Capítulo V
La Bogotá de 1934 no difería grandemente de la de 1920. Tenía, tal vez, 50 000 habitantes más. Los barrios extremos eran el de San Cristóbal, en el sur; el de Chapinero, en el norte; el de Egipto, en el oriente; y el Ricaurte, en el occidente, que se comunicaban entre sí por medio de los tranvías eléctricos, los «Taxis Rojos» y algunas decenas de automóviles particulares. El centro político, económico y comercial seguían siendo las tres Calles Reales, las tres de Florián, la Avenida de la República y la Plaza de Bolívar, aunque con la construcción del Barrio de Teusaquillo, se había iniciado el éxodo de los ricos al norte. Los únicos hoteles que merecían ese nombre eran el Granada y el Regina, situados en las esquinas sur y nororiental del Parque de Santander, respectivamente, y la lista de las cinco salas de cine: Olimpia, Faenza, Bogotá Caldas y Cinerama, se había visto aumentada con varios nombres: Alhambra, Nuevo, Real, Apolo, Atenas y Nariño y estaban en su apogeo las películas de Greta Garbo, Marlene Dietrich, Buck Jones, Tom Mix, las del Gordo y el Flaco y las de Carlos Gardel. El Lago Gaitán y los Parques de la Independencia y del Centenario habían recibido el refuerzo del Nacional. El viejo Circo de San Diego había sido sustituido por la Plaza de Santamaría y el Hipódromo de «La Magdalena» por el de la 53. Se había iniciado el proceso de decadencia de la cortesía y el humor, pero aún alegraban el ambiente grave y circunspecto de la villa las vistosas indumentarias de «La loca Margarita», los extravagantes atuendos del «Conde de Cuchicute» y los pintorescos improperios de «Pomponio». La marihuana y la cocaína eran totalmente desconocidas y apenas unos cuantos intelectuales y poetas buscaban en la morfina un paraíso artificial. En cuanto a secuestros solamente se sabía que, en los remotos Estados Unidos, un carpintero alemán se había llevado consigo al pequeño hijo de Charles Lindbergh. Y en punto a esmeraldas, solo se conocía la existencia de unas minas inexplotadas de Muzo y Coscuez. Los únicos delitos de sangre se cometían, bajo los efectos de la chicha, en «La Perseverancia» y el Paseo Bolívar y los robos eran tan escasos como las grandes fortunas. Luis Eduardo Nieto Caballero, Baldomero Sanín Cano y Armando Solano orientaban, con sus comentarios, la opinión, mientras que Alberto Ángel Montoya, Eduardo Castillo y Víctor M. Londoño la deleitaban con sus versos.
La sociedad de la época se dividía en la «high class» o, simplemente, la «jai», formada por terratenientes sabaneros y ricos propietarios urbanos, príncipes de la sangre y del dinero, que detentaban el poder económico y el político y la plebe, compuesta por gentes de la clase baja y la media, obreros, artesanos, empleados de ínfimos salarios, la inmensa masa de los «minus habentes», de los siervos de la gleba, de los explotados, de los humillados y ofendidos de que habló Dostoievski, el pueblo soberano, en fin, a que pertenecían el ingenuo Baltasar Riveros y el pragmático Casiano Pardo. Y sobre los furgones de Egipto y La Peña, sobre los tugurios de Las Cruces, sobre los chiribitiles de San Victorino, sobre las buhardillas del «Aguanueva» se alzaban, soberbios, el Castillo de Kopp y la Quinta Camacho, el Palacio Duperly y el Echeverri, las mansiones de la «Holguinocracia», de las Dávilas y las hijas de Don Pepe Sierra, de la Marquesa de Bonneval y de Don Ulpiano de Valenzuela.
La profesión de Casiano que consistía en comprar y vender fincas urbanas y rurales para otros, le había permitido conocer a Nicanor Saldarriaga, industrial, comerciante y hacendado antioqueño quien, a fuerza de habilidad y privaciones, había logrado acumular un capital apreciable, representado en dos fábricas, tres almacenes, once casas, una hacienda ganadera en la Sabana y otra de café en Caldas, una quinta de recreo en Villeta y numerosas acciones de diferentes bancos y empresas.
Hombre introvertido, adusto, empecinado, lacónico, de pésimo carácter, obsesionado con la idea de ganar dinero, desconfiado y tacaño, se había casado —ya otoñal— con Susana Monsalve, 35 años menor que él, menuda, frívola, locuaz, deliciosamente coqueta, dueña de unos negros ojos vivaces, una encantadora nariz respingada, unos labios sensuales, permanentemente entreabiertos para mostrar unos dientes simétricos y blanquísimos y unos bien conformados senos erectos.
Bien porque a Don Nicanor le hubiera pasado ya la edad fértil o bien porque las manifiestas incompatibilidades de la dispareja pareja hubieran llegado hasta el lecho nupcial, era lo cierto que no habían tenido hijos. Las malas lenguas aseguraban que Susana solía buscar y encontrar, en alcobas ajenas, la felicidad que nunca había hallado en la propia y circulaba el chisme de que, en varias ocasiones, se le había visto entrar furtivamente al apartamento de soltero de un estudiante de medicina, al consultorio de un médico y a la oficina de un abogado penalista. Y justa o injustamente los vecinos le habían cambiado a Nicanor su nombre por el de Cornelio.
