—La suerte es mía, Damián.

—Comprendo. Entonces, corrijo: que afortunados son… ambos.

No sé por qué su última entrecortada afirmación consiguió estremecerme.

—Esperaré por ti todo el tiempo que sea necesario y no quiero recibir una recriminación

tuya, menos un “pero” como respuesta.

—Damián…

—Si-len-cio —subrayó—. ¿De acuerdo? Indudablemente, así te ves más bonita. Ahora ve

adentro, ¿quieres?

¿Qué había dicho? Porque increíblemente eso me había sonado más a una clara exigencia que

a un mero consejo.

—Tú no me das órdenes.

—¿Te ato una mordaza? Sólo necesito dos…

Pero no lo dejé terminar mientras me volteaba ya cabreada a mil por su soberano

comportamiento. ¿Quién mierda se creía que era?

“Creo que eso obedece a una sola y evidente respuesta, chica lista: el bendito

guardaespaldas que el señor paranoia te instauró”.

—¡Que te la pases bien, endemoniada! —gritó a la distancia mientras se carcajeaba a viva

voz, pero poco le duró la sonrisa y la notoria alegría en el rostro al cerciorarse como me perdía de

su vista al entrar de lleno al inmueble siendo recibida por Julián. Instantáneamente, un fino rictus

dibujaron sus labios a la par que un prominente suspiro se le arrancaba del alma. Terminó

llevándose ambas manos hacia el semblante con las cuales lo refregó un par de veces antes de volver

a expresar—: por hoy ya está bien, Damián. Por hoy… has abierto la boca demasiado.

La cena junto a Julián y Michelle —como me había pedido expresamente que la llamara—, se

suscitó de lo más natural entre risas y bromas que él no dejaba de hacer a cada momento

consiguiendo que ambas riéramos sin poder detenernos. Por la forma en que se comportaban me

bastó comprobar que aquella pareja era sumamente especial porque se notaba a ciencia cierta que

ambos estaban hechos el uno para el otro.

¡Vaya! Fue tan sólo lo que pude exclamar en silencio advertiendo sus muestras de cariño, de

afabilidad, de compañerismo, porque más que marido y mujer Michelle y Julián demostraban ser ante

todo unos incomparables cómplices de vida.

Indudablemente, evoqué a Vincent en ese instante porque me hacía muchísima falta y más por

todo lo que había sucedido hoy. Michelle así lo notó tras oír un suspiro que dejé escapar sin querer

ni poder detenerlo al tiempo que nos quedábamos a solas al interior de su sala de estar.

—¿Todo bien? —su mirada se fijó en la mía por un par de segundos mientras admiraba como

asentía, dándole a entender con ese pequeño gesto un rotundo “Sí” que ni yo me creí—. ¿Segura?

—insistió. Creo que ella tampoco se lo tragó—. ¿Qué ocurre, Anna?

—No es nada.

—¿Sabías que es más preocupante cuando alguien expresa un “no es nada” que cuando lo

intenta explicar?

Su interrogante consiguió que sonriera a medias mientras me pedía que tomara asiento en el

sofá, lo que de forma inmediata hice.

—Sé que no me conoces y sé también que por obvias razones no confías en mí.

—¿Obvias razones? —sin entender a qué se refería se lo pregunté directamente. Entretanto,

al escucharme terminó esbozando en sus labios una cordial sonrisa antes de responder:

—Después de todo somos unas completas desconocidas la una para la otra —palmeó

cariñosamente una de mis manos—, pero podríamos conocernos un poco más, ¿te parece? Mal que

mal, vamos a reunirnos muy a menudo y tendremos que aprender a tolerarnos mientras dure… nuestro

trabajo.

Otro suspiro emití a la par que ella expresaba:

—De acuerdo, comenzaré yo. Así será más fácil para ti después. Además, así aprovecho el

tiempo y evito que mi querido esposo se inmiscuya como lo hizo durante toda la cena.

Comenzó a explicarme a grandes rasgos el motivo principal que la llevó a aceptar una plaza

de trabajo en la universidad estatal de Santiago desde el extranjero donde residió los últimos diez

años junto a Julián. “Deseaba volver a casa por un tema pendiente” acotó, bajando la vista a la vez

que entrelazaba sus níveas manos, “con alguien muy especial”.

Increíblemente el tema de su hija vino a mi mente colmando cada espacio vacío de ella y más,

debido a que dentro de aquella casa no había visto una sola fotografía que la retratara y eso

realmente acrecentó mi preocupación. Quizá estaría…

—No se sienta presionada, por favor. Si no desea continuar…

—No te preocupes. Todo está bien, ya son más de… veintitrés años de ausencia.

¡Wow! La misma edad que tenía yo. ¡Qué ingrata coincidencia de la vida! Tal vez por eso

decidió…

“No te pongas a pensar más de la cuenta, ¿quieres?”.

Y eso me sonó bastante lógico cuando lo asimilé desde la voz de mi querida y amable

conciencia.

—Lo lamento. Debe extrañarla demasiado.

Intempestivamente alzó su mirada azul hasta posicionarla sobre la mía.

—Con mi vida, Anna. No hay hora o momento del día que no esté aquí —una de sus manos

se posicionó en su corazón—, conmigo.

—Seguro que lo está en la medida que la recuerde, Michelle, porque todo en la vida sucede

por alguna razón, motivo o circunstancia. No conozco las suyas y no profundizaré en ellas porque no

quiero verla sufrir más de lo que ya lo hace.

Sin parpadear no apartó sus ojos de los míos.

—Además, no pretendo ser una entrometida después de todo lo que ha hecho por mí. Con

invitarme a su hogar ya me siento más que honrada — sonreí una vez más.

—Gracias por aceptar nuestra invitación. No imaginas lo feliz que nos has hecho con tu

visita. Esta casa…

Sin reprimir el impulso que me invadió ahora fui yo quien palmeó delicadamente una de sus

manos, sorprendiéndola y a la vez asombrándome de mi deliberado e inusitado acto.

—No tiene nada que agradecer, se lo aseguro.

—Sí, si tengo —acotó a la par que colocaba su otra mano sobre la mía y ambas nos

perdíamos una en la vista de la otra sin nada más que hacer o decir. Porque en ese extraño, pero

especial momento de mi vida percibí que el tiempo se detuvo a mi alrededor tal y como si ambas

hubiésemos hecho algo más que una conexión que jamás tuve o experimenté con otra persona, ni

siquiera… con Victoria—. Gracias por estar aquí, Anna —replicó una vez más.

Sólo asentí sin apartar mis manos de las suyas cuando la voz de Julián se dejó oír,

exclamando a viva voz:

—¡El postre está listo!

Al cabo de un momento llegó mi turno, pero esta vez me pareció más una tanda de preguntas

que una forma casual de darme a conocer. ¿Por qué lo digo de esta manera? Por la sencilla razón

que Julián fue el encargado de realizar las interrogantes tal y como si estuviera en uno de esos

benditos casos del bufet de abogados del cual formaba parte.

—Así que tienes novio. ¿Qué te parece? —desvió su mirada inquisidora hacia Michelle

quien parecía pedirle un poco de clemencia con la suya.

—No la abrumes, por favor, o de seguro saldrá corriendo y todo gracias a ti.

—Esto se pone interesante. ¿Puedo preguntar si estás enamorada?

—¡Querido, por favor! —lo regañó, logrando que no retuviera algo más que un par de

carcajadas que emití a viva voz.

—¿Qué fue lo que dije? A Anna ni siquiera le molestó la pregunta y tú vienes y me

amonestas como si fuera un niño chiquito.

—No hay problema. No tengo nada que esconder.

—¿Ves, mi amor? No tiene nada que esconder. Ahora dime, Anna, ¿estás enamorada? —

consiguió con ello que su esposa cerrara los ojos y moviera su cabeza de lado a lado.

—Sí, lo estoy. Vincent es el hombre de mi vida aunque suene esto un poco cliché.

—Vincent…

—Black —acoté ingenuamente al tiempo que Julián le otorgaba un caracterísitico guiño a su

hermosa esposa.

—Pues, me parece muy bien que lo estés. Enamorarse siempre será maravilloso. Yo aún lo

estoy, pero no le cuentes a ella mi secreto.

—Cuando quieres ser gracioso, amor mío, eres bastante original.

—Admítelo, preciosura, eso fue lo que hizo que cayeras rendida a mis pies.

Y las horas transcurrieron tan de prisa que perdí por completo la noción del tiempo hasta que

logré visualizarla en mi reloj de pulsera. ¡Por Dios! ¡Ya eran más de la una de la madrugada y yo

aún seguía aquí!

—¡Vaya! —suspiré tras levantarme rápidamente desde donde me encontraba sentada—.

Lamento la hora. No sé como no me di cuenta antes y…

—Tranquila —expresó Julián ejecutando el mismo movimiento—. Ha sido una noche

encantadora y más gracias a tu presencia. ¿No es cierto, mi amor?

—Así es. Con tu risa y tu fascinante carácter le has dado vida a esta casa.

Eso realmente no me lo esperaba. Este día en particular me estaba sorprendiendo más de la

cuenta sin que pudiera comprender los porqué. Por ende, tan sólo pude pensar en una sola

interrogante: ¿Qué más me tenía deparado?

—Agradezco su invitación y su tiempo para conmigo. Todo estuvo maravilloso y delicioso,

pero siento que ya debo partir. Es muy tarde y…

—Iré por el coche —me interrumpió Julián.

—¡No, por favor! No se moleste —irremediablemente el rostro de Damián vino a mí como

un fugaz recuerdo difícil de borrar.

—No es molestia, Anna. Tal y como expresas ya es muy tarde para que una mujer como tú

ande sola en la calle —coincidió Michelle—. Es peligroso.

—La verdad… esperan por mí —les di a entender para calmar sus fervientes ansias de

llevarme a casa—. Se los agradezco, pero no es necesario.

—¿Estás segura?

—Sí, muy segura —añadí un suspiro a la par que tomaba mi abrigo desde uno de los sofás

—. Ha sido una noche increíble. Muchas gracias por invitarme.

Caminé hacia la puerta con ambos siguiendo mi andar y así salimos hacia el jardín, pero

siendo escoltadas por Julián al mismo tiempo que Damián bajaba del Jeep que aún se encontraba

aparcado frente al inmueble. ¡Rayos!

—Se los dije.

Michelle alzó su vista hacia él de la misma manera que Julian lo hizo con la suya,

preguntando anhelantemente:

—Él… ¿es tu novio, Anna?

«Gracias a Dios no, Julián, pero es mi jodido y entrometido guardaespaldas».

De regreso a casa condujo en completo silencio al igual que lo hice yo hasta que una llamada

perturbó nuestro sepulcral mutismo. Me volteé hacia la ventanilla adivinando de quien se trataba por

el simple hecho que reconocí la dichosa melodía que emitió su aparato esta tarde cuando la bomba

estalló.

Damián contestó tan solo con monosílabos por obvias razones, mientras por mi parte le

rogaba al cielo que el tiempo transcurriera lo bastante de prisa para que llegáramos prontamente al

edificio y sin demora. Pero mi bendita suerte esta noche no parecía estar de mi lado ya que gracias a

un par de luces rojas que retrasaron más de lo debido nuestro andar al fin sacó la voz y de una forma

que consiguió arrebatarme algo más que una sonrisa.

—¿Mi pastel?

—¿Perdón?

—Estoy hambriento y todo por tu culpa.

—Lo siento, famélico. No había pastel, sólo tiramisú y helado.

—¿Y dónde está mi ración?

—Al interior de mi panza.

Continuó conduciendo, pero sin voltear la vista, siempre concentrado en la pista por la cual a

esa hora circulaban tan solo un par de vehículos. Se aprestaba a hablar nuevamente cuando el sonido

de mi teléfono lo interrumpió. De inmediato, noté como endureció sus rasgos faciales y encendía la

radio. ¿Obvia razón? No deseaba ser partícipe de la charla.

—Hola, mi amor. Sí, estoy bien, ya regreso a casa. No te preocupes. Prefiero que no. Estoy

cansada y hoy… —suspiré—… ha sido un día bastante largo. Todo está bien, Vincent, te lo

aseguro. No olvides lo que le prometí a Leo, por favor. De acuerdo. Gracias. Dale un beso de mi

parte. También te extraño, mi amor. Sabes que sí. Que descanses. Y yo te amo a ti. Hasta mañana.

La llamada finalizó cuando uno de mis profundos suspiros invadió el ambiente que nos

rodeaba. En un acto reflejo Damián apagó la radio confirmándome lo que había pensado con

respecto a él con anterioridad: no deseaba hacerse partícipe de mi charla con Vincent.

—¿Todo bien? —fue lo único que se animó a expresar.

—Todo bien —respondí, pero esta vez asegurándome de perder mi mirada a través del

cristal de la ventanilla para observar la iluminada ciudad.

Subimos las escaleras hacia nuestro piso hasta que detuvimos nuestro andar justo frente a la

puerta de mi departamento.

—Será mejor que vaya a descansar. Lo mismo va para ti.

—No puedo. Estoy de guardia.

Enarqué una ceja en clara señal de no entender nada de lo que decía.

—En español, por favor —lo animé a que hablara.

—Simple. Estás aquí, sola, y él esta noche no está contigo. ¿Quieres que sea más explícito?

Totalmente sonrojada por su apreciación de los hechos tragué saliva tras levantar una de mis

manos diciéndole con ello que no era necesario.

—De acuerdo.

—¿Estarás bien?

—Y dormida —acoté—. No te preocupes, trancaré bien la puerta.

—Estoy hablando en serio, Anna.

—Y yo también. Buenas noches —saqué mis llaves desde el interior de uno de los bolsillos

de mi abrigo en el mismo instante en que mi teléfono volvía a sonar. Era Sammy—. ¡No te oigo!

¿Qué? ¿En un club?

Damián cruzó sus brazos a la altura de su pecho moviendo su cabeza de lado a lado en

evidente negativa.

—Ni lo sueñes —atacó—. Nada de clubes o algo que se le parezca.

Le sonreí con descaro. ¿Qué se suponía que hacía? ¿Controlarme?

—Disfruta, Sammy. Te veré mañana. Adiós.

—Muy obediente. Me gusta.

—No lo hice por ti. Que te quede muy claro.

—¿Entonces?

—Buenas noches, Damián —me volteé apresuradamente y cuando me dispuse a encajar la

llave en la cerradura para abrir la puerta su endurecida voz emitió un sonoro gruñido seguido de un

par de palabras que me contuvieron sin que lograra mover un solo músculo de mi cuerpo.

—Una bala —comenzó—, fue todo lo que necesité para morir en vida.

Tragué saliva nerviosamente, oyéndolo con suma atención.

—Se alojó en mi columna vertebral acabando con mi carrera militar y todo mi futuro. Los

médicos pensaron que quedaría paralítico debido a que el impacto comprometió varias vertebras.

De hecho, ese fue el primer mortificante y desastroso diagnóstico que me entregaron.

