CAPITULO VIII

—¡NOOOO!

Flaqueó su mente. Fue como si, de repente, las bases del mundo en el que había creído hasta entonces, su propio mundo, se viniesen ruidosamente abajo.

Durante unos instantes, con los ojos inmensamente abiertos, como los de un alucinado, mirando a Ahil, recordó los pedazos de carne que había enterrado en la sabana.

Luego, tras unos instantes de estupor, toda su cólera de hombre civilizado, todo el escepticismo que había ido acumulando a lo largo de su vida, se alzó furiosamente en su interior, negándose a admitir lo que estaba viendo, deseando demostrar a los absurdos poderes que le procuraban aquellas visiones que no estaba dispuesto a dejarse engañar por ellos.

Apoderándose de la llave inglesa que había dejado sobre el borde del capot, se lanzó sobre el pigmeo, dispuesto a volver a reducirlo a pedazos.

La llave inglesa no encontró más que el vacío. Y casi al mismo tiempo, la imagen de Ahil desapareció, esfumándose como por ensalmo.

—¡Maldito seas! —rugió el explorador.

Miró en derredor suyo, y volvió a apretar la llave, al ver una silueta que se acercaba a él.

—Tranquilo, señor Lebois.

Pierre vio avanzar, saliendo de la penumbra, a Nankoo; pero estaba tan furioso, que siguió apretando con fuerza la herramienta que empuñaba.

—Si se trata de otra estúpida broma… —dijo con tono amenazador.

El negro sonrió.

—Deje esa llave, monsieur. Si en vez de encontrarse en una tierra de «negros ignorantes», hubiese usted estado en la butaca de un espectáculo europeo, no habría reaccionado como lo ha hecho, ¿verdad? Después de todo, lo que ha ocurrido es muy sencillo: ha sido usted sometido a una simple acción hipnótica.

—¡Debí suponerlo!

—La única diferencia, notable en verdad, entre el hipnotismo de los blancos, y lo que nosotros llamamos ormund, es que puede realizarse a distancia, sin necesidad de «pases» ni de mirar a los ojos del sujeto.

—Pero, ahora que me doy cuenta, usted está hablando el francés correctamente… y ayer, en la choza…

—Sí, lo hablaba en petit négre (1). Fue una astucia y le ruego que me perdone. Con la misma soltura que me expreso en su lengua, monsieur, habló en inglés y en alemán.

(1) Forma de hablar que ridiculiza la expresión de los negros, cuando se expresan en una lengua europea.

—¿Dónde aprendió usted todo eso?

—En Europa y en América, señor. Tengo 40 años, pero he pasado casi 20 lejos de mi tierra; estudié en Inglaterra, en Francia, en Alemania y en Estados Unidos. Soy psicólogo y doctor en Teosofía y en Ciencias Ocultas.

Pierre iba de sorpresa en sorpresa. Miró al negro con un respeto que nunca le habría concedido antes.

—Si es como dice —replicó el francés—, no creerá en todas esas patrañas del vudú. ¡Ahora comprendo! Todo lo que ha ocurrido ha sido sugestión pura. La aparición del «muerto», lo de los coches…

—Lo de los coches, sí, señor Lebois. Puro ormund, hipnotismo a distancia. Usted estaba seguro de «hacer girar la llave de contacto», cuando en realidad no la movía. Y el señor Miinter, a su lado, creía lo mismo.

—Luego, los coches funcionan, ¿no?

—Perfectamente. Nadie ha tocado el motor de ninguno de ellos. Pero, amigo mío, NO FUNCIONARÁN, a menos que YO LO QUIERA.

—Y lo del muerto que apareció en la ventana… y las huellas fuera del «special-wagon». ¿También utilizó usted en esto esa clase de hipnotismo a distancia?

—No.

Pierre se había tranquilizado, ya que creía haber encontrado una «explicación lógica» a los acontecimientos. Dejó la llave sobre el capó.

Miró con fijeza al negro.

—Dígame una cosa, Nankoo; pero, por favor, contésteme sinceramente… ¿promete hacerlo?

—Sí.

—¿Qué es lo que se propone con todos estos… trucos?

Algo se encendió en los ojos del indígena.

