Historia del jorobado…

(CONTINUACIÓN)

Historia de Bacbac, tercer hermano del barbero

«Bacbac el ciego, por otro nombre el Cacareador hinchado, es mi tercer hermano. Era mendigo de oficio, y uno de los principales de la cofradía de los pordioseros de Bagdad, nuestra ciudad.

Cierto día, la voluntad de Alah y el Destino permitieron que mi hermano llegase á mendigar á la puerta de una casa. Y mi hermano Bacbac, sin prescindir de sus acostumbradas invocaciones para pedir limosna: «¡Oh donador, oh generoso!», dió con el palo en la puerta.

Pero conviene que sepas, ¡oh Comendador de los Creyentes! que mi hermano Bacbac, igual que los más astutos de su cofradía, no contestaba cuando, al llamar á la puerta de una casa, le decían: «¿Quién es?» Y se callaba para obligar á que abriesen la puerta, pues de otro modo, en lugar de abrir, se contentaban con responder desde dentro: «¡Alah te ampare!» Que es el modo de despedir á los mendigos.

De modo que aquel día, por más que desde la casa preguntasen: «¿Quién es?», mi hermano callaba. Y acabó por oir pasos que se acercaban, y que se abría la puerta. Y se presentó un hombre al cual Bacbac, si no hubiera estado ciego, no habría pedido limosna seguramente. Pero aquel era su destino. Y cada hombre lleva su destino atado al cuello.

Y el hombre le preguntó: «¿Qué deseas?» Y mi hermano Bacbac respondió: «Que me des una limosna, por Alah el Altísimo.» El hombre volvió á preguntar: «¿Eres ciego?» Y Bacbac dijo: «Sí, mi amo, y muy pobre.» Y el otro repuso: «En ese caso, dame la mano para que te guíe.» Y le dió la mano, y el hombre lo metió en la casa, y lo hizo subir escalones y más escalones, hasta que lo llevó á la azotea, que estaba muy alta. Y mi hermano, sin aliento, se decía: «Seguramente, me va á dar las sobras de algún festín.»

Y cuando hubieron llegado á la azotea, el hombre volvió á preguntar: «¿Qué quieres, ciego?» Y mi hermano, bastante asombrado, respondió: «Una limosna, por Alah.» Y el otro replicó: «Que Alah te abra el día en otra parte.» Entonces Bacbac le dijo: «¡Oh tú, un tal! ¿no podías haberme contestado así cuando estábamos abajo?» A lo cual replicó el otro: «¡Oh tú, que vales menos que mi trasero! ¿por qué no me contestaste cuando yo preguntaba desde dentro: «¿Quién es? ¿Quién está á la puerta?»? ¡Conque lárgate de aquí en seguida, ó te haré rodar como una bola, asqueroso mendigo de mal agüero!» Y Bacbac tuvo que bajar más que de prisa la escalera completamente solo.

Pero cuando le quedaban unos veinte escalones dió un mal paso, y fué rodando hasta la puerta. Y al caer se hizo una gran contusión en la cabeza, y caminaba gimiendo por la calle. Entonces varios de sus compañeros, mendigos y ciegos como él, al oírle gemir le preguntaron la causa, y Bacbac les refirió su desventura. Y después les dijo: «Ahora tendréis que acompañarme á casa para coger dinero con que comprar comida para este día infructuoso y maldito. Y habrá que recurrir á nuestros ahorros, que, como sabéis, son importantes, y cuyo depósito me habéis confiado.»

Pero el hombre de la azotea había bajado detrás de él y le había seguido. Y echó á andar detrás de mi hermano y los otros dos ciegos, sin que nadie se apercibiese, y así llegaron todos á casa de Bacbac. Entraron, y el hombre se deslizó rápidamente antes de que hubiesen cerrado la puerta. Y Bacbac dijo á los dos ciegos: «Ante todo, registremos la habitación, por si hay algún extraño escondido.»

Y aquel hombre, que era todo un ladrón de los más hábiles entre los ladrones, vió una cuerda que pendía del techo, se agarró de ella, y silenciosamente trepó hasta una viga, donde se sentó con la mayor tranquilidad. Y los dos ciegos comenzaron á buscar por toda la habitación, insistiendo en sus pesquisas varias veces, tentando los rincones con los palos. Y hecho esto, se reunieron con mi hermano, que sacó entonces del escondite todo el dinero de que era depositario, y lo contó con sus dos compañeros, resultando que tenían diez mil dracmas juntos. Después, cada cual cogió dos ó tres dracmas, volvieron á meter todo el dinero en los sacos, y los guardaron en el escondite. Y uno de los tres ciegos marchó á comprar provisiones y volvió en seguida, sacando de la alforja tres panes, tres cebollas y algunos dátiles. Y los tres compañeros se sentaron en corro y se pusieron á comer.

Entonces el ladrón se deslizó silenciosamente á lo largo de la cuerda, se acurrucó junto á los tres mendigos y se puso á comer con ellos. Y se había colocado al lado de Bacbac, que tenía un oído excelente. Y Bacbac, oyendo el ruido de sus mandíbulas al comer, exclamó: «¡Hay un extraño entre nosotros!» Y alargó rápidamente la mano hacia donde oía el ruido de las mandíbulas, y su mano cayó precisamente sobre el brazo del ladrón. Entonces Bacbac y los dos mendigos se precipitaron encima de él, y empezaron á gritar y á golpearle con sus palos, ciegos como estaban, y pedían auxilio á los vecinos, chillando: «¡Oh musulmanes, acudid á socorrernos! ¡Aquí hay un ladrón! ¡Quiere robarnos el poquísimo dinero de nuestros ahorros!» Y acudiendo los vecinos, vieron á Bacbac, que, auxiliado por los otros dos mendigos, tenía bien sujeto al ladrón, que intentaba defenderse y escapar. Pero el ladrón, cuando llegaron los vecinos, se fingió también ciego, y cerrando los ojos, exclamó: «¡Por Alah! ¡Oh musulmanes! Soy ciego y socio de estos otros tres, que me niegan lo que me corresponde de los diez mil dracmas de ahorros que poseemos en comunidad. Os lo juro por Alah el Altísimo, por el sultán, por el emir. Y os pido que me llevéis á presencia del walí, donde se comprobará todo.» Entonces llegaron los guardias del walí, se apoderaron de los cuatro hombres y los llevaron entre las manos del walí. Y el walí preguntó: «¿Quiénes son esos hombres?» Y el ladrón exclamó: «Escucha mis palabras, ¡oh walí justo y perspicaz! y sabrás lo que debes saber. Y si no quisieras creerme, manda que nos den tormento, á mí el primero, para obligarnos á confesar la verdad. Y somete en seguida al mismo tormento á estos hombres para poner en claro este asunto.» Y el walí dispuso: «¡Coged á ese hombre, echadlo en el suelo, y apaleadle hasta que confiese!» Entonces los guardias agarraron al ciego fingido, y uno le sujetaba los pies y los demás principiaron á darle de palos en ellos. A los diez palos, el supuesto ciego empezó á dar gritos y abrió un ojo, pues hasta entonces los había tenido cerrados. Y después de recibir otros cuantos palos, no muchos, abrió ostensiblemente el otro ojo.

Y el walí, enfurecido, le dijo: «¿Qué farsa es esta, miserable embustero?» Y el ladrón contestó: «Que suspendan la paliza y lo explicaré todo.» Y el walí mandó suspender el tormento, y el ladrón dijo: «Somos cuatro ciegos fingidos, que engañamos á la gente para que nos dé limosna. Pero además simulamos nuestra ceguera para poder entrar fácilmente en las casas, ver las mujeres con la cara descubierta, seducirlas, cabalgarlas y al mismo tiempo examinar el interior de las viviendas y preparar los robos sobre seguro. Y como hace bastante tiempo que ejercemos este oficio tan lucrativo, hemos logrado juntar entre todos hasta diez mil dracmas. Y al reclamar mi parte á estos hombres, no sólo se negaron á dármela, sino que me apalearon, y me habrían matado á golpes si los guardias no me hubiesen sacado de entre sus manos. Ésta es la verdad, ¡oh walí! Ahora, para que confiesen mis compañeros, tendrás que recurrir al látigo, como hiciste conmigo. Y así hablarán. Pero que les den de firme, porque de lo contrario no confesarán nada. Y hasta verás cómo se obstinan en no abrir los ojos, como yo hice.»

Entonces el walí mandó azotar á mi hermano el primero de todos. Y por más que protestó y dijo que era ciego de nacimiento, le siguieron azotando hasta que se desmayó. Y como al volver en sí tampoco abrió los ojos, mandó el walí que le dieran otros trescientos palos, y luego trescientos más, y lo mismo hizo con los otros dos ciegos, que tampoco los pudieron abrir, á pesar de los golpes y á pesar de los consejos que les dirigía el ciego fingido, su compañero improvisado.

Y en seguida el walí encargó á este ciego fingido que fuese á casa de mi hermano Bacbac y trajese el dinero. Y entonces dió á este ladrón dos mil quinientos dracmas, ó sea la cuarta parte del dinero, y se quedó con lo demás.

En cuanto á mi hermano y los otros dos ciegos, el walí les dijo: «¡Miserables hipócritas! ¿Conque coméis el pan que os concede la gracia de Alah, y luego juráis en su nombre que sois ciegos? Salid de aquí y que no se os vuelva á ver en Bagdad ni un solo día.»

Y yo, ¡oh Emir de los Creyentes! en cuanto supe todo esto salí en busca de mi hermano, lo encontré, lo traje secretamente á Bagdad, lo metí en mi casa, y me encargué de darle de comer y vestirlo mientras viva.

