CAPÍTULO II

Frente a una casona que les servía de alojamiento en la aldea de Valmediano, a unas treinta leguas de Córdoba, paseábanse unos ocho o diez dragones.

Murmuraban y se quejaban de todo: del calor, de la hostilidad de los habitantes, de lo incómodo que era luchar contra los diablos salvajes que parecían brotar inesperadamente de la arboleda y de los barrancos. Discutían también con gran prolijidad, aunque sin llegar a una solución, de qué medios podría valerse para escapar siempre el jinete del pañuelo rojo al rostro, y que enarbolando una media garrocha de punta aguda, lanzaba al atacar aquel breve grito gutural, que constituía ya una pesadilla para los soldados franceses:

—«¡Jeé, marrajo!»

Fueron dispersándose, yendo algunos a una taberna próxima y otros a tenderse sobre la paja, para echar una siesta.

Pero de repente, bebedores y durmientes fueron despabilados por una voz aguda que voceaba desde el fondo de la calle:

—¡Gazpacho fresquito! ¿Quién refresca con la gazpachera?

La persona que daba este grito, era una muchacha que llevaba colgada a la espalda por una correa una gran cántara cubierta con trapos mojados para conservar frío el contenido.

—¡Vamos, señores guerreros, beban fresquito! —invitó la vendedora, colocando en el suelo la cántara.

Era una chica más bien baja, de unos veinte años, cuyos refajos eran completados por el justillo de paño negro que modelaba unos amplios hombros y un recio busto.

Sus cabellos en lugar de colgar trenzados por la espalda, estaban recogidos para protegerlos del polvo de los caminos, bajo un sombrero de paja, cuya ancha ala a pesar de taparle media cara, no bastaba a preservarla del sol, a juzgar por su color, casi de caoba.

Sus facciones eran regulares, aunque algo bastas, pero cuando se echó hacia atrás el sombrero y miró con sus grandes ojos negros, risueños y maliciosos, los soldados la miraron admirativamente.

Pronto fué rodeada por los inflamables franceses.

—«¡Sabrr’es…!». ¡Qué muchacha! —exclamó un veterano abarcando con una encendida mirada el busto y las caderas de la gazpachera—. Que me ahorquen si un ejército de chicas como ésta, no nos daría más trabajo que las divisiones españolas. Y un trabajo muy de mi gusto.

—Podrían hacer las dos cosas —repuso otro soldado irónicamente—. No hay razón para que muchachas tan robustas no sean capaces de darle al gatillo, escondidas detrás de un árbol. ¡A ver, muchacha! ¡Bebe tú la primera!

Ella comprendió más el gestó que las palabras. Rió, y con un largo cazo que introdujo en la cántara se escanció en un jarrillo el dorado líquido con motitas de color. Bebió con placer.

—Estas envenenan los manantiales, y así han muerto muchos. Ahora ya podemos beber.

—Trampas por doquier —se quejó otro dragón.

—Ellos saben muy bien que no podrían resistir una batalla en campo abierto, y por eso prefieren las emboscadas. Y así pasa, que un cualquiera, como ese Diego Montes, tiene en jaque a una división nuestra durante semanas, sin que nos sea posible cogerlo.

Se terminó el gazpacho y los franceses invitaron a vino a la muchacha, que aceptó, replicando con gracia en una mezcla de castellano y mal francés, a las bromas de género subido, de los soldados.

—Espero que no serás una guerrillera, ¿no? —rió uno.

—Porque si lo fueras, mal te iba a ir. Que los tuyos no dejan a ningún prisionero, sino cadáveres. Claro que no nos quedamos atrás nosotros. ¿Sabes lo que hicimos el otro día con una que como tú nos quiso engatusar para sonsacarnos?

Ella entendía a medias. Sonrió, abriendo aún más los ojos, como interrogando.

—Pues… cuando uno tras otro la hubimos besado, la colgamos de una lanza, que le sirvió de tercera pierna.

Rieron todos ellos brutalmente. Añadió el veterano:

—Y ahora no está aquí ningún oficial, que son demasiado condescendientes con toda vuestra ralea. Di, ¿cómo te llamas?

—Cayetana, para servir a quien bien me sirva.

Alejáronse cuatro soldados, para ir a relevar a sus compañeros de centinela.

Los tres que quedaron rodearon a la muchacha. El veterano habló:

—Ven, preciosa, que te vamos a enseñar a hablar francés.

Ella, sin demostrar temor, sino sonriendo con picardía, dirigióse de buen grado hacia donde ellos la conducían.

Al llegar entre los árboles, uno de los dragones rodeó el talle de la muchacha, avanzando los labios, que rozaban ya la mejilla atezada, cuando de pronto quedó encogido, gimiendo una imprecación.