Temblé aferrada a la llave que aún no giraba en la cerradura.

—Fue en el Golfo Pérsico debido a un maldito enfrentamiento.

Con aquel último enunciado consiguió que hiciera lo que antes no prentendí hacer, girarme

hacia él con lágrimas en mis ojos.

—Se los dejé muy en claro desde el primer instante: jamás me verían dependiendo de una

jodida silla de ruedas, menos detrás de un escritorio archivando papeleo de mi unidad.

Suspiré con un punzante dolor acrecentándose en mi pecho.

—Damián Erickson, ex capitan de fuerzas especiales en misiones de paz de alta escala…

¿imposibilitado de caminar de por vida? —movió su cabeza de lado a lado mientras me contemplaba

desafiante, pero sonriendo—. Jamás, Anna. Primero muerto.

Tan solo ese par de palabras que pronunció me bastó para tomar una decisión que en ese

minuto lo cambió todo para mí. Porque tras ellas ya no lo pude ver como el hombre que era sino,

más bien, como quien realmente un día había sido.

Me dejé caer en sus brazos abrazándolo con fuerza y él lo hizo conmigo de la misma manera

percibiendo como mis nítidos murmullos se colaban a través de sus oídos en un claro “lo lamento

muchísimo” que no cesé de pronunciar.

—No fue tu culpa, bonita. De hecho, nada de esto jamás lo ha sido.

Me aferré a él con más fuerza empatizando en gran medida con su dolor. ¿Por qué?

Sencillamente, por la valentía en la que había incurrido al relatarme una dura y dolorosa parte de su

pasado.

—No quise hablarte hoy de esa manera…

—Tranquila. Me lo merecía.

—Damián yo…

—Todo está bien, bonita, te lo aseguro. Todo está bien.

Me separó de su cuerpo para admirarme y constatar lo que ya en su mente cavilaba, porque

los sollozos que había oído desataron algo en él que no consiguió disimular.

—No te comenté una parte de mi vida para que lloraras —me advirtió clavándome su

ferviente mirada—, menos para que sintieras lástima de este pobre infeliz.

Sonreí al oírlo.

—No eres un pobre infeliz, Damián.

—Sólo un poco —mordió su labio inferior y con una de sus grandes manos limpió mi

humedecido semblante—. Sólo lo hice para que confiaras en mí. Quizás, no de inmediato, pero tal

vez algún un día tú puedas llegar a planteártelo.

Suspiré sin apartar mi vista de la suya.

—Gracias.

—No, gracias a ti, Anna Marks. Y ahora… ve a casa que yo me ocupo de lo demás, pero

antes asegúrate de trancar bien la puerta, ¿quieres?

Ahora sonreímos los dos.

—Y descansa.

—Tú…

—También lo haré. No te preocupes —me otorgó un guiño antes de apartarse aún más de mi

cuerpo—. Vamos, es demasiado tarde para ti. Ya he comprobado como despiertas por las mañanas

debido a tu falta de sueño.

Tapé mi rostro con una de mis manos en notoria señal de vergüenza oyendo como reía de mí.

—Gracias por recordármelo.

—Pero antes… —inesperadamente volvió a abrazarme a la par que me regalaba un par de

besos en mi coronilla.

—¿Qué crees que haces?

—Sólo me aseguro de otorgarte cariño. Recuerdo que tu pijama eso decía cuando lo

observé.

Reí como una condenada al evocarlo.

—Y ahora vete antes que… —suspiró y nuevamente me alejó de él—… se haga demasiado

tarde.

Como una autómata le hice caso tras caminar hacia mi puerta. Giré la llave y abrí, pero antes

de ingresar me volteé para admirarlo por última vez, diciéndole:

—Lo lamento.

—Gajes del oficio, bonita. Nada más que eso. Y ahora, buenas noches por… ¿tercera vez?

—Buenas noches, Capitán Erickson. Que descanse.

Un saludo militar me brindó al tiempo que intentaba dedicarme una de sus más cordiales

sonrisas, pero que no logró esbozar del todo y neutralizó al percibir como mi puerta se cerraba por

completo. Luego de ello, suspiró hondamente mientras un par de maldiciones e improperios

pronunciaba hacia su persona en el más estricto de los silencios.

—¡¡Qué intentas hacer, cabrón de mierda!! ¡¡Qué tienes en la cabeza miserable!!

Su respuesta no se dejó esperar porque él bien la conocía. Pero prefirió callarla cuando sus

manos desordenaban su castaño cabello ocultando su desbordante ofuscación y su inquieta mirada se

quedaba otra vez literalmente pegada a mi puerta pretendiendo ante todo verme a través de ella.

—Cierra la boca, Damián… por lo que más quieras y por tu bien sigue manteniendo tu jodida

boca muy cerrada. No hace falta que te lo recuerde, ¿verdad? Porque conoces a cabalidad cual es tu

lugar. Sí, Capitán Erickson, usted sabe de sobra que no forma ni formará jamás… parte de esta

historia.

Capítulo XVII

Aún seguía profundamente dormida cuando el tibio roce de una suave caricia en mi rostro me

despertó. Abrí los ojos lentamente y lo primero que vi fue una difusa imagen que no logré reconocer

en un primer momento hasta que el sutil, pero a la vez embriagador aroma que se coló por mis fosas

nasales me lo dijo todo.

Sonreí y volví a cerrar los ojos dejando que esa maravillosa esencia que yo bien conocía

hiciera estragos en mí de grandiosa manera al tiempo que unos hábiles labios empezaban a tentar los

míos.

—Buenos días, escurridiza —exclamó haciéndome temblar con la gravedad de su voz.

¡Dios mío! Creí desfallecer y por un momento estar soñando hasta que comencé a percibir su

peso sobre un costado de la cama.

—¿Por qué no abres los ojos, mi amor? Quiero verte…

Esta vez reí como una boba, pero negándome a hacerlo porque si lo hacía sabía de sobra que

este maravilloso sueño se diluiría tras mi despertar.

—¿No? —formuló Black también sonriendo—. ¿Por qué no? ¿Tan feo soy que te niegas a

contemplarme?

¿Feo? ¡Por favor!

—Si lo hago…

—Sabrás que soy completamente real como el amor que nos une, pequeña.

¡Vaya! Cuando se ponía en ese plano de poeta Vincent era capaz de derretirme en cosa de

segundos.

—Vamos, mi amor, a la cuenta de…

—¡Tres! —me apoderé de su boca sin perder un solo segundo de mi tiempo a la vez que mis

brazos rodeaban sus hombros para estrecharlo contra mí. Y así lo besé con ansias, con deseo, con

profunda excitación porque realmente lo extrañaba y me hacía muchísima falta su presencia y él…

demás está decir que correspondió a mi beso, pero doblemente y de la misma manera.

—Te extrañé mucho, Anna.

—¿Qué tanto me extrañó, “señor omito por mi bien la información”?

Suspiró intensamente sin apartar sus labios de los míos a la par que los lamía y mordía de una

forma bastante sugerente y sensual.

—¿Aún estás molesta?

—¿Se nota? —deslicé mis manos por su castaño cabello jalándolo además, con un dejo de

sutileza.

—Sí, se nota… —respondió, pero esta vez asaltándolos aún con más fuerza en un beso que

nos encendió como si ambos entráramos automáticamente en combustión. Su prodigiosa lengua

embistió la mía recorriendo cada recoveco de mi boca para apoderarse de ella haciéndome gemir

ante su prominente contacto y entrega cuando sus hábiles y ágiles manos comenzaban a hacer de las

suyas apartando las sábanas en las cuales me encontraba envuelta—. Te extraño, te deseo...

¡Maldición, Anna, te ansío tanto!

Mordí mi labio inferior percibiendo como la tela de mi camisón subía y subía gracias a su

intrépida extremidad que tan solo deseaba llegar a un punto en el cual se detendría voluntariamente.

—¿Qué estás… haciendo aquí? —cerré por completo mis ojos al sentir la suave caricia que

me brindaron sus dedos por sobre mis bragas de encaje.

—Adivina buena adivinadora…

Reí. ¿Bastaba que me diera una explícita respuesta cuando ya la tenía más que clara, pero

entre mis piernas? Porque era evidente que la bestia había venido por mí.

—¿Cómo entraste? —proseguí inmersa en mi delirio personal.

—Aún no lo he hecho, mi amor, pero me preparo para ello.

Abrí mis ojos de par en par ante su evidente respuesta que nada tenía que ver con lo que

segundos antes le había preguntado.

—Yo no te he dado mis… —pretendí especificar alzando mi cabeza para encontrarme con su

traviesa mirada y su maquiavélica sonrisa.

—“Sólo úsese en caso de emergencia” —acotó, interrumpiéndome y matándome en vida al

delinear el contorno de su labio inferior con su lengua de una forma tan sexy y arrebatadora al mismo

tiempo que uno de sus dedos se lograba colar por debajo de mis bragas consiguiendo que con su roce

yo inspirara frenéticamente.

—Ame… —tan sólo fui capaz de decir al percibir como empezaba a aniquilarme con su

maravillosa tortura.

—La misma que tú y yo conocemos, mi amor.

Un jadeo escapó de mis labios al constatar como se relamía los suyos como si con ese gesto

me diera a entender lo que ansiaba tener en su boca.

—Voy a arrancártela.

—Lo sé.

—Sabes que entorpecen mi trabajo —su boca se acercó a la mía, pero esta vez jugueteando

con ella.

—Lo sé…

—Buena chica… ¿Te he dicho que lo mismo haré luego con tu camisón?

—¡Oh por Dios! ¿Qué quieres conseguir?

—Por ahora… —un segundo le bastó para desgarrar la fina tela. ¡Adiós, bragas de encaje!

Y otro segundo añadió a su cuenta personal al despojarme rápidamente de mi camisón dejándome

totalmente desnuda y expuesta frente a él, porque Vincent jamás hablaba por hablar y eso yo lo sabía

de sobra.

No sé como conseguí tragar saliva frente a los arrebatadores besos que me daba cuando me

sentó a horcajadas sobre él y más específicamente, sobre su fino traje azul que lucía y resaltaba

indudablemente el color de sus ojos claros, logrando que recordara a cabalidad y por sobretodo al

pedante, arrogante y soberbio hombre que un día conocí y del cual como una loca sin remedio me

había enamorado.

Me aferré a su cuerpo mientras sus manos se deslizaban por mi espalda de arriba hacia abajo

intensificando cada una de sus caricias para luego posicionarlas sobre mi trasero al cual,

indudablemente, le encantaba apretar.

—¿Por qué te lo pusiste? —inquirí en relación a su carísimo traje.

—Para tener un poco de suerte —logró expresar sin apartar su ávida boca de la mía.

—Tú no necesitas suerte, Black.

—Si se trata de ti, sí.

Sonreí separándome un instante de sus labios para contemplarlo cuando mis manos se

apoderaban de su rostro para que fueran mis ojos todo lo que él consiguiera ver.

—Aún no te libras de cada una de mis reprimendas.

—¿Y qué crees que hago aquí, pequeña?

El roce intencional de sus dedos allanando la parte baja de mi trasero, en especial ese

preciso lugar al cual él aún no había conseguido llegar me encendió por completo. Y él lo supo de

inmediato, porque bobo no era.

—Quiero tener todo de ti, Anna.

—Ya lo tienes —respondí coquetamente. ¡Qué va! Era mi primera vez por ese sitio y no se

lo iba a entregar tan fácilmente, ¿o sí?

—Sabes a qué me refiero, ¿verdad? —su respiración se intensificaba a cada segundo al igual

que lo hacía la mía mientras me imaginaba en detalle como se sentiría recibir su miembro

descomunal atacándome por detrás.

—Perfectamente, señor Black.

—Prometo…

Tapé enseguida su boca con una de mis manos.

—Por lo que más quieras no prometas nada, porque no serás tú quien… bueno, creo que ya

sabes a qué me refiero —conseguí arrancarle de inmediato una sonora carcajada.

—De acuerdo. Sin promesas.

—Además, con respecto a ellas tú das asco.

Enarcó una de sus cejas realmente sorprendido, expresando:

—¿Eso piensas? Verdaderamente, no tienes la más mínima consideración al vomitármelo al

rostro.

No pude articular palabra alguna cuando me levantó con fuerza y me lanzó a la cama con él

cayendo encima de mí mientras me aprisionaba con una de sus vigorosas manos cada una de las mías.

—¡Qué haces!

—Someterte a mí al igual que a tu condenada boca. ¿Qué mis promesas dan asco, Anna

Marks?

—¿Quieres que te mienta? Yo creo que no.

Gracias a mi respuesta me gané un violento beso seguido de un intencional roce que me

brindó su miembro malditamente erecto que tensaba increíblemente su pantalón.

—Jamás quiero que me mientas.

—Pues comienza por hacerlo tú primero conmigo.

Y otro urgente beso más selló mi boca mientras el rudo agarre de su mano sobre mis muñecas

me otorgaba un cierto placer que con él no había experimentado de esta forma tan inusual.

—Pues aprende a no ser tan desconsiderada.

Entrecerré la mirada. ¿Desconsiderada, yo?

—Con tu bendito complejo fantasmal —añadió, pero ahora deslizando su lengua por mi

barbilla y cuello de lado a lado.

—Okay.

—Nada de “Okay”, señorita Marks. Diga “sí, señor Black”.

¡Já! ¿Quería jugar? Pues, jugaríamos, pero bajo mis reglas y condiciones.

—Okay —repliqué ganándome un leve apretón más de su poderosa mano que consiguió

hacerme jadear.

—¿Lo quieres por las buenas o por las malas?

Esa interrogante se refería expresamente a su miembro. ¿Cómo lo quería dentro de mí?

Pues… por esta vez creo que por las malas me parecía una excelente idea.

Sonreí con descaro negándome a responder.

—¿Te han comido la lengua los ratones, mi amor?

—Suéltame y lo sabrás.

Y así lo hizo, pero lentamente luego de sonreír como un niño travieso. Me incorporé al

segundo mientras él se arrodillaba sobre la cama para que mis manos fueran a parar directamente a la

bragueta magníficamente tensada de su pantalón, porque eso no era un montículo de aquellos, ¡no

señor! Eso era el mismísimo monte Everest empalmado en todo su esplendor.

—Por lo que noto, señor Black… —reí—… ha dejado de lado su tratamiento médico.

—Lo juro. La culpa no ha sido mía.

Mientras desabrochaba su pantalón y él se desanudaba la corbata no apartó sus ojos de los

míos un solo instante y más intensificó la mirada cuando el cierre cedió en conjunto con lo que

obstaculizaba aquella protuberancia que se liberó. ¡Al fin!

—¿Así está mejor? —murmuré sensualmente teniendo su pene a tan solo unos centímetros de

mi boca.

—Mucho… —tragó saliva—… mucho mejor.

—Que bien para mí —saqué mi lengua y con la punta rocé la suya obteniendo a cambio un

gruñido que mi bestia dejó escapar.

—Anna…

—Pagará las consecuencias de su omisión de información, señor Black.

