Capítulo III
Si Fedor Dostoievski, en vez de haber sido deportado a Siberia, lo hubiera sido a Bogotá, habría encontrado en la casa de Baltasar Riveros escenario y personajes para una novela. Porque allí reinaba la más deprimente y dolorosa miseria. No había ventana ni vidriera a la que no le faltaran varios cristales, ni silla que tuviera cuatro patas, ni asiento que no mostrara los resortes a través de la moqueta desgarrada, ni cama que mereciera ese nombre, ni cobija que no exhibiera boquetes y troneras casi tan grandes como ella, ni mesa que no padeciese de cojera crónica, ni taza o plato que no estuvieran resquebrajados, ni cuchillo que conservara la empuñadura, ni prenda de vestir ilesa, como que todas las exteriores e interiores de los cónyuges y sus hijos ostentaban enormes remiendos. Todos los muebles, enseres y ropas habían sido heridos en su desigual combate contra el tiempo y el uso. Las paredes ennegrecidas y cubiertas de cicatrices, los techos perforados por las «goteras», los ladrillos rotos y un penetrante olor a moho que impregnaba el ambiente, completaban el sórdido cuadro.
Zoila, que lógicamente no tenía los poderes sobrenaturales que utilizó Cristo para multiplicar los peces, tenía que realizar el milagro diario de multiplicar los pesos que su marido devengaba en el Banco, que apenas alcanzaban la suma de cuarenta. Como el valor del alquiler era el de $ 10.00, tenía que distribuir los treinta restantes en la alimentación, vestuario y educación de sus hijos y en la satisfacción de sus propias necesidades y las de su consorte.
Los hijos eran nueve, porque Baltasar no solo era apasionado y ardiente frente a su amigo Casiano, sino también encima de su mujer, en el lecho conyugal y en nueve años de matrimonio la había preñado otras tantas. El pequeño ejército se descomponía en seis varones y tres mujeres, cuyos nombres —escogidos por Baltasar para rendir un homenaje a sus ídolos políticos y a sus heroínas predilectas— eran: Rafael (en honor de Uribe Uribe), Benjamín (en el del General Herrera), Cenón (en el del General Figueredo), Sergio (en el del General Camargo), Leandro (en el del General Cuberos Niño), Paulo Emilio (en el del General Bustamante), Policarpa (en el de la Salavarrieta), Antonia (en el de la Santos) y Juana (en el de la doncella de Orleans).
El menú cotidiano lo componían un plato de mazamorra y una taza de agua de panela, el ropero familiar era una colección de harapos y los niños en edad escolar estudiaban en la Escuela Pública del Barrio de la Peña.
Pero nada de eso preocupaba ni afligía a Baltasar, obsesionado como vivía con la política y dominado por la idea fija del ascenso de las clases populares al poder. «No solo de pan vive el hombre. Es mucho más importante el alimento espiritual» —solía afirmar dogmáticamente—. Y el alimento espiritual era, obviamente la doctrina liberal, que él predicaba infatigablemente a la hora del desayuno, a la del almuerzo y a la de la cena.
—¡Baltasar! ¡Niños! ¡Pasen a almorzar, que ya les voy a servir…! —gritaba estentóreamente Zoila desde la cocina.
Baltasar, sentado en la cabecera de la antiquísima mesa heredada de sus abuelos, cuyo color original era un enigma, se anudaba al cuello una servilleta que había sido de su padre, decorada con varios huecos y llamaba a lista:
—¡Rafael!
—Presente…
—¡Benjamín!
—Aquí…
—¡Cenón!
—Presente…
—¡Sergio!
—A la orden, papacito…
—¡Leandro!
—Está en el excusado… —contestaba Cenón.
—De eso no se habla en la mesa… ¡Vaya llámelo! —replicaba Baltasar.
—¡Paulo Emilio!
—Aquí…
—¡Policarpita!
—Presente, papacito…
—¡Antoñita!
—¿Yo? —preguntó la niña, quien estaba distraída, hurgándose la nariz.
—¡Pues claro que usted…! ¿Acaso cuántas Antonias hay en esta casa? ¡Y deje de meterse los dedos a las narices, que se las va a volver como las del doctor Abadía Méndez…! —ordenaba Baltasar.
—¡Juanita!
—Plesente… (esta hablaba, todavía, a media lengua).
—¡Hay quórum! ¡Se abre la sesión! —decía Baltasar.
—Primero que todo vamos a rezar… —pedía Zoila.
—Rezarán ustedes, porque yo no creo en esas pendejadas… —reponía Baltasar.
—Por eso estamos como estamos… —replicaba Zoila.
—¿Y cómo es que estamos? —gritaba Baltasar—. ¿Nos hace falta algo? ¿Usted no se siente muy orgullosa de estar casada con un gran liberal?
—¡Orgullosísima! —respondía Zoila—. Pero no nos vamos a amargar el miserable bocado… ¡Atención, niños! —Se santiguaba y comenzaba a rezar: «Unos tienen y no pueden, otros pueden y no tienen; nosotros tenemos y podemos ¡bendigamos al Señor!».
—Pues aunque nosotros es muy poco lo que tenemos y podemos ¡bendigámoslo! Pero dígame una cosa: ¿al señor qué? En fin, ¡empecemos!, porque se nos enfría la mazamorrita… —dijo Baltasar, empañando la cuchara y sumergiéndola en el plato.
Y comenzaba la cátedra de filosofía política que, de 6 a 7 a. m., de 12 a 1 y de 7 a 8 p. m., les dictaba a sus hijos, todos los días, el brillante exégeta de los principios liberales.
—Les decía anoche que el partido más grande que hay en el mundo es el gran partido liberal…
—¿Más grande que el elefante del Circo Dumbar? —preguntó Leandro, quien había entrado al comedor, procedente del excusado, abotonándose los pantalones.
—¡Muchísimo más grande! —respondió Baltasar—. Es como de aquí al Puente del Común… ¿Recuerdan que el otro día los llevé y que, por cierto, tuvimos que devolvernos a pata, porque no hubo para el regreso? Pues hagan de cuenta…
—¡Ayjuemíchica! ¡Qué cosa tan grande! —comentó Benjamín—. A mí todavía me duelen los pies de la caminada…
—Para que vean… —continuó Baltasar—. Pero no es solo lo grande sino lo noble, lo puro, lo generoso… Todos los liberales son como yo: ecuánimes, desapasionados, tolerantes… En cambio, todos los godos son asesinos, ladrones y tramposos…
—¿Y por qué será, papacito, que siendo los liberales tan buenos y los godos tan malos, los godos siempre están encima y los liberales debajo? —preguntó Paulo Emilio.
