CAPITULO V
—DAHOMEY —explicó Pierre a Adolf Münter, que iba sentado a su lado en el jeep que abría la marcha—, está dividido actualmente en seis distritos. El que estamos atravesando ahora en el «Atlántico», y dejemos a ambos lados de este pasillo los distritos «Mono» y «Quemé», que también son costeros.
—¿Qué encontraremos más adelante?
—El distrito «Zou», que ocupa en su casi totalidad una gran zona de sabana. Muchos son los turistas que no pasan de allí, ya que la fauna es abundante.
—Pero… —dijo el germano mirando de reojo a su acompañante—, nosotros vamos más allá, ¿verdad?
—Sí. Primero atravesaremos la selva de Parakú, atravesaremos más tarde la gran sabana de Berubuay y, tras pasar por otra zona de jungla, llegaremos finalmente al distrito de Atakora: es decir, a la parte más alejada de la costa, no lejos de la frontera del Alto Volta.
—¿Es allí donde viven los denti y los somba?
—Sí, desde luego…, pero es muy probable que tengamos que ir más allá, al otro lado del río Pendiari, una zona en la que casi nunca se aventuran los blancos o donde tampoco van los safaris.
«Pero tú tienes que ir, Pierre —se dijo el francés—. Tienes que ir porque se lo has prometido a ella. Y por esa mujer, digas lo que digas o pienses lo que pienses, irías hasta el centro del mismísimo infierno…»
Había sido sencillamente maravilloso.
Fue como un baño de aguas cristalinas, tras haberse arrastrado por el lodo. La emotividad del explorador recibió un premio que ni siquiera había podido concebir. Como todos los hombres que han vivido largos años en África, Lebois había conocido algunas aventuras galantes sin mayor importancia, como también, empujado por la soledad, la desesperación y el alcohol, había llevado a su campamento a algunas indígenas.
Pero todo aquello le parecía ahora tan lejano como sus primeros años de vida; eran recuerdos molestos, irritantes, de los que los brazos de Hilda le habían sacado como de un pozo infecto.
¿Qué podía saber aquel estúpido teutón que iba sentado a su lado?
Naturalmente, la presencia alemana no había mencionado en ningún instante el que Adolf fuera su amante, y Pierre estaba plenamente convencido de que el «Doktor» no era más que un amigo del difunto Hans, al mismo tiempo que el nuevo director de la industria creada por Von Verlarker.
Al atardecer, el safari había alcanzado la frontera donde empezaba la región habitada por los bariba, y tras elegir un sitio adecuado, junto a un curso de agua y con bastante arboleda, el explorador ordenó a los negros que montasen las tiendas del campamento.
Delante de la más grande de ellas, los servidores indígenas instalaron sillas y mesa, a cuyo alrededor se sentaron los dos alemanes, mientras que Obulo, el cocinero negro que Pierre había contratado para el safari, preparaba una suculenta cena.
Un ayudante de Obulo sirvió el aperitivo.
Hilda llevaba uno de sus trajes de «exploradora» que le sentaba a las mil maravillas. Jugando perfectamente su papel, apenas si miró al francés, dedicando toda su atención al doctor, y el bueno de Pierre se congratuló de la «diplomacia» de Hilda, sabiendo que aquella noche, como todas las que seguirían, tendría acceso al lujoso vehículo en que ella viajaba.
—A partir de mañana —dijo Lebois interrumpiendo una larga y aburrida frase de Miinter—, viajará usted en el Land Rover conducido por el pigmeo.
—¡Oh! —lanzó Hilda de repente—. Me pregunto, monsieur Lebois, cómo puede usted vivir junto a ese deforme criado.
—Es un asunto puramente sentimental —sonrió el explorador.
Ella torció el gesto.
—Desde que le vi, por vez primera, en Porto-Novo —dijo la mujer—, experimenté una sensación desagradable.
—¿Por qué?
—No podría decirlo. Hace algún tiempo, proyectamos en casa una vieja película… Habíamos instalado el cine en la habitación del pobre Hans para que se distrajese un poco. ¿Lo recuerda usted, Adolf? Creo que usted estaba con nosotros aquella tarde.
