III. EL OBISPO DE BARCHESTER
Bold se dirigió inmediatamente al asilo. Ya era tarde, pero sabía que en verano el señor Harding comía a las cuatro, que Eleanor solía dar después un paseo en coche y que, por lo tanto, muy probablemente encontraría solo al chantre. Entre las siete y las ocho llegó al liviano portón de hierro que daba acceso al jardín del reverendo Harding y pensó, tal como hiciera notar el señor Chadwick, que el día había sido frío para junio, pero que el atardecer, en cambio, estaba resultando templado y suave. El pequeño portón se hallaba abierto; al atravesarlo, Bold oyó las notas del violonchelo, procedentes del rincón más apartado del jardín y, al avanzar hacia la casa atravesando el césped, descubrió al chantre, que tocaba rodeado de público. El músico estaba sentado en una silla de jardín dentro del cenador, con lo que permitía al violonchelo que sostenía entre las rodillas descansar sobre el suelo de piedra completamente seco; delante tenía un tosco atril para música, sobre el que estaba abierto el valioso libro sacro, el volumen de música de iglesia tan trabajado y tan querido, que tantas guineas había costado; y a su alrededor, sentados, tumbados, de pie o inclinados hacia delante, se hallaban diez de los doce ancianos que moraban con él bajo el techo del viejo John Hiram. Los dos reformadores no estaban presentes. No diré que en lo hondo del corazón se plantearan que se habían portado mal o iban a portarse mal con su bondadoso custodio, pero últimamente mantenían las distancias, y la música del violonchelo había dejado de gustarles.
Era divertido ver las posturas y la intensa atención que reflejaban los rostros de los afortunados ancianos. No diré que todos apreciaran la música que oían, pero sin duda se esforzaban por dar esa impresión; satisfechos de hallarse donde se encontraban, estaban decididos, en la medida de sus posibilidades, a corresponder al favor que se les hacía; no fracasaban en su intento. El corazón del chantre se alegraba al pensar que los ancianos asilados, por quienes sentía tanto afecto, admiraban aquellos acordes tan llenos para él de una alegría casi extática; y solía presumir de que el aire del asilo reunía condiciones para convertirlo en un recinto especialmente adecuado para el culto a santa Cecilia.
Directamente delante de él, en un extremo del banco que rodeaba el cenador, estaba sentado un anciano, con un pañuelo cuidadosamente alisado sobre las rodillas, que o disfrutaba mucho con la música o era un consumado actor. Se trataba de una persona en cuyo poderoso corpachón apenas habían hecho mella los muchos años (tenía más de ochenta), y conservaba aún una figura erguida, fuerte, apuesta, con una frente despejada y sólida, a cuyo alrededor se distribuían algunos mechones, muy pocos en realidad, de finos cabellos grises. La basta chaqueta negra del asilo, y los pantalones y los zapatos con hebilla le sentaban bien; y colocado como se hallaba, con las manos cruzadas sobre el bastón y la barbilla apoyada sobre las manos, resultaba un oyente con el que la mayoría de los músicos se hubieran sentido satisfechos.
Ese hombre era sin duda el orgullo del asilo. Siempre había existido la costumbre de elegir a uno para que disfrutase en cierta medida de autoridad sobre los otros; y aunque el señor Bunce, porque tal era su apellido, y así le designaban siempre sus colegas de rango inferior, no recibía emolumentos superiores, había tomado sobre sí, y sabía muy bien cómo mantenerla, la dignidad de su situación privilegiada. Al chantre le encantaba llamarle su ayudante y, de vez en cuando, en ausencia de otros huéspedes, no tenía inconveniente en invitarle a sentarse junto a la chimenea del salón y beber la colmada copa de oporto que se colocaba a su lado. Bunce nunca se marchaba sin apurar también la segunda, pero ni los más encarecidos ruegos conseguían que se tomara una tercera.
—Se lo digo yo, señor Harding; es usted demasiado bueno, ya lo creo que sí —repetía siempre mientras se le llenaba la segunda copa; pero cuando terminaba de bebérsela y pasaba la media hora tácitamente establecida, Bunce se ponía en pie muy erguido, y con una bendición que el chantre valoraba, volvía a su alojamiento. Conocía el mundo demasiado bien para poner en peligro el consuelo de aquellos momentos de felicidad prolongándolos hasta hacerlos desagradables.
