Capítulo 32

Owen —articuló por fin—. Yo… no te esperaba.

—¿En serio? La tía Nelda te comentó que vendría, ¿verdad?

—Sí, por supuesto. Supongo que se me ha ido el santo al Cielo. En fin, deja que te presente a Amelia Gray. Es la restauradora de cementerios que Nelda y yo conocimos el otro día en Charleston.

—Ya he tenido el placer —contestó con su encanto habitual—. Gracias de nuevo por devolver el estereoscopio a mi tía abuela. Estaba emocionadísima.

—Me alegro de que el estereoscopio haya vuelto a su dueño —dije.

—¿Me he perdido algo? ¿Un estereoscopio? —preguntó Louvenia.

—Te lo explicaré más tarde —respondió Owen—. No aburramos a la señorita Gray con una historia que ya conoce.

—No, claro que no —murmuró Louvenia.

Me dio la sensación de que la presencia de Owen la había apagado, incluso acobardado, pero me costaba creerlo, ya que era una mujer poderosa, capaz de gestionar ese patrimonio y dirigir una granja de caballos de purasangre.

—Bien, supongo que está aquí porque quiere ver el cementerio Kroll —dijo Owen—. Le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí. Mi tía me ha comentado que tenemos otra visita de Charleston. Un cazafantasmas y su ayudante se hospedan en el hostal que regenta.

Aquello pareció sacar a Louvenia de su aturdimiento. Advertí la misma impaciencia que había mostrado con Nelda el día que las conocí, en Oak Grove.

—El doctor Rupert Shaw no es un cazafantasmas de pacotilla. Todo el estado valora y respeta el trabajo que hace en el Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston.

—No pretendía faltarle al respeto —dijo Owen.

Pero eso no bastó para apaciguar a Louvenia. De repente, alzó la barbilla.

—Has estado hablando con Nelda, ¿verdad?

—Me ha dicho que está preocupada —admitió Owen.

—Claro, cómo no. Se cree que soy una estúpida, o peor, una histérica. Pero te aseguro que hay algo ahí fuera —declaró Louvenia, que, aunque parecía que se dirigiera a su sobrino, no dejaba de mirarme—. Si no, ¿cómo explicas que ningún caballo y ningún perro se acerque a ese lugar? Por allí no vuela ni un pájaro. Ni siquiera los cuervos anidan en los árboles que crecen alrededor del muro.

—Louvenia —trató de tranquilizarla Owen—. No te alteres, por favor. Es lo último que necesitamos, sobre todo porque ahora mismo tenemos otras cosas en las que pensar —añadió, y le lanzó una mirada cómplice.

—Te avisé. Os avisé a todos —replicó un tanto agitada—. No deberíais burlaros de cosas que no conocéis. A mí no me gusta, y a ellos tampoco.

Owen me miró por el rabillo del ojo.

—Tienes razón, pero tal vez sería mejor que discutiéramos el tema en otro momento. Después de todo, no querrás asustar a la señorita Gray, ¿verdad?

—Yo ya me iba —me apresuré a decir.

Sin embargo, Louvenia parecía haberse olvidado de que estaba allí. Se quedó observándome con la mirada vacía. Luego, su expresión cambió. Estaba confusa, perpleja.

—Si pretende visitar el cementerio esta tarde, por favor, tenga cuidado —comentó con un ademán cordial y un tanto reservado—. Es fácil desorientarse y los bosques que franquean el cementerio son densos, espesos. Es probable que se pierda incluso con un mapa.

—Tendré cuidado —prometí.

—¿Va hacia allí ahora? —preguntó Owen—. Si quiere, la acompaño hasta el coche y le indicó cómo llegar.

—No pretendo ser una molestia —dije—. Estoy segura de que encontraré el camino.

—No es ninguna molestia. De todas formas, me he dejado algo en el coche —comentó, y luego se dirigió a Louvenia—. Te he traído un regalo. Una cosita de la tienda que creo que te va a encantar.

Ella asintió de forma distraída.