Los otros dos iban a adelantarse, cuando de pronto en tres saltos, un individuo surgió, esgrimiendo un grueso bastón. Propinó dos recios golpes, que chocaron sordamente contra los cráneos.

La muchacha desprendióse del dragón que cayó privado de sostén, quedando boca arriba, mostrando su pecho herido de muerte.

Ella, en la diestra, mantenía la navaja ensangrentada.

—¡Pronto… la escampar! —dijo el hombre del grueso bastón.

Ella obedeció y corriendo alejáronse los dos. No se detuvieron hasta lo suficientemente lejos y entre riscos cuyas trochas en zig-zag les permitirían fácil huida, dejáronse resbalar hasta quedar sentados contra el tronco de un roble.

—Fuiste imprudente, muchacha. Suerte que yo rondaba.

—Gracias. ¿Y quién eres tú?

—Tratante en ganado. Bajé de Aranda del Duero, cuando llegaron los franceses. Me llamo Servando Gaitán.

—Lástima que no me quede ya gazpacho, porque te invitaría a refrescar. Me metí entre ellos, para averiguar cuántos eran… Bueno, ahora, ya me dan demasiado calor estos trapos.

Se desabrochó el corpiño. Quitóse los tres refajos con añadidos que le habían fingido caderas, y apareció un muchacho vestido con calzón corto, marsellés y faja, en vez de la gazpachera.

—Cayetano Torcal para servirte si falta te hace, amigo.

Y el disfrazado, recuperada ya su personalidad de varón, tendió virilmente su mano.

—Ya me pareció que eras un poco torpe en tus gestos, para ser hembra de verdad.

—Por esto eres tú español, para ver cuando una hembra no lo es. Pero ellos no entienden de esto. Bueno, tendré que irme para decirles lo que sé a los míos. ¿Qué tal se te da la trata?

—Mal. No hay quien compre.

—¡Naturaca! Todos van al robo: ellos los franchutes y nosotros. Oye te vi manejar la tranca y eres un jabato. ¿Quieres venir con nosotros? Vienes, y si te gusta, te quedas. Si no, puedes irte.

—Depende. Si he de meterme a guerrillero, que sea con gente de clase.

—Lo somos —dijo orgullosamente Cayetano—. Yo soy uno de los «Siete Zagalones de Horcajo»…

—¡Vaya! Esto sí que es bueno. Valéis.

—Y más valemos desde que nos manda como capitán, «Malatesta», el madrileño forzudo, que es lugarteniente del señor Diego. ¿Viene?

—Servir al señor Diego me enorgullece. Vamos, pues, Cayetano, que hay tres franchutes sin vida, que nos han hecho amigos a ti y a mí.

—Los despachaste a los dos con buen brazo, compadre… ¡Vaya trancazo que tienes pegando! Les cascaste la cabezota, como si fuera un huevo. Eres de los nuestros, Servando Gaitán.

* * *

Pocos ejércitos habrán hecho un uso tan amplio del privilegio del saqueo y el pillaje que tiene todo invasor, como los que Napoleón envió a España a raíz del 2 de mayo de 1808.

Sucedió en muchas ocasiones que tenían que abandonar el botín, demasiado voluminoso a veces, en tiempos de marchas rápidas o de precipitadas huidas.

Entonces no era raro, ver que los soldados franceses enterraban sus tesoros al pie de un grupo de árboles, de una gran piedra o de cualquier otro accidente del terreno que pudiera servirles de señal para recobrarlo más adelante.

Pero si los franceses robaban escandalosamente, los españoles vigilaban ojo avizor la marcha de los convoyes de dinero y mercancías que constantemente llegaban de Francia para aprovisionar a los ejércitos que mandaban los mariscales de Napoleón.

Las guerrillas que iban formándose, animadas por el doble deseo del botín y de la venganza, atacaban con arrojo, en acciones de sorpresa, donde suplían la desventaja de su número inferior, con el beneficio de su mayor conocimiento de los quebrados terrenos de la Sierra.

Estas sorpresas eran frecuentes, porque los orgullosos generales franceses, despreciaban la forma irregular con que luchaban las guerrillas españolas, y confiaban tesoros enormes a escoltas debilísimas.

Cierta hermosa tarde en que el sol iba mitigando sus ardores para dejar paso al próximo frescor del atardecer, un hombre sentado en una elevada roca, oteaba el camino real que unía Alcaudete con Andújar.

Tenía a su lado, en el suelo, una escopeta de caza mayor y de su cinturón de cuero, bien repleto de cartuchos, pendía además una de esas puntiagudas navajas que gracias a su muelle pueden usarse también como puñales.

La elevada peña en la que se había instalado le permitía observar la carretera hasta una gran distancia.

