CAPÍTULO II

 

 

Estaba acribillado a balazos. Muerto, todavía no. Iba a morir. Agonizaba, y toda mi energía, transmitida a él, sería insuficiente para evitarle la muerte, la hemorragia, las heridas fatales en su torso y cabeza.

Un oficial uniformado se acercaba a él decididamente. Empuñaba un arma corta, que apoyó en la sien del moribundo. Éste le miró patética, penosamente. El oriental de uniforme, con distintivos de oficial, no se inmutó por eso. Apretó el gatillo...

El drama había terminado. El tiro de gracia terminó con el fusilado. Ya era cadáver.

Para entonces, yo estaba sobre él. No emitía luz, para no ser visto. Mi mente, mi pura energía mental, invisible y sutil, hizo contacto con la del muerto.

El cerebro de un humanoide es lo último en morir totalmente. Quedan en su mente, como grabadas en cintas magnéticas, las impresiones y recuerdos, los pensamientos e ideas del difunto. Ese fenómeno puramente psíquico, postmortem, dura poco tiempo. Para mí, sobraba con segundos.

Me enteré de todo lo que él pensaba antes de morir, y en el momento de recibir la descarga. Me desorientó un poco. Todo lo presidía un nombre de mujer: Yoko. Todo giraba en torno de ella. La mente muerta del fusilado, me transmitió una imagen clara de Yoko. Era japonesa. De Tokio, la ciudad atacada por la bomba atómica. Muy bella para los hombres.

El muerto se llamaba Danton. Rocky Danton. Americano, de padres ingleses. Occidental. Luchaba contra Oriente en aquella guerra, naturalmente. Pero de un modo peculiar. Capté su pensamiento con claridad. Había fingido pasarse a Oriente como un traidor. Pero allí, actuó como agente secreto para Occidente, hasta que fue descubierto.

Éste era el fin de la aventura. El paredón, el fusilamiento. Métodos de guerra. A los humanoides parecía encantarles matarse entre sí, del modo que fuese. Poseían infinitas variantes para quitar la vida a un hombre, con más o menos legalidad.

Creo que floté sobre Rocky Danton unos instantes. Estudiaba su cuerpo inmóvil, cubierto de sangre. Estudiaba también al oficial oriental, de rasgos herméticos. Le oí decir algo, escupiendo al muerto:

—¡Sucio traidor, canalla occidental...!—luego, le pegó un puntapié que al pobre Danton creo que no le perjudicó ya lo más mínimo.

Así era la gente en el hermoso planeta S-3. Incomprensible. Además de matarle a uno, luego le escupía y le pateaba. Como si matar no fuera ya suficiente. Quizás no lo crea, pero no sé qué más podían hacer con una simple criatura mortal. Tan mortal como los mismos verdugos que ahora se ensañaban en ella. Ésa era la lección que, por lo visto, nadie aprendía allí. Mataban por matar, sin pensar que ellos mismos, después, también habían de morir, por Ley inexorable de su Creador, que era el mío, aunque a ellos les hiciera diferentes a mí en muchas cosas, corporales o psíquicas.

Los soldados orientales se retiraron, a una seca orden de su jefe. Ya que no hacían nada allí. Otros soldados vinieron con una especie de vehículo movido eléctricamente. Cargaron al difunto sin importarles que lo dejara todo enrojecido con su sangre. Se lo llevaron a alguna parte.

El patio quedó vacío. Un soldado echó algo sobre las manchas rojas, para limpiarlas. El paredón era una criba.

Seguí al difunto y sus acompañantes de uniforme. El juego no era divertido, pero sentía cierta curiosidad por seguir el curso del mismo hasta algún final, fuese el que fuese.

Llegaron a un gran depósito, amplio y destartalado. En él se alineaban cuerpos sin vida todos ellos de raza amarilla, tendidos, en losas de piedra blanca. Uniformados todos. Eran víctimas de alguna emboscada o escaramuza con el enemigo. En otra piedra blanca, fue arrojado sin muchos miramientos el cadáver de Rocky Danton, el americano.