Y tal es la historia de mi tercer hermano, Bacbac el ciego.»

Y al oírla el califa Montasser Billah, dijo: «Que den una gratificación á este barbero y que se vaya en seguida.» Pero yo, ¡oh mis señores! contesté: «¡Por Alah! ¡Oh Príncipe de los Creyentes! No puedo aceptar nada sin referirte lo que les ocurrió á mis otros tres hermanos.» Y concedida la autorización, dije:

Historia de El-Kuz, cuarto hermano del barbero

«Mi cuarto hermano, el tuerto El-Kuz El-Assuani, ó el Botijo irrompible, ejercía en Bagdad el oficio de carnicero. Sobresalía en la venta de carne y picadillo, y nadie le aventajaba en criar y engordar carneros de larga cola. Y sabía á quién vender la carne buena y á quién despachar la mala. Así es que los mercaderes más ricos y los principales de la ciudad sólo se abastecían en su casa y no compraban más carne que la de sus carneros; de modo que en poco tiempo llegó á ser muy rico y propietario de grandes rebaños y hermosas fincas.

Y seguía prosperando mi hermano El-Kuz, cuando cierto día entre los días, que estaba sentado en su establecimiento, entró un jeique de larga barba blanca, que le dió dinero y le dijo: «¡Corta carne buena!» Y mi hermano le dió de la mejor carne, cogió el dinero y devolvió el saludo al anciano, que se fué.

Entonces mi hermano examinó las monedas de plata que le había entregado el desconocido, y vió que eran nuevas, de una blancura deslumbradora. Y se apresuró á guardarlas aparte en una caja especial, pensando: «He aquí unas monedas que me van á dar buena sombra.»

Y durante cinco meses seguidos el viejo jeique de larga barba blanca fué todos los días á casa de mi hermano, entregándole monedas de plata completamente nuevas á cambio de carne fresca y de buena calidad. Y todos los días mi hermano cuidaba de guardar aparte aquel dinero. Pero un día mi hermano El-Kuz quiso contar la cantidad que había reunido de este modo, á fin de comprar unos hermosos carneros, y especialmente unos cuantos moruecos para enseñarles á luchar unos con otros, ejercicio muy gustado en Bagdad, mi ciudad. Y apenas había abierto la caja en que guardaba el dinero del jeique de la barba blanca, vió que allí no había ninguna moneda, sino redondeles de papel blanco.

Y entonces empezó á darse puñetazos en la cara y en la cabeza, y á lamentarse á gritos. Y en seguida le rodeó un gran grupo de transeúntes, á quienes contó su desventura, sin que nadie pudiera explicarse la desaparición de aquel dinero. Y El-Kuz seguía gritando y diciendo: «¡Haga Alah que vuelva ahora ese maldito jeique, para que le pueda arrancar las barbas y el turbante con mis propias manos!»

Y apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando apareció el jeique. Y el jeique atravesó por entre el gentío, y llegó hasta mi hermano para entregarle, como de costumbre, el dinero. En seguida mi hermano se lanzó contra él, y sujetándole por un brazo, dijo: «¡Oh musulmanes! ¡Acudid en mi socorro! ¡He aquí al infame ladrón!» Pero el jeique no se inmutó para nada, pues inclinándose hacia mi hermano le dijo de modo que sólo pudiera oírle él: «¿Qué prefieres, callar ó que te comprometa delante de todos? Y té advierto que tu afrenta ha de ser más terrible que la que quieres causarme.» Pero El-Kuz contestó: «¿Qué afrenta puedes hacerme, maldito viejo de betún? ¿De qué modo me vas á comprometer?» Y el jeique dijo: «Demostraré que vendes carne humana en vez de carnero.» Y mi hermano repuso: «¡Mientes, oh mil veces embustero y mil veces maldito!» Y el jeique dijo: «El embustero y el maldito es quien tiene colgando del gancho de su carnicería un cadáver en vez de un carnero.» Y mi hermano protestó violentamente, y dijo: «¡Perro, hijo de perro! Si pruebas semejante cosa, te entregaré mi sangre y mis bienes.» Y entonces el jeique se volvió hacia la muchedumbre y dijo á voces: «¡Oh vosotros todos, amigos míos! ¿veis á este carnicero? Pues hasta hoy nos ha estado engañando á todos, infringiendo los preceptos de nuestro Libro. Porque en vez de matar carneros degüella cada día á un hijo de Adán y nos vende su carne por carne de carnero. Y para convenceros de que digo la verdad, entrad á registrar la tienda.»

Entonces surgió un clamor, y la muchedumbre se precipitó en la tienda de mi hermano El-Kuz, tomándola por asalto. Y á la vista de todos apareció colgado de un gancho el cadáver de un hombre, desollado, preparado y destripado. Y en el tablón de las cabezas de carnero había tres cabezas humanas, desolladas, limpias y cocidas al horno, para la venta.

Y al ver esto, todos los presentes se lanzaron sobre mi hermano, gritando: «¡Impío, sacrílego, asesino!» Y la emprendieron con él á palos y á latigazos. Y los más encarnizados contra él y los que más cruelmente le pegaban eran sus parroquianos más antiguos y sus mejores amigos. Y el viejo jeique le dió tan violento puñetazo en un ojo, que se lo saltó sin remedio. Después cogieron el supuesto cadáver degollado, ataron á mi hermano El-Kuz, y todo el mundo, precedido del jeique, se presentó delante del ejecutor de la ley. Y el jeique le dijo: «¡Oh Emir! He aquí que te traemos, para que pague sus crímenes, á este hombre que desde hace mucho tiempo degüella á sus semejantes y vende su carne como si fuese de carnero. No tienes mas que dictar sentencia y dar cumplimiento á la justicia de Alah, pues he aquí á todos los testigos.» Y esto fué todo lo que pasó. Porque el jeique de la blanca barba era un brujo que tenía el poder de aparentar cosas que no lo eran realmente.

En cuanto á mi hermano El-Kuz, por más que se defendió, no quiso oírle el juez, y lo sentenció á recibir quinientos palos. Y le confiscaron todos sus bienes y propiedades, no siendo poca su suerte con ser tan rico, pues de otro modo le habrían condenado á muerte sin remedio. Y además le condenaron á ser desterrado.

Y mi hermano, con un ojo menos, con la espalda llena de golpes y medio muerto, salió de Bagdad camino adelante y sin saber adonde dirigirse, hasta que llegó á una ciudad lejana, desconocida para él, y allí se detuvo, decidido á establecerse en aquella ciudad y ejercer el oficio de remendón, que apenas si necesita otro capital que unas manos hábiles.

Fijó, pues, su puesto en un esquinazo de dos calles, y se puso á trabajar para ganarse la vida. Pero un día que estaba poniendo una pieza nueva á una babucha vieja oyó relinchos de caballos y el estrépito de una carrera de jinetes. Y preguntó el motivo de aquel tumulto, y le dijeron: «Es el rey, que sale de caza con galgos, acompañado de toda la corte.» Entonces mi hermano El-Kuz dejó un momento la aguja y el martillo y se levantó para ver cómo pasaba la comitiva regia. Y mientras estaba de pie, meditando sobre su pasado y su presente y sobre las circunstancias que le habían convertido de famoso carnicero en el último de los remendones, pasó el rey al frente de su maravilloso séquito, y dió la casualidad de que la mirada del rey se fijase en el ojo huero de mi hermano El-Kuz. Y al verlo, el rey palideció, y dijo: «¡Guárdeme Alah de las desgracias de este día maldito y de mal agüero!» Y dió vuelta inmediatamente á las bridas de su yegua y desanduvo el camino, acompañado de su séquito y de sus soldados. Pero al mismo tiempo mandó á sus siervos que se apoderaran de mi hermano y le administrasen el consabido castigo. Y los esclavos, precipitándose sobre mi hermano El-Kuz, le dieron tan tremenda paliza, que lo dejaron por muerto en medio de la calle. Y cuando se marcharon se levantó El-Kuz y se volvió penosamente á su puesto, debajo del toldo que le resguardaba, y allí se echó completamente molido. Pero entonces pasó un individuo del séquito del rey que venía rezagado. Y mi hermano El-Kuz le rogó que se detuviese, le contó el trato que acababa de sufrir y le pidió que le dijera el motivo. El hombre se echó á reir á carcajadas, y le contesto: «Sabe, hermano, que nuestro rey no puede tolerar ningún tuerto, sobre todo si el tuerto lo es del ojo derecho. Porque cree que ha de traerle desgracia. Y siempre manda matar al tuerto sin remisión. Así es que me sorprende mucho que todavía estés vivo.»

Mi hermano no quiso oir más. Recogió sus herramientas, y aprovechando las pocas fuerzas que le quedaban, emprendió la fuga y no se detuvo hasta salir de la ciudad. Y siguió andando hasta llegar á otra población muy lejana que no tenía rey ni tirano.

Residió mucho tiempo en aquella ciudad, cuidando de no exhibirse; pero un día salió á respirar aire puro y darse un paseo. Y de pronto oyó detrás de él relinchar de caballos, y recordando su última desventura, escapó lo más aprisa que pudo, buscando un rincón en que esconderse, pero no lo encontró. Y delante de él vió una puerta, y empujó la puerta y se encontró en un pasillo largo y oscuro, y allí se escondió. Pero apenas se había ocultado aparecieron dos hombres, que se apoderaron de él, le encadenaron, y dijeron: «¡Loor á Alah, que ha permitido que te atrapásemos, enemigo de Alah y de los hombres! Tres días y tres noches llevamos buscándote sin descanso. Y nos has hecho pasar amarguras de muerte.» Pero mi hermano dijo: «¡Oh señores! ¿A quién os referís? ¿De qué órdenes habláis?» Y le contestaron: «¿No te ha bastado con haber reducido á la indigencia á todos tus amigos y al amo de esta casa? ¡Y aún nos querías asesinar! ¿Dónde está el cuchillo con que nos amenazabas ayer?»