El señor Bunce, como era de esperar, se oponía con todas sus fuerzas a la innovación. Ni siquiera el santo horror del doctor Grantly por quienes se inmiscuían en los asuntos del asilo superaba al suyo; Bunce era un hombre de iglesia de la cabeza a los pies, y que no sintiera un gran aprecio personal por el arcediano era consecuencia más que de la disparidad de opiniones, de que no había sitio suficiente en el asilo para dos personas tan parecidas como ellos. El señor Bunce se inclinaba a pensar que el custodio y él podían administrar el asilo sin ayuda de nadie más; y que, si bien el obispo era el visitador constitucional de la institución, y en consecuencia con derecho a una especial veneración por parte de todas las personas relacionadas con el testamento de John Hiram, nunca fue intención de este último que el arcediano se entrometiera en sus asuntos.
En el momento actual, sin embargo, esas preocupaciones estaban muy lejos de su mente, y contemplaba al custodio como si la música que escuchaba le pareciese celestial y su intérprete muy poco menos.
Cuando Bold cruzó silenciosamente el césped, el señor Harding no advirtió su presencia en un primer momento, y siguió deslizando el arco sobre las quejumbrosas cuerdas; pero pronto descubrió por su público que había allí algún extraño, y al levantar la vista, empezó a dar la bienvenida a su joven amigo con sincera hospitalidad.
—Por favor, señor Harding; le ruego que no deje de tocar por mí —dijo Bold—; ya sabe lo mucho que me gusta la música sacra.
—Bah, no tiene importancia —dijo el chantre, cerrando el libro pero abriéndolo de nuevo al ver la agradabilísima mirada implorante que le dirigía su viejo amigo Bunce. «¡Ah, Bunce, Bunce! Mucho me temo que después de todo no seas más que un adulador»—. De acuerdo, en ese caso terminaré; es un fragmento muy conocido de Bishop; y luego, señor Bold, daremos un paseo y charlaremos hasta que vuelva Eleanor y nos prepare el té.
De manera que Bold se sentó sobre la hierba a escuchar, o más bien a pensar cómo, después de tan dulces armonías, podría él abordar un tema tan discordante, y turbar la paz de quien tan dispuesto estaba a recibirle con amabilidad.
A Bold le pareció que el violonchelo enmudecía demasiado pronto, porque estaba convencido de que tenía delante una tarea más bien difícil, y casi lamentó la despedida final del último de los ancianos, a pesar de la lentitud con que todos ellos decían sus adioses.
El joven reformador estuvo con el alma en un hilo mientras el chantre celebraba su visita con una observación intrascendente pero amable.
—Una visita a última hora de la tarde —dijo el reverendo Harding— es más de agradecer que diez por la mañana, ya que todas son para asuntos serios; las verdaderas conversaciones nunca empiezan hasta después de cenar. Por eso yo lo hago pronto, para poder conversar largo tiempo.
—Tiene usted mucha razón, señor Harding —dijo el otro—; pero me temo que he alterado el orden de las cosas, y debo presentarle mis más sinceras excusas por molestarle a estas horas con un asunto profesional; porque no son motivos personales los que me han movido a hacer esta visita.
Una expresión de desconcierto y preocupación apareció en el rostro del señor Harding, algo en el tono de voz del joven le decía que la entrevista iba a resultar desagradable, y se retrajo al descubrir que se rechazaba de aquel modo su cordial recibimiento.
—Querría hablar con usted sobre el asilo —continuó Bold.
—Sí, sí; cualquier cosa que yo sepa, con mucho gusto…
—Se trata de las cuentas.
—En ese caso, mi querido amigo, no puedo decirle nada, porque mi ignorancia es total. Todo lo que sé es que me pagan ochocientas libras al año. Vaya a ver a Chadwick, él es quien está al corriente de todo; y ahora, dígame, la pobre Mary Jones ¿podrá volver a andar normalmente?
—Creo que sí, si tiene cuidado con la pierna; pero, señor Harding, espero que no le parezca mal hablar conmigo de lo que tengo que decir sobre el asilo.
El reverendo Harding dejó escapar un suspiro profundo y prolongado. Le disgustaba mucho, muchísimo, hablar de aquel tema con John Bold; pero carecía del tacto para los negocios del señor Chadwick, y no sabía cómo evitar el mal ya próximo; suspiró tristemente, pero no dio respuesta alguna.