—Eso se debe, mijito, a que los godos siempre nos hacen trampa en las elecciones, ayudados por los curas y por el gobierno… Pero no me interrumpan la disertación…
—Papacito: ¿qué es disertación? —preguntó Sergio.
—¿No les he dicho que no me interrumpan? ¡Carajo! —replicó Baltasar—. Disertación es…, disertación es…, bueno…, la que estoy haciendo… Les decía que el gran partido liberal es el partido más grande del mundo…
—Eso ya nos lo había dicho, papacito… —se atrevió a decir Policarpa.
—¡Cállese la boca, china arrastrada! —exclamó, furioso, Baltasar, dándole un violento golpe a la mesa, que produjo un verdadero mesamoto, pues todos los platos tambalearon—. Cuantas veces me dé la gana, lo diré y lo repetiré, para que se lo aprendan de memoria… Continúo… Siendo un partido tan grande como es, ha producido los hombres más grandes, las ideas más grandes, las cosas más grandes… Filósofos y humanistas como, por ejemplo, el General José Hilario López, el General José María Obando, el General Santos Acosta, el General Santos Gutiérrez, el General Tulio Barón, el General Avelino Rosas, el General Urías Romero, el General Paulo Emilio Bustamante… La lista es interminable… Los godos, en cambio, solo han producido chafarotes ignorantes como el viejo Reyes y el viejo este Ospina que tenemos de Presidente y analfabetos como el tal Miguel Antonio Caro y el tal Marco Fidel Suárez… —Se llevó a la boca una cucharada de mazamorra y prosiguió—. Por eso les puse a todos ustedes los nombres que llevan… Para que traten de seguir el ejemplo de los grandes hombres y las grandes mujeres que los llevaron… A usted, Rafael, le escogí ese nombre, para que imite al General Uribe Uribe…
—Papacito: ¿Y no habrá peligro de que a mí también me maten los godos? —preguntó Rafael.
—¿Y le parece poca gloria morir asesinado en las gradas del Capitolio, como Julio César? —le preguntó Baltasar.
—¿Y ese Julio César era también liberal? —interrogó Leandro.
—No estoy bien seguro… —respondió Baltasar—, pero si no era, merecía serlo… Porque fue un tipo estupendo…
—¿Y a Julio César lo mataron los godos? —preguntó Sergio.
—Lo mató Bruto, que debía ser godo, porque todos los godos son brutísimos… —replicó Baltasar—. Bueno ¿pero me van a dejar continuar o no? Ya me hicieron perder el hilo… ¡Ah!, ya recordé dónde iba… Les estaba explicando por qué les puse los nombres que tienen… A usted, Benjamín, lo bauticé así para rendirle un homenaje al extraordinario caudillo que acaba de morir… —Le tembló la voz, se le llenaron los ojos de lágrimas y se los secó con la servilleta que, como varias veces la había empleado para limpiarse la boca, estaba untada de mazamorra—. Para que usted, cuando llegue a la edad militar, empuñe las armas y vaya a los campos de batalla a sacrificar su vida, si es preciso, en defensa de la libertad…
—¡Bravo! —gritó Zoila, aplaudiendo—. ¡Aplaudan, niños, porque si no, su papá se pone bravo…! Ya lo conocen… —Los niños obedecieron, entusiásticamente, la orden materna.
—¿Y si de pronto me derrotan y hasta me matan? —preguntó, asustado, Benjamín.
—Si lo han de matar por defender sus ideales ¡ojalá lo maten! —repuso Baltasar.
—¡Cero y van dos muertos…! —comentó Sergio, quien era muy aficionado al fútbol, en voz lo suficientemente baja como para no ser oído por su padre.
—A usted, Cenón, le puse ese nombre en honor del General Cenón Figueredo, el más buen mozo, el más gallardo y el más valiente de los Generales liberales…
—Y entonces ¿por qué será, papacito, que los chinos de la Escuela me dicen Tetón y la maestra me dice que parezco un sapo? —preguntó Cenón.
—No les haga caso, mijito… ¡Eso es pura envidia! Los chinos y la maestra deben ser godos… —contestó Baltasar—. Acuérdese de mí y verá que con el tiempo usted se va a parecer al General Figueredo… A usted, Sergio, le escogí ese nombre para honrar la memoria del General Sergio Camargo, vencedor de «Garrapata»…
—¿Y ese General también mataba zancudos? —preguntó Sergio.
—¡No sea bestia, mijito! —respondió Baltasar—. Él no era un insecticida sino un General y «Garrapata» fue el nombre del lugar donde derrotó a los godos en la guerra del 76… Y en cuanto a usted, Leandro, ha de saber que lleva ese nombre, porque es el de uno de los héroes de la última guerra civil: el General Cuberos Niño, para que usted, cuando sea grande, trate de repetir sus hazañas… El General Paulo Emilio Bustamante fue otro gran guerrero y es, además, un hombre de un gran talento y de una gran erudición… Por eso usted lleva ese nombre…
—Yo creía que era una especie de Gonzalón, porque el otro día un chino, en la escuela, me echó un cuento de él… —dijo Paulo Emilio.
—¡Esas son infamias de los godos! No hacen más que inventarle chistes para ponerlo en ridículo… —replicó Baltasar—. Usted, Policarpita, lleva ese nombre en recuerdo de la Pola, una mujer excepcional, que pagó con la vida su amor a la libertad, pues la fusilaron los españoles, que eran los godos de esa época…
—¡Cero y van tres muertos…! —Anotó Sergio, con voz casi imperceptible.
—Y a mí, papacito, ¿también me irán a matar? —preguntó, aterrada, Policarpa.
—Por el momento, no… —contestó Baltasar—, pero si estás resuelta a imitarla, tienes muchas esperanzas… Sin embargo, ¡qué gloria para ti, para tus padres y hermanos, verte un día convertida en estatua…! ¿No te llama la atención? A ti, Antoñita, te puse ese nombre en honor de Antonia Santos, mártir de la libertad, asesinada por los chapetones, o sea los godos, en 1819…
—¡¡Uy, que miedo!! —exclamó Antonia y comenzó a llorar inconsolablemente.
—¡No llores, no sea bobita! —dijo, conmovido Baltasar—. A Antonia Santos la mataron cuando tenía 34 años y tú apenas tienes 9…
—¡Cero y van cinco! —comentó Sergio en voz muy queda.