Había manchas de sangre por doquier. El aire tenía un aroma a ese mismo líquido vital, levemente agrio sin duda por la descomposición, pese al frío artificial mantenido allí dentro. Los soldados se retiraron, dejando allí el nuevo cadáver. Sin duda, todos serían enviados a algún horno crematorio o cosa parecida, para deshacerse de posibles focos de infección. En una guerra como aquella, debía haber exceso de cadáveres. Demasiados para pensar siquiera en sepultarlos.

No podía comprender a esas criaturas humanoides, pero me enteraba de sus reacciones, sus ideas, su modo de ser, por absurdo que fuese. Observé a Danton de nuevo.

Para un humanoide, sin duda había sido en vida un hombre muy arrogante, muy atractivo para los ejemplares del sexo opuesto, ya que la vida sexual y su evolución en el Planeta S-3, parecía ser harto primaria y puramente instintiva y emocional. Una forma muy inferior de vida y de procreación, comparado con otros mundos habitados de los que yo conocía.

Me caía simpático Danton. Quizá porque murió recordando patéticamente a una hembra, a un ejemplar del sexo opuesto. No tuvo miedo al morir, sino simplemente temor por ella. Por una mujer oriental llamada Yoko... Y los orientales le fusilaban. Incoherente. En alguna parte, sin embargo, estaría la razón de todo eso.

Capté sus pensamientos postmortem. Pensamientos simplemente «grabados» en sus registros de memoria, ahora fríos y yertos, como una máquina averiada definitivamente, pero que dejaras de su avería una serie de cintas grabadas, con datos computados.

Había muerto muy inquieto por alguien que no era él. Temía por Yoko. Su misión había consistido en gran parte en ese objetivo final: Yoko. Y la tal Yoko corría peligro. Posiblemente un peligro mortal.

Quién pudiera ser, y dónde pudiese estar, era algo de lo que yo no tenía la menor idea. Pero Danton, muerto allí, frente a mí, ya no podría hacer nada por ella. Nada de nada.

Un hormigueo de excitación me hizo pestañear con rápidos fulgores. Creo que brinqué de extremo a extremo de la gran nave frigorífica de los muertos, como en un ballet ridículo y saltarín. Mi luz, la luz radiante de mi intelecto puro y de mi energía viviente, estaba a tope ahora. La idea alocada, era incluso divertida. Una experiencia fascinante...

Danton sufría tremendas heridas de bala en la cabeza, en el tórax, en sus brazos... Por esos orificios habían huido su sangre y su vida. El tiro de gracia, en plena sien, era un feo agujero oscuro, y nada más. Pero había sido la muerte definitiva.

De repente, mi idea cobró fuerza. Puse a contribución de ella mis impulsos energéticos.

Y me metí en Rocky Danton.

Lo noté inmediatamente. Estaba dentro de un humanoide muerto.

Fue una curiosa sensación de claustrofobia, de encierro. Mi pura mente, mi pensamiento libre y elástico, por primera vez se veía encerrado, constreñido a un angosto reducto, bajo una bóveda craneana que parecía el techo ominoso de una celda. Ya no podía brincar ni ir de un lado para otro. Estaba prisionero. Prisionero dentro de un cráneo humano.

Traté de ver el exterior, de «asomarme» a alguna parte. Y lo encontré. Dos ventanas redondas, ligeramente ovoides. Los ojos. Los yertos ojos de Rocky Danton. A través de sus órbitas, de su córnea, de su pupila, penetré de nuevo en el exterior, en la vasta nave repleta de muertos.

Hubiera podido saltar, evadirme de allí en un instante, dejar el pobre despojo humano de Rocky Danton, allá encima de su losa. Y hubiese sido una simple travesura, una diversión breve e intrascendente.

Algo me aprisionó allá dentro, entre las paredes de un cráneo ajeno y silencioso, donde reposaba una masa encefálica inerte, desgarrada por piezas de metal disparadas por armas de fuego.

