Bien, pues para empezar ésta no es una historia triste sobre mi madre. Me refiero al hecho de haber tenido que crecer con una mujer que suele tomar píldoras, beber, estar un poco loca en general y hacer unas cosas y no otras. No estoy todavía preparada para estirarme en el sofá de un psiquiatra y decir que todo esto ha sido malo.

La verdad es que me lo he pasado muy bien. Viajé por toda Europa con mamá, y participé en pequeños papeles en sus películas desde que me acuerdo o antes. Y me alegro de haber estado en el Dorchester de Londres, el Bristol de Viena o el Grande Bretagne de Atenas en lugar de estar en una casa pequeña en Orinda, California. No puedo decir que no esté contenta.

Y también me alegro de no haber ido a la escuela privada de Hockaday en Hollywood High y haber tenido la compañía de los niños en edad escolar que también viajaban con nosotras. Quería mucho a esos chiquillos, venían de todas partes del mundo y tenían una cantidad de energía impresionante. Me dieron más de lo que una escuela me hubiese dado jamás.

Aunque es muy cierto que hacer determinadas cosas no era ninguna fiesta, cosas como limpiar el vómito del suelo, llamar al médico del hotel a las cuatro de la mañana o ponerme en medio de Leonardo Gallo y de mamá, cuando éste le tiraba el whisky por la garganta para emborracharla hasta enloquecerla. Mamá, pese a todos sus problemas, es una persona generosa. Siempre me dio todo lo que le pedía y todo lo que yo podía necesitar.

Sin embargo, Jeremy, para entender todo lo que ha pasado aquí tienes que comprender un poco a mamá. Para mamá, en realidad, no existe nadie más que mamá.

Ella trató de matarse en cinco ocasiones por lo menos, en dos de ellas, que yo sepa, si lo hubiera conseguido también me habría matado a mí. La primera vez fue cuando abrió la llave del gas en la casa de invitados del rancho de Tejas. Yo estaba jugando en el suelo. Ella entró y se quedó medio atontada encima de la cama.

La segunda fue cuando conducía por lo alto de un risco en Saint Esprit e intentó que nos despeñásemos con el coche.

En la primera ocasión apenas reaccioné. Yo era demasiado pequeña. Vino mi tío Daryl, cerró la llave de la cocina y nos sacó de allí. Más tarde comprendí lo que había pasado porque oí todo lo que la gente dijo después, sobre si ella estaba o no deprimida y la necesidad de que la vigilasen. En muchas ocasiones tío Daryl había dicho:

—Y Belinda, Belinda también estaba allí.

Creo que lo almacené en alguna parte para comprenderlo después.

Pero en el caso de Saint Esprit, cuando hubo pasado, me puse muy furiosa: mi madre nos iba a despeñar a las dos desde la cima de la montaña.

En cambio, ella nunca se apercibió de este aspecto del asunto. Nunca dijo una sola palabra sobre que yo hubiese estado en peligro. Incluso más tarde me preguntó:

—¿Por qué me lo has impedido?, ¿por qué has cogido el volante?

En cuanto mi madre te muestra ese aspecto de su carácter, piensas que está loca. Yo lo he visto muchas veces.

Cuando rompió con Leonardo Gallo, yo había estado en la escuela, en Suiza, durante unas dos semanas. Me llamaron desde el hospital. Mamá había tomado una sobredosis, pero se encontraba bien y deseaba que yo estuviese con ella. Eran las cuatro de la mañana, y a pesar de ello les pidió que me despertasen y me llevasen al aeropuerto. Cuando llegué a Roma, ella se había marchado. Había salido del hotel aquella mañana y se había ido a Florencia porque su vieja amiga Trish de Tejas había venido a buscarla. Durante dos días ni siquiera supe dónde se encontraban.

Me estaba volviendo loca en el piso de Roma, con Gallo que llamaba a cada hora y los reporteros que no dejaban de aporrear la puerta.

Pero por encima de todo yo me sentía desconcertada. Me sentí mal cuando los de la escuela llamaron por teléfono y los vecinos vinieron a casa. Me sentí avergonzada de estar allí completamente sola.

Cuando mamá llamó, lo único que se le ocurrió decir fue:

—Belinda, era muy importante que yo no viese a Leonardo, ya sabes cómo me siento.

Nunca olvidaré aquello, el sentirme avergonzada y contarles aquellas mentiras a los adultos, e intentar que creyesen que alguien se estaba ocupando de mí.

Y recuerdo que mamá me dijo:

—Belinda, ya me siento mucho mejor. Trish y Jill se están ocupando de mí. Todo va bien, ¿no te das cuenta?

Bien, me daba perfecta cuenta. E incluso a aquella edad yo sabía muy bien que no había que discutir con mamá. Las peleas aún la confundían más. Se sentía muy herida. Si empujabas lo suficiente a mamá con cualquier asunto, empezaba a llorar desconsolada y se ponía a hablar de la muerte de su propia madre, cuando ella tenía sólo siete años de edad, y te contaba cómo la había enterrado y que ella deseaba haber muerto también en aquel momento. Su madre había muerto alcoholizada y sola en una enorme mansión de Highland Park. Cuando mamá se ponía a hablar de eso, se acababa la discusión y la conversación que estuvieses teniendo. Lo único que podías hacer era cogerle la mano y esperar a que lo sacara todo.

Sin embargo, en algunas ocasiones yo perdía el control. Le gritaba a mamá por ciertas cosas. En esas situaciones ella se quedaba mirándome con sus ojos marrón oscuro, como si fuese yo la que estuviese loca. Y luego yo me sentía muy estúpida por haber olvidado que mamá, en realidad, no podía entender lo que le sucedía.

Después de aquello no quería ni oír hablar de ir a una escuela. De modo que aquélla fue la única vez que probé lo que era ir a la escuela.

A partir de aquello, siempre intenté asegurarme de que tenía dinero en el bolsillo. Tenía un par de miles en cheques de viaje siempre en mi monedero. También solía esconder efectivo en distintos lugares. No deseaba volver a estar sin blanca y sola como en esa ocasión.

Cuando por fin, el año pasado, me decidí a escaparme, tenía por lo menos seis de los grandes conmigo. Y todavía tengo parte de ese dinero, junto con el que me dio mi padre y el que tú también me diste. Atesoro y acumulo dinero. Por las noches me levanto para comprobar que sigue donde lo he dejado. La ropa, las joyas y todas las cosas que se pueden comprar con dinero, para mí no tienen mucha importancia, creo que tú ya sabes eso. Pero el dinero en sí mismo, «por si acaso», he de tenerlo.

Aunque no quisiera anticiparme. Y también deseo volver a repetir que cuando era niña no me sentía desgraciada. Imagino que vivía en medio de una excesiva agitación, eran muchas las cosas que sucedían, y durante los primeros años mamá era siempre muy cariñosa y de talante afectuoso. Más tarde, ese afecto hacia mí se tornó bastante impersonal, e incluso mezquino. Cuando yo era pequeña no era así. Creo que yo debía necesitarlo demasiado.

Incluso cuando nos afincamos en Saint Esprit las cosas nos iban bien. Había mucha gente que venía a visitarnos, como Blair Sackwell de Midnight Mink, una persona maravillosa que es buen amigo mío; también venía Gallo, y Flambeaux, el primer amor verdadero de mamá, por no hablar de los actores y actrices que venían de toda Europa.

Y yo siempre estaba de viaje con Trish o Jill para hacer compras en París, en Roma e incluso en Atenas. Mamá había mandado construir unos establos para los caballos que me compró. Hizo que viniese un instructor de equitación a vivir con nosotras, y también una preciosa señorita inglesa que era a la vez mi profesora y mi amiga, ella fue la que me inculcó la costumbre de leer. También iba de viaje a esquiar, o a Egipto y a Israel. Un par de estudiantes de la Iglesia Metodista del Sur vinieron para instruirme. Lo pasábamos muy bien en Saint Esprit. Tengo que admitir que para ser una prisión, me divertía bastante.

Cuando Trish averiguó que yo me acostaba con un muchacho árabe en París, creo que era un príncipe saudí —el primer asunto amoroso que tuve—, no se enfadó ni se indignó conmigo. Se limitó a llevarme a un médico a que me recetara la píldora y me recomendó que fuese muy cuidadosa, así que nuestras conversaciones posteriores sobre sexo fueron típicamente Trish y notablemente tejanas.

—Ya sabes, ten cuidado y todo eso, y no me refiero sólo a que te quedes embarazada, sino, ya sabes, cómo te lo diría, el chico debería gustarte, todo eso (risitas, risitas). Y bueno, ya comprenderás, no debes liarte (risitas), lanzarte de entrada.

Fue entonces cuando me explicó la historia de cuando ella y mamá tenían trece años y se fueron a la cama con unos chicos de Tejas, también me contó que ellas no tomaron ninguna precaución para no quedar embarazadas, y que corrieron a la tienda más cercana, compraron Seven-Ups, los agitaron y se lo vertieron dentro para lavarse. ¡Qué empapada general! Nos moríamos de risa mientras me lo contaba.

—Pero, cariño, no te quedes embarazada —dijo.

Creo que para comprender esto tendrías que conocer a las mujeres de Tejas. A las chicas que crecieron como mamá, Trish y Jill. Algunos de los antepasados de mamá habían sido estrictos baptistas lectores de la Biblia, y la actitud en tiempos de los padres de mamá era muy simple: trabajar duro, hacer dinero, que no te cojan haciendo nada prohibido con tu novio y aparentar ser personas amables y correctas. Así que la gente de Dallas que yo conocí nunca se sintió abrumada por ninguna tradición. Era materialista y práctica, y sólo se preocupaba de la apariencia de las cosas. Bien, no se puede dejar de señalar la importancia de esto último. En Tejas es como una religión.

Lo que trato de decir es que tanto Trish como Jill o mamá, cuando estaban en la escuela superior, eran unas salvajes, así se describen, y como ellas mismas aseveran vestían de maravilla, hablaban bien y tenían montones de dinero; sin embargo, sólo bebían en privado, de manera que todo estaba bien. Y he sabido que incluso la madre de mamá no había bebido una sola gota de alcohol fuera de su propia casa. Murió vestida con un salto de cama y zapatillas de seda. Mamá siempre me decía cosas como: «Ella no era una descocada, comprendes, nunca fue a ninguna taberna, mi madre no hacía esas cosas». Lo importante eran las apariencias y no el pecado.

Y debes saber que éste es el tipo de libertad que yo heredé, y también la forma en que crecí. Mamá era una superestrella antes de nacer yo, de manera que las normas habituales no regían para ella. De este modo yo no desarrollé ningún tipo de sentimiento de culpa en torno a mi cuerpo.

Pero volviendo al relato, en Saint Esprit, Trish y Jill se ocupaban de todo y tanto ellas como mamá podían dejar de beber cerveza cuando querían, sin embargo en numerosas ocasiones, por escuchar aquellas voces tejanas llenas de alcohol, sus risas y su juerga, nunca llegaba la hora de acostarme.

En lo más profundo, yo tenía la sensación de que mamá se iba deteriorando y estaba cada vez más y más lejos de lo que a ella de verdad le gustaba, es decir, de ser una gran estrella otra vez.