No sé que diablos balbuceó en silencio mientras cerraba los ojos al tiempo que disfrutaba de

la increíble sensación que le producía mi boca apoderándose de su miembro para hacerle pagar con

creces su infame engaño del cual yo había formado parte. Y un gruñido tras otro solo fui capaz de

oír al masturbarlo cuando mis manos se aferraban a sus durísimas nalgas encareciendo el ritmo de mi

cavidad en cada entrada y salida.

—¡Maldición…! —vociferaba, agarrándose con las suyas a mi largo cabello para jalarlo,

pero sin hacerme el más mínimo daño. Porque eso hacía a Vincent muy diferente a cualquier otro

hombre. Jamás —por más que el placer y el deseo lo volvieran loco al grado de hacerle perder la

cordura—, me infringiría daño físico, mental o emocional mientras me hacía suya. Y eso,

claramente, no lo hacía menos hombre sino que engrandecía para mí su arrolladora e incomparable

virilidad.

Después de tenerlo en mis manos, tal y como yo quería que estuviera y casi al borde del

abismo en el cual sabía que caería de un segundo a otro, una caricia suya me hizo detener y más lo

consiguió cuando expresó abiertamente:

—No quiero acabar en tu boca, sino dentro de tu cuerpo.

Y no tenía que ser “una genio” para adivinar aquella subliminal entrelínea que expresaba su

respuesta.

—No así… —delicadamente apartó su duro miembro de mis labios a la par que se sentaba

sobre sus piernas y sus ojos azul cielo invadían los míos. Tragué saliva hipnotizada por ellos y por

su flamante luz en la cual me reflejé de forma inmediata—. Sé mía —pronunció con la gravedad de

su inconfundible voz—, de todas las formas y maneras posibles.

Suspiré sin nada que agregar lanzándome como una loca a poseer su boca, su cuerpo y todo lo

que ese hombre era capaz de entregarme.

Le aparté la camisa y lo que quedaba de su fino traje con una rapidez irracional, mandando a

volar sus prendas quien sabe donde mientras disfrutaba de sus arrolladores besos y excitantes

caricias que nos envolvían en un espiral de locura y ardor entre jadeos, gemidos y gruñidos que

vociferaba al igual que lo hacía yo rompiendo el silencio que reinaba a nuestro alrededor. Nos

amamos, nos devoramos, saciamos nuestro devastador ímpetu de una irrefrenable manera dejándonos

arrastrar por todo lo que ansiábamos obtener el uno del otro, y fui suya —así como él fue mío—,

entregándome a su poderío, a su sometimiento, a su desbordante pasión y salvajes ansias como jamás

esperé en la vida que ocurriera disfrutando, gozando y deleitándome con él, para él y obviamente

para mí y nada más que por completo.

Ambos esperamos la llegada de Leo quien se hizo presente un par de horas después lo que me

dio tiempo para ordenar el magnánimo desorden que había quedado en mi cuarto tras esa lucha

cuerpo a cuerpo con mi hombre.

Entre risas y abrazos que Leo no dejó de demostrarnos pude comprobar fehacientemente lo

feliz que se encontraba y eso infló de considerable forma mi corazón. Creo que a Vincent le sucedió

lo mismo por la manera embobada en la cual no cesaba de admirarnos mientras nos aprestábamos a

hacer abandono de mi departamento.

—Yo los llevaré —expresó sin querer ni pretender dar su brazo a torcer mientras Miranda

tomaba al pequeño de la mano para guiarlo hacia fuera.

Rodé mis ojos hacia un costado sin nada que agregar a su soberbia y aniquilante respuesta

cuando intentaba tomar mi bolso dispuesta a seguir los pasos de Miranda, pero en cosa de segundos

los fuertes brazos de Vincent me detuvieron aferrándose a mí por detrás y regalándome cientos de

cortos y suaves besos en la curvatura de mi cuello.

—Nos esperan —le recordé.

—Lo sé.

—¿No tuviste suficiente de mí?

—Jamás tengo suficiente de ti —garantizó, volteándome rápidamente hacia él.

Moví mi cabeza de lado a lado tras oír y asimilar la contestación del señor arrogancia en

persona, percibiendo como sus manos ascendían hasta mi rostro alojándolas en él por unos cuantos

segundos.

—Dime…

—¿Qué quieres que te diga? —entrecerré la vista disimulando una traviesa sonrisita, porque

ya sabía yo hacia donde quería llegar con lo que anhelaba saber.

—¿Cómo te sientes…?

—¿Después de hacérmelo por detrás, señor Black? —concluí por él, quien cerró los ojos en

el mismo instante en que me oyó.

—No deseaba ser tan explícito, pero ya que tú lo has sacado a relucir…

Alcé mis hombros mientras pensaba qué debía decirle.

—Anna…

—Estoy bien. Fue… más placentero de lo que creí, pero por hoy prescindiré de sentarme en

lo que sea.

Rió el muy condenado tras morder su labio inferior sin dejar de contemplarme.

—Me ocuparé de ello.

Moví la cabeza en clara señal de negativa.

—Sí, lo haré. Después de todo eres mía de todas las formas y maneras posibles —me brindó

siniestramente uno de sus más característicos guiños notando como zafaba de sus brazos.

—Ni lo sueñes —me volteé para recoger mi bolso desde el sofá cuando percibí una leve

palmadita dejarse caer de lleno sobre mi trasero.

—Lo hago muy a menudo, pequeña, tanto que suelen hacerse realidad.

—Vuelve a hacer eso y no respondo.

Y otra más recibí de vuelta.

—¿Duele, mi amor?

Me mordí la lengua evitando expresar una barbaridad.

—Con práctica…

—Sin práctica te quedarás por presuntuoso. ¿Crees que puedes venir aquí y tomarme cuando

quieras?

—Pues… ¿sí? Porque te…

Iba a contradecir e interrumpir su soberana y tan segura afirmación cuando Leo entró por la

puerta cual fiero vendaval lo hace pronunciando nuestros nombres a viva voz, tomándonos de las

manos, jalándonos hacia fuera y diciéndonos:

—¡Se hace tarde! ¿Pueden apurarse, por favor?

—Ya oíste a Leo, pequeña.

—Y tú ya me oíste a mí.

—Anna…

—Sin práctica señor, Black.

—Pero…

—Y si sigue insistiendo la perderá por todo lo que resta de la semana.

—No te atreverás. Eso es jugar sucio.

—Aprendo del mejor y del más pedante de todos —le lancé un beso a la distancia—. ¿Lo

conoces? —ahora fue él quien por obvias razones tuvo que morderse la suya—. Yo creo que sí.

Mejor suerte para la próxima vez, señor Black, porque creo la va a necesitar.

Caminábamos por el parque con Leo jugando a nuestro alrededor mientras charlábamos

teniendo a Damián tras nuestros pasos quien nos seguía de cerca observando a cabalidad y en detalle

todo lo que sucedía dentro de su cuadro de enfoque. Vincent, por su parte, nos había dejado para

participar en unas cuantas reuniones de negocios que tenía programadas para ese día y que debía

finiquitar lo antes posible, según él mismo me lo había confirmado, antes de darme una sorpresa. No

sé porqué esa singular palabra aún provocaba ciertos estragos en mí cuando la oía salir airadamente

de su boca; sería acaso, ¿porque lo conocía tan bien como para dilucidar que algo se traía entre

manos?

Sonreí despejando unas cuantas posibilidades de mi cabeza mientras Miranda también lo

hacía de la misma manera, observando de reojo a Damián que lucía bastante guapo el día de hoy

añadiéndole a su look personal unas gafas de aviador Ray Ban classics.

—¿Cómo lo llevas, Anna? ¿Te acostumbras? —inquirió, de pronto, apartándome de mi

irrealidad.

—No, pero por el momento no tengo más alternativas.

Ambas sonreímos.

—Mi querido sobrino y su bendito control.

—Tu querido sobrino y su manía de querer hacer conmigo lo que se le antoje. ¿Era

necesario?

—No estás en su cabeza, querida.

Enarqué una de mis castañas cejas al oírla.

—Ya comienzas a hablar como él. Por favor, no te conviertas en su clon, ¿quieres?

Miranda acarició una de mis manos mientras proseguía:

—Sólo quiere cuidar lo que es realmente suyo, tal y como lo hace con su hijo. Hace mucho

tiempo que no lo veía tan feliz y eso, a pesar de la estadía de Emilia en este país, me agrada.

Suspiré enérgicamente al evocarla.

—¿Cómo lleva ese asunto, Miranda?

—La tolera por Leo y por que todo esto siga en paz, pero no la digiere, Anna. Para él esa

mujer es un capítulo bastante cerrado, pero lamentablemente está unida a su hijo y lo estará para toda

su vida.

—Anoche… ella estaba ahí.

Entrecerró la vista cuando me escuchó.

—¿Ahí dónde?

—Al interior de su departamento. Después de todo lo que supe por Damián fui hacia allá

buscando respuestas, pero para mi bendita suerte a quien encontré fue a ella junto a Leo y Black. No

sé lo que quería, por obvias razones tampoco se lo pregunté, pero no me gusta que la tenga cerca.

—A mí tampoco.

—No la conozco y créeme, no pretendo llegar a conocerla, pero sé que cuando está lo

bastante cerca le hace muchísimo mal. Es como si, de alguna forma, lo presintiera.

Miranda tomó mis manos con las suyas.

—Te preocupa que él pueda…

—Más bien, que utilice a su antojo a Leo para manipular a Vincent.

—Mi sobrino no es tonto, cariño, sabe lo que hace y cómo lo hace.

—Su hijo es todo para él, no lo olvides.

—Al igual que lo eres tú. ¿Qué no lo notas?

Alcé la vista hacia el pequeño que no dejaba de correr tras un balón de fútbol que hace un

instante le había regalado.

—¡Anna! —gritó a la distancia—. ¿Cuándo vendrás a jugar conmigo?

No tuve que pensármelo dos veces antes de obsequiarle un beso en la mejilla a Miranda,

darle mi bolso y correr hacia él, expresando en voz alta:

—¡Hey tú, chico de las gafas! ¿Te animas?

Damián sonrió bellamente antes de alzar su dedo índice demostrándome con él una evidente

negativa.

—¿Por qué no? ¿Tienes miedo que una mujer y un pequeño puedan hacerte trizas?

—Estoy trabajando y no seas majadera.

Reí situándome al lado de Leo.

—¿Ves a ese tipo que está ahí?

—Sí —contestó, fijando sus ojos claros en Damián.

—Es una gallina.

—¿A quién llamaste gallina? —atacó, ya caminando hacia nosotros.

—Se nota que ni siquiera sabe lo que es un balón de fútbol —añadí, otorgándole un guiño a

Leo para que me siguiera la corriente.

—También lo creo, Anna, porque sólo nos mira tal y como si fuera una estatua.

Damián nos observó con insistencia a unos pocos centímetros de nosotros quien, de

inmediato, terminó arrodillado para tomar entre sus manos el balón, diciendo:

—¿Qué intentas conseguir?

—Que participes, capitán. Creo que ya conoces a Leo, pero de seguro no has tenido el placer

de jugar con él.

Sonrió tras ponerse de pie y alzar una de sus manos.

—Señor Black, es todo un honor y un placer —lo saludó con gentileza.

—Lo mismo digo…

—Erickson, señor. Damián Erickson y a sus órdenes.

Ambos estrecharon sus manos de una amable manera.

—Veo que es un amante del fútbol, señor.

—Llámame Leo porque no soy un señor, sino un niño. Tengo sólo cinco años —le corrigió

con afabilidad y aún sonriendo.

—¿Te quedó claro? —añadí. Inconfundiblemente, Leo tenía esa esencia de Black que

brotaba de sí con muchísima naturalidad. Su padre… preferí borrar aquella pseudo interrogante de

mi mente.

—De acuerdo, Leo. ¿Dos contra uno? —sugirió, sorprendiéndonos—. ¿Ves esos dos árboles

que se sitúan allá? Ese será mi pórtico.

—Gracias —balbuceé, obteniendo de él una agradable sonrisa a cambio.

—Tú comienzas.

—¡Barcelona fútbol Club! —gritó, recibiendo el balón en sus manos.

—¡Chelsea! —atacó Damián mientras se aprestaba a correr.

Reí ante ambos cuando la esfera ya comenzaba a rodar en nuestra improvisada cancha. Y así

disfrutamos por unos cuantos minutos mientras jugábamos y corríamos tal cual si fuéramos dos niños

más.

—¡Hey, capitán, eso es trampa!

—¡Detenme si puedes, endemoniada!

Leo estaba feliz al igual que Miranda que no nos quitaba los ojos de encima y reía al igual

que lo hacíamos nosotros desde donde se encontraba sentada, pero de pronto algo extraño sucedió.

Me detuve abruptamente al ver a Leo suspirar en profundidad cuando una de sus manitos ascendía

hasta alojarse en su pecho y su carita me demostraba un gesto de evidente dolor.

—¿Leo? Leo, que tienes…

Corrí hacia él alarmada a la par que Damián lo hacía de la misma manera.

—¿Leo?

—Anna, me… duele —pero no pudo continuar cuando, inesperadamente, se desplomó

cayendo en los brazos de Damián quien consiguió llegar a su lado justo a tiempo para sostenerlo.

—¡Te tengo!

—¡Leo! —vociferé sin detenerme tras analizar su rostro, sus ojos, el color de su piel a la par

que oía los gritos ensordecedores colmados de pavor que emitía Miranda a la distancia—. ¡Leo, por

favor! ¡Respóndeme! ¡Leo! ¡Leo!

—¡Dame espacio, Anna! —me sugería Damián a viva voz, pero yo no quería ni podía

separarme de su lado. ¿Por qué? Sencillamente, porque estaba aterrada de que algo pudiera llegar a

sucederle por mi culpa.

Alrededor de tres segundos le bastaron para cerciorarse de qué le ocurría, tomarlo y alzarlo

rápidamente entre sus brazos, ponerse de pie y decir:

—Leo no está bien. Necesitamos llevarlo a un hospital. ¡Rápido!

¡Por Dios! Fue tan sólo lo que conseguí articular, pero al interior de mi mente, creyendo que

mi alma en ese minuto salía expedida de mi cuerpo tras aferrarme a una de sus débiles manitos

mientras suplicaba, con sumo fervor, únicamente por su vida y la mía… se desmoronaba en cientos

de pedazos que quedaban regados a mis pies.

Capítulo XVIII

La reunión se hacía más tediosa a cada momento mientras conseguía oír a quien en ese

instante nos entregaba un informe detallado sobre el costo de las exportaciones y los ingresos que se

generaron tras las pertinentes ventas de ellas en el extranjero. ¿Por qué sólo oía y no prestaba la

debida atención como si sólo mi cuerpo se encontrara ahí? Eso era bastante fácil de responder,

porque mi mente sólo lograba evocar aquel preciso instante en que Anna se había entregado a mí por

completo al interior de su cuarto. Aún recordaba en gran medida el sabor de sus besos, el olor de su

piel al rozar de tan frenética manera la mía, los intensos gemidos y jadeos que exhalaba al tener mi

miembro dentro de su sexo y luego dentro de su ano, embistiéndola, penetrándola, incrementando el

ritmo en cada una de mis acometidas cuando mis manos acariciaban y se internaban hasta en el más

recóndito lugar de su cuerpo que vibraba junto al mío y mi boca le expresaba una y otra vez cuando

la amaba, deseaba y necesitaba a mi lado.

