CAPITULO V
Como había previsto Lewis, con la llegada de los mineros y buscadores de oro a Treasure City, los negocios se desarrollaron un mil por ciento y el saloon se convirtió, más que los placeres y yacimientos de la montaña, en una verdadera «mina de oro».
El único peligro para los buscadores y también para los Moxon era Boscob, que había establecido su cuartel general en las bajas colinas y que acechaba, como un buitre hambriento, a los mineros que descendían cargados de oro hacia el poblado.
El tránsito hacia Treasure City se estaba haciendo imposible y los buscadores preferían esperar en las montañas a que bajase algún grupo armado que pudiese defenderse de los mexicanos sanguinarios que mandaba el bandido. Pero Boscob, después de esperar impacientemente la llegada de los confiados mineros, se lanzó a su búsqueda hasta los mismos yacimientos y placeres, matando a mansalva y robando cuanto habían logrado obtener hasta el momento del ataque.
Todo aquello repercutía, naturalmente, sobre los prósperos clientes de los Moxon; clientes que sus jugadores profesionales y ventajistas, se encargaban de dejar sin un solo centavo, robando, con las cartas, lo que el bandido no robaba con los «Colt».
Los ventajistas y jugadores profesionales del saloon de los Moxon y Maud trabajaban a destajo, llevándose una pingüe comisión por cada «operación» realizada.
El más célebre y astuto era Joe Kerr.
Su habilidad con los naipes era verdaderamente impresionante.
Nadie, ni el mismo Lewis, que conocía mejor que ningún otro los trucos que se podían realizar sobre una mesa de juego, había logrado sorprender los manejos de Joe.
Parecía poseer éste una especie de magia y por mucho que se fijase en sus manos, que se movían a una velocidad increíble, nadie podía percatarse de la menor anormalidad en el juego.
Aquella noche, como todas, el local estaba profusamente iluminado y los quinqués de petróleo, en gran cantidad, no habían dejado ni una sombra dentro del saloon.
Todo relucía y los rostros sudorosos, los ojos brillantes y las temblorosas manos de los jugadores eran detalles característicos de los lugares como aquél.
También, como de costumbre, la mesa de póquer de Joe era la más concurrida, y además de los jugadores sentados en ella, había muchos curiosos y gente que esperaba impaciente un sitio libre para ocuparlo en seguida.
Joe jugaba con completa tranquilidad, poniendo el mismo interés en una partida de doscientos dólares que una de dos mil.
Kerr acababa de terminar una de sus célebres y afortunadas partidas, en las que las posturas habían llegado a más de tres mil dólares cuando, al cambiarse los jugadores dejando sus sitios a los que ya esperaban hacía rato, se encontró con unos ojos crueles y acerados que le miraban fijamente.
Por su atuendo, aquel hombre, que se había sentado precisamente frente a él, era un mexicano: un mexicano de la banda de Boscob, que tenía los ojos clavados en él.
Se hizo un silencio mientras un empleado del saloon depositaba encima de la mesa una baraja nueva.
—¿Hay alguien que desee revisar esta baraja? —preguntó Joe, como solía hacerlo de costumbre, aunque nadie llegaba a desconfiar tanto.
—Yo.
Todas las cabezas se volvieron hacia el mexicano, que era quien había expresado el deseo de revisar y contar los naipes.
Kerr le extendió la baraja sin decir nada.
El mexicano rompió el papel y repasó, cuidadosamente, las principales figuras contándolas ante las sorprendidas miradas de todos los presentes.
Luego devolvió las cartas a Joe.
—Siempre hago esto —dijo—. Mi hermano Pancho jugó una partida a muerte con un ventajista y por fiarse de él murió atravesada la espalda por un disparo traidor.
Joe se dio cuenta de que aquellas palabras iban dirigidas a él. Los presentes y curiosos, sintiendo que la tormenta se echaba encima, retrocedieron unos pasos prudentemente.
Kerr guardó silencio y después de cortar y barajar a una velocidad vertiginosa, que todos los clientes conocían y admiraban, se dispuso a repartir.
—Vuelve a barajar, amigo —interrumpió el mexicano—. Tienes las manos muy rápidas, pero yo tampoco soy lento con los «Colt». Y no olvides que el oro que voy a jugar contigo es de Boscob.
Kerr le miró fijamente a los ojos.
—¿No crees que ha llegado la hora de que hables claro? No me gustan los floreos de lenguaje ni las charlas. Si ese granuja de Boscob te ha enviado a decir algo, puedes ir de lleno al asunto: te escucho.
