TIOVIVO
Marcia Muller
En los últimos años han aparecido varios detectives femeninos en los relatos policiacos, en general con escaso éxito debido a dos razones: a) los relatos están escritos por hombres, y b) tienden a hablar y actuar como si fueran detectives masculinos. Sharon McCone, la protagonista de Edwin, el de los zapatos de hierro (1977) y dos novelas de próxima aparición, Haz una pregunta a las cartas y La gema de Cheshire, es la única excepción notable, porque a) su creadora, Marcia Muller, es una mujer, y b) es un personaje delineado con sensibilidad que habla y actúa de una manera femenina verosímil. Tiovivo es el primer relato corto publicado en el que aparece la detective McCone, un relato policiaco que es también un «relato de mujer», en el mejor sentido del término.
Me aferré a la barra metálica mientras el hombre del abrigo rojo y el sombrero de paja empujaba la palanca hacia adelante. El cerdo azul con un sucio plumero de estopa a modo de cola, en el que estaba sentada, se movió hacia arriba a los acordes de El vals de Casey con el rubio rojizo. A medida que aumentaba la velocidad del tiovivo, el cerdo subía y bajaba con el movimiento de vaivén, y los rostros de los espectadores se deslizaban con rapidez.
Sonreí, sintiéndome más una chiquilla que una mujer de treinta años, y disfruté de la caricia de la brisa en mi largo cabello negro. Cuando el empleado vestido de rojo saltó a la plataforma y empezó a recoger los billetes, bajé a regañadientes del cerdo. Le seguí entre leones y caballos, avestruces y jirafas, para continuar nuestra conversación.
—Fue ayer —le grité para hacerme oír por encima de la música estrepitosa—. La niña vino sola, hacia las tres y media. ¿Está seguro de que no la recuerda?
El viejo se volvió, apoyándose en un camello. Tenía el rostro curtido de quien se ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre.
—Estoy seguro, señorita McCone. Mírelos. —Hizo un gesto con el brazo—. Hoy es lunes y esto está lleno de niños. El domingo tenemos diez veces más. ¿Cómo espera que recuerde a uno solo de ellos?
—Tengo una foto.
Busqué en la bolsa colgada del hombro. Cuando alcé la vista el hombre estaba a varios metros de distancia, cogiendo el billete a un chiquillo que montaba un sapo púrpura. Corrí hacia él y puse la foto en la mano del viejo.
—Ésta es la niña que ha desaparecido. Sin duda destaca, con todo ese pelo rojizo y rizado.
El hombre estrechó los ojos rodeados por una maraña de arrugas, contempló la fotografía en color y me la devolvió.
—No. Es una niña muy guapa, pero no, ayer no la vi. Lo siento.
Miré a mi alrededor.
—¿Hay aquí alguna otra salida aparte de la habitual?
Él prosiguió su camino.
—Las demás puertas están cerradas. Esa niña sólo podría haberse ido por la salida principal. Si su madre afirma que la niña subió al tiovivo y desapareció, es que está loca. O bien la niña nunca subió, o bien la madre la perdió cuando se fue. No hay otra posibilidad. —Terminó de recoger los billetes, se apoyó en un caballito fijo y me miró con expresión seria—. Los padres no deberían dejar que sus hijos monten solos.
—Merrill tiene diez años, y según el reglamento del parque los niños pueden montar solos antes de esa edad.
El hombre meneó la cabeza.
—Tal vez sea así, pero si hubiera visto la cantidad de niños que se hacen daño, como yo lo he visto, pensaría dos veces en ese reglamento. Los críos se excitan y se olvidan de agarrarse. Esa madre fue una estúpida al dejar que su hijita montara sola en este tiovivo.
Le di la razón en silencio. El tiovivo era peligroso en más de un aspecto. Merrill Smith, según su madre, Evelyn, había subido en él la tarde anterior y no había bajado.
Salí del edificio azul redondo que albergaba el tiovivo y me dirigí adonde estaba mi clienta, sentada en un banco junto a la taquilla. Aunque el sol brillaba, Evelyn Smith se había arrebujado en su abrigo. Era una mujer muy delgada; los rizos de su cabello rojizo mate sobresalían del cuello alzado del abrigo, y sus ojos azules sin pestañas me miraban gravemente mientras me aproximaba. Por segunda vez desde que Evelyn me diera la foto de Merrill, me maravillé de que aquella mujer de facciones tan ordinarias hubiera producido una niña tan bonita.
