CAPÍTULO PRIMERO

LOS TURBULENTOS EN EL BOHÍO

En el extremo más oriental de la isla cubana, frente al canal que la separa de La Hispaniola, la punta Maisí penetra en el mar como larga lanza.

Era tierra que el dominio español desdeñó, por ser árida y azotada por todos los vientos, y ser mar revuelto por el continuo tránsito de naves corsarias.

Con frecuencia llegaban a la punta Maisí, individuos de hosco aspecto, náufragos, desertores y huidos, con los que confraternizaban los escasos negros que allí vivían miserablemente, en chozas construidas con cañas y recias hojas.

Uno de estos «bohíos», daba albergue a los que, procedentes de muy distintos lugares, iban allí a otear el paso de pinazas, queches y otras embarcaciones de poco calado, y con señales demostraban su deseo de hacerse enrolar.

En el interior del «bohío», una negra esbelta y de andar cadencioso, servía el fuerte aguardiente de caña y las tortas de maíz, bebida y alimento único de cuantos allí permanecían horas o días.

Tanto ella, como el dueño, estaban por encima de todo temor. Sus vidas no peligraban; él, antiguo pirata retirado por mutilaciones, sabía «capear» los temporales.

Había tres hombres en el interior del «bohío», cuyos escabeles y mesas estaban construidos también con cañas, sujetas entre sí por bejucos.

Uno de aquéllos, hablando con marcado acento andaluz, cantaba a todo pulmón:

«Ya no soy pelafustán,

por bailar en horca o sarao,

te lo juro, resalao,

¡he encontrado capitán!»

Los otros dos, mientras el coplero refrescaba la garganta, berreaban con entusiasmo, pero con cavernosa desafinación, el estribillo.

En el umbral, dos sujetos aparecieron. Uno de ellos, robusto y de cara poblada de cicatrices, que le daban expresión amenazadora, tenía al igual que el otro, las ropas marineras hechas jirones.

Su compañero, larguirucho, destacaba por su cara de granuja, sus flacas piernas desmesuradas, y su atlético busto triangular. Llevaba al costado, en vez del machete marinero o el sable, larga tizona.

Apoyó un puño en la cintura, retorcióse el mostacho, y con tonillo burlón, aprovechando un instante en que los tres cantantes bebían, dijo también con acento andaluz:

—¿Oíste, «Cien Chirlos»? Estos tipejos creen que cantan. Y lo peor es que el mandamás es una vergüenza para mi tierra, porque tiene una voz magnífica para un par de botas de magnífico becerro.

El aludido se puso en pie.

—Farruco me llamo, de Sanlúcar soy, y no me asusta el «coco».

—¡Ajá! —aprobaron sus dos acompañantes.

—«Piernas Largas» soy y así me llamo; Chiclana tiene el honor de haberme visto nacer, y por menos de un ochavo le parto el pecho al lucero del alba. ¿Hay quién de más?

—Tengo hambre y sed —gruñó «Cien Chirlos»—. Primero, la bodega llena, y después, la diversión. Vosotros tres aguardad un poco, que en cuanto hayamos llenado el buche, ya os daremos estopa.

Uno de los tres escupió en el suelo, levantándose. Era un jayán corpulento, que llevaba colgante del cinto, entre puñal y machete, un corto látigo de ancha correa.

—Rebenque me llamo, y en este «bohío» no pisa quien no me «peta».

—¡Cuernos! —masculló «Cien Chirlos»—. Hambre tengo, pero si te pones encrespado te voy a moler.

El tercer cantante, de rostro carrilludo e ingenuo, suspiró:

—Ya la hemos «pringao». ¡Se estaba tan bien reposando!

Se levantó, escupiéndose en las manos. Después dijo:

—Me llamo Juanón, y a la hora de la verdad, no me rajo. Vete tú a por él, Rebenque, que si no le haces escapar, acudiré yo.

Farruco desenvainó su espada. Teníase por gran esgrimista.

«Piernas Largas» sonrió contento, mostrando sucios dientes.