—Siento la mayor estima por usted, señor Harding —continuó Bold—; el más auténtico respeto, la más sincera…
—Gracias, muchas gracias, señor Bold —le interrumpió el chantre con cierta impaciencia—; le quedo muy agradecido, pero eso no tiene ninguna importancia; estoy tan expuesto a equivocarme como cualquier otra persona…, ni más ni menos que cualquiera.
—Pero, señor Harding, tengo que manifestarle lo que siento; no querría que pensase que hay algo de enemistad personal en lo que voy a hacer.
—¡Enemistad personal! ¡En lo que va usted a hacer! Supongo que no se propone cortarme el cuello ni llevarme ante un tribunal eclesiástico…
Bold trató de reír, pero no lo consiguió. Hablaba completamente en serio, se había fijado una línea de conducta y no podía tomarse todo aquello a broma. Anduvo algún tiempo en silencio antes de reanudar su ataque, y, durante la pausa, el señor Harding, que aún conservaba el arco en la mano, tocó rápidamente un violonchelo imaginario.
—Me temo que existen razones para creer que no se cumple al pie de la letra el testamento de John Hiram, señor Harding —dijo por fin el joven—, y se me ha pedido que lo investigue.
—Muy bien; no tengo la menor objeción; y ahora no hace falta que digamos una palabra más sobre este asunto.
—Tan sólo una cosa más, señor Harding. Chadwick me ha remitido a Cox y Cumming, y considero que es mi deber acudir a ellos para obtener alguna declaración sobre el asilo. Quizá parezca que al hacerlo me entrometo en los asuntos de usted, y espero que me perdone por obrar como lo hago.
—Señor Bold —dijo el otro, deteniéndose y hablando con cierta solemnidad—, si obra usted rectamente, si no dice nada más que la verdad acerca de este asunto y no utiliza armas desleales para llevar a cabo sus propósitos, no tendré nada que perdonarle. Imagino que, en su opinión, no tengo derecho a los ingresos que recibo del asilo y que, según usted, corresponden a otros. Hagan lo que hagan algunas personas, nunca pensaré que sus motivos son despreciables porque su opinión sea distinta de la mía y contraria a mis intereses: por favor, obre de acuerdo con lo que considere su deber; no puedo serle de ayuda, pero tampoco le pondré ningún obstáculo. Permítame indicarle, sin embargo, que ni usted ni yo obtendremos ningún provecho de un debate entre los dos. Aquí llega Eleanor con los caballos y podremos entrar a tomar el té.
Bold, sin embargo, comprendió que no se sentiría cómodo con el reverendo Harding y su hija después de lo que había pasado, por lo que se excusó con una disculpa bastante torpe; luego, limitándose a alzar el sombrero con una inclinación de cabeza al cruzarse con Eleanor y el coche de caballos, dejó a la joven tan sorprendida como decepcionada por su marcha.
El comportamiento del señor Harding convenció totalmente a Bold de que el custodio sabía que pisaba un terreno muy firme, y casi le hizo pensar que estaba a punto de inmiscuirse sin justificación válida en los asuntos privados de un hombre justo y honorable; pero en realidad el señor Harding estaba todo menos satisfecho con su propia opinión sobre el caso.
En primer lugar, deseaba, por consideración a su hija, tener buena opinión de Bold y encontrarlo simpático; sin embargo, no podía evitar que le desagradase la arrogancia de su comportamiento. ¿Qué derecho tenía para decir que el testamento de John Hiram no se cumplía de manera justa? Pero entonces la pregunta volvía a surgir en lo más íntimo de su corazón: ¿era cierto que se seguían rectamente las indicaciones del testamento? ¿Estaba en el pensamiento de John Hiram que el custodio de su asilo recibiera del legado una parte considerablemente mayor que la totalidad de los ancianos, en cuyo provecho se había construido el asilo? ¿Cabía la posibilidad de que John Bold estuviera en lo cierto, y que el custodio del asilo hubiese sido durante más de diez años el ilegítimo destinatario de unos ingresos que lealmente y en justicia pertenecían a otros? ¿Qué sucedería si se probara sin lugar a dudas que él, tan respetado, tan discreto, tan feliz en su vida privada, se había adueñado de ocho mil libras a las que no tenía derecho ni estaba en condiciones de restituir? No digo que temiera que fuese ése el caso realmente; pero la sombra de la duda cruzó por primera vez su mente, y desde aquella tarde, durante muchos largos, larguísimos días, nuestro bondadoso y amable custodio no se sintió ni feliz ni tranquilo.