—Por favor, Owen, explícale cómo atravesar el laberinto. Y cómo abrir el pestillo. Tiene truco. Y, señorita Gray, si al final decide quedarse a dormir, avíseme. Me encargaré de que mi hermana la cuide como a una princesa.

—Lo haré. Y gracias por la charla —dije.

—Oh, el placer ha sido mío. Espero poder hablar con usted muy pronto.

Después de aquella breve despedida, seguí a Owen Dowling hasta el gigantesco porche que había en la parte delantera de la casa. Ninguno de los dos musitó palabra, hasta que llegamos a la escalera. Entonces, él se detuvo y se volvió hacia mí con una sonrisa de arrepentimiento.

—Louvenia suele tener ideas un poco extrañas. Espero que no la haya asustado.

—No, por supuesto que no.

—Ya me lo imaginaba, pero hay gente que se espanta con facilidad. Supongo que al trabajar en cementerios abandonados y sin la ayuda de nadie no puede permitir que su imaginación venza la partida a la lógica.

—Entiendo que usted no comparte la preocupación de su tía.

—Y por qué tendría que hacerlo, señorita Gray —dijo con voz maliciosa—. No me diga que cree en fantasmas.

—Intento tener una mentalidad abierta.

—No se lo diga a Louvenia, por favor. Lo último que necesita es que alguien aliente ese tipo de ideas —dijo, y miró por encima del hombro—. Louvenia es la mujer más realista y más profesional que conozco, con la posible excepción de la tía Nelda. Es una mujer con los pies en la tierra. Ambas son emprendedoras extraordinarias; Louvenia dirige el negocio de la granja y la tía Nelda ha montado varias empresas. Sin embargo, Louvenia siempre ha tenido una superstición casi patológica con ese viejo cementerio.

—¿Por eso su nieto no apoya la restauración?

—¿Ha conocido a Micah? —preguntó sorprendido.

—No formalmente, pero le he visto varias veces.

Arqueó una ceja.

—¿Puedo preguntarle dónde?

—Estaba en el cementerio el día que conocí a sus tías, en Charleston.

—Ah. Bueno, para responder a su pregunta, dudo que sus motivos sean tan altruistas. Estoy bastante seguro de que tiene otras intenciones. De hecho, es una de las razones por las que la tía Nelda y yo estamos tan preocupados por Louvenia. Si vuelve a obsesionarse con ese viejo cementerio, me temo que no se dará cuenta de que la verdadera amenaza vive aquí, bajo su mismo techo.

—¿Cree que su propio nieto le haría daño?

Owen se quedó un segundo en silencio, pensativo.

—El problema es que ya nadie conoce a Micah; no sabemos qué se trae entre manos. Siempre ha sido un muchacho problemático, incluso antes de marcharse. Se pasó la niñez cambiando de escuela.

—Ya veo —murmuré, y me pasé una mano por la nuca.

—¿Ocurre algo? —preguntó Owen.

—Cuando he venido, no me he fijado en que había tantas abejas. Pero ahora el zumbido es casi atronador.

Escuchó aquel zumbido durante unos segundos y luego se volvió hacia mí.

—Louvenia tiene varias colonias de abejas repartidas por toda la granja. En nuestra familia, la apicultura es una tradición que viene de lejos.

Bajé los escalones y me dirigí hacia el jardín para distanciarme de aquel incesante zumbido.

—No tiene de qué preocuparse —me tranquilizó Owen—. Las abejas no son agresivas cuando revolotean alrededor del enjambre. A menos que se sientan amenazadas, por supuesto. Supongo que es algo positivo del regreso de Micah. Quizá lo único positivo. Se encarga de todas las tareas apícolas. Es un trabajo duro, laborioso, y la tía Louvenia no es muy dada a delegar. Sin embargo, a Micah siempre se le han dado bien las abejas. Las entiende. Parece un apicultor profesional —explicó, y luego desvió la mirada y arrugó la frente—. Y hablando del rey de Roma —murmuró.