—Está bueno. Pero a mi compadre le viene chico un hombre; necesita dos, por lo menos. ¿Di o no en el clavo, compadre?

El gruñido de «Cien Chirlos» era aprobatorio.

Farruco avanzó un paso, echando a taconazos, hacia atrás, escabel y mesa.

Empleó la habitual ceremonia de intimidación, sin la cual una pelea perdía sabor.

—Has de saber, paisano, que embrocho pájaros como quien ensarta perlas en un bramante. Naciste en Chiclana, y vas a fenecer en esta choza.

—¡Ja, jay! Con tres como tú me desayuno, los días que estoy de buena lacha. Y hoy estoy de mal talante. ¿Qué pasa ahora? ¿Os tendremos que dar azotes para que os calentéis?

Su pregunta obedecía a que Juanón, asiendo por un brazo a Farruco lo detenía, interceptando el paso a Rebenque que se dirigía hacia «Cien Chirlos».

El mofletudo, de angélico semblante, decía:

—Ha poco aceptamos por capitán al señor Carlos. Puede amoscarse si rompemos las costillas a este par de polillas.

—Le salió verso —rió «Piernas Largas» dando codazo a su compañero, el cual, cabeza baja, como toro presto a embestir, gruñó:

—Tengo hambre. Acabemos ya.

—Amaina, tragón. ¿No ves que estos tiernos repollos se están rajando? No tienen permiso de papa, dicen. Pero lo que les pasa es que tienen «canguelo».

Abalanzóse Farruco con la espada rectamente tendida a lo largo del brazo. «Piernas Largas» paró, y fintando, largó temible estocada.

El otro andaluz retrocedió en salto elástico.

Rebenque, con las manos engarfiadas y el cuello hundido entre los hombros adelantó unos pasos.

«Cien Chirlos», con los puños en alto, hizo una mueca equivalente a una sonrisa de satisfacción. Recibió un doble puñetazo en el pecho que resonó hondamente, abatió la diestra sobre el nombro de Rebenque, porque éste ladeó la cabeza.

Juanón, llegando por detrás, largó traidor puntapié a las corvas del robusto aragonés, el cual previsor, dio un paso de costado, y la punta de la bota de Juanón chocó contra el vientre de Rebenque que, furioso, avanzaba.

Los dos negros contemplaban la pelea con agrado, sentados al fondo del «bohío».

En el exterior, a unos diez pasos del umbral, Carlos Lezama, tendido en su hamaca, se desperezó y, bostezando, saltó de ella, atraído por el rumor de golpes, restallido de aceros y los insultos con que los contendientes se animaban pródigamente.

Desde el umbral, su figura vestida de negro, con arrogante señorío, su dominante mirada sarcástica, hizo detenerse a los dos únicos contendientes, que alzaron las espadas, separándose en sendos saltos.

Farruco murmuró:

—Provocaron, señor.

«Piernas Largas» había saltado, para guardarse las espaldas, que adosó a la pared, mirando con sorna al recién llegado.

En otro rincón, «Cien Chirlos» devoraba a grandes bocados una torta. En el suelo, Rebenque, gimiendo, se acariciaba las costillas, hinchados los labios.

Arrodillado, Juanón, amoratado un ojo y arqueado el busto se frotaba los riñones.

—Veo que hay diversidad de opiniones, ¿no? —dijo Lezama—. ¿Y sobre qué opinabais?

—El tipo este que se metió conmigo, señor —explicó farruco.

—¿Y a ti, quién te da vela en este entierro? —exclamó «Piernas Largas»—. Vete viento en popa y vira en redondo, buen mozo, que tengo asunto pendiente con este paisano.

—Dijo que yo cantaba como un becerro, señor quejóse Farruco.

—Grave ofensa, pero no debiste darle valor, porque tú cantarás como cantes, pero él habla como mulo y presume de gallo en corralera ajena.

—¿Mulo yo? —Alborotóse «Piernas Largas»—. ¿Es tuya esta corralera, gallito?

—Ni tuya. Y si tantos reaños tenéis para la pelea, mejor haríais en guardarlos para motivos más gruesos, que mal marinero es el que busca galerna cuando la brisa sopla.