—Fíjate, gringo —repuso el mexicano— que no llevo armas. He dejado mis «Colt» en el mostrador. Lo que quiero decir, delante de todos estos testigos, que puedes matarme como lo hiciste con mi indefenso hermano Pancho: por la espalda.
Joe se dio cuenta de que tras todo aquello se encontraba una trampa, una trampa que si no la descubría pronto, ya no tendría ocasión de jugar más a las cartas.
—Tu hermano era tan cobarde y traicionero como tú. Eran tres y me sorprendieron enterrando a los que habíais asesinado por la espalda. Maté a dos cuando se disponían a desvalijarme y tu hermano Pancho me siguió, hiriéndome por la espalda. Luego me retó y el combate fue leal por ambas partes; solamente que yo fui más rápido que él con las armas.
El mexicano soltó una desagradable y estentórea carcajada.
—¿Habéis oído lo que dice este asqueroso gringo? ¡Si hubieseis conocido a mi hermano Pancho! Era un águila con los «Colt», os lo aseguro. Este ventajista es un embustero y sólo pudo matar a Pancho por la espalda.
Antes de que nadie se diese cuenta, Joe había sacado sus revólveres y, lanzado uno por encima de la mesa hacia las manos del mexicano mientras bajaba el otro ante él, junto a las cartas que no había llegado a repartir.
—¡Eres tan repugnante como tu amo, que te ha mandado aquí a provocarme! No dirás ahora que no tienes armas. Ahí tienes uno de mis propios «Colt». Voy a contar hasta cuatro y después tendré el gran placer de clavarte una bala entre tus asquerosos ojos.
Se había hecho el vacío alrededor de la mesa de póquer.
Los ocupantes de las otras mesas también habían dejado sus sitios acercándose al mostrador.
El mexicano se puso pálido como la cera.
—¡No cogeré tu «Colt»! —gritó desesperado—. ¡Me lo has dado porque está descargado!
Joe avanzó la mano, dispuesto a cambiar las armas, para demostrar a aquel cobarde que los dos revólveres tenían el tambor repleto. Pero, en aquel momento:
—¡Mátalo, Luis!
Un siseo horrible y un disparo seguido de un grito de agonía.
Un enorme cuchillo mexicano vino a clavarse sobre la mesa, a muy poca distancia del pecho de Kerr.
Casi en seguida, mientras la gente miraba el cuerpo exánime del otro mexicano, que había lanzado el cuchillo desde el fondo del salón, donde había estado agazapado esperando la señal del hermano de Pancho, éste, rápido como una exhalación, alargó la mano para apoderarse del «Colt» que Joe tenía ante él.
Otro disparo y el mexicano, con un agujero entre los ojos, cayó hacia atrás, arrastrando la silla a su caída.
—¡Le ha dado donde prometió, entre los ojos! —gritaron algunos.
Pero Joe, sin hacer caso de los que deseaban estrecharle la mano, felicitándole de haber matado a uno de los lugartenientes de Boscob, se dirigió hacia el mostrador y se detuvo un instante ante el cadáver del otro mexicano, el que había lanzado el cuchillo.
—¿Quién ha matado a este hombre?
—He sido yo.
Kerr vio con sorpresa que el que había hablado no era otro que el joven cow-boy que venía en la diligencia, cuando él fue recogido, viéndolo en los pocos minutos que le permitió su estado, al recobrar el conocimiento, gracias a los cuidados de Maud, y al que había saludado, en algunas ocasiones, al cruzarse con él en las calles de Treasure City.
Desde el principio le había sido simpático aquel muchacho y cuando oyó a los hermanos Moxon y a Maud identificarle como el hijo de un buscador que había sido muerto hacía poco, no le gustaron los propósitos que la banda tenía sobre él.
—¿Quiere tomar un trago conmigo? —le preguntó.
—Con mucho gusto, Kerr —repuso el cow-boy.
—Pero beberemos dentro. En uno de los reservados.
Lo hicieron así y cuando hubieron bebido el contenido de sus respectivos vasos, Joe dijo:
—Le agradezco sinceramente lo que ha hecho esta noche. Sin usted no estaría yo aquí ahora.
—No ha tenido importancia. No he hecho más que cumplir con mi deber.
—¿Cree usted sinceramente que es un deber intervenir cuando las cosas se ponen feas?
—No me ha entendido, Joe. Mi deber es, y será siempre, evitar las muertes a traición.
—¿Es usted federal?
El otro lanzó una carcajada.
—¿Yo un federal? ¡Eso sí que es bueno! ¿Cómo se le ha ocurrido?
—No sé. Ha sido una idea que me pasó repentinamente por la cabeza.