Llevaba cuatro horas de acecho y nada digno de curiosidad había pasado ante sus ojos. Él podía distinguir perfectamente a todo pasajero, a partir de un brusco recodo que hacía la carretera a cosa de unas dos leguas, mientras que hubiera sido necesaria una observación muy minuciosa para descubrirle a él, oculto como estaba entre abruptos roquedales.

Había llegado el término de su vigilancia, y esperaba el relevo del cuadrillero que vendría desde el fondo de un profundo cauce seco, que estaba como a medio tiro de escopeta de su observatorio.

En el cauce, y tendidos entre la maleza que bordeaba un pequeño sendero, había unos treinta hombres, la mayoría de los cuales parecían vulgares campesinos.

Pero los trabucos, mosquetes, escopetas, pistolas y navajas, demostraban que si fueron hombres de campo, habían abandonado el arado para formar otros surcos y esos de color sangre.

Algunos dormían la siesta tranquilamente; otros, fumaban, y un tercer grupo rodeaba a varios que se jugaban las pesetas con unas barajas ennegrecidas por el mucho sobo.

Uno de ellos paseaba solitario, y por ciertas señales de deferencia que le mostraban los otros, se deducía que era el jefe.

No ostentaba insignia alguna, pero no era fácil de imaginar una expresión de feroz criminalidad mayor que la que se pintaba en la estrecha frente, en los ojuelos vivos y en los gruesos labios de Mariano «el Turbión», que era el cabecilla de la partida.

Pasaron más de veinte días que parecía como si un maleficio se hubiera adueñado de los bandoleros a las órdenes de «el Turbión».

Intentaron un ataque, y apenas iniciado tuvieron que huir saltando como gacelas de risco en risco; porque los franceses formando el cuadro, lograron hacer fracasar la sorpresa.

Poco después, al pretender asaltar una diligencia española, habían surgido de pronto numerosos soldados españoles, en compacto escuadrón, que pusieron en fuga a los bandoleros.

En una y otra acción, perdieron doce hombres.

Y desde hacía varios días, Mariano «el Turbión» rehuía hablar, y notaba cierto mudo reproche en los que se habían confiado a su mando.

No había dinero en las bolsas, y los morrales de provisiones iban vaciándose. Nadie protestaba, pero en el ambiente había una tensión indicadora de malestar.

Fué entonces, cuando el centinela relevado apareció al atardecer, después de su infructuoso acecho, acompañado de un individuo de mediana estatura, vestido de paño burdo y botas con polainas.

Llevaba un capote de caballista andaluz, y dos pistolas al cinto. No se le veía arma blanca, sino tan sólo una matraca rígida, colgando de su muñeca izquierda.

—Este hombre quería hablar contigo, capitán —anunció el centinela que acababa de ser relevado—. No ha querido decirme nada a mí.

Mariano «el Turbión» permaneció donde estaba, mientras todos los demás se acercaban, despertándose los durmientes, y abandonando su partida de naipes los jugadores y mirones.

El recién llegado golpeábase levemente el muslo con su matraca. Iba mirando a todos, con ojos indiferentes.

Habló imperativo Mariano «el Turbión»:

—¿Qué te trae acá, y cómo diste con nosotros?

—Estaba yo en la venta de «Los Altillos» cuando diste el golpe que fracasó contra el convoy de franchutes. Y siguiendo mi camino, os vi también correr perseguidos por los soldados españoles.

Un sordo murmullo de descontento cundió entre los oyentes. Despertaba cierta admiración aquel hombre solo, que hablaba serena y calmosamente.

—Hablas muy aplomado, para ser un charrán espía —dijo Mariano.

—No es espía quien mata. Y si estoy aquí es porque me llamo Jeremías y tengo buena estrella. Mandaba yo una partida de matraqueros vascos, y en Vitoria los franchutes me temen. Pero los matraqueros una vez que me creyeron muerto, quisieron actuar por su cuenta, y perecieron todos. Vine al Sur, dispuesto a probar suerte. Y traigo aquí —dijo dándose una palmada en la frente— dos golpes seguros y de provecho. Yo no sé quién es el de vosotros que tiene el mando, pero poco vale, cuando expone las vidas sin planear como se debe los buenos golpes. ¿Qué es esto de atacar en llano a un convoy con ciento quince coraceros? ¿Y a pie pretender el asalto de diligencias sin prevenir que tras ella habrá escolta montada?

Mariano «el Turbión» palideció, fulgurantes los ojillos.

—¡Yo soy aquí el capitán! —exclamó furioso.

—Pues ni sirves para ello, ni te felicito.

—¡Que diga lo que sabe! —apremió uno de los bandoleros.