—¿El operario no la recuerda? —preguntó Evelyn con ansiedad.
—Han pasado tantos niños por aquí que no puede acordarse. Tendré que localizar a la mujer que estuvo ayer en la taquilla.
—Pero yo le saqué el billete a Merrill.
—No importa, es posible que recuerde algo. —Me senté en el frío banco de piedra y puse la mano sobre el brazo de Evelyn—. Mire, ¿no le parece que sería mejor avisar a la policía? Ellos tienen los recursos apropiados para ocuparse de las desapariciones. Yo soy una sola persona y…
—¡No! —Su rostro normalmente pálido se puso blanco hasta permanecer traslúcido—. No, Sharon, quiero que se encargue usted.
—Pero, Evelyn, ni siquiera sé qué puedo hacer ahora. Usted ya se ha puesto en contacto con la escuela de Merrill y con sus amigas. Puedo preguntar a la taquillera y al personal del parque de atracciones, pero me temo que la respuesta será la misma. Y, entretanto, su hija sigue desaparecida…
—No, por favor.
Me quedé un momento en silencio. Cuando alcé la vista, los ojos claros de Evelyn me miraban. Había algo fríamente analítico en ella, algo que no encajaba en una madre desesperada. Desvió la mirada.
—Parece una persona que puede ayudar, Sharon. Es usted en parte india, ¿verdad?
—Tengo una octava parte de shoshone, y el resto es escocés e irlandés, pero se me nota la sangre india.
—Sí, se le nota en la cara.
—Eso no significa que tenga ninguna habilidad especial para seguir la pista a la gente.
—Sí, ya lo sé. Sólo sentía curiosidad.
Pero esa observación tampoco era propia de una madre trastornada. ¿Por qué habría de pensar en mis orígenes más que en su hijita? Tomé una rápida decisión.
—De acuerdo, lo intentaré, pero tendrá usted que ayudarme. Intente pensar en otro lugar donde podría haber ido Merrill.
Evelyn cerró los ojos.
—La casa donde vivíamos antes. Merrill era feliz allí; la vecina del primero era amable con ella. Merrill podría haber vuelto a esa casa. La verdad es que no le gusta el nuevo piso.
Tomé nota de la dirección.
—Lo intentaré, pero si esta noche no he sacado nada en claro, prométame que llamará a la policía.
Ella se levantó, los labios curvados por una ligera sonrisa.
—De acuerdo, pero sé que la encontrará. ¡Estoy segura!
Se volvió, con las manos metidas en los bolsillos, y observé su espalda estrecha que se retiraba entre las formas futuristas, pintadas con colores brillantes, del nuevo parque infantil. Deseé tener la misma confianza en mis habilidades que la depositada en mí por aquella mujer.
Me quedé unos minutos en el banco. El tráfico pasaba veloz al otro lado del bosquecillo de eucaliptus que daba sombra a aquel rincón del parque Golden Gate de San Francisco, pero, absorta en mis pensamientos sobre Evelyn Smith, apenas me daba cuenta del estrépito.
Mi cliente era un nuevo miembro de la Cooperativa de Investigación, la empresa de servicios legales para la que yo trabajaba como investigador privado. Evelyn se presentó en la oficina aquella mañana y le contó lo ocurrido a mi jefe, Hank Zahn. Tras su insistente rechazo de la ayuda policial, Zahn me la envió.
El temor irrazonable de Evelyn a la policía era lo que más me intrigaba del caso. Cualquier madre normal de clase media, habría telefoneado a la policía diez minutos después de la desaparición de su hijo. En cambio, Evelyn esperó hasta el día siguiente y entonces se puso en contacto con un centro de servicios legales. ¿Por qué? ¿Qué temía?
Decidí que cuando un cliente acude a ti con una historia que no parece demasiado convincente, lo mejor que puedes hacer es examinar la propia vida de ese cliente. Quizá la vecina del primero en su antiguo domicilio podría verter alguna luz sobre su extraño comportamiento. Si no conseguía ningún indicio del personal del parque, aquel sería mi próximo paso.