Hubo un corto silencio entre ambos.
—¿Dónde vive usted? —preguntó Joe.
—En casa de Alex Clover, el encargado del correo y de la Posta. Es muy amable y desde el principio me recibió con simpatía y amistad.
—He visto varias veces a su hija. Es una muchacha muy bonita, ¿eh?
—No debía decírselo, pero tiene una gran admiración por usted. Hemos hablado de ello varias veces.
Fue ahora Kerr el que lanzó una sonora carcajada.
—¿Que esa muchacha siente admiración por mí? ¡Pero si no la he hablado en mi vida!
—Eso no importa. Ella me ha dicho que se ha encontrado varias veces en la calle con usted y que está segura de que, en el fondo, es usted un muchacho excelente.
—¡Tiene gracia! Un jugador profesional, algo ventajista y una muchacha honesta y bonita como el sol que cree ver en él algo digno de ser mirado. ¡Pobre muchacha, cómo se equivoca!
El joven cow-boy le miró seriamente.
—Perdone, Kerr; pero yo pienso igual que esa muchacha.
—¡Dejemos eso! No conozco aún su nombre.
—Me llamo Harold, puede llamarme así.
—Gracias, Harold. Si alguna vez puedo hacer algo por usted, puede pedirme lo que quiera. Ahora voy a regresar a la sala; no olvide que allí está mi trabajo.
—Y su peligro —añadió Harold.
Durante todo el resto de aquella noche, Joe jugó bastante distraído, dejando correr las partidas sin aquel fuego que sus maravillosas manos sabían imprimirles.
Algunos de sus más habituales contrarios acabaron aburriéndose y yéndose a jugar a las mesas de los otros profesionales.
Maud se acercó al joven.
—¿Se puede saber qué te ocurre, Joe?
—Nada. Estaba pensando.
—¿En lo de antes?
—En los mexicanos de Boscob? Pues, para decir la verdad, estaba a mil leguas de ellos.
—¿Entonces? —insistió ella.
Y como Kerr seguía absorto en sus pensamientos.
—¿Alguna chica?
La sonrisa que apareció inconscientemente en los labios del jugador, le traicionó por completo.
Los ojos de Maud brillaron como ascuas.
Hacía tiempo, desde que le había visto jugar y pelear en Las Vegas que estaba completamente enamorada de él. Si no le había dicho nada hasta entonces, era por temor hacia él y miedo hacia los hermanos Moxon.
Pero esperaba pacientemente que llegase la oportunidad. Sus proyectos no eran muy complicados: deseaba que Joe matase a los dos hermanos y se hiciese el dueño absoluto de aquella riqueza que representaba el saloon y el placer descubierto por le viejo Tibbot y que Paul había empezado a explotar, sin hacer caso de la presencia del joven Harold, al que consideraba demasiado cobarde para impedir aquel atropello a lo que era suyo.
—¿Quién es ella?
Joe la miró sin dejar de sonreír.
—¿De qué hablas, Maud? ¿Crees que la mujer a la que puedo querer se halla muy lejos de mí en estos instantes?
Ella colocó dulcemente una de sus manos sobre el hombro del muchacho, que seguía sentado.
A Joe le pareció sentir el contacto de una víbora, pero sonrió como si aquella «caricia» fuese la más agradable que hubiese recibido en su vida.
—Podemos ser muy felices, Joe. Pronto llegará nuestra hora.
—¿Nuestra hora? —inquirió con tono inocente el jugador—, No te comprendo.
—Ya lo verás.
—Ten cuidado, Maud. Paul nos está mirando con muy malos ojos y me disgustaría que se enfadase. Después de todo, es mi patrón y gracias a él voy viviendo.
—¡No lo creas! —repuso ella con los ojos muy brillantes—. Si las cosas van tan bien en este saloon es solamente por ti. Tu mesa es la más concurrida, la que deja mejores beneficios y en la que nunca hay pelea ni gritos.
—Eso era verdad hasta esta noche...
—Eso era lo que iba a decirte precisamente. Tiras muy rápido y eres el hombre más valiente que he conocido jamás. ¡Haremos una buena pareja!
Se alejó en el preciso momento en que Paul, que ya no podía resistir más que le cortejasen la novia en sus propias narices, se acercaba a la mesa de Kerr.
Venía hecho una furia.
—¡Oye, Joe! Creo que en el contrato que hicimos Maud no entraba para nada, ¿No es así?
—Así es, Paul. Pero creo que estás equivocado si crees lo que te está pasando en este momento por la cabeza.
—¿Es que estoy ciego?