Los anuncios que grababa la hacían sentirse mejor. Por no hablar del fantástico póster que realizó Eric Arlington y que se vendió en todo el mundo. Al menos aquello fue algo. De todos modos, a mí los cuidados que Trish y Jill dedicaban a mamá, y la vanidad y el miedo de ésta, me parecían raros. Ellas metían la nariz en nuevas películas en las que no actuaba mamá y trataban de probar una y otra vez, analizando a las protagonistas, que ninguna era tan buena como mamá. También se comportaban como si algo extraordinario estuviese pasando cuando miraban una película de un director al que mamá le hubiera dado calabazas. O sea que a excepción de beber y charlar no sucedía nada digno de mención.

Y si bien, por una parte, se ocupaban de que mamá comiese adecuadamente y se fuese a dormir temprano, por otra, nunca le dijeron la verdad en una sola cosa. Ellas eran aliadas, eso es lo que fueron hasta el final. Y lo que necesitaba mamá, si esperaba regresar por todo lo alto, era algo muy distinto, como te demostraré.

A veces, la sensación de que mamá se iba hundiendo cada vez más me ponía muy nerviosa y tenía que distraerme haciendo alguna cosa. Así que en una ocasión, cuando tenía doce años, me compré una Vespa en Rodas y me la llevé a casa en el barco. Con ella recorrí toda la isla a ochenta kilómetros por hora, sin dejar de pensar en multitud de necedades, sobre la locura de todo aquello y sobre el hecho de que, como en una obra francesa, Saint Esprit era una trampa para todos nosotros.

Cuando Blair Sackell vino a visitarnos, se mostró muy preocupado por mí, así que se subió a la Vespa conmigo sin quitarse el abrigo Midnight Mink y recorrimos juntos las ruinas del templo de Atenea, que ahora está muy descuidado y con el césped demasiado crecido.

Blair trató de reconfortarme y me dijo que yo era demasiado joven y que pronto me daría cuenta de que Saint Esprit no podía durar siempre. Me aseguró que algún día saldríamos de allí. Blair era un hombre estupendo, pero a mí Saint Esprit comenzaba a ponerme enferma y estuve a punto de escaparme.

Bueno, pues aquello terminó el día que llegó Susan Jeremiah. Estoy segura de que lo que puedo contarte de ella a estas alturas ya lo sabes. También habrás tenido oportunidad de fijarte en todos los pósters que de ella tenía colgados en la habitación.

Susan aterrizó sin autorización en Saint Esprit, seguida de todo el equipo de su película, cosa que habían hecho otros cientos de personas. Pero en este caso, en el momento en que Susan dijo que era de Tejas, mamá le dijo: adelante, estás invitada.

Esta mujer, Susan, era diferente de cualquier otra que yo hubiese conocido antes, y tendrás que convenir conmigo en que he conocido actrices de todas partes desde que nací.

Con Susan me quedé sin respiración. Desde el momento en que la vi me imaginé que las botas y el sombrero de vaquero eran una pose. Como ya sabes, nosotros venimos de Dallas. Yo misma nací allí y había ido en miles de ocasiones al rancho de mi tío Daryl, y sin embargo ninguno de nosotros llevaba jamás aquel atuendo.

Pero al cabo de veinticuatro horas quedó claro que aquélla era la ropa habitual de Susan. Susan se ponía aquellas botas para andar sobre la arena, el agua, el césped o para ir a la montaña. Sólo se vestía con tejanos y camisas. Ni siquiera tenía un vestido.

Cuando por fin, meses después, fuimos a Cannes, no dejé de pensar que en aquella ocasión Susan tendría que vestir trapos de mujer. Pero no fue así. Susan se vistió con ropa de rodeo, es decir, los consabidos camisa y pantalones de seda, ribetes por todas partes y bordados con cristales en imitación de diamantes. Causó sensación. Susan no es una mujer a quien se pueda considerar bella según los parámetros convencionales. Sin embargo, a su manera, es una mujer muy atractiva.

Quiero decir que es alta y delgada, y para mí tiene apariencia de campesina tejana, pues tiene pómulos altos muy juntos y unos ojos muy profundos. Tiene el cabello precioso, parece como si alguien hubiera estado mucho rato peinándolo y dejándoselo bonito, pero no es así.

Ella acostumbra dejar sin respiración a mucha gente. Y su forma de dirigirse a la prensa me pareció sensacional. Mira directamente a la cara a los reporteros y les dice: «Comprendo a qué te refieres», como si ella estuviese en su lugar, pero a continuación dice lo que quiere decir.

Bien. Éstos son sus modales y su apariencia. Pero lo que lleva dentro es todavía más sorprendente. Susan es una persona que cree que puede hacer cualquier cosa. Nada es capaz de pararla. No transcurre más de un minuto entre su decisión de obtener algo y el hecho de alcanzarlo por sí misma.

Tan pronto como llegó a Saint Esprit, se sentó frente a mamá en la terraza y comenzó a describirle su película y a explicarle lo que necesitaba para terminarla; le preguntó a mamá si estaba interesada, si estaría dispuesta a ayudar a una directora de cine de Tejas y todo eso.

Después de aquella película se proponía hacer otra en Brasil y después otra en algún lugar de los Apalaches, en todas las cuales ella era la guionista y la directora.

Tenía mucho dinero de su padre en Tejas, pero se había pasado del presupuesto. Su padre había puesto en remojo ochocientos mil dólares en la historia y no estaba dispuesto a darle ni un céntimo más.

Bien, pues mi madre, como ya sabrás si has leído las revistas, le dio a Susan un cheque en blanco. Mamá entró en Jugada decisiva a cambio de un porcentaje, y también fue ella la que consiguió que el film participara en el festival de Cannes.

Aquella misma mañana, antes de irnos de la terraza, mamá hizo que yo actuara en la película por el mero hecho de señalarme y decirle a Susan: «¡Eh!, pon a Belinda en alguna escena si puedes. ¿No te parece preciosa? Es una verdadera preciosidad, ¿no te parece?»

Mamá había hecho que yo saliese en un montón de películas en Europa de la misma manera. «¡Eh!, pon a Belinda en esta escena», solía decir en el mismo momento en que estaban filmando. Sin embargo, nunca se le ocurrió pedirles que pusieran mi nombre en los créditos. Así que aparezco en veintidós películas y mi nombre no sale en ninguna. En algunas incluso actué y dije varias líneas, y en una me dispararon y me mataron, pero ni un crédito.

Eso fue así hasta Jugada decisiva.

Susan me miró una sola vez y decidió que me utilizaría. Aquella misma noche empezó a escribir mi papel.

Me despertó a las cuatro de la mañana para preguntarme si yo sabía hablar en griego. Le dije que sí, pero que tenía acento. Muy bien. Serán pocas palabras. A la mañana siguiente empezamos a filmar en la playa.

Me gustaría que comprendieses que he trabajado con todo tipo de equipos de cine, pero el método de trabajo de Susan fue como una revelación para mí. El equipo al completo constaba de cinco personas y era la misma Susan la que se ponía tras la cámara. Editaba dentro de su cabeza al tiempo que filmaba, de manera que no hubiese que cortar mucha cinta. Es decir, todo lo que hacía era deliberado. Ninguno de nosotros disponía de un guión. Susan nos explicaba lo que teníamos que hacer antes de cada toma.

Cuando nos metimos en la casita con Sandy Miller, y me metí con ella en la cama, ella se molestó por tener que realizar una escena de amor. Al parecer, aunque yo no lo sabía, ella y Susan eran amantes. De modo que, como Sandy deseaba ser una gran actriz y Susan le dijo que aquélla era una escena muy importante, que tenía que actuar bien y que no debía parecer una farsa, Sandy hizo cuanto Susan le pidió.

Yo no le hice el amor a Sandy en absoluto, ignoro si te habrás dado cuenta de esto. Fue ella la que me hizo el amor a mí. Y por si no te fijaste, es una mujer magnífica.

Sin embargo, he de confesar que más tarde sí hice el amor con una mujer, y por supuesto fue con Susan. Fue una experiencia salvaje para mí. Más tarde pude comprobar que en efecto Sandy y Susan eran inseparables, y a ésta le costó mucho hacer que Sandy no le tuviera en cuenta lo que pasó. En realidad, por aquel entonces yo no sabía que fuesen amantes, así que estuve un tiempo muy enfadada con Susan.

Ella y yo sólo lo hicimos una vez. Si a emplear toda una tarde puede llamársele una vez. Ella se hallaba en la cama en su piso de Roma fumando un cigarrillo, y yo me senté en el lecho junto a ella. Después me di cuenta de que estaba desnuda. Apartó la sábana y siguió fumando el cigarrillo y mirándome. Me fui acercando a ella más y más, y por fin me decidí a tocarla. Como ella no dijo nada, seguí y puse mi mano en su entrepierna.

Aquello fue como tocar una llama y no quemarse. Y yo lo hice. Después le besé los senos. Pienso que para mí, tras la experiencia con Sandy sin tomar parte activa, fue muy importante el hacerlo, y si he de decir la verdad no me hubiese importado ser la amante de Susan, por lo menos durante un tiempo.

Sin embargo, después de la reacción de Sandy no volvió a suceder, y comprendí que no era necesario acostarme con Susan para quererla. Continuamos siendo muy amigas. Teníamos una Vespa, igual que la que yo había dejado en casa, e íbamos juntas a todas partes en ella. Llegamos a ir hacia el sur, conduciendo toda la noche, hasta Pompeya.

Sandy no es el tipo de mujer a la que se pueda llevar en una Vespa. O para ser más clara, a ella no le hubiese gustado que se le despeinara el cabello. Convino en aceptarme siempre y cuando no hubiera más sexo entre Susan y yo.

En realidad, Sandy es igual que mi madre. No sólo es una persona pasiva, sino que ni siquiera utiliza un lenguaje propio. Pude comprobar que Susan, además de ser la única que hablaba, también se ocupaba de expresar las ideas en lugar de Sandy. Ésta es del tipo de mujeres que, como mi madre, no pueden pensar bien por su propia cuenta. No estoy tratando de decir que Sandy sea estúpida, pues no lo es. Pero yo ya he conocido suficientes Sandys. Lo verdaderamente novedoso para mí era Susan.

Por otra parte, a mí no se me ocurrió, hasta que la película fue aceptada en Cannes, que yo también era algo nuevo para Susan. Me veía como su descubrimiento personal y deseaba que yo actuase para ella en otras películas. Para serte franca, yo estaba tan entusiasmada con Susan que no pensaba mucho en cómo pudiera verme ella. Estando junto a Susan siempre reinaba un sentimiento de ligereza y de velocidad, como si uno llevara puestas las botas de las siete leguas del cuento de hadas.

Más tarde, sólo he vuelto a tener esa misma sensación estando contigo. Cuando pintas eres como Susan en la sala de montaje, estás dedicado única y exclusivamente a lo que haces, nadie ni nada puede distraerte, pero cuando dejas de pintar aparece un cierto sentimiento de ligereza que hace creer que eres muy joven y que nada te importa lo que puedan pensar de ti, y hemos podido irnos a hablar a la playa o a cualquier otra parte y no te ha molestado, siempre y cuando en algún momento hayas podido volver a las telas.

