XIV. MONTE OLIMPO
Abatido, quejoso por haber sido insultado, culpándose a sí mismo y descontento con todo, Bold regresó a su alojamiento londinense. A pesar de los adversos resultados de su entrevista con el arcediano, no estaba por ello menos obligado a cumplir la promesa hecha a Eleanor; y se dispuso a llevar a cabo su desagradable tarea haciendo de tripas corazón.
Sus abogados londinenses recibieron sus nuevas instrucciones con sorpresa y evidente recelo; pero no podían hacer otra cosa que obedecer, aunque refunfuñaran un tanto para expresar su consternación ante la idea de que costas tan elevadas recayeran sobre su cliente…, sobre todo porque sólo se necesitaba perseverancia para adjudicárselas a la parte contraria. Bold abandonó el despacho que tanto había frecuentado últimamente sacudiéndose el polvo de los pies; y antes de que terminase de bajar las escaleras ya se había dado la orden para la preparación de la minuta.
El reformador de Barchester pensó a continuación en los periódicos. Eran varios los que se habían ocupado del caso, pero nuestro joven amigo no ignoraba que el Júpiter se había encargado de dar el do de pecho. Su amistad con Tom Towers había llegado a ser íntima y con frecuencia debatió con él los asuntos del asilo. Bold no podía decir que los artículos publicados en ese periódico se hubieran escrito a instancia suya. De hecho ni siquiera le constaba que los hubiese escrito su amigo. Tom Towers nunca había dicho que el periódico para el que trabajaba fuese a adoptar un determinado punto de vista ni a apoyar a una de las partes. Tom Towers era muy discreto en esas cuestiones y no estaba dispuesto a hacer confidencias sobre las interioridades de la poderosa maquinaria, una de cuyas secciones poseía el privilegio de manejar en secreto. Sin embargo Bold estaba convencido de que a Towers se debían las terribles palabras que causaran tanto pánico en Barchester…, y se creía obligado a impedir su repetición. Con ese propósito se trasladó del despacho de sus abogados al laboratorio donde, con asombrosa alquimia, Tom Towers componía rayos para la destrucción del mal y el fomento del bien en este y en otros hemisferios.
¿Quién no ha oído hablar del monte Olimpo, la altísima morada de todos los poderes de la tipografía, sede preferida de la gran diosa Pica, ese maravilloso refugio de dioses y demonios, desde donde, con incesante fragor de máquinas e inacabable fluir de inspirada tinta, salen a la luz todas las noches ochenta mil edictos para el gobierno de una nación sometida?
El terciopelo y los dorados no hacen los tronos, ni el oro y las joyas los cetros. Un trono lo es porque el más eminente se sienta en él; y un cetro merece ese nombre porque lo empuña el más poderoso. Así sucede con el monte Olimpo. Si un extraño llega hasta él en un tranquilo mediodía o durante las primeras horas somnolientas de la tarde, no encontrará un inconfundible templo de poder y belleza, ni el adecuado santuario para el gran Júpiter tonante, ni orgullosas fachadas ni techos sostenidos por columnas que alberguen dignamente al más grande de los potentados de la tierra. Para los ojos del forastero y el no iniciado, el monte Olimpo es más bien un lugar humilde, sin distinción ni adornos; casi cabría decir que mezquino. Es cierto que se halla aislado, por así decirlo, dentro de una gran ciudad, que está cerca de las grandes multitudes, pero sin participar ni en el ruido ni en la aglomeración; un lugar apartado, sin interés y de reducidas dimensiones, ocupado, cabría pensar, por personas sin la menor ambición y que pagan muy poco alquiler. «¿Es esto el monte Olimpo? —pregunta con incredulidad el forastero—. ¿De estos edificios pequeños, oscuros, sórdidos, salen esas leyes infalibles que los gobiernos han de obedecer, por las que han de guiarse los obispos, que controlan a lores y miembros de la Cámara de los Comunes, instruyen a los jueces en derecho, a los generales en estrategia, a los almirantes en táctica naval y a las vendedoras de naranjas en la gestión de sus carretillas?». «Así es, amigo mío; de entre esas paredes salen las únicas bulas infalibles que guían las almas y los cuerpos de los británicos. Esas insignificantes habitaciones son el Vaticano de Inglaterra. Aquí reina un papa, nombrado y consagrado por sí mismo y, lo que todavía es mucho más extraño, ¡que cree lo que predica! Un papa al que si no es posible obedecer, yo aconsejaría que se le desobedeciera con la mayor discreción posible; un papa que hasta ahora no tiene miedo de ningún Lutero; un papa que administra su propia inquisición, que castiga a los descreídos como ni el más hábil inquisidor de España soñó jamás; un papa que puede excomulgar total, terrible, radicalmente; colocar a cualquiera al margen de la caridad de los hombres; hacerle odioso a sus amigos más queridos y convertirlo en un monstruo que las gentes señalen con el dedo.»