Sonreí como un idiota tras golpear la mesa un par de veces con la pluma que sostenía una de

mis manos, percibiendo a la par ese intenso ardor que aún no conseguía arrebatarme y que quemaba,

literalmente, cada pedazo de mí.

—Señor Black, su móvil.

A lo lejos me pareció que alguien pronunciaba mi nombre tal y como si un leve eco se

hubiera colado por mis oídos.

—Señor, su teléfono no deja de vibrar.

Me incorporé logrando salir de mi aturdimiento. Les pedí unos segundos antes de levantarme

y caminar hacia los enormes ventanales de la sala de reuniones para atender la llamada, percibiendo

que Emilia seguía con sumo interés cada uno de mis movimientos. Y así, no me costó reconocer el

número del móvil que se detallaba en la pantalla porque era de Anna, de la única mujer a la cual

adoraba.

Esbocé la mejor de mis sonrisas, dispuesto a contestar, cuando todo lo que escuché fue su

agitada voz junto a su errático respirar que intentaban explicarme:

—¡Tu hijo te necesita! ¡Por favor, deja todo lo que estás haciendo y ve por él al Hospital

Clínico! ¡Ahora!

Un sólo segundo me bastó para caer en la cuenta y comprender lo que sucedía cuando sólo el

rostro de Leo invadía cada rincón de mi mente.

—Vincent, ¿está todo bien? —oí a la distancia.

No, no lo estaba.

—¡Iré enseguida! ¡Por favor, procura que sea atendido de inmediato!

—¿Vincent? —la voz de Emilia se filtró por mis oídos mientras me volteaba y cancelaba la

llamada—. Querido, ¿está todo bien? —volvió a preguntar con ese patético apodo con el cual solía

llamarme.

—No, no lo está. Toma tus cosas, por favor, y deja de decir estupideces —exigí

encarecidamente observándola con el pavor internándose bajo mi piel.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Cerré los ojos apretando el aparato fuertemente en una de mis manos, intentando por todos los

medios posibles reaccionar para encaminarme lo más pronto con destino al hospital.

—¡Vincent! —chilló esta vez con fuerza consiguiendo que ante su implacable sonido abriera

mis ojos de par en par. En cuestión de milésimas de segundos la tuve, pero frente a mi cuerpo,

exigiéndome a la brevedad una explicación lógica y convincente que mi boca se negaba a manifestar

—. ¡Responde, por Dios! ¿Qué ocurre?

—Se trata de… Leo… —balbuceé entrecortadamente tragando saliva sintiendo, además,

como un devastador nudo de proporciones se enrollaba en mis entrañas—… acaban… de llevarlo al

hospital.

***

No podía dejar de caminar de un lado hacia otro en aquel pasillo realmente abrumada,

preocupada e histérica al grado de perder la razón y la compostura si no obtenía noticias prontamente

de Leo por parte de Bruno a quien llamé enseguida luego de comunicarle a Vincent a grandes rasgos

lo que había sucedido.

No cesaba de temblar e infundirme toda la culpa si algo llegaba a sucederle porque tal vez yo

y sólo yo era la única causante de que ahora estuviese sufriendo.

Cubrí mi rostro con mis manos mientras mi cuenta personal ya bordeaba los miles y seguía

creciendo. Parecía inútil contar y contar como muchas veces la doctora Montreal me había pedido

que lo hiciera, pero para mí era necesario y más ahora que debía enfrentar lo inevitable.

—Anna… —oí la profunda voz de Damián a mi espalda al tiempo que me volteaba, apartaba

mis manos de mi semblante y mis ojos se cruzaban con quien sabía de sobra que volvería a ver.

Respiré con dificultad, pero me mantuve serena y en mis cabales rogando en silencio que todo esto

fuera una maldita pesadilla y también firme en mi posición, sintiendo la furia de Emilia bombardear

cada pedazo de mi cuerpo hasta que lanzó la bomba y ésta estalló.

Como un demonio hirviendo en cólera se lanzó contra mí dispuesta a sacarme de cuajo los

ojos si llegaba a tocarme mientras Damián se interponía y Vincent me aferraba a su cuerpo

apartándome prontamente de su lado.

—¡¿Qué le hiciste a Leo, maldita?! ¿Qué no te bastó con el padre que ahora también quieres

hacerle daño a su hijo? ¡A nuestro hijo!

Moví mi cabeza de lado a lado oyendo cada una de sus palabras que parecían desgarrar de

lleno mi piel tal y como si me estuviese desollando viva.

—Yo no…

—No la escuches. ¡Por favor, no la oigas! —exigía Vincent mientras me conducía con

rapidez hacia otro costado del amplio pasillo que, de pronto, se transformó en un campo de batalla

—. Todo estará bien. Te lo aseguro. Sé de sobra que no fue tu culpa.

No pude mirarlo a los ojos. No conseguí siquiera alzar la vista para perderme en la suya

cuando mi cuerpo no hacía nada más que estremecerse de frenética manera ante los improperios que

Emilia aún disparaba en mi contra como una loca desatada.

—Anna, por favor… —me pedía Black ya con sus manos aferradas a mi cabeza para que

todo lo que pudiese ver fueran sus ojos azul cielo—. Mi amor…

—No quería…

—¡Maldita asesina! ¡Eso fuiste desde un principio!

—No, eso es mentira… yo…

—Anna, mi amor…

—¡Vincent, no lo soy! ¡No quería hacerle daño! ¡Por favor, créeme! ¡Sólo jugábamos en el

parque y…! —rompí en llanto, sosteniéndome de las solapas de su traje—. ¡Juro que no quería que

nada le sucediera!

Me abrazó con fuerza, besó mi coronilla una y otra vez sin detenerse expresándome en todo

momento su apoyo ante lo que había sucedido.

—Tranquila, pequeña… Leo estará bien…

¿Y eso sería realmente cierto cuando podía sentir sus estremecimientos como se confundían

con cada uno de los míos?

—Te lo juro, mi amor. ¡Por favor, créeme!

—¡Si algo le llega a suceder a mi hijo por tu culpa, ramera del demonio, yo…!

Y ese fue el principal detonante con que el vaso de Black se rebasó y estrelló con todo su

contenido dentro porque ante las crueles amenazas que Emilia no dejaba de vociferar en mi contra, se

volteó inesperadamente hacia ella cual fiero can pretende arrancarle la cabeza a su presa para, sin

ningún tipo de consideración, expresarle irritadamente una frase que me robó el aliento:

—¡Cierra por una maldita vez tu puta boca!

Un sepulcral silencio se instauró entre todos los que allí nos encontrábamos con Black

echando algo más que chispas de ira por sus ojos, dispuesto a arremeter contra ella en cualquier

instante si se decidía nuevamente a emitir sonido alguno.

Suspiré como si lo necesitara y vaya que lo necesitaba después de aquel llamado de atención

que la bestia le propinó sin que ella rebatiera uno solo de sus dichos. Aún fuera de sus casillas, pero

tragándose su incontenible rabia, nos lanzó una mirada de furia que penetró mi alma en el mismo

instante en que Miranda junto a Bruno volvían a hacer su aparición.

Luego de un furtivo beso que Vincent me dio se separó de mí para encontrarse con ellos

cuando Emilia lo hacía de la misma manera y Damián suspiraba y entrecerraba la vista sin quitármela

de encima.

—¿Cómo está mi hijo?

—Dinos que tiene, por favor…

Miranda nos observó a los dos reprochándonos de forma inmediata nuestro actuar y evidente

proceder recordándonos, ante todo, donde nos encontrábamos.

—¡Por favor! ¿Qué es este show que acabo de oír y ver? ¡Su hijo los necesita! ¿Qué no

pueden comportarse como dos seres humanos por una vez en toda su vida?

—Lo lamento, tía —suspiraré profundamente con mis ansias creciendo y carcomiéndome la

piel. Entretanto, Emilia sólo guardó silencio sin nada que agregar tras limpiarse algunas lágrimas

que no cesaban de rodar por sus humedecidas mejillas.

—¿Qué le ocurre a mi hijo? —formuló para dar comienzo a la charla mientras Bruno nos

contemplaba con detenimiento antes de decir:

—El pequeño acaba de tener un cuadro de insuficiencia cardíaca. Esto sucede cuando el

músculo del corazón se encuentra demasiado débil para bombear sangre con eficacia.

Impávidos nos quedamos al escuchar su explicación sin poder dar crédito a lo que

intentábamos asimilar.

—¡Quiero verlo! —le exigió, interrumpiéndolo.

—Tendrá que esperar. Le estamos haciendo algunas pruebas de laboratorio y un

electrocardiograma para constatar en que…

—¡He dicho que quiero verlo, joder! ¡Y no es una maldita sugerencia la que le estoy

haciendo! —totalmente descontrolada chilló ante la sorpresa de todos los que nos tuvimos que tragar

sus agudos gritos.

—No puedo dejar que lo vea en ese estado —atacó Bruno quien la conocía y recordaba muy

bien desde aquella primera vez tras el episodio acontecido con Anna.

—¡Usted ni nadie me dirá que debo hacer! ¿Me oyó? ¡Es mi hijo y si lo deseo me lo llevo

ahora mismo de este sitio!

Sonrió de medio lado ante su evidente arrebato de histeria que solo consiguió corroborar

toda la historia que le había relatado sobre ella en una de nuestras tantas conversaciones.

—Pues me temo que por el bienestar de “su hijo” —enfatizó—, y los eventuales riesgos que

Leo correría por su falta de responsabilidad, no está en condiciones de llevárselo hacia ningún otro

sitio.

Emilia iba a intervenir cuando de una sola y gélida mirada que le di la obligué a guardar

silencio.

—¿A qué riesgos te refieres? Y por favor, sé lo más claro posible. Te lo pido como amigo y

no como padre de uno de tus pacientes.

Suspiró observando en detalle a Miranda quien, tras un leve asentimiento le dio a entender

que así debía hacerlo porque ella ya estaba al tanto de todo.

—Pues… los infartos al miocardio en los niños son muy poco frecuentes y en general

obedecen a causas diferentes de cómo se producen en los adultos. Cuando esto ocurre es probable

que se deba a malformaciones congénitas del corazón, antecedentes familiares o traumatismos

localizados.

Ninguno de los dos logramos decir nada, sólo guardamos un estricto silencio mientras Bruno

continuaba.

—El diagnóstico de Leo lo determinaremos en unos minutos más después que se le hayan

practicado todas las pruebas pertinentes para demostrarlo. Aún no quiero asegurarles nada, pero el

dolor en el pecho que sintió tras… —no deseaba sacar a Anna a relucir, pero su ética médica le

impedía guardar silencio u omitir algún tipo de información relevante que concernía a la familia—…

realizar el ejercicio físico al que fue expuesto gatilló esta eventualidad y fue decisivo. Anna me

explicó que jugaban fútbol y…

—¿Anna? —volvió a gritar Emilia saliéndose de sus cabales y arremetiendo esta vez contra

mí. Clavó su fiera mirada de furia sobre mi rostro mientras sus lágrimas seguían brotando por las

comisuras de sus ojos—. Esa rata tiene mucha suerte de tenerte porque si por mí fuera… te lo

aseguro, no queda viva.

—¡No fue su culpa! ¿Cómo quieres que te lo haga entender? —la increpé duramente.

—¿No acabas de escuchar al doctor, querido? ¿Y aún me lo quieres rebatir? ¡Estaba

jugando al maldito fútbol con esa pu…!

—¡Basta, Emilia, por amor de Dios! ¡Estamos en un hospital! —le recriminó Miranda,

interviniendo.

—¡Me vale madre donde nos encontremos! ¡Me llevo a mi hijo ahora mismo de aquí si no me

dejan verlo!

Reprimiendo mis enormes ansias de sacarla de allí a toda costa para que dejara de chillar me

llevé ambas manos al cabello el cual despeiné varias veces mientras me mordía la lengua,

desesperado, pretendiendo así retener la tanda de palabrotas que osaban aflorar desde el interior de

mis labios. Entretanto Miranda, al ver la furia contenida en mis ojos claros, que sabía de sobra que

estallaría en cualquier minuto, jaló a Emilia por una de sus extremidades y avanzó con ella a paso

veloz por el pasillo en dirección hacia unas enormes puertas grises por las cuales estaba prohibido el

paso al personal que no estuviera autorizado a hacer ingreso a ellas.

—¡Te calmas y te callas, por favor! —la reprendió a viva voz—. ¡Así no conseguirás aliviar

a Leo! ¡Tu hijo te necesita cuerda y no fuera de tus cabales!

Suspiré más que un par de veces ante la atenta mirada que Bruno me otorgaba al tiempo que

me palmeaba la espalda en clara empatía por todo lo que estaba ocurriendo.

—¿Puedo continuar? Aún no he terminado.

—Disculpa todo lo que sucedió.

—No tienes que disculparte, sólo escuchar muy atentamente lo que me queda por decir.

Y así lo hice, concentradamente.

—El síntoma que presentó Leo antes de su desfallecimiento y pérdida de conciencia obedece

a un solo objetivo, Vincent: su corazón. Si los resultados arrojan positivamente el diagnóstico en el

cual estoy pensando…

—¿Qué diagnóstico es ese?

—Una anomalía que en la edad pediátrica puede pasar desapercibida y que en edades más

avanzadas debuta como la angina del esfuerzo o, incluso como la angina inestable o muerte con

obstrucción proximal de la coronaria derecha.

—Bruno… —mis facciones se endurecieron abruptamente ante lo que oía y no deseaba

asimilar.

—En definitiva, amigo mío, aunque las anomalías coronarias congénitas son poco frecuentes

pueden tener consecuencias fatales y, por lo tanto, ante cualquier sospecha hay que realizar todas las

pruebas necesarias para llegar al diagnóstico definitivo que permita instaurar un tratamiento

adecuado que en muchas ocasiones es quirúrgico.

Y una vez más terminé llevándome las manos al cabello mientras suspiraba maldiciendo entre

dientes y sin ningún tipo de resignación.

—¿Pasos a seguir? —recordé algo que, por momentos, se me hizo muy familiar y que tenía

que ver en gran medida con una mujer que había sido muy importante en mi vida.

—Exámenes de laboratorio, electrocardiograma para confirmar que se trata de esa anomalía

congénita, análisis sanguíneos, radiografías de tórax y Ecocardiograma Doppler.

—Todo lo que sea necesario, por favor. No escatimes en gastos. Por mi hijo haré lo que sea.

—Sólo una cosa más… tu padre… ¿sufrió alguna vez algún infarto?