—Sí. Si no me equivoco, la película en cuestión era Quo Vadis?, ¿no?
—En efecto. Hay una escena en que las amazonas pelean en el circo Máximo con unos pigmeos, y una de aquellas hermosas y salvajes mujeres clava su espada en un enano y le levanta por encima de su cabeza… Mein Gott! ¡Todavía recuerdo cómo el enano negro se retorcía como una lombriz, atravesado de parte a parte por la espada de la amazona!
Y haciendo una mueca:
—¡Verdaderamente repugnante!
—También hubo amazonas en este país —explicó Pierre—, y sus descendientes existen aún.
—¿De veras?
—Sí. Son las sacerdotisas «vudús». Se les llama corrientemente «esposas del vudú» o, en la lengua local, vodunsi. Durante la ceremonia de consagración, según se dice, entran en trance y se convierten en posesas de algunas de las divinidades.
—Es muy interesante —intervino Adolf—. Me gustaría ver a esas sacerdotisas.
—Es bastante difícil, pero no imposible —dijo Lebois—, aunque, corrientemente, lo que los negros muestran a los turistas son ritos tan falsos como falsas con las vodunsi.
—Y… ¿no podremos ver una de esas ceremonias de verdad?
—No puedo prometerles nada…
Se puso en pie.
—Perdone. Tengo que montar el servicio de vigilancia en el campamento.
—¿Es que corremos peligro de ser atacados? —inquirió el doctor.
—No por hombres —dijo Pierre—, ni tampoco por grandes depredadores, que encontraremos medio centenar de kilómetros más hacia el noroeste; pero aquí, un poco más adelante, donde empieza la sabana, abundan los licaones.
—¿Licaones?
—Son una especie de perros salvajes, cobardes como todos los carroñeros, pero que se atreven de vez en cuando con alguna presa fácil, un viejo búfalo por ejemplo. Lo persiguen, saltando sobre él, arrancándole la carne a tajadas… en una palabra, se lo comen vivo.
—¡Qué horror! —exclamó Hilda.
—¿Y cree usted que se atreverían a atacar a un hombre?
—Si va convenientemente armado, no. Aquí no existe más peligro que, atraídos por el olor a comida, penetren en el campamento y nos destrocen todo.
—Procuraré cerrar la puerta de mi coche —dijo la mujer.
Lebois le dirigió una mirada angustiada, pero ella le guiño el ojo.
—Vuelvo en seguida —sonrió el francés, alejándose.
Por un momento, había temido que…
Sonrió. Estaba tan preso en los brazos de aquella mujer, que nada más tenía importancia para él. La necesitaba tanto o más que el oxígeno que respiraba, y era tal la atracción que sobre él ejercía Hilda, que ahora, cuando reflexionaba acerca de lo que ella y el otro habían venido a hacer a África, lo encontraba absolutamente normal.
Incluso, cuando pensaba en Hans von Verlarker, sentía odio hacia aquel desconocido, como si le echase en cara no haber entregado las fórmulas a su mujer, colocándola al borde de la ruina.
Pero, al mismo tiempo —en una de esas contradicciones que ningún enamorado puede explicar—, daba gracias al cielo de la tozudez del fallecido industrial, ya que sin su «asquerosa maniobra», nunca la hubiese conocido.
Montó el turno de guardias y cuando regresaba, camino de la tienda en la que la cena iba a ser servida de un momento a otro, una mancha roja brotó de la oscuridad.
—¡Hombre-Montaña!
Sin saber exactamente por qué, Pierre se sintió irritado ante la presencia del pigmeo.
—¿Qué quieres, Ahil?
—Querer hablar con ti.
—¡Bueno! Pero date prisa. Voy a cenar.
—Tú estar en d’gnakar, como leona…
Pierre le fulminó con la mirada.
—¿Estás loco, Ahil? ¿Te das cuenta de que me estás ofendiendo? ¡Déjame en paz!
Y echó a andar, furioso, alejándose del pigmeo.
—¡El muy cretino! —dijo en voz baja.
Pero ¿acaso no había dicho Ahil la verdad? Cuando la leona está en celo, como todos los felinos, se sienta en el suelo y se arrastra frotándose la vulva. En Europa, para determinar algo semejante, referido siempre a la mujer, se suele decir que está «salida como una perra», pero es cien veces más expresivo calificar, como lo hacen los pigmeos, la impaciente espera del macho por parte de la leona en celo.