—Finalmente, a ti te puse el nombre de Juana porque siempre he admirado profundamente a Juana de Arco, quien murió quemada en una hoguera por el delito de ser liberal… —La niña que apenas tenía tres años, no entendió obviamente las palabras de su padre ni la suerte que la esperaba, pero fue tal el terror con que la miraron sus hermanos, que prorrumpió en un amargo llanto.
—¡Nada de cobardías, Juanita! —le dijo Baltasar—. Todos los liberales somos machos… Hasta las mujeres… ¡Cállate!, porque si no, el Niño Dios no te va a traer juguetes… Claro que el Niño Dios soy yo y si no me aumentan el sueldo en el Banco, no va a haber para nadie… Ya están todos enterados de las poderosas razones que tuve para ponerles los nombres que llevan… ¡¡Siéntanse orgullosos y procuren ser dignos de ellos!! ¡Sigan el ejemplo de esos héroes y de esas heroínas! Ustedes no pueden ser inferiores a Uribe Uribe, a Herrera, a Figueredo, a Camargo, a Cuberos Niño, a Bustamante, a La Pola, a Antonia Santos y a Juana de Arco…
Lo importante en la vida no es tener dinero, lo importante es ser un buen liberal como yo… ¿De qué le vale a un hombre salvar su alma si es godo? Mi mayor satisfacción de padre será la de saber un día que ustedes han sido asesinados a golpes de hachuela, o fusilados o quemados vivos en una hoguera, por defender los sagrados principios del gran partido liberal que, lo repito, es el partido más grande que hay en el mundo… Vamos a gritar todos: y el que no grite queda desheredado automáticamente: ¡¡Viva el gran partido liberal!!
—¡Vivaa! —gritaron Zoila y sus nueve hijos.
—¡¡Abajo los godos!! —dijo Baltasar, a voz de cuello.
—¡Abajoo! —corearon todos.
—Fíjense cómo es de fácil ser liberal… —prosiguió Baltasar—. Eso le viene a uno en la sangre… Yo, por ejemplo, mamé las ideas liberales de las tetas de mi mamá, mi mamá de las de mi abuela, mi abuela de las de mi bisabuela, mi bisabuela de las de mi tatarabuela…
—¿Pero entonces, papacito, los godos no maman? —preguntó Policarpa.
—Sí, pero de la teta del Presupuesto… —afirmó Baltasar—. ¿No ven que viven prendidos, desde que nacen, a las ubres del gobierno?
—¿Y qué son ubres? —preguntó Rafael.
—Lo mismo que tetas, pero de vaca… —respondió Baltasar—. Quería decirles —y no tolero más interpelaciones— que ser liberal no cuesta ningún trabajo… Yo nací liberal, soy liberal y moriré liberal… Ustedes son tataranietos, bisnietos, nietos e hijos de liberales, luego forzosamente tienen que ser liberales… Y al que no lo sea, ¡¡lo saco de aquí a patadas!! ¿Entendido? El día en que me resulte godo uno de ustedes, lo estrangulo con estas manos… —E hizo el ademán correspondiente, lo que produjo en el infantil auditorio un sentimiento de terror—. Ustedes pueden tener sus ideas políticas, pero siempre y cuando que sean las del partido liberal… Yo no pretendo obligarlos a que piensen como yo… Pero ¡ay del que no lo haga…! ¡Ya lo saben! Además, todos los godos, sin una sola excepción, son una manada de facinerosos y forajidos, ellos fueron los responsables de los temblores del 17 y de la gripa del 18, de la guerra mundial, del asesinato de «La Ñapa» y del de Sagrario Morales, de los aguaceros y las tempestades, del huracán ese que casi nos desenteja la casa en agosto… De manera que ustedes deben odiarlos con toda el alma… Hagan como yo que los aborrezco a todos, inclusive a Casiano que, como ustedes saben, es mi íntimo amigo… Por último, recemos el «Credo liberal» (un plagio hecho por él del incorporado en el Catecismo del Padre Astete). ¡Todos de pie! ¡Junten las manos! Y ahora ¡a rezar con mucha devoción!: «Creo en el gran partido liberal, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra y en el pueblo, su único hijo, que fue concebido por obra y gracia del General Santander, padeció bajo el poder de los godos, fue derrotado pero nunca pudo ser muerto ni tampoco sepultado, resurgirá algún día y ascenderá al poder. Creo en la Santa Iglesia Democrática, en el periódico de los Santos y en la vida perdurable del liberalismo. Amén». ¡Pueden sentarse! ¿Qué horas serán? ¡Cómo hace falta un reloj en esta casa!… Voy a tener que ir hasta la prendería a preguntarle al viejo Lasprilla qué horas son en el mío… Como no lo he podido desempeñar… Pero creo que ya van siendo las dos de la tarde… Tengo que irme… Espero que les haya gustado la disertación… Esta noche la continuaré… ¡Se levanta la sesión!
Consumida la mazamorra, Zoila les había servido a su cónyuge y sus vástagos sendas tazas de agua de panela, que estos habían apurado ya.
—Papá: ¿Le puedo decir una cosa? —preguntó Cenón.
—Dígala, pero que sea corta, porque yo tengo afán… —respondió Baltasar levantándose de la mesa.
—Pues fue que yo me quedé con hambre… —Dijo Cenón.
—Yo también… —agregó Benjamín.
—Y yo… Y yo… Y yo… —gritaron los demás niños.
—¡Silencio! —ordenó Baltasar—. No me sacan de ninguna duda… Les confieso que mi apetito, en este momento, es casi igual al que tenía cuando me senté a la mesa… Todos los pobres sentimos hambre hace mucho tiempo y la seguiremos sintiendo hasta el día en que el pueblo llegue al poder… Mientras eso sucede, hagan lo que yo: ¡Nútranse con esa esperanza! ¡Aliméntense con ideales! ¡Complementen la mazamorra y el agua de panela con los principios del gran partido liberal que yo les inculco a todas horas…! ¿Recuerdan que yo, para protestar por el fraude y la coacción de que se valieron los godos para encaramar al viejo Ospina, declaré una huelga de hambre? Claro que para hacer eso se necesita tener el temple mío… ¡La fe remueve las montañas! Cuando el pueblo llegue al poder —y según los vientos que corren— va a ser muy pronto ¡¡nos desquitaremos!! Bueno…, yo me voy, porque se me está haciendo tarde… —se retiró del comedor, buscó su «media calabaza» y su bastón, colgados en un antiquísimo mueble que, muchos años antes, había sido un paragüero, besó lánguidamente a Zoila en la mejilla y se marchó al Banco.
