SÍNDROME-POSTSÉPTIMO-HOOCH
Al fondo del autobús todo iba deslizándose hacia el síndrome-postséptimo-Hooch. Las dos botellas, que eran en realidad media botella de Southern Comfort ligeramente diluida con la Coca-Cola que no había ido a parar a la taza del wáter, iban pasando de acá para allá en un pacto de risas tontas y silencio.
El autobús llegó a las Low Lands rodando y meciéndose: en vez de lugares imposibles, ahora el terreno se había transformado en prados cremosos; muros elevados, musgos muertos por la proximidad de la urbe, se aproximaban a las ventanas por encima de los últimos ladrillos, las fincas de rododendros pertenecientes a enormes y misteriosas fortunas.
Chell McDougall fue impelida hacia adelante, mientras maniobraba con la pesada botella de Coca-Cola llena de líquido para llevársela a la boca, notando el bamboleo del alcohol dentro del recipiente de plástico que tenía entre las manos.
¡La tía de Chell también es su hermana!
El padre de Chell, Patrick, está muerto; murió ahogado: sus nunca hallados huesos todos rotos y desperdigados en distintos lugares, en el fondo del mar, hechos un ovillo sobre las rocas de color óxido, incrustados entre las viscosas y ondulantes matas de algas.
Perdido, perdido con el Eilean Shona. Ni funeral ni nada. Simplemente desapareció; sus trastos de afeitar seguían en el armario que había sobre la pila con la esperanza de que hubiese conseguido llegar a la orilla a nado… Sus cosas de afeitar en el armario… Supongamos que se hubiese quedado varado en una isla o eso. Después nada. Pero papá Patrick no es el verdadero papá de Chell.
El Papá Verdadero de Chell y de su hermana mayor/tía ya no anda por aquí. Papá Verdadero era otro marinero y llegó al otro lado del horizonte donde se amontonan todas las lunas y soles viejos, como en el depósito de chatarra de Buzz, antes de poder decir Sanseacabó. La madre de Chell se casó con papá Patrick McDougall poco después, segundo de a bordo del Eilean Shona convertido en huesos en alta mar.
La hermana mayor de Chell, Shirley, se quedó embarazada el verano pasado. ¿Adivináis de quién? Del hermano más joven de papá Patrick, Buzz McDougall el apicultor chiflado, el tío Buzz. De modo que la hermana de Chell también es su tía.
Y no es que Buzz sea ningún pimpollo. Hubo un tiempo en que ambas hermanitas pasaban mucho tiempo en casa de Buzz, cerca de Tuloch Ferry, con sus botes de miel y viejos camiones aparcados y la furgoneta Zebra.
También hubo un tiempo en el que las hermanas iban en la furgoneta Zebra a recoger colmenas en Cloon, cerca de Fort. Por el camino, Buzz se paraba a beber en los pubs y les sacaba limonadas con rodajas de limón auténtico al aparcamiento. Conduciendo entre lágrimas, «Pobres chiquillas huérfanas de padre», entraba en una rotonda al revés y después se subía a una de hierba y cruzaba por en medio y volvía a casa con las colmenas envueltas en tela metálica, pero Buzz seguía parando en tantos pubs que se hacía de noche y en la furgoneta Zebra (recuperada del Bear Park) hacía frío y cada vez hacía más, tanto que las abejas que estaban atrás enmudecían entre aquellas corrientes de frío aire nocturno.
Llegan a casa de Buzz, camiones por todas partes (de forma que cuando quiere sacar uno de los del fondo, tiene que aparcarlos todos en la carretera y los turistas pasan una hora haciendo cola). Hay una tele en el jardín y el viejo amigo de Buzz, Snorkel, está sentado viendo Panorama con un enorme abrigo puesto.
Las abejas están silenciosas. Aunque a Buzz no parece preocuparle. Se habrán quedado amodorradas por el frío, les dice Buzz a Snorkel y a las chiquillas.
Buzz lleva las colmenas llenas de abejas al cuarto de estar y extrae todas las abejas con la aspiradora, llenando rodas las bolsas de la aspiradora, e incluso vaciando la que está llena de porquería por la puerta trasera de forma que algunas motas de polvo se adhieren a la pantalla del televisor del jardín.
Buzz cierra los extremos de goma con celofán y coloca las bolsas de aspiradora llenas de abejas junto a los acumuladores blancos.
Por la mañana, cuando Shirley y Chell entran en el jardín para ver los dibujos animados, las bolsas de aspiradora zumban con furia.