A las tres de la tarde, casi doce horas después de la aparición de Merrill Smith, seguía con las manos vacías. El personal del parque no sabía nada y la vecina de la casa anterior no estaba en su domicilio. Afligida, conduje mi viejo MG rojo al distrito de Bernal Heights y su gran edificio de estilo Victoriano que albergaba a la cooperativa.
Saludé a Ted, el secretario, y recorrí el largo pasillo central hasta mi despacho, una habitación que era poco más que un armario adaptado. Me acurruqué en mi sillón, con su asiento demasiado relleno, y me quedé mirando la pared. Unos golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos. Mi jefe, Hank Zahn, entró y se apoyó en el borde de la mesa.
—¿Has encontrado a esa niña desaparecida? —me preguntó.
Meneé la cabeza.
—Éste es un caso extraño.
—Supongo que eso te complace, porque últimamente el trabajo ha sido bastante aburrido.
Era cierto. Los clientes de la Cooperativa de Investigación —un plácido grupo con ingresos entre bajos y medios— habían sido más observantes de la ley que de ordinario, y mi trabajo no había sido muy excitante. Con todo, era más satisfactorio que el trabajo de vigilante que tuve antes de pasar por la universidad, y más honesto que los encargos que intentaron colocarme en la agencia de detectives en la que ingresé tras graduarme. Hank, un viejo amigo de UC Berkeley, me dio el trabajo en la cooperativa de servicios legales e investigación cuando salí de la gran agencia, con la que estuve en desacuerdo acerca de mi papel en un caso de divorcio especialmente confuso.
—Este caso plantea un desafío —le dije.
—¿Ningún indicio?
—Sólo me queda una cosa por verificar. —Consulté mi reloj y añadí—: Creo que es mejor que lo haga ahora mismo.
Dejé a Hank contemplando mi diminuto despacho. Quizás algún día decidiría que merezco algo mejor y me asignaría una habitación con una ventana.
Me dirigí de nuevo a la antigua dirección de Evelyn Smith, en la calle Fell, al otro lado del parque. Era una zona decadente que no se había recuperado de la invasión de los hippies en los años sesenta. La casa era un edificio Victoriano de tres pisos, con una escalera de incendios que serpenteaba por la fachada. Eché un vistazo a los buzones y llamé al timbre del primer piso.
Me abrió una joven con un albornoz rosa. Tenía los ojos hinchados por el sueño y el cabello rubio desordenado.
—Siento haberla despertado.
—No importa. Estaba dando una cabezada mientras el bebé hace la siesta. ¿Qué desea?
—Me ha enviado Evelyn Smith —le dije, mostrándole mi licencia—. Su hijita ha desaparecido y pensó que podría haber vuelto aquí.
—¿Evvie? ¿Sabe algo de ella? No he tenido noticias suyas desde que se mudó.
—¿Y no ha visto a Merrill?
—No. ¿Por qué diablos creería Evvie que pudo volver aquí?
—Dice que Merrill había sido feliz aquí y que usted, sobre todo, era amable con ella.
La mujer frunció el ceño.
—Sí, era amable con Merrill, pero eso fue hace cuatro años. Y dudo seriamente que Merrill fuera feliz. De hecho, ésa era la razón de que fuese más amable de lo habitual con ella.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no era feliz?
—Por lo de siempre. Evvie y Bob se peleaban continuamente. Entonces él se marchó y, unos meses después, Evvie encontró un piso más pequeño para ella y su hijita.
De modo que Evelyn estaba divorciada. Sin embargo, me había dicho que era una madre soltera.
—¿Por qué se peleaban?
—Hacia el final, por todo, pero sobre todo por la niña.
La mujer hizo una pausa, pensativa.
—Mire, es curioso, no había pensado en ello en mucho tiempo.
—¿De qué se trata?
—De Merrill. ¿Cómo dos personas tan ordinarias podrían tener una hija tan bonita? Evvie, tan rara y tan seca, y Bob, con el pelo rojo oscuro y un cutis feísimo. El hecho de que Merrill fuese tan bonita era la causa de sus problemas.
—¿Por qué?
