Capítulo 8

A las siete y media en punto la limusina llegó a mi hotel. Había tenido tan solo cuarenta y cinco minutos para ducharme y arreglarme, pero el resultado me sorprendía incluso a mí misma. Todo gracias al elegante vestido de cóctel de Sonia, que se ajustaba como un guante a mis curvas… y al estado de excitación en el que se mantenía mi cuerpo después del encuentro frustrado con don Cretino, que hacía que mis ojos brillaran con intensidad y mis mejillas lucieran un suave sonrojo bastante favorecedor.

Nunca sería una modelo de pasarela, pero me consideraba agradable a la vista. Me había dejado el cabello suelto con la raya en medio, realzando el ondulado natural con espuma y un toque de secador, dándole un aspecto sensual y desenfadado. Con un maquillaje suave y un toque de pintalabios de color rojo vivo, esperaba que el resultado fuera el adecuado.

El primer rostro que vi al llegar a la limusina fue el del señor Smith —parecía que iba a volver a ser el copiloto en aquel trayecto—, pero era tan inexpresivo que no me dio ningún indicio sobre si mi aspecto era acertado o no. Marcos, el chófer, pareció darse cuenta de mi inseguridad, porque me guiñó un ojo disimuladamente cuando abrió la puerta de la limusina, como dándome el visto bueno. Y la mirada de aprobación y deseo con la que Noah Grayson me devoró cuando bajó de la limusina me hicieron sentir la mujer más hermosa sobre la Tierra.

—Señorita Sonya, nunca deja de sorprenderme —musitó con voz ronca.

Para mi vergüenza, en un primer momento solo atiné a sonreír como una lela babeante. Si Noah Grayson era impresionante solo con vaqueros y con un suéter, vestido de traje oscuro, una camisa azul que resaltaba sus ojos y una corbata a juego, estaba imponente. Ahora sí que parecía el hombre de negocios que se suponía que era, lo que me hacía sentir como una cría a su lado. Él era un hombre con mayúsculas, un empresario de éxito que viajaba en jets privados y se alojaba en las suites más caras de los mejores hoteles. Yo no era más que una estudiante universitaria en mi último año de carrera, de una familia humilde y que trabajaba de cajera en un supermercado, haciendo malabarismos para poder llegar a final de mes.

No podíamos ser más diferentes.

Ese pensamiento me hizo recobrar la compostura y volver a la realidad. Un hombre como ese solo podía buscar de mí un buen revolcón, y yo me había jurado a mí misma el día que nació mi hijo que no repetiría los errores del pasado. No más sexo irresponsable y vacuo. Si me acostaba con un hombre sería consecuencia de una relación con sentimiento, no de un calentón. Pero ese maldito vaquero, con su mera presencia, hacía que me olvidase de todos mis juramentos y en lo único que me hacía pensar era en sexo salvaje.

«Control, Sin. Control».

Cuando el señor Grayson me ofreció la mano para subir a la limusina y nuestras pieles se tocaron, volvió a surgir la corriente eléctrica que siempre creaban nuestros cuerpos al rozarse. Los dos nos miramos a los ojos, conscientes de esa sensación, pero mientras que a mí me hacía fruncir el ceño conocedora de que esa indeseada atracción no traería más que problemas, a Noah se le dibujó una sonrisa de medio lado. Por suerte, no dijo nada.

Viajábamos en la limusina en completo silencio. Yo miraba por la ventanilla cómo los edificios de Barcelona pasaban uno detrás de otro, en rápida sucesión, deseando que aquella noche acabara igual de rápido. Mientras, Noah se concentraba en mirarme a mí, y ya fuera porque estaba cansada o porque me había dado cuenta de lo vulnerable que era ante él, aquella mirada intensa comenzó a ponerme nerviosa.

La potente voz de Freddie Mercury en su We are the champions comenzó a sonar, rompiendo el silencio que reinaba en el interior de la limusina. Era la melodía de llamada de mi móvil. Una melodía que me recordaba lo mucho que había luchado para cambiar mi vida. Tal vez fuese Lucas, que quería darme las buenas noches. Justo cuando iba a abrir mi bolso de mano para sacar el teléfono vi como Noah sacaba un móvil del bolsillo interior de su chaqueta.

—Noah Grayson al habla.

Lo miré con los ojos dilatados, sorprendida de que tuviera la misma melodía que yo en el móvil. Y no es que fuera una melodía que estuviese de moda, más bien era una melodía bastante personal. Después de todo, teníamos algo en común. Tal vez no fuéramos tan diferentes como parecía a simple vista. De mi interior surgió el deseo de descubrir en qué otras cosas podríamos parecernos, en conocer lo que detestaba y lo que le gustaba. Pero tal y como surgió ese deseo lo reprimí al instante. Entre ese hombre y yo no podía haber ningún acercamiento personal.

—Sí, vamos de camino —dijo Noah a quien fuera que le hubiese llamado. Se quedó unos segundos en silencio y luego clavó en mí una mirada penetrante—. Si, voy acompañado. —Se quedó otra vez en silencio y vi cómo una sonrisa ladeada esbozaba sus labios—. Es una amiga.

«Amiga» conforme él lo dijo, daba a entender que les unía algo más que la mera amistad. Lo miré frunciendo el ceño y su sonrisa ladeada se acentuó, descubriendo un hoyuelo en su mejilla derecha de lo más sexy.

We are the champions volvió a sonar, esta vez desde el interior de mi bolso, y por el rabillo del ojo pude ver que Noah me miraba tan sorprendido como yo lo había estado unos instantes atrás por aquella coincidencia en nuestras melodías.