El matrimonio vivía en una amplia y elegante casa de la Avenida de la República (hoy Carrera Séptima), próxima a las Embajadas de la Argentina y los Estados Unidos, ricamente adornada, adquirida por intermedio de Casiano. Esa circunstancia había hecho al comprador amigo del comisionista, hasta donde puede serlo un potentado de un pobre. En una de sus visitas Casiano había conocido a Susana y tanto los atributos que se describieron anteriormente, como el fuego de su mirada, el donaire de su andar y la gracia irresistible de su sonrisa, lo habían fascinado. Poder un día conducirla hasta su mezquino refugio, desnudarla lentamente, cubrirla de besos, aprisionar sus senos incomparables, acariciar todo su cuerpo voluptuosamente, poseerla, enriquecer su colección con el trofeo invaluable de sus pantalones, fueron ideas fijas para él desde ese instante. Entre ellos se interponía un insondable abismo económico y social, pero él había leído alguna vez que para el amor no existe el imposible. Su constancia podía abrirle las puertas de la fortaleza que parecía inexpugnable. A partir de ese día y con el pretexto de pedirle consejo a Don Nicanor sobre reales o imaginarias operaciones de finca raíz, comenzó a visitar asiduamente su casa. Las conversaciones se desarrollaban en la biblioteca, naturalmente virgen, del viejo millonario y a todas, invariablemente, asistía Susana, quien atendía al visitante con mucha solicitud y afabilidad y, de cuando en cuando, sin que lo advirtiera su marido, envolvía a Casiano con una mirada llena de coquetería, que contribuía a excitarlo y a avivar su esperanza. «Este huevo quiere sal» —decía para sus adentros el empedernido conquistador— y reanudaba con renovados bríos la ofensiva, que consistía en miradas ardientes, discretos piropos y sugerencias casi ininteligibles. Para Don Nicanor, obsesionado con los balances de sus fábricas y almacenes, las altas y bajas de sus acciones en la Bolsa, los extractos bancarios y los informes de los mayordomos de sus haciendas, no tenía ninguna importancia lo que hiciera u omitiese su mujer e ignoraba los avances del tácito romance o fingía ignorarlos.
Una noche en que el dueño de casa permanecía recogido en su lecho, víctima de uno de sus frecuentes achaques, Casiano fue recibido en la alcoba. El enfermo, bajo los efectos de un somnífero, quedó de pronto sumido en un profundo sueño, circunstancia que Susana y Casiano aprovecharon para hablar con alguna libertad:
—Usted cada día más bonita… —dijo Casiano.
—Y usted cada vez más atrevido… ¡Sinvergüenzón! —replicó Susana, con encantadora picardía—. ¿Qué tal que lo oyera Nicanor?
—Estoy seguro de que no le importaría… —respondió Casiano—. A él solo le preocupan sus negocios…
—Eso es cierto, desgraciadamente… —Anotó Susana, simulando un suspiro—. Yo en esta casa soy un cero a la izquierda…
—Pues para mí usted significa muchos a la derecha… ¡Porque usted, Susana, es un tesoro! —contestó Casiano.
—¿A cuántas les ha dicho lo mismo? —preguntó Susana.
—Le juro que a ninguna… —replicó Casiano—. Porque ninguna me ha interesado, me ha impresionado, me ha gustado tanto como usted… Desde la primera vez que la vi, quedé locamente enamorado…
—¡Mentiroso! ¡Embustero! —protestó Susana.
—No son mentiras ni embustes… ¿Por quién cree usted que vengo tan a menudo a esta casa? —preguntó Casiano.
—¿Por quién ha de ser? —contrapreguntó Susana e indicó a su marido, que continuaba durmiendo a pierna suelta.
—Ese es el pretexto y usted lo sabe muy bien… —respondió Casiano—. ¡Créame Susana, se lo ruego! Yo a usted la amo, la adoro, la idolatro… Pienso en usted a todas horas… Nunca había sentido por nadie una pasión igual…
—¡¡Chit!! —ordenó Susana, llevándose un dedo a los labios—. Va a despertar a Nicanor… Es mejor que usted se marche antes de que se despierte… Voy a acompañarlo hasta la puerta…
—No me iré mientras no me diga qué siente usted por mí… —replicó Casiano.
—¿Usted cree que si no sintiera algo, lo habría escuchado? —preguntó Susana, con coquetería.
—¡No me diga más! Lo que me ha dicho basta… Ahora sí me voy… Y me voy completamente feliz… —dijo Casiano.
Cuando llegaron a la puerta, él le tendió la mano y ella se la oprimió significativamente. Casiano trató de besarla en la boca y ella lo rechazó suavemente:
—¡Modere sus ímpetus, caballerito! «Chi va piano, va sano et va lontano», como dice Salvatore Pignalosa… —Y sonrió pícaramente.
Ya en la calle Casiano se frotó las manos alborozadamente. La caída de la plaza era inminente. Aunque, en realidad, no amaba a Susana, la deseaba con ansiedad. Era una hembra capaz de satisfacer plenamente al más exigente de los galanes. Y era, además, un partido estupendo. Porque el viejo Nicanor no podía durar mucho tiempo y ella iba a ser su único heredero. ¡Dos fábricas! ¡Tres almacenes! ¡Once casas! ¡Dos haciendas! ¡Finca de recreo! ¡Mil quinientas cabezas de ganado! ¡Muchísimas acciones! ¡Abundante dinero en los bancos! ¡Automóvil y chofer! ¡Viajes! ¡Fiestas! ¡Buenos platos y mejores vinos! ¡Posición social! En dos palabras: ¡la vida y la felicidad! Atrás iban a quedar, como simples recuerdos de un pasado oprobioso, las privaciones y las necesidades insatisfechas de la pobreza, el trabajo agotador de complacer a quienes pretenden comprar casas baratas y venderlas caras, las comisiones exiguas, el tormento de las deudas, el pan duro y escaso, los trajes raídos y los sombreros astrosos, el miserable aposento de la casa de doña Tránsito Carrasco viuda de Rosillo, el camastro desvencijado y crujiente, el amor clandestino con costureras y floristas, malogrado por continuos sobresaltos, las sátiras moralistas de la vieja Filomena, la indiferencia ofensiva de Azucena…
Habían transcurrido algunos meses. Un día Casiano salió temprano de su casa, adquirió un ejemplar de «El Tiempo» y con él bajo el brazo, se dirigió al Café Luis XV (Calle 14 con Carrera 8.ª), que era el cuartel general de sus negocios. Pidió un «tinto» y se disponía a leer las páginas de «Avisos Limitados», de obligada lectura para todo negociante, cuando en la primera vio uno, a tres columnas, que lo puso pálido y tembloroso:
«DON NICANOR SALDARRIAGA
Descansó en la paz del Señor.