«Cien Chirlos» se levantó, deglutiendo el último pedazo de la octava torta de maíz. Acercóse:

—Por mí, acabó la jarana. Y tú, envaina, «Piernas Largas». Éste… este mozo ha hablado bien. Total, ¿qué pasó? Nada. Dónde caben tres caben seis. Me llamo «Cien Chirlos», de Aragón soy, y quince años de mar tengo al lomo.

—Envaina, Farruco —indicó Lezama, a quien obedeció prontamente el de Sanlúcar.

—Poco a poco intervino el de Chiclana. —A ti te hago caso, compadre, porque la hemos corrido juntos siempre. Pero, que me aspen, si admito mando de nadie; ¿te enteras, buen mozo?

—Ni yo te lo impongo, que no soy pastor de mulos.

—¡Otra vez! —exclamó «Piernas Largas»—. ¡A por ti voy!

Avanzó agitando la espada. Carlos Lezama desenvainó su machete. No fue duelo de aceros según la clásica esgrima. Fue un torbellino de machetazos, que acreditaba la férrea muñeca del que, en toda su infancia y adolescencia, ejercitó el machete en la dura urdimbre de la selva.

La espada saltó de manos del andaluz, y un golpe de plano del machete le hizo soltar el puñal que había asido.

—Paz, andaluz, que no quiero nos matemos. Puedes darme clases de espada, y de ello hablaremos, pero hoy en tu honor he peleado de mentirijillas, que no acostumbro. No, no… Nada de puños, porque aún podemos entendernos. Si intentas meterme el puño, te daré coz y después acabará la paz que ahora brindo, antes de que se me hinchen las narices.

—Amaina, «Piernas Largas» —aconsejó «Cien Chirlos», cogiendo por el brazo a su compañero, que resoplaba furioso—. Total. ¿Qué pasó? Nada. Si no te entiendes con él, tiempo tendrás de probar otra vez la suerte.

—Eso es, y bien hablado, aragonés. Me llamo Carlos, y no tengo ínfulas de capitán si no demuestro que valgo para ello. Lo sucedido está claro. Llegué, y estos tres amigos, dijeron que barco sin mando se hunde. Me nombraron cabecilla, y a las Lucayas iremos a por fortuna, que velero quiero, con pabellón libre. Tendré el velero.

«Piernas Largas», atendiendo a los empujones de su compañero fue a sentarse. Le calmó momentáneamente el jarro que le trajo la negra.

Los otros tres se sentaron en mesa cercana al lugar donde, en pie, Carlos Lezama siguió hablando ante «Cien Chirlos», cuyos ojillos semiocultos por las peludas cejas, parecían otear.

—No impongo mando a nadie; por esto mismo, reproché al que entró mandando. Ésta es choza donde se bebe y come, en espera de casco que a nuestro destino nos lleve. Mis tres bravos son: Farruco, buena espada y no mal cantor; Rebenque, castellano y Juanón, sensato taimado. Desertores de galeón sin quererlo, porque pillaron cogorza sabrosa. Yo deserté de goleta pirata, porque quiero mando propio, que villanías no acato, aunque ni ascos ni remilgos hago a pecadillos. Tengo la cabeza a precio y por ahí ya hay carteles proclamando que dan mil doblones por mi pellejo. «Pirata Negro» me apodan, por el color de luto a que me obligaron. Es mi esposa el mar, porque me arrulla. Mi madre es el mar, porque me alimenta. Y si me ha azotado, no le guardo rencor, porque el azote justo, mejora. Empecé de grumete, recorriendo el Caribe ola por ola, y la ruta de África como timonel y segundo. Hundí carabela bucanera porque eran unos cerdos que el Caribe deshonraban, y me revientan jueces, porque mi ley es la del huérfano que en su barco y en la mar tiene hogar, y en el corazón, brújula. Y si hoy hay galerna, de hombre o de viento, puños tengo. Pero si la galerna se torna brisa abro la mano, y la palma ofrezco a quien la quiere. La misma palma con la que estrangulo al que es falso, perjuro y ladrón contra quien amistad le ofrece. ¿Vale, compañero?

