CAPÍTULO VIII
Estaba seguro de que acabaría con Joe en la primera embestida.
Pero se equivocó. Había juzgado demasiado poco hábil a su enemigo y se sorprendió al comprobar con qué facilidad rehuía sus ataques.
Indudablemente pensaba cansarle.
El mestizo siguió atacando, pero con menos furia. Estaba pensando que de aquella manera tardaría mucho en herir a Joe, y que, por otra parte, corría el peligro de que su contrario pudiese alcanzarle.
«Lo mejor que puedo hacer —pensó— es alejarme un poco de él y lanzarle el cuchillo. No hay nadie que lo haga como yo y esta vez no fallaré tampoco. Así podré terminar con él en pocos segundos.»
Aquella idea no era leal, ya que la lucha a cuchillo se entendía de la manera que lo estaban haciendo y no lanzándolo a distancia.
Dejando de atacar, el mestizo lanzó un golpe que se perdió en el vacío, retrocediendo vivamente después.
En una cortísima fracción de segundo cogió el cuchillo por la acerada hoja. Luego lo lanzó.
El silbido del cuchillo del mestizo, al atravesar el aire, fue verdaderamente impresionante.
Homard lanzó un rugido de alegría que, instantes después, se convertía en un grito de rabia.
Joe, ligero como una pantera, se había agachado dejando que el arma traidoramente lanzada por el otro se clavase en la puerta que tenía detrás.
Rápidamente se apoderó del cuchillo del mestizo.
—¡Suponía que eras un cobarde y un ventajista, pero no tanto. Ya sé que te fías del miedo que estos hombres tienen a Boscob, porque de otro modo te colgarían ahora mismo. Pero no te preocupes, que seré yo solo el que me encargue de colgarte.
Loco de miedo, el mestizo se abalanzó hacia una de las mesas donde habían quedado depositados los «Colt» de Joe.
Quería cometer una nueva traición y matar a su enemigo con sus propias armas.
Pero Kerr hizo que todos lanzasen una exclamación de estupor.
Había lanzado los dos cuchillos al mismo tiempo, y cada uno con una mano, demostrando su indudable calidad de lanzador.
Las armas, después de atravesar el catre con un lúgubre silbido, fueron a clavarse en las manos del mestizo, que ya estaba junto a las pistolas de Joe.
Cada cuchillo se clavó en una mano, dejando a Homard imposibilitado de moverse de la mesa a la que quedó clavado.
Joe se dirigió a los presentes.
—¡Traigan una cuerda!
Uno de ellos salió a buscarla y volvió en seguida con una gruesa soga.
El mestizo pedía piedad rogando a los que le miraban con odio que intervinieran para que Joe no cumpliese lo que había prometido.
Pero nadie movió un solo dedo. Todos odiaban a los Moxon, desde que éstos se habían aliado a Boscob, y deseaban que su funesto reinado acabase cuanto antes.
Kerr colgó en pleno saloon al traidor y cobarde mestizo.
Luego, sin decir una sola palabra, recogió sus armas y salió del local.
* * *
Durante el resto de la semana el saloon estuvo completamente vacío.
Los mineros temían ir allí y encontrarse con algún hombre de los Boscob, sobre todo con su lugarteniente González, que era al que temían con razón, ya que le habían visto asesinar cruelmente a la indefensa Maud.
El sábado llegó Lewis.
Se sintió aterrorizado al encontrarse con el cadáver del mestizo, que pendía de una de las vigas del techo.
Inmediatamente fue a ver al sheriff.
Este le acompañó al saloon.
—¡Han cometido un asesinato, O’Hara, y usted debe rastrear al criminal que ha hecho esto!
—¿Le conoces tú, Lewis?
—Naturalmente. Es Joe Kerr, el jugador que contratamos en Las Vegas, freí que se trataba de una persona decente y mire lo que ha hecho. Además, según me ha contado Paul, fue a nuestro placer en la montaña y mató a todos nuestros inocentes mineros. Los hemos enterrado ya, pero si desea comprobar que fueron muertos por la espalda, puede acompañarme y desenterraremos a uno cualquiera.
Los mineros, al ver entrar al sheriff en el saloon, fueron perdiendo su miedo y penetrando también en el local.
Uno de ellos, que había oído las palabras de Moxon, dijo:
—Yo no sé lo que Joe habrá hecho en la montaña, pero te aseguro que mató a Homard sin ventaja alguna. El mestizo lanzó traidoramente el cuchillo y quiso, después, coger las armas de Joe que había dejado en una mesa. Entonces Kerr le clavó las manos con los cuchillos y lo colgó.
—De todas formas —dijo el sheriff—, debía haberse presentado a mí para contarme lo ocurrido y contestar a las preguntas que yo le hubiese hecho. Eso demuestra que no ha obrado de acuerdo con la ley y que, por lo tanto, lo ha hecho con intenciones criminales. No tengo más remedio que considerar esto como un asesinato. Haré pesquisas para que rastreen a ese vaquero.