Su viuda, doña Susana Monsalve de
Saldarriaga, invita a las exequias
que se efectuarán en la Iglesia de
San Diego a las 12 m.».
Las páginas 6.ª, 7.ª, 8.ª y 9.ª estaban repletas de invitaciones al entierro, hechas por todos los bancos, federaciones, asociaciones y corporaciones comerciales, industriales, agrícolas y ganaderas de la ciudad. (El número de millones que posea un individuo se puede calcular por el de avisos fúnebres que aparezcan cuando muera). Y en la «Pagina Social» había una nota necrológica, obviamente suscrita por el doctor Nieto Caballero, que decía:
«Colombia, Antioquia, Caldas, Bogotá, Villeta, la Sabana, el comercio, la industria, la agricultura, la ganadería, la banca, la Bolsa, están de duelo. Porque ayer le entregó su alma al Gran Arquitecto del Universo (el doctor Nieto era masón), para que con ella continúe su constructiva labor, este hombre bueno como el pan, cordialmente extrovertido, dicharachero y guasón, desprendido hasta el sacrificio, generoso hasta la munificencia, insomne artífice del progreso nacional, que dedicó su larga y meritísima existencia a la filantrópica tarea de crear riqueza para repartirla entre los desheredados de la fortuna. Descanse en paz el noble ciudadano que, por trabajar incesantemente al servicio de los demás, nunca descansó y llegue hasta su inconsolable viuda la expresión conmovida de nuestro pesar».
Casiano, poseído por una dicha que nunca antes había sentido, se levantó de la mesa, salió a la calle y en el Almacén Ricaurte, situado a pocos metros, compró una corbata negra con la que reemplazó la verde que lucía y se encaminó a la casa del finado. Más exactamente a la de su nueva propietaria. A su futuro nido de amor. El Sagrado Corazón, el Divino Rostro, la Inmaculada Concepción, el Ángel de la Guarda, la Virgen del Carmen, San Antonio de Padua, San Judas Tadeo, Santa Rita de Casia y las Benditas Almas del Purgatorio habían oído, al fin, sus oraciones. Todos sus sueños iban a realizarse. Y arrullado con el pensamiento de su próxima felicidad, llegó a la mansión de la Avenida de la República. Varios vecinos leían los avisos mortuorios que habían sido pegados a lado y lado de la puerta. Uno de ellos comentó:
—Van a tener que enterrar los cuernos en otro cajón, porque no creo que quepan en el del difunto… —Y el comentario provocó una carcajada general.
Las floristerías bogotanas habían hecho su agosto ese día, como ocurre siempre que muere un creador de riqueza. Las coronas, distribuidas en todas las habitaciones y pasillos, llegaban hasta el techo. El féretro, envuelto en la bandera de la Sociedad de San Vicente de Paúl, a cuyo fondo contribuía Don Nicanor con la suma de cinco pesos mensuales, había sido colocado en el centro del salón principal. Alrededor permanecían sentados varios banqueros, comerciantes de la Calle Real, miembros de la Bolsa, hacendados de la Sabana y algunas señoras de la alta sociedad (el peso era y sigue siendo la unidad de medida de la altura social). Unos guardaban silencio y suspiraban hondamente, otros comentaban el hecho insólito y absurdo de que un hombre de 77 años, que padecía de cáncer, enfisema pulmonar y trastornos cardiovasculares, hubiera muerto, cuando aún podía esperarse de él tantas cosas y otros, en voz queda, hacían crueles gracejos acerca de la avaricia del finado y de las infidelidades de su viuda.
Esta, de luto riguroso, con un rictus de amargura infinita, la mirada perdida en el vacío, los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas, sentada en una poltrona, presidía el velorio y agradecía con acento patético los saludos de condolencia de quienes se le acercaban. Empuñaba en la diestra una caja de «Mentholatum» y periódicamente, con gran disimulo, se embadurnaba los párpados con parte del contenido, lo que estimulaba el funcionamiento de su glándula lacrimal. Y cada diez minutos miraba el reloj y exclamaba dramáticamente: ¡¡Qué pena tan horrible!!
—¡Aquí estoy contigo y nadie podrá ya separarnos…! —le dijo, al oído, Casiano, abrazándola estrechamente y dándole un beso en la mejilla derecha y otro en la izquierda.
—¡Nadie! —repuso Susana, en voz lo suficientemente alta como para que todos la oyeran—, ¡sí, nadie… sabe lo que yo estoy sufriendo…! ¡Ay, mi Nicanor querido…! ¡¡Tan trabajador, tan bueno, tan generoso, tan simpático…!!
—Unos mueren para que otros vivan… —dijo Casiano, en voz baja, sentándose a su lado—. Tú tienes que seguir viviendo… Mejor dicho: los dos…
—Sí, hay que aceptar los designios de Dios… ¡Dale, Señor, el descanso eterno! —replicó Susana, mientras se untaba más «Mentholatum» en los párpados, para reanudar el llanto.
—¡¡Brille para su alma la luz perpetua!! —contestó Casiano, visiblemente entusiasmado—. Dios sabe cómo hace sus cosas… —agregó, frotándose las manos—. Yo trataré de llenar el vacío que Nicanor dejó en ti… Y que, según creo, no llenó nunca… —añadió sonriendo.
—¡Cállate, por Dios! Me vas a hacer reír… —respondió Susana, en voz casi imperceptible—. Ya habrá tiempo para que hablemos de eso… —Y, bajo la acción del «Mentholatum», continuó llorando amargamente.
—Se me pone que este tipo va a ser el reemplazo de aquel… —le comentó el Gerente del Banco de la Justicia al Gerente de la Compañía de Seguros «La Nacionalidad», indicándole el cadáver.