—Yo no me propongo nada, monsieur. Yo no soy más que una parte minúscula del vudú, un sencillo bokonno, de una categoría superior, pero bokonno al fin. Y no ha sido el vudú quien ha iniciado este triste proceso, sino, como casi siempre, la desmedida ambición del hombre blanco, sus bajos instintos y su afán homicida.

—No le entiendo.

—Será sencillo que lo comprenda. Para empezar, debo decirle que yo estuve en Alemania, en Bonn, antes que usted.

—¿En casa de frau Verlarker?

—Sí, pero antes en Colonia, donde había un Congreso Internacional de Teosofía o, como ustedes los incrédulos la llaman: ciencia del espiritismo.

—Siga, por favor.

—En Colonia, conocí al «doktor» Münter; es decir, fue él, al acabar una de mis conferencias, quien vino a verme. Y me invitó a casa de la esposa de Hans von Verlarker. Hans había fallecido hacía solamente quince días.

Hizo una corta pausa.

—Hilda y él me dijeron, profundamente conmovidos, que deseaban volver a la vida a Hans. Les dije que tal cosa era completamente imposible, que nadie, absolutamente nadie, puede resucitar a un muerto.

—¡Eso sí que me gusta! —exclamó Pierre—. Ya veo que es usted un hombre juicioso, Nankoo…

—Me sorprendió el que me dijeran que, por el momento, tenían el cuerpo en estado de hibernación. En realidad, Adolf tuvo la intuición de encontrar a alguien, en el Congreso de Colonia, que practicase los ritos vudú. Y al oírle hablar de ese tema, aunque lo dice muy superficialmente, me llevó a Bonn.

—¿Usted vio el cadáver en Bonn?

—Sí. Y entonces comprendí QUE PODÍA DEVOLVERLE LA VIDA.

—¿Eh? Pero ¿no ha dicho usted hace un momento que no se puede resucitar a nadie?

Nankoo sonrió.

—Permítame que le pregunte algo, aunque ya adivino la respuesta… ¿Dónde cree que vamos al morir, señor Lebois?

—¡Debajo de la tierra! ¡A servir de pasto a los gusanos!

—Eso es cierto, en lo que respecta al cuerpo…, pero el espíritu no sigue ese mismo camino. Al morir, penetramos directamente en el mundo «Astral».

—¡Bobadas!

—Durante nuestro paso por el mundo astral —siguió diciendo el negro, pasando por alto la exclamación de su interlocutor—, permanecemos en contacto con el mundo de los vivos, y gracias a ese contacto, los vivos pueden comunicarse con los «astrales» por medio de las técnicas espiritistas. Pero el mundo «astral», amigo mío, es una especie de castigo, un «pequeño infierno», en el que sólo permanecen los que, por las más diversas causas, siguen «atados» a la vida. Los demás, atraviesan el mundo astral, ascendiendo a mundos superiores, el ádico y anupadádico, puramente espirituales y sin contacto con los vivos.

—¡Todo eso es un cuento para niños!

—Su escepticismo es lógico, señor Lebois. Pero, déjeme seguir, por favor. Es sencillo imaginar lo horroroso que debe ser para una persona que acaba de morir, mantenerse en contacto con sus parientes y amigos… comprobando, con espantoso dolor, todos los engaños, los olvidos y las traiciones de que es objeto desde el instante en que es enterrado. ¿Verdad que lo comprende?

—Sí —asintió Pierre—. Sería verdaderamente horrible… de ser verdad. Por fortuna, una vez muerto, nada de esto ocurre.

—Hay ciertos casos —siguió explicando el negro—, en que la mala acción de los vivos, no permite ni siquiera que el «difunto» llegue al plano astral, permaneciendo entonces «más abajo», en un plano que nosotros llamamos «algú» y que los occidentales denominan «subastral». Lo que ocurre —sonrió con benevolencia— es que los europeos creen que un «subastral» está tan muerto como los demás muertos, mientras que nosotros, los vudús, sabemos que ESO NO ES CIERTO.

—¡No diga!

—Así es, y esto sólo ocurre cuando una persona es asesinada vilmente por los que ama. Ese es el caso de Hans…

—¿Asesinado?

—Sí. Por una mujer, que le privó de los medicamentos sin los que no podía vivir. Asesinado por su mujer y por su amante, Adolf, que fue su cómplice y el instigador del crimen.

—¿El «doktor» amante de Hilda? —inquirió Pierre que iba de sorpresa en sorpresa.