Cerré los ojos con furia, con desazón y muchísimo dolor.

—¿O estuviste al tanto de alguna enfermedad que poseyera en su juventud con respecto a su

corazón?

—No —respondí tajantemente mientras los abría.

—¿Y Emilia o alguno de sus familiares directos?

—No lo sé, Bruno.

—De acuerdo. Hablaré con ella más tarde para completar la ficha clínica de Leo. Por ahora

te sugiero que te quedes tranquilo mientras voy por los resultados. Si quieres ver a tu hijo puedes

hacerlo, pero por favor no lo abrumes. Sabes muy bien a que me refiero, ¿verdad?

Sólo asentí tragando saliva nerviosamente con cierta idea ya deambulando con fuerza al

interior de mi mente de la cual me negaba a hablar, por ahora.

—Y de paso, agradécele a Damián.

Clavé a la distancia mis ojos en su figura sin comprender a qué se refería hasta que me lo

explicó en detalle, diciendo:

—Cuando un infarto está en proceso la rapidez con la que se actúe es de vital importancia.

Mientras menos tiempo dejes transcurrir más complicaciones se podrán evitar y puede significar la

diferencia entre la vida y la muerte.

En ese momento contemplé como Erickson le entregaba un café a Anna que se negó a tomarlo

tras limpiar un par de lágrimas que frente a él no logró disimular.

—Nos vemos dentro de un momento, Vincent.

—Sí, seguro… —agregué sin quitarles a ambos los ojos de encima.

***

—Bébelo, por favor. Estás temblando.

—Acabo de decir que no quiero, gracias, y no estoy temblando.

—Anna… —aún sostenía el café frente a mí, pero ahora con una media sonrisa alojada en su

semblante—. Bébelo. Te hará bien.

Limpié mi rostro una vez más de las lágrimas que parecían brotar a borbotones de mis ojos

sin querer parar de hacerlo.

—¿No te rendirás?

—Si se trata de ti, nunca. Ahora bebe, que ya perdí la cuenta de cuantas veces te lo he

pedido.

—Tres —alzé una de mis manos para alcanzarlo mientras dejaba que un hondo suspiro nos

envolviera—. Gracias, Damián.

—Sí, gracias… Damián —intervino Vincent, sorprendiéndonos, tras caminar hacia nosotros

con las manos insertas en los bolsillos del pantalón de su traje.

Volteamos la mirada hacia él cuando apreciábamos su semblante sin atisbo de sentimiento

alguno, tan sólo colmado por una evidente y angustiante preocupación que endurecía más y más cada

uno de sus rasgos faciales.

—Por cuidar de Anna y de Leo. Bruno me acaba de comentar que gracias a ti él… —se le

quebró la voz al intentar pronunciar esas palabras que no llegó a concluir del todo.

Sin que un solo segundo transcurriera de más me dirigí hacia él para confortarlo en un abrazo

que nos dimos como si lo ambicionáramos y necesitáramos a la par.

—Tranquilo —expresé en un suave susurro deslizando mis manos por su amplia espalda y

luego ascendiendo con ellas hasta situarlas en su cabello—. Todo va a estar bien, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —. Damián carraspeó su garganta para que ambos no olvidáramos que aún se

encontraba allí, frente a nosotros.

Me aparté de Black a regañadientes y a la vez algo abrumada por aquel particular sonido que

emitió cuando Vincent se giraba y le extendía una de sus vigorosas manos que Damián estrechó en el

mismo instante en que la tuvo enfrente.

—Agustín siempre tuvo razón con respecto a ti. Eres uno de los mejores.

—Gracias, señor Black. Es un honor trabajar para usted y recibir sus palabras.

Ninguno de los dos sonreía, gesto poco usual para la situación que acontecía. ¿Por qué rayos

tenía que pensar estupideces sin sentido?

—Si confié plenamente en ti cuando te conocí, quiero que sepas que ahora lo hago

doblemente.

Sólo asintió tras escuchar y asimilar ese enunciado sin nada más que agregar.

—Ahora, por favor, quiero que te ocupes de Anna. Llévala de vuelta a casa.

—¿Perdón? —intervine, obteniendo de ambos un par de miradas recriminadoras con las

cuales de seguro pensaban hacerme añicos—. ¿Estoy escuchando bien?

—Perfectamente, pequeña —acotó Vincent una vez que volvió a meter una de sus manos en

uno de los bolsillos de su pantalón—. Bruno aún no nos ha entregado el diagnóstico definitivo y no

pienso moverme de este sitio sin saber a cabalidad que ocurre con mi hijo.

—Pues ya somos dos —le devolví una sonrisa sin una pizca de condescendencia—. No

creas que te voy a dejar aquí solo, menos con esa…

Suspiró cerrando los ojos.

—No me la recuerdes, por favor —situó una de sus manos de lleno en su entrecejo negándose

a abrir de par en par su vista porque la situación acontecida con Emilia aún le pasaba factura de una

increíble manera. De más estaba decir que de sólo escucharla chillar como una loca histérica las

ganas de estrangularla regresaban poderosas a su mente incitándolo a que las llevara a cabo sin dar

pie atrás—. Mi amor, no tengo ánimos ni deseos de discutir, menos contigo.

—Tampoco yo. Lo siento por ti —bebí de mi café cuando notaba que abría sus ojos para

depositarlos en los míos, fieros, altivos, arrogantes y nada más que devastadores—. Y por ti —acoté

ahora en clara alusión a Damián que no nos quitaba la vista de encima.

—Anna…

—Anna, nada. Estoy tan preocupada como lo estás tú por la salud de Leo. ¿Cómo me pides

que me vaya después de lo que ocurrió si todo tiene que ver…?

—¡No fue tu culpa! —vociferaron ambos al unísono, sorprendiéndome y haciéndome temblar

con sus inconfundibles tonos de voz. Al principio me causó muchísima gracia ver a ese par de

titanes dispuestos a dar una pelea que ambos ya daban por ganada, pero después la risa se me borró

del rostro por arte magia al comprender y evidenciar que ninguno de los dos estaba dispuesto a dar

su brazo a torcer, menos a escuchar chistecitos disparatados. ¡Maravilloso!

—Perdón, señor —se excusó Damián tras su exabrupto—. Será mejor que ambos hablen con

tranquilidad. Les daré el espacio suficiente para que lo hagan. Con permiso —se retiró hasta

apartarse unos cuantos pasos desde donde aún Vincent y yo nos encontrábamos.

—Gracias —fijó nuevamente su mirada de fastidio sobre mí, la que Emilia le había

instaurado en el rostro al momento de montar el segundo y más importante show de toda su vida.

—No me mires así —sentencié para que dejara de hacerlo—. No te dejaré solo. Fin de la

discusión.

—No estoy discutiendo contigo, menos pretendo hacerlo.

—Pues, que bien para los dos. Así apartas de tu bello semblante esa mirada de ofuscación

que me hace recordar al fastidioso sujeto molesto y aburrido que un día conocí.

Mientras me escuchaba una encantadora sonrisa iluminó su bello semblante a la par que una

de sus manos se depositaba sobre mi mentón para que mis ojos sólo a él pudiesen ver.

—Y del cual te enamoraste como una loca sin remedio.

—¿Tú crees? —contesté más bien con un suspiro que no pude dejar de disimular mientras

Vincent movía su cabeza de lado a lado sin desistir de admirarme.

—Debes…

—¿Marcharme? —ahora fui yo quien movió la cabeza en señal de concluyente negativa—.

En sus sueños, señor Black. Si no me quiere cerca puedo tolerarlo, pero creo que para usted eso no

será posible ni satisfactorio.

—¿Tanto me conoces, Anna Marks? —su mano libre rodeó mi cintura consiguiendo

acercarme a él lo suficiente, todo y ante la presencia de Damián que entrecerraba sus manos en forma

de puños una y otra vez sin poder ni querer contenerse.

—Pues… dicen por ahí que el amor es conocer el cielo y el infierno con esa persona

especial, saber que nada es fácil y aún así no dejarla ir nunca de tu lado. ¿Me explico?

—Perfectamente, pequeña —un solo movimiento le bastó para tentar su boca con la mía—.

Así que… ¿no te irás?

—Jamás, mi amor. Tendrás que soportarme todo el tiempo que sea necesario.

—Lo haré encantado porque la verdad no deseaba que fueras a ninguna parte.

—Lo sabía. ¿Te das cuenta como comienzo a leer cada uno de sus pensamientos?

—Claro que sí, porque estás en ellos cada minuto de mi vida.

—Entonces, ya nada queda por decir. Le diré a Damián que…

—Yo le informaré —un tanto tajante contestó, depositando un largo e intenso beso sobre mis

labios—, que te quedarás conmigo.

«¿Por qué eso se oyó posesivo y amenazador?».

Y así, se separó de mí caminando hacia él para informarle lo que acontecería, pero ahora

endureciendo nuevamente el gesto al mismo tiempo que Damián lo hacía con el suyo. ¿Alguien podía

explicarme qué rayos sucedía con esos dos? Porque la verdad ni yo podía comprenderlo.

***

Esther realizaba un par de llamadas desde su módulo cuando la intempestiva aparición de

Alex Duvall la sorprendió. Ante el saludo cordial que le brindó alzó la vista para que sus ojos se

conectaran con los suyos tras una sonrisa algo traviesa que él dejó escapar, diciendo:

—Quiero saberlo todo.

—No sé a qué te refieres —fue la escueta respuesta que le dio, bajando la vista para

nuevamente regresar a lo que estaba haciendo.

—Yo creo que sí. Sólo tienes que abrir esa linda y sugerente boquita que tienes, Esthercita, y

cantar con tu melodiosa voz. ¿Qué ocurre con esos dos que la reunión ha sido cancelada?

—Si no lo sabes tú menos lo sé yo.

Una carcajada dejó escapar mientras se le acababa la poca paciencia que le quedaba.

Intimidante, amenazador y para nada contento con su despectiva contestación cortó la llamada que

ella se aprestaba a realizar para que así se dignara una vez más a contemplarlo.

—No estoy jugando y espero que por tu bien tampoco lo estés haciendo conmigo. ¿Qué

ocurre con Emilia y Black? Y por favor, ve al grano si quieres seguir manteniendo tu puesto en esta

empresa.

—Alex, por favor…

Un temible arqueo de cejas en conjunto con una profunda mirada de “se me agota la

paciencia, estúpida” terminaron con su silencio.

—Al parecer el niño se encuentra en el hospital debido a un accidente que ha sufrido. No sé

más al respecto. Tan sólo me estoy ocupando de recalendarizar las reuniones para que ambos

puedan cuidar de él.

—¡Qué considerada! —situó una de sus manos en su barbilla pensando en lo que acababa de

oír y que en gran medida beneficiaba el desarrollo de cada uno de los planes que ya había echado a

correr—. ¿Algo más que deba saber con respecto al “pequeñín” ? —formuló con sarcasmo.

—Acabo de decírtelo todo.

—Por tu bien espero que así sea —le otorgó un descarado guiño—. Sabes de sobra que no

me agrada que me mientan. Si alguien pregunta por mí diles que estaré en el hospital.

Esther abrió sus ojos como platos al oírlo.

—¿Qué intentas hacer?

—Acompañar a la familia en este penoso momento. O debería decir a mi… —un par de

escuetas carcajadas emitió volteando la mirada hacia los enormes ventanales del hall de la gerencia

general—. Muchas gracias, Esthercita. ¿Sabías que haces un excelente trabajo? —se apartó del

módulo dejándola atónita con cada una de sus palabras a la par que sacaba su móvil desde el interior

de su chaqueta, buscando rápidamente el número con el cual ansiaba comunicarse—. Hola,

princesita. Te tengo noticias y un nuevo proceder. Necesito que ahora mismo llames a la golondrina,

algo ha sucedido con el bastardito. Está en el hospital y quiero que te hagas presente en ese sitio a

cualquier costo. Sí, me verás ahí, ahora mismo iré hacia ese lugar. La familia debe estar reunida,

cariño. La familia siempre y a toda costa debe apoyarse en todo.

***

Después de un momento en que conseguí estar a solas con Leo y constatar que se encontraba

un poco más repuesto tuve que salir de aquella habitación dejando a Miranda y a Emilia al interior

de ella. No deseaba separarme de mi hijo, menos viéndolo en ese estado de decaimiento y desazón

que partió mi pecho en el mismo instante en que pronunció con su melodiosa voz “estoy bien, papá.

Sólo jugábamos fútbol Anna, Damián y yo. Ella no hizo nada malo. ¿Sabías que me regaló un

balón?”. Intenté sonreír tras conocer su respuesta, acariciándole la coronilla y prestando mayor

atención a su relato que conseguía balbucear invadiendo en todo momento con sus ojos claros los

míos.

Salí de aquel cuarto algo cabizbajo mientras mi mente cavilaba recordando por sobretodo a

mi madre. Después de todo lo que Bruno nos había manifestado algo en mí me pedía a gritos que no

descartara esa remota posibilidad que se hizo más efectiva cuando lo vi caminar raudamente

pidiéndole a Anna que se acercara.

—¡Ya tengo los resultados! —exclamó a viva voz logrando que en mí la incertidumbre

creciera al igual que si fuera un fiero volcán que se aprestaba a hacer erupción.

Al cabo de un momento, nos encontrábamos los dos sentados sobre un sofá en una de las salas

de espera en completo silencio. No deseaba hablar. Más que por obvias razones me negaba a

hacerlo después del concluyente diagnóstico que Bruno nos detalló y que consiguió despertar en mí

algo más que un nítido interés que a todas luces parecía hacerse patente.

—¿En qué piensas con tanto ahínco? —la voz de Anna se coló por mis oídos en el mismo

instante en que una de sus manos, que se encontraba entrelazada a la mía, me acariciaba con ternura.

—En mi madre.

—¿Por qué no me hablas de ella?

—No me gusta recordar mi pasado.

—A veces, es necesario hacerlo para así dejar ir lo que en algún momento nos hirió y darle

paso a un prometedor y tranquilizador futuro. ¿No crees?

Volteé la mirada hacia la suya encontrándome de lleno con sus ojos marrones que tanto

amaba contemplar.

—Siempre tienes la palabra justa para contrarrestar cada una de las mías. ¿Dónde aprendiste

a hacer eso?

—Contigo, mi amor —me regaló un pequeño beso en una de mis mejillas—. Nunca me has

dicho como se llamaba.

—Catherina.

—Es un hermoso nombre para el rostro de la bella mujer que admiré en las fotografías de la

casa de las montañas.

Exhalé un profundo suspiro aferrándome más a su mano.

—¿Sabías que tienes una debilidad por las mujeres de cabello marrón y ojos en la misma

tonalidad? —no pude dejar de esbozar una enorme sonrisa sin dejar de admirarla.

—¿Sabías que logras enamorarme más y más a cada palabra que expresas?

—Sin rodeos, Vincent, por favor.

—De acuerdo. A mi madre… la amaba más que a mi propia vida —me reflejé en el brillo

que emanaba de su mirada—. Siempre me aseguró que yo era la luz de su andar.

