MORIRÉ MAÑANA
Mickey Spillane
Frank Morrison Spillane fue en una época escritor de cómics (trabajó en personajes como el Capitán América y el Capitán Maravillas) y, finalmente, llegó a convertirse en uno de los más famosos autores de novelas policiacas. Aunque ha recibido muchas críticas por obras que se consideraron demasiado cargadas de sexo y violencia, cautivó la imaginación de millones de lectores mediante las hazañas de Mike Hammer, una de las grandes figuras del subgénero «duro». Sus primeras siete novelas, empezando por Yo, el jurado, de 1947, le valieron su reputación, pero su talento, a lo largo de toda su carrera, ha sido constantemente infravalorado por quienes ponían objeciones a los estilos de vida demasiado atrevidos de sus personajes.
A pesar de su popularidad, pocos lectores conocen sus relatos cortos, a menudo excelentes, y nos satisface ofrecer a su atención el relato Moriré mañana.
El caballero de aspecto afable que vestía un atildado traje gris carbón era un asesino, pero, como todos los buenos depredadores, su disfraz era excelente. Según todos los signos exteriores, era un hombre de negocios con un éxito moderado y una oficina, quizás en un piso alto de un edificio de Manhattan, adonde no llegarían los ruidos y los humos de la calle.
Uno habría supuesto, sin pensarlo, que se aproximaba a los cincuenta años, y si le pidieran que lo describiera, apenas podría decir más que era un hombre corriente. No, no había nada sospechoso en su manera de andar o de hablar, ni en su conducta, y si uno tenía alguna razón para confiar en alguien, sería en aquel caballero. Vamos, si incluso parecía feliz.
Además, su disfraz era perfecto, simplemente porque no era en absoluto un disfraz artificial, sino real. Tenía un despacho, en efecto, aunque no en Manhattan, y era feliz. Rudolph Less era un hombre muy satisfecho con la vida, sobre todo cuando trabajaba, y ahora tenía un nuevo trabajo.
Arriba había un hombre al que iba a matar, y el precio por enviarle al otro mundo era diez mil preciosos dólares, cantidad que serviría para alimentar su único pasatiempo secreto en la casa de verano que poseía en una isla. La idea le hizo sonreír, y sintió que un estremecimiento ligero e indirecto le rozaba la entrepierna. Pensó que a las mujeres se les podía enseñar…, o incluso obligar…, a hacer cosas maravillosas.
Sí, la vida era agradable. Sólo unos pocos selectos conocían su verdadera naturaleza y su posición en la vida. A través de esos pocos, otros podían solicitar sus servicios…, y muchos lo habían hecho.
¿Cuántos hasta entonces? ¿Lo habían hecho cuarenta y seis o cuarenta y ocho veces? A veces le resultaba difícil recordarlo. En otro tiempo había llevado la cuenta, pero, como sucede en cualquier otro negocio, hacer un inventario resulta aburrido. Ahora era mejor limitarse a mirar hacia delante.
Era el suyo un buen negocio y, de todos los que vivían de ese trabajo, él era el mejor. No había ninguna duda. (Sonrió al portero, el cual le devolvió la sonrisa, aunque era un gesto reflejo). Pensaba en las numerosas ocasiones en que había leído los informes sobre su trabajo en los periódicos. Siempre, en todos los casos, la policía estaba perpleja o culpaban a otro. Rió entre dientes al pensar en los tres que ya habían muerto en la silla eléctrica, condenados por error. ¡Eso sí que conmocionaría a la administración, si alguna vez salía a relucir! Pero no eran más que indeseables, y el error de su muerte era realmente un beneficio para la sociedad; así hacían pronto lo que, de todos modos, habrían tenido que hacer a la larga.
Esa clase de cosas no hacían más que aumentar su reputación. Los beneficios habían sido considerables. Volvió a pensar en Theresa, la de piel oscura y pelo negro, a quien le habían encantado las cosas que él le hacía. Le gustaba de veras. Y ella, en el frenesí de la emoción desbocada, le había hecho cosas que ni siquiera podía recordar. No se acordaba más que del terrible placer de la experiencia. Pues bien, ahora podría recuperar a Theresa.
Eso era lo que significaba ser el mejor. Le contrataban porque nunca fallaba. Por un instante, su rostro se nubló, como si estuviera enfadado consigo mismo, pero meneó la cabeza, rechazando el pensamiento que había tenido, porque no era posible.
Pensó que había sido una lástima no haberse cerciorado más, pero por entonces carecía de suficiente experiencia. Se marchó demasiado pronto y no estaba absolutamente seguro… Intentó sonreír de nuevo. Pero ellos le habían pagado, por lo que todo debía de haber salido bien.
No podía dejar de pensar en ello, y trató de recordar los detalles simplemente para satisfacer su deseo de perfección. Fue su primer contrato, y muy sencillo. Un chico llamado Buddy…, no recordaba su apellido, pero tenía en la oreja derecha un agujero del tamaño de una moneda pequeña, supuestamente producido por una bala perdida del calibre 45 durante la guerra. Buddy había robado diecisiete de los grandes al tesorero del grupo de Jersey City y, en vez de seguir siendo el hazmerreír de su pseudodignidad, Buddy tenía que desaparecer, pero, naturalmente, sin que ello tuviera ninguna conexión aparente con el grupo.
No fue difícil. Buddy era un tipo comunicativo, así que él se limitó a entablar conversación, le llevó hasta un lugar desierto junto al agua, disfrutó del final de la conversación diciéndole a Buddy quién era y lo que iba a hacer, y mientras el tipo se quedaba pasmado, con la boca abierta y la luz de la orilla opuesta visible a través del agujero de la oreja, le disparó en el pecho y observó cómo el cuerpo se hundía en el agua.
Si hubieran encontrado el cadáver, se habría sentido satisfecho. Sin embargo, el río corría con rapidez, estaba crecido a causa de una tormenta y el océano se encontraba cerca. Buddy (¿cuál era su apellido?) nunca apareció, ni siquiera para reclamar el fajo de billetes que había dejado en su habitación. Al pensar en ello, Rudolph Less respiró hondo y sonrió, satisfecho de que su hoja de servicios fuese perfecta. Sí, tenía un buen historial. El importante Tim Sheely de Detroit y el senador del Oeste Marco Leppert, que era un correo de la mafia, figuraban en aquella lista. Rió de nuevo. ¡Cómo le había buscado la mafia! Mataron a cuatro hombres, creyendo en cada ocasión que habían acertado, y nunca sospecharon de él. Tras su último fracaso, la misma mafia le dio el trabajo de verdugo para que librara a la organización de sus propios asesinos que cometían errores.
Recordó que gracias a aquel trabajo pudo conseguir a Joan. ¡Qué mujer, qué apetito el suyo, y tan bien dotada, con unos encantos tan grandes, todo tan grande…! Sí, también volvería a tenerla. Quizás incluso a Theresa y Joan juntas. ¡Quién sabía lo que podrían hacer entonces! Quizá fuese malo para su organismo, pero pensó irónicamente en que aún disfrutaba de buena salud. Aún podría resistir la experiencia de ciertas cosas que estaban por descubrir.
No tuvo necesidad de mirar la guía de la pared antes de subir al ascensor. Ahora formaba parte de la muchedumbre y estaba a la vista, pero pasaba desapercibido. El hombre que estaba a su lado tenía un cigarro en la boca, y el humo le hizo toser ligeramente, pero no dijo nada, aunque pensó de pronto: «¡Me gustaría matarle!».
Como a Lew Smith, que estuvo delante de él al fondo del teatro en penumbra y ni siquiera notó que el punzón para partir hielo se le clavaba en el corazón. Simplemente cayó al suelo y lo llevaron afuera creyendo que había sufrido un desmayo, y nadie vio a Rudolph al marcharse. Lew también olía a humo de cigarro, y Lew le permitió adquirir a Francie, la cual le hacía sentarse y mirarla mientras ella interpretaba la danza más condenada que había presenciado jamás, hasta que los ojos se le salían de las órbitas y apenas podía respirar, y cuando ella le permitía que le pusiera las manos encima, ya casi había perdido el sentido y tenía que abofetearle para que volviera en sí. Pero Francie sonreía y le encantaba lo que él le hacía, aun cuando hiciera algún mohín al ver las marcas de las mordeduras.
Ahora respiraba pesadamente, y el aire entraba por el cuello de la mujer que estaba delante. Ésta casi se volvió, pero él hizo un esfuerzo y obligó a su respiración a normalizarse.
Le ocurría esto porque se acercaba el momento de realizar su trabajo. Saboreaba los frutos del éxito antes de haber plantado el árbol. Pero, de todos modos, la conclusión era inevitable. El éxito ya no era problemático, sino seguro, y ése era el motivo de que pudiera pedir tanto por hacer tan poco.
A veces se sentía intrigado por aquellos que tardaban en morirse. ¿Qué pensarían? ¿Quién era él? ¿Qué le habían hecho para que acabara con sus vidas? Algunos lo sabían, desde luego. Recordaba que dos de ellos incluso parecieron aliviados. Habían vivido durante años con el temor de que llegara aquel día, y entonces había llegado. Se acabó el temor para ellos. La realidad se había presentado en forma de hombre de mediana estatura que sonreía afablemente, y todo terminaba con rapidez y sin mucho dolor, porque él era un experto en su trabajo. Estaba seguro de que un hombre incluso susurró «gracias» antes de morir.
Esa era una de las ventajas de su método: no había huida ni gritos de terror. Ellos no le conocían, su aspecto no les hacía temer nada, y si exteriorizaban algo, generalmente era sorpresa.
Pensó que quizás algún día cambiaría su método. Si conseguía un encargo en el lugar adecuado, le gustaría intentar algunos experimentos, como extensiones de lo que le había hecho a Lulú, la cual tenía sangre salvaje y le gustaba que la golpearan de cierta manera. El dolor que le infligían con su plena cooperación era lo que le gustaba a aquella mujer, y le había enseñado cosas en las que había empezado a pensar últimamente. Rechazó la idea con impaciencia y miró el indicador sobre la cabeza del ascensorista. La cabina se detuvo y se abrieron las puertas.
Piso dieciséis.
Recordaba bien su número dieciséis.
Era una muchacha, una corista llamada Cindy Valentine, que sabía demasiado sobre las operaciones de otro grupo por medio de un novio que tenía, ya muerto. El fiscal del distrito se había propuesto investigarla en secreto, pero el dinero, que puede comprarlo todo, compró esa información, y era preciso suprimir a Cindy.
El caso de Cindy Valentine, número dieciséis, fue en cierto modo un trabajo placentero. De hecho, fue Cindy quien le mostró el uso definitivo que podría dar a los muchos dólares que había acumulado. Hasta entonces se había limitado a montar un despacho desde donde vendía, con buenos beneficios, pequeñas alhajas y novedades de bisutería a través de las páginas de ciertas revistas. Un solo empleado hacía todo el trabajo, pero aquello le proporcionaba una sensación de bienestar, de tener un lugar en la sociedad. Todos los días iba de su casa al despacho. No era un negocio espectacular, sino reservado. No había nada que no pudiera hacer allí a su placer, y estaba situado de tal manera que nadie podía espiarle. Para el mundo exterior, llevaba una vida sencilla y recluida. Una especie de afable recurso, se decía a sí mismo.
Sí, Cindy había aportado un nuevo sentido a su vida. La llamó previamente y le dijo que era un joyero a quien habían dado instrucciones para que la señorita Valentine eligiera una alhaja de su colección. Aquello produjo en la chica una inmensa alegría, y aunque trató de sonsacarle el nombre de quien le hacía el regalo, él le dijo que había jurado no revelarlo. Era un admirador secreto, y sin duda tenía muchos. Cindy se creyó todo lo que le dijo. Gritó de placer cuando le abrió la puerta de su apartamento, al ver el estuche de muestras bajo el brazo del joyero.
Al principio, ella no reparó en el rostro ruborizado del hombre, pues estaba demasiado excitada. Pero luego, en la sala de estar, vio su consternación y sonrió. El vaporoso salto de cama de nailon era lo único que Cindy llevaba puesto. Su sonrisa se hizo maliciosa y le dijo: «Ya que usted va a darme algo, también yo le daré algo». Entonces dejó que el salto de cama cayera al suelo, y cuando terminó, él era un hombre estremecido pero extrañamente exaltado. «Ahora déme usted algo», le dijo ella, mirando el estuche sobre la mesa. Pues bien, le dio algo, en efecto, con mucha rapidez y sin apenas sangre, y entonces recogió su estuche y se marchó. Todo el mundo dijo que había sido un crimen pasional, y en cierto modo lo había sido.
Desde luego, Cindy había introducido algo nuevo en su vida. Ahora, en vez de limitarse a la satisfacción de un trabajo bien hecho, tenía un resultado final que era mucho más grande que lo que había soñado jamás. La satisfacción que obtendría por la noche sería mucho mayor que la satisfacción por el trabajo perfecto, a la que hasta entonces había considerado suficiente. La perfección era una palabra importante, que le roía como un ratoncillo. Ojalá hubiera podido estar seguro de que aquel primer encargo también fue un éxito, aquel Buddy que tenía un agujero en la oreja.
Bueno, el tipo de arriba sólo se sumaría a la lista de sus éxitos. Era un caso curioso, diferente, porque no había tenido tiempo de estudiar al hombre. Estaría solo en su oficina, contando los ingresos semanales, una oficina secreta que utilizaba en exclusiva con fines de contabilidad. La tenía alquilada bajo nombre supuesto, y siempre iba allí disfrazado. Su actividad era ilegal y la ocultaba con destreza. Sólo después de una ardua y larga investigación, el cliente de Rudolph Less descubrió el paradero del tipo. Dado que la conexión con el muerto sería evidente, era preciso que su cliente tuviera una coartada a toda prueba en el momento del crimen, lo cual hacía necesario utilizar el talento de Rudolph.
De ordinario se habría dedicado a la segunda parte del convenio, pero últimamente empezaba a disfrutar nuevas facetas de una vieja emoción. El cliente le dijo que podría quedarse con el dinero que encontrara allí, además de su paga. ¡Miles de dólares adicionales! Sería suficiente para comprar… Bueno, si el hombre tenía razón respecto a aquella chica de Cuba, podría traerla allí en seguida. Una mujer con un control muscular completo, le había dicho. ¡Piensa en ello! Tragó saliva y procuró apartar la imagen de su mente. Todavía no. Más tarde podría sentarse en su habitación y saborear lo que se avecinaba, una vez concluido el trabajo, pero éste era lo primero.
Bajó en el piso veinte, con otras dos personas, pero antes de que las puertas se hubieran cerrado, una muchacha atolondrada llegó corriendo y le dijo alzando demasiado la voz:
—¿Señor Bascomb? ¿Es usted el señor Bascomb? Acaban de llamar de abajo y dicen…
—Yo no soy el señor Bascomb —dijo él, sonriendo, aunque interiormente soltó un juramento, cosa que no había hecho en mucho tiempo.
Vio que el ascensorista sonreía por el azoramiento de la chica, antes de que se cerraran las puertas. Un incidente así podía hacer que el muchacho recordara su rostro. Sin embargo, él nunca volvería allí, no vería más al chico, y si éste, o la muchacha, le describían, sería indistinguible de cualquier hombre normal y corriente de la calle.
La muchacha se alejó, moviendo las nalgas con violencia. De ordinario habría experimentado un calorcillo agradable ante semejante visión, pero el placer efímero de otra clase que le aguardaba en el futuro, y que podría consumar por completo, desbancó al mero placer de contemplar a una chica por detrás.
No obstante, la visión le hizo pensar en otra cosa, algo que danzaba en su cabeza desde hacía meses y se le ocurría cada vez que veía por la calle a una chica bonita. Hasta entonces había pagado por sus placeres. Habían sido caros, desde luego, pero valieron la pena. Con todo, las emociones y sensaciones que le producían llegaban finalmente a un límite. La repetición convertía las maravillas originales en algo casi rutinario, y cada vez resultaba más difícil encontrar algo realmente diferente.
Le quedaba una cosa por probar. Supongamos que pudiera atraer a una muchacha que no sospechara nada, cosa que no sería demasiado difícil, quizá con la promesa de un trabajo, o realmente, si era sincero al respecto, por la fuerza; eso requeriría un coche y tal vez drogas. Habría riesgos incalculables, pero eso se sumaría a la exquisitez…, sí, era algo en lo que pensar. Tal vez después de la de Cuba. Primero le gustaría experimentar con una mujer dotada de un completo dominio muscular.
Molesto consigo mismo, se detuvo y se compuso la chaqueta, aunque no había nadie en el pasillo que pudiera verle. Sujetó con más fuerza el portafolio de piel bajo el brazo, notando los contornos aplanados de la Browning, con el silenciador que le había comprado a aquel extraño tipo en Alemania. Los silenciadores estaban bien. ¿Por qué no se hacían las guerras con ellos? No sería caro y sólo había que pensar en el silencio y la eficacia con que se librarían las batallas. Ah, la ventaja del arco y las flechas. Lástima que fuese un arma tan poco precisa.
Se detuvo ante la puerta con un letrero que decía DISTRIBUCIONES ESTRELLA, sonrió para sus adentros e introdujo en la cerradura la llave que le habían facilitado. La puerta se abrió fácilmente y Rudolph entró en la oficina. Como mostraba el diagrama, estaba en una pequeña antesala, y ante él estaba el cuadrado iluminado de una puerta de vidrio mate, que no tenía cerradura. Rudolph Less sonrió de nuevo.
Oyó que alguien tosía y meneó la cabeza, cerciorándose de que allí estaba su hombre. Siguieron otros sonidos: unos pies que caminaban, una silla que chirriaba, un teléfono que acababan de descolgar y el ruido del disco. Permaneció inmóvil, pues no podía entrar mientras el teléfono estuviera descolgado. No había necesidad de que alguien diese la alarma. Tal como estaban las cosas, si lo hacía todo bien, no encontrarían el cuerpo hasta que empezara a descomponerse, y antes de eso pasarían varios días. No, podía esperar un minuto.
Al otro lado de la puerta el hombre decía:
—Lo tienes todo listo para esta noche…, sí…, de acuerdo, te llamaré; ahora voy a preparar la nómina. Claro…, hasta la vista.
Rudolph oyó el ruido del teléfono, colgado de nuevo, y otro acceso de tos del hombre. En voz baja dijo: «Ahora», y abrió la puerta.
Sonrió a su encargo. Éste pareció sorprendido, y entonces frunció el ceño, pasmado al ver la Browning con el silenciador que le apuntaba directamente al pecho. Era un hombretón, de pecho ancho y cuello grueso, con las patillas de color gris. Iba bien vestido, y a primera vista Rudolph no le habría tomado por alguien del oficio. Pero sabía que las apariencias eran engañosas. Sólo había que verle a él. ¿Quién le tomaría por un «eliminador»? Vaya, ésa era una buena palabra.
—¿Qué quiere usted? —preguntó el hombre.
Rudolph le aquilató rápidamente con la mirada. Era grande, desde luego. Lo más probable sería que necesitara más de un disparo. Dos tiros rápidos al cuerpo si trataba de moverse y luego un disparo a la cabeza para completar el trabajo. Una buena cosa del silenciador es que permitía oír el impacto de las balas. No tanto en el estómago, claro, pero si daban en una costilla o en el cráneo…
—Lo que quiero es su dinero —dijo Rudolph, y sus mismas palabras le parecieron peculiares, falsas, en cierto modo—. ¿Dónde está?
—En la caja fuerte, ahí es donde está, y si espera…
—Si no lo encuentro, le mataré de todos modos —le dijo Rudolph.
El tono de su voz era inequívoco. El hombretón asintió, pareció a punto de decir algo, pero se detuvo. Cruzó la habitación hasta la caja fuerte, la abrió y extrajo una caja de acero, pequeña y, evidentemente, pesada. Rudolph vio el cierre con combinación y señaló la mesa con la pistola. Seguramente no podría llevarse la caja de allí.
—Ábrala —ordenó.
El hombre se sentó y empezó a manipular el botón. Llegó un estrépito de risas desde el exterior y una llave tintineó en la cerradura. La puerta se abrió y dos muchachas rieron de nuevo. Una voz masculina se unió a las de ellas.
El corazón de Rudolph le dio un brinco, pero se serenó en seguida. No era la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Guardó la pistola en el portafolio, manteniendo la mano dentro de éste, y tomó asiento con naturalidad. La puerta del despacho se abrió y una muchacha dijo:
—Señor Riley, está aquí su amigo, el señor Brisson. ¿Quiere…? —Miró al lado de la puerta y vio a Rudolph—. Oh, dispense —dijo riendo—, no sabía que estaba acompañado. Antes creí que este caballero era el señor Brisson.
—No se preocupe —le dijo el señor Riley—. Estaré listo en seguida.
La muchacha rió de nuevo y cerró la puerta. Al otro lado de la puerta aumentó el ruido: entraron varias personas más y empezaron a sonar las máquinas de escribir. Dos hombres comentaban una reunión de ventas.
Rudolph podía notar la sequedad de su piel, pero aún percibía el olor a sudor. ¿Sudor? Quizás era miedo. Algo había fallado, pues aquella oficina tenía que estar vacía, con un solo hombre en ella. ¡Maldición! ¿Por qué no había preparado el trabajo igual que los demás? Eso es lo que ocurre cuando uno deja los detalles en manos de otro. ¡Se lo tenía bien merecido! Pero nadie habría adivinado que eso era lo que Rudolph Less estaba pensando, porque mantenía en los labios una sonrisa muy afable.
—Está en un lío, amigo —le dijo el hombretón, mientras abría la tapa de la caja de caudales.
El dinero estaba allí, como era de esperar. Fajos de billetes de a cien, que Riley depositaba sobre la mesa. Miró a su sonriente visitante, sentado al otro lado de la estancia.
—No le será fácil salir, y muy pronto entrará alguien aquí. Si sale, no será difícil identificarle. Esas chicas de ahí afuera son todas ellas artistas, y podrían hacer una descripción suya a la perfección. Los periódicos publicarían el dibujo y la policía le capturaría en menos que cantarín gallo.
—Eso es problemático —dijo Rudolph.
—Ha elegido un mal momento para un atraco, señor.
Rudolph sonrió de nuevo.
—Sí, eso parece.
La sonrisa no duró mucho porque Riley sonreía también.
—Amigo, si pudiera tomarle la delantera, lo tendría usted muy mal.
—¿Ah, sí? —Rudolph mostró los dientes y asomó el cañón de la pistola fuera del portafolio.
—Tenía usted una llave de esta oficina, llegó un día en que se preparaba la nómina y vino armado. Un atraco planeado. Si le mato… —se encogió de hombros—, un día en el juzgado y ya está. Defensa propia.
—Es difícil que eso pueda suceder —dijo Rudolph.
Por alguna razón se sentía nervioso. Los acontecimientos no eran de ninguna manera tal como deberían haberse desarrollado. Su encargo, palabra mejor que víctima, se estaba mostrando demasiado agresivo. Era preciso actuar con rapidez, y en su mente se barajaban velozmente las posibilidades, varias de las cuales estaban a su alcance. Cogería el dinero, desde luego. A los de afuera les diría que el señor Riley iba a estar ocupado todo el día y que no le molestaran. Iba a ser muy penoso abandonar su casa, sobre todo los bienes que había acumulado tan cuidadosamente, pero allí vivía bajo un nombre falso y podría hacerlo de nuevo, esta vez quizás haciendo algunas innovaciones que deseaba. El bronceado, el pelo teñido, las patillas, con toda clase de combinaciones, podían alterar suficientemente su aspecto. No, no sería en absoluto un problema irresoluble.
Estaba tan embebido en sus pensamientos que, aunque sus ojos no se apartaban de Riley, la voz de éste le llegaba como un zumbido monótono.
—… me costó mucho encontrarle. Es usted muy listo, supongo que ya lo sabe. Sería imposible conseguir pruebas para presentarlas ante un tribunal. Y en cuanto a mí, no quiero arriesgar el cuello. No voy a matar a alguien que debe morir y luego pagar por ello. También yo soy bastante listo.
»Pero hice unos contactos, y por fin la persona adecuada me facilitó los datos. A cambio de un gran favor que le hice, me puso en contacto con usted. Convinimos juntos el asunto, usted y yo. Inteligente, ¿eh?
El hombretón sonrió y aspiró hondo. Rudolph pensó que era demasiado grande. Incluso era posible que dos tiros en el pecho no bastaran. Tenía cinco balas en la Browning, así que lo más conveniente sería dispararle cuatro en el pecho y reservar la quinta para el tiro de gracia. Nadie podía encajar cuatro tiros. El tremendo impacto en los pulmones incluso impide gritar, y el único sonido sería el del cuerpo al caer, pero ni siquiera se oiría, gracias al ruido que había en el exterior.
De alguna manera, lo que decía la monótona voz tenía sentido. La mente de Rudolph, embarcada ahora en una actividad frenética, revisó las palabras que había dicho aquel hombre, las examinó una a una. Había algo absolutamente fuera de lugar, algo terrible, si había oído bien. Ahora la sonrisa parecía congelada en su rostro y, por primera vez, sus ojos hicieron un pequeño movimiento ratonil, mirando la habitación como si fuera una trampa.
—Yo le contraté para que me matara —dijo Riley—. No sabía quién era ni dónde estaba, y finalmente imaginé la única manera de tenerle delante de mí para hacerle morir ante mis ojos, sin arriesgarme en absoluto a que me envíen a la silla eléctrica.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Rudolph con voz ahogada.
—Claro que puedo, amigo, claro que puedo. Pero primero permítame darle las gracias. Tengo un buen negocio, limpio y decente, y nadie me va a condenar. Incluso seré un héroe. ¿Qué le parece?
Sintió frío. Jamás había tenido una sensación tan intensa de frío. Su boca carecía de saliva y las entrañas se le agitaban. Estaba seguro que, de haber comido antes, vomitaría allí mismo. Por alguna razón podía oír las voces de Cindy, Lulú, Francie, Joan y todas las demás, y a lo lejos, burlándose de él con acento cubano, aquella que anhelaba y aún no había probado. Desde las honduras de una niebla invisible le llegaron los gemidos asustados de todas aquellas muchachas a las que habría poseído engatusándolas o a la fuerza si hubiera sido necesario.
¡Habría poseído! ¡De ninguna manera! Ni hablar de ello, señor Riley.
—Olvida usted algo, señor Riley —dijo Rudolph, sosteniendo la Browning a la altura del pecho—. Tengo el arma.
—Y yo tengo otra en esta caja, bajo mi mano, amigo. Una enorme automática del 45 para cuyo uso tengo el correspondiente permiso.
Rudolph asintió sensatamente.
—En cuanto mueva la mano hacia ella dispararé —dijo en voz baja.
—Es bastante justo —replicó Riley.
Rudolph se puso en pie. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? ¡Estaba loco! Entonces el otro movió la mano y Rudolph apretó el gatillo. La Browning disparó una…, dos…, tres…, cuatro veces… Pudo ver los impactos en el pecho, todos en la zona del corazón. ¡Cae, condenado, cae! Tenía que caer. El hombretón había sacado la automática del 45 de la caja cuando Rudolph Less disparó por última vez y vio que la bala rozaba el brazo del otro, pero el brazo erróneo, pues era el otro el que sujetaba la pistola.
¡Y el condenado estaba sonriendo!
Miró la sangre que le brotaba del brazo.
—Esto no hace más que mejorar las cosas —le dijo, y entonces se echó a reír y desgarró su camisa hasta exponer el pecho.
Boquiabierto, Rudolph vio las placas superpuestas del chaleco a prueba de balas. Riley alzó el arma y le apuntó a la cabeza.
Ahora Rudolph estaba pálido, las mejillas hundidas, lleno de temor. Su carácter invencible saltaba hecho añicos, y por ningún motivo, ninguno en absoluto. Todos aquellos maravillosos placeres perdidos para siempre, y todo porque aquel estúpido que tenía delante le había engañado. ¿En qué se había equivocado? En algún punto tema que estar el error.
—¿Por qué? —inquirió, con la voz débil, quebrada.
Riley se llevó la mano a la oreja y extrajo el fragmento de cera cosmética que encajaba con tanta precisión en el agujero. Entonces apretó el gatillo de la automática.
Rudolph aún pudo oír el tremendo estampido del arma mientras su cráneo se fragmentaba en diminutas astillas, y su último pensamiento fue que el agujero en el cañón de su amante definitiva, la terrible automática del 45, tenía exactamente el mismo tamaño que el orificio en la oreja del hombretón, y que el nombre de Riley tenía que ser Buddy.