—No te fíes de las apariencias. Te aseguro que Maud no me ha interesado nunca y que sé respetar a las novias de mis amigos.
—Así lo espero, para tu propio bien.
Kerr hizo como si oyese aquella amenaza directa y levantándose de su asiento, bostezó.
—Vas a perdonarme, Paul; pero esta noche, como ves, no hay nadie en mi mesa y me encuentro cansado. Voy a irme a casa...
—¡Buenas noches! —repuso el otro, dándole la espalda bruscamente.
Joe, encogiéndose de hombros, salió del saloon. Las ideas hervían en su mente y estuvo dando vueltas, no muy lejos de la casa del encargado de la Posta, durante cerca de dos horas.
Luego, siempre ensimismado, regresó a su alojamiento.
No se acostó. Preparándose gran cantidad de café, escribió dos largas cartas, que lacró después de meter en sus correspondientes sobres.
Cuando acabó de hacer aquello, ya estaba amaneciendo.
Se lavó, se afeitó cuidadosamente y se puso limpio. Luego, después de tomar un copioso desayuno, salió, llevando el caballo de la brida y dirigiéndose sin mucha prisa hacia la casa de Postas.
Esta ya estaba abierta.
Nada más entrar, se sorprendió al mirar a la hija de Alex Clover, Fanny, que también le miraba con curiosidad.
—¡Buenos días! —saludó.
—Buenos días —repitió ella—, ¿Desea algo, señor Kerr?
—Veo que conoce mi nombre —dijo él acercándose al mostrador, tras el que se encontraba la joven.
—Todo el mundo conoce su nombre en Treasure City. Se ha hecho usted muy famoso...
—Una fama que no le parece agradable. ¿No es eso, señorita?
—Si tengo que ser sincera, habré que responder que no.
No creo que el juego y el vicio sean cosas de las que pueda enorgullecerme ningún hombre.
Joe prefirió cambiar de conversación.
—¿Puedo decirle que es usted muy bonita?
—Tampoco creo que un hombre como usted sea sincero al hacerme ese cumplido.
—¿Por qué cree que no soy sincero?
—Las mujeres del saloon son mucho más atractivas que una muchacha como yo; llevan ricos vestidos, joyas y adornos, y además saben tratar a los hombres mejor que una pobre pueblerina como yo.
—Sabe que no está diciendo la verdad.
—Eso es lo que usted cree. Sin embargo, todo el poblado conoce sus preferencias por la señorita Maud.
—Veo que se habla demasiado aprisa en Treasure City. Le aseguro que todo eso no es más que una burda colección de mentiras.
—¿Quiere usted decir que no está enamorado de Maud? —preguntó ella con un tono de sincera alegría que la traicionó.
También Joe se dio cuenta del tono de su voz y se sintió íntimamente halagado.
La muchacha intentó recoger velas, pero ya era demasía do tarde.
—Naturalmente, le pregunto eso aunque en realidad no me importa nada.
—Ya lo comprendo —repuso él sonriente.
—¿Puede saberse qué le ha hecho tanta gracia?
—Voy a hablarle con toda franqueza, miss Clover. Sé que se interesa por mí y he de confesarle que a mí me ocurre igual. Además, sé que no le gusta la vida que llevo y que cree que soy muy diferente a lo que aparento. No se equívoca, Fanny...
Ella se había puesto encarnada y el rubor, al encender sus mejillas, la hacía aún más bonita.
—Es usted un presuntuoso y un cínico, señor Kerr. También arreglaré cuentas al huésped de casa. Estoy segura que ha sido él el que...
—No le diga nada, por favor. Es un buen muchacho y ya tiene demasiadas preocupaciones. Le ruego que no se enfade por mis atrevidas palabras. Me he dejado llevar por el entusiasmo que experimento al estar a su lado. Le juro que no soy lo que parezco y espero, muy pronto, poder demostrárselo.
—Me agradará mucho que sea así, señor Kerr.
—Ya dejará de llamarme «señor Kerr», Fanny. No sabe usted lo que le agradezco sus palabras.
Y después, un embarazoso silencio para ambos.
—Mañana es domingo, señorita Clover. ¿Me permitiría proponerle un paseo a caballo por los alrededores del pueblo?
—No sé si conseguiré el permiso de mi padre. De todas formas, puede venir a buscarme por la mañana. Es posible que pueda concederle lo que me propone.
Joe, con el corazón henchido de gozo, se dirigió a la puerta.
Pero Fanny le llamó en aquel preciso momento.
—Oiga, Joe, ¿es que se va a llevar otra vez las cartas que quería depositar aquí?
Los dos rieron de buena gana.