«Cien Chirlos» subyugado, avanzó el codo. Después retrocedió:

—Hablas cabal, señor. Pero has de saber quién soy, y por qué yo y el chiclanero, hemos…

—Viento pasado no hincha vela, «Cien Chirlos». Si chocas, lealtad mutua nos damos. Muerte a quien la rompa.

—¡Pacto y choca! —exclamó «Cien Chirlos», estrechando la diestra de Carlos Lezama, cuyos músculos se tensaron para aguantar la sacudida.

—Uno más con nosotros —sonrió Lezama—. ¿Hay rencorcillo, chiclanero?

«Piernas Largas» masticaba una torta. Se encogió de hombros.

Volviéndole la espalda, sentóse Lezama en el escabel que presidía la mesa. A su diestra, sentóse «Cien Chirlos».

—Mis tres «primeros», esperan pinaza que les lleve a las Lucayas. Hay allá perlas y corsarios, mercaderes y jueces. Allá iremos, y barco tendré. Un velero airoso, nuevo, por nadie hollado, marinero y con ganas de jarana. Tres palos, y alto puntal, con mucha eslora y poca manga para que sepa ganarle la carrera al que huya. Trece velas para que maniobre con toda mar. La roda afilada para que corte raudo. Se llamará «Aquilón» y quien lo aperciba envidiará a los que en él encontrarán consejo y amistad en mí, vara dura si faltan. Porque entendámonos: a persona no hay quien me gane, pero el que… borrico quiera cocear, a burro nadie me gana.

—¡Ajá! —aprobó Rebenque.

En su rincón, «Piernas Largas» canturreó con estilo:

—«El que tiene una jaca en Graná, ni tiene jaca ni tiene ná…»

—Ole… —sonrió Lezama—. Bien cantado. Por los bajines te replicaré con otra, chiclanero: «Agua que no has de beber, déjala correr…». Y puesto más claro: yo fío en mi estrella, y porque lo quiero, barco tendré. Pero no quiero a la fuerza, amigos. Te ofrecí paz, y a tiempo estás. Tiempo queda para que peleemos, si lo prefieres…

—Está con resentimiento —aclaró «Cien Chirlos»—. El último capitán que tuvimos le dio castigo sin razón.

—Mal capitán era. Pero yo hasta ahora no me las doy de lo que no soy. Rumbo a las Lucayas en grupo vamos, y libre es quien quiera de rechistar. Cuando pise la cubierta de mi «Aquilón» cambiará el rumbo, que entonces no consentiré coplillas ni retintines.

—Eso está mejor —dijo «Piernas Largas» levantándose y acercándose a la mesa—. «Cien Chirlos» tiene olfato y si contigo chocó… debe ser porque vales más que nosotros, y al pairo quedo, hasta verlo con mis ojazos. ¿Que veo que vales más? Me achanto y no me duelen prendas. Entonces… si lo quieres, contigo estoy.

—Conmigo estás, chiclanero, que en suelo raso andamos y en choza nos reunimos. Has dicho lo que de ti esperaba. Queda al pairo, y esperemos nave que a las Lucayas nos lleve. Mientras, pelea quiero. Sí, valientes: ¿no fue por la garganta donde empezó la trifulca? Pues, a seguirla a mi gusto. Escupe, Farruco y suelta copla, que Su Excelencia «Piernas Largas», asegura que también las sabe echar. Y no habrá vencedor, porque seis estamos, y unidos hemos de estar, para vencer donde vayamos. Guardad la sangre peleona para mejores ocasiones que las habrá y de sobras. A tenderme voy, que me da el pálpito que no ha de tardar el momento en que por mis mirillas vea la nave que a los seis primeros del «Aquilón» ha de llevar a buena fortuna.

Fuera ya Carlos Lezama, gruñó «Cien Chirlos»:

—Este mozo es de los que dará guerra. Sabe mandar.