El caso de mi madre es todo lo contrario. Mi madre es más profesional como actriz que nadie que yo haya conocido. Todos los que han trabajado con ella la adoran porque se comporta a la perfección en el estudio y no hay nada que le impida hacer su trabajo. Puede repetir perfectamente las líneas que se le hayan asignado, siempre encuentra la posición correcta, puede volver a rodar una toma con la actitud adecuada en cada ocasión. Tal vez a las siete de la tarde esté bebida y medio loca, pero de alguna manera consigue reponerse antes de la medianoche, y siempre llega puntual al rodaje.

Pero mamá siempre ha sido un medio para otras personas. Ella es tan inútil como valiosa. Alguien ha de escribir el guión para ella, dirigirle el foco y decirle lo que tiene que hacer. Sin la energía de los demás, ella no sirve para nada.

En comparación, Susan, no era sólo la directora, también era la productora, la guionista y la financiera. En Cinecittà editaba la película en trozos de doce horas mientras yo la estaba mirando, también elegía nuevos lugares para ir a filmar y los encajaba con la filmación existente. Después se iba al laboratorio para obtener copias perfectas. Utilizó su propio dinero para hacer cuatro copias fantásticas. Y también la banda sonora era obra de Susan porque simplemente no había un buen ingeniero de sonido.

A mi regreso de Roma a Saint Esprit le conté a mi madre todo lo que se había hablado sobre la película que Susan deseaba hacer en Brasil, y ella me dijo que estaba encantada y que yo podía ir siempre y cuando alguien me acompañase, y que siendo así ella estaba de acuerdo. También se ocupó de decir, con un ligero tono despectivo, que de no encontrar un distribuidor en Cannes, Susan estaría acabada.

Muy bien. Susan lo comprendía, por supuesto. En eso es en lo que consistía Cannes. No se trataba de pasarlo bien en el Carlton o de ganar algún premio únicamente, sino que debía conseguir que los distribuidores cogiesen la película tanto para Europa como para Estados Unidos.

Mi madre también dijo que iría a Cannes, que participaría en una conferencia de prensa con Susan, y que haría todo lo que estuviera en su mano para lanzar la película.

Bueno, yo estaba encantada. Mi madre no había salido de Saint Esprit desde que yo tenía doce años.

Aquello era más de lo que Susan podía pedir, y quizá con la ayuda de mamá y con su respaldo, y teniendo en cuenta que yo era su hija, podríamos por lo menos conseguir un distribuidor independiente en Estados Unidos. Susan no pensaba que el film tuviera el suficiente impacto como para que los estudios quisieran tocarlo, pero un distribuidor independiente estaría muy bien.

Con la película de Brasil las cosas irían mucho mejor. Sandy sería una periodista americana enviada a Brasil para escribir artículos sobre las playas y los biquinis, y yo había de ser una prostituta a quien Sandy conoce, una esclava blanca enviada por barco por una enorme organización del crimen, y Sandy se empeñaría en salvarme y sacarme del país. Por supuesto mi proxeneta sería un gángster muy importante. Susan tenía al tipo que necesitaba para el papel y, te lo aseguro, el tipo estaba enamorado de mí o algo así, o sea que Susan lo estaba pensando todo de forma que fuese tan complicado como Jugada decisiva.

Susan no soporta que las cosas puedan ser blancas o negras. Ella cree que si tienes a un malo en una película es que te has equivocado en alguna parte.

De cualquier manera, Jugada decisiva iba a ser la película del debut de Susan y De voluntad y deseo sería la que la lanzaría a la fama. Susan empezó a escribir noticiarios de prensa sobre nosotras y sobre Cannes y a enviarlos a Estados Unidos.

Los recuerdos más felices que tengo de Saint Esprit son de aquellos últimos días. Bueno, quizá también los de los días anteriores en que estuvimos filmando la película, supongo. Pero por alguna razón, esos últimos días están más vívidos en mi memoria, las cosas las recuerdo más claras, además de que para entonces ya conocía bien a Susan y a Sandy.

Entre Jill, Trish y mamá nada había cambiado. Todavía mantenían las interminables reuniones de carácter juvenil en la terraza y bebían cerveza sin cesar. Susan estaba en su habitación con la puerta abierta y las luces encendidas, y no dejaba de escribir en su ordenador portátil todas aquellas notas de prensa que luego imprimía en su máquina portátil y metía en sobres que posteriormente enviaba.

No recuerdo muy bien a qué me dedicaba yo. Tal vez me cepillaba el cabello frente al espejo procurando parecer una esclava blanca prostituta y proyectar la sensualidad que Susan deseaba, no lo sé muy bien. Tal vez lo que hacía era disfrutar de la energía que reinaba en la casa, de que la gente se lo pasase bien y de que hubiese distintas áreas en que prevalecía la luz y yo podía navegar entre ellas. Y por encima de todo, estaba contenta porque se percibía que nos íbamos a ir, que íbamos a dejar Saint Esprit para ir primero a Cannes y luego a Brasil; y yo me iba por mi cuenta allí, con Susan y Sandy. ¡Oh!, no podía esperar para ir a Brasil.

Bueno, pues déjame que te diga, Jeremy, que nunca llegué a ir a Brasil.

Bien, mi madre tenía que captar la atención de las cámaras para todas nosotras una vez que estuviésemos en Cannes. Pero, al parecer, cuando dijo que lo haría no era muy consciente de sus palabras. Unas dos semanas antes de que fuéramos al festival sucedieron ciertas cosas, y mi madre empezó a darse cuenta de que iba a ir a Cannes.

Primero fue Gallo, su antiguo amante y el director más ferviente admirador de ella, quien envió un telegrama, a continuación su viejo agente europeo le escribió, después fue Blair Sackwell, que había empezado varios años atrás con mi madre aquella campaña de Midnight Mink, quien envió sus habituales rosas blancas junto a una nota que decía: «Te veré en Cannes.» (Por cierto, Blair sabe que para mucha gente las rosas blancas son para los funerales, pero a él no le importa; las flores blancas son su firma y le parece perfecto enviarlas). Más tarde un par de revistas de París llamaron por teléfono para confirmar la asistencia de mamá, y en último término telefonearon los organizadores mismos del festival, y todos querían saber lo mismo: ¿era cierto que Bonnie iba a salir de su escondite? ¿Haría alguna aparición en público? Había razones para pensar que deseaban ofrecer a mi madre un homenaje especial, parecía ser que iban a pasar una de sus películas de la Nouvelle Vague.

A mi madre de alguna manera le llegó la onda: se suponía que ella tenía que ir a Cannes.

Así que tan pronto estaba mi madre sesteando y bebiendo a su manera habitual, como teníamos que tirar por el desagüe toda la bebida de la casa. Tuvo que ponerse inyecciones de vitaminas, se hizo traer por avión a una masajista, en la mesa no podía haber otra cosa que proteínas, y ella se dedicaba a nadar tres días a la semana.

También había que encontrar un peluquero y hacer que fuese al Carlton con tiempo suficiente. Ya sabes que papá solía ser el peluquero de mi madre, porque al fin y al cabo es ésa su profesión, es un peluquero muy famoso a quien se conoce en el mundo entero como G. G., pero dos años atrás, antes de que yo fuese a Saint Esprit, habían tenido una pelea de la que yo me sentía culpable. Es una larga historia, pero lo importante aquí es que mamá no tenía peluquero en aquel momento, y eso es algo de vital importancia para una actriz como ella. Te contaré más cosas sobre papá más adelante, pero por ahora aquello constituía una crisis. Por otra parte, mamá también debía comprarse ropa.

Cuando por fin llegamos a París y nos hospedamos en el hotel, ella quería que yo estuviese a su lado todo el tiempo. No le bastaban Trish y Jill. Para entonces no podía comer nada. Estaba como loca. Solía despertarme a las tres y hacer que me sentase junto a ella para no tener que llamar al servicio de habitaciones y que le trajeran una bebida. Me explicó otra vez cuándo y cómo murió su madre, que ella tenía sólo siete años y que le pareció como si la luz del mundo se apagase. Yo intentaba que dejase de hablar de ello, le hablaba e incluso le leía cosas. Entre tanto, no lográbamos encontrarle un peluquero. Y por lo que se refiere a vestidos no había tiempo de que se los hicieran ex profeso.

Bien, al final se solucionaron los problemas de mamá, pero lo que me sucedió a mí fue que no pude separarme de ella el tiempo suficiente para comprar lo que necesitaba. En el último momento, Trish dijo:

—Mira, Bonnie, ella también tiene que comprar algunas cosas, ¡de verdad!

Y mientras mamá se quedaba llorando y diciendo que no podía soportar que yo me fuese por ahí, Trish me llevó hasta la puerta y me dejó ir.

Allí estaba yo, corriendo por todo París una tarde de lluvia e intentando encontrar algunas prendas que llevarme a Cannes.

Honestamente pienso que para cuando subimos al avión, mi madre había olvidado el motivo por el que íbamos. No creo que se acordase siquiera de Susan ni de Jugada decisiva. No dejaba de explicarme una y otra vez que los grandes directores americanos estarían allí, y que ahora ellos eran lo más importante.

Habíamos reservado una gran suite que daba a la fachada del Carlton y que tenía una vista preciosa sobre el mar y sobre la Croisette. Mi tío Daryl, el hermano de mamá, de quien ya has oído hablar, llenó la habitación de flores, y sin embargo no debió haberse preocupado porque Gallo había enviado cuatro docenas de rosas y Blair Sackwell también había enviado rosas blancas, y además un tal Marty Moreschi de la United Theatricals había enviado por lo menos doce ramos de flores surtidas, o sea, que había flores en todas partes.

Yo no creo que mi madre esperase todo aquello. Incluso con el tema del homenaje creo que se esperaba que le dieran unas palmaditas y nada más. Y como siempre sucede con mamá, tantas atenciones le provocaron más miedo. Trish y Jill tuvieron que encargarse de que comiera algo, pero ella no pudo digerirlo. Comenzaron los vómitos, y yo tuve que estar con ella en el baño hasta que terminó. Luego volvió a intentarlo.

Por fin le dije que yo tenía que encontrar a Susan. Y ella me contestó que no comprendía cómo podía yo pensar en cosas como aquélla en un momento así.

Traté de explicarle que Susan esperaba que nosotras nos pusiéramos en contacto con ella, pero a esas alturas ya estaba llorando, y eso quería decir que se le había estropeado el maquillaje, así que le dijo a Jill que yo estaba cambiando mi actitud hacia ella, que yo ya no era la misma de antes, y Jill le contestó que aquello sólo era cosa de su imaginación y que yo no iba a ir a ninguna parte, ¿verdad que no?

En aquel momento yo ya no sabía qué hacer, pero entonces llamaron a la puerta.

Era Susan. Iba vestida con una camisa de seda de espiguillas plateada y pantalones plateados, y estaba preciosa, pero mamá ni siquiera la miró; volvía a tener vómitos, así que me llevé a Susan al dormitorio y averigüé que la película iba a ser proyectada al día siguiente por la mañana, que después del pase tendría lugar la conferencia de prensa y que era entonces cuando mi madre tenía que hacer su aparición.