Pero el negro hizo, una vez más, caso omiso de los pensamientos del francés.

—Volviendo a lo que estábamos diciendo —siguió diciendo Nankoo—, Hans se encontraba en el plano SUBASTRAL, lo que quiere decir que NO ESTABA MUERTO DEL TODO.

—Pero ¡eso es absurdo!

El «bokonno» esbozó una sonrisa.

—Ni todos vivimos igual —sentenció— ni todos morimos igual. Aquellos que están estrechamente atados a la vida, los materialistas, los lujuriosos, los avaros… no pueden despegarse así como así de los bienes o los placeres que la vida les proporciona. Por eso son castigados a estar largo tiempo en el mundo astral…

—Una especie de «pequeño infierno», ¿no?

—Más que eso. Porque asisten, llenos de rabia, al espectáculo de sus tesoros repartidos y malgastados, de sus amantes que les traicionan cuando aún su cuerpo mortal está tibio… Ninguno de estos desdichados podría gozar de lo que el vudú puede hacer. Están corrompidos por sus deseos… y nunca pueden ser «zombies».

—Pero ¿qué diablo es un «zombi»?

—Nosotros le llamamos «ut-alkú», el que regresa. «Alkú» significa «regreso» y «ut», que también significa relámpago, quiere decir, en este caso concreto «breve». Porque así acontece: el «zombi» es el que regresa justo el tiempo para ejercer su deseo de venganza.

—¡Cielos!

—Por eso les hablé de intercambio, ¿lo recuerda? Un «zombi» que no ejerciese su venganza, estaría condenado a vivir en el plano astral eternamente… y eso es lo más horrible que un espíritu puede concebir. Y ahora, monsieur, monte el carburador del jeep… ¡y váyase!

—¡No! ¡No me iré! Todas esas idioteces que acabo de escuchar, me importan un bledo. ¡Pero voy a impedir que se cometa un doble asesinato!

Nankoo sonrió.

—Lo lamento. Habría deseado que se fuera por usted mismo… pero si así es como lo desea…

Sus ojos adquirieron un brillo metálico. Y, de repente, Pierre se inclinó hacia el motor, empezando a montar el carburador del coche.

* * *

Adolf se encogió de hombros. Tenía el rifle en las manos.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

—Yo estoy mucho más tranquilo. Creo, Hilda, que somos víctimas de una especie de chantaje. Esos negros quieren aterrorizarnos, sin duda para sacarnos la mayor cantidad de dinero posible.

—¡Les daría todo lo que poseo por irme de aquí ahora mismo!

—¡No digas tonterías! Deja que amanezca, y verás lo que hago. Cuando me haya cargado a unos cuantos de esos salvajes, los otros entrarán en razón.

—¿Y Hans?

—He estado pensando en la «aparición»: un truco. Un par de negros sujetando el cadáver de tu marido. Después de alzarlo para que le vieras a través de la ventana, dejaron las huellas de sus pies en el suelo.

—Pero ¿y Karl y sus hombres? Debían custodiar a Hans hasta traerlo aquí… ¡y ninguno de ellos ha vuelto a aparecer!

—¡Ese cerdo de Frasser se habrá emborrachado y dejado que le robasen el camión! ¡Ya le ajustaré las cuentas cuando le eche la vista encima!

—¿Por qué no vas a ver lo que hace el francés?

—Como quieras. Pero no temas nada…, saldremos de aquí en cuanto se haga de día.

—¡Ojalá sea así!

Después de quitar el seguro del arma, Adolf salió del «special-wagón». Le sorprendió ver una enorme luna amarillenta y apergaminada, como un gran pandero, que flotaba en el cielo, dejando caer sobre la tierra una luz intensa y lechosa.

Empezó a andar hacia donde estaba el jeep, sorprendiéndole el no verlo.

—¡Lebois! —llamó.

Nadie contestó.

Münter se encogió de hombros.

—Debe haber conseguido ponerlo en marcha —pensó en voz baja— y estará dando una vuelta para probarlo.

Pensó que lo mejor era regresar junto a Hilda.

Entonces, bruscamente, LE VIO.

Hans avanzaba hacia él, viniendo de la aldea. Estaba tan completamente desnudo como cuando le colocaron en la cámara de hibernación.

A Adolf se le heló la sangre en las venas.