Aquellos pensamientos, aquellos primeros momentos de intenso sufrimiento, agobiaron al señor Harding mientras tomaba el té con expresión ausente y preocupada. La pobre Eleanor advertía que algo no marchaba bien, pero sus ideas sobre la causa del malestar de la velada no llegaban más allá de su enamorado y su repentina y descortés desaparición: la muchacha pensó que Bold y su padre se habían peleado por algún motivo, y estaba enfadada a medias con los dos, aunque no trató de explicarse a sí misma los motivos.
El señor Harding pensó larga y profundamente sobre aquellas cosas antes de acostarse y también después, mientras permanecía despierto en la cama, preguntándose sobre la validez de sus derechos a la renta de que disfrutaba. En cualquier caso parecía claro que, por desagradable que fuera el verse colocado en aquella situación, nadie podría decir que su deber hubiera sido rechazar, en primer lugar, el nombramiento, o la renta después. Todo el mundo —es decir, el mundo eclesiástico dentro de los límites de la Iglesia de Inglaterra— sabía que la custodia del asilo de Barchester era una cómoda sinecura, pero a nadie se le había reprochado nunca aceptarla. ¡Cuánto más expuesto a críticas se habría encontrado, sin embargo, en el caso de rechazarla! ¡Hasta qué punto le habrían considerado loco si hubiera declarado, cuando el cargo estaba vacante y se le ofreció, que sentía escrúpulos ante la idea de recibir ochocientas libras al año de las propiedades de John Hiram, y que prefería que se nombrara a algún desconocido! ¡Cómo habría agitado su prudente cabeza el doctor Grantly y consultado a sus amigos de la diócesis sobre algún retiro adecuado para la inminente locura del pobre canónigo menor! Si había obrado bien al aceptar el cargo, también veía con claridad que habría hecho mal rechazando cualquier parte de las rentas unidas a él. La custodia del asilo era un valioso patrimonio del obispado; y sin duda no era obligación suya disminuir el valor pecuniario del cargo que se le había otorgado; sin duda su obligación consistía en apoyar los derechos del clero.
Pero aquellos argumentos, aunque parecían llenos de lógica, resultaban poco satisfactorios. ¿Se aplicaba de manera justa el testamento de John Hiram? Ése era el auténtico problema: y en caso contrario, ¿no era deber particular suyo lograrlo —su deber particular, prescindiendo de los perjuicios que pudiera causar al clero—, a pesar de los sentimientos adversos que ese deber pudiera despertar en su benefactor y el resto de sus amigos? Al pensar en sus amigos, el chantre se acordó con desconsuelo de su yerno: sabía muy bien con qué determinación le apoyaría el doctor Grantly si decidiera poner el caso en manos del arcediano, permitiéndole que luchara en su lugar; pero también era consciente de que no encontraría allí ni comprensión para sus dudas, ni sentimientos amistosos, ni consuelo interior. El doctor Grantly estaría totalmente dispuesto a enarbolar su garrote contra cualquier contrincante en nombre de la iglesia militante, pero lo haría desde el desagradable terreno de la infalibilidad de la Iglesia. Semejante combate no contribuiría en absoluto a calmar las dudas del señor Harding; su ansiedad por demostrar que estaba en lo cierto no llegaba tan lejos.
Ya he dicho antes que el doctor Grantly era la persona trabajadora de la diócesis, y que su padre, el obispo, se inclinaba un tanto a una vida más ociosa; pero aunque el obispo no hubiera sido nunca un hombre muy activo, poseía cualidades que despertaban el afecto de todos los que le conocían. Era lo más opuesto a su hijo que pueda imaginarse: un anciano amable y tranquilo, contrario desde cualquier punto de vista a las demostraciones autoritarias y a la ostentación episcopal. Quizá había tenido la fortuna, dada su situación, de que su hijo pudiera hacer muy pronto en la vida lo que a él le hubiera resultado muy difícil cuando era más joven y totalmente imposible ahora que pasaba de los setenta. El obispo sabía cómo tratar al clero de su diócesis, sabía hablar de cosas sin importancia con las esposas de los párrocos y lograr que los coadjutores se sintieran cómodos en su presencia; pero se necesitaba la mano dura del arcediano para tratar con quienes se mostraban recalcitrantes en la doctrina o en el comportamiento.