Le expliqué a Susan que todo saldría bien. Mi madre se encontraba mal en aquel momento, pero estaría bien por la mañana, que así era como ella se comportaba. Siempre era puntual. En cuanto a mí, iría a verla antes de la proyección, pero ahora no podía marcharme de allí.

Entre tanto, Trish había llevado a mamá a su habitación para que hiciera la siesta. El tío Daryl y un nuevo agente de Hollywood que se llamaba Sally Tracy estaban tomando una copa en la salita de la suite, así que entré con Susan y la presenté.

Le dirigieron sendas sonrisas a Susan, pero casi de inmediato le dijeron con mucho tacto que, después de todo, no creían que mamá pudiese asistir a la conferencia de prensa. Al parecer había mucha gente que deseaba entrevistarse con ella. Y que la conferencia de prensa sobre la película de Susan no era el tipo de difusión que le convenía a mi madre en aquel momento. También le dijeron que sin duda ella comprendería que ahora tenían que ocuparse de organizar las cosas.

Bueno, chico, Susan no lo comprendió. La cara se le volvió púrpura al mirar a aquel par. Se dio la vuelta y me miró a mí. Inmediatamente le dije que en cualquier caso yo sí iría a la conferencia de prensa en calidad de hija de Bonnie y que algo podríamos avanzar con ello.

Susan asintió con la cabeza, luego se levantó, dijo con su estilo tejano: «Encantada de haberles conocido» a Daryl y a Sally Tracy, y se marchó. Por lo que se refiere a mí, me quedé perpleja, pero no tanto como para no dirigirme a tío Daryl y recordarle la razón por la que habíamos venido a Cannes.

Pero tanto él como Sally Tracy me explicaron con delicadeza y casi con cierta alegría que el tipo de películas que hacía Susan no podía tener público en América y que lo más inteligente era no profundizar más en ello. Yo repuse que mamá se lo debía a Susan y que ellos lo sabían. Que no había ninguna forma ética de darle esquinazo a Susan. Podía sentir cómo iba sonrojándome.

Lo que yo pensaba era que aquélla también era mi película, maldita sea. Yo aparezco en la película, vaya que sí, y nosotros habíamos venido al festival a darle nuestro apoyo. Sin embargo, lo que impidió que siguiera discutiendo fue que al hacerlo me sentía como mi madre, igual de egoísta que ella. Me quedé en silencio pensando en aquello, en que no deseaba parecerme a mi madre, y entonces el tío Daryl me llevó a un lado y me explicó que multitud de personas de todas clases se habían puesto en contacto con él para hablarle de mi madre. Que seguramente yo lo comprendía.

Sally Tracy me hizo preguntas sobre la película de Susan, sobre si había escenas de amor en las que yo participase. Le expliqué que eran de muy buen gusto, que eran casi revolucionarias porque tenían lugar entre dos mujeres, a lo que ella sacudió negativamente la cabeza y dijo:

—Creo que tenemos un problema.

—¿Cuál? —pregunté yo.

Y entonces Daryl me dijo que yo no asistiría a la conferencia de prensa, no, señor.

—Ya lo creo que sí —dije.

Estaba a punto de irme en dirección a la habitación de Susan, cuando de la otra habitación de la suite salió aquel hombre. Ahora te hablo de Marty Moreschi, pero por supuesto en aquel momento yo no le conocía. Voy a explicarte su aparición.

Marty no es un hombre tan guapo como tú. No tiene ni tu actitud ni tu frialdad, y cuando tenga tu edad carecerá de tu encanto. Marty es un hombre que se ha hecho a sí mismo, y lo que podríamos decir bien alto, un vulgar chico de Nueva York en muchas de sus cosas. Sus rasgos son muy comunes y su cabello liso y negro. No hay nada de extraordinario en él, excepto que todo en él parece extraordinario, en especial su voz profunda y rasposa, que le sale del pecho, también debo mencionar sus ojos, que son muy brillantes, como si tuviera fiebre.

Pero al igual que Susan, Marty es muy impresionante y también muy sensual. Es vigoroso y fuerte, uno de esos tipos increíblemente fuertes. Siempre está moreno, está en constante movimiento y es muy hablador. De modo que tienes que reaccionar, tanto ante su forma de llevarte, como de coger tu mano, reír y decirte: «¡Belinda, bonita! ¡La hija de Bonnie, muy bien, esto es sensacional!, ¡ésta es la hija de Bonnie! Ven aquí preciosa, deja que te vea». Tienes que reaccionar, por eso y por la forma en que te mira. Es un hombre muy ardiente. Lo digo en todos los sentidos. En el caso de Marty no se trata sólo de sexualidad, que en él es algo compulsivo, sino de que él se hace cargo de todo.

Vestía con un traje de tres piezas de color gris plateado y llevaba cosas de oro por todas partes: la correa del reloj era de oro, los anillos también, gemelos de oro en los puños, y la verdad es que a mí me dio muy buena impresión, pero que muy buena. Era lo que se dice un hombre de buen ver. A lo que me refiero es a que la forma de su pecho, lo bien que le sentaban los pantalones y demás, causaban una buena impresión desde el primer momento.

En cualquier caso, él salió con sigilo de la habitación de mi madre y dijo lo que acabo de contarte, e inmediatamente me dirigió esa atención que te atrapa, que suele significar atracción, aunque por supuesto pudo haberse tratado de adulación, de simple y llana adulación. Evidentemente, Marty me juró después que no había sido ése el caso. De cualquier modo, me dijo que mi madre era una mujer sensacional, increíble, irreal y todo eso, y que el haberla conocido era la experiencia de su vida, que ella era una estrella de ensueño, una superestrella, el tipo de estrella que ya no existía y todas esas cosas.

En aquel momento ya estábamos sentados uno junto al otro en el sofá, y él me preguntaba si me gustaría ir a Los Ángeles y ver cómo mi madre se hacía famosa de nuevo, más famosa e importante que ninguna otra actriz. También empezó a soltarme frasecitas como: «¿De qué signo eres? No, no me lo digas, has de ser Escorpión, querida, igual que yo. Yo soy un doble Escorpión. Y he sabido que tú lo eras desde el primer momento, porque eres una persona independiente».

Al tratar de describirlo me parece cursi y poco hábil, pero había en Marty un inmenso poder de convicción cuando iba diciendo estas cosas. Al momento me estaba cogiendo la mano y yo sentía que algo me llegaba a través de ese contacto. Quiero decir que percibía algo físico en él que me sobrecogía, y me preguntaba cuántas mujeres debían percibir lo mismo al instante, por el mero contacto, igual que me sucedía a mí.

Lo único que yo hice fue mirar su mano, el vello negro de su muñeca que asomaba del impecable puño blanco y la correa del reloj en contacto con el vello. Esas cosas me parecieron ya atractivas. Estaba enloqueciendo.

Podría contarte muchas cosas de ti que me hacen sentir lo mismo, como la forma en que dejas que el pelo te crezca con un estilo salvaje, la expresión de tu cara cuando me miras o el profundo sentimiento que me produce dormir sobre tu pecho.

Sin embargo, lo que trato de explicarte ahora es la forma en que la atracción me asaltó, me electrocutó sin que yo estuviera preparada para aquello.

Marty, al mismo tiempo, sintonizaba con el resto de gente de la sala, diciendo:

«¿Puedes ver su natural independencia, te das cuenta, Sally?»

Y la verdad es que casi no conocía a Sally, la acababa de conocer. Y:

«No les importará que fume, ¿verdad, señoritas? Daryl, ¿qué te parecería ese whisky ahora? ¿Crees tú que a la dama (refiriéndose a mi madre) le importará si tomamos una copa, Daryl? ¡Estupendo!»

Y entonces ya rodeaba a Daryl con el brazo, y éste ya traía las copas.

—Escucha, querida, tú y yo hemos de ser buenos amigos —estaba diciendo—. Y debes permitirme que yo haga que tu madre vuelva a ser importante en América, y quiero decir muy importante, preciosa. ¿Qué puedo hacer por ti mientras estás en Cannes? ¿Qué necesitáis tú y la dama? Llamadme, éste es mi número…

Etcétera, etcétera. Y durante todo el tiempo le brillaban los ojos, como si lo que estuviera sucediendo fuese a desencadenar un terremoto y él hubiera de despegar.

—Yo también lo deseo —repuse. Y me dirigí a la puerta, antes de que pudieran impedírmelo para reunirme con Susan, mientras él se quedaba despidiéndose, besando a Sally Tracy y estrechando las manos a los demás.

Pensé que Susan debía estar histérica por el desplante de mi madre. Pero no lo estaba. Llegué a punto para ensayar la conferencia de prensa. Me enteré de que ella ya había hablado con dos compañías distribuidoras del continente europeo. Era seguro que llevarían la película a Alemania y a Holanda. Y United Theatricals estaba muy interesada, y por supuesto, United Theatricals era una de las mayores distribuidoras de todo el globo. Conseguir que fueran los distribuidores sería un verdadero sueño, y ella tenía la íntima convicción de que querrían la película, pues sabía que ellos habían oído el rumor de que ésta tenía una buena línea narrativa.

Cuando regresé a la habitación me enteré de que habían tenido que sedar a mamá porque no podía dormir. Se sentía mal. Me dirigí a su habitación y la vi estirada en la cama, con todas aquellas flores a su alrededor, y te aseguro que era muy parecido a un funeral. Aquella estatua perfecta de mujer, con el cubrecama de seda y toda la habitación llena de flores. Me pareció verla respirar muy poco, y a mí siempre me daba mucho miedo que estuviera drogada de aquella manera.

El pase de su más famosa película en el Palais des Festivals seguía adelante, con la celebración de una cena a continuación y un reconocimiento público a mi madre, y en todo ello parecía estar involucrada la United Theatricals.

Bueno, ya está, pensé, y Susan tendrá razón. Parece que después de todo conseguiremos que la United Theatricals la distribuya.

A pesar de todo lo que sucedió después, la proyección de Jugada decisiva, a la mañana siguiente, fue una experiencia que nunca olvidaré. Cautivamos de verdad a la audiencia. Se podía sentir en el ambiente. Y cuando aparecieron aquellas escenas y vi a la recién estrenada yo (no a la niña que yo había sido en las películas de mamá años y años atrás) en la pantalla, bien, ¿qué puedo decir? Antes ni siquiera había podido ver la película completamente montada. Me quedé estupefacta y llena de agradecimiento hacia Susan por lo bien que nos había hecho quedar a todos.

Cuando el público nos dedicó la ovación, todos en pie, Susan nos tenía cogidas de la mano a Sandy y a mí. Me apretaba con fuerza y me hacía daño, pero al mismo tiempo era maravilloso.

