CAPÍTULO II
JULIUS VAN KLAINE
Al frente de los tripulantes del patache que tocaron tierra, iba un individuo por cuya vestimenta y gestos, se deducía que era el que los mandaba.
Hizo un ademán conminatorio al divisar a los seis españoles reunidos, y los demás holandeses, desenvainaron sus sables de abordaje.
Carlos Lezama adelantóse hacia los recién desembarcados.
—No tenemos intenciones agresivas —dijo lentamente en inglés, buscando las palabras—. Estamos esperando nave que nos quiera llevar a las islas Lucayas.
El segundo oficial, que era el que al frente de los restantes, se destacaba, replicó en español:
—El capitán Van Klaine de la goleta «Wermeesh» no lleva pasajeros. Pero yo no soy quién para decidir. Vamos a las Lucayas. Quedad donde estáis, y si el capitán Van Klaine os acepta a bordo, enviaré lancha en vuestra busca.
—Gracias. Pueden mis amigos ayudaros a envasar el agua y apilar las frutas.
Una hora después, el segundo oficial se presentó a dar las novedades al capitán Julius Van Klaine, manifestándole que el aprovisionamiento había ya sido realizado.
Añadió que seis hombres deseaban tomar pasaje hacia las Lucayas.
Julius Van Klaine, alto y con tendencia a la obesidad, era un marino experto, amable y de suaves ademanes. Casi era exquisita su cortesía, y no obstante, su tripulación y cuantos le trataban, le temían.
—¿Qué trazas tienen estos hombres? No me refiero a sus ropas y figuras porque desde el puente ya las vi.
—Creo, mi capitán, que deben ser piratas fugados, o marineros desertores de buque español. Son fuertes y el que me habló tiene modales de marinero de clase.
—Bien. Que arríen lancha, y vos mismo les explicaréis mi decisión. Pueden llegar a las Lucayas en naves holandesas, pero como tengo mis propias opiniones sobre el carácter díscolo y poco disciplinado de los españoles y antillanos, han de dividirse en tres grupos Decidles que aquí se me reunirán las otras dos goletas bajo mi mando, y que como dos por nave son más fáciles de vigilar que seis a la vez en una misma, pueden embarcar si saben maniobrar y aceptan dos cuartos de turno, y la disciplina de a bordo mientras dure el viaje. Si no son marinos, pueden en las mismas condiciones embarcar, pagando ochenta florines por persona, precio que convengo es caro, pero mis goletas no se hicieron para recoger viajeros extraviados. Tenéis buena memoria, Habenst. Repetidles mis palabras.
Cuando el segundo oficial explicó textualmente lo que había dicho Julius Van Klaine, Carlos Lezama sonrió, diciendo:
—Permitid consulte a mis amigos Un instante.
Se apartó hasta encararse con el grupo de los cinco españoles.
—Lo habéis oído. Si aceptamos, iremos dos en cada barco. Conste que os consulto porque ahora no tengo nave. Tomad nota de que son tres goletas que viajan en convoy, y lo más posible es que sean corsarias holandesas que han rendido viaje a Europa, y los holandeses no suelen ser amigos de los españoles. ¿Quieres decir algo, «Piernas Largas»? Habla, que por ahora, lo que yo digo no tiene carácter de ley.
—Prefiero correr un albur, señor, a pudrirme aquí esperando. Al fin y al cabo, el que quiere peces tiene que mojarse las posaderas. No me arredran los riesgos.
—Bien. Entonces con tu amigo «Cien Chirlos» embarcarás en una de las goletas. Tú, Rebenque, con tu amigo Farruco, y en cuanto a ti Juanón, me honrarás, con tu compañía. Tampoco a mí me disgusta el embarcarme a riesgo de no saber lo que sucederá.
Regresó junto al segundo oficial Habenst.
—Agradecemos la oferta, que aceptamos. No podemos pagar pasaje, y en maniobra somos entendidos y no nos asusta el trabajo por rudo que sea. Lo que deseamos es llegar a las Lucayas.
Divisábase el aparejo de una segunda goleta de dos palos, dando la proa hacia el lugar donde anclaba la primera llegada.
Habenst señaló la chalupa en que había venido:
—Dos de vosotros pueden embarcar.
—¿Puedo preguntar, señor? —inquirió Lezama.
—Todavía no estáis a bordo, caballero —replicó cortésmente el holandés.