El obispo y el señor Harding se tenían gran afecto. Habían envejecido juntos e invertido juntos muchos, muchísimos años en trabajos y conversaciones eclesiásticas. Ya cuando uno de ellos era obispo y el otro tan sólo canónigo menor pasaban largas horas juntos; pero desde el matrimonio de sus hijos y el nombramiento del reverendo Harding como custodio y chantre lo eran todo el uno para el otro. No voy a decir que administrasen la diócesis entre los dos, pero sí que pasaban mucho tiempo hablando del hombre que lo hacía y tramando bondadosas intrigas para moderar su ira contra los transgresores y suavizar sus aspiraciones al completo dominio de la grey eclesiástica.
El señor Harding decidió sincerarse y confesar sus dudas a su viejo amigo; y a él acudió a la mañana siguiente de la descortés visita de John Bold.
Hasta aquel momento no había llegado a oídos del obispo rumor alguno sobre estas desagradables investigaciones contra el asilo. Estaba sin duda al corriente de la existencia de personas que ponían en duda su derecho a conceder una sinecura de ochocientas libras al año, de la misma manera que se enteraba de cuando en cuando de alguna señalada inmoralidad o algún escándalo en la ciudad de Barchester, de ordinario honesta y tranquila: pero todo lo que hacía, y todo lo que se le pedía que hiciera en tales ocasiones, era mover la cabeza y rogar a su hijo, el gran dictador, que se ocupara de que no se hiciese ningún mal a la Iglesia.
Fue muy larga la historia que el reverendo Harding tuvo que contarle al obispo antes de hacerle entender su propio punto de vista sobre el caso; pero no hace falta que sigamos su relato. El obispo al principio sólo aconsejó dar un paso, recomendó un único remedio, no encontró más que una medicina, en toda su farmacopea, lo bastante poderosa para tratar enfermedad tan grave: prescribió al arcediano.
—Dile que vea al arcediano —repetía, mientras el señor Harding le hablaba de Bold y su visita—. El arcediano te tranquilizará por completo —insistió, amablemente, al saber de las vacilaciones de su amigo sobre la justicia de su causa—. Nadie está tan bien informado sobre todo eso como el arcediano —pero la dosis, aunque abundante, no logró calmar al enfermo; en realidad casi le produjo náuseas.
—Pero, obispo —replicó—, ¿has leído alguna vez el testamento de John Hiram?
El obispo creía que probablemente lo había hecho, treinta y cinco años atrás, cuando le nombraron para ocupar la sede, pero no podía afirmarlo con seguridad: sabía muy bien, sin embargo, que como obispo era derecho suyo inalienable conceder la custodia del asilo, y que los ingresos del custodio se habían ido fijando de manera regular.
—Pero, obispo, la cuestión es ¿quién está capacitado para fijarlos? Si, como dice ese joven, el testamento dispone que los beneficios de la propiedad se dividan proporcionalmente, ¿quién tiene potestad para alterar esas disposiciones?
El obispo tenía la vaga impresión de que se habían alterado por sí solas con el paso de los años; que una especie de ley eclesiástica de prescripción excluía a los doce asilados del derecho a cualquier aumento en sus ingresos en razón del mayor valor de las propiedades. Dijo algo acerca de tradición; más sobre los muchos hombres doctos que con su actuación habían dado carta de naturaleza al actual reparto; luego se extendió sobre la conveniencia de mantener la debida diferencia en rango e ingresos entre un clérigo beneficiado y determinados ancianos menesterosos; y concluyó su argumentación con otra referencia al arcediano.
El chantre estuvo contemplando pensativamente el fuego mientras escuchaba el bondadoso razonamiento de su amigo. Lo que el obispo decía le proporcionaba cierto consuelo, pero no duradero. Las palabras del obispo hicieron pensar al señor Harding que muchas otras personas —todos los miembros del clero, concretamente— le darían la razón; pero no lograban probarle que realmente estuviera en lo cierto.