El que decía llamarse Jeremías hizo un gesto con la matraca, como si recomendara calma. Desprendíase de su persona esta sutil e indefinible seguridad de que están dotados los hombres con don de mando, y que rápidamente captan los nacidos para obedecer.

Mariano «el Turbión» dió un paso a la vez que desenfundaba su navaja cabritera.

—Te he aguantado ya bastante, charrán. Soy el que manda en éstos, porque a todos los gano en listeza y fuerza.

—Lo cual demuestra, que si te venciera, sería yo el que más vale. Y valgo mucho, porque en menos de veinticuatro horas, puedo conducir a la partida con poco riesgo a muchas ganancias. Porque los hombres que mandan, y aprende esta lección, tú que de mandón presumes, deben ante todo saber escuchar, meterse entre los enemigos, y aprovechar lo que oyen. Y todo esto lo he hecho yo desde Alcaudete a Andújar.

Mariano «el Turbión» dióse perfectamente cuenta de que aquel intruso era escuchado con sumisión por los demás.

Traidoramente avanzó felino asestando de sesgo una feroz cuchillada. Al instante mismo en que la navaja parecía hundirse en el costado de Jeremías, éste descendió en golpe seco su matraca, que golpeó sabiamente la muñeca armada.

Cayó la navaja al suelo, y con un gemido de dolor y rabia, Mariano «el Turbión» echó la mano válida al cinto sacando la pistola.

Retrocedió para disparar. El plomo se hincó en el suelo blando ante un nuevo golpe de matraca.

Las dos muñecas contusas tendieron los dedos de Mariano «el Turbión», que se abalanzó para, en abrazo feroz, luchar cuerpo a cuerpo.

El tercer golpe le alcanzó de lleno en la sien, con atinada puntería haciéndole tambalearse, y con la misma rapidez y agilidad, repitió el porrazo Jeremías, machacando la base del cráneo de Mariano «el Turbión», el cual cayó de bruces, muerto.

La matraca conteniendo plomo acababa de revelarse un arma contundente si el que la manejaba tenía la envidiable serenidad que poseía el que ahora, dijo tranquila la voz e indiferentes los ojos:

—Ya no tenéis capitán, lobatos. ¿Quién de vosotros quiere exigirme que diga a la fuerza lo que sé?

Miráronse entre sí los bandoleros. Uno de ellos, canoso, emitió el parecer de los demás:

—Venciste al que nos mandaba, y por lo tanto, demuéstranos que puedes mandarnos.

—A eso voy. Sumáis una treintena de lobatos decididos, pero las cosas han cambiado, y una partida por buena que sea, no puede, ahora en que los franchutes van organizándose, sobrevivir largo tiempo. Yo os conduciré al lugar donde enterraron vajilla de plata y joyas, unos dragones que saquearon el pueblo de Mújica. El reparto se hará en tres partes: una para vosotros, otra para mí, y la otra de reserva, para cuando vengan tiempos escasos. ¿Conformes?

Uno tras otro los oyentes asintieron, ávida la expresión.

—Después os capitanearé en un ataque contra un convoy que saldrá mañana, conduciendo carros con los hermosos luises y napoleones, que en cantidad fuerte constituyen la asignación de pagas de la división del general Dupont. Las mismas partes en el reparto. Y entonces el que ya tenga bastante ganado, puede irse donde quiera. Los demás, los que quieran, cuando termine la guerra con la expulsión del invasor, comprarse un cortijo y ser señores donde fueron gañanes, que me sigan.

—¡Viva el capitán Jeremías «el Vasco»! —gritó el bandolero canoso.

Los otros, también contagiados por la seguridad que se desprendía de las frases incisivas del recién llegado, vencedor por la fuerza de brazo y por la fuerza de sus argumentos, corearon el vítor.

Con el peculiar gesto de la matraca, cuyo cuero negro iba embebiendo la sangre, Jeremías impuso silencio.

—¿Quién de vosotros, sabe dónde se halla la partida de Diego Montes?

—Yo, capitán —dijo un mozalbete avanzando.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque tengo un primo que es Zagalón de Horcajo, y cuando nos encontramos por las cercanías, nos saludamos y tenemos un rato de palique, como buenos cristianos que somos.

—Bien. La unión hace la fuerza. No hay mejor guerrilla que la capitaneada por el señor don Diego, en quien reconozco un talento superior al mío. Y al igual que han hecho Curro Amaya, «El Calé» y Paco Zorzico, «El Malatesta», es mi ambición ser lugarteniente del rey de la Serranía. Pero antes os llenaré las bolsas. ¡En camino, lobatos! Y os iré explicando las ventajas de usar el arma que empleo, la cual no hace ruido, es fácil de llevar y no llama la atención. Estad seguros que se harán famosos cuantos a mis órdenes compongan la «Partida de la Porra».