¡Cielo santo! ¡Y eso es el monte Olimpo!
Algo que sorprende a los mortales ordinarios es que el Júpiter no se equivoca nunca. ¡Con cuánto cuidado, con qué generosos esfuerzos procuramos reunir para nuestra gran asamblea nacional a los hombres más idóneos! ¡Y cómo fracasamos! El Parlamento siempre yerra: ¡basta leer el Júpiter para comprobar la inutilidad de sus reuniones, lo superfluo de sus comités, lo improductivo de todos sus esfuerzos! ¡Con qué orgullo contemplamos a nuestros principales ministros, los grandes servidores del Estado, los dirigentes de la nación en cuya prudencia nos apoyamos y a quienes recurrimos para que nos guíen en nuestras dificultades! Pero ¿qué son esas personas para los redactores del Júpiter? Es cierto que se reúnen y con preocupada reflexión elaboran dolorosamente leyes para el bien del país; pero cuando todo ha concluido, el Júpiter declara que de nada sirve lo que han hecho. ¿Por qué deberíamos prestar atención a lord John Russell, o a Palmerston y Gladstone, cuando Tom Towers nos pone sin esfuerzo en el buen camino? Examínese a nuestros generales y qué errores cometen; también a nuestros almirantes, y si están inactivos. Se hace todo lo que puede hacerse con dinero, honradez y conocimientos; y, sin embargo, ¡qué mal se concentra a nuestras tropas, se las alimenta, traslada, viste, arma y dirige! Los más valiosos entre nuestros hombres dan lo mejor de sí como tripulantes de nuestros navíos, con la ayuda de todos los posibles medios materiales, pero en vano. Todo, absolutamente todo, está mal. Tom Towers, y sólo él, dispone de todas las respuestas. ¿Por qué, sí, por qué, vosotros, ministros terrenales, no habéis seguido sin desviaros a este enviado del cielo que mora entre nosotros?
Dada nuestra ignorancia, ¿no habría sido justo confiarnos en todo al Júpiter? ¿No demostraríamos nuestra prudencia abandonando inútiles conversaciones, pensamientos ociosos y tareas improductivas? ¡Prescindamos de las mayorías en la Cámara de los Comunes, de los veredictos de los tribunales de justicia, pronunciados después de mucha demora; prescindamos de leyes dudosas y de los falibles intentos de la humanidad! ¿Acaso el Júpiter, produciendo todos los días ochenta mil ejemplares llenos de acertadas decisiones sobre todo lo humano, no deja suficientemente resueltos todos los problemas? ¿No disponemos de Tom Towers, capaz de guiarnos y dispuesto a hacerlo?
Capaz y dispuesto, ciertamente, a guiar a todos los hombres en todo, con tal de que se le obedezca como debe obedecerse a un autócrata, con una sumisión sin quiebras: es imprescindible que ministros ingratos no busquen otros colegas que los que Tom Towers esté dispuesto a aprobar; que la Iglesia y el Estado, el derecho y la medicina, el comercio y la agricultura, las artes de la guerra y las de la paz escuchen y obedezcan para que todo alcance su perfección. ¿Acaso no tiene Tom Towers una mirada que todo lo ve? Desde las minas de Australia a las de California, en toda la circunferencia habitada del globo, ¿acaso no sabe, vigila y escribe la crónica de las acciones de todos? Desde un obispado en Nueva Zelanda al desafortunado comandante de una expedición para encontrar el paso del Noroeste, ¿no es Towers el único juez adecuado de su capacidad? De las cloacas de Londres al ferrocarril de la India, de los palacios de San Petersburgo a las cabañas de Connaught nada puede escapársele. Los súbditos de su Graciosa Majestad no tienen más que leer, obedecer y recibir su bendición. Sólo los estúpidos dudan de la sabiduría del Júpiter; sólo los locos discuten sus afirmaciones.