Y se pusieron á registrarle, encontrándole el cuchillo con que cortaba el cuero para las suelas. Entonces lo arrojaron al suelo, y le iban á degollar, cuando mi hermano exclamó: «Escuchad, buena gente: no soy ni un ladrón ni un asesino, pero puedo contaros una historia sorprendente, y es mi propia historia. Y ellos, sin hacerle caso, le pisotearon, le golpearon y le destrozaron la ropa. Y al desgarrarle la ropa vieron en su espalda desnuda las cicatrices de los latigazos que había recibido en otro tiempo. Y exclamaron: «¡Oh miserable! He aquí unas cicatrices que prueban todos tus crímenes pasados.» Y en seguida lo llevaron á presencia del walí, y mi hermano, pensando en todas sus desdichas, se decía: «¡Oh cuán grandes serán mis pecados, cuando así los expío siendo inocente de cuanto me achacan! Pero no tengo más esperanza que en Alah el Altísimo.»

Y cuando estuvo en presencia del walí, el walí lo miró airadísimo y le dijo: «Miserable desvergonzado, los latigazos con que marcaron tu cuerpo son una prueba sobrada de todas tus anteriores y presentes fechorías.» Y dispuso que le dieran cien palos. Y después lo subieron y ataron á un camello y le pasearon por toda la ciudad, mientras el pregonero gritaba: «He aquí el castigo de quien se mete en casa ajena con intenciones criminales.»

Pero entonces supe todas estas desventuras de mi desgraciado hermano. Me dirigí en seguida en su busca, y lo encontré precisamente cuando lo bajaban desmayado del camello. Y entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! cumplí mi deber de traérmelo secretamente á Bagdad, y le he señalado una pensión para que coma y beba tranquilamente hasta el fin de sus días.

Tal es la historia del desdichado El-Kuz. En cuanto á mi quinto hermano, su aventura es aún más extraordinaria, y te probará ¡oh Príncipe de los Creyentes! que soy el más cuerdo y el más prudente de mis hermanos.»

Historia de El-Aschar, quinto hermano del barbero

«Este hermano mío, ¡oh Emir de los Creyentes! fué precisamente aquel á quien cortaron la nariz y las orejas. Le llaman El-Aschar porque ostenta un vientre voluminoso como una camella preñada, y también por su semejanza con un caldero grande. Y es muy perezoso durante el día, pero de noche desempeña cualquier comisión, procurándose dinero por toda suerte de medios ilícitos y extraños.

Al morir nuestro padre heredamos cien dracmas de plata cada uno. El-Aschar cogió los cien dracmas que le correspondían, pero no sabía en qué emplearlos. Y se decidió por último á comprar cristalería para venderla al por menor, prefiriendo este oficio á cualquier otro porque no le obligaba á moverse mucho. Se convirtió, pues, en vendedor de cristalería, para lo cual compró un canasto grande, en el que puso sus géneros, buscó una esquina frecuentada y se instaló tranquilamente en ella, apoyada la espalda contra la pared y delante el canasto, pregonando su mercadería de esta suerte:

Pero más tiempo se lo pasaba callado. Y entonces, apoyando con mayor firmeza la espalda contra la pared, empezaba á soñar despierto. Y he aquí lo que soñaba un viernes, en el momento de la oración:

«Acabo de emplear todo mi capital, ó sean cien dracmas, en la compra de cristalería. Es seguro que lograré venderla en doscientos dracmas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé en cuatrocientos dracmas. Y seguiré vendiendo y comprando hasta que me vea dueño de un gran capital. Entonces compraré toda clase de mercancías, drogas y perfumes, y no dejaré de vender hasta que haya hecho grandísimas ganancias. Y así podré adquirir un gran palacio y tener esclavos, y tener caballos con sillas y gualdrapas de brocado y de oro. Y comeré y beberé soberbiamente, y no habrá cantora en la ciudad á la que no invite á cantar en mi casa. Y luego me concertaré con las casamenteras más expertas de Bagdad, para que me busquen novia que sea hija de un rey ó de un visir. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que me case, ya que no con otra, con la hija del gran visir, porque es una joven hermosísima y llena de perfecciones. De modo que le señalaré una dote de mil dinares de oro. Y no es de esperar que su padre el gran visir vaya á oponerse á esta boda; pero si no la consintiese, le arrebataría á su hija y me la llevaría á mi palacio. Y compraré diez pajecillos para mi servicio particular. Y me mandaré hacer ropa regia, como la que llevan los sultanes y los emires, y encargaré al joyero más hábil que me haga una silla de montar toda de oro, con incrustaciones de perlas y pedrería. Y montado en el corcel más hermoso de los corceles, que compraré á los beduinos del desierto ó mandaré traer de la tribu de Anezi, me pasearé por la ciudad precedido de numerosos esclavos y otros detrás y alrededor de mí; y de este modo llegaré al palacio del gran visir. Y el gran visir cuando me vea se levantará en honor mío, y me cederá su sitio, quedándose de pie algo más abajo que yo, y se tendrá por muy honrado con ser mi suegro. Y conmigo irán dos esclavos, cada uno con una gran bolsa. Y en cada bolsa habrá mil dinares. Una de las bolsas se la daré al gran visir como dote de su hija, y la otra se la regalaré como muestra de mi generosidad y munificencia y para que vea también cuán por encima estoy de todo lo de este mundo. Y volveré solemnemente á mi casa, y cuando mi novia me envíe á una persona con algún recado, llenaré de oro á esa persona y le regalaré telas preciosas y trajes magníficos. Y si el visir llega á mandarme algún regalo de boda, no lo aceptaré y se lo devolveré, aunque sea un regalo de gran valor, y todo esto para demostrarle que tengo gran altura de espíritu y soy incapaz de la menor falta de delicadeza. Y señalaré después el día de mi boda y todos los pormenores, disponiendo que nada se escatime en cuanto al banquete ni respecto al número y calidad de músicos, cantoras y danzarinas. Y prepararé mi palacio tendiendo alfombras por todas partes, cubriré el suelo de flores desde la entrada hasta la sala del festín, y mandaré regar el pavimento con esencias y agua de rosas.

»La noche de bodas me pondré el traje más lujoso, me sentaré en un trono colocado en un magnífico estrado, tapizado de seda con bordados de flores y pájaros. Y mientras mi mujer se pasee por el salón con todas sus preseas, más resplandeciente que la luna llena del mes del Ramadán, yo permaneceré muy serio, sin mirarla siquiera ni volver la cabeza á ningún lado, probando con todo esto la entereza de mi carácter y mi cordura. Y cuando me presenten á mi esposa, deliciosamente perfumada y con toda la frescura de su belleza, yo no me moveré tampoco. Y seguiré impasible, hasta que todas las damas se me acerquen y digan: «¡Oh señor, corona de nuestra cabeza! aquí tienes á tu esposa, que se pone respetuosamente entre tus manos y aguarda que la favorezcas con una mirada. Y he aquí que, habiéndose fatigado al estar de pie tanto tiempo, sólo espera tus órdenes para sentarse.» Y yo no diré tampoco ni una palabra, haciendo desear más mi respuesta. Y entonces todas las damas y todos los invitados se prosternarán y besarán la tierra muchas veces ante mi grandeza. Y hasta entonces no consentiré en bajar la vista para dirigir una mirada á mi mujer, pero sólo una mirada, porque volveré en seguida á levantar los ojos y recobraré mi aspecto lleno de dignidad. Y las doncellas se llevarán á mi mujer, y yo me levantaré para cambiar de ropa y ponerme otra mucho más rica. Y volverán á llevarme por segunda vez á la recién casada con otros trajes y otros adornos, bajo el hacinamiento de las alhajas, el oro y la pedrería perfumada con nuevos perfumes más gratos todavía. Y cuando me hayan rogado muchas veces, volveré á mirar á mi mujer, pero en seguida levantaré los ojos para no verla más. Y guardaré esta prodigiosa compostura hasta que terminen por completo todas las ceremonias.

Pero en este momento de su relato, Schahrazada vio aparecer la mañana, y discreta como siempre, no quiso abusar más aquella noche del permiso otorgado.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 32.ª NOCHE

Siguió contando la historia al rey Schahriar:

He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el barbero prosiguió así la aventura de su quinto hermano El-Aschar:

»… hasta que terminen por completo todas las ceremonias. Entonces mandaré á algunos de mis esclavos que cojan un bolsillo con quinientos dinares en moneda menuda, y la tiren á puñados por el salón, y repartan otro tanto entre músicos y cantoras y otro tanto á las doncellas de mi mujer. Y luego las doncellas llevarán á mi esposa á su aposento. Y yo me haré esperar mucho. Y cuando entre en la habitación atravesaré por entre las dos filas de doncellas. Y al pasar cerca de mi esposa le pisaré el pie de un modo ostensible para demostrar mi superioridad como varón. Y pediré una copa de agua azucarada, y después de haber dado gracias á Alah, la beberé tranquilamente.