Después tuvo lugar la conferencia de prensa en el vestíbulo del Carlton, donde Susan sacó a colación el tema del sexo, explicando que ésta era la película de una mujer, que versaba sobre mujeres y que el sexo era algo limpio. La idea era que la mujer de la película había tenido una experiencia privada que le hizo darse cuenta del vacío que existía en la agitada vida que llevaba, y todo eso. La banda de Tejas, formada por aquellos contrabandistas de droga, lo había arriesgado todo por lo de la cocaína. Y a pesar de ello, mientras estaban escondidos en la isla, se daban cuenta de que no tenían ni idea de qué hacer con el dinero. La jugada definitiva que representaba aquella operación de droga no iba a cambiar sus vidas ni un ápice. En cambio, para la heroína, el interludio con la otra mujer sí había significado un cambio. El hecho de que pudiera ser considerada una película de homosexuales limitaba su contenido. Trataba de un tipo nuevo de mujer que prueba varias experiencias en su vida y que tiene las presiones y las libertades de un hombre.

De ahí pasó a hablar de las mujeres en el cine. ¿Acaso tenían igual reconocimiento que los hombres? También se habló sobre si ella misma se consideraba una cineasta americana, y por supuesto respondió que sí. Sus contrabandistas de droga eran americanos de Tejas. A continuación Susan comentó el hecho de que Bonnie había contribuido a financiar la película, y que era una situación en la que una mujer ayudaba a otra, igual que Coppola ayudó una vez a su amigo Ballard para que éste pudiese hacer Black Stallion, y así siguió hablando.

Aquello dirigió la atención sobre mí, y comenzaron las preguntas sobre la financiación de mi madre. Con lo que yo intenté mantener mi voz en un tono estable mientras explicaba cuánto creía mi madre en el cine con integridad que ella había protagonizado en el pasado.

Después me preguntaron si yo creía que las escenas de amor de la película eran de buen gusto y si tenían relación con las que había hecho mi madre, a lo que yo respondí que sí. ¿Deseaba yo hacer más películas? Dije que sí, que por supuesto. ¿Cómo me sentía yo por tomar parte en una película que no tenía edad para ver en Estados Unidos? En ese momento saltó Susan y explicó que bajo ningún concepto la película iba a ser calificada «X». Les preguntó a los reporteros si habían asistido a la proyección y qué habían visto. No cabía duda de que Jugada decisiva iba a obtener una calificación «R» de recomendada para una cierta edad. Después habló de mí y de Sandy como de dos de las actrices más significativas de la escena actual.

Acto seguido le llegó el momento a Sandy, y quizá le sacó tanto o más partido a sus respuestas, en forma de monosílabos, del que cualquier mujer hermosa hubiese sacado nunca. Después de todo, nosotras éramos lo menos importante de cuanto sucedía en Cannes. Nadie esperaba que ganásemos ningún premio. Nadie salió a recibirnos. Y aquél fue nuestro momento glorioso, en el que todo el mundo estaba de nuestro lado.

Por todas partes se oía el rumor de que United Theatricals iba a distribuir nuestra película. Pero Susan no tenía ninguna intención de perder a sus distribuidores en el continente europeo. Se quedó todo el tiempo en la habitación respondiendo al teléfono, pues la expectativa de contar con United Theatricals atraía más y más ofertas.

Los periodistas se abalanzaron sobre nosotras cuando salimos a tomar unas copas. Nos inundaron de preguntas. Sobre si yo tenía ofertas. Sobre si Susan pensaba trabajar en Hollywood. Y nosotras le hablamos a todo el mundo sobre De voluntad y deseo, la película que íbamos a rodar en Brasil.

Cuando regresé a la suite me sentía flotar, aunque también sentía que algo me amenazaba por dentro. Mamá me había hecho daño como nunca antes. Me puse a pensar en el pasado, en muchas cosas terribles, pero hasta en los peores momentos, mamá siempre había sufrido más.

Sin embargo en esta ocasión ella me hizo daño, y esta vez su autodestructividad o su descuido no habían tenido nada que ver. ¡Ni siquiera había asistido a la proyección! Y aquello me había dolido más que el hecho de que no hubiese ido a la rueda de prensa. Mi madre no había visto mi película.

Pero al volver a la habitación tampoco me enfurecí al respecto. No me era posible. Volví a sentirme bloqueada por el temor de parecerme a ella si hacía una escena. Conseguiría atraer la atención hacia mí, igual que mi madre había hecho siempre.

Entré y nadie se dio cuenta de que lo hice. Nadie sabía que yo estaba allí. En la suite había una enorme confusión. La proyección de la película de mamá se había transformado en una velada especial dedicada a mostrar fragmentos de las mejores películas que ella había protagonizado. Y Leonardo Gallo, que por cierto había filmado mucha basura con ella, iba a ser el responsable de la presentación de la noche. A decir verdad, él tenía necesidad de hacerlo. Incluso era posible que la gente recordase los años en que él era joven, y no la porquería que acabó con la carrera de mamá.

De cualquier manera, mi madre estaba sentada en el sofá con Marty y éste la estaba ayudando a que comiese un poco de pescado frío que había en un plato de porcelana. Mamá estaba maravillosa. Parecía muy frágil y como sin edad. Y Marty la estaba alimentando literalmente, ya que le ponía los trocitos en la boca. Al mismo tiempo le estaba explicando, con voz muy queda, que hacer televisión era incluso más fácil que hacer cine. En aquélla había que rodar un número determinado de páginas en un día y el actor jamás tenía que participar ni en ensayos interminables ni en nuevas tomas. El tipo de profesionalidad de ella era perfecto.

Mi madre intentaba comer. No dejaba de decir que no tenía claro si podría actuar para televisión; algo que, a decir verdad, yo había oído en innumerables ocasiones. La había visto hacer aquello con Gallo en todas las películas, en Alemania y en Dinamarca, y en cada ocasión el director asumía la responsabilidad, movido por la vulnerabilidad y la humildad de ella.

Así que este tipo, Marty, es algo parecido a un director, pensé, y de entre todas las cosas posibles, de televisión. Bueno, mamá, a fin de tener un papel importante en una película americana, hubiese dado cualquier cosa, pero ¿para la televisión? Estuve a punto de reírme a carcajadas. Pobrecito Marty como te llames. Lo mejor que podrías hacer es limpiarte las manos con una servilleta y abandonar.

Me fui a la habitación a ducharme y cambiarme para la cena, y traté de no pensar más en que nadie, ni mamá ni el tío Daryl ni Trish ni Jill, se había dejado ver en la proyección. No dejaba de decirme, no pienses en ello Belinda. Además había un montón de desconocidos que te vitoreaban. Así que ¿qué más me daba a mí que a toda esta pandilla yo no le importase? Sin embargo me iba enfadando más y más hasta que me puse a llorar y dejé que el agua de la ducha corriera y corriera.

Al momento, Trish aporreó la puerta.

—¡Date prisa Belinda! —gritó—. Hay una conferencia de prensa ahora mismo abajo, en el vestíbulo.

La multitud que se había congregado era, por lo menos, cinco veces más numerosa que la de nuestra conferencia. No había la menor posibilidad de comparar. Mamá había conseguido que viniesen todos. Y todo para hacer una declaración de que ella iba a regresar a Estados Unidos para trabajar en una telenovela nocturna para United Theatricals llamada Champagne Flight.

He de recordarte, ya que creo que sabes cómo es la gente del cine, Jeremy, que para ellos la televisión es una cosa menor. Si no pregúntale a Alex Clementine. La desdeñan. Así que yo me preguntaba, ¿qué está pasando en Cannes?

Al cabo de unos segundos la respuesta quedó clara. Mamá era la Brigitte Bardot americana, decía Marty, y la Brigitte Bardot americana regresaba al hogar. En Champagne Flight haría el papel de Bonnie Sinclair, una actriz emigrada que volvía para hacerse cargo de las líneas aéreas que habían sido el imperio de su padre, en Florida. Se utilizarían algunos retazos de las películas antiguas de mamá en ciertos episodios de Champagne Flight. Fragmentos de Gallo, de Flambeaux y de todos los éxitos que había tenido mamá con la Nouvelle Vague serían utilizados en este flamante y nuevo concepto de serie, se pensaba conseguir una combinación de la fuerza de Dinastía y del estilo de los viejos filmes de mamá.

En resumen, Marty había hecho que noticias propias de la televisión se convirtiesen en noticias de cine, y escogió el momento mejor de lo que cualquiera lo hubiese hecho.

Entonces nos dirigimos hacia el lugar donde se iba a celebrar la cena y el homenaje. Yo tenía que encontrar a Susan y a Sandy, suponía que habían sido invitadas. De pronto alguien me cogió del brazo. Se trataba de un hombre joven de la United Theatricals, del que ni recuerdo el nombre ni si me lo habían presentado. Me informó de que era mi escolta y de que yo tenía que ir con él. Hicimos una marcha triunfal saliendo del vestíbulo, y bajo el sonido ambiental, la enormidad de focos y la locura general, estaba aquella voz interior mía que decía: «En la conferencia de prensa de mamá no se ha dicho nada sobre Jugada decisiva».

Aunque sinceramente, al salir de allí comencé a sentirme horrorizada, y no porque no nos mencionasen a nosotras, sino por la cuestión de la televisión. ¿Qué diablos iba a hacer mamá en una serie nocturna?

Pero entonces no comprendía el enorme negocio que estas series que emitían por la noche significaban. Mi mente estaba centrada sólo en las películas. Yo no sabía que en todo el mundo la gente veía Dallas o Dinastía y que las operadoras telefónicas extranjeras reconocían las voces de las estrellas que actuaban en ellas cuando hacían llamadas de larga distancia. No sabía la cantidad de dinero y fama que este tipo de cosa proporcionaba.

Así que pensé: muy bien, si mamá quiere actuar, eso significa que nos vamos a Estados Unidos, lo cual es magnífico, y además, ¿qué cría de mi edad no desearía estar en Estados Unidos actualmente? Cuando estemos allí, mamá conseguirá que la United Theatricals distribuya Jugada decisiva. Todo nos va a salir a pedir de boca.

Ni a pedir de boca ni nada que se le pareciera.

Susan no estaba en la cena. Ni Sandy ni Susan. Fue a las once de la noche cuando por fin encontré a Susan en el bar. Jamás he visto un cambio en nadie como el que se operó en ella. Fue peor que el cambio que hubo en ti cuando me pegaste, pues en tu caso aquello fue como el otro lado de la misma moneda. Susan me dijo:

—¿Sabes lo que ha hecho tu madre? Se ha cargado nuestra película. United Theatricals nos ha dicho que no está interesada. No tenemos nada. Todo el mundo en Cannes comenta que la película no puede comercializarse. Todo el mundo se ha retractado.

Le dije que aquello no podía ser cierto. Mi madre, como siempre, seguía encerrada en sí misma, pero jamás habría ido tan lejos como para causarle daño a nadie. Por otra parte, mi corazón me decía que mamá podía dejar que cosas así sucedieran por su causa. Tenía que enterarme de lo que estaba sucediendo.

Corrí a nuestro alojamiento. Dije que tenía que hablar con mi madre y casi le doy un empujón a tío Daryl para apartarlo de mi camino. Pero resultó que la habitación de mamá estaba cerrada con llave. Estaba allí dentro con la agente americana Sally Tracy y con Trish, y no hubo manera de que respondieran cuando llamé a la puerta. Al parecer, estaban ultimando detalles, las pequeñas cosas que debían ser consideradas en profundidad. Tío Daryl me explicó que no había ningún problema con Champagne Flight y que la parte económica estaba solventada.