Fue como un «paseo» sobre las células grises de Rocky Danton. Luego, encontré sus foco de memoria, de conocimientos, de sensibilidad, de sentimientos íntimos, de percepciones puramente físicas, como los sentidos corporales... Eran como teclas inmóviles, que nadie pulsaba ya, porque la fuerza motriz de aquel cerebro no existía.

Puse mi energía en funcionamiento. Traté de activar todo lo que tenía dormido o aparentemente muerto. Y lo logré.

Memoria, recuerdos, sentimientos, sentidos físicos volvieron súbitamente a funcionar en aquella especie de mecanismo sutil y complejo, palpitante en vida y quieto en la muerte. Solamente capté las vibraciones de los puntos reactivados por mi fuerza mental.

Rocky Danton comenzó a funcionar. Sólo que ahora, su cerebro... era yo.

Me sentía igual que si fuera dueño de un centro de control de diversas actividades. Desde allí, podía dirigirlo todo fácilmente. El cuerpo humano era sencillo en realidad, pero sus actividades cerebrales muy complejas, pese a lo poco que se desarrollaban las posibilidades reales de una mente humana. La mayor parte de los poderes mentales, observé que estaban atrofiados, por total carencia de uso o aplicación. Incluso era posible que los humanoides ignorasen de lo que ellos mismos eran capaces, con su sola fuerza mental, debidamente ejercitada y dirigida.

Experimenté unas molestas sacudidas que me causaron la sensación física del dolor humano. Me desagradó mucho, y anulé el control de sensaciones de dolor físico. Al mismo tiempo, dicté una orden, regenerando mis tejidos dañados por las balas del fusilamiento.

En el acto, vi «mi» brazo y mi torso, bajo la indumentaria agujereada, cómo se regeneraba automáticamente, y nueva piel y nuevos tejidos cubrían en el acto los dañados. Mis dedos hicieron saltar las manchas de sangre, como simples placas resecas.

Me divirtió una idea. Si el oficial del salivazo viese ahora a su víctima, se llevaría un susto de muerte. Y más aún si intentaba disparar para causarle nuevamente la muerte al americano. Cada balazo suyo o de su grupo, aunque fuesen centenares de ellos, sólo dañarían mis tejidos un instante, para inmediatamente cubrirse éstos de una nueva película humana, sin huellas de violencia. Uno de los dones humanos, no alcanzados nunca por su especie a causa de ignorar su facultad mental necesaria, era el de regenerar por sí mismos cualquier daño físico en su ser. Pero, con mi poder mental superior, eso se convertía en un juego de niños.

Dentro de aquel cuerpo, me sentía gozoso, disfrutando de las diabluras que con él podría hacer, para pasmo de los que me rodeaban. Ahora,

Rocky Danton volvía a la vida. Pero una vida distinta e increíble a la natural en los humanos. Ahora, yo era su cerebro, y él era mi cuerpo. De esa fusión, nacía un ser extraño, imposible de ser muerto, herido o torturado, incapaz de sentir dolor físico, pero tampoco goces, por supuesto. Rocky Danton no podía amar, porque yo no puedo amar como lo hacen los humanoides. Tampoco podía odiar ni sentir valor, miedo o incertidumbre alguna. Mi fría mente, lúcida en cualquier aspecto, era su guía actual.

Rocky caminó hacia la salida. Es decir, yo caminé, dentro de él, como si ocupase un gigantesco e insólito vehículo con dos piernas, dos brazos y dos ojos. Un vehículo en cuya parte más elevada, en el último piso de su estructura, me hallaba yo, dirigiendo su mecanismo general, sus controles todos: la bóveda craneana, recinto en el que ahora empezaba a discurrir mi vida.