—Pues lo envidio sinceramente porque va a hacer un magnífico negocio… Don Nica no dejó menos de cinco milloncejos… Además, la viuda está estupenda… —replicó el asegurador.
—Voy a pedirle a Susana que me lo presente, porque puede ser un buen cliente… —repuso el banquero.
—Y una vez que lo conozcas, me lo presentas… Tengo mucho interés… —respondió el Gerente de «La Nacionalidad».
Casiano, desde ese momento, asumió las funciones de dueño de casa. Desplegando una actividad febril, se dedicó a recibir las coronas y los mensajes de pésame, a contestar las llamadas telefónicas, a darles la bienvenida a los visitantes, muchos de los cuales —creyendo que se trataba de un pariente cercano del difunto— lo abrazaban compungidos, a despedir a los que se retiraban, a ordenarle a la servidumbre que preparara y sirviera café. Convertido en diez personas, entraba, salía, subía y bajaba escaleras, hablaba, gesticulaba, sonreía, suspiraba y estaba en todas partes. Susana, mientras tanto, lo miraba entre agradecida y coqueta. Cuando llegó el momento de conducir el cadáver a la iglesia, quiso apoderarse del ataúd para acarrearlo él solo y no poco trabajo costó disuadirlo de su empeño. Casiano fue, después del muerto, la persona más importante del entierro.
Y comenzaron las visitas cotidianas del galán. Tenía ante sí una presa fácil. No se necesitaba ser un psicólogo para comprender que Susana era una mujer sentimental y sexualmente insatisfecha, apasionada y ardiente, sedienta de amor, extraordinariamente sensible a la caricia y al halago del piropo, ávida de vivir plenamente. Poseía una cultura superficial, pero amaba la poesía. Y Casiano atacaba simultáneamente el frente físico y el espiritual. El primero con besos fogosos y tocamientos excitantes; el segundo con ardorosas declaraciones, promesas solemnes y versos ajenos que recitaba como propios:
—Ayer, pensando en ti, compuse unos versos… ¿Quieres que te los diga? —Y declamaba, con voz trémula, poemas de Rubén Darío, Amado Nervo o José Asunción Silva.
—¡Qué belleza! —exclamaba, emocionada, Susana— ¡qué feliz me haces…! Nunca creí que pudiera inspirar unos versos tan lindos… —añadía, orgullosa de haberlos inspirado.
Casiano, después de llegar al alma de su amada, trataba por todos los medios de llegar a su cuerpo. Y a fe que lo lograba pues Susana se estremecía voluptuosamente con sus caricias apasionadas y sus besos frenéticos. El enemigo ofrecía señales inequívocas de vencimiento y no pasaría mucho tiempo antes de que izara bandera blanca. Había llegado el momento de lanzar la carga final.
—Tú me necesitas y yo te necesito a ti… Nunca tuviste un marido verdadero y yo nunca he tenido una verdadera esposa… Me amas y yo te amo inmensamente… No has conocido los placeres inefables de la maternidad ni yo los de la paternidad… Nacimos, definitivamente, el uno para el otro… Aparentemente lo tienes todo, pero te hace falta una persona que vele por tus intereses y a mí me falta el calor de un hogar… ¿Por qué no nos casamos?
—¿No será demasiado pronto? —contrapreguntó Susana—. La gente va a decir que no dejamos enfriar al pobre Nicanor…
—¿Y qué nos importa lo que diga la gente? Además, hace tres meses que murió tu marido y cualquier persona, por ardiente que haya sido, se enfría en una hora… Y Nicanor no era, precisamente, una brasa… —arguyó Casiano, sin poder reprimir una sonrisa.
—Esperemos, al menos, que abran el juicio de sucesión… —respondió Susana.
—Eso a mí me tiene sin cuidado… —replicó Casiano, poniendo cara de dignidad—. ¿Tú crees que yo me caso por interés? ¡No faltaba más! Me casaría contigo aunque el difunto no te hubiera dejado un solo centavo… Siempre he creído que el dinero no hace la felicidad…
Esa noche, con ella pintada en el rostro, Casiano salió de la casa que había sido de Don Nicanor Saldarriaga, canturreando el conocido trozo de la popular opereta:
«Castísima Susana:
¡Usted se equivocó!
Usted necesitaba
Un hombre como yo…».
Tres días después apareció en «El Tiempo» el siguiente aviso: «Motivo viaje vendo, muy baratos, catre dorado, mesa noche, armario de espejo, mesa pequeña, taburete cuero, bacinilla porcelana con tapa, prendas íntimas femeninas ligeramente usadas».
—Te comunico que próximamente pasaré a mejor vida… —le dijo Casiano a Baltasar, cuando se encontraron en el «Windsor».
—¿Te vas a suicidar? —le preguntó Baltasar, sorprendido—. ¡Dame la fórmula…!
—Yo no soy tan pendejo para matarme… —repuso Casiano—. Ahora es cuando voy a comenzar a vivir… Pienso contraer matrimonio…
—Contraer matrimonio es una forma de suicidarse… —respondió Baltasar, dogmáticamente.
—Depende de con quien uno se case… —contestó Casiano—. Yo me cansé de ser pobre y me voy a casar con una viuda rica, riquísima, millonaria…
—¡Ah, muy bonito! ¿Te vas a vender entonces por una vagina? —preguntó Baltasar, con dejo irónico.
—Sí, pero por una vagina engastada en diamantes… ¡Dos fábricas! ¡Tres almacenes! ¡Once casas! ¡Una hacienda en la Sabana y otras en Caldas! ¡1500 cabezas de ganado! ¡Finca de recreo en Villeta! ¡Acciones! ¡Dinero en el banco! ¿Te parece poco?
—Me parece muy poco para un hombre que tenga dignidad y orgullo… —respondió Baltasar.
—Tú con tu dignidad y tu orgullo y tu fe en el gran partido liberal y en la llegada del pueblo al poder, te vas a morir de hambre… —replicó Casiano.
—Más vale morir de pie que vivir de rodillas, como dijo el General Uribe Uribe… —contestó Baltasar.