Fue entonces cuando empecé a gritar. ¿Qué pasaba con Susan?, ¿y con nuestra película? Susan, Sandy y yo habíamos recibido una ovación con todo el público en pie en el mismo festival.

—Bueno, ahora tienes que calmarte, Belinda —me decía—. Sabes muy bien que si yo hubiese estado allí, tú nunca habrías actuado en ese tipo de película.

—¿De qué estás hablando? —le espeté—. Mamá ha hecho todo su dinero con «ese tipo de película» y tú lo sabes.

—Cuando lo hizo no tenía catorce años —quiso aclarar.

—Muy bien, pero yo hacía papeles pequeños en ellas desde que tenía cuatro años.

Entonces fue él quien gritó:

—Eso no tiene nada que ver. Ahí dentro estamos haciendo el negocio del siglo, Belinda, y eso es tan bueno para tu madre como para ti, no me cabe en la cabeza que hayas venido aquí y en este momento te hayas…

Creo que ya comprendes lo que seguía.

No tengo ni idea de lo que le hubiese contestado. Me di perfecta cuenta de que yo ya estaba contra la pared. El tío Daryl siempre le ha sido leal a mamá y nunca ha tenido en cuenta lo que otros hayan podido decirle, mamá es su única preocupación. En aquella ocasión en que estuvo a punto de hacer que nos despeñásemos por el risco en Saint Esprit, el tío Daryl me dijo por teléfono, en una llamada a larga distancia: «¿Y por qué la dejabas conducir, Belinda? Por Dios bendito, has estado conduciendo en el rancho desde que tenías doce años. ¿Acaso no sabes cómo se conduce un coche?» Así es tío Daryl. Para él no existe más que una causa, y esa causa es Bonnie, y, cómo te lo diría yo, por supuesto Bonnie y el tío Daryl han hecho muy ricos a Bonnie y a tío Daryl.

Pero volviendo a la historia, no pude decirle nada, porque no tuve oportunidad, pues en aquel momento Marty Moreschi apareció por detrás de él. Y cuando vi a aquel mongol de la United Theatricals, sencillamente me callé.

Me fui a mi habitación y di un portazo.

Tendrás que creerme si te digo que entonces me sentí muy sola. No podía acercarme a mamá, lo que tampoco deseaba mucho, y había perdido a Susan. La manera en que me había mirado Susan antes era muy fría.

Al momento, oí que alguien llamaba a la puerta. Marty Moreschi. Preguntó si podía entrar. Y yo le respondí:

—Más tarde.

A lo que él repuso rogándome:

—Por favor, cariño, déjame entrar.

Muy bien, haz lo que quieras, aniquilador, pensé yo. Pero si empiezas con todas esas tonterías estoy dispuesta a gritar.

En un momento así es cuando la inteligencia de Marty entra en juego.

Al entrar en la habitación puso una cara muy seria.

—He sido yo —me dijo—, yo me he cargado tu película.

Le miré durante un minuto, supongo. A continuación me eché a llorar.

—Comprendo cómo te sientes, querida. Lo entiendo de verdad. Pero tienes que creerme, esa película no habría tenido ningún éxito en Estados Unidos. Y esto, lo que estoy emprendiendo con tu madre, también es para ti.

Ahora, mientras trato de contarte esto, sé positivamente que ni siquiera acierto a explicar cómo ocurrió. La sinceridad de él y la manera en que me miraba. Casi como si también él fuese a echarse a llorar. Como si a él también le doliera todo lo que estaba sucediendo.

Así fue como me encontré sentada en la cama con Marty, mientras él me decía a su emotiva manera que yo debía tener confianza en él, que habría grandes contratos en América también para mí.

Por descontado que me molestó la forma en que lo dijo. Pero así se habla en el cine: contratos. Puedes estar hablando de arte y de belleza, pero lo que cuenta son los contratos. También habría contratos para Susan, me dijo; sí, Susan, no se había olvidado de ella. Decía que era sensacional. Pero que Jugada decisiva había de ser sacrificada. Aquél no era modo de hacer mi presentación al público americano, y tampoco la manera de presentar a Susan. A United Theatricals le salía más a cuenta contratar a Susan para hacer una película tras el éxito que la suya había tenido en Cannes, que distribuir ésta en América.

—¿Pero le propondrás un contrato a Susan? —le pregunté.

Y me contestó que así lo tenía pensado. Y prosiguió:

—Susan tiene lo que de verdad hay que tener. Y tú también lo tienes.

Me explicó que una vez el montaje de Champagne Flight estuviera concluido, él tendría una posición que le permitiría hacer lo que quisiera. Sólo había que esperar para verlo.

—Tienes que creerme, Belinda —me dijo.

Y mostró mucha franqueza al decirlo. Me había rodeado con los brazos y se me había acercado mucho y supongo que en algún momento me di cuenta de que su presencia física me confundía. Quiero decir que él era muy atractivo y yo no estaba muy segura de que lo supiese siquiera o de que intentase serlo.

De cualquier manera, no dejé que saliera de su apuro. Y no dije nada que le hiciera pensar que yo estaba de acuerdo en todo.

Fui a buscar a Susan. Esta vez la encontré de vuelta en su habitación, muy decaída y deprimida. Estaba dispuesta a marcharse del festival aquella misma noche. Todo había terminado, me dijo.

—Porno juvenil, así es como llaman a mi película. Dicen que ahora no es el momento político adecuado.

—Ahí es donde tú te has equivocado —dijo Sandy—, en haberla utilizado a ella con la edad que tiene.

Pero Susan negó con la cabeza. Dijo que hacían un montón de cine en Estados Unidos en los que se explotaba a las jovencitas. El asunto, ahora, tenía que ver con etiquetas, con la palabra que estaba circulando y con la gente que tenía miedo por alguna cosa. Incluso los más pequeños distribuidores la habían dejado plantada. Aún así, todo el mundo decía que Jugada decisiva era una película maravillosa.

Yo me sentía destrozada y me puse a llorar. Pero una cosa estaba clara, ella no se había vuelto contra mí. Me confirmó que seguía adelante con la película brasileña.

—¿Vas a hacerla, Belinda?

—¡Desde luego! —contesté yo. Y a continuación le expliqué lo que Marty me había contado.

—Marty Moreschi sólo puede hablar de televisión —comentó Susan—. Pero creo que a mi regreso a Los Ángeles encontraré la ayuda que necesito, sin que importe mucho que Jugada decisiva se quede sin estrenar.

Cuando dejé a Susan sabía que me encontraba demasiado enfadada, decepcionada y confusa como para volver a la suite. Me resultaba imposible dormir.

Bajé al vestíbulo y salí al paseo de la Croisette. No sabía muy bien qué dirección tomar, pero el hecho de estar junto a la multitud que llena las calles las veinticuatro horas del día, en medio de la animación de Cannes, podría ayudarme. No podía calmarme fácilmente.

Tenía dinero en el monedero, así que pensé en tomar un bocadillo, o algo parecido, y dar un paseo. La gente se quedaba mirándome. Una persona me reconoció, se me acercó y me sacó una fotografía. Sí, la hija de Bonnie, y de pronto, salido de ninguna parte, apareció mi padre. Mi adorable papá.

Me doy cuenta ahora de que una de las peores cosas que sucedieron durante el período en que no nos sinceramos totalmente, Jeremy, fue que no pude hablarte de mi padre.

Su nombre es George Gallagher, pero como he dicho antes, se le conoce en todo el mundo con el nombre de G. G. En Nueva York es muy importante y tiene uno de los salones más exclusivos. Antes de eso, había tenido uno en París, que es donde conoció a mamá.

Como te he mencionado, entre él y mamá tuvo lugar una gran pelea antes de que yo fuera a la escuela en Gstaad. Yo había pasado mucho tiempo en compañía de G. G.; él siempre ha sido encantador conmigo. G. G. solía volar a una ciudad y esperar durante muchas horas con el único objetivo de poder verme para comer, cenar o dar un paseo conmigo por el parque. Cuando yo era pequeña llegamos a hacer unos cuantos anuncios juntos, el tenía el cabello rubio y yo también, así que hicimos anuncios para champú, y ese tipo de cosas. Incluso hicimos uno en que estábamos los dos desnudos, que salió en las revistas de toda Europa y también en América, pero aquí sólo nos sacaron de hombros para arriba. Eric Arlington fue el que nos hizo aquella foto, el mismo que hace las fotografías exclusivas para Midnight Mink y que más tarde hizo el famoso póster de mamá con los dálmatas.

Bien pues, cuando yo tenía nueve años, nos fuimos a pasar unas vacaciones a Nueva York, y le prometimos a mamá que estaríamos de vuelta en diez días. Hicimos muchas cosas para una línea de productos para el cabello, papá se ocupaba del marketing, y también pasamos unos días maravillosos. Una semana, se convirtió en dos y luego en tres, y cuando nos dimos cuenta había transcurrido un mes. Yo sabía que tenía que haber llamado a mamá para preguntarle si le parecía bien que me quedase más días; debía haber pensado que ella iba a sentirse muy insegura, pero no la llamé porque tenía miedo de que me dijera que volviese a casa. En lugar de eso, lo que hice fue enviarle mensajes por telegrama, y seguir con G. G., que me llevaba a conciertos, al teatro, a excursiones para turistas de fin de semana a Boston, a Washington y ese tipo de cosas.

El resultado fue que mamá estaba aterrorizada ante la posibilidad de perderme, en el supuesto de que yo prefiriese a papá. Se puso histérica. Al final dio conmigo en el Plaza de Nueva York y me dijo que yo era su hija, que G. G. no era mi padre legal, que ella nunca había creído oportuno que yo conociera a G. G. y que éste estaba rompiendo el acuerdo original, por el cual, por cierto, había cobrado. Al final sus palabras ya no eran coherentes, empezó a hablar de la muerte de su madre, de que la vida no tenía ningún sentido y de que si yo no volvía a casa ella se suicidaría.

G. G. y yo nos enfadamos muchísimo, pero lo peor todavía estaba por venir. Cuando salimos del avión al llegar a Roma, G. G. fue atacado con todo tipo de papeleo legal. Mamá le denunció y le llevó a juicio para obligarle a alejarse de mí. Me sentí muy mal por él. Pensé en que debí haber adivinado que mamá reaccionaría de manera parecida. Así que G. G. tuvo que gastar una fortuna en abogados romanos sin siquiera entender lo que le estaba sucediendo. Hubiera querido morirme. Pero no podía dejar a mamá ni un minuto, pues se hallaba en un estado de colapso nervioso. Gallo estaba haciendo una película y se sentía furioso por culpa de los retrasos; a tío Daryl le sucedía lo mismo. Y aunque Blair Sackwell estuviera allí, nada de lo que dijo resultó de ayuda. Yo me sentí culpable todo el tiempo.

Después de aquello, G. G. dejó Europa. Y yo siempre he sospechado que mamá tuvo algo que ver en que él cerrase el salón de París. Aquello sucedió cuando yo tenía escasamente diez años, y recuerdo que no podía mencionar el tema sin que mamá se pusiese a llorar.