Ninguna religión oficial carece de descreídos, incluso en el país donde está más arraigada; todo credo tiene quien se burle de él; ninguna iglesia ha prosperado tanto como para librarse por completo de disidentes. ¡Hay personas que dudan del Júpiter! Viven y respiran el aire de las alturas y caminan indemnes sobre la tierra, aunque menospreciados: ¡hombres nacidos de madres británicas y criados con leche inglesa que afirman sin recato que el monte Olimpo tiene su precio y que a Tom Towers se le puede comprar con oro!
Así es el monte Olimpo, el portavoz de toda la sabiduría de este gran país. Probablemente cabría decir que, en este siglo XIX, no hay otro lugar más digno de interés. Ningún decreto equipado con las firmas de todo el gobierno tiene la mitad de fuerza que una de esas hojas de grandes dimensiones que vuelan desde allí tan abundantes, aunque desprovistas de firma.
Algún gran hombre, algún poderoso par del reino —pongamos que un noble duque—, se acuesta temido y honrado por todos sus compatriotas y lleno él mismo de valentía; si no bueno, es al menos un hombre poderoso, demasiado poderoso para que le preocupe lo que puedan decir los demás sobre su falta de virtud. Esa misma persona se levanta por la mañana degradado, despreciable y desdichado; objeto del desdén de sus semejantes, deseoso tan sólo de retirarse lo más rápidamente posible a algún oscuro lugar de Alemania, a algún escondido refugio italiano o, de hecho, a cualquier sitio donde no se le vea. ¿Qué ha producido tan terrible cambio? ¿Qué padecimiento le aqueja? El Júpiter ha publicado un artículo; una columna de unas cincuenta líneas ha destruido toda la ecuanimidad de su excelencia y le ha apartado para siempre del mundo. Nadie sabe quién ha escrito las acerbas frases; en los clubes se habla confusamente del asunto, y sus socios se murmuran unos a otros tal o cual nombre; Tom Towers, mientras tanto, pasea tranquilamente por Pall Mall, con el abrigo bien abotonado para defenderse del viento del este, como si fuera un simple mortal en lugar de un dios que lanza rayos desde el Olimpo.
Pero nuestro amigo Bold no se dirigió hacia ese monte. Ya había paseado con anterioridad alrededor de aquel lugar solitario, pensando qué gran cosa sería escribir artículos para el Júpiter; considerando si la utilización, hasta el límite, de sus facultades le permitiría alguna vez alcanzar tamaña distinción; preguntándose cómo recibiría Tom Towers cualquier humilde ofrecimiento de sus talentos; suponiendo que el mismo Tom Towers tuvo que tener en algún momento un comienzo, tuvo que dudar alguna vez de su propio éxito. Towers no podía haber nacido ya redactor del Júpiter. Con esas ideas, a medias entre la ambición y el temor, había contemplado Bold aquel taller de los dioses de apariencia tan silenciosa; pero nunca hasta ahora había intentado mediante palabra o signo influir en la más insignificante frase de su infalible amigo. Pero ésa era la intención que ahora le movía; y no sin considerable desazón interior se dirigió hacia la tranquila morada de la sabiduría, donde por las mañanas podía encontrarse a Tom Towers aspirando ambrosía y saboreando néctar en forma de tostadas y té.
No muy alejada del monte Olimpo, pero algo más cerca de las benditas regiones del oeste, se encuentra la morada preferida por Temis[15]. Bañados por la densa marea[16] que ahora asciende desde las torres de César[17] hasta los salones de la elocuencia construidos por Barry, para descender más tarde, con nuevas ofrendas tributo de la ciudad, desde los palacios de los pares hasta el centro comercial, se alzan los tranquilos muros que la Ley se ha complacido en honrar con su presencia. ¡Qué mundo dentro de otro mundo es The Temple!, ¡qué tranquilos sus «enmarañados paseos», como alguien los ha llamado recientemente, y, sin embargo, qué cercanos a la más densa aglomeración de seres humanos! ¡Qué severamente respetables sus sobrios callejones, aunque separados tan sólo por un escalón de la impiedad del Strand y de la zafia iniquidad de Fleet Street! La vieja iglesia de St. Dunstan, con sus figuras gigantes que golpeaban las campanas, ha desaparecido; los viejos comercios con el rostro lleno de agradable historia van muriendo uno tras otro; la arcada misma dejará de existir: el Júpiter la ha sentenciado; nos llegan rumores de cierto enorme edificio que surgirá por estas latitudes dedicado a la justicia, contrario a los tribunales de Westminster y en oposición a The Rolls y Lincoln’s Inn; pero nada amenaza todavía la belleza silenciosa de The Temple, que es el recinto medieval de la metrópoli.