—No es la única.

En un acto voluntario besé su sien, pero ahora aferrando mi otra mano a la que nos mantenía

enlazados.

—Murió muy joven, pero eso creo que ya te lo comenté. Mi padre… —suspiré a sabiendas

de lo que no me gustaba recordar—… la abandonó a su suerte para dedicar su vida a sus excesos, su

trabajo y a las mujeres que frecuentaba. Se casó con ella por dinero, por darle una estabilidad al

saber que estaba embarazada y por el que dirán. Siempre estuve realmente convencido que no la

amaba.

—¿Cómo puedes asegurarlo?

—Por la misma forma en que no me amó a mí. Tan simple y sencillo como eso —dejé caer

mi vista esta vez en el piso al mismo tiempo que percibía los latidos acelerados de mi corazón y la

extremidad libre de Anna que acariciaba con delicadeza mi cabello—. Mi madre estaba enferma,

pero nadie lo sabía. Se lo ocultó a todo el mundo al igual que lo hizo con el profundo dolor que la

invadía con cada rechazo que le propinaba mi padre, quien solamente tenía tiempo para reprocharle

que no servía para nada.

Ambos guardamos silencio antes de que la charla prosiguiera.

—Y ahora esto y esta posibilidad…

—¿Qué posibilidad?

Me negué a expresarla por su bien y por el mío, pero no pude seguir callándola más, cuando

alzó mi barbilla para que nuestros semblantes quedaran a la misma altura.

—¿Qué posibilidad es esa? —replicó.

—Mi padre estaba totalmente sano, Anna. Sólo sus excesos y la ingesta desmedida de

alcohol que lo acompañó toda su vida lo deterioraron, al grado de… bueno, ya conoces esa parte de

la historia.

—Vincent, ¿en qué estás pensando? Por favor, no más secretos. Recuérdalo.

—Bruno habló de malformaciones congénitas, de antecedentes familiares y/o enfermedades

de parientes cercanos y… —tragué saliva antes de suspirar hondamente cuando su rostro me daba a

entender que ya cavilaba o quizá, comprendía lo que por razones obvias me negaba a decirle.

—Sabes si Emilia…

—Estoy totalmente seguro que de su parte no hay antecedentes.

—¿Por qué?

—Porque mi madre, mi amor, poseía un problema estructural en su corazón. Una

anormalidad congénita y hereditaria que afectaba el suministro de su sangre provocándole

insuficiencias cardíacas y problemas en las válvulas.

Juntó su frente con la mía al tiempo que su respiración se aceleraba y nuestras manos se

separaban, porque sólo deseaba abrazarme tras haber conocido de mi propia boca aquella indudable

verdad.

—¿Cómo lo supiste?

—Miranda. Mi madre se lo confesó antes de morir y ella, tras años de silencio, lo hizo

conmigo de la misma manera —busqué su boca con la mía porque anhelaba embriagarme de su dulce

aliento mientras miles de dolorosos recuerdos hacían estragos en mi mente y en mi corazón y el más

grande de todos ellos ansiaba ser liberado como la más clara de las certezas.

—Eso significa que… —su voz se detuvo por completo cuando una nerviosa sonrisa invadía

su semblante.

—Después de todas las malditas mentiras de Emilia y sus engaños, Leo sí sea mi hijo —.

Como adoré cuando sus labios se curvaron hacia arriba, pero tras una prominente sonrisa que dibujó

seguida de una débil carcajada que emitió dejándome embobado con ella. Porque Anna estaba feliz

con aquella remota posibilidad que había surgido de esta eventual e insospechada desgracia.

—Tienes que hablar con Bruno. Debes seguir adelante en ello sin dar pie atrás. ¿Me oíste?

No dejes que el tiempo transcurra si tu corazón te lo dicta con todas sus letras.

—Anna…

—Si Leo es tu hijo haz hasta lo imposible por saberlo y no permitas, por favor, que ella te

engañe y te haga sufrir una vez más.

¡Cómo amaba a esa mujer con toda mi alma!

—¿Estarás conmigo?

—En cada paso que de, señor Black.

Sonreímos a la vez que mis manos ascendían hasta apoderarse de su rostro y mis labios

hacían lo suyo asaltando su boca que ansiaba volver a besar. Pero aquella entrega tan sólo duró un

corto instante cuando la figura y más, específicamente la voz de Alex Duvall nos interrumpió,

filtrándose por mis oídos como la más desagradable y repugnante de las melodías que yo hubiese

escuchado nunca.

—Disculpa. Busco a Emilia Black. ¿La conoces? —le preguntó a Damián quien aún se

encontraba apostado en el pasillo unos metros más allá de nosotros—. ¿Puedes decirme donde está?

—¡Maldito cabrón hijo de puta! —intenté levantarme, pero con Anna deteniéndome y

conteniéndome.

—¡No! ¡Olvídate de él, por favor!

Pero jamás podría hacerlo, menos teniendo la mirada sombría de su infame cara ya

posicionada sobre nuestros semblantes.

—No, no la conozco —contestó Damián sin entregarle mayores detalles y asintiendo luego

hacia mí.

—¡Vincent, basta!

—¡Qué mierda hace en este lugar!

—¡Vincent Black! —pero ni siquiera su tono de voz exclamando mi nombre en forma de

súplica podían contrarestar las ganas que tenía de volver a partirle a ese infeliz su maldita cara.

Damián, por su parte, advirtió lo que sucedía y sin perder el tiempo avanzó a paso veloz hacia

nosotros para ocuparse de la situación, apartando a Anna, a la vez que expresaba ciertas palabras

que mi poderosa rabia no me dejó entender, no hasta que Emilia salió del cuarto y se encontró de

frente con Alex quien, de inmediato, la tomó del brazo para guiarla hacia otro lado del amplio y

pulcro pasillo en el cual todos nos encontrábamos.

Zafé de las manos de Erickson sin saber en qué momento me había retenido con ellas con la

desesperación corriendo por mis venas al igual que si fuera un virus letal. Suspiré, maldije entre

dientes con ambos observándome como si fuera algún tipo de desequilibrado dispuesto a cometer una

locura en el preciso instante en que Anna se aprestaba a contestar una llamada que no pasó

desapercibida para él ni para mí.

—Hola, Sam. Lo lamento, no estoy en casa. Por ahora no puedo. No, no te preocupes.

Estoy con Vincent, pero en el hospital. Sí, él está bien dentro de todo, pero no me pidas detalles, por

favor. Te lo agradezco. Sí, me haría bien verte. Sería estupendo. Te espero.

Capítulo XIX

Desde el umbral de la puerta entreabierta de la sala donde Vincent se encontraba junto a su

hijo los observábamos a ambos, Miranda y yo. Después de la confesión que me había relatado frente

al gigantesco presentimiento que envolvía cada pedazo de su ser, infinitas preguntas se habían

agolpado dentro de mi mente a las cuales, una a una, debía otorgarles algún tipo de respuesta.

Con mi cuerpo de espaldas a un muro y la mirada oscura de Miranda colmada de

preocupación vagando de un lado hacia otro como si intuyera que algo me aprestaba a inquirir

suspiré, reuní fuerzas y coraje suficiente a la vez que buscaba las mejores palabras con las cuales

empezar a hablar, diciendo:

—¿Por qué jamás le realizó una prueba de ADN?

Sus ojos en una milésima de segundo se depositaron en los míos, inseguros, fríos, pero a la

vez expectantes.

—No más secretos —le devolví, dibujando una sonrisa en mis labios—. Eso fue lo que

acordamos él y yo.

Suspiró como si lo necesitara para seguir viviendo antes de animarse a contestar.

—Su dolor, su impotencia, su grandísima frustración frente a todo lo que Emilia le había

relatado como si fuera algo de lo más normal del mundo lo llevaron a tomar decisiones apresuradas.

Estaba como un loco que no admitía razones, menos entendía los porqué que en ese instante y a su

alrededor abundaban con demasía —. Se llevó una de sus delicadas manos hacia sus ojos para

detener las pequeñas y solitarias lágrimas que intentaron rodar por una de sus mejillas—. En todo lo

que pudo pensar fue en… marcharse muy lejos y lo más pronto posible pretendiendo desprender de sí

todo lo que esa mujer y su padre le habían causado. Emilia se lo había refregado en el rostro, Anna.

Tras años de estar junto a él, de supuestamente amarlo, de animarse a vivir una vida a su lado, de

haber contraído matrimonio, le había expresado y afirmado que Leo no era su hijo sino de su padre

—suspiró profundamente, pero esta vez cerrando los ojos—. Realmente… no sé como Vincent lo

pudo soportar.

—Pero hay una clara posibilidad que ella le haya mentido todos estos años, Miranda.

Antes de posar su vista nuevamente sobre la mía sonrió de medio lado, colocando una de sus

manos sobre su corazón.

—A pesar de todo lo que ha sucedido hoy con mi nieto… estoy convencida que así lo es.

Me dirigí hacia ella para tomar sus frías manos entre las mías cuando sus ojos ahora invadían

mi rostro por completo.

—Yo también lo estoy y no dejaré que esa posibilidad se la lleve el viento. Si Leo es su

hijo, Vincent debe saberlo.

Ambas volteamos la mirada hacia él que en aquel instante acariciaba el cabello de su

pequeño con devoción mientras sus ojos azul cielo no se apartaban de los suyos.

—Emilia no permitirá que lo haga, Anna. Esa mujer es de temer.

—De temer o no Vincent tiene derecho a saberlo —repetí con ansias—. ¿No crees que ya es

tiempo que los secretos salgan a la luz?

Apretó un tanto más fuerte mis manos con las suyas mientras su barbilla temblaba.

—No dejaré que decaiga —enfaticé—, no dejaré que huya, menos que se envuelva en su

propia coraza y sus fantasmas del pasado una vez más, porque ahora es mi turno de ayudarlo, de ser

fuerte para ponerlo de pie. Lo amo con mi vida y haré lo correcto por todo lo que nos une.

Sus ojos regresaron a los míos y terminaron reflejándose en ellos de una increíble manera.

—Y él te ama infinitamente a ti —liberó una de sus manos y ésta recayó sobre mi largo

cabello—. Eres lo mejor de su vida y eso es indudable.

—Sólo una parte de ella —ratifiqué, volteando la mirada enseguida hacia Leo—, porque la

otra se encuentra precisamente allí. Con su padre.

Al cabo de un momento salí hacia el pasillo principal para ir por una botella de agua hacia la

máquina expendedora con Damián siguiendo de cerca mi presuroso andar.

—¿Cómo está Leo? —quiso saber una vez que nos detuvimos frente a ella.

—Un tanto más repuesto, pero tendrá que quedarse en observación por esta noche. Hay…

una situación que Bruno debe corroborar antes de dejarlo marchar a casa.

—¿Y Black? —prosiguió, deteniéndome.

—Black… creo que lo lleva cada vez mejor. Al menos se encuentra sereno y evitando a toda

costa no deshacerse de las dos ratas de alcantarilla que ya conoces.

Sonrió a la par que sacaba su teléfono desde el interior de uno de los bolsillos de su

desgarbado jeans. Sólo un par de segundos le bastaron para marcar un número mientras me veía

depositar mi dinero en la máquina para obtener lo que ansiaba beber.

—¡Rayos! —escuché el repiqueteo de mi móvil que comenzaba a vibrar dentro de mi bolso.

Lo saqué enseguida desde el interior sin reconocer el número que efectuaba la llamada.

—¿No vas a contestar? —enarcó una de sus cejas a la vez que colocaba su teléfono en su

oído—. Puede ser importante.

Así lo hice, pero antes dándole las debidas indicaciones para que fuera él quien terminara de

realizar la compra en la máquina expendedora.

—Sin gas y sin sabor, por favor.

Un solo asentimiento suyo recibí de vuelta tras aceptar la llamada.

—¿Hola?

—Hola. ¿Cómo estás? —respondió Damián sonriendo como un maldito loco—. ¿A qué no

sabes con quién hablas?

Entrecerré la vista sin entender lo que ocurría para luego voltearme hacia él con evidentes

ganas de querer estrangularlo.

—¿Perdón? —solicité una convincente explicación de su estúpido acto.

—Regístralo —pidió, pero más bien como una clara exigencia—. Puede que algún día lo

llegues a necesitar.

—¿Por qué tienes…? —me detuve ante mi para nada inteligente interrogante—. Olvida que

lo pregunté.

—De acuerdo. Números corroborados. Ahora ya conoces el mío.

—¿Sabes todo con respecto a mí, verdad?

—Sólo lo más importante. Lo demás… me encantaría conocerlo con el tiempo.

—Eso lo veremos. No me fío tan prontamente de la gente, menos cuando guarda secretos que

de formas “tan convencionales” pretende sacar a la luz.

—Podría decir lo mismo de ti, pero prefiero morderme la lengua. Por hoy ya han sido

bastantes batallas en las cuales he tenido que participar.

Sin duda alguna, cuando deseaba ser sarcástico Damián era difícil de tolerar.

—¡Qué gracioso! —volví a depositar mis ojos sobre mi móvil para añadir su número—.

Dime, ¿hay expedientes sobre mí?

—Los hay.

Aquello me hizo sonreír con sorna.

—Porqué no me sorprende.

—¡Sorpresa! —atacó, entregándome la botella—. No olvides registrarlo, por favor. Es

necesario que lo tengas.

—¿Es necesario? —tomé la botella entre mis manos.

—Sí, lo es. Después de todo soy tu guardaespaldas.

—No me lo recuerdes, pero gracias de todos modos. Pues… —pensé en qué nombre debía

colocarle para identificarlo—. Damián, Capitán o…

—Sólo A. R.

—¿A. R.? —fruncí el ceño devanándome los sesos, buscando así alguna explicación lógica a

ese par de letras que había articulado.

—Sí, sólo A.R. Hay que guardar las apariencias —me otorgó un guiño.

—¿Y eso significa…?

—Un alias. Es el que solía utilizar en las misiones de paz que realizaba en el medio oriente.

Todos en la unidad debíamos poseer uno.

Pensé por un momento en un nombre gracioso. ¿Por qué? No lo sé.

—¡Vaya! ¿Cómo cuál, por ejemplo?

—Águila Real.

—Águila Real… —repetí, incrédula—. ¡Qué estilo!

Se carcajeó al oírme mientras se llevaba una de sus manos hasta su nuca.

—Siempre han dicho eso de mí. ¿Qué no lo logras apreciar? Creo que eso se nota más que a

simple vista.

¡Arrogancia pura!

—No te extralimites, por favor.

Se encogió de hombros sin dejar de observar la sonrisa de medio lado que naturalmente se

alojó en mi boca.

—Así que Águila Real… ¿y por qué precisamente utilizabas ese nombre?

—Por su fuerza y liderazgo, por lo que irradia y lo que es capaz de hacer. El Águila es

metódica, sagaz, intuitiva y cuando quiere atacar a su presa lo hace sin contemplaciones. Además, es

una de las aves más imponentes del mundo.