—¿Rinden viaje al mismo puerto las tres goletas, señor?
—Sí. Las manda el capitán Van Klaine, y de no mediar contratiempo, mojaremos anclas en el puerto de Nassau, la isla principal.
Carlos Lezama miró a los restantes españoles, que se habían acercado.
—Ya habéis oído. Nos volveremos a reunir en Nassau… si no median contratiempos. Vamos, Juanón. Elijo la propia nave almirante.
Julius Van Klaine había dado orden de que al llegar los dos primeros enrolados, fueran conducidos al puente de popa.
Junto a él había un escribano, que llevaba un atril transportable, en el que, en pie, podía escribir.
Van Klaine devolvió el saludo a los dos recién llegados, tras los que, en firme postura respetuosa, manteníase Habenst.
—Habéis pisado mi cubierta, con lo que aceptáis mis condiciones —dijo el capitán Klaine en español—. Comerciamos con los puertos antillanos, y es rara la ocasión de poder obtener tripulantes de vuestra nacionalidad. España tiene sobradas naves para enrolar a sus indígenas. Hablad vos mismo, señor —y señaló a Lezama—. ¿Por qué deseáis ir a las islas Lucayas?
—Tengo entendido que son trescientos islotes madrepóricos, donde hay perlas para quien tiene la suerte de poseer buenos pulmones, y tropezar con ostras que las contenga, capitán.
—Así es. Y os aseguro que tendréis ocasión de demostrar la fortaleza de vuestros pulmones. Como es mi obligación rendir cuentas de mi travesía al gobernador de Nassau, tendréis que dar firma al documento que, redactado por mi escribano, demuestre que en esta latitud, vinisteis voluntariamente a pedir pasaje. ¿Vuestros nombres?
—Carlos, sin más. Mi compañero, Juanón, sin más. Españoles.
—¿Profesión?
—El mar.
—¿Procedencia?
—Tierra española.
—Bien. ¡Habenst! Lleve estos dos hombres al lugar que les corresponde. Son gavieros y quedan sujetos a las leyes holandesas.
El escribano llamó con el gesto a los dos recientes enrolados, indicándoles el lugar en que debían firmar o trazar una cruz.
Julius Van Klaine volviendo la espalda, enfocó su larga vista a las otras dos goletas que iban aproximándose.
Habenst precedió a Lezama y a Juanón deteniéndose en cubierta al pie del trinquete.
—Cuando la maniobra empiece, ya el contramaestre os dirá lo que debéis hacer.
Se alejó. Carlos Lezama se atusó el bigotillo con el meñique.
—Bien, Juanón. Pronto singlaremos hacia Nassau. He contado hasta treinta holandeses bien alimentados, cuatro carroñadas por borda, y tres piezas largas en amura y popa. Lo que no sé si podré contar con tanta facilidad es la intención con la que tan amablemente nos ha recogido el que manda.
Juanón replicó:
—Contigo, señor, voy donde sea. Tengo la seguridad de que si hay contratiempos, los sabrás capear. Por ahora, todos parecen de buen guante.
—Eso es lo peor, Juanón. Prefiero el perro que ladra, al can que no muestra los dientes. Buen patache… Los palos algo cortos, y las velas cuadradas no son mis preferidas. Pero a barco invitado, no le mires, la carena. El segundo oficial ha ido a comunicar con los otros. Nuestros amigos no tardarán en seguir la estela hacia las Lucayas.
Al empezar la maniobra de levar anclas, un contramaestre, colorado y rechoncho, tocó sucesivamente en el pecho a Lezama y a Juanón, señalándoles después la gavia alta.
Todas las maniobras realizábanse escrupulosamente, en completo silencio, sólo interrumpido por las voces de Van Klaine, repetidas estentóreamente en holandés por los contramaestres de equipo.
Para Lezama y Juanón no era preciso que entendieran el gutural idioma de la tierra de los tulipanes, porque el empuñar y tensar obenques y estays, era un lenguaje universal, para marino diestro y ejercitado.
En el primer día de la travesía se dieron cuenta de que formaban un grupo aparte. Ningún tripulante se les acercó, ni intentó hablarles. Parecían evitar todo contacto.
—No son cordiales, pero tampoco son molestos, Juanón. Cada vez me gusta menos el cariz del viento.
—Sopla sudeste y a favor, señor.
—Me refiero al viento de a bordo.