A partir de ahí Chell se interesó por las abejas y pronto por todos los animales. Pasa todo el tiempo en casa de Buzz, encontrando la inmundicia arcillosa que brilla con oro falso, buscando madrigueras de erizo abandonadas llenas de ratas ciegas recién nacidas; apartando las pulgas de los erizos de sus ojos aún cerrados. En Tulloch Ferry los buitres despegan desde lo alto de los postes de teléfonos y se practicaba el pony trekking. Una vez Shimmy, la yegua color castaño, la corcoveó tan alto que Chell vio por primera vez el pueblo-de-al-lado-imposible-de-ver. Pero no le gustan las arañas y esta misma mañana, mientras se duchaba antes de bajar a Nuestra Señora, ha puesto todos los tapones en la pila y la bañera antes de quitarse el pijama.
Hubo un verano en que la perra que murió en la granja tuvo tres cachorros. Chell se los llevó, apenas abrían los ojitos, los cuidó en secreto en uno de los cobertizos de Buzz, entre los tarros y las colmenas viejas, carrocerías, cuadros, parrillas, sombreros y velos.
Chell apretaba la tetilla dorada para alimentar a los cachorros con leche templada en un cuentagotas. Metió a los cachorros en una gran caja de cartón revestida con periódicos y un jersey viejo de color naranja que había encontrado.
Antes de que Buzz volviese de donde las abejas junto al arroyo, calentaba una gran piedra del lago en el horno junto a las pizzas. Chell llevaba la piedra grande y caliente hasta el cobertizo con la pala de antracita usando ambas manos y la envolvía en pedazos de sábanas viejas. Por la mañana los perritos estaban todos alrededor de la piedra ya fría.
Chell había leído en uno de sus libros sobre animales que a los cachorros les conforta el sonido de un tictac: creen que son los latidos del corazón de su madre.
Chell cogió el despertador de la habitación de los trastos, se aseguró dos veces de que la alarma no estuviese puesta y, por si acaso, puso las manecillas de la alarma en la posición de las cinco y cuarto, justo antes de la hora que era en aquel momento. Chell envolvió el despertador con trapos y lo colocó en la caja sobre la piedra caliente, metiendo dentro a los cachorrillos.
Por la mañana todos los cachorrillos yacían muertos en un lodazal de sangre y mierda. El calor candente de la piedra había hecho que la luna de vidrio del reloj estallara en fragmentos que traspasaron y cortaron a los cachorros mientras luchaban por salir; el shock y la hemorragia se encargaron de lo demás.
Chell sólo lloró aquella mañana, enterró los cuerpos cortados y regordetes junto al lago, envueltos en el jersey ensangrentado.
Casi los había olvidado a la hora de la cena hasta que entró en la cocina descalza y oyó el estruendo del despertador en el cobertizo que estaba al otro lado del jardín.
Durante un tiempo a Chell le interesaron menos los animales. Fueron reemplazados por las Barbies una temporada con Loretta y Katie la Inglesa; entre todas tenían seis Barbies y un Ken.
Perforaban las orejas de sus Barbies y empleaban alfileres normales, cuyas cabezas en los lóbulos de las Barbies eran pendientes, por su longitud, los alfileres cabían justo dentro de las cabezas de las Barbies. Solían jugar a Barbie Puenting con gomas entrelazadas. A veces éstas se partían desde lo alto del piso de Loretta, sobre todo cuando se trataba de Ken.
Cuando una de las Barbies de Chell quedaba preñada por el Ken de Katie la Inglesa, le colocaba una de las cápsulas amarillas de un huevo Kinder debajo de la blusa o la falda. Chell colocaba dentro de la cápsula un bebito de plástico de esos que salían en las bolsas de la suerte. Les ponía una buena barriga.
La escuela primaria al final de las vacaciones veraniegas de todos los años era algo terrible. Pick and Flick no podía caminar y, además, daba miedo.
Una vez, Chell estaba cuchicheando y Pick and Flick la riñó y la obligó a ponerse en la parte de delante. Chell se quedó allí de pie y Pick and Flick estaba sentada, casi gritándole a la cara, aunque sólo hacía medio año que papá Patrick había desaparecido en el mar.
Pick and Flick se acercó rodando y efectuó aquel giro violento, con ambas manos pecosas boca abajo sobre las ruedas. ¡Aquí!, voceó Pick and Flick.
A Chell se la castigó de la forma habitual. De rodillas. De rodillas de cara a la pared, mirando directamente al aburrimiento. Era lo habitual. A Pick and Flick le encantaba ponerlas de rodillas, a veces eran hasta cinco, de forma que parecía que ellas tampoco tenían piernas.
Aquella vez, Chell dejó que su cabeza se inclinara un poco hacia adelante, apoyando la frente contra la pared fría. Era una pared amarillenta, verdosa y tenía una especie de barniz, como cuando la madre de Chell cubría con clara de huevo un pastel de carne picada para hornear: esa clase de barniz. Tenía minúsculas burbujitas, pequeños cráteres que podían verse en el barniz.