»Y seguiré no haciendo caso á mi mujer, que estará en la cama dispuesta á recibirme, y á fin de humillarla y demostrarle de nuevo mi superioridad y el poco caso que hago de ella, no le dirigiré ni una vez la palabra, y así aprenderá cómo pienso conducirme en lo sucesivo, pues no de otro modo se logra que las mujeres sean dóciles, dulces y tiernas. Y en efecto, no tardará en presentarse mi suegra, que me besará la frente y las manos, y dirá: «¡Oh mi señor! dígnate mirar á mi hija, que es tu esclava y desea ardientemente que la acompañes y le hagas la limosna de una sola palabra tuya.» Pero yo, á pesar de las súplicas de mi suegra, que no se habrá atrevido á llamarme yerno por temor de demostrar familiaridad, no le contestaré nada. Entonces me seguirá rogando, y estoy seguro de que acabará por echarse á mis pies y los besará, así como la orla de mi ropón. Y me dirá entonces: «¡Oh mi señor! ¡Te juro por Alah que mi hija es virgen! ¡Te juro por Alah que ningún hombre la vió descubierta ni conoce el color de sus ojos! No la afrentes ni la humilles tanto. Mira cuán sumisa la tienes. Sólo aguarda una seña tuya para satisfacerte en cuanto quieras.»

»Y mi suegra se levantará para llenar una copa de un vino exquisito, dará la copa á su hija, que en seguida vendrá á ofrecérmela, toda temblorosa. Y yo, arrellanado en los cojines de terciopelo bordados en oro, dejaré que se me acerque, sin mirarla, y gustaré de ver de pie á la hija del gran visir delante del ex vendedor de cristalería, que pregonaba en una esquina:

»Y ella, al ver en mi tanta grandeza, habrá de tomarme por el hijo de algún sultán ilustre cuya gloria llene el mundo. Y entonces insistirá para que tome la copa de vino, y la acercará gentilmente á mis labios. Y furioso al ver esta familiaridad, le dirigiré una mirada terrible, le daré una gran bofetada y un puntapié en el vientre, de esta manera…»

Y mi hermano hizo ademán de dar el puntapié á su soñada esposa y se lo dio de lleno al canasto que encerraba la cristalería. Y el cesto salió rodando con su contenido. Y se hizo añicos todo lo que constituía la fortuna de aquel loco.

Ante aquel irreparable destrozo, El-Aschar empezó á darse puñetazos en la cara y á desgarrarse la ropa y á llorar. Y entonces, como era precisamente viernes é iba á empezar la plegaria, las personas que salían, de sus casas vieron á mi hermano, y unos se paraban movidos de lástima, y otros siguieron su camino creyéndole loco.

Y mientras estaba deplorando la pérdida de su capital y de sus intereses, he aquí que pasó por allí, camino de la mezquita, una gran señora. Un intenso perfume de almizcle se desprendía de toda ella. Iba montada en una mula enjaezada con terciopelo y brocado de oro, y la acompañaba considerable número de esclavos y sirvientes.

Al ver todo aquel cristal roto y á mi hermano llorando, preguntó la causa de tal desesperación. Y le dijeron que aquel hombre no tenía más capital que el canasto de cristalería, cuya venta le daba de comer, y que nada le quedaba después del accidente. Entonces la dama llamó á uno de los criados y le dijo: «Da á ese pobre hombre todo el dinero que lleves encima.» Y el criado se despojó de una gran bolsa que llevaba sujeta al cuello con un cordón, y se la entregó á mi hermano. Y El-Aschar la cogió, la abrió, y encontró después de contarlos quinientos dinares de oro. Y estuvo á punto de morirse de emoción y alegría, y empezó á invocar todas las gracias y bendiciones de Alah en favor de su bienhechora.

Y enriquecido en un momento, se fué á su casa para guardar aquella fortuna. Y se disponía á salir para alquilar una buena morada en que pudiese vivir á gusto, cuando oyó que llamaban á la puerta. Fué á abrir, y vió á una vieja desconocida que le dijo: «¡Oh hijo mío! sabe que casi ha transcurrido la hora de la plegaria en este santo día de viernes, y aún no he podido hacer mis abluciones. Y te ruego que me permitas entrar para hacerlas, resguardada de los importunos.» Y mi hermano dijo: «Escucho y obedezco.» Y abrió la puerta de par en par y la llevó á la cocina, donde la dejó sola.

Y á los pocos instantes fué á buscarle la vieja, y sobre el miserable pedazo de estera que servía de tapiz terminó su plegaria, haciendo votos en favor de mi hermano, llenos de compunción. Y mi hermano le dió las gracias más expresivas, y sacando del cinturón dos dinares de oro se los alargó generosamente. Pero la vieja los rechazó con dignidad, y dijo: «¡Oh hijo mío, alabado sea Alah, que te hizo tan magnánimo! No me asombra que inspires simpatías á las personas apenas te vean. Y en cuanto á ese dinero que me ofreces, vuelva á tu cinturón, pues á juzgar por tu aspecto debes ser un pobre saaluk, y te debe hacer más falta que á mí, que no lo necesito. Y si en realidad no te hace falta, puedes devolvérselo á la noble señora que te lo dió por habérsete roto la cristalería.» Y mi hermano dijo: «¡Cómo! Buena madre, ¿conoces á esa dama? En ese caso, te ruego que indiques dónde la podré ver.» Y la vieja contestó: «Hijo mío, esa hermosa joven sólo te ha demostrado su generosidad para expresar la inclinación que le inspira tu juventud, tu vigor y tu gallardía. Pues su marido es impotente y nunca logrará satisfacerla, porque Alah le ha castigado con unos compañones tan fríos, que dan lástima. Levántanse, pues, guarda en tu cinturón todo el dinero para que no te lo roben en esta casa tan poco segura, y ven conmigo. Pues has de saber que sirvo á esa señora hace mucho tiempo y me confía todas sus comisiones secretas. Y en cuanto estés con ella, no te encojas para nada, pues debes hacer con ella todo aquello de que eres capaz. Y cuanto más hagas, más te querrá. Y por su parte, se esforzará en proporcionarte todos los placeres y todas las alegrías, y serás dueño absoluto de su hermosura y sus tesoros.»

Cuando mi hermano oyó estas palabras de la vieja, se levantó, hizo lo que le había dicho, y siguió á la anciana, que había echado á andar. Y mi hermano marchó detrás de ella hasta que llegaron ambos á un gran portal, en el que la vieja llamó á su modo. Y mi hermano se hallaba en el límite de la emoción y de la dicha.

Y á aquel llamamiento salió á abrir una esclava griega, muy bonita, que les deseó la paz y sonrió á mi hermano de una manera muy insinuante. Y le introdujo en una magnífica sala con grandes cortinajes de seda y oro fino y magníficos tapices. Y mi hermano, al verse solo, se sentó en un diván, se quitó el turbante, se lo puso en las rodillas y se secó la frente. Y apenas se hubo sentado se abrieron las cortinas y apareció una joven incomparable, como no la vieron las miradas más maravilladas de los hombres. Y mi hermano El-Aschar se puso de pie sobre sus dos pies.

Y la joven le sonrió con los ojos y se apresuró á cerrar la puerta, que se había quedado abierta. Y se acercó á El-Aschar, le cogió de la mano y lo llevó consigo al diván de terciopelo. Y como antes de ejercer de cabalgador quisiera hablar, la joven, con una mano en la boca, le indicó que callase, mientras que con la otra le invitaba á que no perdiese el tiempo con más dilaciones. Y en el mismo instante mi hermano hizo á la joven cuanto sabía hacer en punto á copulaciones, abrazos, besos, mordiscos, caricias, contorsiones y variaciones, una, dos, tres veces, y así durante algunas horas del tiempo.

Después de aquellos transportes, la joven se levantó y le dijo á mi hermano: «¡Ojo de mi vida! no te muevas de aquí hasta que yo vuelva.» Después salió rápidamente y desapareció.

Pero de pronto se abrió violentamente la puerta y apareció un negro horrible, gigantesco, que llevaba en la mano un alfanje desnudo. Y gritó al aterrorizado El-Aschar: «¡Oh grandísimo miserable! ¿Cómo te atreviste á llegar hasta aquí, ¡oh tú, producto mixto de los compañones corrompidos de todos los criminales!?» Y mi hermano no supo qué contestar á lenguaje tan violento, se le paralizó la lengua, se le aflojaron los músculos y se puso muy pálido. Entonces el negro le cogió, lo desnudó completamente y se puso á darle de plano con el alfanje más de ochenta golpes, hasta que mi hermano se cayó al suelo y el negro lo creyó cadáver. Llamó entonces con voz terrible, y acudió una negra con un plato lleno de sal. Lo puso en el suelo y empezó á llenar de sal las heridas de mi hermano, que á pesar de padecer horriblemente, no se atrevía á gritar por temor de que le remataran. Y la negra se marchó después que hubo cubierto completamente de sal todas las heridas.

Entonces el negro dió otro grito tan espantoso como el primero, y se presentó la vieja, que, ayudada por el negro, después de robar todo el dinero á mi hermano, lo cogió por los pies, lo arrastró por todas las habitaciones hasta llegar al patio, donde lo lanzó al fondo de un subterráneo, en el que acostumbraba á precipitar los cadáveres de todos aquellos á quienes con sus artificios había atraído á la casa para que sirviesen de cabalgadores á su joven señora.