—Bob la adoraba, se le caía la baba con la niña. Y Evvie estaba celosa. Al principio, acusaba a Bob de mimar a Merrill, y luego se volvió realmente maligna y empezó a chismorrear sobre relaciones antinaturales, ya sabe a qué me refiero. Entonces empezó a ensañarse con la niña. Yo traté de echarle una mano a la pequeña, pero no podía hacer gran cosa. Evvie Smith actuaba como si odiara a su propia hija.
El nuevo piso de Evelyn Smith estaba en un edificio moderno y agradable en el lado norte del parque. Recorrí el pasillo enmoquetado hasta la parte trasera del edificio.
Evelyn estaba tan pálida como lo había estado aquella mañana. Me hizo pasar y su mirada inquieta escudriñó mi rostro.
—¿Ha descubierto algo? —me preguntó.
—Un poco —le dije tras vacilar ligeramente—. Quisiera ver la habitación de Merrill.
La mujer asintió y me acompañó allí. El cuarto estaba decorado en amarillo, con grandes recortes de animales en fieltro pegados a las paredes. La cama estaba hecha y cubierta por una colcha con flecos, y todo estaba en su lugar, excepto un libro de lectura de segundo curso abierto sobre el escritorio. Por su aspecto, la habitación parecía cuidada con cariño.
Evelyn contemplaba un tigre en la pared, a su lado.
—Está loca por los animales —dijo en voz baja—. Por eso le gusta tanto el tiovivo.
Miré el nombre de Merrill, escrito con caligrafía infantil en la cubierta del libro de lectura. Evelyn parecía tener unos sentimientos realmente maternales; quizá sus celos se disiparon cuando el marido quedó al margen de su vida.
—Evelyn, tengo entendido que es usted divorciada.
Ella asintió.
—Sí, desde hace tres años.
—¿Dónde vive su ex marido?
—Aquí, en la ciudad, vive en una casa flotante en Mission Creek.
—¿Todavía le quiere?
Ella se sobresaltó y se puso roja.
—¿Importa eso?
—Mucho. Le está usted protegiendo.
Ella guardó silencio y sus dedos pasaron las páginas del libro de lectura infantil.
—¿Qué le hace decir eso?
—Es un hecho bastante frecuente: el padre se lleva al hijo cuya custodia tiene la madre. Ésta no quiere que intervenga la policía porque todavía ama al padre y no desea crearle problemas, así que recurre a un investigador privado para recuperar al hijo. ¿Por qué no me dijo lo que ocurrió? Así habríamos ahorrado mucho tiempo.
Ella alzó la vista, con los ojos llenos de lágrimas.
—Porque no sé si la tiene o no. He intentado llamarle, sin obtener ninguna respuesta. Creí que usted descubriría…
—¿Cómo podría descubrir nada cuando usted ni siquiera me habló de la existencia de su marido?
—No lo sé, no quiero meterle en un lío. Lo único que deseo es recuperar a mi hija. ¡Por favor, Sharon!
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Tranquilícese —le dije, dándole unas palmadas en el brazo—. La recuperará.
Mi tarea se había simplificado: asegurarme de si Bob Smith tenía a la pequeña; esperar, observar discretamente y, en el momento apropiado, coger a la niña y devolvérsela a su madre. Era sencillo. Pero…, quería hacer una parada antes de visitar la casa flotante de Mission Creek.
La niebla del atardecer se había extendido entre las secoyas y los eucaliptos del parque cuando llegué al tiovivo. Ya estaba cerrado, y el viejo con el que hablé anteriormente se había ido. En la taquilla, una mujer de pelo gris que antes no había estado allí contaba el dinero y lo metía en una bolsa de depósito bancario.
—No sé dónde vive —respondió cuando le pregunté por el encargado del tiovivo—. ¿Es importante?
—Sí. Quiero saber si vio a un hombre determinado ayer por la tarde.
La mujer me miraba con profundo interés.
—Tal vez yo pueda ayudarle. Ayer yo estuve de servicio.
—¿Es usted la cajera de los domingos?
—Los domingos y las tardes.
Le mostré la foto de Merrill.
—¿Recuerda a esta niña?
La mujer sonrió.