—El General Uribe no murió de pie sino acostado en su cama… —repuso Casiano.
—Sí, pero a consecuencia de los hachuelazos que le asestaron en la cabeza dos godos asesinos… —dijo, montando en cólera, Baltasar.
—¡Falta usted a la verdad, cachiporro desgraciado! —gritó, furibundo Casiano—, yo vine aquí a contarle que me iba a casar y no a que usted me insultara y calumniara al partido conservador… ¡Me voy! ¿Cuánto se debe? —le preguntó al camarero, levantándose de la mesa.
—¡Sí, vaya a venderse al mejor postor! —exclamó Baltasar, dándole un golpe a la mesa—. ¡Godo arribista y logrero!
—Y usted quédese ahí sentado, esperando a que el doctor Olaya Herrera, que es tan bueno, lo nombre Ministro o Gobernador… ¡Cachiporro envidioso! Y para que sufra le informo que mi futura esposa no es solo millonaria sino linda… —Tiró sobre la mesa el valor de la cuenta y se marchó.
El Padre Ciriaco Antorveza bendijo el matrimonio que, «debido al reciente luto de la novia», se celebró íntimamente y se consumó en la finca «La Amapola», de Villeta, escenario de la luna de miel.
Y el oscuro negociante en finca raíz, el modesto inquilino de doña Tránsito Carrasco viuda de Rosillo, el humilde conquistador de fáciles floristas, se transformó en un rico industrial, comerciante, agricultor y ganadero y, obviamente, en un distinguido caballero de la alta sociedad bogotana, a cuyo nombre todo el mundo comenzó a anteponer el «don» y a su apellido el «doctor», en un respetable y elegante clubman y en el afortunado cónyuge de una mujer todavía joven y hermosa.
—Las santas y santos de quienes sois tan devoto han premiado vuestra fe… —le dijo el Padre Antorveza, un mes más tarde, cuando fue a confesarse con él—. En señal de gratitud debéis ser, de ahora en adelante, muy generoso con la Iglesia… El dinero que os ha caído del Cielo es mucho y las necesidades del culto muy grandes… Vuestra contribución mensual, por tanto, no puede ser inferior a mil pesos… ¡No lo olvidéis…! Espero también que ahora que tenéis con quien desahogar vuestros instintos, sin incurrir en pecado, dejéis tranquilas a las chicas que perseguíais…
—Esas se las dejaré a los solteros que quieran condenarse… —respondió Casiano, acordándose de Chavita y de la escena del Parque de Santander—. Y en cuanto a la contribución, puede contar, Su Reverencia, con ella…
—¡Dejádmela de una vez, hijo mío, rezad tres Padre Nuestros y tres Ave Marías e id con Dios…! —respondió el Padre Antorveza.
Olaya Herrera, para cerrarle el paso al candidato liberal Alfonso López Pumarejo, les había propuesto a los conservadores una coalición con el nombre de Carlos Adolfo Urueta y, muerto este, con el de Alfonso Araújo, hechura suya y su discípulo amado. Pero Laureano Gómez, jefe del partido conservador e íntimo amigo de López, desbarató la maniobra y les ordenó a sus partidarios que se abstuvieran de votar. Y López fue elegido, sin contendor, por tan alto número de votos (938 808), que él mismo condenó el fraude hecho en su favor.
El nuevo Presidente era un producto típico de la clase dirigente colombiana. Hijo del más grande exportador de café y del más acaudalado banquero de la época, criado entre sedas y olanes, su juventud se había deslizado sobre los tapetes de los bares londinenses y las alfombras del Jockey Club de Bogotá. Sin ningún título universitario pero poseedor de una buena información general («no soy abogado ni bueno ni malo, médico ni bueno ni malo, ingeniero ni bueno ni malo», dijo alguna vez) había probado fortuna en los negocios, con tan mala que muchos le atribuían la quiebra del Banco López, fundado por su padre. Ese fracaso lo condujo a tentar suerte en la política. Elegido Representante a la Cámara formó con Laureano Gómez —con quien tantas afinidades temperamentales tenía— el binomio que dio en tierra con Don Marco Fidel Suárez. Escéptico, despectivo, sardónico, llevó al gobierno la amargura y el resentimiento que le habían producido sus insucesos económicos. Llegó resuelto a asustar a los ricos. Y logró asustarlos con el ogro de la reforma tributaria, con el lobo de la ley de tierras y con el fantasma de la reforma constitucional del 36. Los de arriba temblaron de miedo y los de abajo creyeron que tenían a la vista la Tierra Prometida. Él sabía muy bien que las grandes revoluciones se malogran y frustran con las revoluciones a medias. Y que es necesario darle una parte al pueblo para evitar que lo arrebate todo. E indudablemente alcanzó el doble objetivo de atemorizar a los ricos y de alimentar la esperanza de los pobres.
La de Baltasar Riveros nunca fue más viva ni ardiente. El pueblo había llegado, por fin, al poder. López era el redentor que iba a expulsar a los mercaderes del templo y a promulgar el evangelio de la justicia social. El Lenin colombiano. El gran transformador de las instituciones y las costumbres. El superhombre que iba a hacer tabla rasa de un pasado de desigualdad oprobiosa y privilegios inicuos. El alquimista que iba a convertir la miseria en abundancia, el analfabetismo en cultura, los tugurios en viviendas espaciosas y cómodas, las enfermedades en vigor y lozanía y la muerte en una posibilidad remota. El campeón de todas las reivindicaciones populares. El único y verdadero Libertador de la patria.
El porvenir del mundo, además, estaba en la izquierda. El Frente Popular había triunfado en Francia y en España y a la Presidencia de México había llegado el General Lázaro Cárdenas, quien, en un audaz desafío al imperialismo yanqui, había nacionalizado el petróleo, la dictadura del proletariado se había consolidado en la antigua Rusia de los Zares y un fuerte viento revolucionario soplaba ya sobre la China. Colombia había cambiado su nombre por el de República Liberal y su Presidente era el jefe de la Revolución en Marcha.