Vinieron entonces los comentarios de los niños, que continuaban sentados a la mesa, bostezando hasta desarticularse las mandíbulas y acariciando la inútil ilusión de que Zoila les adicionara el frugal condumio con alguna golosina.
—Sí oyeron a mi papá ¿no? —preguntó Rafael.
—Yo no entendí ni pío… —Anotó Paulo Emilio.
—Más claro no canta un gallo: que aquí nos vamos todos a morir de hambre… —dijo Leandro.
—De hambre no todos… —apuntó Sergio—. Porque a Rafael lo van a matar a hachuelazos en la mula para que muera como el General Uribe, a Policarpa y a Antonia las van a fusilar para que mueran como la Pola y Antonia Santos y a esta pobre china —agregó, señalando a Juanita— la van a quemar viva, para que muera achicharrada como Juana de Arco…
—¡Yo sí no me dejo fusilar ni de fundas! —dijo Policarpa—. ¡Por qué santa gracia!
—Pues por ser liberal ¡china bruta! ¿O fue que no entendió? Hasta goda será… Cuando venga mi papá le voy a dar las quejas, para que le eche rejo… —replicó el sucesor del General Herrera.
—¡Acusetas, panderetas, calzoncillos de bayetas! —repuso la heredera de la heroína de Guaduas y le sacó la lengua a su contendor.
—Ustedes ya están igualitos a mi papá y a Don Casiano cuando comienzan con sus alegatos… ¿Qué nos importan a nosotros los liberales y los godos? —preguntó el tocayo del mártir del Capitolio.
—¿Como que qué nos importan? —preguntó, a su vez, el sustituto del General Figueredo—. ¿No oyó que al que no sea liberal mi papá lo saca de aquí a patadas y al que resulte godo, lo estrangula?
—Perro que ladra no muerde… —respondió el reemplazo del héroe de «Garrapata»—. Ahí está el de la señora Domitila, la de la tienda de la esquina, que le ladra a todo el mundo y no muerde a nadie… Mi papá no es capaz de matar una mosca… Ya habría despescuezado a Don Casiano…
—¡Otro que se volvió godo! —exclamó Benjamín—. Le voy a contar a mi papá, cuando vuelva, para que le funda el rabo a palo…
—A mí no me venga a amenazar ¡chino lambón! ¡Sálgase al patio para romperle la jeta! ¿Ya se le olvidó el «pistero» que le puse el otro día?
—¡A callarse todos, chinos de los diablos! —gritó Zoila, iracunda—, ¡ahora sí quedamos completos! Peleando por política como el taita… ¡Claro! El mal ejemplo cunde… A su papá no le hagan caso… El tiene esa chifladura… Hay que llevarle la idea como a los locos…
—Pero, al fin ¿a quién le obedecemos, mamacita? —preguntó la encargada de imitar el heroísmo de Antonia Santos.
—Pues a su papá cuando esté aquí y a mí cuando él se vaya… —contestó Zoila—. ¡Párense ya de la mesa, pues no hay nada más que darles…!
—Entonces nos tocará comer esperanzas… —dijo Paulo Emilio, socarronamente.
—Y tragar ideales… —añadió, con sorna, Leandro.
—Y completar el almuerzo con los principios «del gran partido liberal, que es el partido más grande que hay en el mundo»… —agregó Rafael, remedando la voz de su padre.
—Y esperar a que el pueblo llegue al poder… —Remató, Sergio, irónicamente.
Salieron al patio y Benjamín les preguntó a los demás:
—¿Por qué no jugamos a la guerra?
—Pero ¿cómo vamos a hacer, si todos somos liberales? —contrapreguntó Rafael.
—¡Muy fácil! —respondió Benjamín—. Como es un juego, unos hacemos el papel de liberales y los otros el de godos…
—Yo no quiero hacer de godo, porque después mi papá sabe y me pega… —dijo Paulo Emilio.
—Yo tampoco… ¿Quién aguanta a mi papacito? —preguntó Policarpa.
—Yo mucho menos… —dijo Leandro.
—¡Chinos pendejos! —exclamó Benjamín—, ¿no ven que es un juego? Además, mi papá no va a saber nada…
—Y si usted, que es tan lambón, ¿le cuenta? —inquirió Sergio.
—Pero ¿cómo se le ocurre? Sería cuchillo para mi pescuezo… —repuso Benjamín—. ¿No recuerda ya que el que propuso el juego fui yo?
El irrebatible argumento del autor de la iniciativa, tuvo la virtud de convencerlos a todos. Se dividieron en dos bandos. El liberal quedó compuesto por Rafael, Sergio, Leandro y Policarpa y el conservador por Benjamín, Cenón, Paulo Emilio y Antonia. Juanita, la menor, no fue llamada a filas por no haber llegado aún a la edad militar. Sergio empuñó la roja bandera que Baltasar conservaba en la sala, Paulo Emilio ató un delantal azul de Zoila a una escoba, se armaron todos de palos y piedras —como lo habían hecho sus abuelos en la última guerra civil— y a los gritos de: «¡Viva el gran partido liberal!», «¡Abajo los godos!», proferidos por unos y los de «¡Viva el partido conservador!», «¡Mueran los cachiporros!» lanzados por los otros, se acometieron furiosamente, sin saber por qué lo hacían, lo mismo que les había ocurrido a sus antepasados.
Cinco minutos después los miembros de uno y otro ejército daban ayes de dolor y cinco de los ocho contrincantes habían quedado fuera de combate. A Leandro le manaba sangre de la cabeza, a Cenón de la nariz, a Policarpa de la boca, Sergio presentaba una herida en la cara y Antonia una en la mano derecha.
—¡Chivatos sinvergüenzas! —exclamó Zoila, irrumpiendo en el campo de batalla, con un rejo de siete ramales y repartiendo latigazos a diestra y siniestra—. ¡Todos heridos y echando sangre! ¡Estos bandidos me van a enloquecer! Se me pone que se pusieron a jugar a la guerra otra vez… En esta casa la política no puede faltar ni en los juegos… Como eso es lo que les enseña el papá… Y ahora ¿de dónde voy yo a sacar «Dioxogen» y algodón para curarlos? Con toda la plata que tengo… ¡Esta maldita política va a acabar conmigo…!