Al segundo y tercer día desfilaron dejando a babor y a sotavento numerosas islitas.
Al anochecer del tercer día, una isla mayor de contornos grisáceos y en las cumbres herbóreas, pareció salir al encuentro de las tres goletas, que navegaban ahora en línea y no en fila.
La «Wermeesh» iba en vértice, como correspondía a su calidad de nave capitana.
El puerto de Nassau era como una boca abierta donde las dos mandíbulas penetraban en el mar. En ambos extremos de las fauces, había una pequeña fortaleza bien artillada.
La «Wermeesh» fue recibida con salvas de honor y vino a atracar, seguida por las otras dos, junto en gran embarcadero, donde ondeaba al final de un mástil el mismo pabellón que flameaba al extremo del palo mayor de las goletas: la enseña de Julius Van Klaine.
Apenas desde tierra hubieron largado los cabios que ayudaron a las anclas para asegurar la goleta, y los equipos quedaron alineados tras sus respectivos contramaestres, resonó desde el puente de mando la voz de Julius Van Klaine, dando una orden.
El contramaestre se volvió y su dedo apuntó a Lezama y después a Juanón. Les hizo señal de que le siguieran.
Julius Van Klaine tenía a sus pies las armas que cumpliendo la orden natural habían entregado ambos españoles al aceptar el mando del contramaestre.
Habló Van Klaine con suavidad:
—Han llegado sus mercedes a la isla de Nassau. He cumplido como sus mercedes han cumplido, y no tengo queja. Ahora bien, al igual como lo están haciendo mis lugartenientes en las restantes goletas, debo informarles del trámite de desembarco. El señor gobernador tiene por norma, no conceder hospitalidad más que a los súbditos de países amigos, y no considera entre los tales a España, aunque actualmente exista un tratado de amistad entre ambas naciones. Yo soy cumplidor de las leyes, y acato la muy bien decretada, que impone un servicio de prueba a los que piden hospitalidad en Nassau.
Carlos Lezama ladeó un poco el rostro. Vio perfectamente a los seis holandeses que a sus espaldas esgrimían mosquetes cargados.
Julius Van Klaine prosiguió:
—Por concesión especial del señor gobernador, poseo la explotación perlera del Sur de la isla. Es difícil encontrar buenos buscadores. Mueren con frecuencia, por prolongada inmersión, o por ataques de los abundantes tiburones. Podréis obtener la ciudadanía holandesa, con una permanencia de seis meses en mi explotación perlera, a cuyo término seréis libres, y se os entregarán diez florines, prueba de la generosidad que me caracteriza, de acuerdo con la ley.
Carlos Lezama esbozó una sonrisa, aunque sus ojos desmentían toda diversión.
—¿Estáis de acuerdo? —terminó Van Klaine.
—En mi tierra hay un refrán que afirma que a la fuerza le llevan a uno a la horca. ¿Dónde debo firmar? —preguntó irónico.
—En el campamento perlero ya lo harás. ¿Tienes tú algo que decir, español? —inquirió Van Klaine amablemente.
Juanón resopló, hinchados los carrillos. Después, dijo:
—Que eres un cerdo, porque has abusado de la confianza con la que mi capitán aceptó trabajar en tus gavias, ¡condenado cerdo!
—Diez latigazos por ofensa a capitán —decretó ceremoniosamente Van Klaine.
Tres de los holandeses armados se abalanzaron sobre Juanón; apresándolo por los codos y hombros. Arrastrándolo, se lo llevaron, hasta conseguir atarlo con las manos sobre la cabeza.
Un contramaestre le desgarró la camisa, mientras hacía restallar la doble correa de un látigo corto.
Julius Van Klaine miró a Lezama:
—Cumplo la ley, español. ¿Tienes algo que objetar?
—Tal vez te convendría más dejarme pescar perlas por mi cuenta, Van Klaine, o permitir zambullirme al agua, y buscarnos por nuestra cuenta también mejor puerto.
—¿Por qué?
—Porque no somos negros esclavos Van Klaine. Si azotas a este hombre y persistes en que pesquemos perlas para ti, lamentarás tardíamente el habernos hecho trabajar en tus gavias, porque la ley de todo capitán es no premiar con traición la buena labor de quienes le pidieron pasaje a bordo.
—Creo que me estás tuteando. Luego té atenderé. ¡Habenst! Podéis ordenar que sean contados los diez latigazos.