Baltasar, después del fracaso de su gestión ante el doctor Olaya Herrera, que le causó un profundo desengaño, hasta el punto de que no volvió a nombrarlo jamás, había renunciado a sus aspiraciones burocráticas y continuaba siendo empleado bancario. Pero había obtenido otro cargo, naturalmente ad honórem: el de Secretario del Comité Liberal del Barrio de La Peña, para el que se le había designado como reconocimiento a su celo y fervor por la causa y cuyo ejercicio implicaba un trabajo agobiador en las vísperas electorales y cada vez que se preparaba una manifestación, pues tenía que visitar las casas de todos los copartidarios que vivían en el Barrio, convencerlos de que debían votar o concurrir a la reunión multitudinaria, conducirlos a las mesas de votación, pegar afiches, empacar votos, repartir hojas volantes, elaborar brazaletes y banderines.
El 30 de abril de 1936 estuvo intensamente ocupado. Fingió una enfermedad para no asistir al Banco y desde las 6 a. m. hasta las 8 a. m. del día siguiente, trabajó febrilmente, sin un solo momento de reposo. Con motivo de la Fiesta del Trabajo el partido liberal, el comunista, las gentes de izquierda, los sindicatos, los estudiantes y «todas las fuerzas vivas de la democracia» como rezaban las invitaciones, habían resuelto ofrecerle una manifestación de respaldo al Presidente López.
Durmió dos horas, al cabo de las cuales se levantó y comenzó a acicalarse para participar en el grandioso acto, que debía empezar cinco horas después. Se atavió, obviamente, con las prendas que invariablemente usaba en las grandes efemérides democráticas: corbata, brazalete y cinta de color rojo en el sombrero, pañuelo encarnado en el bolsillo del pecho y rosetón en la solapa, desempolvó la bandera liberal que continuaba montando guardia al pie del retrato del General Uribe Uribe y, empuñándola, se dispuso a salir:
—No sé a qué horas podré volver… —le dijo a Zoila—. Voy a recibir el poder que el doctor Alfonso López le va a entregar esta tarde al pueblo… Porque en su discurso va a anunciar el reparto de la riqueza, la distribución de las tierras, la abolición de la propiedad privada, la adjudicación de viviendas a todos los pobres del país, la nacionalización de los Bancos, la educación gratuita, la socialización de la medicina, la ruptura de relaciones con el imperialismo yanqui y el Vaticano… ¡Ahora sí se jodieron los ricos y nos llegó la hora a los pobres! Lo siento por Casiano, que se vendió al capitalismo… Pero para nosotros ¡se acabaron los problemas! ¡Al fin nos pusimos las botas!
—Desde que nos casamos le estoy oyendo decir que nos las vamos a poner y, al paso que vamos, próximamente tendremos que usar alpargatas… —replicó Zoila.
—Genio y figura hasta la sepultura… —respondió Baltasar—. ¿Cuándo tendrá usted fe en el pueblo? Dígame una cosa: ¿Quién está mandando en Francia? El Frente Popular. ¿Y en España? El Frente Popular. ¿Y en la Unión Soviética? El proletariado. ¿Y en México? Las izquierdas revolucionarias. ¿Y quién va a mandar, desde hoy, en Colombia? Pues el pueblo ¡vieja estúpida!
—¿Ya empezó a insultarme por decir la verdad? —preguntó Zoila, haciendo pucheros.
—La verdad no es la suya sino la mía… —repuso Baltasar—, claro que hemos tenido pequeños problemas, como todo el mundo, que nos hacen falta algunas cosas… Pero la gran verdad es la de que, con la llegada del pueblo al poder, todo se va a arreglar…
—¡Ojalá que así sea! —dijo Zoila—. Pero yo hasta no ver…
—Sí, como el tal Tomás, a quien usted llama santo, porque yo no creo en la santidad de nadie… —contestó Baltasar, interrumpiéndola—. Ese es otro de los anuncios que va a hacer hoy el doctor López: la expropiación de las iglesias, la destrucción de todos los mamarrachos que hay en ellas para engañar a los imbéciles y la expulsión de los curas…
—Sin embargo a Casiano, que es tan piadoso, le hicieron el milagro los santos… —respondió Zoila.
—¡Qué milagro ni qué santos ni qué carajo! —exclamó Baltasar—. Lo que pasó fue que ese godo miserable, que no tiene ninguna dignidad, se vendió tristemente… Pero así le va a pesar… Porque todas las casas y las fábricas y los almacenes y las haciendas que pretende robarle a la viuda con quien se casó, van a pasar ahora a manos del pueblo… Usted me decía que necesitaba meter el dedo en la llaga para convencerse ¿no? Pues esta tarde, después del discurso del doctor López, podrá meter no solo uno, sino los otros nueve de las manos y los diez de los pies… Bueno, yo me voy porque si no, no alcanzo a la manifestación…
—No se vaya a emborrachar por allá, mijo… —le recomendó Zoila—. ¡Acuérdese de la planta en que vino el día en que llegó su doctor Olaya Herrera, que no le sirvió para un chorizo…! ¡Cuídese mucho porque puede haber piedra…!
—¿Piedritas a mí? ¡Ja, ja, ja! —repuso Baltasar, simulando una carcajada—. Las piedras, si las hay, serán para «El Tiempo» y los oligarcas de la APEN que se oponen a la revolución… ¡Adiós, mujer! Y récele a sus santos para que todo salga bien…
A misiá Bernardina, propietaria de la tienda de la esquina, le pidió que le fiara una botella de aguardiente, se la introdujo en el bolsillo trasero del pantalón y, henchido de gozo, agitando orgullosamente la bandera, lanzando en cada esquina un sonoro viva al gran partido liberal, se encaminó a la Plaza de Toros, sitio escogido para que de él partiera la manifestación.