—¡Wow! Eso responde con creces a mi pregunta. Gracias. De acuerdo, muchacho, me has

convencido. Entonces, será A.R.

Sólo un par de segundos me bastaron para guardarlo entre mis contactos cuando la vocecilla

de Sam nos alertó.

—¡Anna! ¡Anna!

Volteamos la vista hacia ella quien caminaba hacia nosotros con su rostro totalmente

compungido.

—¿Por qué no me avisaste antes? —se aferró a mí dándome un apretado abrazo—. Podría

haberte acompañado desde el primer momento y… ¿qué hace él aquí? —quiso saber realmente

interesada en la figura de Damián—. No me digas que lo llamaste a él antes que a mí.

De inmediato y ante un fiero vistazo que Damián me otorgó supe que no debía responder más

de la cuenta.

—Destino. Estaba… en el momento exacto cuando todo ocurrió.

—Ya veo… ¿Qué tal, Damián? —esta vez se dirigió hacia él otorgándole algo más que una

cordial sonrisa que no logró disimular.

—Todo bien. Gracias. ¿Tú?

—Ahora muchísimo mejor —lo inspeccionó de arriba hacia abajo—. Es… sorprendente

verte aquí. Jamás imaginé que ustedes dos fueran tan amigos.

Sonrió irónicamente enarcando una de sus castañas cejas. Estaba molesto. Sí, podía advertir

que aquel comentario malintencionado de Sam lo había puesto rápidamente de mal humor.

—Ya ves. La vida te da muchas sorpresas —. Al mismo tiempo que le respondía comenzaba

a teclear algo en su móvil.

—Soy conciente de ello. Sólo preguntaba porque la verdad me asombra mucho verte aquí.

—Anna acaba de explicarte que estaba en el momento exacto cuando todo ocurrió. ¿Por qué

te asombra tanto?

Sam sonrió con descaro, pero guardando silencio sin nada más que decir mientras oía el

sonido de mi móvil que vibraba, inesperadamente. Lo tomé enseguida para cerciorarme de quien se

trataba cuando advertía en la pantalla un mensaje que decía más o menos así:

“Nada de detalles sobre Leo o sobre ti. No preguntes el porqué. Sólo hazme caso.”

Rápidamente tecleé un escueto texto de vuelta hacia quien “amablemente” me lo había

enviado mientras Sam no dejaba de hablar sobre ciertas trivialidades a las que ni siquiera les presté

atención.

“No seas paranoico.”

“Paranoico no, precavido. Confía en mí por una vez sin hacer preguntas. ¿Es tan difícil

para ti?”

“Es Sam, Damián, no una asesina en serie.”

“Sólo confía en mí, por favor” finalizó, guardándose posteriormente el móvil en el bolsillo.

—Y así nos la pasamos muy bien en ese bar. Ah, me olvidaba, los chicos del restaurante te

envían saludos.

—Gracias —alcé la mirada algo confundida tras leer y tratar de comprender el trasfondo de

su último mensaje—. Yo eh… —no sabía que rayos decir porque la verdad no había escuchado sus

palabras.

—¿Estás bien? Te noto cansada. ¿Por qué no vamos a casa? —sugirió al evidenciar la

palidez de mi semblante.

—La verdad es que ha sido un día… —pero no pude seguir hablando tras el movimiento de

cabeza que Damián realizó y que a grandes rasgos significaba un “cierra la boca, Anna”.

—Cuéntame. Sabes que puedes confiar en mí.

Y otro gesto suyo recibí, pero esta vez algo más que desafiante.

—Lo sé. Gracias, pero la verdad no quiero hablar de ello.

—De acuerdo —expresó no muy convencida—. Pero sabes que estoy aquí para ti. Siempre.

Tan solo asentí con la mirada de Damián invadiendo en gran medida la mía. ¿Qué no se

cansaba de amedrentarme de esa forma tan enfermiza? ¡Era Sam por Dios y no una terrorista de Al-

Qaeda!

—Pero que ven mis ojos —manifestó de pronto, pero en tan sólo un murmullo—, ¿qué no es

el imbécil del restaurante el que se encuentra ahí?

A la distancia Alex Duvall no cesaba de charlar con Emilia, seguramente sobre la salud de

Leo.

—No me lo recuerdes, pero sí, es él —evité a toda costa colocar mis ojos en aquellos dos

seres que para nada me eran gratos de admirar.

—El mundo es un pañuelo, amiga. Venir justo a encontrártelo aquí. Y esa mujer… ¡Por

Dios! ¡Si es la víbora de cuatro cabezas!

—Y la ex esposa de Black. ¿Qué no la recuerdas? ¿La cena?

Con mucho más interés Sam dejó caer su poderosa vista sobre aquellos dos seres que aún

charlaban a la distancia.

—Claro que la recuerdo. ¡Cómo no podría hacerlo!

—Anna, ¿por qué no bebes un poco de agua? —me sugirió Damián tras enarcar una de su

cejas, arrebatarme la botella de las manos, destaparla y volver a entregármela con algo de ferocidad

—. Por favor, hazlo rápido y asegúrate que sea una buena cantidad. Créeme, te hace falta.

***

Emilia no deseaba dar su brazo a torcer, menos teniendo a Duvall frente a su semblante. ¿Por

qué? Sencillamente, porque se lo había prometido a ella misma y lo seguiría llevando a cabo costara

lo que costara luego de la increíble confesión que jamás pidió escuchar. ¿Alex hijo de Guido

Black? No, eso era una invención, una más de sus sucias jugarretas, uno de sus malditos planes para

hundir a Vincent. Sí, eso debía ser, parecía tener más sentido. Tragó saliva, hundida en sus

pensamientos sin notar como él no le quitaba los ojos de encima realmente interesado en lo que no

cesaba de rodar al interior de su mente.

—¿Te dignarás a contestar o piensas tenerme gran parte de la tarde de pie frente a ti,

observándote? Paciencia no tengo, querida, eso lo sabes de sobra.

Ni siquiera sabía a qué se refería con aquellas palabras.

—Emilia… —insistió una vez más.

—No… debiste haber venido.

—No fue eso lo que te pregunté. Además, me importa una mierda que Black o cualquiera nos

vea. ¿Qué ocurre con tu hijo? Y por favor, deja tu puto silencio de lado que ya comienzas a

desesperarme.

—Mi hijo no tiene nada —contestó de sopetón—. Sólo tuvo una caída —. Se obligó a no

mirarlo a los ojos mientras le respondía. ¿Por qué? Básicamente, porque Duvall era demasiado

astuto, la conocía y sabía muy bien cuando estaba mintiendo. Como ahora, por ejemplo.

—Deja de lado tus patéticos jueguitos. Sabes de sobra que tus mentiras me tienen sin

cuidado. ¿Qué mierda ocurre con tu hijo? Me lo dices tú o lo averiguo yo.

Alternativas… las necesitaba. Si él llegaba a conocer del todo la condición de Leo…

—¡Acabo de decírtelo, joder! ¡Tuvo una caída cuando estaba en el parque!

Alex entrecerró la mirada aún sin tragarse una sola de sus palabras.

—Se desvaneció mientras jugaba con la zorra esa. Le están practicando algunos análisis.

¿Contento?

No le contestó. Prefirió no ahondar por ahora en ese tema. Ya se encargaría Sam de

entregarle los pormenores que Anna le revelaría tras su inminente llegada al hospital.

—No, pero por ahora no te abrumaré. Te quiero tranquila para que no termines montando las

escenas que acostumbras realizar, ¿de acuerdo? ¡Sin ningún tipo de escenas! —acentuó, acechándola

con sus ojos negros.

—¿Por qué no te vas? Tu presencia aquí…

—Mi presencia qué.

«¡Piensa, Emilia, piensa!».

—Es perjudicial. Sólo lo provocas, ¿qué no te das cuenta?

—¿Y tú crees que me importa lo que mi hermano sienta por mí?

Abrió los ojos a la vez que casi se atragantaba ante lo que había oído y él había expresado

tan suelto de cuerpo.

—¿De qué te sorprendes? Ya te confesé mi verdad. Soy hijo de Guido Black, le pese a

quien le pese.

Volvió a tragar saliva, pero ahora con un evidente nudo de proporciones creciendo en su

tráquea.

—¿Por qué mierda me engañas? ¿Qué quieres conseguir? ¿Qué me vuelva loca? ¡Tú no

eres…!

Rápidamente, la jaló con fuerza para apartarla de las miradas que ya sabía que se cernían

sobre él.

—¿Qué acabo de expresar? ¡Deja tus putas escenas de desequilibrada de lado! ¡Aquí no!

¿Quieres echarlo todo a perder?

«¡Lárgate! ¡Por lo que más quieres sal de mi vida y olvídate de mí!» , repetía su mente sin

descanso, porque la verdad no lo quería cerca de sí y menos de su hijo.

—¿Qué no me oíste? —atacó tras sujetarla con más fuerza.

—¡Suéltame, por favor!

—Entonces, por una vez en tu vida haz algo bien. Hay mucho por ganar y mucho por perder.

¿Tú qué prefieres, Emilia?

Eso lo tenía más que claro. Ni lo uno ni lo otro le interesaban, sino más bien deseaba a toda

costa desaparecer.

—No lo sé. Por ahora sólo puedo pensar en mi hijo.

Su respuesta sólo consiguió hacerlo reír de frenética manera mientras acercaba su rostro al

suyo, pero más específicamente su boca hasta alojarla en su oído.

—Eso no te lo crees ni tú.

—¡Amo a mi hijo!

—No, dulzura. Tú amas lo que tu hijo te puede ayudar a conseguir. ¿Por qué me engañas?

¿Por quién me tomas? O es que acaso… ¿ya no me quieres?

Emilia cerró los ojos en el mismo instante en que cada una de sus palabras se colaban por sus

oídos, sarcásticas, mordaces, sin sentido.

—Una mano lava la otra, cariño, y las dos… o mejor dicho las cuatro… lo hacen

eficazmente.

«¡Lárgate!». Gritó su mente una vez más ya fuera de sus cabales.

—¿Me oíste? —. Pero ella sólo asintió sin nada que agregar—. ¿Me oíste? —repitió

Duvall, asegurándose esta vez que lo mirara directamente a la inmensidad de sus ojos negros.

—Sí —y así lo hizo percibiendo el incesante dolor que le propinaba la poderosa mano que

tenía alojada en su extremidad derecha—. Ya… te oí.

—Me parece perfecto porque en el fondo sabes lo que te conviene, amorcito. Porque

indudablemente sabes… que ya no puedes huir de mí.

***

Me alejé un momento de Sam y de Damián para charlar a solas con Bruno que evidentemente

ya estaba al tanto de todos los planes de Black que yo aún desconocía.

—¿Cómo te sientes? Te noto algo pálida. ¿Te estás alimentando bien?

—Sólo estoy preocupada. Son muchas las cosas que abundan en mi cabeza y más, con ese

par metidos aquí.

Bruno deslizó la vista hacia Emilia y Duvall.

—Una escoria peor que la otra. ¿Vincent está con Leo?

—Y con Miranda.

Sus ojos regresaron a los míos.

—Anna… sé que no debo inmiscuirme, pero…

—¿Tú? —sonreí—. Por favor, no me hagas reír —. Él también sonrió tras mi inusitado

comentario que se relacionaba directamente a como ambos nos habíamos conocido, después de la

afrenta con Victoria, en este mismo hospital.

—De acuerdo. Reformularé. Voy a inmiscuirme porque sé a cabalidad lo que tu novio

pretende hacer por las buenas o por las malas.

¿Por qué su bendita respuesta me preocupó más de la cuenta?

—Escúpelo y sin rodeos.

Tras un largo suspiro que emitió terminó confesándome que Vincent planeaba y deseaba a

toda costa realizarle un examen de ADN a Leo con o sin el consentimiento de su ex mujer.

—Y se supone que tú vas a ayudarle.

—Supones bien.

Me llevé ambas manos al rostro con las cuales lo cubrí de inmediato.

—No estoy en contra de que lo haga. Al contrario, me parece lo más sensato después de todo

lo que está ocurriendo con Leo. Sinceramente, considero que ya es hora que esa arpía hable con la

verdad, pero…

—Pero…

—Algo me dice que no será tan fácil hacerlo —las aparté para continuar.

Bruno sonrió tras entrelazar sus manos.

—Ya tengo su sangre, Anna.

Un solo segundo me bastó para fijar mi absorta vista sobre la suya.

—Estás…

—Sí, lo estoy.

—¿Consciente de lo que arriesgas si esa mujer…?

Se encogió de hombros, palmeando cariñosamente una de mis manos.

—Muy consciente. A veces hay que correr riesgos, dejar todo de lado por conseguir lo que

realmente anhelas. Con Amelia no lo hice y por mi falta de tiempo, dedicación y otras situaciones

que viví, bueno… terminé perdiéndola.

Sus palabras oprimieron mi corazón al mismo tiempo que silenciaba de considerable manera

el sonido de mi voz.

—Sé que esto no es lo mismo, pero también sé que de alguna u otra forma fue lo mejor. Ella

debía encontrar su propio camino que, obviamente, nunca estuvo unido al mío.

—Lo siento muchísimo.

—También yo, porque no sabes lo que tienes a tu lado hasta que lo pierdes o,

definitivamente, hasta que alguien mejor que tú te lo arrebata de las manos. Se lo expresé

abiertamente a alguien una vez: —sonrió—. “Durante gran parte de mi vida entendí al amor como

una especie de esclavitud consentida, pero hoy me doy cuenta que no es así, porque la libertad sólo

existe en la medida que también exista el amor, ese paradójico sentimiento que nos hace entregarnos

totalmente sin sentido ni razón, sentirnos libres y darlo todo al máximo sin responsabilizar al otro por

lo que siente por alguien más; sin culpas, sin reproches. Porque nadie pierde a nadie, porque nadie

posee a nadie.”

—Ese alguien al que te refieres… no se llamaba Amelia Costa, ¿verdad?

Suspiró profundamente mientras alzaba la mirada y la perdía temporalmente en un preciso

punto muy distante.

—No —confesó—. Y se suponía que el chismoso era yo.

—Pues, ya vez… no eres el único que se inmiscuye en las vidas ajenas.

Movió su cabeza aprestándose a ponerse de pie cuando notaba que yo realizaba el mismo

movimiento.

—Dime su nombre —lo insté con el bichito de la curiosidad revoloteando en mi cabeza.

—¿Qué nombre?

—El de ese “alguien.”

Me observó como si estuviera chiflada.

—Olvídalo.

—¡Eres un cobarde, Bruno! ¿Dónde quedaron esas ganas de correr riesgos? ¿Y así

pretendes ayudar a Black? ¡No me jodas!

—¿Qué pretendes?

—Sólo que hables con la verdad. Tranquilo, me ocuparé que Amelia jamás lo sepa. Asunto

arreglado.

Se carcajeó como nunca tras situar una de sus manos en su barbilla, meditándolo.