¡RA-Chell!
Chell enderezó de golpe la cabeza.
Pero te aburres enseguida. Chell descubrió que podía mantener la cabeza erguida y sin embargo sacar la lengua y lamer la pared, tocar su frialdad.
En realidad no sabía a nada mientras la lamía, pero parecía enfriarla, como sucede con los perritos cuando dejan la lengua colgando.
Kay Clarke, con el pelo como lo llevaba cuando iba a primaria, levantó el brazo rígidamente.
¡Señorita Cameron, señorita Cameron, señorita, Rachel McDougall está lamiendo la pared!
El día que la cocina del colegio se incendió, el humo blanco ascendía pausadamente por los pasillos junto a las puertas de las aulas. Chell y el resto de la clase podían escabullirse por las ventanas a los cuadrados de jugar a la pata coja del recreo, pero Pick and Flick estaba arrellanada en su silla de ruedas, rezando el rosario a toda velocidad, casi a punto de llorar, cuando sonó la alarma contra incendios y ninguna criatura quiso ayudar a la malvada vieja a escapar de las llamas pero fue Chell la que no la tiró por la ventana sino que maniobró y quitó el freno de una patada y empujó; la carga se hacía más ligera a medida que iba cogiendo velocidad por el pasillo, atravesando aquel humo que en realidad era más como vapor, mientras las piernas larguiruchas de Chell golpeaban el respaldo del asiento obligándola a hacer UFF, UFF y los pies de la nenita discurrían rápidamente sobre el suelo pulimentado hasta que los conserjes agarraron la silla junto a la puerta grande y Chell se agachó, se arrodilló durante un periquete, se enderezó y se persignó debido a la conciencia de que había hecho algo sagrado salvando a una mala persona que debería haberse consumido entre las llamas a causa de su maldad para con los pequeños.
Como ella era LA PEQUEÑA RACHEL SACA MAESTRA EN SILLA DE RUEDAS DE COLEGIO EN LLAMAS noticia de portada en el Port Star, mamá la obsequió con Selwyn, el alegre cachorro de setter colorado. El viejo Selwyn al que ahora, los sábados por la noche en la oscuridad, lleva de paseo por las cuestas de Battleship Hill que dan al Complex, donde el humo de la leña de los cañones de las chimeneas se mueve espectralmente entre los árboles. Mientras Selwyn roncha y olisquea entre los matojos, y su largo pelo se enreda con otoñales ramas de zarzamora, Chell esconde o recupera sus minifaldas, los colgajos de tela que son camisetas que lo enseñan todo ocultos en una sucesión de bolsas de plástico que guarda entre los arbustos, pasado el columpio de los chicos y la tierra pringosa y resbaladiza bajo el extremo de la cuerda.
Alrededor de unos veinte minutos más tarde, Selwyn metido en su caseta en el jardín de atrás, Chell volverá a subir la cuesta vistiendo las faldas y camisetas más largas permitidas por su madre; con la carne de gallina se desnuda en la oscuridad y se cambia para ponerse faldas que jamás pasarían del portal de su casa y ya no digamos fuera. A veces, cuando hace demasiado frío o cree que hay chicos en los columpios, se aviene a ponerse una camiseta y una falda larga, baja caminando hasta la parada del autobús donde Manda y Fionnula la están esperando; Chell se arranca la falda y se queda con la que lleva debajo, que es minúscula.
Cuando Chell llega a casa bolinga perdida a las dos o tres de la mañana, mamá siempre está en la cama, así que entra a hurtadillas vistiendo la ropa prohibida y se queda en paños menores en el pasillo para que en el caso de que se produzca una ronda materna pueda fingir que iba camino del retrete (donde comprueba si hay chupetones).
Mamá guarda la llave de la puerta trasera bajo las macetas de las escaleras empinadas que conducen a la puerta lateral. El caso es que ahí hay diecisiete peldaños y dieciséis macetas, y está completamente a oscuras. Chell suelta «mierdas» y «joderes» entre dientes. Juraría que mamá dejó la llave debajo de una maceta distinta la semana pasada para mortificar mis llegadas tardías y largas horas de cama, de modo que a Chell la cabeza le da vueltas, encorvada en las escaleras, raspándose el esmalte de las uñas debajo de las macetas levantadas, donde podría tocar cochinillas y arañas con las yemas y el viejo Selwyn, el perro, está fuera de su caseta, meneando la cola, las patas subiendo a medias las escaleras a sus espaldas, y recorre con su fría y húmeda nariz el muslo de Chell, olisqueándole el culo debajo de la minifalda y subiendo.