Baltasar, una vez fuera de su casa, se dirigió a la Calle de la Botica, donde quedaba situada la prendería «El Zafiro», de propiedad de Don Nicomedes Lasprilla, de quien era amigo, hasta donde puede serlo un mártir de su verdugo, pues aquel era un usurero implacable que le prestaba unos pocos pesos, al 20%, sobre la única prenda de algún valor que poseía: su reloj de bolsillo, marca «Tequendama», con la correspondiente leontina de oro, que había heredado de su padre y este del suyo.
—Buenas tardes, Don Nicomedes… ¿Qué tal está? ¿Cómo le va? ¿Cómo están por su casa? ¿Cómo le acabó de ir la última vez? ¿Qué hay de nuevo?
—¡Hágame una sola pregunta y se la contesto…! —respondió, desabridamente, Don Nicomedes—. Porque yo no puedo contestarle cinco seguidas al tiempo… ¿Por qué será que ustedes, los bogotanos, son tan preguntones y tan zalameros?
—Por lo mismo que ustedes, los santandereanos, son tan toscos y tan brochas… —replicó Baltasar—. Pero yo no he venido a que me regañe, sino, en primer lugar, a saludarlo, en segundo a preguntarle qué horas son en mi reloj y en tercero a proponerle un negocio…
—Ya me saludó… —respondió Don Nicomedes—. Le voy a dar las horas que son en mi reloj, porque el suyo —mientras no lo desempeñe— es mío… Son las dos y cinco minutos… Y ahora sí dígame: ¿Cuál es el negocio que me va a proponer?
—¡Estoy en una situación espantosa! —exclamó Baltasar.
—¿Y el negocio consiste entonces en que yo lo saque de ella? —preguntó Don Nicomedes—. Ni se lo sueñe…
—Pero es que usted no me ha dejado terminar… —repuso Baltasar.
—Ni hace falta que termine… —dijo Don Nicomedes—. Ya sé lo que me va a decir… Que está muy pobre, que necesita dinero, que yo se lo consiga y que usted algún día me lo paga… ¿No es así?
—Exactamente… —replicó Baltasar—. ¿Usted qué come, para adivinar?
—Me basta verlo a usted, saber dónde trabaja y cuánto gana y estar enterado de que tiene 9 hijos… Solo a usted se le ocurre convertirse en un garañón y transformar su casa en un puesto de monta… Usted está fregado porque quiere… —dijo Don Nicomedes.
—¿Porque quiero? —preguntó, sorprendido, Baltasar.
—Como lo oye… —contestó Don Nicomedes—. Si usted fuera otro, se volteaba, se volvía bien godo, se hacía nombrar Notario o Administrador de Aduana y ¡solucionado el problema!
—¿Y mis ideas? ¿Y mis convicciones políticas? ¿Y mis principios filosóficos? ¿Y el partido liberal? ¿Y el pueblo? —preguntó Baltasar—. ¡Prefiero morirme de hambre!
—Puede que usted prefiera, pero su mujer y sus hijos piensan otra cosa… —respondió Don Nicomedes—. Y no le quepa la menor duda de que si usted continúa con esas pendejadas, se van a cumplir sus deseos al pie de la letra… Podía también aprovechar la posición que tiene en el Banco…
—¿Qué insinúa usted? ¿Qué sugiere? —preguntó Baltasar, iracundo.
¿Qué me deshonre robando? Sus consejos son una ofensa… Yo no cambio mi honorabilidad por todos los tesoros del mundo…
—Los Asilos de Indigentes están llenos de personas que piensan como usted… —replicó Don Nicomedes—. En fin, a mí sus problemas no me interesan y sí me quitan tiempo… ¿En qué le puedo servir?
—Necesito que usted me preste dinero… —respondió resueltamente Baltasar.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Y puedo saber cuánto? —preguntó Don Nicomedes, con acento irónico—. No ha tenido siquiera con qué pagarme los intereses del reloj y ahora pretende que le preste más plata… ¿Cómo me va a garantizar el préstamo, si usted no tiene en qué caerse muerto?
—Le ofrezco mi patrimonio moral… —contestó Baltasar.
—Pues con esa garantía vaya a la Sociedad de San Vicente de Paúl o a la Beneficencia de Cundinamarca… —dijo Don Nicomedes—. ¿O por qué no va, más bien, a la Dirección Liberal? A un copartidario como usted no le pueden negar un préstamo…
—¡No le tolero que se burle de mí! —exclamó, furioso, Baltasar—. ¡¡Y si los Asilos de Indigentes están llenos de gente honorable como yo, cuando triunfe la revolución y llegue el pueblo al poder, los patíbulos y las horcas estarán llenos de agiotistas sin conciencia como usted!! Los días del capitalismo están contados y ya sabe lo que le va por la pierna arriba… ¡¡Godo tenía que ser!! ¡Una feliz tarde! (porque los bogotanos no abandonan la cortesía ni aún en los momentos de ira e intenso dolor) —y salió de la prendería.
Llegó al Banco indignado. El señor Peña lo saludó cordialmente y Baltasar no le contestó. Se colocó la visera de cartón verde y las astrosas manguillas negras y comenzó a trabajar de mala gana. Aquella tarde cometió varios errores, por exceso y por defecto, en el cambio de cheques y la recepción de consignaciones.
—¡Estoy completamente desesperado! —le decía a Triviño, el otro Cajero Auxiliar, cada vez que los clientes le dejaban un minuto libre.
—Pero ¿qué te ha pasado? —le preguntaba Triviño, mientras contaba unos billetes.
—Que el sueldo no me alcanza… —contestaba Baltasar—. En la casa apenas hay para una mazamorra y una taza de agua de panela… Naturalmente los niños se quedan con hambre… Hoy fui a donde el viejo Lasprilla, el usurero, a solicitarle un préstamo y me lo negó… Y aquí sin la menor esperanza de un aumento… El último, de $ 5.00, fue hace seis años…
—Hay que tener paciencia. ¿Qué podemos hacer? —decía Triviño, sumando unas cifras.
—La mía ya se agotó y sí podemos hacer algo… —reponía Baltasar—. ¿O nos vamos a dejar explotar toda la vida de estos oligarcas miserables?
—¡Chito! —le ordenaba Triviño, llevándose el dedo índice a los labios—. Si te llegan a oír, te botan…
—Ojalá que me boten hoy mismo… Así podré dedicarle todo mi tiempo a la lucha política, a organizar la revolución y la llegada del pueblo al poder… —replicaba Baltasar.
