosquillas a todos para contribuir de la mejor manera posible a excitarnos.

Al fin tuvieron que dejarnos, y puedo decir que ésta fue la última orgía que pude permitirme, ya que mis energías me abandonaron rápidamente, incluso durante mi estancia en la isla de Madeira.

Volví a Inglaterra en mayo y desde entonces, mi querido Walter, tú has sido mi fiel y amante servidor y has podido ver cuán rápidamente la tuberculosis me arrastra a la tumba. ¡Oh, cómo me hubiera gustado tener las fuerzas necesarias para volver a hacerlo y que hubieses sido tú el varonil vencedor en el divino combate, cuyo fragor ya nunca más podré disfrutar! Quiera el Señor concederme la gracia de morir corriéndome y sintiéndote correrte hasta tu alma misma en mis entrañas. Pero, ¡ay!, sospecho que esto no va a ser posible.

Sin embargo, si existe el follar en el más allá, entonces tendré asegurada una eterna felicidad.

Amén. Ya no me siento con fuerzas ni para sostener la pluma más tiempo.

FINIS