Aquí, en el mejor emplazamiento de este recinto excepcional, se alza una noble hilera de aposentos que miran en diagonal al contaminado Támesis. Ante sus ventanas se extiende el césped de los Temple Gardens con ese verdor delicioso, aunque apagado, que resulta tan refrescante para los ojos de los londinenses. Quien esté condenado a vivir en lo más espeso del humo de Londres, elegiría sin duda ese lugar. Sí, mi querido amigo soltero y de mediana edad, a quien ahora me dirijo, en ningún sitio estarías tan bien alojado como aquí, donde nadie preguntará si estás en casa o has salido, a solas o con amigos; donde ningún rigorista investigará tus ocupaciones dominicales, ninguna patrona reprobadora escudriñará tus botellas vacías ni vecinos enfermizos se quejarán de que los molestas a altas horas de la noche. Si te gustan los libros, ¿hay otro lugar donde resulten más adecuados? En todo el recinto se advierte un aroma como de tipografía. Si rindes culto a la diosa de Pafos, los bosquecillos de Chipre no son más callados que los de The Temple. Aquí siempre se encuentran ingenio y vino, y siempre juntos; las fiestas son como las de la refinada Grecia, donde los más entusiastas seguidores de Baco nunca olvidaban la dignidad del dios al que adoraban. ¿Dónde, como aquí, es posible un completo retiro? ¿Dónde puede estar nadie tan seguro de disfrutar de todos los placeres de la sociedad?
Era aquí donde Tom Towers vivía y se dedicaba con extraordinario éxito al cultivo de la décima musa que ahora gobierna la prensa periódica. Pero que nadie se imagine que sus aposentos tenían tan pocas comodidades o se parecían a las moradas, con frecuencia lúgubres, de los aspirantes a abogados. Cuatro sillas; una estantería de pino a medio llenar, con colgaduras de sucia bayeta verde: una vieja mesa de trabajo cubierta de papeles polvorientos que no cambian de sitio ni una vez en seis meses, y otra mesa plegable, aún más vieja y de patas bamboleantes, para todas las necesidades de cada día; un infiernillo para la preparación de langostas y café y un instrumento para las tostadas y las chuletas de cordero; todos estos utensilios y lujos no bastaban para proporcionar bienestar a Tom Towers, que disponía de cuatro habitaciones en el primer piso, cada una de ellas amueblada si no con el esplendor de Stafford House, sí, probablemente, con más comodidades. Todo lo que la ciencia y el arte han añadido recientemente al bienestar de la vida moderna se encontraba allí. Las paredes de la habitación en la que el eximio periodista se instalaba de ordinario estaban cubiertas de estanterías repletas de libros cuidadosamente escogidos; no había allí un solo volumen que no tuviera derecho a ocupar un lugar en aquella colección, tanto por su valor intrínseco como por su magnificencia exterior: una pequeña escalera de mano de buena madera ponía de manifiesto que incluso los colocados en las estanterías superiores estaban destinados al uso. El aposento no contenía más que dos obras de arte; un admirable busto de sir Robert Peel, realizado por Power, que declaraba la orientación personal en materia de política de nuestro amigo; y la alargada figura de una devota, pintada por Millais, que manifestaba con la misma claridad sus preferencias artísticas. Este cuadro no estaba colgado de la pared, como suele ser el caso, ya que no había ni un centímetro disponible para ese fin; se hallaba situado sobre un atril o pupitre dispuesto para recibirlo; y allí, sobre su pedestal, enmarcada y cubierta por un cristal, la devota dama contemplaba absorta un lirio como ninguna mujer lo había hecho nunca antes.
Nuestros artistas modernos, a los que llamamos prerrafaelistas, se han complacido en volver no sólo al acabado y estilo peculiar de los pintores antiguos sino también a sus temas. Nunca podrá elogiarse en exceso la delicada perseverancia con que han igualado, hasta en los detalles más insignificantes, la perfección de los maestros en que se inspiran: probablemente nada puede superar la técnica pictórica de algunos de esos cuadros recientes. Resultan singulares, sin embargo, las faltas en que incurren sus autores en lo referente a los temas; no se sienten a gusto con las antiguas iconografías clásicas, como un Sebastián con sus (lechas, una Lucía con los ojos en un plato, un Lorenzo con la parrilla o la Virgen con dos niños. Pero los cambios que introducen son todo menos felices. Como regla general, nunca debe dibujarse una figura en una posición que sea imposible imaginar que pueda mantenerse. La paciencia ante el dolor de san Sebastián, el impetuoso éxtasis de san Juan en el desierto, el amor maternal de la Virgen son sentimientos que se expresan de manera natural mediante la inmovilidad; pero la señora con la espalda rígida y el cuello torcido que mira su flor y la sigue mirando hora tras hora, nos produce una impresión de dolor sin gracia y de abstracción sin causa que la justifique.