—Hazme el favor de no decirme una palabra más… —le pedía Triviño—. Me haces equivocar y, además, es peligroso para ambos…
Al día siguiente el señor Peña, Jefe de Cuentas Corrientes, notificó a Baltasar que el Gerente de la entidad bancaria lo esperaba en su oficina, pues tenía urgente necesidad de hablar con él. Don Juan Crisóstomo de Uricoechea, que así se llamaba, pertenecía a una antigua y muy rica familia de banqueros bogotanos, poseía un latifundio en la Sabana, una casa en la Avenida de la República, otra en la Segunda Calle Real, otra en el Parque de Santander y una cuarta en la Primera Calle de Florián, numerosas acciones de todas las compañías de la época, era socio del Jockey y el Gun Club, cazador y jugador de polo. Pequeño, calvo, rechoncho, caminaba con la solemnidad de un pavo real. Compensaba su mediocridad con una suficiencia insoportable y su ignorancia con una vanidad agresiva. Su actitud frente a los empleados del Banco oscilaba entre el desprecio y el asco.
Baltasar penetró a la espaciosa sala de la Gerencia, cubierta con un fino tapete persa y decorada con los retratos al óleo de los tres inmediatos antecesores del señor de Uricoechea y, tímidamente, se acercó a su escritorio.
—¡Estoy a sus órdenes, señor Gerente! —balbució con voz temblorosa.
—Tengo muy malos informes de usted… —le dijo el señor de Uricoechea, mirándolo despectivamente—. Me cuentan que ayer cometió una serie de equivocaciones gravísimas, que afectan el prestigio de la institución… Por culpa suya, apenas pudieron cuadrar la caja a las cuatro de la mañana…
—Eso no había ocurrido nunca en los diecisiete años que llevo al servicio del Banco… —respondió Baltasar.
—Pero ocurrió ayer y precisamente la circunstancia de que usted sea un empleado veterano aumenta la gravedad del hecho… —replicó el señor de Uricoechea, severamente.
—Le ruego que me excuse… —suplicó Baltasar.
—No debía aceptar sus excusas, porque sus errores son imperdonables… Pero usted me da lástima… En su hoja de vida aparece que usted tiene 9 hijos… ¿Todos vivos? —preguntó el señor de Uricoechea.
—Desgraciadamente sí… —repuso Baltasar—. Pero si no me aumentan el sueldo pronto, hay muchas esperanzas de que se mueran de hambre…
—¿Y usted cree que me va a conmover con sus dramas y sus exageraciones? —preguntó, encolerizado, el señor de Uricoechea—. ¡En este país nunca se ha muerto nadie de hambre…! Y mucho menos los hijos de los empleados bancarios, unos privilegiados, que gozan de magníficas asignaciones… Usted debe ser un beodo o un tahúr, que malgasta en esos vicios su sueldo…
—Ni lo uno ni lo otro, señor Gerente… —replicó Baltasar.
—¿Tiene, entonces, una querida? —preguntó el Gerente.
—La única querida que tengo es mi querida… esposa… —respondió Baltasar—. ¿Cómo puede tener amante un hombre que gana $ 40.00 mensuales y debe alimentar y vestir a 9 hijos?
—A mí no me haga preguntas… ¡Irrespetuoso! —gritó el señor de Uricoechea—. Usted no vino aquí a preguntar sino a responder… Me han dicho también que usted es un politiquero empedernido, que vive hablando de política a todas horas, lanzando consignas subversivas y diciendo que el pueblo va a llegar al poder… ¿Eso es cierto?
—Claro que yo tengo mis ideas políticas… —contestó Baltasar—. Y como estamos en una democracia, pues creo también que tengo el derecho de defenderlas…
—Los empleados de este Banco, mientras yo sea Gerente, tienen deberes pero no derechos… —replicó el señor le Uricoechea—. ¿Sabe qué pienso yo de la democracia? Que es muy buena pero entre poquitos… Y no se haga ninguna ilusión de que la gente decente va a permitir que la plebe inmunda, los ruanetas y los guaches, se tomen el poder… Por otra parte, al Banco no le conviene que sus empleados sean enemigos del gobierno… Los Bancos son, han sido y serán gobiernistas incondicionales… De manera que si quiere conservar la importante posición que le he encomendado y seguir disfrutando de mi confianza ¡¡gánese el sueldo honradamente, trabajando duro y parejo, no se equivoque jamás y absténgase de intervenir en política!!
—Sus órdenes serán cumplidas…, pero ¿habrá la posibilidad de que me aumenten el sueldo? —preguntó Baltasar.
—¡Yo no había visto un cinismo igual al suyo…! —respondió el señor de Uricoechea—. ¡Lo he llamado para increparle sus errores, su mala conducta, sus intromisiones en política y a usted lo único que se le ocurre decir es que necesita un aumento de sueldo…! ¡Qué desfachatez! En primer lugar, usted no lo merece; en segundo, yo nunca he sido partidario de los aumentos de sueldo a los empleados porque está demostrado que trabajan mejor con hambre; y en tercero, el Banco no puede, por ahora, hacer esas erogaciones…
—¿Y las utilidades obtenidas en el último semestre? —se atrevió a preguntar Baltasar.
—¿No pretenderá que se las dé a usted para premiarlo, verdad? —contestó el señor de Uricoechea, sarcásticamente—. Esas utilidades no son para distribuir entre los parásitos y los zánganos que viven del Banco… Pero hemos hablado demasiado… Usted y yo estamos perdiendo tiempo… ¡Puede retirarse! Por esta vez lo perdono…
La cólera que lo ahogaba no le permitió a Baltasar responder. Habría sido feliz arrojándole una bomba al grotesco tirano para verlo saltar en pedazos. Y muchas veces, después, gozó voluptuosamente imaginándoselo frente a un pelotón de fusilamiento revolucionario o colgado de una horca levantada por la justicia popular. Hizo una ligera venia y se marchó.
—¿A usted también le dieron 30 monedas de plata por denunciarme? —le preguntó a Triviño, cuando llegó a su lado—. ¡¡Estos Judas sobornados por el capitalismo son peores que el de la Pasión!! Pero cuando el pueblo llegue al poder ¡¡arreglaremos cuentas!!
