VI
VERSIONES MODERNAS
Las abundantes ediciones del Cantar de mío Cid que, desde su descubrimiento, se vienen sucediendo, así como las traducciones extranjeras, que acabamos de enumerar, nos evidencian el interés universal que nuestro glorioso Cantar produjo en el mundo de la erudición.
Una bibliografía exhaustiva de los estudios a él dedicados sería tan interesante como, en esta edición, improcedente. Bástenos consignar aquí los hitos fundamentales que marcan, en España, el camino ascendente de los estudios cidianos, desde los fundamentales de Manuel Milá y Fontanals (1874), que nos ofrece ya una apreciación artística del Cantar, tan sobria como exacta, pasando por Menéndez Pelayo que, con su fino gusto estético, supo captar toda su belleza como alcanzar su grandiosidad (1903), hasta culminar en la magistral y paciente labor de Menéndez Pidal, que, de manera definitiva, ha estudiado el Cantar y a su héroe, desde sus diversos puntos de vista: filológico, histórico y artístico; estableciendo el texto, estudiando su gramática, su vocabulario, sus relaciones con las crónicas, la historia y la geografía, y ha trazado la biografía del protagonista en el mundo de su tiempo, en trabajos que afortunadamente se suceden, manteniendo al día, vigilantemente, los estudios cidianos de la erudición universal.
A partir de los estudios de Menéndez Pelayo, y por su sugestión, sin duda, comenzaron a interesarse por el tema cidiano los escritores modernos españoles, que vieron en la figura del Campeador y su mundo temas literarios que pueden interesar a la actual sensibilidad. Y, así, Manuel Machado (1907) los lleva a la lírica y Eduardo Marquina (1908) al teatro, abriendo un camino a los poetas de su generación, y aun a las siguientes, para cultivar estos temas, hasta el punto que podría recopilarse una copiosa antología poética moderna en torno a la figura del Cid.
La orientación de estos poetas «representa —dice Menéndez Pidal— una sorprendente reviviscencia del Cantar de mío Cid, en su más genuina forma del siglo XII», cuyo texto comienza a interesar a los grandes públicos, para los que el Cantar «vuelve a tener calor de vida y fecundidad literaria en el siglo XX».
Pero una gran dificultad se interpone entre los lectores actuales y el venerable texto del Cantar: su lenguaje, ininteligible para la mayoría de los lectores que se interesan por la lectura del Cantar primitivo.
A soslayar este escollo se han aprestado solícitamente algunos escritores, llevados de un generoso propósito, que con más o menos éxito han podido realizar.
La transcripción del texto medieval al castellano actual, desentendiéndose de la versificación, fue el procedimiento empleado en siete versiones diferentes que, en España o hispanoamérica, se han llevado a cabo con diversa finalidad.
El primer intento fue el del escritor mexicano Alfonso Reyes, editado en Madrid en 1918; la segunda versión fue llevada a cabo por José Bergua, Madrid, 1934 (que edita el texto original confrontándole una versión literal); la tercera es del escritor español Ricardo Baeza, publicada en Buenos Aires, 1941 (es versión literaria con pasajes abreviados, con propósito de servir a un público popular); la cuarta se debe a Juan Loveluk, publicada en Santiago de Chile, 1954 (texto medieval y versión confrontada, con notas y bibliografía); la quinta, de Cedomil Goic, Santiago de Chile, 1954 (edición que no hemos podido consultar); la sexta de Florentino M. Torner, México, 1957 (que solo conocemos por referencias), y la últimamente publicada es la de Fernando Gutiérrez, Barcelona, 1958 (versión resumida, para un público infantil). Igual alcance se ha dado a otras versiones extractadas publicadas en Madrid y Barcelona recientemente.
Frente al criterio que opta por la versión en prosa, hallamos el que sostiene que la consustancial unión que el asunto épico debe tener con la forma rítmica que lo expresa exige que toda versión poética debe tener también una forma rítmica similar a la que tenía el poema en la suya original.
La serie de versiones rítmicas del Cantar la inició el ilustre poeta español Pedro Salinas, publicando la suya «en romance vulgar y lenguaje moderno», en Madrid, 1926 (nueva edición en 1934, y otra, confrontada, en Buenos Aires en 1938); una segunda versión de Luis Guarner, también en verso de romance, Valencia 1940 (Madrid, 1946, 55, 58, 60, 62 y 63; Barcelona, 1952 y 1958; Buenos Aires, 1961); la tercera versión, de Francisco López Estrada, también en verso tradicional de romance, Valencia, 1954; la cuarta versión, de fray Justo Pérez de Urbel, en verso alejandrino, Burgos, 1955; la quinta, de M. Martínez Burgos, en verso irregular, siguiendo el texto medieval, confrontado; Burgos, 1955, y la de Camilo José Cela, en verso de romance también, Palma de Mallorca, 1959.
Esta reiteración en verter nuestro Cantar nacional en verso nos afirma en lo acertado del procedimiento, en el que estos escritores, algunos de relevantes méritos, se han empleado, con tanta persistencia como la del gran público, demanda que consume repetidas y copiosas ediciones.