El subterráneo en cuyo fondo habían arrojado á mi hermano El-Aschar era muy grande y oscurísimo, y en él se amontonaban los cadáveres unos sobre otros. Allí pasó El-Aschar dos días enteros, imposibilitado de moverse por las heridas y la caída. Pero Alah (¡alabado y glorificado sea!) quiso que mi hermano pudiese salir de entre tanto cadáver y arrastrarse á lo largo del subterráneo, guiado por una escasa claridad que venía de lo alto. Y pudo llegar hasta el tragaluz de donde descendía aquella claridad, y una vez allí salir á la calle, fuera del subterráneo.

Se apresuró entonces á regresar á su casa, á la cual fui á buscarle, y le cuidé con los remedios que sé extraer de las plantas. Y al cabo de algún tiempo, curado ya completamente, mi hermano resolvió vengarse de la vieja y de sus cómplices por los tormentos que le habían causado. Se puso á buscar á la vieja, siguió sus pasos, y se enteró bien del sitio á que solía acudir diariamente para atraer á los jóvenes que habían de satisfacer á su ama y convertirse después en lo que se convertían. Y un día se disfrazó de persa, se ciñó un cinto muy abultado, escondió un alfanje bajo su holgado ropón, y fué á esperar la llegada de la vieja, que no tardó en aparecer. En seguida se aproximó á ella, y fingiendo hablar mal nuestro idioma, remedó el lenguaje bárbaro de los persas. Dijo: «¡Oh buena madre! soy forastero, y quisiera saber dónde podría pesar y reconocer unos novecientos dinares de oro que llevo en el cinturón, y que acabo de cobrar por la venta de unas mercaderías que traje de mi tierra.» Y la maldita vieja de mal agüero le respondió: «¡Oh, no podías haber llegado más á tiempo! Mi hijo, que es un joven tan hermoso como tú, ejerce el oficio de cambista, y te prestará el pesillo que buscas. Ven conmigo, y te llevaré á su casa.» Y él contestó: «Pues ve delante.» Y ella fué delante y él detrás, hasta que llegaron á la casa consabida. Y les abrió la misma esclava griega de agradable sonrisa, á la cual dijo la vieja en voz baja: «Esta vez le traigo á la señora músculos sólidos y un zib bien á punto.»

Y la esclava cogió á El-Aschar de la mano y le llevó á la sala de las sedas, y estuvo con él entreteniéndole algunos momentos; después avisó á su ama, que llegó é hizo con mi hermano lo mismo que la primera vez. Pero sería ocioso repetirlo. Después se retiró, y de pronto apareció el negro terrible, con el alfanje desenvainado en la mano, y gritó á mi hermano que se levantara y lo siguiese. Y entonces mi hermano, que iba detrás del negro, sacó de pronto el alfanje de debajo del ropón, y del primer tajo le cortó la cabeza.

Al ruido de la caída acudió la negra, que sufrió la misma suerte; después la esclava griega, que al primer sablazo quedó también descabezada. Inmediatamente le tocó á la vieja, que llegó corriendo para echar mano al botín. Y al ver á mi hermano con el brazo cubierto de sangre y el acero en la mano, se cayó espantada en tierra, y El-Aschar la agarró del pelo y le dijo: «¿No me conoces, vieja zorra, podrida entre las podridas?» Y respondió la vieja: «¡Oh mi señor, no te conozco!» Pero mi hermano dijo: «Pues sabe, ¡oh alcahueta! que soy aquel en cuya casa fuiste á hacer las abluciones, trasero de mono viejo.» Y al decir esto, mi hermano partió en dos mitades á la vieja de un solo sablazo. Después fué á buscar á la joven que había copulado con él dos veces.

No tardó en encontrarla, ocupada en componerse y perfumarse en un aposento retirado. Y cuando la joven le vió cubierto de sangre, dió un grito de terror y se arrojó á sus pies, rogándole que le perdonase la vida. Y mi hermano, recordando los placeres compartidos con ella, le otorgó generosamente la vida, y le preguntó: «¿Y cómo es que estás en esta casa, bajo el dominio de ese negro horrible á quien he matado con mis manos?» La joven respondió: «¡Oh dueño mío! antes de estar encerrada en esta maldita casa, era yo propiedad de un rico mercader de la población, y esta vieja solía venir á verme y nos manifestaba mucha amistad. Un día entre los días fué á su casa y me dijo: «Me han invitado á, una gran boda, pues no habrá en el mundo otra parecida. Y vengo á llevarte conmigo.» Yo le contesté: «Escucho y obedezco.» Me puse mis mejores ropas, cogí un bolsillo con cien dinares y salí con la vieja. Llegamos á esta casa, en la cual me introdujo con su astucia, y caí en manos de ese negro atroz, que después de arrebatarme la virginidad, me sujetó aquí á la fuerza y me utilizó para sus criminales designios, á costa de la vida de los jóvenes que la vieja le proporcionaba. Y así he pasado tres años entre las manos de esa vieja maldita.» Entonces mi hermano dijo: «Pero llevando aquí tanto tiempo, debes saber si esos criminales han amontonado riquezas.» Y ella contestó: «Hay tantas, que dudo mucho que tú solo pudieras llevártelas. Ven á verlo tú mismo.»

Y se llevó á mi hermano, y le enseñó grandes cofres llenos de monedas de todos los países y de bolsillos de todas las formas. Y mi hermano se quedó deslumbrado y atónito. Ella entonces le dijo: «No es así como podrás llevarte este oro. Ve á buscar unos mandaderos y tráelos para que carguen con él. Mientras tanto, yo prepararé los fardos.»

Apresuróse El-Aschar á buscar á los mozos, y al poco tiempo volvió con diez hombres que llevaban cada uno una gran banasta vacía.

Pero al llegar á la casa vió el portal abierto de par en par. Y la joven había desaparecido con todos los cofres. Y comprendió entonces que se había burlado de él para poderse llevar las principales riquezas. Pero se consoló al ver las muchas cosas preciosas que quedaban en la casa y los valores encerrados en los armarios, con todo lo cual podía considerarse rico para toda su vida. Y resolvió llevárselo al día siguiente; pero como estaba muy fatigado, se tendió en el magnífico lecho y se quedó dormido.

Al despertar al día siguiente, llegó hasta el límite del terror al verse rodeado por veinte guardias del walí, que le dijeron: «Levántate á escape y vente con nosotros.» Y se lo llevaron, cerraron y sellaron las puertas, y lo pusieron entre las manos del walí, que le dijo: «He averiguado tu historia, los asesinatos que has cometido y el robo que ibas á perpetrar.» Entonces mi hermano exclamó: «¡Oh walí! Dame la señal de la seguridad, y te contaré lo ocurrido.» Y el walí entonces le dio un velo, símbolo de la seguridad, y El-Aschar le contó toda la historia desde el principio hasta el fin. Pero no sería útil repetirla. Después mi hermano añadió: «Ahora, ¡oh walí lleno de ideas justas y rectas! consentiré, si quieres, en compartir contigo lo que queda en aquella casa.» Pero el walí replicó: «¿Cómo te atreves á hablar de reparto? ¡Por Alah! No tendrás nada, pues debo cogerlo todo. Y date por muy contento al conservar la vida. Además, vas á salir inmediatamente de la ciudad y no vuelvas por aquí, bajo pena del mayor castigo.» Y el walí desterró á mi hermano, por temor á que el califa se enterase de la historia de aquel robo. Y mi hermano tuvo que huir muy lejos.

Pero para que se cumpliese por completo el Destino, apenas había salido de las puertas de la ciudad le asaltaron unos bandoleros, y al no hallarle nada encima, le quitaron la ropa, dejándole en cueros, le apalearon y le cortaron las orejas y la nariz.

Y supe entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! las desventuras del pobre El-Aschar. Salí en su busca, y no descansé hasta encontrarlo. Lo traje á mi casa, donde le curé, y ahora le doy para que coma y beba durante el resto de sus días.

¡Tal es la historia de El-Aschar!

Pero la historia de mi sexto y último hermano, ¡oh Emir de los Creyentes! merece que la escuches antes de que me decida á descansar.»

Historia de Schakalik, sexto hermano del barbero

«Se llama Schakalik ó el Tarro hendido, ¡oh Comendador de los Creyentes! Y á este hermano mío le cortaron los labios, y no sólo los labios, sino también el zib. Pero le cortaron los labios y el zib á consecuencia de circunstancias extremadamente asombrosas.

Porque Schakalik, mi sexto hermano, era el más pobre de todos nosotros, pues era verdaderamente pobre. Y no hablo de los cien dracmas de la herencia de nuestro padre, porque Schakalik, que nunca había visto tanto dinero junto, se comió los cien dracmas en una noche, acompañado de la gentuza más deplorable del barrio izquierdo de Bagdad.

No poseía, pues, ninguna de las vanidades de este mundo, y sólo vivía de las limosnas de la gente, que lo admitía en su casa por su divertida conversación y por sus chistosas ocurrencias.

Un día entre los días había salido Schakalik en busca de un poco de comida para su cuerpo extenuado por las privaciones, y vagando por las calles se encontró ante una magnífica casa, á la cual daba acceso un gran pórtico con varios peldaños. Y en estos peldaños y á la entrada había un número considerable de esclavos, sirvientes, oficiales y porteros. Y mi hermano Schakalik se aproximó á los que allí estaban y les preguntó de quién era tan maravilloso edificio. Y le contestaron: «Es propiedad de un hombre que figura entre los hijos de los reyes.»