En 1926 no llegó, obviamente, el pueblo, pero sí el doctor Miguel Abadía Méndez, a quien le correspondía el turno, pues había hecho cola durante 40 años y ocupado todos los cargos municipales, departamentales y nacionales de alguna categoría, con excepción de la Presidencia de la República. Hombre introvertido, circunspecto, adusto, impenetrable, era más fácil saber —frente a él— qué estaba pensando un espía japonés. Con su nombre fue unido a las urnas el partido conservador y el liberal, para no exponerse a una segura derrota, se abstuvo de lanzar candidato. El doctor Abadía obtuvo 370 492 votos (todos auténticos, según Casiano Pardo y fraudulentos en un 70%, según Baltasar Riveros), quienes sostuvieron prolongadas y candentes polémicas sobre el resultado electoral, pero no ya en la «Botella de Oro», con cuyo administrador se habían malquistado la noche en que impidió, con su intervención, que se fueran a las manos, sino en el Café «Windsor», situado en la Calle del Chorro de Santo Domingo (Calle 13 entre Carreras 7.ª y 8.ª), escogido por los dos íntimos enemigos como nuevo punto de reunión y campo de sus batallas verbales.
Al «Windsor» concurría todas las tardes, como en el chotis de Agustín Lara, «la crema de la intelectualidad» y brillantes figuras jóvenes de los dos partidos políticos: León de Greiff, Luis Vidales, Alejandro Vallejo, Juan Lozano y Lozano, Jorge Zalamea, José Mar, Alberto y Felipe Lleras Camargo, José Camacho Carreño, Augusto Ramírez Moreno, Joaquín Fidalgo Hermida, Silvio Villegas, Elíseo Arango, Luis Paláu Rivas, Moisés Prieto, Diego Mejía, Gabriel Turbay, Luis Tejada, Ricardo Renden, Carlos Uribe Prada y muchos más. Los contertulios hablaban de literatura y de política, de música y de filosofía, de poesía y de pintura, referían cuentos y gracejos, improvisaban coplas y bebían café, brandy y cerveza, a los acordes de una magnífica orquesta.
Baltasar y Casiano acudían diariamente, a las 6 p. m. El primero saludaba a los políticos e intelectuales de izquierda y, principalmente, a Gabriel Turbay, los hermanos Lleras Camargo y Luis Tejada, por quienes sentía una viva admiración; y el segundo a los conservadores y, en forma especial, a José Camacho Carreño, cuya elocuencia en el Parlamento y el foro lo apasionaba.
Para el Presidente Abadía era mucho más importante cazar 100 patos en la laguna de «La Herrera» o hacer una serie de 50 carambolas, que los problemas y las necesidades de sus compatriotas. Y cuando soltaba la escopeta y el taco, se cruzaba de brazos a ver crecer los unos y las otras, porque —en su concepto— aquellos y estas se resolvían solos.
Dos hechos agitaron las aguas de ese lago tranquilo que fue su gobierno: la huelga y matanza de las Bananeras y los sucesos del 8 de junio de 1929, en que perdió la vida el estudiante nariñense Gonzalo Bravo Pérez. El primero de esos acontecimientos aparece referido en la Historia de Colombia, de Henao y Arrubla, en los siguientes términos:
«Muy distinta fue la situación que ofreció posteriormente la región bananera de la provincia de Santa Marta, del Departamento del Magdalena, sobre el Océano Atlántico. Gravedad verdadera presentaron los sucesos que se ofrecieron allí en la primera mitad del mes de noviembre de 1928».
«Por cuenta de la compañía americana United Fruit Company y de empresarios particulares colombianos, trabajaban en la zona del precioso fruto cerca de veinticinco mil obreros, muchos de ellos extranjeros, de clase ínfima, que propalaban sus ideas disociadoras. Al principio se inició el movimiento pacíficamente, con dos fines: aumento de los salarios y mejoramiento de los contratos sobre seguros. Poco a poco fueron empleando medidas violentas a todo lo largo de la vía férrea establecida para el servicio de la zona, con allanamiento de los hogares en forma audaz y agresiva; destrucción del banano que estaba listo para la exportación; se trató de impedir por la fuerza el servicio regular de los trenes y la continuación del corte de bananos y se atentó contra la libertad de los mismos obreros que querían continuar trabajando y no secundaban el movimiento. Luego, los alzados desarmaron una escolta del ejército; destruyeron las líneas telegráficas y telefónicas; circularon hojas incendiarias; se desconoció a las autoridades, que fueron atacadas y las propiedades particulares sufrieron el pillaje y el incendio. El gobierno declaró turbado el orden público el día cinco del mes siguiente, como medio de defensa social, una vez agotados los recursos que indicaba la prudencia para ver de pacificar los ánimos, en la provincia dicha, Las vías de hecho adoptadas, mediante el imperio de la ley marcial, hicieron renacer la tranquilidad y volver al régimen legal. El orden público se restableció en la región el 14 de marzo de 1929».
¡Así se escribe la historia! Los historiadores no hablan de un solo muerto, mientras que García Márquez —en «Cien Años de Soledad»— afirma que fueron tres mil. La verdad está en el justo término medio, porque hubo centenares, cobardemente asesinados por los soldados del General Cortés Vargas. Pero eso no se puede decir en un texto de historia. Es mejor recurrir al eufemismo de aseverar que «las vías de hecho adoptadas hicieron renacer la tranquilidad» y más cómodo —para ahorrarse el análisis de un hondo problema social— calificar de «ideas disociadoras» las justas peticiones de los trabajadores y motejarlos a estos de «alzados». Milagrosamente Henao y Arrubla no les dan a los libertadores la denominación de insurrectos y facciosos y a las actas de independencia de las distintas ciudades la de documentos subversivos.
El otro hecho que obligó al doctor Abadía Méndez a suspender transitoriamente sus cacerías de patos y sus partidas de billar, fue el movimiento popular organizado en el Jockey Club para derrocar a la «rosca» que se había apoderado de la administración pública de Bogotá (todos los grandes movimientos populares: el del 13 de marzo de 1909, el del 8 de junio de 1929, el del 10 de mayo de 1957, se han gestado en los elegantes salones de ese Club) y para protestar por la destitución de Luis Augusto Cuervo, Alcalde de la ciudad. Hubo manifestaciones y discursos. Y una bala perdida (todas las que disparan los militares contra los civiles lo son) le causó la muerte a Gonzalo Bravo Pérez, estudiante de derecho. Una junta de notables (nada confiere más notabilidad que el dinero) solicitó y obtuvo la caída del Director de la Policía y de los Ministros de Guerra y Obras Públicas. Y el «pueblo», logrados sus objetivos, se disolvió pacíficamente.