—Me siento como si estuviera ad portas de firmar un contrato con el mismísimo demonio.

—Te lo aseguro, de aquí no sale. ¡Vamos, gallina, habla! —ataqué.

—¡Cierra la boca, Anna Marks! —contraatacó, pero con su semblante lleno de risa.

—No te hará menos hombre, al contrario, serás…

—Gracia —pronunció, interrumpiéndome—. Gracia… Montes —concluyó—. Y ahora

olvídalo, ¿quieres?

—¿Olvidarlo? No sé de qué hablas, menos a qué te refieres. ¿Tú sí?

Me negué a marcharme de su lado utilizando un sin fín de justificaciones que no dieron el

resultado que yo esperaba. ¡Maldición! Black estaba empecinado en dejarme ir junto a Sam y

Damián aunque no lo deseara y yo sabía perfectamente el por qué: la jodida charla que debía

mantener a solas con Emilia.

Lo abracé fuertemente tras repetirle una y otra vez cuanto lo amaba antes de besarlo y

desprenderme de sus brazos que parecían no querer soltar los míos. Luego, un último vistazo selló

nuestro adiós cuando le expresaba ahora a Damián, pero más bien con sus ojos azul cielo un

“cuídala”, a lo que él automáticamente respondió un “así lo haré”.

Subíamos las escaleras hacia nuestro piso los tres en completo silencio. Ya eran más de las

diez de la noche y aparte de cansada comenzaba a sufrir de un molesto dolor de cabeza que no me

había abandonado desde la salida del hospital. Sólo ansiaba llegar a casa para tomar un baño, unos

analgésicos y descansar. ¿Comida? Ni hablar de ella porque con el sólo hecho de dejar a Black a

merced de la víbora de cuatro cabezas mi apetito se había esfumado por completo.

Ya frente al umbral nos despedimos. Sam se quedaría un momento en casa y Damián, eso era

más que obvio, lo tendría del otro lado de mi puerta en cosa de segundos. Mal que mal ya tenía su

número de teléfono para cualquier eventualidad que se pudiese suscitar. Pero antes de entrar a casa

un nuevo mensaje de texto suyo se dejó caer en mi móvil advirtiéndome lo que me había expresado

de tan amable manera en el pasillo del hospital.

“Recuerda atar muy bien esa lengua que tienes. Y si no logras conseguirlo bebe mucha agua. No

me interesa quien sea Sam. La verdad, no confío en ella. Los gestos te delatan todo el tiempo,

Anna. No lo olvides.”

—¡Voy a darme una ducha! —grité, dirigiéndome a mi cuarto—. ¡Estás en tu casa, Sam!

—No te preocupes, Anna, yo me encargo de todo. ¿Quieres que te prepare algo de comer?

—Gracias, pero no tengo hambre.

—¿Qué tal un té?

—Sí, un té me parece perfecto. Gracias.

—Gracias a ti —murmuró bajito sonriendo maquiavélicamente mientras observaba por

última vez el pórtico que separaba la cocina de la sala de estar—. Porque esto no lo hago por ti, mi

amor, sino sólo por mí —acotó en silencio entrecerrando la mirada y volteándola, a la vez que

evocaba por sobre todas las cosas a la figura del hombre al que tanto amaba—. Porque no eres sólo

tú quien posee un as bajo la manga —sacó desde el interior de uno de los bolsillos de su abrigo una

pequeña botellita con un líquido transparente a la cual admiró con cierta devoción—. Veremos quien

vuela más alto, Duvall, veremos quien puede más, si tu linda princesita o tu maldita golondrina a la

cual yo misma y lentamente me encargaré de… —se carcajeó—… cortarle las alas. ¡Anna, no

demores! —vociferó a la distancia—. ¡Tu té… espera por ti!

Capítulo XX

Admiraba la luna desde una de las ventanas de la clínica meditando seriamente en lo que me

aprestaba a realizar, porque estaba decidido a llevarlo a cabo y a seguir adelante por el bienestar de

mi hijo. Eso era lo único que me importaba, pero antes debía dar el paso final: Emilia.

Suspiré antes de voltear y caminar hacia la habitación en donde Leo dormía con ella a su

lado. Por lo tanto, sin perder el tiempo abrí la puerta y entré de lleno al cuarto en el preciso instante

en que Emilia alzaba la mirada y sonreía, tal y como si me estuviera dedicando ese singular gesto.

—¿Está dormido?

—Profundamente, Vincent. Lamento si querías estar a su lado antes que cerrara sus ojitos,

pero estaba muy cansado.

—No te preocupes. Me quedaré toda la noche así que puedes volver a casa cuando lo

desees.

—Gracias, pero no me moveré del lado de mi hijo.

—También es mi hijo —subrayé y más por todo lo que presentía que sucedería entre los dos.

—Siempre has sido un buen padre y ante ello no tengo nada que objetar. ¿Quieres sentarte?

Te lo advierto, tendrás que tolerarme porque no pienso moverme de este cuarto.

Suspiré otra vez mientras caminaba hacia uno de los sofás que se encontraban a un costado de

la cama en la cual Leo dormía plácidamente.

—Es un hombrecito muy valiente —prosiguió, acariciando una de sus pálidas manos.

—Siempre lo ha sido —desanudé un poco el nudo de mi corbata—. A veces, me asombra

demasiado la forma en la que se comporta dándome a entender más bien que el hijo soy yo.

Sonrió ante mi enunciado, pero sin apartar la vista de su semblante afirmó:

—Es lo mejor que la vida me pudo entregar.

Cerré los ojos ante lo que había expresado porque, sin duda alguna y sin quererlo, me estaba

dando el pie para que iniciara la conversación que deseaba mantener ahora más que nunca.

—Haré un viaje —articuló, sorprendiéndome—. Creo que es tiempo que nos marchemos a

un nuevo lugar. ¿Qué opinas? —se volteó por completo para cruzar su mirada con la mía.

—¿Qué estás diciendo?

—Un viaje, Vincent. Nos hará bien a los dos. Además, así dejo de interferir en tu vida.

Suena genial, ¿o no?

—Te lo vuelvo a repetir, ¿qué estás diciendo? ¿No te das cuenta de lo que le sucede para

pensar en llevártelo lejos de mí?

—Me ocuparé de ello. Lo prometo. Sabes que en el extranjero estará muchísimo mejor

atendido que aquí.

Moví mi cabeza de lado a lado asimilando cada idiotez que salía de sus labios.

—No estás pensando con la cabeza, Emilia.

—Claro que no, lo estoy haciendo con mi corazón. Es mi hijo, no lo olvides.

—¿Estás completamente segura? —di la primera estocada que causó expectación en su rostro

cuando la oyó—. Porque yo no.

—¿A qué te refieres? Soy su madre. ¿Qué pretendes? Sabes de sobra que…

—¿Mi padre y tú? —sonreí de medio lado, interrumpiéndola, y levantándome del sofá—.

Esa es una historia que conozco a la perfección, pero aún así mantengo mis dudas.

—¡Qué dudas, por favor! A estas alturas de nuestra vida ya lo deberías tener más que claro.

¡Leo no es tu hijo biológico sino tu hermano!

—Pruébalo —la desafié desencajándola con mi convincente exigencia—. Una prueba de

ADN, Emilia, sólo una prueba y después de los resultados puedes hacer lo que quieras.

En silencio se quedó tras lo que expresé decididamente, como si no hubiese terminado de

comprender lo que le decía.

—No puedo… creerlo —realmente inquieta se levantó desde donde se encontraba sentada

para encararme—. ¿Después de cinco años, Vincent Black, vienes y me pides una prueba para que te

lo demuestre?

—Eso justamente acabo de decir.

—¿Por qué? —inquirió totalmente incrédula, deteniéndose frente a mí en actitud desafiante.

—Porque jamás he confiado en ti desde el maldito día en que me engañaste.

—Estás loco si crees que aceptaré semejante petición. Leo es hijo de Guido, ¡asúmelo como

tal!

—¡Jamás! —sin amilanar mis imperiosas ganas de conocer toda la verdad sobre ello se lo

grité al rostro—. Nunca aceptaré lo que mi corazón me dicta que no es cierto, porque Leo es mi hijo

y tú lo sabes bien. ¡Deja ya de mentir!

—¡Y tú deja de creer en un cuento de hadas! —me rebatió enseguida, afrontándome y

plantándose frente a mí, soberbiamente—. ¡Estuve una sola vez contigo después de mucho tiempo,

pero me revolqué muchas más con tu padre porque él si sabía complacer a una mujer!

Sonreí con sorna situando una de mis manos en mi entrecejo. ¿Qué quería conseguir? Sacar

sus afiladas garras muy despacio para terminar dando el zarpazo final.

—Tu relación o lo que hayas tenido con él ya no es asunto mío. En realidad, hace mucho

tiempo dejó de ser una preocupación para mí. No así la vida de mi hijo y todo lo que conlleva. Si te

quieres marchar hazlo, pero sola. Leo no saldrá del país, menos en las condiciones que se

encuentra. ¿Qué no oíste a Bruno? ¿Qué no prestaste la más mínima atención a todo lo que nos

explicó? ¿Qué mierda tienes en la cabeza?

—Dolor, sufrimiento, rabia y agonía… eso es lo que hace mucho tiempo tengo alojado dentro

de mí y no sólo en mi cabeza.

La observé sin apartar mis ojos de los suyos tal y como hace mucho tiempo no lo hacía.

—Me equivoqué, ¿de acuerdo? Lo pagué con creces, pero tú… —sonrió con descaro—…

jamás perdiste tu tiempo. Al contrario, te encargaste de borrarme de tu cuerpo y de tu piel con la

primera zorra que se te cruzó por delante.

Guardé silencio notando como su mirada parecía cristalizarse, lentamente.

—Cuando tú y yo podríamos haber sido tan…

—¿Felices? —percibí como mi estómago se volteaba y contraía al evocar a la figura de mi

padre—. ¿Después de todo lo que hiciste? ¿Después de cómo me engañaste y humillaste

revolcándote con…?

—Guido —finalizó por mí—. El único padre de mi hijo —sostuvo enérgicamente para que

no me quedaran dudas al respecto—. Quita de ti esa estúpida idea que vaga en tu mente porque Leo

es su hijo y siempre lo será, aunque tú pienses lo contrario.

—Demuéstramelo —volví a declarar, tajante, porque jamás daría pie atrás en mi ferviente

convicción—. Da tu consentimiento para realizar la prueba y después de ello te dejo en paz.

—¿Con quién crees que estás hablando? ¿Con una soberana inepta? Jamás me dejarás en paz

y eso tú lo sabes perfectamente porque aunque estés con esa zorra y te revuelques una y mil veces

con ella sabes que la única mujer de tu vida y la que te hizo vibrar, desear y anhelar un futuro fui yo.

Apreté mis manos, empuñándolas, a la vez que intentaba calmarme.

—Aquí no hay pruebas para refutar los hechos que ya son patentes, Vincent. Leo es mi hijo y

de Guido y siempre lo será. Algún día sabrá que te hiciste cargo de su vida por… que el destino así

lo quiso, pero no hay nada que probar. Te lo repito, aquí y en esta historia ya no hay nada más que

probar.

La oí atentamente mientras en mi cabeza elucubraba el siguiente paso que estaba dispuesto a

dar.

—Por tu bien espero que así sea, Emilia —fijé mis ojos en mi hijo una vez más antes de salir

del cuarto raudamente con destino hacia el pasillo principal. Me alejé de la habitación sacando

desde el interior de mi bolsillo mi teléfono para buscar el número con el cual ansiaba comunicarme.

“Serenidad ante todo” , me repetía mi conciencia en cada paso que daba cuando la voz de Bruno se

hacía audible finalmente a través del aparato.

—Está hecho.

—No aceptó, ¿verdad?

—No, pero era la más clara de las posibilidades que barajaba.

—Entonces…

—Sigo adelante sin dar pie atrás.

—¿Estás seguro? Sabes que puedes…

—¿Perder más de lo que ya he perdido? No lo creo, porque esta vez estoy seguro que voy a

ganar. Leo es mi hijo y nada ni nadie me hará pensar lo contrario.

—De acuerdo. Sólo dame cuarenta y ocho horas y tendrás los resultados en tus manos.

—Perfecto. Sólo cuarenta y ocho horas… —suspiré, resignado—. Si he esperado cinco

años de mi vida para esto de seguro puedo lidiar con dos días más.

***

A la mañana siguiente, Michelle no cesaba de observar el campus de la universidad a través

de la amplia y luminosa ventana de su oficina por la cual se filtraban los primeros rayos de sol.

Estaba ansiosa, característica que había desarrollado a plenitud desde que había visto a su hija por

primera vez cuando ambas fueron presentadas por Renato, el Decano, aquel día en que todo cambió y

mejoró considerablemente colmando el gigantezco vacío que llevó consigo por tantos y tantos años.

Bebió de la taza de café que sostenía en una de sus manos mientras observaba su reloj de

pulsera que ya marcaba las ocho y treinta de la mañana. Su primer pensamiento lo elevó hacia ella

cuando comprendió que algo no encajaba bien, más aún porque Anna nunca se retrasaba.

Unos segundos después el sonido de su puerta la hizo sonreír creyendo firmemente que era

ella quien se hacía presente, pero la sonrisa se le borró del rostro al evidenciar que era Renato quien

se encontraba allí dispuesto a saludarla.

—Buenos días, Michelle.

—Buenos días —contestó, suspirando.

—¿Sucede algo? ¿Dónde está Anna? Pensé que la encontraría aquí.

—No lo sé. La estoy esperando, pero aún no ha dado señales de vida.

—Ya llegará. Seguro tuvo algún percance con el transporte de esta bendita ciudad. Ahora

cuéntame, ¿cómo estuvo la cena?

Mantuvieron la amena charla mientras el tiempo parecía transcurrir a toda prisa cuando

Michelle, a grandes rasgos, le comentaba lo que había acontecido al interior de su morada.

—No imaginas la alegría que me da que todo esté evolucionando positivamente.

—Y todo gracias a ti. Si no me hubieras otorgado la plaza para regresar a Chile y más,

específicamente, a esta universidad donde Sebastián trabajó por muchos años no sé que hubiera sido

de mí.

—Fue el destino, Michelle, un destino que fue intervenido por el hombre que un día tú y yo

conocimos y quisimos.

—Fue uno de tus mejores alumnos, ¿verdad?

—Así es y un hombre excepcional que hizo todo lo posible por salir adelante con su hija a

cuestas.

Michelle tembló y Renato lo notó por la forma en que se estremeció la taza de café que aún

sostenía entre sus manos.

—Te pedí que confiaras en mí cuando viste su fotografía en la sala del profesorado la

primera vez, ¿lo recuerdas?

Ella sólo asintió.

—Y así lo hiciste de principio a fin porque tenías alojada en tu mente y en tu corazón algo

más que una firme convicción que necesitabas llevar a cabo.

—Encontrar a mi hija.

Le apartó la taza la cual dejó sobre la mesa para luego tomar sus manos con las suyas y