Después se acercó á los porteros, que estaban sentados en un banco en el peldaño más alto, y les pidió limosna en el nombre de Alah. Y le respondieron: «¿Pero de dónde sales para ignorar que no tienes mas que presentarte á nuestro amo para que te colme en seguida de sus dones?» Entonces mi hermano entró y franqueó el gran pórtico, atravesó un patio espacioso y un jardín poblado de árboles hermosísimos y de aves cantoras. Lo rodeaba una galería calada, con pavimento de mármol, y unos toldos le daban frescura durante las horas de calor. Mi hermano siguió andando y entró en la sala principal, cubierta de azulejos de colores verde, azul y oro, con flores y hojas entrelazadas. En medio de la sala había una hermosa fuente de mármol, con un surtidor de agua fresca, que caía con dulce murmullo. Una maravillosa estera de colores alfombraba la mitad del suelo, más alta que la otra mitad, y reclinado en unos almohadones de seda con bordados de oro se hallaba muy á gusto un hermoso jeique de larga barba blanca y de rostro iluminado por benévola sonrisa. Mi hermano se acercó, y dijo al anciano de la hermosa barba: «¡Sea la paz contigo!» Y el anciano, levantándose en seguida, contestó: «¡Y contigo la paz y la misericordia de Alah con sus bendiciones! ¿Qué deseas, ¡oh tú!?» Y mi hermano respondió: «¡Oh mi señor! sólo pedirte una limosna, pues estoy extenuado por el hambre y las privaciones.»

Y al oir estas palabras, exclamó el viejo jeique: «¡Por Alah! ¿Es posible que estando yo en esta ciudad se vea un ser humano en el estado de miseria en que te hallas? ¡Cosa es que realmente no puedo tolerar con paciencia!» Y mi hermano, levantando las dos manos al cielo, dijo: «¡Alah te otorgue su bendición! ¡Benditos sean tus generadores!» Y el jeique repuso: «Es de todo punto necesario que te quedes en esta casa, para compartir mi comida y gustar la sal en mi mesa.» Y mi hermano dijo: «Gracias te doy, ¡oh mi señor y dueño! Pues no podría estar más tiempo en ayunas, como no me muriese de hambre.» Entonces el viejo dió dos palmadas y ordenó á un esclavo que se presentó inmediatamente: «¡Trae en seguida el jarro y la palangana de plata, para que nos lavemos las manos!» Y dijo á mi hermano Schakalik: «¡Oh huésped! Acércate y lávate las manos.»

Y al decir esto, el jeique se levantó, y aunque el esclavo no había vuelto, hizo ademán de echarse agua en las manos con un jarro invisible y restregárselas como si tal agua cayese.

Al ver esto, no supo qué pensar mi hermano Schakalik; pero como el viejo insistía para que se acercase á su vez, supuso que era una broma, y como él tenía también fama de divertido, hizo ademán de lavarse las manos lo mismo que el jeique. Entonces el anciano dijo: «¡Oh vosotros! poned el mantel y traed la comida, que este pobre hombre está rabiando de hambre.»

Y en seguida acudieron numerosos servidores, que empezaron á ir y venir como si pusieran el mantel y lo cubriesen de numerosos platos llenos hasta los bordes. Y Schakalik, aunque muy hambriento, pensó que los pobres deben respetar los caprichos de los ricos, y se guardó mucho de demostrar impaciencia alguna. Entonces el jeique le dijo: «¡Oh huésped! siéntate á mi lado, y apresúrate á hacer honor á mi mesa.» Y mi hermano se sentó á su lado, junto al mantel imaginario, y el viejo empezó á fingir que tocaba los platos y que se llevaba bocados á la boca, y movía las mandíbulas y los labios como si realmente mascase algo. Y le decía á mi hermano: «¡Oh huésped! mi casa es tu casa y mi mantel es tu mantel; no tengas cortedad y come lo que quieras, sin avergonzarte. Mira qué pan, cuán blanco y bien cocido. ¿Cómo encuentras este pan?» Schakalik contestó: «Este pan es blanquísimo y verdaderamente delicioso; en mi vida he probado otro que se le parezca.» El anciano dijo: «¡Ya lo creo! La negra que lo amasa es una mujer muy hábil. La compré en quinientos dinares de oro. Pero ¡oh huésped! prueba de esta fuente en que ves esa admirable pasta dorada de kebeba con manteca, cocida al horno. Cree que la cocinera no ha escatimado ni la carne bien machacada, ni el trigo mondado y partido, ni el cardamomo, ni la pimienta. Come, ¡oh pobre hambriento! y dime qué te parecen su sabor y su perfumé.» Y mi hermano respondió: «Esta kebeba es deliciosa para mi paladar, y su perfume me dilata el pecho. Cuanto á la manera de guisarla, he de decirte que ni en los palacios de los reyes se come otra mejor.» Y hablando así, Schakalik empezó á mover las quijadas, á mascar y á tragar como si lo hiciera realmente. Y el anciano dijo: «Así me gusta, ¡oh huésped! Pero no creo que merezca tantas alabanzas, porque entonces, ¿qué dirás de ese plato que está á tu izquierda, de esos maravillosos pollos asados, rellenos de alfónsigos, almendras, arroz, pasas, pimienta, canela y carne picada de carnero? ¿Qué te parece el humillo?» Mi hermano exclamó: «¡Alah, Alah! ¡Cuán delicioso es su humillo, qué sabrosos están y qué relleno tan admirable!» Y el anciano dijo: «En verdad eres muy indulgente y muy cortés para mi cocina. Y con mis propios dedos quiero darte á probar ese plato incomparable.» Y el jeique hizo ademán de preparar un pedazo tomado de un plato que estuviese sobre el mantel, y acercándoselo á los labios á Schakalik, le dijo: «Ten y prueba este bocado, ¡oh huésped! y dame tu opinión acerca de este plato de berenjenas rellenas que nadan en apetitosa salsa.» Mi hermano hizo como si alargase el cuello, abriese la boca y tragara el pedazo, y dijo cerrando los ojos de gusto: «¡Por Alah! ¡Cuán exquisito y cuán en su punto! Sólo en tu casa he probado tan excelentes berenjenas. Todo está preparado con el arte de dedos expertos: la carne de cordero picada, los garbanzos, los piñones, los granos de cardamomo, la nuez moscada, el clavo, el jengibre, la pimienta y las hierbas aromáticas. Y tan bien hecho está, que se distingue el sabor de cada aroma.» El anciano dijo: «Por eso, ¡oh mi huésped! espero de tu apetito y de tu excelente educación que te comerás las cuarenta y cuatro berenjenas rellenas que hay en ese plato.» Schakalik contestó: «Fácil ha de serme el hacerlo, pues están más sabrosas que el pezón de mi nodriza y acarician mi paladar más deliciosamente que dedos de vírgenes.» Y mi hermano fingió coger cada berenjena una tras otra, haciendo como si las comiese, y meneando de gusto la cabeza y dando con la lengua grandes chasquidos. Y al pensar en estos platos se le exasperaba el hambre y se habría contentado con un poco de pan seco de habas ó de maíz. Pero se guardó de decirlo.

Y el anciano repuso: «¡Oh huésped! tu lenguaje es el de un hombre bien educado, que sabe comer en compañía de los reyes y de los grandes. Come, amigo, y que te sea sano y de deliciosa digestión.» Y mi hermano dijo: «Creo que ya he comido bastante de estas cosas.» Entonces el viejo volvió á palmotear, y dispuso: «¡Quitad este mantel y poned el de los postres! ¡Vengan todos los dulces, la repostería y las frutas más escogidas!» Y los esclavos empezaron otra vez á ir y venir, y á mover las manos, y á levantar los brazos por encima de la cabeza, y á cambiar un mantel por otro. Y después, á una seña del viejo, se retiraron. Y el anciano dijo á Schakalik: «Llegó, ¡oh huésped! el momento de endulzarnos el paladar. Empecemos por los pasteles. ¿No da gusto ver esa pasta fina, ligera, dorada y rellena de almendra, azúcar y granada, esa pasta de katayefs sublimes que hay en ese plato? ¡Por vida mía! Prueba uno ó dos, para convencerte. ¿Eh? ¡Cuán en su punto está el almíbar! ¡Qué bien salpicado está de canela! Se comería uno cincuenta sin hartarse; pero hay que dejar sitio para la excelente kenafa que hay en esa bandeja de bronce cincelado. Mira cuán hábil es mi repostero, y cómo ha sabido trenzar las madejas de pasta. Apresúrate á comerla antes de que se le vaya el jarabe y se desmigaje. ¡Es tan delicada! Y esa mahallabieh de agua de rosas, salpicada con alfónsigos pulverizados; y esos tazones llenos de natillas aromatizadas con agua de azahar. ¡Come, huésped, métele mano sin cortedad! ¡Así! ¡Muy bien!» Y el viejo daba ejemplo á mi hermano, y se llevaba la mano á la boca con glotonería, y fingía que tragaba como si fuese de veras, y mi hermano le imitaba admirablemente, á pesar de que el hambre le hacía la boca agua.