No era difícil deducir, viendo sus aposentos, que Tom Towers era un sibarita, aunque ni por lo más remoto entregado a la ociosidad. Se dedicaba a alargar la última taza de té, rodeado por el océano de periódicos en el que había estado nadando, cuando su criado le trajo la tarjeta de John Bold. Este criado no sabía nunca si su amo estaba en casa, aunque con frecuencia sabía que no estaba, de manera que nadie invadía el retiro de Tom Towers sin su consentimiento. En la ocasión que nos ocupa, después de doblar un par de veces la tarjeta entre los dedos, el periodista hizo saber al pícaro que le servía que estaba visible, con lo que se corrió el cerrojo de la puerta interior, anunciándose a nuestro amigo.
Ya he dicho anteriormente que el hombre del Júpiter y John Bold eran íntimos. No existía gran diferencia de edad entre los dos, porque Towers aún se hallaba bastante por debajo de los cuarenta, y cuando Bold frecuentaba los hospitales de Londres, el otro, que no era aún el gran hombre en que después se convirtió, le había tratado mucho. Hablaban con frecuencia de sus ambiciones y perspectivas para el futuro; por entonces Tom Towers, en su situación de abogado sin pleitos, tenía que trabajar con denuedo para mantenerse preparando reportajes, gracias a las notas que tomaba taquigráficamente, para cualquiera de los periódicos que quisiera emplearle; en aquellos tiempos no se hubiera atrevido a soñar con escribir editoriales para el Júpiter o investigar la conducta de los ministros. Las cosas habían cambiado desde entonces: seguía siendo un abogado sin pleitos, pero ahora los despreciaba: aunque hubiera tenido asegurado el nombramiento de juez, es muy poco probable que eso le hiciese abandonar su carrera actual. Es cierto que no llevaba armiño ni marca exterior alguna del respeto del mundo; pero ¡qué importante era el peso del poder real! Es cierto que su nombre no aparecía en grandes titulares; que nadie escribía con tiza en las paredes «Viva Tom Towers» o «Libertad de prensa y Tom Towers»; pero ¿qué diputado disponía de la mitad de su poder? Es cierto que en las provincias más distantes la gente no hablaba todos los días de Tom Towers, pero leían el Júpiter y reconocían que sin él la vida no merecía la pena. Esa clase de gloria, oculta pero sentida, estaba muy de acuerdo con el carácter de la persona. A Tom Towers le encantaba sentarse en un rincón de su club y escuchar en silencio el parloteo de los políticos, sabiendo como sabía hasta qué punto estaban todos en su poder y cómo podía hacer añicos al que hablaba más alto si le mereciese la pena empuñar la pluma con ese fin. Le encantaba contemplar a los grandes hombres de los que escribía todos los días y felicitarse por ser más grande que cualquiera de ellos. Todos tenían que rendir cuentas a su país, tenían que responder si se les investigaba, soportar los insultos con buen humor y las insolencias sin irritarse. Pero ¿a quién tenía él, Tom Towers, que rendir cuentas? Nadie estaba en condiciones de insultarlo ni de abrir una investigación sobre él. Podía fulminar con la palabra sin que nadie le respondiera: los ministros le cortejaban aunque quizá no supieran su nombre; los obispos le temían; los jueces dudaban de sus veredictos a no ser que él los confirmara; y los generales, en sus consejos de guerra, no meditaban más largamente sobre las iniciativas del enemigo que sobre las opiniones del Júpiter. Tom Towers nunca presumía de su relación con el periódico; rara vez lo nombraba incluso delante de sus amigos más íntimos; no deseaba siquiera que se le relacionara con él; pero no por ello valoraba menos sus privilegios o tenía una opinión menos elevada de su propia importancia. Era probable que Tom Towers se considerase el hombre más poderoso de Europa; y así caminaba por la vida un día tras otro, esforzándose con empeño por parecer un hombre, pero sabedor en su interior de que era un dios.