Bajo la lechosa luz de la luna, Hans tenía un aspecto terrorífico, y lo más horrible era que TENÍA LOS OJOS CERRADOS, aunque caminaba con una sorprendente e increíble seguridad.

Münter tardó unos segundos en reaccionar; luego, alzando el arma, dejó escapar una breve risa sardónica.

—¡No me das miedo, imbécil! ¡Nunca te lo tuve! Cuando estabas vivo, te habría destrozado con mis propias manos… y ahora, voy a llenarte el cuerpo de plomo.

Disparó.

Las balas blindadas del rifle, especial para caza mayor, arrancaron trozos del rostro, del pecho y del vientre de Hans.

Era como si invisibles licaones le estuviesen devorando a pedazos.

PERO EL ZOMBI CONTINUÓ SU IMPLACABLE AVANCE HACIA ADOLF.

Apenas si el zombi tenía ya más que la mitad derecha de la cara. Aterrorizado, cuando el arma se vació, Münter cayó de rodillas tras haber soltado el rifle.

—¡Piedad! ¡Yo no fui! ¡Fue ella, Hans! ¡Te lo juro!

Las manos del zombi se ciñeron a su cuello.

* * *

Al oír los disparos, Hilda retrocedió, con los ojos desorbitados por el terror, hasta que sus trémulas espaldas se apoyaron en la pared de la cabina del «special-wagon».

Temblaba de los pies a la cabeza.

El silencio llevó un poco de calma a su alocado corazón. Pensó que Adolf había hecho lo que pensaba hacer, matando a algunos de aquellos estúpidos negros, y que regresaría, con los porteadores, poniendo todo en orden, disponiendo la marcha de aquella maldita aldea.

Vio que el pomo de la puerta giraba, y no supo si tranquilizarse o ponerse a gritar.

Hizo lo segundo.

Porque, al abrirse la puerta, penetró en el vehículo el cuerpo destrozado de Hans, con la mitad del rostro y grandes agujeros en el pecho y el vientre.

—¡No, Hans!

El zombi avanzó hacia ella.

Hilda no hizo el menor gesto de defensa, y cuando las manos heladas de él se ciñeron a su cuello, sólo deseó —tanto le causaba la proximidad de aquel rostro medio deshecho— morir lo más rápidamente posible.

* * *

La gran hoguera ardía en el centro de la aldea. No lejos del fuego, Nankoo alzaba los brazos y la mirada hacia el cielo.

—¡Tu voluntad se ha hecho, poderosa Mahú, diosa de la Tierra! ¡Sólo resta que intervengas tú, «Fa», divinidad del corto futuro de los «zombies»!

Viniendo del campamento blanco, Hans regresaba.

El zombi se movía lentamente, con aire cansino, pero la mitad de la boca que le quedaba esbozaba una tenue sonrisa.

Avanzaba con los ojos cerrados, porque ningún zombi necesita abrirlos para ver. «Los que regresan» ven con los ojos del alma.

Ahora, el zombi marchaba hacia su final, sabiendo que, por fin, iba a abandonar los planos «inferiores», y que ya nunca más tendría el menor contacto con los vivos.

La inmensidad espiritual del mundo ádico, la primera fase hacia el cúmulo eterno, le estaba esperando.

Nankoo bajó la mirada y sus ojos agudos se clavaron en el zombi que se había detenido al otro lado de la hoguera.

—¡Hans von Verlarker! —gritó el negro—. ¡Has cumplido gloriosamente tu ciclo! ¡Que Mahú te acoja en su seno…

¡Adelante!

El zombi se puso en marcha.

Su cuerpo penetró entre las llamas. Muy pronto, el zombi empezó a arder, pero se mantuvo enhiesto, en pie, perfectamente inmóvil.

Nankoo vio, no sin un cierto sentimiento de envidia, cómo Hans se desprendía de su envoltura corporal, aquel cuerpo que sólo le permitió conocer la traición y la ambición, aquella carne que había sufrido mucho más de lo que le hubieran hecho, estando vivo, las llamas de aquella hoguera.

El zombi terminó por consumirse completamente.

Y en aquel momento, la gran luna se ocultó, como si desease dejar que Hans von Verlarker tomase el sendero que iba a conducirle a un inmenso espacio donde, por fin, conocería la paz.

FIN