Restalló el primer zurriagazo sobre las espaldas desnudas de Juanón al dar la orden Habenst.
Al término de los diez latigazos, Juanón surcadas las espaldas con estrías de sangre, trató de sostenerse en pie, al ser desatado, pero no lo pudo lograr, cayendo de bruces.
Habenst dio otra orden, obedeciendo a la señal de Van Klaine, y una corta cadena con dos argollas enlazó las muñecas del desvanecido Juanón.
Carlos Lezama divisaba las otras dos cubiertas. Vio a «Cien Chirlos» que junto a «Piernas Largas» estaba soportando la alternativa tanda de azotes.
En la tercera goleta, Farruco y Rebenque, habían optado por evitar los latigazos, y aparecían cabizbajos, aprisionadas las muñecas con las pesadas argollas de cerrojo y cadena.
Julius Van Klaine miró de nuevo a Carlos Lezama, en cuya espalda se apoyaba la boca de un mosquete.
—Creo, que osaste amenazarme, español.
—Te dije tan sólo que a mí, es preferible matarme a humillarme, añadiendo burla a escarnio.
—¿Dónde está la burla?
—Invocas leyes para favorecerte, cuando la ley del mar, dice claramente que el capitán que enrola a maniobreros, después de llegar a puerto, no tiene derecho sobre ellos, si hasta dicho puerto los enroló, y esto fue lo que pactamos.
—Mis naves no sirven de mercantes a españoles vagabundos.
—Haberlo dicho cuando te lo pedimos.
—Por tutearme y faltarme al respeto, tundirán tus espaldas con cinco latigazos.
—Son pocos, Van Klaine. ¿No oíste que Juanón me calificaba de capitán? Por tanto tengo que aventajarle en imprudencia y aguante. Te llamó cerdo, pero ofendió a estos sabrosos animales. Eres un jabalí con capa de cordero. Y deshonrarás el mar, porque ni eres capitán, ni corsario, ni siquiera pirata. Eres un mal leguleyo metido a marino. Y no sabes dar la cara, amparándote en monsergas de señores gobernadores, leyes, y decretos. No te lo reprocharía, si obrando lealmente, tus hombres al vernos tan cándidos nos hubieran apresado, al pedirles pasaje… Pero hacernos firmar el rol, vernos cumplir como noblemente puede exigírsele a un marino, dejar que se desuellen nuestras manos en la maniobra, y luego hablarnos de seis meses de bucear, y aludir a generosidad, con paga de diez florines, para tenernos como negros entre tiburones y bajo ocho y diez brazas de agua, eso es escarnio indecente, que te proclama puerco espín. Sé que no me harás dar muerte, Van Klaine, porque te sirve más un buceador vivo, que un hombre muerto. Como diez latigazos me parecen pocos, y no quiero ser menos que mis hombres, ¡ahí va la primera muestra de mi aprecio!
El salivazo, pese al movimiento de retroceso del holandés, le manchó en el coleto. Enrojeció, y guturalmente en holandés, ordenó:
—¡Veinte latigazos! ¡Presto, Habenst!
Los seis holandeses tras el que apoyaba la boca del mosquetón en la espalda de Lezama, avanzaron. Se apartó el del mosquetón.
Julius Van Klaine retrocedió dos pasos más, desenvainando, y presentando la punta de su espada al que hacia él daba un salto.
—«¡Golt Damn!» —rugió Van Klaine, y sus hombres cayeron a la vez sobre Lezama.
Cuando lograron rodear sus muñecas con las argollas, tres de ellos, yacían boca arriba, sangrando por boca y narices.
Y los otros tres fueron ayudados por Habenst y un contramaestre. Al restallar el latigazo número veinte, Lezama sacudía la cabeza para disipar el torpor que invadía su cerebro.
Juanón murmuraba entre dientes mil imprecaciones.
Julius Van Klaine descendió y arrebatando el látigo de manos del contramaestre, aplicó tres sucesivos y bestiales correazos en las sangrientas espaldas.
Después, serenóse, recuperado ya del arrebato, que le había hecho perder su habitual flema, al oír que terminado el castigo de los veinte primeros latigazos Carlos Lezama había exclamado:
—¡Veremos si algún día tú aguantas otros veinte sin pedir misericordia!
Hizo una brusca señal, arrojando el látigo al suelo. Y en la misma lancha, procedente de la tercera goleta, quedaron aherrojados y reunidos los seis españoles.