—El sheriff tiene razón —dijo Lewis—. Joe nos ha engañado a todos. Empezó por enamorar a Maud, que era la prometida de mi hermano, traicionando al que le había dado el empleo. Luego enamoró a la hija del encargado de Postas: Alex Clover, engañándola miserablemente. Después mató a nuestros empleados del placer y ahorcó a Homard que venía persiguiéndole para comunicarle que estaba despedido.
—Está bien —replicó el sheriff—. Si alguien ve a ese cowboy por el pueblo, que me avise.
Al día siguiente, como era domingo y Boscob había prometido enviar algunos hombres a por bebidas, los mineros de Treasure City no deseaban acercarse por el saloon, a pesar de que deseaban ardientemente jugar y beber.
Pero Lewis, sirviéndose de los nuevos empleados que había contratado, mandó aviso a todas partes, asegurando que los hombres de Boscob no harían nada a nadie, ya que se habían asociado con los Moxon.
Poco a poco, los mineros empezaron a llenar el saloon.
Durante la mañana nada ocurrió y la tarde empezó tranquilamente también, sin que los bandidos apareciesen por lado alguno.
Pero pronto se oyeron unos disparos en el extremo del pueblo y, a poco, la galopada de los mexicanos que se acercaban al saloon.
Los mineros se asustaron un poco de los disparos, pero alguien dijo que aquello era una costumbre mexicana y que se llamaba «correr la pólvora».
Todos volvieron a ocupar sus mesas de juego o continuaron bebiendo en el mostrador.
Cuando González apareció, rodeado de mexicanos, se hizo un silencio de muerte. Pero el mexicano, con una sonrisa burlona en los labios:
—¡Hola, amigos! —saludó—. Podéis seguir bebiendo o jugando. No tengáis miedo alguno. Los hombres de Boscob vienen en son de paz, a pasar un buen rato con vosotros.
Cinco mexicanos le acompañaban.
Lewis los colocó en la mejor mesa y les sirvió algunas botellas de tequila que tenía ocultas en la bodega.
Al poco rato, después de beber como un cosaco, González, con los ojos inyectados en sangre, se volvió a Lewis.
—¡Habéis hecho bien en no traer más música de entierro! Me hubiese disgustado tener que «perjudicarlos». Pero, de todas formas, esto está muy triste.
Se dirigió a los mexicanos que le acompañaban.
—¡Vamos, muchachos, alegrad un poco esto! Tú, Suárez, y tú, Gómez y Pedro y Pancho, subid al estrado y enseñad a los gringos cómo se canta en México. ¡Andando, «manos»!
Momentos más tarde, los mexicanos cantaban y tocaban alegremente.
Aquello tranquilizó a los presentes.
De todas formas, no dejaban de lanzar miradas intranquilas a González, que seguía habiendo vasos enteros de tequila.
En medio de aquel escandaloso jolgorio, un disparo sonó en la entrada del saloon.
Todos miraron hacia allí.
En la puerta se destacaba la alta silueta de Joe Kerr, que tenía un «Colt» en cada mano.
—¡Hola, amigos! —saludó, imitando la voz de González.
Fue avanzando hacia el mostrador, que se quedó limpio en un instante, volviendo la espalda a barman, pero teniendo todo el local bajo su mirada.
Disparó contra la tarima en la que los músicos, clavando la bala muy cerca de los pies de uno de ellos.
—¿Por qué habéis acabado de tocar? ¡Seguid, amigos! Cantad y reíd para que todos nos divirtamos.
Los mexicanos, después de lanzar una mirada a su jefe, se pusieron a tocar como desesperados.
Joe se volvió al lugarteniente de Boscob.
—¿Qué hay, González?
—Lo que tú cuentes, gringo.
—Ya ves. Quería ver a tu patrón, pero por lo visto el miedo es libre. Me dejó, un mensaje aquí, yo le dejé otro bien colgado para que viniese a verlo...
—¡El mestizo no era de los nuestros! —repuso el mexicano.
—Ya lo sé. Tampoco Maud era nada mío...
El bandido mostró una doble hilera de dientes blanquísimos.
—No te preocupes, gringo. Boscob no te ha olvidado, ni mucho menos.
—No te entiendo, González. Y te advierto que no me gustan las adivinanzas.
—No te apures; te lo voy a explicar en seguidita. Lo verás rápido. ¿Es que no has oído unos disparos cuando nosotros llegábamos?
—No. acabo de llegar ahora mismo.
—¡No sabes cuánto lo siento, hermano! Tengo que confesar que nos equivocamos de «palomita». Y puedes creer que lo siento de haber «perjudicado» a Maud. Era una chica que me gustaba mucho. No tuvo razón al enamorarse de uno como tú, lo juro...