Me giré y vi a Micah Durant al otro lado del jardín, observándonos. Se había quitado la camisa, dejando al descubierto aquel torso raquítico en el que se le marcaban todas las costillas. Todavía sentía un hormigueo en la nuca y, por un momento, pensé que una abeja se había escurrido por mi camisa. Contuve las ganas de levantar la mano porque, en cierto modo, yo sí sabía qué anhelaba Micah.

Pero debí de hacer algún ruido o movimiento involuntario, porque, de repente, Owen dijo:

—Sí, siempre ha tenido ese efecto en la gente. Esa mirada, tan penetrante, tan directa, es bastante desconcertante.

Deseaba darme media vuelta, romper el contacto visual con Micah Durant, pero no pude apartar la mirada de ese muchacho. Con los ojos clavados en el cielo, empezó a desplegar los brazos; durante unos segundos, se mantuvo en aquella postura. Owen y yo nos quedamos en el jardín como dos pasmarotes, hechizados por aquella imagen.

De golpe y porrazo, el zumbido que venía de las macetas que colgaban del porche empezó a hacerse cada vez más intenso. Llegó hasta tal punto que me atemoricé. Salí escopeteada en busca de cobijo. Y justo cuando estaba a punto de llegar al coche, me paré en seco; una nube de abejas brotó de entre las flores y cruzó el jardín, hacia Micah. En cuestión de segundos, cada centímetro de su esmirriado cuerpo se cubrió de miles y miles de abejas. Micah ya no parecía un ser humano.

—Dios mío —farfullé.

—No se preocupe —dijo Owen—. No le picarán. Saben que él no pretende hacerles daño.

—¿Y cómo lo saben?

—Porque él se lo ha dicho.

Recordé el modo en que Micah me había quitado la abeja del cuello, cómo había girado la mano para que el insecto y él se quedaran cara a cara.

Owen sonrió.

—No sea tan escéptica; las abejas son muy comunicativas. En otra época, la comunidad las veneraba. Si el apicultor moría, se enviaba a un miembro de la familia al enjambre para explicarles a las abejas lo ocurrido; de lo contrario, morían o se trasladaban a otro lugar.

—Qué fascinante.

—Cuando Micah se marchó de casa, Louvenia perdió algunas de las colmenas. Y, ahora que ha vuelto a casa, el negocio marcha mejor que nunca —explicó sin apartar la mirada de Micah—. ¿Está familiarizada con el término «barba de abejas»? —preguntó, con una mano en el mentón—. La mayoría de los apicultores utilizan esta técnica. Consiste en encerrar a la reina para atraer a las abejas trabajadoras. Pero Micah no hace eso. Su don es natural.

Seguía embobada mirando aquel enjambre de abejas. ¿No le asfixiaban?, me pregunté para mis adentros. Tenía la cara completamente cubierta. Y justo cuando iba a hacerle esa pregunta a Owen, Micah empezó a saltar, apartando así a todas las trabajadoras. Tras unos instantes, las abejas volvieron a sus árboles.

—El espectáculo ha acabado —anunció Owen.

No me cabía la menor duda de que aquel espectáculo había sido en mi honor. Quizás incluso una sutil amenaza.

Pero ya había visto y oído suficiente por un día.

—No le entretengo más. Estoy segura de que Louvenia y usted tienen mucho de que hablar.

Owen seguía observando a Micah con el ceño fruncido.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —gritó.

Micah no respondió. Se limitó a quedarse ahí quieto, sonriéndonos. Un segundo después, al igual que las abejas, se dio media vuelta y desapareció entre los árboles.

—No le haga caso —dijo Owen—. Le encanta fanfarronear y hoy, además, tenía público.

—Es un truco impresionante, la verdad —dije, y me dirigí hacia el coche.

—Todos tenemos nuestros talentos —murmuró Owen—. En fin, para llegar…

—Estoy segura de que puedo encontrar el cementerio yo sola.