Lezama con dificultad, arqueado hacia delante, murmuró:
—Bien… Hemos llegado a las Lucayas… que era lo que queríamos. Y… nos enseñarán a sacar perlas… Son muy amables esos holandeses mandados por Van Klaine. Algún día les devolveremos las amabilidades.
La lancha tendió vela, para contornear el acantilado y dirigirse hacia el Sur de la isla.
La brisa salobre fue acariciando las espaldas donde los costurones sangraban.
«Cien Chirlos» codo a codo con «Piernas Largas» y en el banco delantero, volvió la cabeza:
—Tenías razón en desconfiar, señor. «Piernas Largas», está furioso… pero tú le perdonarás.
—Todos estamos a una, valientes. Y a lo hecho, pecho. Y es mejor que nos duelan las espaldas unos días. La memoria es olvidadiza, a menos de que queden señales. Os felicito. Rebenque y Farruco. Tuvisteis la sensatez de no discutir.
Un hercúleo negro que se mantenía en pie junto al único palo de la lancha, tocó con el mango de su látigo el hombro de Lezama, después se llevó el mango a los labios.
—Silencio, amigos —sonrió Lezama—. La ley de Nassau decreta que los perleros deben guardar el soplo para bucear al mayor provecho de Julius Van Klaine.
La lancha siguió navegando durante dos horas, al término de las cuales amainó la vela, lanzando cabo los dos negros que en pie aguardaban al extremo de un largo embarcadero de postes soportando maderos transversales.
Aquel embarcadero era el primero de otros seis, que a trechos de media milla festoneaban el litoral, cuyo espacio cercano a la orilla, estaba circundado por grandes empalizadas coronadas por espino vegetal, y truncadas de vez en cuando, por una plataforma donde un holandés, se mantenía vigilante.
En el espacio comprendido entre los seis embarcaderos y la empalizada, había varios caserones con pequeñas ventanas enrejadas y portalones cerrados por fuera con grandes barras de hierro rematadas con candados.
Los seis holandeses con mosquetón preparado a hacer fuego, que habían vigilado la lancha, mientras el hercúleo negro atendía a la vela y al timón, fueron colocando en los tobillos de los españoles, lo que los dos negros habían traído.
Una bola redonda de hierro de un peso de veinte kilos, sujeta con larga cadena a la argolla que rodeaba el tobillo derecho.
—Para andar coged la bola entre las manos, compadres —dijo Carlos Lezama—. Aprenderemos mucho en la tierra de Van Klaine. Fijaos si son listos. El peso redondo lo podemos coger y sostener frente a nuestro estómago, pero no podemos tirarlo a la cabeza de nuestros ángeles custodios.
Acercóse un holandés, llevando en traílla a cuacos perros dogos. También ondeaba un látigo… Le seguían tres negros.
Poco después, en un caserón, los seis españoles sentáronse en montones de paja. La puerta se cerró, y por la estrecha ventanucha enrejada pasó una débil claridad.
Los cinco, miraron a Lezama, esperando que hablase. El «Pirata Negro» bostezó:
—Nos tenemos ganado el sueño. Dormir sobre la panza fortalece los músculos de la espalda. Mañana, será otro día. Abur… y por favor, silencio. En la tierra de Van Klaine se habla poco y se trabaja mucho. Y nos darán diez florines, dentro de seis meses… porque saben que los tiburones, los perros, los negros y los capataces, ya procurarán que los perleros no lleguen al término de ese tiempo… ¿Qué pasa, «Cien Chirlos»?
—Tú, señor… nos sacarás de ésta.
—¿Tú qué opinas, chiclanero?
«Piernas Largas», contrito, agachó la cabeza.
—Que eres el capitán, señor. Y… ¡al primero de estos que vuelva a pedir voto allá donde tú mandas, le parto… le rompo… le…!
—Bien, chitón, porque ya estamos todos de acuerdo. Ahora, hagamos honor a la paja de la tierra de Van Klaine. Os aseguro, que… ¡algún día Van Klaine se comerá esta paja por raciones triples! Yo también soy generoso, ¡qué caramba! Me contentaré con ahorcarle y hundirle sus tres pataches.
Los otros cinco asintieron convencidos. Lo creían a pie juntillas, pese a que por el momento estaban encadenados, y una empalizada de espinos, erizada de holandeses, perros y negros esclavos, era el horizonte que les rodeaba.