—¡Explícate pronto, González, porque estoy perdiendo la paciencia!
—No te acalores, amigo. Te dije que nos equivocamos de «palomita». Ahora ya hemos arreglado esa equivocación. Boscob habrá recibido hace poco, la visita de la señorita Fanny. Tuvimos que agujerear al «viejo», pero lo demás fue como la seda.
Joe levantó sus armas hasta que éstas apuntaron al corazón del mexicano.
—¡Cobardes!
Pero González sabía que había dado en el blanco y no se inmutó mucho, aunque miró los «Colt» de Kerr con cierta aprensión.
—Ya te conocemos, Joe. Siempre disparas con ventaja.
Una sonrisa extraña apareció en el rostro del joven.
La música seguía sonando, pero mucho menos fuerte que antes.
Joe se dirigió a los mineros que habían dejado de jugar y beber estando solamente pendientes de la escena.
—¿No os parece, muchachos, que esta música mexicana es demasiado fuerte?
Algunos, a pesar de la presencia de los mexicanos, soltaron algunas risas. Pero fueron los menos.
—Vamos a bajar un poco el tono.
Sus «Colt» se alzaron al disparar a una velocidad enorme.
Los cuatro músicos mexicanos yacían muertos en el estrado.
El que estaba junto a González intentó también ir a sus armas. Pero Joe le hizo caer para siempre.
—¡ Esto te costará caro, gringo! —gritó González loco de rabia.
—¿Eso crees tú, cobarde? No vales más que para matar a mujeres indefensas y a traición.
Se volvió hacia los vaqueros.
—¡ Dadme un cuchillo!
Uno de ellos le alargó uno de monte, de más que regular tamaño.
Sin dejar de vigilar a González, Joe se acercó a uno de las puertas-ventanas que estaban siempre cerradas y colocó el cuchillo, con la punta hacia la sala, sujetando el mango fuertemente contra la contraventana.
—Tú te matarás solo —dijo a González—, Tu propia cobardía te conducirá a la muerte...
Apuntando al mexicano, cargó sus armas.
El primer disparo levantó un trozo del suelo de madera entre los pies de González.
Este se puso en pie, pálido como la cera.
—Así está bien —dijo Kerr—. Empieza ahora a bailar y no olvides que debes ir acercándote al cuchillo.
El mexicano miró con terror hacia la punta acerada, que Joe había colocado a la altura de su corazón.
El cow-boy empezó a disparar a los pies del mexicano, obligándolo a saltar y moverse constantemente. Con una habilidad extraordinaria, iba haciendo que su enemigo se fuese acercando, implacablemente, al cuchillo.
Cuando González se iba a desviar del camino, una bala que zumbaba cerca de sus piernas, le hacía rectificar rápidamente.
—¡Mátame de una vez, gringo! —gritaba.
Pero no se atrevía a adelantarse. Las balas de Joe le daban mucho miedo.
Los testigos no podían contener el asombro.
Poco a poco, lentamente, González, con los ojos desorbitados por el terror, iba acercándose al cuchillo, cuya punta estaba más cerca de él cada vez.
Finalmente, ya de espaldas a la acerada punta del arma, González, ante el fuego graneado por Joe, no tuvo más remedio que tropezar, cayendo violentamente hacia atrás y clavándose, hasta la empuñadura, el cuchillo.
Allí quedó sujeto por la larga hoja del cuchillo, como una muestra de maestría de Kerr.
Este se volvió hacia los mineros.
—¡Aquí veis —dijo— cómo acaban los cobardes y los bandidos! Yo de vosotros empezaría a pensar seriamente en ponerme al lado de la ley. No es posible que seáis tan cobardes como para dejaros robar y esquilar por esa nueva sociedad de ladrones que Boscob y los Moxon han formado.
Señaló a Lewis que estaba pálido como una hoja de papel.
—¡Pronto te llegará la hora a ti, Lewis! Hasta ahora no has hecho más que robar, pero debes irte preparando. Si no te mato ahora, es para que expliques a tu hermano que nada ha logrado asociándose con Boscob.
Dio media vuelta y salió del local.
Alejóse de Treasure City, poblado que ya llamaban todos «Violencia City». Nada podía ser más cierto. Desde la llegada de Boscob y de los Moxon, la ciudad se había convertido en un verdadero infierno.
Dio un gran rodeo, saliendo por la parte sur del poblado, como si desease dirigirse a Las Vegas.
Pero, una vez lejos de las últimas casas, volvió grupas llegando por el campo, al otro extremo de «Violencia City».
Entró en la casa de Postas, después de atravesar el corral, donde dejó su caballo.
Todo estaba en desorden y se veía las huellas de un registro violento.
No tardó en encontrar el cadáver del padre de Fanny.
Lo llevó fuera y lo enterró en el pequeño jardín.
Luego, a galope tendido, se dirigió hacia las montañas.