Así, yo, Zen, llegado de una lejana Galaxia donde todos somos puro pensamiento intangible, energía mental viva, era ahora un ser humano. Un Ser humano llamado Rocky Danton, hijo de ingleses, nacido en una gran urbe llamada Nueva York, en 1970, veinticinco años atrás en el Tiempo terrestre, y de profesión espía al servicio de la Inteligencia de Occidente, que dependía de la Organización de Naciones del Pacto Euro-Americano, cuya Asamblea Suprema era presidida en estos momentos, en plena Guerra Mundial, por los miembros de las Delegaciones soviética y británica, con asistencia del Secretario Especial Anual, actualmente de nacionalidad uruguaya.

Yo, Zen, en cierto modo era el espía Danton, en una misión peligrosísima en el Continente Asiático.

Una misión de la que dependía la paz mundial, el fin de la demoníaca tercera conflagración terrestre..., y también la vida de una mujer japonesa llamada Yoko Shindo. Una mujer de la que Danton estuvo enamorado, y que ahora iba a morir de un momento a otro, en alguna parte de China.

Todo eso estaba registrado en los centros de memoria del cerebro muerto de Danton, que yo podía leer sin dificultades. Supe leer allí su idioma, sus conocimientos, sus recuerdos más importantes... La mente humana era de sencillo funcionamiento para mi concepto de las cosas. Apenas unos segundos habían bastado para que yo asimilase a fondo cuanto Danton sabía y conocía. Unos instantes, y no había diferencia entre el auténtico Danton y yo. Incluso probé a decir algo.

Moví los labios de mi cuerpo viviente. Era divertido. Como estar dentro de un muñeco y hacerle actuar por puro juego, tirando de invisibles hilos de marionetas. Noté que los labios se movían por fin, y sonaban unas palabras en la misma voz del difunto Danton, ya que eran sus cuerdas vocales las que yo accionaba por impulsos mentales:

—Tengo que salir de aquí. Hace tanto frío que noto mi piel cubierta de escarcha... Además, todos esos cuerpos ahí... ¡Uf! Tengo que irme enseguida a cualquier otra parte...

Me gustó. Era estupendo aquello de tener voz y poderse expresar con la gente sin necesidad de emitir ondas telepáticas. Claro que yo siempre tendría ventaja en todas las situaciones, con respecto a otro ser viviente. Mi mente podía leer con toda perfección lo que estuviera pensando un interlocutor mío, igual que si tuviera desnudo su cerebro ante mis ojos, con sus pensamientos escritos en él.

Sí, todo iba a ser muy divertido, pensé.

No tenía ninguna prisa en ir a ninguna parte. Ni en viajar por el Cosmos, ni en volver a mi Galaxia. Para mí, el Tiempo no contaba. Y aquel juego de la Tierra era tan excitante...

A alguien no iba a gustarle el juego, pero Rocky Danton seguía con vida. Un fusilamiento había sido hecho en vano. Y, lo que era peor, ahora Rocky Danton era algo más que un vulgar espía terrestre, metido en apuros en territorio enemigo. Ahora, Danton era un cuerpo humano... con un cerebro superior dentro. Un cuerpo invencible e inmortal, porque en realidad, como tal ser humano, estaba ya muerto. Y un ser de otra Galaxia, como era yo, dirigía sus actos. Dándose la circunstancia de que yo, Zen, no estaba sujeto a las reglas de la vida humana, y para mí tanto daba un año, como un siglo o mil millones de años de su tiempo. No alteraría mi existencia, muy por encima de tan cortas y limitadas formas de medir el tiempo y la vida.

Dentro del cuerpo de Danton, paseé por el depósito de cadáveres, buscando una salida. La había, naturalmente, y sin la menor vigilancia. ¿Quién iba a vigilar a los muertos, si éstos no se podían ir a ninguna parte por sí mismos?

Salí a un interminable corredor con olor a humedad. El cuerpo se movía ya con mayor agilidad. Iba adaptándome a su especial estructura y funcionamiento, y el resultado era óptimo. El travieso Zen se divertía, pensé burlón. Y Danton se hubiese divertido también, de haberle sido posible hacerlo. Pero pronto supe que cuando el hombre muere, su inteligencia, su sensibilidad y un algo incorpóreo e intangible que ellos denominan «alma», se ausenta de su terrena envoltura definitivamente.