—Naturalmente. Una no olvida a una niña tan bonita. Ella y su madre solían venir aquí los domingos por la tarde y montaban en el tiovivo. La madre todavía viene. Se sienta en ese banco de ahí y se queda mirando a los niños, con una expresión de tristeza. ¿Acaso murió la pequeña?
Miré fijamente a la mujer.
—¿Cuándo vio usted a la niña por última vez?
—Debe de hacer unos tres años pero, como le he dicho, una no olvida fácilmente una niña así. ¿Está muerta?
Moví la cabeza, pensando en el libro de lectura de segundo grado en aquella habitación limpia como una patena que supuestamente pertenecía a una niña de diez años.
—No, no está muerta. Está bien.
Oscurecía cuando estacioné el coche en Mission Creek. Una mezcolanza de embarcaciones desvencijadas se alineaban en la orilla y los viejos embarcaderos. Sus luces brillaban en el agua negra del estrecho canal. Las olas lamían las pilastras mientras me apresuraba por el embarcadero principal, mis pisadas resonando en las tablas bastas. La embarcación de Bob Smith estaba cerca del extremo, entre dos grandes barcos de pesca. Una luz mortecina en el porche realzaba la pintura azul descascarillada. Llamé a la puerta y aguardé.
El casco del pesquero crujía al subir y bajar con el oleaje. Oí un ruido apagado a mis espaldas, y pensé que eran ratas. Miré por encima del hombro, con la extraña sensación de que me observaban, pero no había nadie…, al menos nadie a quien pudiera ver. Oí ruido de pisadas en el interior de la embarcación.
La muchacha que abrió la puerta tema el cabello rubio dorado y ensortijado. Vestía una camiseta de media manga mugrienta y tenía un desgarrón en los pantalones tejanos, pero, a pesar de todo, era muy guapa.
—Hola, Merrill.
—Hola, ¿quién es usted?
—Una amiga de tu mamá.
Era una respuesta equivocada. La muchacha se puso tensa.
—Y de tu papá.
Merrill se relajó.
—¿Quiere verle?
—Sí, me gustaría.
Bob Smith tenía un cabello rojo oscuro desgreñado, y el cutis cubierto de cicatrices. Me miró a través de sus gafas de montura metálica.
Me presenté y le mostré mi licencia.
—Señor Smith, su ex esposa me ha contratado esta mañana para que encontrara a Merrill. Afirma que su hija desapareció ayer por la tarde, en el tiovivo del parque Golden Gate.
El hombre parpadeó.
—Eso es ridículo. Ayer por la tarde estuvimos navegando en nuestra barca de vela. Toda la tarde.
La chiquilla reapareció, con un gato anaranjado sobre el hombro. Me dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Eres realmente amiga de mi mamá?
—De veras.
Merrill dejó el gato en la pasarela y empezó a jugar con un ancla oxidada que servía como elemento decorativo.
Me volví hacia Bob Smith.
—Y a sé que la versión de es ridicula. Veo que tiene usted la custodia de Merrill.
—Sí, desde que nos divorciamos hace tres años.
—¿Acaso trataba mal a la niña?
El hombre desvió la mirada.
—Tiene que comprender que no es una mujer muy estable. Tiene sus problemas, pero se niega a someterse a una terapia. Es indudable que quiere a Merrill, pero… ¿Por qué ha dicho que Merrill había desaparecido?
—Ya llegaremos a eso. ¿Ha tratado recientemente de recuperar la custodia de la niña?
—Sí, pero le preguntaron a Merrill y ella decidió quedarse conmigo. Supongo que esa pretendida desaparición es una manifestación más de la enfermedad de Evvie.
—Su ex esposa puede que esté trastornada, pero también es muy inteligente. Como no había conseguido la custodia, me contrató para que raptara a la niña.
—¿Y usted haría eso?
Sonreí, pensando en mis anteriores problemas laborales.
—No. Algunos investigadores lo harían, pero yo no. Evvie ideó un guión complicado y logró hacerme creer que usted se había llevado a la niña…, porque yo estaba convencida de que descubriría eso. Probablemente imaginó que una mujer sería más comprensiva y estaría más dispuesta a creerlo.
El gato anaranjado se acurrucó contra mis tobillos.
—Papá, tengo hambre —dijo Merrill.