El anciano continuó: «¡Ahora, dulces y frutas! Y respecto á los dulces, ¡oh huésped! sólo lucharás con la dificultad de escoger. Delante de ti tienes dulces secos y otros con almíbar. Te aconsejo que te dediques á los secos, pues yo los prefiero, aunque los otros sean también muy gratos. Mira esa transparente y rutilante confitura seca de albaricoque tendida en anchas hojas. Y ese otro dulce seco de cidras con azúcar cande perfumado con ámbar. Y el otro, redondo, formando bolas sonrosadas, de pétalos de rosa y de flores de azahar. ¡Ése, sobre todo, me va á costar la vida un día! Resérvate, resérvate, que has de probar ese dulce de dátiles rellenos de clavo y almendra. Es del Cairo, pues en Bagdad no lo saben hacer así. Por eso he encargado á un amigo de Egipto que me mande cien tarros llenos de esta delicia. Pero no comas tan aprisa, pues por más que tu apetito me honre en extremo, quiero que me des tu parecer sobre ese dulce de zanahorias con azúcar y nueces perfumado con almizcle.» Y Schakalik dijo: «¡Oh! ¡Este dulce es una cosa soñada! ¡Cómo adora sus delicias mi paladar! Pero se me figura que tiene demasiado almizcle.» El anciano replicó: «¡Oh no, oh no! Yo no pienso que sea excesivo, pues no puedo prescindir de ese perfume, como tampoco del ámbar. Y mis cocineros y reposteros lo echan á chorros en todos mis pasteles y dulces. El almizcle y el ámbar son los dos sostenes de mi corazón.»

Y el viejo prosiguió: «Pero no olvides estas frutas, pues supongo que habrás dejado sitio para ellas. Ahí tienes limones, plátanos, higos, dátiles frescos, manzanas, membrillos, y muchas más. También hay nueces y almendras frescas y avellanas. Come, ¡oh huésped! que Alah es misericordioso.»

Pero mi hermano, que á fuerza de mascar en balde ya no podía mover las mandíbulas, y cuyo estómago estaba cada vez más excitado por el incesante recuerdo de tanta cosa buena, dijo: «¡Oh señor! He de confesar que estoy ahíto, y que ni un bocado me podría entrar por la garganta.» El anciano replicó: «¡Es admirable que te hayas hartado tan pronto! Pero ahora vamos á beber, que aun no hemos bebido.»

Entonces el viejo palmoteó, y acudieron los esclavos con las mangas levantadas y los ropones cuidadosamente recogidos, y fingieron llevárselo todo y poner después en el mantel dos copas y frascos, alcarrazas y tarros magníficos. Y el anciano hizo como si echara vino en las copas, y cogió una copa imaginaria y se la presentó á mi hermano, que la aceptó con gratitud, y después de llevársela á la boca, dijo: «¡Por Alah! ¡Qué vino tan delicioso!» E hizo ademán de acariciarse placenteramente el estómago. Y el anciano fingió coger un frasco grande de vino añejo y verterlo delicadamente en la copa, que mi hermano se bebió de nuevo. Y siguieron haciendo lo mismo, hasta que mi hermano hizo como si se viera dominado por los vapores del vino, y empezó á menear la cabeza y á decir palabras atrevidas. Y pensaba: «Llegó la hora de que pague este viejo todos los suplicios que me ha hecho pasar.»

Y como si estuviera completamente borracho, levantó el brazo derecho y descargó tan violento golpe en el cogote del anciano, que resonó en toda la sala. Y alzó de nuevo el brazo, y le dió el segundo golpe, más recio todavía. Entonces el anciano exclamó: «¿Qué haces, ¡oh tú el más vil entre los hombres!?» Mi hermano Schakalik respondió: «¡Oh dueño mío y corona de mi cabeza! soy tu esclavo sumiso, aquel á quien has colmado de dones, acogiéndole en tu mansión y alimentándole en tu mesa con los manjares más exquisitos, como no los probaron ni los reyes. Soy aquel á quien has endulzado con las confituras, compotas y pasteles más ricos, acabando por saciar su sed con los vinos más deliciosos. Pero bebí tanto, que he perdido el seso. ¡Disculpa, pues, á tu esclavo, que levantó la mano contra su bienhechor! ¡Discúlpame, ya que tu alma es más elevada que la mía, y perdona mi locura!»

Entonces el anciano, lejos de encolerizarse, se echó á reir á carcajadas, y acabó por decir: «Mucho tiempo he estado buscando por todo el mundo, entre las personas con más fama de bromistas y divertidas, un hombre de tu ingenio, de tu carácter y de tu paciencia. Y nadie ha sabido sacar tanto partido como tú de mis chanzas y juegos. Hasta ahora has sido el único que ha sabido amoldarse á mi humor y á mis caprichos, conllevando la broma y correspondiendo con ingenio á ella. De modo que no sólo te perdono este final, sino que quiero que me acompañes á la mesa, que estará realmente cubierta de los manjares, dulces y frutas enumerados. Y en adelante, ya no me separaré jamás de ti.»

Y dió orden á sus esclavos para que los sirvieran en seguida, sin escatimar nada, lo cual se ejecutó puntualmente.

Después que comieron los manjares y se endulzaron con pasteles, confituras y frutas, el anciano invitó á Schakalik á pasar con él al segundo comedor, reservado especialmente á las bebidas. Y al entrar fueron recibidos al son de armoniosos instrumentos y con canciones de las esclavas blancas, deliciosas jóvenes más hermosas que lunas. Y mientras el viejo y mi hermano bebían exquisitos vinos, no cesaron las cantoras de entonar admirables melodías. Y algunas bailaron después como pájaros de alas rápidas. Y este día de fiesta terminó con besos y goces más positivos que soñados.

Pero el jeique tomó tal afecto á mi hermano, que fué su amigo íntimo y su compañero inseparable, demostrándole un inmenso cariño, y le obsequiaba cada día con mayor regalo. Y no dejaron de comer, beber y vivir deliciosamente durante veinte años más.

Pero tenía que cumplirse lo que había escrito el Destino. Y pasados los veinte años murió el viejo, é inmediatamente el walí mandó embargar todos sus bienes, confiscándolos en provecho propio, pues el jeique carecía de herederos, y mi hermano no era su hijo. Entonces Schakalik, obligado á escaparse por la persecución del walí, tuvo que buscar la salvación huyendo de Bagdad.

Y resolvió atravesar el desierto para dirigirse á la Meca y santificarse. Pero cierto día, la caravana á la cual se había unido fué atacada por los nómadas, salteadores de caminos, malos musulmanes que no practicaban los preceptos de nuestro Profeta (¡sean con él la plegaria y la paz de Alah!) Y los viajeros fueron despojados y reducidos á esclavitud, y á Schakalik le tocó el más feroz de aquellos bandidos beduinos, que lo llevó á su tribu y lo hizo su esclavo. Y todos los días le pegaba una paliza y le hacía sufrir todos los suplicios, y le decía: «Debes ser muy rico en tu país, y si no me pagas un buen rescate, acabarás por morir á mis propias manos.» Y mi hermano, llorando, exclamaba: «¡Por Alah! Nada poseo, ¡oh jefe de los árabes! pues desconozco el camino de la riqueza. Y ahora soy tu esclavo y estoy en tu poder; puedes hacer de mí lo que quieras.»

Pero el beduino tenía por esposa á una admirable mujer entre las mujeres, de negras cejas y ojos de noche. Y era ardiente en la copulación. Por eso, cada vez que el beduino se alejaba de la tienda, esta criatura del desierto iba á buscar á mi hermano para ofrecerle su cuerpo. Y Schakalik, que se diferencia de todos nosotros en no ser gran cabalgador, no podía satisfacer plenamente á la ardorosa beduina, que se insinuaba y ponía en juego todos sus recursos, jugando las caderas, los pechos y el ombligo. Pero un día que estaban á punto de besarse se precipitó en la tienda el terrible beduino, y los sorprendió en aquella postura. Y sacó del cinturón un cuchillo tan ancho que de un solo golpe podía rebanar la cabeza de un camello, de una á otra yugular. Y agarró á mi hermano, empezó por cortarle los dos labios, metiéndoselos en la boca, y le dijo: «¡Miserable! ¿Cómo te atreviste á seducir á mi esposa?» Y empuñando el zib de mi hermano se lo cortó de un golpe y luego los compañones. En seguida, arrastrándolo por los pies, lo echó sobre un camello, lo llevó á lo alto de una montaña, lo tiró al suelo, y se marchó para seguir su camino.

Como la tal montaña está situada en el camino por donde van los peregrinos, algunos de estos peregrinos, que eran de Bagdad, hallaron á Schakalik; y al reconocer al chistosísimo Tarro hendido, que tanto los había hecho reir, vinieron á avisarme, después de haberle dado de comer y beber.

Y fui en su busca, ¡oh Emir de los Creyentes! me lo eché á cuestas, lo traje á Bagdad, y luego de curarle, le he dado con qué mantenerse mientras viva.

He aquí en pocas palabras, ¡oh Príncipe de los Creyentes! la historia de mis seis hermanos, que habría podido contarte con más detenimiento. Pero he preferido no abusar de tu paciencia, probando de este modo lo poco charlatán que soy, y que además de hermano de mis hermanos podría llamarme su padre, y que el mérito de ellos desaparece al presentarme yo apellidado El-Samet.

Y el califa Montasser Billah se echó á reir á carcajadas y me dijo: «Efectivamente, ¡oh Samet! hablas bien poco, y nadie podrá acusarte de indiscreción, ni de curiosidad, ni de malas cualidades. Pero tengo mis motivos para exigir que inmediatamente salgas de Bagdad y te vayas á otra parte. Y sobre todo, date prisa.» Y así me desterró el califa, tan injustamente, sin explicarme la causa de aquel castigo.

Entonces, ¡oh mis señores! empecé á viajar por todos los climas y todos los países, hasta que supe el fallecimiento de Montasser Billah y el reinado de su sucesor el califa El-Mostasem. Volví á Bagdad en seguida, pero me encontré con que todos mis hermanos habían muerto. Y entonces ese joven que se acaba de marchar tan descortésmente me llamó á su casa para que le afeitase la cabeza. Y contra todo lo que ha dicho puedo aseguraros, ¡oh mis señores! que le hice un grandísimo favor, y á no ser por mi ayuda, probable es que el kadí, padre de la joven, lo hubiese mandado matar. De modo que todo lo que ha dicho es una calumnia, y cuanto ha contado sobre mi supuesta curiosidad, indiscreción, charlatanería y falta de tacto es falso absolutamente, ¡oh vosotros cuantos aquí estáis!»