De modo que de Danton, en estos momentos, sólo quedaba lo que era visible, lo que a mí me contenía: su cuerpo. Y en él, como en una envoltura artificiosa, yo me movía a placer, manejando los millones de invisibles hilos que accionaban sus nervios, sus resortes vitales todos, al menos por pura mecánica dirigida, sin sensibilidad que no fuese la mía propia, harto diferente a la suya.

Rocky, creo que vamos a ser buenos amigos tú y yo, pensé.

Y lo hice con tal fuerza, que se lo oí decir a él, como si hablara consigo mismo en monólogo inútil. Me reí interiormente, y él se echó a reír de modo suave, burlón. Nuestra afinidad era, pues, total. Cuerpo y mente ensamblados perfectamente. Rocky Danton y Zen. Él y yo... Una buena pareja en un solo ser. Veríamos cómo se me daba el juego aquel de los espías.

Si al menos pudiera salvar a Yoko Shindo del peligro que corría, era posible que allá donde el alma de Danton estuviera, descansaría tranquila ya. Creí intuir un plano metafísico adónde iban los espíritus terrenales tras el trance mortal. Pero era un punto reservado solamente a ellos, y no quise aventurarme más en deducciones. Tenían derecho a mantener su inviolable secreto...

Caminé por el corredor, cerca del muro, para no ser visto. Sin embargo, no iba a tener demasiada fortuna en eso. Súbitamente, dos soldados orientales, de casco verde con distintivo de un dragón sobre fondo rojo, y uniforme de brillo plastificado, se hallaban al final, montando guardia. Delante de ellos, un oficial de alta graduación, igualmente de raza amarilla, ostentando el mismo dragón en su guerrera gris, hablaba rápidamente en chino, a punto de subir a un estilizado avión de combate, blanco y en forma de saeta, vertical en su postura y despegue, con turbinas iónicas en su base. El inevitable dragón rojo, con unas cifras de matrícula, aparecía en la panza blanca del aerodinámico aparato.

Al oficial le acompañaban otros dos soldados armados con supermetralletas ligeras de cargas explosivas. Todos esos datos, los recibía automáticamente de la «memoria» impresa del cerebro de Danton.

Los que montaban guardia me sorprendieron. Uno gritó, al girar la cabeza y descubrirme. El otro se volvió, presto a disparar, y desorbitó los ojos al identificar mi rostro y mi aspecto.

—¡Es el muerto! —les oí gritar en chino, idioma que desconocía, pero que mis ondas mentales tradujeron inmediatamente, al captar sus conocimientos directamente de sus mentes—. ¡El americano, el americano...! ¡Ha resucitado después del fusilamiento!

Debían ser supersticiosos. Echaron a correr despavoridos, arrojando sus armas, ante el estupor del oficial chino, que no entendía nada de todo aquello. Pero que lo entendió al fijar su mirada en mí. El tal Danton debía ser tipo muy conocido en el lugar, porque lanzó un juramento bastante soez en lengua de Confucio, y buscó su pistola para disparar sobre mí. Observé, conforme a las anotaciones mentales de la memoria de Danton, que usaba una moderna pistola eléctrica, de disparo a turbina, capaz de hacer pedazos a cualquiera. Las supermetralletas de sus guardaespaldas, también me encañonaron inmediatamente.

No dejé que hicieran trizas el cuerpo que me había agenciado. Quizá estaba empezando a tomarle simpatía a la envoltura de Rocky Danton. Lo cierto es que puse en acción mis poderes mentales absolutos, que hasta entonces solamente utilicé con las dos bombas nucleares que impedí estallaran en Tokio.

Emití una poderosa radiación magnética. Directa al arma eléctrica del oficial. La vi destrozarse en la mano de su propietario, reventando en medio de un fogonazo azul, que calcinó el brazo del oficial chino y parte de su rostro. El espectáculo no fue agradable, pero si aquello era una guerra y yo estaba del lado de Danton por puro azar, bien estaba lo hecho.