—Eso lo dice ahora, pero ya verá cuando se meta en ese bosque —comentó. Luego señaló el final de la carretera y añadió—: Debe seguir el camino por el que ha venido unos tres kilómetros, más o menos. Cuando pase una curva muy pronunciada, mire a su izquierda y busque un viejo poste de hierro forjado. Es irónico, pero, ahora que se ha podrido, parece más bien una cruz. Solía sostener un cartel de prohibido el paso. La entrada está descuidada, llena de arbustos y malas hierbas, así que es muy probable que no la vea si no encuentra ese poste. Puede pasar por la carretera que atraviesa el bosque con el coche, pero tómeselo con calma y, sobre todo, tenga paciencia.

Asentí.

—De acuerdo.

—Es una carretera sin salida, así que, cuando llegue al final, tendrá que recorrer el resto del camino a pie. Hay un camino directo, pero es muy empinado. Louvenia tenía razón. Los bosques de la zona son densos y el paisaje puede desorientar a cualquiera. Si no presta atención, se puede perder en menos que canta un gallo.

—También dijo algo sobre un truco para el laberinto.

—Ah, es sencillo. Gire a la izquierda, siempre. En un momento dado, llegará a un cruce, a una bifurcación. Todos sus instintos le dirán que vaya hacia la derecha. Sabrá de lo que le hablo cuando esté ahí. Ignore su impulso y gire a la izquierda.

—¿Y la puerta?

—El mecanismo del pestillo solo se abre cuando se retira un ladrillo del muro. Lo reconocerá por las marcas. Una vez más, es fácil pasarlo por alto si no sabe que está ahí. ¿Lo tiene todo? —preguntó.

—Sí, gracias.

Me subí al coche y cerré la puerta, pero la ventanilla estaba bajada y una abeja errante aterrizó sobre mi mano. Antes de que pudiera sacudir la mano, la abeja hundió su aguijón peludo en mi piel. Noté el pinchazo de una aguja seguido de un escozor insoportable. La abeja empezó a dar vueltas enfurecida y después se desplomó sobre el suelo. Un tanto nerviosa, logré extraer el aguijón.

Owen se acercó al coche. Ver aquella abeja muerta le dejó anonadado.

—Pensaba que solo picaban si se sentían amenazadas —reproché.

Él levantó la mirada.

—Deben de haberla percibido como una amenaza, entonces.

—¿Por qué?

Echó un vistazo por encima del hombro, justo en el punto donde Micah había desaparecido.

Le lancé una mirada de escepticismo.

—No estará insinuando que Micah les ha dicho que soy una amenaza, ¿verdad?

Owen dio un paso atrás y encogió los hombros.

—No sé muy bien cómo se comunica con ellas, pero Micah no es un apicultor del montón. Como le he dicho, tiene un don excepcional.

—¿A qué se refiere exactamente?

—La primera vez que le expulsaron fue porque liberó una colonia de abejas en el patio del colegio. Todo el enjambre rodeó a un niño que no le caía bien a Micah. Uno de los alumnos juró y perjuró haber oído a Micah susurrar el nombre de aquel niño a las abejas antes de liberarlas.

—¿Qué le pasó al niño?

—Sobrevivió, pero durante un tiempo estuvo aterrorizado.

—¿Y las autoridades creyeron que Micah había ordenado a las abejas que atacaran a ese niño?

—Creyeron que había liberado a las abejas en el patio a propósito. Eso bastó para expulsarlo, sobre todo después de varios incidentes similares. Pero ya está bien de hablar de Micah. Debería ponerse algo sobre esa picadura.

Miré el verdugón que tenía en la mano.

—Menos mal que no soy alérgica a las picaduras de abeja —dije, también para tranquilizarme.

—No es la picadura de lo que debe preocuparse, sino de las feromonas que ha dejado sobre su piel para avisar a sus compañeras trabajadoras del peligro. Si la colonia decide atacar, me temo que no podrá escapar, señorita Gray. Aunque se meta en una piscina o un estanque lleno de agua, cuando salga, la estarán esperando.

—Gracias por la advertencia —dije—. Y por las indicaciones.

—De nada. Y tenga cuidado —añadió—. Yo, en su lugar, saldría ya, antes de que esas feromonas lleguen a la colonia.