—Puede que sí, puede que no. Vivir para ver —sentenció el chiclanero—. Por de pronto tiene razón. Pelear entre nosotros, es de bisoños. Nos sobrará tiempo de darnos gusto contra otros allá en las Lucayas. Canta, galán de Sanlúcar. A lo mejor tenía los oídos equivocados, cuando entré.

Tendido en la hamaca, Carlos Lezama contemplaba el ancho canal donde no se apercibía vela alguna.

«Cinco brutos que bien embridados pueden valer», pensó. Y una de las coplas entonadas por «Piernas Largas», dio razón a su pensamiento:

«Que yo malo no soy,

que ni a viejo ni niño hiero,

aunque por donde voy,

con hombres topar quiero»

Atardecía. La negra vino junto a la hamaca. Sus rasgos faciales eran achatados y embrutecidos, pero sus ojos eran grandes y luminosos destacando en la piel.

—El de las piernas largas me ha abrazado, patróncito.

—Ya barruntaba yo que era un valiente con ribetes de imprudente héroe. ¿Y qué se me da a mí de esto?

—Dice que esta noche hará fresco… y yo prefiero que tú… me hagas compañía.

Rió Lezama, sin escarnio. Aquella mujer era instintiva, como una fierecilla domesticada, sin noción del pudor, porque era primitiva.

—Gracias por tu homenaje, pero… ¡mira! Allí es donde quiero pasar la noche… ¡Eh, valientes, velas a la vista!

Remontando al norte, con estela que para ojo de marino, denotaba que procedía de las Antillas francesas o de Europa, una goleta de dos palos de las llamadas pataches, orzaba con tenacidad, y el serviola tendido cerca de la amarra, con el hacha en la mano, demostraba su intención de cortar los cabos que retenían el ancla, tan pronto las brazas de profundidad lo permitieran y así lo ordenara el capitán.

Más que correr, a saltos, Carlos Lezama descendió la pronunciada pendiente hacia la orilla, seguido si bien con más precaución y menor agilidad, por los cinco turbulentos marinos que habían pactado amistad y unión en el «bohío» de Punta Maisí.

—No es la pinaza —dijo Juanón, cuando se hallaban junto al agua.

—Arría chalupa. Y si viene a por agua y fruta, habiendo orzado para no aprovisionar en la Hispaniola, será porque doblará la punta hacia el oeste y por allá sólo puede ir a las Lucayas. ¿Tenéis compromiso con los de la pinaza? —preguntó Lezama.

—No, señor —replicó Rebenque—. Fue que hace meses supimos que por este canal cada poco tiempo pasa una pinaza que lleva negros a las Lucayas, voluntarios, de plantación.

—¡Son holandeses! —exclamó «Cien Chirlos».

—¿Y cómo lo sabes, mi alma? —respondió «Piernas Largas».

—So tunante —rebatió el aragonés— ¿no les ves las panchas rubias y los carrillos rojos? Y no son ingleses, porque llevan gorros a rayas azules.

—Buen golpe de vista —aprobó Lezama—. En efecto, son holandeses, y queda por saber si debemos tratar con ellos, o largar velas.

Miró arqueando las cejas a «Piernas Largas»:

—No piso aún mi «Aquilón», chiclanero. Os dejo, pues, decidir. Alce la mano, el que quiera tratar con estos holandeses averiguando, si como todo lo hace suponer, van a las Lucayas.

Rebenque, Farruco y «Piernas Largas», alzaron la mano. «Cien Chirlos» y Juanón, miraban al «Pirata Negro».

—Los holandeses venden como «enganches» a los que recogen —arguyó Lezama—. Pero éstos pueden ser honrados mercantes. Yo chamuyo francés e inglés, y si no hablan la lengua del Caribe, podría entenderme con ellos y ver qué viento traen. No son más que doce en la chalupa.

Un brusco codazo de Farruco en las costillas de Juanón hizo que este alzara la mano.

—Tate… Ganáis. Sois cuatro a favor de ir a bordo del patache holandés, si nos quieren. Ojalá, pues, las sospechas de «Cien Chirlos» y mías, no sean más que hijas del mucho desconfiar.