Capítulo 16
Tras salir del cementerio, pasamos por comisaría para que yo firmara mi declaración y después Devlin me llevó a casa. Registramos la casa en un santiamén, solo para asegurarnos de que todo estaba en orden. Él se marchó, aunque nunca sabré si fue a visitar a su abuelo al hospital o si se ocupó de otro asunto.
Cuando me quedé a solas, preferí echar otro vistazo a todas las habitaciones. Devlin había contratado a alguien para que limpiara la casa y recogiera los cristales rotos; y, aunque él confiaba en esa persona, yo me sentía incómoda. Avanzaba por el pasillo con sumo sigilo, pero, aun así, el eco de mis propias pisadas rompía el silencio que reinaba en mi santuario.
Intenté distraerme un poco y me metí en la cocina. Los sonidos hogareños, como el tintineo del cristal o de la porcelana, siempre me recordaban a otros tiempos, tiempos en los que disfrutaba viendo a mamá moverse por la cocina como pez en el agua. Sin embargo, aquel recuerdo no logró tranquilizarme. Mi familia siempre había cenado en silencio, pero en un silencio engorroso. Recuerdo que, en el momento del ocaso, cuando se levantaba aquella suave brisa, el perfume de las rosas del cementerio se colaba por las ventanas. Aquel era el delicioso presagio del anochecer. A veces, miraba a papá y, durante un breve instante, se encendía una chispa y, durante ese efímero segundo, ambos reconocíamos nuestros miedos. Después, él volvía a esconderse en un lugar oscuro e inaccesible.
Nuestra familia no había sido una familia ejemplar, desde luego. Mi padre siempre se había empeñado en poner cierta distancia entre nosotros, pero, a pesar de ello, nuestro don, por llamarlo de alguna manera, nos había unido de una forma irrevocable. Mi madre, por otro lado, nunca se había atrevido a abrazarme, ni siquiera de niña. Y cuando viajé al pueblecito donde nací, por fin entendí por qué. Mamá tenía miedo de que alguien pudiera arrebatarle a su hijita. Y tal vez una parte de ella también tenía miedo de mí.
Aquel viaje a Asher Falls había servido para encajar una a una todas las piezas de mi vida. Sin embargo, todavía quedaban ciertos espacios en blanco, demasiados secretos aún por revelar. Cómo y dónde los descubriría seguía siendo un misterio aterrador.
Y hablando de misterios…
Cómo olvidar aquel estereograma. No pude resistir la tentación; coloqué la imagen en el artilugio y me volví hacia la luz, pero esta vez centré toda mi atención en las niñas y no en aquel rostro de la ventana. Mientras estudiaba la imagen, detecté un suave contorno bajo sus capas, justo en el punto donde sus cuerpos estaban unidos. Juntas para siempre.
De repente, mi mente proyectó de nuevo aquella forma que había vislumbrado en el cementerio de Oak Grove y volví a percibir el aroma a clavo que me había abrumado cuando Nelda se acercó a mí. El doctor Shaw me había contado que la siamesa que había sobrevivido había usado esa especia para tapar el hedor de su hermana muerta. Me preguntaba si la esencia a clavo había sido un intento de su difunta hermana para contactar con ella.
No sabía qué era aquella diminuta criatura, pero no era un fantasma. Tenía más sustancia, más humanidad que la mayoría de las apariciones que veía, lo que me llevaba a preguntarme si el vínculo físico, espiritual y telepático que mantenía con su hermana había cambiado el curso de su muerte. Quizá no había logrado atravesar el velo y se había quedado atrapada en un lugar intermedio que le permitía entrar en este mundo, en mi sótano y en mis paredes.
Dejé el estereoscopio sobre el escritorio. La mente me iba a mil por hora. Algo muy extraño estaba ocurriendo a mi alrededor. Podía reconocer una manipulación sobrenatural del mismo modo que sentía el frío glacial de una presencia fantasmal. Alguien me estaba guiando, o empujando, hacia el cementerio Kroll. Pero ¿con qué fin? Aquella intrusión me enfurecía a la vez que me aterrorizaba, pero no podía negar un punto de fascinación.
El doctor Shaw había sugerido que buscara en el sótano otros estereogramas y, a decir verdad, me pareció buena idea. Si había más tarjetas perdidas allí, quizá las imágenes pudieran darme más pistas.
La idea de explorar aquel sótano tan siniestro yo sola me daba escalofríos, pero sabía que el mejor momento para bajar allí era ese, con el sol quemando el césped del jardín. No me entretendría demasiado. Sería un visto y no visto. Lo haría en cuestión de minutos.
Sonaba la mar de fácil.
Me enfundé mis pantalones de trabajo y llené los bolsillos con una linterna, un spray de pimienta y el teléfono móvil. Salí al jardín y me distraje durante unos momentos con las flores; necesitaba unos instantes para reunir el valor necesario y entrar ahí.