Lo verdaderamente insoportable para Lebois, era que Ahil le hubiese aplicado la palabra d’gna/car, con lo que quería indicar que el animal en celo era «él», la bestia ansiosa, arrastrándose por el suelo en espera de la llegada del placer.
Escupió en el suelo, lleno de cólera hacia el pigmeo, pero sintiendo en su fuero interno que, por mucho que le doliera, Ahil tenía razón.
No se le pasó el mal humor hasta que, una hora después de la cena, cuando Adolf Münter y su acompañante se fueron a dormir, el doctor lo hacía en la tienda, pudo Pierre penetrar silenciosamente en el vehículo donde viajaba Hilda.
Entonces se olvidó de todo.
Incluso de las prudentes y sabias palabras del pigmeo.
* * *
—¡Atención!
Al lado de Pierre, Adolf, que estaba filmando, se puso muy pálido. Surgiendo de la doble pareja de rinocerontes, uno de los machos, bajando la cabeza, entornando sus ojos miopes, se lanzó en veloz carrera hacia los vehículos del convoy.
El grito de advertencia de Lebois iba únicamente dirigido al negro que conducía el único jeep del convoy, ya que era aquella clase de vehículo la más débil ante la arremetida del enorme animal.
Todos los demás coche llevaban alrededor de las carrocerías viejos neumáticos como los que muchos barcos colocan en sus cascos para evitar los choques con los muelles.
De una rápida ojeada, el explorador estudió la situación: por un lado, el otro macho, seguramente más viejo y experimentado, permanecía al lado de las hembras… o quizá lo hiciese para protegerlas.
El animal atacante se había dirigido directamente al jeep, pero al ver la tremenda velocidad que adquiría el vehículo, frenó, lanzándose de nuevo contra el Land Rover de Pierre, que era el que seguía al jeep.
—¡Agárrese fuerte, doctor! —advirtió Lebois—. ¡Nos va a sacudir un poco!
Pierre se aferró al volante.
No estaba dispuesto, en modo alguno, a ofrecer uno de los flancos a la furiosa embestida del rinoceronte. Ningún jefe de safari cometería una torpeza semejante, ya que con el impulso adquirido por la bestia, el vehículo podría ser volcado por el choque.
—Señor Lebois…
La voz de Adolf era débil y su rostro estaba muy pálido.
Lebois no le hizo el menor caso.
Seguía el tumultuoso avance del rinoceronte, y sin acelerar demasiado, esperaba, como un torero a pie firme, el momento de la embestida.
Cuando tal cosa iba a producirse, Pierre, con un golpe veloz de volante, hizo girar al Land Rover, ofreciendo al cuerno del animal la parte trasera.
El brutal empellón hizo que el pesado vehículo diese un brinco hacia adelante, aunque el francés lo dominó con suma facilidad. El rinoceronte, tras perseguir al Land Rover, se detuvo, girando en redondo.
Y fue entonces cuando las cosas se agravaron.
Porque el animal, a pesar de su miopía, vio el elegante vehículo que, como todos los que seguían a los dos primeros, se habían detenido.
Y por si fuera poco, se abrió la puerta del coche, por la que salió Hilda quien, seguramente sin haberse enterado de nada, tomó la parada como un nuevo descanso.
Desesperado, Pierre tocó el claxon con todas sus fuerzas, al tiempo que hacía girar al coche, acelerando al máximo el Land Rover, siguiendo al rinoceronte que ya cargaba contra el vehículo de la alemana.
El conductor del coche de Hilda, que no había visto salir a la mujer blanca, lanzó el vehículo con la intención de escapar a la embestida de la bestia.
¡Y Hilda quedó sola ante el furibundo animal que se precipitaba directamente sobre ella!
Lanzando un sordo juramento, Lebois hundió el acelerador hasta el suelo, dispuesto a arremeter por detrás al rinoceronte, aunque corriese el riesgo de herirlo o hasta matarlo.