Me apresuré a coger el móvil con la intención de colgarlo, pero al ver que la llamada provenía de casa de mi abuela me fue imposible no contestar.

Lo que mucha gente hubiese hecho sería no coger la llamada, o cogerla y decir que en ese momento no podía hablar. Pero yo me esforzaba mucho por estar siempre disponible para mi hijo, y en que tuviera bien claro que para mí él era mi prioridad. Y eso implicaba coger el móvil siempre que sonase.

—¿Sí?

—Hola, mamá, me voy a ir a la cama y quería escuchar tu voz antes de dormir.

Así de dulce era Lucas.

—Hola, mi vida —susurré, consciente de que aunque el señor Grayson estaba hablando por su móvil no me quitaba los ojos de encima—. Es pronto para dormir, ¿te encuentras bien?

—Bueno, parece que hoy estoy creciendo otra vez. Pero tranquila que la bisa ya me ha dado el paracetamol.

Bisa era como llamaba Lucas a su bisabuela Catalina, que lo cuidaba como si fuera un tesoro. Desde pequeño, cada cierto tiempo, mi hijo se quejaba de dolor de rodillas por la noche, pero tras consultarlo con el pediatra me había asegurado que no era nada preocupante, era señal de que estaba creciendo y había chicos que lo acusaban más que otros.

—¿Qué tal te ha ido el día?

—Muy bien, después de dejarte en la estación de tren la bisa y yo fuimos al parque del río y, ¿sabes dónde hemos comido? En el McDonald’s —dijo entusiasmado, pues le encantaba la Big Mac con patatas deluxe.

—¿Qué has hecho esta tarde? —pregunté, con ganas de alargar la conversación un poquito más para seguir escuchando su voz.

—Esta tarde he ido a la reunión de los scouts con los chicos, ya sabes. —Noté algo esquivo en su voz, pero cambió de tema tan rápido que no me dio tiempo a preguntarle si iba todo bien—. ¿Qué tal tú por Barcelona?

—Bien, mi jefe está resultando ser de lo más agradable y considerado —declaré con voz suave, devolviendo la mirada a aquellos ojos azules que se clavaban en mí de forma directa.

Noah había terminado su conversación y, lejos de simular darme un poco de intimidad a la mía, estaba con todos los sentidos centrados en mí, pendiente a cada una de mis palabras.

—Lo tienes delante, ¿verdad? —Pude imaginar la pícara sonrisa de Lucas al hablar. A él también se le formaban hoyuelos cuando sonreía—. Bueno, no te entretengo más. La bisa te manda un beso y yo… —Suspiró de forma audible—. Yo… gracias por trabajar tanto por mí —añadió, de ese modo espontáneo y directo que tienen los niños de decir las cosas y que siempre te dejan desarmada—. Te quiero mucho, mamá.

Se me encogió el corazón. A sus doce años demostraba una madurez extraordinaria, y se daba cuenta de lo diferente que era su vida de la de sus amigos cercanos, todos con familias acomodadas y convencionales. Y lejos de mostrar el egoísmo en el que muchos niños caen cuando no comprenden cómo es la realidad de la vida, Lucas aceptaba la vida que le había tocado sin rechistar. Nunca me pedía nada, ni juguetes, ni videojuegos, ni nada que supusiese un gasto económico, y eso me hacía desear darle más. Incluso había dejado de preguntar quién era su padre, aceptando mi incapacidad para darle una respuesta. Y eso me hacía sangrar el corazón.

—Te quiero, Lucas —declaré, emocionada, poniendo fin a la conversación.

Me quedé mirando unos segundos la pantalla de mi móvil, intentando controlar mis emociones, y cuando levanté la vista me encontré con una mirada glaciar.

Ahí estaba otra vez la mirada que se le ponía cuando don Perfecto se convertía en don Cretino. Esperé, conteniendo el aliento, a ver por dónde me atacaba esta vez.

—Señorita Sonya, no me había dicho que tenía novio —murmuró Noah Grayson con voz tan suave que supe al instante que estaba furioso.

—Señor Grayson, no me había dicho que hablaba español —repliqué con la misma voz almibarada, pues me acababa de hablar en perfecto español.

—¿Tienes novio? —preguntó, tenaz.

—No es asunto tuyo.

—Entonces no lo niegas —espetó frunciendo el ceño, como si le debiera algún tipo de explicación. Y tal vez se merecía alguna después del interludio de la suite.

—Tampoco lo he afirmado —apunté con un suspiro.

Algo parecido a un gruñido salió de su pecho.

—¿Entonces ese Lucas es tu novio sí o no?

Aquella pregunta era tan ridícula que me entraron ganas de reír, aunque no me atreví a hacerlo en vista de la ira contenida que irradiaba don Cretino. Parecía… ¿celoso?

—Lucas y yo mantenemos una relación muy personal —terminé por decir—. Pero no es mi novio.

—Pero has dicho que lo querías.

—Más que a mi vida —afirmé tajante.

Él me miró confuso, con un brillo en la mirada que no pude descifrar, pero no insistió. Yo, por mi parte, no pensaba aclararle nada más. Tenía la conciencia tranquila porque no le había mentido en ningún momento, al menos en eso. Pero si él había llegado a la absurda conclusión de que Lucas era mi novio, mucho mejor. Tal vez eso le disuadiera para intentar algún avance físico conmigo y a mí me ofrecía una buena excusa para resistirme… si es que eso era posible.