El oficial rodó al pie de la nave blanca, agonizando. Sus dos esbirros me dispararon sus cargas explosivas a ráfagas. Pero ya había extendido yo ante mí una invisible barrera magnética, que frenó los proyectiles, haciéndolos estallar en el aire, inofensivamente, ante el estupor de sus tiradores, que se miraron perplejos entre sí, antes de escapar a la carrera cuando yo me moví hacia ellos resueltamente.

—¡Es un espíritu, un espíritu! —gritaban en su idioma—. ¡Ha vuelto de las tinieblas de la Muerte, y nadie puede tocarle...!

Así de sencillo era. Me encontré al pie de la puerta del avión blanco y vertical. Entré en él sin problemas. El piloto, otro chino con uniforme azul y el consabido dragón eh sus distintivos, se volvió con amplia sonrisa, esperando ver a su jefe militar sin duda.

También conocía a Rocky Danton.

Al verme se le heló la sangre en las venas. Trató de hacer algo, se incorporó en su asiento de la cabina superior, en la punta afilada de arriba, y se precipitó hacia mí, esgrimiendo un arma convencional antigua, pero siempre eficaz: una vulgar pistola automática, de moderna línea y color plata, pero ajustada a la moda de veinte años atrás.

Me clavó dos balazos en el pecho. Vio abrirse los agujeros, el boquete en la carne..., y éste se cerró. Horrorizado, repitió su disparo a mi cabeza. Vio el orificio negro en mi frente, para regenerarse inmediatamente los tejidos desgarrados, y cubrirlos de nuevo la piel impoluta, sin huella de violencia.

Trémulo, estremecido, mudo de horror, se precipitó lejos de mí, dando alaridos, bajó por el túnel de descenso y salió despavorido, alejándose del avión vertical, en el que me quedé yo de único dueño.

Me acerqué a su cuadro de mandos. Una ojeada bastó. Era elemental manejar vehículos así. Mi mente lo aprendió todo en un instante. Me senté. Accioné los mandos, y el vehículo despegó vertiginosamente, con un rugido flamígero de su turbina de iones. Dejé muy abajo el suelo y el recinto militar.

Sentí estallar en el aire cargas antiaéreas, pero ya era tarde. Cuando intentaron darme alcance sus baterías, ya estaba yo a demasiada altura, casi en el «techo» de la nave blanca y estilizada como una blanca flecha que atravesara el azul del cielo terrestre.

Me reí de buena gana, haciendo reír a los labios de Rocky Danton. Las carcajadas sonaron estentóreas en el interior de la nave. Era alegre reír. Y muy divertido.

Mentalmente, busqué en el cerebro de Danton alguna información ya grabada en la memoria, sobre el punto al que sería conveniente dirigir la nave robada tan fácilmente a los orientales, cuyo terror debía de ser ahora tan grande como su desconcierto. Me pregunté si alguno reuniría el valor suficiente para contar a sus dirigentes principales la verdad sobre lo sucedido aquel día en la fortaleza militar.

La nave era ligera, veloz, de fácil maniobra y gran agilidad. No era igual que sobrevolar los mundos en uno de mis casi infinitos viajes cósmicos, pero tampoco estaba mal, y uno se sentía algo liberado de la molesta gravedad terrestre, que parecía lastrar los movimientos.

La mente de Rocky Danton tenía un nombre grabado nítidamente, para un posible regreso inmediato a su base, regreso que no tuvo oportunidad de realizar en vida: Australia.

—Australia... —— meditó en voz alta.

Miró los instrumentos de a bordo, la pantalla del radar, un mapa luminoso del Pacífico y el Índico, con un sistema magnético que permitía ver brillar una luz, exacta situación de la nave en ese momento. Puso el rumbo sur-sudoeste.

Y se dirigió a Australia.

Exactamente al gran aeropuerto internacional de Perth, actualmente Base Militar Perth, de las Naciones de Occidente.

Sin dudar, era una gran incógnita.