Tal es, ¡oh rey afortunado!—prosiguió Schahrazada—, la historia en siete partes que el sastre de la China refirió al rey. Y después añadió:

«Cuando el barbero Samet hubo terminado su historia, no necesitamos oir más para convencernos de que era realmente el charlatán más extraordinario y el rapista más indiscreto de toda la tierra. Y quedamos persuadidos de que el joven cojo de Bagdad había sido la víctima de su insoportable indiscreción. Entonces, aunque sus historias nos habían hecho pasar un buen rato, acordamos castigarle. Y nos apoderamos de él, á pesar de sus chillidos, y lo encerramos en un cuarto oscuro lleno de ratas. Y los demás seguimos comiendo, bebiendo y disfrutando hasta que llegó la hora de la plegaria. Y entonces nos retiramos, y yo fui en busca de mi esposa.

Pero al llegar á mi casa encontré á mi mujer de mal humor, y me dijo: «¿Te parece bien dejarme sola mientras andas de diversión con tus amigos? Si no me sacas en seguida á paseo, me presentaré al walí para entablar la demanda de divorcio.»

Y como soy enemigo de disturbios conyugales, quise que hubiera paz, y á pesar del cansancio salí á paseo con mi mujer. Y anduvimos recorriendo calles y jardines hasta la puesta del sol.

Y cuando regresamos á casa encontramos por casualidad á ese jorobeta que se hallaba á tu servicio, ¡oh rey poderoso y magnánimo! Y el jorobado estaba borracho completamente, diciendo chistes á cuantos le rodeaban, y recitó estos versos:

Y se interrumpía para embromar á los transeúntes ó para danzar, golpeando la pandereta. Y yo y mi mujer supusimos que sería para nosotros un agradable comensal, y le convidamos á comer con nosotros. Y juntos comimos, y mi esposa se quedó con nosotros, pues no creía que la presencia de un jorobado fuese como la de un hombre regular, pues de no pensarlo así no habría comido delante de un extraño.

Entonces fué cuando á mi esposa se le ocurrió bromear con el jorobeta y meterle en la boca la comida que lo ahogó.

Y en seguida, ¡oh rey poderoso! cogimos el cadáver del jorobeta y lo dejamos en la casa del médico judío que está presente. Y á su vez el médico judío lo dejó en la casa del intendente, que hizo responsable al corredor copto.

Y tal es, ¡oh rey generoso! la más extraordinaria de las historias que te hayan referido. Y esta historia del barbero y sus hermanos es, con seguridad, más sorprendente que la del jorobado.»

Cuando el sastre hubo acabado de hablar, el rey de la China dijo: «He de confesar que es muy interesante esa historia, y acaso más sugestiva que la del pobre jorobeta. Pero ¿dónde está ese asombroso barbero? Quiero verle y oírle antes de adoptar mi decisión respecto á vosotros cuatro. Después enterraremos á nuestro jorobeta. Y le erigiremos un buen sepulcro por lo mucho que me divirtió en vida, y aun después de muerto, pues me ha dado ocasión de oir la historia del joven cojo, la del barbero con sus seis hermanos y las otras tres historias.»

Y dicho esto, el rey mandó á sus chambelanes que se fuesen con el sastre á buscar al barbero. Y una hora después, el sastre y los chambelanes, que habían ido á sacar al barbero del cuarto oscuro, lo trajeron al palacio y se lo presentaron al rey.

Y el rey examinó al barbero, y vió que era un anciano jeique lo menos de noventa años, de cara muy negra, barbas muy blancas, lo mismo que las cejas, orejas colgantes y agujereadas, narices de pasmosa longitud y aspecto lleno de presunción y altanería. Al verlo, el rey de la China se echó á reir ruidosamente, y le dijo: «¡Oh Silencioso! Me han dicho que sabes contar historias admirables y llenas de maravillas. Quisiera oírte algunas de las que sabes referir tan bien.» El barbero contestó: «¡Oh rey del tiempo! no te han engañado al ponderarte mis cualidades, pero en primer lugar desearía saber lo que hacen aquí, reunidos, ese corredor nazareno, ese judío, ese musulmán, y ese jorobeta muerto, tumbado en el suelo. ¿De dónde procede esta extraña reunión?» Y el rey de la China se rió mucho, y replicó: «¿Y por qué me interrogas respecto á la gente que te es desconocida?» El barbero dijo: «Pregunto solamente para demostrar á mi rey que no soy un charlatán indiscreto, que no me ocupo nunca en lo que no me importa, y que soy inocente de las calumnias que me dirigen, como la de llamarme hablador y lo demás. Sabe, por tanto, que soy digno de ostentar el sobrenombre de Silencioso, pues el poeta dijo:

Entonces dijo el rey: «Mucho me agrada este barbero. Voy á contarle la historia del jorobado, y luego las relatadas por el nazareno, el judío, el intendente y el sastre.» Y el rey refirió al barbero todas las historias, sin omitir una particularidad. Pero no es necesario repetirlas.

Cuando el barbero hubo oído las historias y supo la causa de la muerte del jorobado, empezó á menear gravemente la cabeza, y exclamó: «¡Por Alah! ¡Cosa extraordinaria es esa y me sorprende grandemente! A ver, levantad el velo que cubre el cadáver, que yo le vea.»

Y cuando se descubrió el cadáver, el barbero se sentó en el suelo, puso la cabeza del jorobado en sus rodillas y le miró atentamente á la cara. Y de pronto soltó tal carcajada, que la fuerza de la risa le hizo caer de trasero. Y exclamó: «En verdad, toda muerte tiene una causa entre las causas. Y la causa de la muerte de este jorobado es la cosa más sorprendente de las cosas sorprendentes. Porque merece ser escrita con hermosas letras de oro en los registros del reino, para enseñanza de los hombres futuros.»

Y el rey, pasmado al oir las palabras del barbero, le dijo: «¡Oh barbero, oh Silencioso! explícanos el sentido de tus palabras.» Y el barbero replicó: «¡Oh rey! te juro por tu gracia y tus beneficios que tu barbero tiene el alma en el cuerpo. Y lo vas á ver.» Y en seguida sacó de su cinturón un frasquito con un ungüento, empapó con él el pescuezo del jorobado y le vendó el cuello con un paño de lana. Después aguardó que transcurriese una hora. Sacó entonces del mismo cinturón unas largas tenazas de hierro, las introdujo en el garguero del jorobado, manipuló en varios sentidos y las sacó al fin, llevando en ellas el pedazo de pescado y la espina, causa de lo ocurrido al jorobeta. Y éste estornudó estrepitosamente, abrió los ojos, volvió en sí, se palpó la cara con las manos, dió un brinco, se puso de pie y exclamó: «¡La ilah ile Alah! ¡Y Mohamed es el Enviado de Alah! ¡Sean con él la plegaria y la salvación de Alah!»

Y todos los circunstantes quedaron estupefactos y llenos de admiración hacia el barbero. Y después, al reponerse de su emoción, el rey y todos los presentes empezaron á reir á carcajadas al ver la cara del jorobeta. Y el rey dijo: «¡Por Alah! ¡Qué aventura tan prodigiosa! ¡En mi vida he visto nada más sorprendente y extraordinario!» Y añadió: «¡Oh vosotros aquí presentes! ¿Ha visto alguno que así se muera un hombre para resucitar después? Si, gracias á Alah, no hubiese estado aquí este barbero, nuestro jeique Samet, el día de hoy habría sido el último de la vida del jorobado. Y sólo por la ciencia y el mérito de este barbero admirable y lleno de capacidad hemos podido salvar su vida». Y todos los presentes dijeron: «Verdad es, ¡oh rey! Pues esta aventura es el prodigio de los prodigios y el milagro de los milagros.»

Entonces el rey de la China, lleno de júbilo, mandó que inmediatamente se escribieran con letras de oro la historia del jorobado y la del barbero, y que se conservasen en los archivos del reino. Y así se ejecutó puntualmente. En seguida regaló un magnífico traje de honor á cada uno de los acusados, al médico judío, al corredor nazareno, al intendente y al sastre, y los agregó al servicio de su persona y del palacio, y les mandó hacer las paces con el jorobeta. Y á éste le hizo maravillosos regalos, le colmó de riquezas, le nombró para altos cargos y lo eligió como compañero de mesa y bebida.

Pero aún tuvo más extraordinarias atenciones con el barbero; le hizo vestir un suntuoso traje de honor, mandó que le construyesen un astrolabio todo de oro, otros instrumentos de oro, tijeras y navajas con perlas y pedrería; le nombró barbero y peluquero de su persona, y del reino, y también le tomó por compañero íntimo.

Y siguieron viviendo la vida más próspera y más dichosa, hasta que puso término á su felicidad la Arrebatadora de todo goce, la Dislocadora de toda intimidad, la Separadora de los amigos, la Sepultadora, la Invencible, la Inevitable.

Y Schahrazada dijo al rey Schahriar, sultán de las islas de la India y de la China: «No creas que esta historia sea más admirable que la de la hermosa Dulce-Amiga.» Y el sultán Schahriar preguntó: «¿Qué Dulce-Amiga?» Entonces Schahrazada dijo: