CAPÍTULO IV
El tendido número ocho así como los palcos correspondientes, estaban enteramente, ocupados por los húsares, que días antes en expedición de castigo habían asolado el pueblo de Pedroche, en las laderas de la Sierra.
Los oficiales entre sí sostenían diversas conversaciones. Uno había qué, con la aprobación de otros varios, expresaba su disgusto:
—Con lo ricamente que podríamos confraternizar, si no fuera por el salvajismo de estos africanos.
—Africanos los mamelucos que el 2 de mayo fusilaron a cientos de paisanos. Además, el problema no tiene solución. Nosotros no podemos evitar que la soldadesca se entregue a todo género de abusos. Es ésta una guerra sin cuartel, y sólo descansamos cuando la fiesta de toros, hace que los españoles ni siquiera nos vean.
Las vibrantes notas del clarín anunciaron la salida del primer toro. Arrimado a las tablas, «Costillares» estudió la arrancada del que le correspondía matar.
Tras él, en el callejón, Pedro Romero, el ídolo de las mujeres, le sonrió:
—Buen bicho, Joaquín. Te vas a lucir.
La cadencia de los «¡ole!» donde la letra «o» se prolongaba al compás de la duración del engaño en que el trapo rojo sometía al astado, llenó los ámbitos del ruedo.
El segundo y tercer toro, fueron, lidiados respectivamente con el estilo diverso de los otros dos artistas: bronco y recio el de Juan León, afiligranado y con adornos el de Pedro Romero.
Cuando el cuarto toro asomó un griterío elevóse, porque la fiera perteneciente a la ganadería de los Sotillo se había lastimado en el chiquero, y cojeaba ostensiblemente.
—¡Que salgan los franceses! —gritó un gracioso.
Pasó desapercibido su grito para los alejados húsares. Los mansos entraron en la arena para llevarse al toro inutilizado para la lidia.
Joaquín Rodríguez, comentó en el burladero:
—Vamos a ver qué bicho me echan, y malhaya como sea el sobrero berrendo. Le he cogido fila al verlo entre tablas, con que… si asoma, me parece que voy a ganar la gran bronca.
Sus dos compañeros de terna, le miraron con cierta lástima, cuando en la arena corrió bufando un toro manchado en dos colores, de larga cuerna astifina, que respondía al nombre de «Traicionero».
Y daba fé al apelativo con que le distinguió el mayoral. Los peones de brega, abandonaban los capotes para saltar la barrera, perseguidos de cerca por el berrendo, que furiosamente desgarraba capotes y astillaba maderos.
—Gachó… —dijo uno de los peones secándose el copioso sudor—. Este animaliyo sabe más que el obispo de Coria.
Joaquín Rodríguez era un hombre valiente, pero tenía en aquellos momentos una aprehensión que de cuando en cuando acomete al más bravo de los toreros.
Se persignó, indeciso, sin atreverse a abandonar la barrera. Dijo en voz baja, mirando a su amigo y rival:
—Tengo «jindama», Juan León. Este mala sangre va a hacer conmigo un estropicio.
El público abucheaba ruidosamente a los toreros. El berrendo reinaba dueño y señor del anillo.
Erguida la testuz, perfilados los agudos cuernos, parado en el centro de la arena, desafiaba, levantando terrones con la pezuña que rabiosamente escarbaba.
El clamor de los espectadores, cuyos denuestos tenían toda la pintoresca bestialidad, de quienes sentados en lugar seguro, apremian a los toreros, hizo palidecer a Joaquín Rodríguez, que, furioso, hizo una señal amplia que apaciguó el griterío de escarnio.
—¡Fuera todos! ¡Dejadme solo! —ordenó.
Los peones recibieron con agrado la indicación, yendo a protegerse en el callejón.
Juan León, murmuró:
—No te expongas en balde, Joaquín. Recuerda que ahora te chillan, pero mañana te aclamarán.
Pero sabía que era inútil, y que el pundonoroso sevillano, haciendo de tripas corazón, «iba a por la corná».
Un silencio más impresionante por suceder al reciente clamor, acompañó los movimientos del torero que abierto el capote, dirigíase hacia el centro del anillo.
Y el berrendo en arrancada veloz, con bufido fiero, partió como un dardo de seiscientos kilos.
Un agudo grito rasgó el silencio, cuando toro, capote y torero, no formaron más que una masa, informe.
Después el toro corneó en el aire, pretendiendo desprenderse del capote, mientras en el suelo, Joaquín Rodríguez tendióse boca abajo, cubriéndose con los brazos las sienes y los costados.
Libre ya del capote, el toro bajó la testuz. Y entonces, cuando los otros dos toreros, saltaban la barrera para acudir al quite, se detuvieron, asombrados.
Y el silencio se hizo angustioso.
Un hombre acababa de salir corriendo del portal de los varilargueros, cubierto el rostro hasta debajo de los ojos, por un pañuelo rojo.
Llevaba en la diestra, un trapo arrollado, y su exclamación, resonó grave y opaca:
—¡Jeé, marrajo!
El toro al oír aquella inesperada voz a sus lomos, volvióse con celeridad.
Inmóvil, clavados los pies en la arena, Diego Montes repitió a cuerpo descubierto:
—¡Jeé, marrajo!
El berrendo partió como una exhalación, y de la diestra de Diego Montes, desplegóse el trapo.
Era éste el banderín francés que ornaba una de las lanzas de los húsares, que en el patio exterior, estaban atravesadas en un arzón.
Embistió derrotando por los dos lados el toro. Limpiamente, con ágil escorzo de cintura, evitó Diego Montes la cornada que parecía inminente.
Cuantos asistían al inesperado espectáculo, estaban en pie.
Y de pronto, una ovación estalló:
—¡Diego Montes!
Repuestos de la primera sorpresa, los oficiales gritaron órdenes, corriendo los húsares hacia la salida para cercar la plaza.
Por el camino, muchos sufrieron caídas, por zancadillas españolas. Dos peones recogían a Joaquín Rodríguez, aturdido por el golpe afortunadamente solo de hocico.
Ninguno de los toreros intervenía, aguardando.
—¡Olé por los hombres oportunos! —exclamó Juan León, cuando vió la portentosa hazaña que estaba realizando el enmascarado.
Al segundo arranque del toro, Diego Montes al rozarle la faja el cuerno derecho, pareció doblarse como empitonado.
Carmela Fuentes dilatados los ojos, lívida y temblando, sintió deseos de llorar a gritos, creyendo que «Traicionero» había herido al hombre que ignoraba el inmenso amor que en ella había suscitado.
Pero todas a una, las manos aplaudieron ensordecedoras, cuando vieron los ojos con pasmo, que Diego Montes, jinete en el morrillo, «mancorneaba».
Para tal hazaña, eran precisos músculos de hierro. Hierro en las rodillas para aprisionar los flancos y no ser desmontado, y fibras férreas en los brazos cuyas, manos asían los cuernos a modo de guías y riendas.
Joaquín Rodríguez ya en pie, murmuró:
—Gracias te sean dadas, Diego Montes, y larga salud disfrutes por llevarte muy lejos a este monstruo con malas ideas.
El berrendo tratando de quitarse de la testuz el peso que le impedía cornear, partió como una exhalación hacia la puerta de los picadores, donde ya, varios húsares a caballo aparecían.
Por entre ellos, derribando al primero, pasó el toro cabalgado. Pareció ir a estrellarse contra una pilastra, pero el herido jinete, siguió forzando las astas, desviándole.
Partieron dos disparos, que no dieron en el blanco, porque los dos húsares perdieron el tino, al recibir en los hombros recio varazo propinado por sendos picadores, que inmediatamente desaparecieron.
El berrendo, coceando furiosamente, entró en tromba por la rampa que a la calle llevaba.
Tras él, arrancaron al galope los primeros húsares que se habían ya reorganizado del desorden que entre ellos formó la sorpresa y el temor.
Divisó Diego Montes al extremo de la calle, su caballo atado a un árbol.
Con rapidez extrajo su navaja, y el toro libre en un asta, trató de cornear hacia atrás, levantando las pezuñas delanteras.
Se detuvo en seco, vacilando al recibir el puntillazo certero. A la vez, saltó al suelo Diego Montes, corriendo hacia su cabalgadura.
Estaba, ya en la silla, cuando, el berrendo patas arriba, en el muro, había cesado de ser «Traicionero».
Los húsares acercábanse a galope tendido, y sólo entonces, picó espuelas Diego Montes.
Tenían que verle sus perseguidores. No quería huirles, sino servir de señuelo. Atraerles hacia el lugar donde apostados esperaban «Malatesta», y Curro Amaya con todos los demás bandoleros.
Situada al exterior de la ciudad en su extremo oriental, la plaza de toros, dominaba la llanura que se trucaba al llegar la carretera, que a Montilla conducía, a los primeros montes.
Los tres escuadrones lanzados a todo galope iban acortando la distancia que les separaba del enmascarado jinete que era considerado por ellos el peor enemigo, el fantasma vengador, que sembraba burlas sangrientas y diezmaba sus filas.
Era un hombre solo, y nada se divisaba en el horizonte que pusiera sobre aviso a los «Húsares de la Muerte», así llamados por la calavera que plateaba en sus morriones peludos.
Buenos jinetes, expertos en sable y lanza, eran malos tiradores. Además, era difícil atinar contra un blanco moviente desde una silla zarandeada por el largo galope.
La carretera internóse entre los altozanos primeros. Uno de los húsares que iba en cabeza gritó:
—¡Es nuestro! ¡Está herido!
Una de las balas disparadas al azar contra el fugitivo, había herido a Diego Montes.
Fué visible para los más cercanos de sus perseguidores, el encogimiento del acosado, que se dejó resbalar de la silla, tambaleándose.
Enfebrecidos los húsares, sometieron sus monturas al máximo esfuerzo.
Diego Montes sosteniéndose con la mano izquierda al pomo de la silla, se adhirió al flanco derecho de su caballo, en acrobática postura. Sentía que si la persecución duraba más, iba a sucumbir, porque las fuerzas, le faltaban…
Su caballo siguió galopando por instinto, cuando un horrorísimo estruendo rellenó el desfiladero.
Desde lo alto de la cima, «Malatesta» acababa de hacer rodar la roca, apenas había pasado Diego Montes.
La roca en su descenso arrastró otros peñascos, y en alud, creciente cayó en cascada sobre la carretera, aplastando al primer grupo de húsares.
De la otra cima y unos cincuenta metros atrás, partió la descarga cerrada de los apostados gitanos a las órdenes de Curro Amaya, que esperaban la señal de apretar el gatillo al desprenderse la roca que en titánico empujón acababa de mover «Malatesta».
Antiguos contrabandistas y bandoleros, los componentes de la guerrilla de Diego Montes, disparaban sobre seguro.
En el desfiladero, los húsares intentaban dominar el remolino de caracoleos y encabritamientos de sus monturas.
Dispararon los «Zagalones de Horcajo» a la señal de «Zamacuco», el lugarteniente de «Malatesta».
Corrió el gigante hacia, otra roca, que empujó sudando copiosamente, hinchadas las venas de su cuello y frente.
A la descarga de mosquetones y escopetas, sucedió la cerrada granizada de las pistolas.
Y bajando al galope por senderos laterales, los gitanos y zagalones, gritando con alegre salvajismo, acosaron a los húsares supervivientes.
Servando Gaitán, el tratante, y Jeremías «el Vasco», no dispararon ni intervinieron en la refriega, porque no poseían más arma de fuego que sus pistolas, cuyo gatillo no apretaron porque les habían destinado como fuerzas de retaguardia, para cortar el paso, si ocurría lo imposible, que escaparan los húsares a la emboscada.
Y como no tenían caballo, no acudieron al combate final cuerpo a cuerpo.
Reagrupáronse todos después del breve combate, y generosamente, «Malatesta» señaló los caballos que sin jinete, y enloquecidos manteníanse en prieto rebaño contra las rocas que atravesaban, interceptando la carretera de Córdoba a Montilla.
—¡Caballos vuestros, novatos! A ellos, que tenemos que zumbar a las grutas.
Al otro extremo de la llanura, divisábanse ya otros escuadrones que en abanico avanzaban hacia el lugar de la reciente escaramuza.
—¡Pies en polvorosa! —gritó «Malatesta»—. ¡Acabó hoy la faena!
Cuando a la noche estaban todos reunidos en las laberínticas grutas de la loma del Poleo, uno de ellos preguntó:
—¿Y es que no vendrá nuestro capitán?
—¿El señor Diego? Pregúntale a «Malatesta».
El gigante oyó la conversación, sin saber quién había hecho la pregunta. Replicó apareciendo:
—¿Quién quiere verle?
—Yo.
—Ah… ¿Y para qué quieres verle, Jeremías?
—Ofrecerle mis respetos.
—Él viene cuando quiere, y te mandará llamar caso de querer verte. Estará contento con nosotros, y aparecerá cuando le pete, que a veces es cuando menos parece.
Y regresó a su gruta, para soñar ojos abiertos, con Carmela Puentes, la mujer sencilla y guapa, a la que confiaba hacer su esposa, cuando libre de franceses el suelo español, pudiera abandonar la guerrilla por el pincel.
Sabía que ella estaba enamorada de Diego Montes, pero también sabía que ella lo consideraba un amor imposible, que terminaría el día en que Diego de Ferblanc se enamorase.
Tendióse a dormir, después de cerciorarse de que los centinelas estaban ojo avizor. Y nadie en el escondrijo de la loma, sospechaba que Diego Montes iba desangrándose, zarandeado por el caballo, sobre cuya silla tendido, y privado de sentido, el jinete torero iba sin meta, conducido entre riscos por su blanco potro.
La luna iluminó el campo andaluz, por entre cuyos olivares, el caballo llevando en la silla el jinete herido, dirigíase hacia un gran cortijo.
El arañazo que una rama baja produjo en una manga del marsellés de rojo paño, hizo recuperar los sentidos a Diego Montes, que a tiempo tiró de las riendas, obligando al caballo a apartarse del sendero que hacia lugar habitado en demasía, iba siguiendo.
Por unos instantes logró encaminar el caballo hacia otro derrotero. No podía curarse, por cuanto la herida estaba en su omoplato derecho. Le escocía, dándole fiebre y mareos.
De pronto comprendió que no podría seguir así mucho tiempo, sin ser descubierto. No podía ir al Poleo, por cuanto el caballo habíase desviado mucho del camino que allá llevaba.
Y al darse pinchazos con su navaja en la mano para no perder de nuevo el sentido, le extrañó que su potro galopara con «querencia» hacia una pequeña casita, blanca y roja, casi oculta entre la arboleda.