Cuando todo acabó nos fuimos a Saint Esprit. En los años siguientes yo empecé a mostrarme más enfadada por lo que se le había hecho a G. G. Por supuesto, él y yo seguimos en contacto. Me enteré, por ejemplo, de que G. G. y Ollie Boon, el director de Broadway, se habían convertido en amantes, y él era muy feliz en Nueva York. A veces, cuando iba a París le llamaba por teléfono, ya que era más fácil hacerlo desde allí que desde Saint Esprit. Sin embargo, seguía sintiéndome culpable por lo que había ocurrido. Y tenía miedo de saber el daño que podía haberle hecho a G. G. toda la historia. G. G. y yo, al final, nos sentimos aliados.

No sé si habrás visto alguna vez los anuncios de champú que él hizo o las enormes fotos para las revistas que hicimos juntos en aquel tiempo. Si los has visto creo que convendrás conmigo en que G. G. es muy guapo, además, pienso que a causa de su nariz respingona y su cabello rubio rizado siempre tendrá la apariencia de un joven. Aunque cambie de estilo de peinado, siempre lleva el cabello muy corto y los rizos en la parte de arriba de la cabeza. En realidad, su imagen es la del típico muchacho americano. Mide casi metro noventa de estatura y tiene los ojos más azules del mundo.

Bueno, pues allí estaba, en la Croisette en Cannes. Ollie Boon le acompañaba, y también Blair Sackwell de Midnight Mink, que siempre ha sido buen amigo de G. G.

Tanto G. G. como Ollie Boon iban vestidos muy elegantemente con camisa almidonada y chaqueta impecable (en un minuto te describiré a Blair) y se dirigían a una fiesta cuando nos cruzamos en la Croisette.

Yo no conocía a Ollie Boon. Resultó ser tan dulce como mi padre. Tiene más de setenta años, pero es encantador y muy guapo también, tiene el cabello blanco y dientes muy bonitos, lleva gafas con montura plateada y la piel dorada por el sol. Por lo que se refiere a Blair, bueno, él es lo que yo llamaría un hombre divinamente elegante, a pesar de que no mide más de metro sesenta, tiene muy poco cabello, una enorme nariz y la voz tan alta que podrías jurar que lleva un micrófono en el pecho. Su traje era del color de la lavanda, la camisa plateada y por supuesto llevaba un manto ribeteado de piel de visón sobre los hombros que hizo que pareciese total y absolutamente fantástico en el momento en que gritó: «¡Belinda, querida!», e hizo que todos nos parásemos allí mismo.

Ya puedes imaginártelo, me regaron a besos, y papá y yo nos abrazamos una y otra vez, momento en el que Blair sugirió que yo debía ir con ellos, pues se dirigían a la fiesta que daba un árabe saudí en un yate y a mí el tipo me iba a gustar muchísimo, así que tenía que ir. Yo estaba llorando y papá también, de modo que seguíamos abrazándonos y abrazándonos hasta que Ollie Boon y Blair decidieron hacernos burla y empezaron a darse abrazos y también a fingir que lloraban.

—¡Ven con nosotros a la fiesta ahora mismo! —dijo papá.

Pero yo no estaba dispuesta a soltarle a él todo mi malestar.

Deprisa y corriendo le conté sólo las cosas buenas. Le hablé de Susan y de la ovación que nos habían dedicado, y de que mamá iba a ser la estrella de la serie Champagne Flight.

Papá se sintió muy decepcionado por no haber ido a ver la película.

—Papá, yo no sabía que estarías aquí —le dije.

—Belinda, hubiese venido expresamente a Cannes para verla —contestó.

—¡Bueno, y cómo os creéis que me siento yo por no haberla visto! —gritó Blair—. ¡Lo que tu madre me dijo es que ella iba a ir a Cannes! No me dijo nada de esa película.

Luego resultó que Ollie había oído hablar de ella y era estupenda, así que me felicitó formalmente mientras Blair echaba humo.

A continuación, Blair quiso saber, en serio, por qué mamá no le había explicado nada cuando hablaron por teléfono en París, y en ese momento sucedió algo muy extraño. Yo fui a contestarle, a darle alguna excusa, pero abrí la boca y no salió ningún sonido.

—Venga, Belinda, ven con nosotros a la fiesta —dijo G. G.

Entonces Blair empezó a animarse por lo de Champagne Flight de mamá, y se preguntó si estaría bien que ella volviese a anunciar Midnight Mink, y si ella querría volver a hacerlo.

Yo no contesté nada, pero en secreto pensé que ya estaba empezando la locura en torno a Champagne Flight.

Mamá había sido la primera mujer que hizo aquel anuncio. Pero durante años, Blair nunca había mencionado la posibilidad de que volviese a hacerlo.

Y luego papá empezó a arrastrarme en dirección al yate.

—No voy vestida adecuadamente, papá —le dije.

A lo que él contestó:

—Belinda, con ese cabello tú siempre vas vestida para una fiesta. Vámonos.

Desde luego el yate era elegante. Las mujeres saudíes, las mismas que en Arabia se cubren con velos, se paseaban por el salón de baile de techo bajo con modernos vestidos que tiraban de espaldas, y los hombres tenían esa mirada profunda y ardiente que te invita a ir con ellos a su tienda del desierto. La comida era fabulosa y el champán también, pero yo estaba demasiado malhumorada para poder disfrutarlos. Trataba de poner buena cara por papá.

Blair no hacía más que hablar de que mamá debía volver a anunciar Midnight Mink, hasta que Ollie Boon le dijo con mucha educación que estaba hablando de negocios y que debía dejarlo. Después papá y yo bailamos juntos, y ésa fue la mejor parte.

La orquesta tocaba música de Gershwin, y papá y yo bailamos juntos despacio, al son de una triste canción. Estuve a punto de llorar pensando en lo que me había sucedido, y entonces, mientras seguía bailando, me di cuenta de que estaba mirando a un hombre, a un lado de la pista de baile, pensando que debía tratarse de otro árabe, y de pronto advertí que no era uno de ellos, sino que era Marty Moreschi de la United Theatricals, y que me estaba mirando.

Tan pronto como la pieza terminó, se dirigió a papá, y cuando me quise dar cuenta estaba bailando con él sin haber tenido oportunidad de decir que no.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le pregunté.

—Yo podría preguntarte lo mismo. ¿Acaso nadie cuida de ti? ¿Nadie se ocupa de lo que haces ni de adónde vas?

—Por supuesto que no —le contesté—. Tengo quince años. Puedo ocuparme de mí misma. Además, el hombre con el que estaba bailando es mi padre, si lo quieres saber.

—No me engañes —dijo—. ¿Me estás diciendo que ése es el famoso G. G.? Parece un muchacho que va a la escuela superior.

—Por supuesto —dije yo—, y es un tipo excelente y fantástico.

—¿Y qué pasa conmigo, no piensas que yo soy fantástico?

—Tú estás bien, pero ¿qué haces aquí? ¿Estás preparando una serie de máxima audiencia llamada Jeques en la Riviera o qué?

—Aquí hay dinero. ¿No lo hueles? Pero si quieres que te diga la verdad, no hay nadie en la puerta que pida las invitaciones, así que te seguía y entré.

—Bueno, pues ni tienes que seguirme ni estar preocupado por mí —le aclaré.

Pero la química entre nosotros ya había comenzado. Yo sentía algo tan fuerte que me estaba poniendo nerviosa. Es decir, que me parecía tener la cara totalmente colorada.

—Vuelve al hotel conmigo y tomemos una copa —me propuso—. Deseo hablar contigo.

—¿Y dejar a papá? Ni hablar.

Sin embargo, en ese mismo momento me di cuenta de que quería acompañarlo. De modo que cuando la pieza musical terminó, presenté a Marty a papá, a Ollie Boon y a Blair, y de nuevo volví a dar muchos besos y abrazos a papá. También nos juramos que nos veríamos en Los Ángeles.

Papá se quedó bastante destrozado. Mientras nos besábamos me dijo:

—Bueno, no le digas a Bonnie que me has visto, ¿de acuerdo?

—¿Tan mal están las cosas? —le pregunté.

—No deseo explicarte todo lo que está pasando, Belinda, pero voy a ir a verte este verano a Los Ángeles, de eso puedes estar segura.

Ollie estaba bostezando y diciendo que se quería ir en aquel momento. Y entre tanto Blair se había pegado a Marty y le estaba insinuando la idea de utilizar los abrigos de Midnight Mink en la serie Champagne Flight. Marty fingió un entusiasmo no comprometido, que después tuve ocasión de ver en Hollywood mil veces.

Besé a papá.

—En Los Ángeles —le recordé.

Al irme con Marty yo estaba muy nerviosa. Ahora, cuando pienso en ello, me doy cuenta de que la atracción física que se siente por una persona puede hacer que creas que algo importante va a suceder. Incluso puede hacerte vivir la ilusión de que nada más en tu vida importa.

Fue el mismo sentimiento que experimenté contigo después. Con la única diferencia de que entonces yo estaba más preparada, y ésa es la razón de mis desapariciones en los primeros días que estuve contigo.

Pero ésta era la primera vez que me pasaba, y yo no sabía lo que estaba sucediéndome, excepto que me gustaba mucho el contacto con aquel hombre. En el camino de regreso al hotel y al subir a la habitación de Marty, ni siquiera hablamos.

Nada más entrar me di cuenta de que aquello era una parte de las oficinas de la United Theatricals en Cannes, era mucho más bonito que la habitación de mamá. En ésta había un bufé con todo tipo de vinos, y la misma enorme cantidad de flores por todas partes. Sin embargo, a excepción de un par de camareros, no había nadie en aquel sitio, así que no nos vieron entrar en la habitación de Marty.

De modo que, pensando en ello, me di cuenta de que algo iba a suceder y que yo iba a dejar que sucediese. A mí las credenciales de aquel individuo no me impresionaban lo más mínimo, supongo que igual que a otras chicas. Es decir, él se había cargado mi película, ¿no? Y además yo no sabía quién o qué era él en realidad. A pesar de ello, le estaba acompañando a su habitación e intentaba parecer distante y fría cuando le dije:

—Muy bien, ¿de qué querías que hablásemos?

Y lo que sucedió es que él empezó a hablar. No se puso a fanfarronear delante de mí. Simplemente habló. Encendió un cigarrillo, me sirvió una copa, se sirvió también una para él, que por cierto ni la probó —la verdad es que los productores que no triunfan nunca beben—, y entonces empezó a preguntarme cosas sobre mí y sobre mi vida en Europa, y también qué pensaba yo de regresar a Estados Unidos; me aclaró que el numerito de Cannes le resultaba muy extraño a él, que había crecido en un quinto piso sin ascensor en el Little Italy de Nueva York. Recorrió toda aquella habitación con la mirada, con el papel de pared damasquinado, los sofás de terciopelo y las sillas, y después dijo:

—No sé, me pregunto dónde estarán las ratas.

No pude menos que reírme, aunque él me fascinaba, me estaba fascinando de verdad, me parecía un comediante de Nueva York que hiciera todo tipo de asociaciones, una tras otra, y hablase de que en realidad Los Ángeles era una «superficie de dedicación», y él se sentía igual que un gorila en aquella suite de quinientos dólares, y siguió diciendo que él tenía que desaparecer de vez en cuando e ir a comerse unos hot-dogs cuando salía de los elegantes restaurantes donde los ejecutivos de la United Theatricals tomaban pequeñas cantidades de alimentos a la hora de comer.