Bob Smith abrió la boca para replicar, pero en su rostro apareció de pronto una expresión de sorpresa.
Noté un movimiento de aire a mis espaldas y empecé a volverme. Merrill gritó.
Giré sobre mis talones, casi perdiendo el equilibrio, y me encontré cara a cara con Evelyn, la cual había cogido a Merrill por los hombros, con el brazo izquierdo bajo el cuello de la muchacha.
—¡Papá!
Bob Smith empezó a ir hacia ella.
—Evvie, ¿qué diablos…?
Evelyn estaba pálida, como una escultura de esteatita.
—¡No te me acerques!
Bob se precipitó hacia ella, pasando por mi lado.
Evelyn retrocedió y alzó el brazo derecho, en el que blandía un cuchillo.
Retrocedí, al mismo tiempo que pensaba en que aquel era un cuchillo como el que yo usaba para preparar las ensaladas. Ensaladas, nada menos…, en un momento como aquel.
Evelyn empezó a ir hacia el extremo del embarcadero, arrastrando a Merrill con ella. Los pies de la chiquilla rozaban las tablas sin desbastar. Su carita estaba blanca a causa de la conmoción.
Bob Smith soltó un gruñido y se volvió hacia mí, extendiendo las manos.
—Todo empieza de nuevo. Otra vez.
Le hice a un lado y salí. Evelyn y Merrill estaban casi al final del embarcadero. El agua negra del canal brillaba tras ellas.
—Evvie —grité—. Vuelva, por favor.
—¡No! Sabía que lo descubriría y no me devolvería a Merrill. Es usted demasiado lista. Debería haber recurrido a alguna estúpida.
—Evvie, no puede ir a ninguna parte.
—No me importa. De todos modos no tengo ningún sitio a donde ir.
—Vamos, vamos, seguro que sí lo tiene.
Le tendí la mano, insegura de que pudiera verla en la oscuridad.
—No, no hay nada que hacer. Quiero quedarme aquí. Sólo Merrill, yo y el agua…
Su voz se extinguió. A la luz vacilante reflejada en el agua, podía ver el brillo del cuchillo.
Bob Smith llegó a mi lado.
—Llamaré a la policía.
Asentí y le hice retroceder.
—Evvie —grité—. ¿Qué me dice de los animales?
—¿Los qué?
Su voz parecía cada vez más lejana.
—Los animales, esos que le gustan tanto a Merrill.
—¿Qué animales?
—Los del tiovivo. Las jirafas, los camellos y…
—Y las cebras, mamá —dijo una vocecita, asustada pero, de algún modo, respondiendo, comprensiva, a la situación—. Y también el avestruz, y el sapo púrpura.
Hubo un largo silencio. Entonces se oyó la débil voz de Evvie.
—¿Quieres ver a los animales?
—Quiero ir al tiovivo, mamá. Contigo. Como hacíamos antes.
Empecé a acercarme poco a poco.
—El otro día subí al cerdo azul más grande.
—¿Ese con la cola que se le cae? —dijo Merrill.
—Sí, la cola más horrorosa que he visto en un cerdo.
Me acerqué más.
—Me gustaría subir a ese cerdo. Por favor, mamá.
Evelyn volvió la cabeza, hacia el agua, hacia su desaparición y la de su hijita.
—Evvie, vuelva aquí. Tenemos que subir a ese tiovivo.
La mujer volvió la cabeza hacia mí.
—¡Por favor, mamá!
—¿Sólo nosotras tres? —preguntó—. ¿Sin Bob?
—Sin Bob.
Suspiró, y la hoja del cuchillo brilló…, hacia abajo, donde chocó sobre las tablas del embarcadero. Fatigadamente, dejó de sujetar a la niña.
Me adelanté y arrojé el cuchillo al agua de un puntapié.
Merrill corrió hacia mí, tambaleándose. Detrás, Bob Smith suspiró aliviado. Merrill se detuvo y miró a su madre. Entonces alargó el brazo y cogió la mano de Evvie.
Tomé a la mujer del brazo.
—¿Estás bien, Merrill? —pregunté a la niña.
Merrill me miró.
—Sí, estoy bien. ¿Y mamá? ¿Se pondrá bien?
—Sí, claro que sí…, ahora.