Sabía muy bien que si lo mataba, era más que posible que le quitasen la licencia de explorador por haber suprimido a uno de los animales que enriquecían la Reserva.
Pero no lo dudó un solo instante.
La sola idea de que Hilda muriese le era tan angustiosamente insoportable, que nada ni nadie podría impedirle que hiciese lo que fuera para salvarla.
A su lado, Münter gemía como una criatura asustada.
Hilda, en vez de quedarse inmóvil, lo que podría haber extrañado al rinoceronte, cuya mala vista apenas si le sirve para nada, sirviéndose del excelente oído que posee, echó a correr, gritando, desesperada y asustada, atrayendo aún más al animal.
Mientras dirigía el Land Rover al máximo de velocidad hacia el rinoceronte, sin perder de vista la delicada silueta de la mujer, Pierre tuvo el negro presentimiento de que jamás llegaría a tiempo.
No vio, tan absorto estaba, la mancha roja que, saliendo de otro de los Land Rover del convoy, cortaba en diagonal, buscando interponerse entre la mujer y la pesada bestia.
Cuando vio la mancha roja, ya era demasiado tarde.
—¡Nooo! —gritó con todas sus fuerzas.
Fue en aquel preciso instante cuando Ahil brincó como un gato salvaje sobre la baja cabeza del rinoceronte. El animal, sorprendido, hizo entrar en juego los poderosos músculos de su cuello macizo.
El pigmeo salió propulsado como por una gigantesca catapulta.
Cayó a unos doce metros delante de la bestia, que atraída por el vago reflejo rojo, volvió a embestir, haciéndolo con torpeza, pero aunque no consiguió hincar el cuerno en su presa, pasó sobre ella como una apisonadora.
El Land Rover llegaba justamente a su altura.
Mordiéndose los labios de rabia, con la mirada enloquecida, Pierre «embistió» con el parachoques del vehículo, golpeando con fuerza los cuartos traseros del rinoceronte, al que empujó con inusitada violencia.
Dolido, el animal huyó a toda velocidad para ir a reunirse con los otros.
Dando un frenazo en seco, Lebois saltó del Land Rover, corriendo hacia la mancha roja que yacía en el suelo.
Ahil no era ya nada comparable a una criatura humana; sobre el suelo arcilloso, no era más que una masa sanguinolenta e informe, sin rostro, ya que una de las pezuñas del rinoceronte le había aplastado la cabeza.
—¡Pierre!
Hilda, que había corrido hacia él, se le echó a los brazos, el cuerpo sacudido por histéricos sollozos.
—¿Estás bien? —inquirió el explorador, apretándola con fuerza.
—Si… ¡ha sido horrible!
Lebois la separó dulcemente de su vera.
—Vuelve al coche. Quiero enterrar personalmente a Ahil.
Lo hizo, mientras se sabía observado por los negros del safari.
Adolf había ido a reunirse con Hilda, en el vehículo de la alemana.
Lebois prefirió casi que así ocurriese.
Hubiera querido estar solo, mientras cavaba la tumba del fiel pigmeo. Y cuando terminó de cubrir con tierra los restos deshechos del pequeño negro, pensó en lo que Ahil le había dicho.
No se había equivocado al predecir que había leído, en el hermoso rostro de la mujer blanca, su «muerte violenta».
Su L’har.
Así eran las cosas en África: misteriosas, ocultas, incomprensibles para la «inteligente y despierta» mente del hombre blanco.
¿Qué podían saber los extranjeros de lo que se encierra en el alma milenaria del negro?
Pierre pensó en que apenas había empezado el safari, cuando ya se mostraban las leyes tenebrosas que reinaban en aquel país.
¡Y aquello no era más que el principio!
Suspiró, volviendo al Land Rover, al que subió, poniéndole inmediatamente en marcha. El jeep se colocó a la cabeza, y el convoy reanudó su camino hacia las lejanas tierras de los somba.
—¿Por qué lo has hecho, Ahil? Tú sabías lo que iba a ocurrir, y no amabas a la mujer blanca, a la que calificaste de bruja, de Mag’ba.
Era inútil intentar comprender lo ocurrido.
Y Lebois miró hacia las tierras por las que el convoy avanzaba, preguntándose si aquélla no iba a ser su última aventura.