Baltasar Riveros pidió y le fueron concedidas las vacaciones a que tenía derecho en el Banco, para participar activamente en las jornadas democráticas de aquellos días. Durante tres no comió ni durmió; asistió a nueve manifestaciones; oyó treinta y cuatro discursos; estuvo a punto de morir aplastado bajo los cascos de los caballos que lanzaron los carabineros contra la multitud en la Plaza de Bolívar; allí sufrió un bolillazo en la cabeza y un sablazo en un hombro; aprovechó el posterior acuartelamiento del ejército y la policía para recorrer la ciudad, haciendo tremolar su vieja y ya descolorida bandera, desde la Plaza de las Cruces hasta San Diego y desde Egipto hasta La Capuchina, lanzando vivas al gran partido liberal y abajos a los godos; cantó el Himno Nacional, La Marsellesa, «La cucaracha», «Adelita» y otras canciones de la revolución mexicana; aplaudió frenéticamente a los oradores; caminó, trotó y galopó en todas direcciones; accionó, gesticuló, vociferó y discutió con innumerables personas y fue tan intensamente feliz como nunca antes lo había sido.
Extenuado, pálido y ojeroso, con el cabello en desorden, y completamente afónico, pero con una sonrisa eufórica y la felicidad reflejada en el rostro, penetró al Café «Windsor», frotándose las manos, y buscó a Casiano, quien lo esperaba en una mesa:
—¡Triunfamos, carajo, triunfamos! «¡Allons enfants de la patrie…!». ¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal!
—Vamos por partes… —respondió Casiano—. En primer lugar: ¿quiénes fueron los que triunfaron?
—Pues quiénes iban a ser sino los proletarios, los obreros, los campesinos, los de abajo… En una palabra: ¡el pueblo! —contestó Baltasar.
—Yo no sabía que los proletarios, los obreros y los campesinos fueran socios del Jockey Club… —replicó Casiano—. Porque estos fueron los triunfadores…
—¡Hombre de poca fe! ¡Tienen ojos y no ven…! ¡Oídos y no oyen! —repuso Baltasar, muy satisfecho de su erudición evangélica.
—Yo lo que he visto y oído es que los notables, como se llaman a sí mismos los ricachones, le exigieron a Abadía Méndez que destituyera a dos de sus Ministros y el muy pendejo, aflojó… —respondió Casiano.
—Me permito recordarte que ese pendejo es el Presidente conservador, elegido unánimemente por ustedes los godos… —dijo Baltasar.
—Ese viejo bolas de apio ¡no es conservador! —contestó Casiano—. Si lo fuera, no habría sacrificado el principio de autoridad, para darles gusto a unos cuantos señorones…
—A unos cuantos señorones ¡no! ¡Al pueblo soberano! —replicó Baltasar, ya gritando—. O ¿qué quería? ¿Que le hubiera ordenado al ejército disparar?
—Tranquilidad, viene de tranca… Y a grandes males, grandes remedios… —repuso Casiano—. Sí Cortés Vargas no hubiera pasado al papayo a unos pocos revoltosos en la Zona Bananera, habrían tumbado al gobierno…
—Ustedes, los godos, todo lo resuelven a plomo… —respondió Baltasar.
—Y ¿de qué estaban hechas las balas que usaron ustedes, los cachiporros, para asesinar conservadores en la última guerra? ¿De algodón? —preguntó Casiano.
—¡A mis copartidarios no los trata usted de cachiporros…! ¡Godo arrastrado! —gritó Baltasar, dándole un primer golpe a la mesa.
—¿Comenzaron los golpecitos? —preguntó, iracundo, Casiano—. Aunque desbarate la mesa a manotazos ¡a mí no me asusta! Yo no soy el viejo Abadía Méndez que se las pisa y pregunta de quién son…
—¡Respete al primer magistrado de la República! —replicó Baltasar—. ¡Y respete también a los doctores que están en la otra mesa: al doctor Turbay, al doctor Jorge Zalamea, al doctor Alberto Lleras, a Don Luis Vidales, al Maestro de Greiff…! (los cinco personajes asistían, regocijados, a la escena, desde una mesa contigua). ¿No le da vergüenza?
—¡Al que debía darle vergüenza es a usted: permanecer con el sombrero puesto, bajo techo, en un lugar tan respetable como este…! Y a propósito: ¿por qué no se lo ha quitado? —preguntó Casiano.
—No me lo he quitado… —respondió Baltasar, visiblemente azorado, porque estoy muy acalorado… Pero le voy a dar gusto…— y se descubrió, mostrando un vendaje que le cubría el parietal derecho.
—Y eso ¿qué le pasó? —preguntó Casiano, observándolo—. Se me pone que en una de las manifestaciones de ayer lo hirieron, por estar buscándole tres patas al gato…
—Fue que me caí… —contestó Baltasar, bastante turbado.
—¿No sería, más bien, que le cayó algo encima? —inquirió Casiano, sonriendo—. Por ejemplo: ¿una culata o un bolillo?
—Pues para que usted se alegre, eso fue lo que pasó… —repuso Baltasar, muy contento de haber salido del mal paso—. Como los liberales de Une no le tenemos miedo a nadie, me le enfrenté a la policía en la Plaza de Bolívar y un «chapol» me rajó la cabeza de un bolillazo… ¡A mucha honra! Y cuantas veces sea necesario salir en defensa del pueblo, estaré dispuesto a jugarme la vida…
—¡No hay lambón que no chupe…! —comentó Casiano.
—¡Lambón usted, que vive adulando a los asesinos y los explotadores del pueblo! —exclamó, furibundo, Baltasar—. Y agradezca que están presentes mis jefes, porque si no le volaba los dientes de una trompada, ¡godo infeliz! Por respeto a ellos me voy… ¡¡Y que me parta un rayo el día en que vuelva a este café…!! ¡Adiós, jefes ilustres! —agregó, dirigiéndose a Gabriel Turbay y sus compañeros de mesa y, sin despedirse de Casiano, se marchó.
—Perdónenlo, doctores, porque no sabe lo que hace… —les dijo este a aquellos—. ¡El pobre es tan bruto! —Pagó la cuenta y se dispuso a salir.
Alrededor de una mesa situada cerca a la puerta, conversaban animadamente sobre la actualidad política, los cinco «Leopardos»: José Camacho Carreño, Augusto Ramírez Moreno, Silvio Villegas, Elíseo Arango y Joaquín Fidalgo Hermida. Casiano les dijo:
—Buenas noches, distinguidos copartidarios… Dios y la Virgen Santísima del Carmen los protejan y les den su salud, por el bien del partido conservador…
Cuando abandonó el café, Carlos Julio Ramírez, quien era un niño a la sazón, acompañado por la orquesta, cantaba:
«Princesita la de ojos azules
y labios de grana,
mariposa de lindos colores,
florecita de alegre mañana…».