Fue, naturalmente, de los primeros en llegar. La multitud, compuesta por gentes de la clase baja y de la media, por obreros, empleados y estudiantes golpeados por el infortunio, frustrados por la injusticia social, aferrados a la esperanza de un cambio que los redima, es un conjunto de Baltasares Riveros. El esclavo solo se siente impotente para sacudir la coyunda impuesta por sus amos y se resigna a su suerte; pero reunido con otros muchos se cree omnipotente y le parece muy fácil romper las cadenas de la iniquidad. Por ello el individuo es pusilánime y cobarde, mientras que la muchedumbre es audaz y agresiva. En las miradas de todos los que se iban congregando en las graderías, se advertían relámpagos de cólera reprimida y destellos de ardiente esperanza en un futuro mejor. Y en el ambiente flotaba la sensación inequívoca de que en ese día se iba a partir en dos la historia de la República. Atrás iban a quedar la desigualdad, la explotación, los privilegios y abusos de la casta dirigente, la miseria de los más y la opulencia de los menos; y adelante: la democracia auténtica, el derecho igualitario, la justicia distributiva, la libertad, el pan, el techo y la educación para todos.
Baltasar se colocó a la vanguardia de la manifestación que, a las 3 de la tarde, comenzó a avanzar por la Carrera Séptima al sur, rumbo al Palacio de la Carrera. Unos cuantos tragos de aguardiente le habían infundido la euforia del primer grado de embriaguez. Estaba intensamente emocionado. ¿Quién podría detener a ese monstruo de cincuenta mil cabezas, resuelto a derribar los altares de los ídolos falsos, a derruir los palacios de sus opresores y verdugos y a construir, sobre los escombros, el grandioso edificio de la libertad, la igualdad y la fraternidad? Y la seguridad de que todos los que marchaban a su lado compartían su fe, lo estimulaba y enardecía. Definitivamente el pueblo era invencible.
Los gritos de los manifestantes no eran los tradicionales de: «¡Viva el partido liberal!», «¡Abajo los godos!». Los avances de la izquierda en el mundo, la victoria del Frente Popular en Francia y España, la política antiimperialista de Lázaro Cárdenas en México y la institución, en Colombia, de la República Liberal y la Revolución en Marcha, impulsaban a la gente a gritar: ¡Viva León Blum! ¡Viva Largo Caballero! ¡Viva el camarada López! ¡Viva Lázaro Cárdenas! ¡Viva el Frente Popular! ¡Viva la Revolución en Marcha! ¡Abajo el imperialismo yanqui! ¡Abajo la reacción conservadora! ¡Abajo los oligarcas! ¡Abajo los curas! ¡Muera el Papa! A la altura de Las Nieves, Baltasar de tanto gritar, estaba ya completamente afónico.
Muchos, con el puño cerrado en alto, cantaban «La Internacional» y vivaban a Lenin, a Stalin y a Gilberto Vieira. Cuando la manifestación pasó por frente a las iglesias de La Tercera y La Veracruz algunos, entre ellos Baltasar, arrojaron piedras sobre las puertas que permanecían cerradas.
El Presidente López, rodeado por los nuevos burócratas: Darío Echandía, Alberto Lleras, Jorge Soto del Corral, Antonio Rocha, Jorge Zalamea, Benito Hernández Bustos, que habían reemplazado a los viejos zorros de la hegemonía conservadora (Esteban Jaramillo, Francisco de Paula Pérez, Pomponio Guzmán, Jorge Vélez, Miguel Jiménez López), esperaba a la multitud en los balcones del Palacio.
Cuando Baltasar alcanzó a divisar la elegante silueta del mandatario, ataviado con un traje impecable, confeccionado por el mejor sastre de Londres, entró en éxtasis, como los bienaventurados a quienes se les aparece la Virgen. Las lágrimas nublaron sus ojos y un temblor convulsivo empezó a sacudir su cuerpo. Allí, a pocos metros de él, estaba el Cristo redivivo, el redentor del pueblo, el Lenin colombiano, el gran transformador, el alquimista prodigioso, el Quijote que iba a desfacer todos los agravios y a enderezar todos los entuertos del sistema capitalista, el apóstol de la justicia y el derecho, el único y verdadero Libertador de la patria. ¿Aquello era sueño o realidad? ¿Era, acaso, una alucinación producida por el alcohol, pues había consumido ya buena parte de la botella de aguardiente? No daba crédito a sus ojos y se pellizcaba para persuadirse de que estaba despierto. La vida, hasta entonces, había sido avara con él, pero la aparición maravillosa lo indemnizaba con creces.
Para contestar los discursos pronunciados por varios jefes políticos y líderes sindicales, en que plantearon los graves problemas del país y los gravísimos de las clases menos favorecidas, habló López. Comenzó por lanzar sus tres originales vivas al partido liberal, profirió algunas frases demagógicas, hizo unas vagas promesas, vivó de nuevo, por tres veces, al partido liberal y, levantando sobre la multitud el puño cerrado, sonrió socarronamente. No anunció el reparto de la riqueza ni la abolición de la propiedad privada ni la adjudicación de viviendas a los pobres ni la educación gratuita ni la expropiación de iglesias ni la expulsión de curas. No obstante, una ovación extraordinaria atronó el espacio. «¡Viva el camarada López!», gritaron los miembros del Sindicato de Limpiabotas de Bogotá, coreados por la muchedumbre. Y el «camarada» asintió, sonriendo con sorna. Baltasar quedó anonadado. Lo que acababa de ver y de oír era superior a sus fuerzas. El príncipe, el millonario descendiente de Don Pedro A. López, el clubman, el paradigma de la alta sociedad bogotana, el Presidente de la República, había aceptado, complacido, el irrespeto supremo de que los limpiabotas bogotanos lo llamaran camarada suyo. San Francisco de Asís no había dado jamás una mayor prueba de humildad. Baltasar cayó al suelo, sin sentido. Cuando volvió en sí, varios copartidarios que lo habían recogido y llevado a una droguería de San Agustín, trataban de hacerle beber un vaso de agua.