Arranqué una rosa de un arbusto y la fui deshojando como quien no quiere la cosa. Me enrollé el tallo entre los dedos y me acerqué a la escalera que llevaba al sótano. Observé la puerta mientras olisqueaba el aire, buscando ese olor húmedo y mohoso de los lugares cerrados. No distinguí nada, solo el dulce perfume de la rosa. Dejé la flor sobre el primer escalón y, poco a poco, empecé a bajar.
Giré la llave y, antes de entrar, palpé la pared interior hasta encontrar el interruptor de la luz. La bombilla apenas iluminaba aquel cuartucho, así que me quedé ahí plantada, en el umbral. Aproveché para escudriñar cada rincón del sótano con la ayuda de la linterna. No vi nada sospechoso ni extraño. Inspiré hondo y esta vez sí que advertí un ligero olor a putrefacción.
Coloqué un ladrillo en la puerta para evitar que se cerrara de golpe y entré. Macon había avanzado muchísimo con la organización de aquel trastero.
Había reforzado todas las estanterías de la parte delantera, además de haber ordenado todo lo que había en ellas. También había apilado todas las cajas rotas y trastos inservibles en una esquina para poder sacarlos fácilmente por la noche, cuando pasaba el camión de la basura. Di un par de pasos hacia delante e iluminé las paredes del sótano para cerciorarme, una vez más, de que estaba sola.
La vieja escalera que conducía a la cocina estaba en el fondo del sótano, a mano izquierda, una zona que Macon todavía no había empezado a limpiar. La estantería que se había apuntalado sobre la puerta de la cocina, que seguía tapiada con tablones de madera, estaba atestada de cajas y demás porquería. Empecé a revolverlo todo, posponiendo así mi búsqueda de otros estereogramas para más tarde. ¿Cómo era posible que algo se hubiera colado por aquella puerta? ¿Acaso había algún tipo de pasadizo secreto entre las paredes de mi casa?
Todo parecía en orden. Sin embargo, cuando me alejé unos centímetros y alumbré con la linterna la pared y aquellas estanterías ahora vacías, descubrí una grieta cerca del suelo. Me arrodillé y me arrastré bajo aquella estantería. Levanté uno de los tablones de madera para poder iluminar la desvencijada escalera con aquel haz de luz.
Pasé la luz por toda la puerta y, de pronto, vislumbré la cerradura; imaginé a un diminuto jorobado vigilándome desde el otro lado; aquella criatura podía transformarse en algo lo bastante minúsculo como para escurrirse por las paredes, aunque no lograba explicarme cómo.
Cuando iluminé la escalera, algo brillante llamó mi atención. Era el punto de libro de cristal, de eso no me cabía la menor duda. Eso demostraba que algo, por decirlo de algún modo, había entrado en mi habitación y había salido de la casa por aquella escalera del sótano.
Pero ¿por qué coger aquel punto de libro? ¿Por qué dejar el cascarón de un insecto en la mesita de noche? ¿Cuál era el mensaje que todavía no había descifrado?
A los pies de la escalera vi jirones de ropa vieja y trozos de papel, como si un animal hubiera intentado hacerse allí su guarida. Aunque lo que más deseaba era huir de allí, me contuve y busqué las herramientas de Macon. Me volví a meter debajo de la estantería y me puse manos a la obra. Golpeé aquel tablón y una nube de polvo cayó sobre mí, pero no paré hasta haber asegurado la escalera.
Tras sacudirme la mugre y las telarañas del pelo y de la ropa, volví a la parte delantera del sótano para reanudar mi búsqueda de las tarjetas. En mi interior estaban sonando todas las alarmas, pero, en lugar de escucharlas, respiré hondo y empecé a mover todas las cajas de un lado a otro y a buscar en todos los oscuros recovecos.
Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba allí abajo, más incómoda me sentía. Me volví para apartar una caja de plástico y, de pronto, la luz perdió intensidad. Al principio pensé que la bombilla se había fundido, pero, al darme la vuelta, me percaté de que algo estaba eclipsando la luz natural que entraba por la escalera del jardín. Quería creer que era una nube, pero veía que el sol se estaba filtrando por las esquinas del marco de la puerta. Lo que me llevó a una única conclusión: alguien o algo estaba en la escalera.
Desvié la mirada hacia la puerta y olfateé el aire, buscando aquel inconfundible olor a muerte. Pero no distinguí nada extraño, así que asumí que debía de ser Macon. Pensé en llamarle. No había nada de malo en eso, ¿verdad? No estaba escondiéndome, y tampoco podía salir de allí inadvertida. Me había quedado atrapada en el sótano. Y quienquiera que estuviera en la escalera también lo sabía. Sin embargo, ninguno de los dos hizo movimiento alguno y el único sonido que oía era el latido de mi propio corazón.
Me quedé quieta como una estatua y, pasados unos segundos, noté una ligera quemazón en la lengua, seguida del intenso y picante sabor a clavo. De repente, vi un destello en la puerta, un arco de luz. Un instante más tarde, oí un sonido metálico, como si algo hubiera caído en el suelo y estuviera rebotando hacia mí. Atemorizada, miré al suelo y sentí un aliento gélido susurrándome en la nuca.