—Obispo —dijo, finalmente, después de unos minutos de silencio—, me engañaría a mí mismo y también a ti si no te dijera que este asunto me hace sentirme muy desgraciado. ¡Supongamos que no logro estar de acuerdo con el doctor Grantly! ¿Qué sucederá si descubro, después de informarme, que ese joven tiene razón y que yo estoy equivocado?
Los dos amigos se hallaban muy cerca el uno del otro; tan cerca que el obispo pudo poner una mano sobre la rodilla del custodio, acompañando el movimiento con una suave presión. El señor Harding conocía muy bien el significado de aquel gesto. El obispo carecía de nuevos argumentos; no estaba en condiciones de luchar por aquella causa como lo haría su hijo; no podía probar que las dudas del chantre carecieran de fundamento; fiero entendía su punto de vista y se lo hacía saber; y el señor Harding sintió que recibía lo que había ido a buscar. Hubo a continuación otro silencio, después del cual el obispo preguntó con cierto grado de energía, producto de la irritación, algo muy poco frecuente en él, si aquel «desagradable entrometido» (refiriéndose a John Bold) tenía algún amigo en Barchester.
El reverendo Harding estaba decidido a contárselo todo al obispo; a hablar del afecto de su hija, así como de sus preocupaciones personales; a explicar el doble papel de John Bold como futuro yerno y enemigo presente; y aunque comprendía que era un tema muy molesto, aquél era el momento de sacarlo a relucir.
—Es uno de los amigos íntimos de mi familia, obispo —su interlocutor se le quedó mirando fijamente; aunque no había llegado tan lejos como su hijo en ortodoxia y militancia en pro de la Iglesia, no lograba entender cómo tan declarado enemigo de la religión podía ser íntimo no ya de un pilar tan firme de la Iglesia como el señor Harding sino de alguien tan injuriado como el custodio del asilo—. En realidad siento gran afecto por el señor Bold —continuó la generosa víctima—; y si he de decirte la «verdad» —vaciló un momento antes de dar a conocer la terrible noticia—, en ocasiones he considerado probable que llegue a ser mi segundo yerno —el obispo no silbó; creemos que pierden la capacidad de hacerlo cuando se les consagra obispos; y que en los tiempos que corren es tan difícil encontrar un juez prevaricador como un obispo que silbe; pero dio toda la impresión de que el prelado de Barchester lo hubiera hecho de no ser por las insignias de su sagrado cargo.
¡Qué cuñado para el arcediano! ¡Qué unión para el cabildo de Barchester y qué parentesco incluso para el palacio episcopal! Al obispo, en su simplicidad, no le cabía la menor duda de que John Bold, si estuviera en su mano, cerraría todas las catedrales y probablemente todas las parroquias; distribuiría todos los diezmos entre metodistas, bautistas y otras tribus salvajes; eliminaría de la Cámara de los Lores los escaños reservados a los obispos y haría de los sombreros de teja y de la dignidad episcopal algo tan fuera de la ley como los capuchones, las sandalias y la tela de saco. ¡A todas luces el candidato perfecto para ser iniciado en los cómodos arcanos del bienestar eclesiástico! ¡Una persona que dudaba de la integridad de los párrocos y que probablemente no creía en la Trinidad!
El señor Harding advirtió inmediatamente el efecto de sus palabras y, casi arrepentido de su franqueza, hizo al menos lo que pudo por aliviar la consternación de su amigo y benefactor.
—No he dicho que estén prometidos. Si fuera ése el caso, Eleanor me lo hubiera dicho: la conozco lo bastante bien como para estar seguro de que lo habría hecho; pero me doy cuenta de que sienten afecto el uno por el otro; y como hombre y como padre no he encontrado objeciones que alegar contra su intimidad.
—Pero, Septimus —dijo el obispo—, ¿cómo vas a enfrentarte con él, si es tu yerno?
—No tengo intención de enfrentarme con él; es él quien me ataca: si hay que hacer algo para defenderse, supongo que Chadwick se encargará de ello. Supongo que…
—Claro, claro, el arcediano se ocupará de ello; de hacer lo que considere justo.
El señor Harding recordó al obispo que el arcediano y el joven reformador todavía no eran hermanos y muy probablemente no lo serían nunca, y logró que el obispo le prometiera que el nombre de Eleanor no se mencionaría en ninguna conversación sobre el asilo entre el padre obispo y el hijo arcediano; acto seguido se despidió, dejando a su pobre amigo desconcertado, sorprendido y confuso.