Todavía bajo los efectos del alcohol ingerido se dirigió, tambaleando, a su casa, con el fin de guardar la bandera, la cinta del sombrero, el brazalete, el rosetón y el pañuelo encarnado.
—¿Y dónde está el poder que le iban a dar? —le preguntó Zoila, al verlo entrar.
—¿Cuál poder? —contrapreguntó Baltasar, malhumorado.
—¿No se acuerda ya de lo que me dijo esta mañana? ¿Que el doctor López le iba a entregar el poder al pueblo y que les iba a quitar todo a los ricos para dárselo a los pobres y no sé cuántas cosas más? —volvió a preguntar Zoila.
—«No se tomó a Zamora en una hora»… —replicó Baltasar—. El doctor López no es Dios para hacer la luz en un solo día… Eso en el supuesto de que Dios la haya hecho, que no está comprobado… En todo caso, la manifestación estuvo estupenda y el discurso de López, magistral…
—¡Con eso tenemos! —respondió Zoila.
—¿Quería que le trajera un costal lleno de billetes? —preguntó Baltasar, empezando a sulfurarse—. ¡Ahí está pintada! Usted no es más que una mujer metalizada, que no piensa sino en el dinero… Yo, en cambio, soy un idealista, un romántico, para quien lo único que vale en el mundo son los grandes principios del gran partido liberal… Además, yo vine únicamente a dejar estas cositas y no a oír las estupideces de una mujer químicamente bruta como usted… Salgo a encontrarme con el Conde de Montecristo… —Y se dirigió a la puerta.
—¿Y quién es ese Conde, que yo no lo había oído nombrar? —preguntó Zoila.
—¡Claro! Como las mujeres no leen… Es un personaje de Alejandro Dumas… Un pobre marinero que descubrió un tesoro y se volvió archimillonario… Es el mismo caso de Casiano Pardo, un pobre comisionista que encontró un tesoro, en forma de viuda rica, y ahora no sabe dónde echar la plata… ¿Entendió?
Media hora después esperaba a su amigo en una mesa del Café «Windsor». A las 6 en punto llegó Casiano luciendo un abrigo de piel de camello, un sombrero «Johnson Lukas», encocado, un paraguas «Fox», un elegante terno, de legítimo paño inglés, confeccionado por V. Ramón Hernández, fina corbata italiana con perla, guantes de cabritilla y oloroso a un exquisito perfume francés.
—Buenas noches, señor Conde… —le dijo Baltasar, poniéndose de pie y haciendo una profunda venia.
—Pues aunque lo digas irónicamente, el título no me disgusta… —contestó Casiano, quitándose el sombrero, el abrigo y los guantes—. Porque es mejor ser el Conde de Montecristo, que seguir siendo toda la vida un Edmundo Dantés…
—Sátiras a Santander, que las entienda Bolívar… —replicó Baltasar.
—No he querido fastidiarte… —repuso Casiano—. ¿Acaso el primitivo nombre del Conde no era Edmundo Dantés? Pero cambiemos de tema… Y ante todo tomemos algo… ¿Quieres un whisky?
—¿Whisky yo? —preguntó Baltasar—. Esa es bebida de ricos…
—Pues un rico o, mejor, un nuevo rico te la ofrece… —contestó Casiano—, ¡tráiganos dos tragos dobles de whisky, pero que sean de «Johnnie Walker»! Es mi marca favorita… —le ordenó al camarero.
—Acepto irrevocablemente… —dijo Baltasar—. Hoy me tomé unos tragos en la manifestación y quedé con deseos de tomarme otros…
—Y a propósito: ¿Cómo estuvo la manifestación? —preguntó Casiano.
—¡Grandiosa! ¡Fenomenal! ¡Nunca vista! —exclamó Baltasar—. Hoy ha sido uno de los días más gloriosos de mi vida…
—¿Hasta cuándo seguirás entusiasmándote con pendejadas que nada te importan? —preguntó Casiano.
—¡Nada de pendejadas y sí me importan! —replicó Baltasar—. Lo que pasa es que tú no crees en el pueblo y yo sí…
—Ese disco del pueblo está ya muy rayado… —respondió Casiano—. ¿Por qué no pones otro? Mil veces te he dicho que el pueblo es un rebaño, una recua, una manada, que se limita a poner los votos en las urnas, los muertos en el cementerio y el dinero en la Administración de Impuestos, para que se lo roben los políticos de uno y otro partido… La manifestación estuvo muy buena ¿y qué? Muchos gritos, muchas banderas, muchos discursos… ¿Y qué sale de ahí?
—El discurso del doctor López fue sensacional… —arguyó Baltasar.
—Lo oí por la radio… —repuso Casiano—. Los mismos tres vivas de siempre, las mismas promesas, la misma demagogia, las mismas mentiras…
—Pues quiéraslo o no López es uno de los grandes revolucionarios de todos los tiempos… —contestó Baltasar.
—Como chiste, está estupendo… —dijo Casiano—. ¡No seas ingenuo! ¿Cómo puede ser revolucionario un individuo que lo ha tenido todo desde que nació: dinero, influencia, posición social? El pertenece a su clase y eso de la Revolución en Marcha es una farsa… Como tú sabes yo soy ahora socio del Jockey Club y recientemente me contaba otro socio, quien es amigo de López, que este se desternillaba de risa pensando en el susto que les había metido a los oligarcas con sus reformas… «Eso había que hacerlo para calmar un poco a la guacherna. Pero no se atortolen. Recuerden que yo soy de los mismos», dizque les dijo a sus amigos…
—Yo no puedo creer que eso sea cierto… ¡Sería una infamia! —replicó Baltasar.
—No olvides que Felipe Igualdad jugó también a la revolución y no vaciló en votar la muerte de su primo Luis XVI para probar su sinceridad revolucionaria… La historia está llena de farsantes… —dijo Casiano—. ¡Salud! —agregó, levantando su vaso de whisky.