—Te quiero decir que a mí no me parece comida un platito de setas marinadas y una porción de pescadito en Saint Germain. ¿Acaso es eso una comida?

Pensé que la risa me mataría, no podía soportarlo. Es decir, que me parecía que iba a volverme absolutamente histérica por escucharle.

—Tú puedes hacer lo que quieras, ¿no es cierto? —me decía—. A lo que me refiero es a que la porquería que ofrecían en el bufé eran calamares en su tinta, y tú los comiste. Te vi. Y vi que te presentaron a un príncipe o algo así en el yate, y tú simplemente sonreíste. ¿Cómo se siente uno al ser tú? —me preguntó—. Y además estaba ese Blair Sackwell; durante toda mi vida he visto sus anuncios en las revistas, y tú le rodeaste con el brazo y le besaste con toda naturalidad, como si fuerais colegas. ¿Cómo se siente uno al vivir como tú?

De modo que cuando empecé a decirle algunas cosas, o sea, a contestar sus preguntas y a explicarle cómo había yo envidiado siempre a los niños que iban a la escuela en Europa y en América, cómo deseaba formar parte de alguna cosa y todo eso, él me escuchó. Me escuchó de verdad.

Tenía aquel brillo en los ojos, y me hizo una serie de simples preguntas que demostraban que él se hacía cargo de lo que yo le estaba contando.

Al mismo tiempo, yo me estaba formando también mi imagen de Marty. No es un hombre de Los Ángeles tan atípico. Él no cree que la televisión sea terrible. Lo normal para él es desplazarse por distintos grados de mediocridad. Defiende la televisión diciendo que es de la gente, por la gente y para la gente, igual que lo fue Charles Dickens. Sin embargo, jamás ha leído una página de sus libros. La cima para Marty es lo que él llama «candente». En «candente» todas las cosas están incluidas: como el dinero, el talento, el arte y la popularidad.

He de decir que lo que le proporciona a Marty su fortaleza es esa desesperación de haber vivido la calle en Nueva York y un cierto estilo de gángster. Cuando no está relajado, sólo se expresa con amenazas, ultimátums y pronunciamientos. Por ejemplo:

—Y entonces les dije: «Escuchadme bien, malditos bastardos, o me dais el espacio de las ocho de la tarde o yo me largo», y diez minutos después suena el teléfono y ellos me dicen: «Marty, ya lo tienes», y yo contesto: «Como había de ser».

Y siempre es igual.

Al mismo tiempo tiene un enorme candor. A lo que me refiero es a que él puede ser encantadoramente crudo porque en realidad es muy sincero. Y tiene mucho éxito por ser así. Sin embargo, sólo puedes actuar de ese modo cuando lo que tienes es miedo, y eso también es una característica de Marty.

Nunca olvidará sus orígenes y, como él dice, no es lo mismo ser pobre en la costa del Pacífico, donde las camareras de Sunset Boulevard hablan un inglés perfecto, y donde conduces por vecindades limpias de clase media, a los que por cierto se las llama gueto, como en San Francisco. No; ser pobre en Nueva York significa ser pobre de verdad.

Creo que lo que trato de decirte, o lo que quiero que comprendas, es que esta conversación fue el principio de una relación amorosa. Que estuvimos charlando así durante dos horas antes de acostarnos juntos, y que ir a la cama no era lo único que él deseaba. Y si he de decirte la verdad, me estaba odiando un poco a mí misma, por el hecho de que ir a la cama era casi la única cosa que yo deseaba.

De cualquier manera fue bastante excitante. Nunca tuvo el misterio que hubo entre tú y yo, pero estuvo muy bien. Tampoco tenía la misma sensación que contigo, de que aquello era un bello romance que sólo-se-tiene-una-vez-en-la-vida. No era tan bonito.

Pero él me gustaba, me gustaba mucho. Después, tras una hora de charla como la que te he descrito, sucedió una cosa que fue definitiva para inclinar la balanza.

Marty había asistido a la proyección de Jugada decisiva.

Aquello era algo que yo no había esperado. Es decir, yo tenía la convicción de que la gente de Hollywood no necesitaba ver una película para cargársela. Pueden comprar los derechos de un libro para hacer una película sin haberlo leído.

Sin embargo Marty había estado en el pase de Jugada decisiva.

Así que cuando comenzamos a hablar de ella, él me explicó cosas muy sorprendentes. Me dijo que Susan tenía visión y valor. Opinaba que era una profesional extraordinaria. También que mi papel era pura dinamita, y que le había robado la película a Sandy. Ninguna actriz experimentada hubiese dejado que eso sucediera. En cambio, había una cosa mal en la película, y es que yo era la que parecía más americana de todos. Que yo tenía la nariz respingona de G. G., la boca pequeñita y todo eso.

—¿O sea que esta señora se va a una isla en Grecia y se encuentra con la típica líder estudiantil de una escuela de grado superior? —me preguntó—. No podía funcionar. Los drogadictos de Tejas eran fantásticos y el guión de primera línea. Pero la isla griega y mi imagen…

Era una película extranjera que no lo era. No funcionaría.

Bueno, todavía hoy no sé si eso es verdad. Pero viniendo de él ese tipo de reflexión me sorprendió. Aunque lo que me resultaba todavía más sorprendente era que él dedicase tiempo pensar siquiera en la película.

De cualquier manera, para Susan era mucho mejor que esta primera película suya no se estrenase, repetía. En ese momento fue cuando yo salté y le dije:

—Muy bien, ¿y qué vas a hacer por Susan en Estados Unidos?

—No puedo prometer nada extraordinario —me aclaró—. Pero haré lo posible. —Y acto seguido se levantó y me estrechó la mano—. De modo que así están las cosas, tanto si te quedas como si te vas. ¿Puedo besarte?

—Claro que sí —contesté—, ya era hora.

Hacer el amor con él fue maravilloso. Tenía la brutalidad de un camionero, pero era un camionero fantástico, quizás el mejor que haya existido nunca. ¿Y por qué te cuento todo esto? Porque deseo que sepas y comprendas todo lo que ocurrió. Debes saber que aunque este hombre no tuviese tu habilidad o tu control del tiempo, yo le amé mucho. He de aclarar que, por supuesto, hasta entonces yo no había estado más que con muchachos. A decir verdad, yo no tenía ni idea del sentido que tenía controlar el tiempo.

El hecho de conocerte terminó con el amor que sentía por Marty. Así es como fue. Cuando te conocí eras el hombre de mis sueños; tú eres serio y decente, igual que las personas que conocí en aquellos años en que mamá hacía buenas películas y yo terminaba durmiéndome en la mesa mientras escuchaba discusiones constructivas sobre la vida y el arte. Tú eres elegante y refinado, y además a tu manera desaliñada y facilona, eres muy atractivo. Y también la duración del acto tiene algo que ver, no hay que olvidar eso, la mezcla de sensaciones cuando nos tocamos el uno al otro en la cama, aquellas ocasiones en que tú eras más puramente físico que cualquier otro hombre que haya conocido.

De modo que necesité algo así para terminar con el amor que sentía por Marty. Yo amaba muchísimo a Marty.

Aquella noche en Cannes fue algo muy serio.

Cuando se despertó por la mañana, estaba muy asustado. Empezó a decir que alguien debía andar buscándome. Y cuando le dije que se tranquilizase no me creyó.

—Ocúpate del asunto de Susan —le pedí—. Aunque ésa no sea la razón por la que me he acostado contigo, pues de cualquier manera lo hubiese hecho, es Susan quien me preocupa ahora mismo.

Aunque si he de decirte la verdad, no confiaba en que él tuviera la influencia suficiente dentro de la United Theatricals, en lo que a Susan se refería. Él era de la televisión. De manera que ¿por qué habría de escucharle alguien de la parte de cinematografía? Quiero decir que era fácil que pudiese cargarse una película de cine siendo de televisión, pero… ¿cómo podía él conseguir un contrato para una mujer cuya película se había cargado?

En cambio, yo no me daba cuenta de que United Theatricals, al igual que otros grandes estudios, era propiedad de un grupo que en este caso es la CompuFax. Ellos habían contratado a dos jefes de estudio, Ash Levine y Sidney Templeton, que habían pertenecido a una televisión de veinticuatro horas de emisión en Nueva York. Piensa bien en eso: veinticuatro horas. Y ¿quién creería que ese tipo de gente podía dirigir una compañía cinematográfica? Pero lo estaban haciendo, y eran justamente los antiguos compañeros de Marty en Nueva York, fueron ellos los que pusieron a Marty en el cargo que ostentaba. Marty había trabajado para Sidney Templeton como asistente de producción en Nueva York, y Ash Levine había crecido con Marty. Fue Marty quien contrató a Ash para su primer trabajo.

Creo que debería contarte que circula una historia por Hollywood sobre Marty y Ash Levine, según la cual siendo niños se vieron mezclados en una pelea en Nueva York en lo alto de un tejado, y cuando unos chavales atacaron en grupo a Ash, fue Marty el que agarró a uno de ellos y lo tiró literalmente desde el tejado. El muchacho murió al estrellarse contra el pavimento y el grupito se largó, y ésa es la razón por la que Ash sigue vivo, y quizá también Marty.

No sé si la historia es cierta o no, aunque la he oído en distintos lugares en Hollywood, y es lo que se cuenta cuando se habla de por qué Marty puede conseguir lo que quiera de Ash Levine.

Por la tarde, Marty, Susan y yo estábamos reunidos en la suite de United Theatricals con esos tipos, Templeton y Levine. Los tres iban vestidos impecablemente con esos trajes de tres botones, y le estaban dando la típica coba de Hollywood, sobre cuánto talento tenía como directora y qué milagro había sido que la película se presentase, aun cuando mamá le hubiese dado la espalda.

Así pues, Susan estaba allí sentada con su sombrero vaquero, su camisa de seda ablusada por las mangas y los tejanos blancos, limitándose a escuchar a aquellos tipos, y yo pensé: lo sabe, seguro que sabe que son ellos los que se han cargado la película, y que lo ha hecho Marty directamente; yo sé que ella lo sabe y creo que se va a largar. Y entonces sucedió una cosa que me hizo comprender que Susan tendría éxito en Hollywood.

Y por cierto que ya lo ha tenido.

Susan no dijo nada sobre el pasado y se puso a hablar enseguida de la película de Brasil. Les explicó toda la historia por encima, ya sabes a qué me refiero, a lo que esa gente llama «concepto central», uno de los peores términos que jamás se hayan inventado. Una quinceañera americana salvada de las garras de unos esclavizadores brasileños por una valiente reportera americana. Después se puso a contar los detalles, con mucha calma y con habilidad manejó las objeciones que ellos iban poniendo, sin comentar lo estúpidas que pudiesen ser. Es decir, que cogió aquella película en la que habíamos trabajado con inusitada creatividad y se dispuso a hacérsela tragar, a pequeñas cucharadas, a aquellos imbéciles.

Y créeme cuando te digo que esos tipos son imbéciles. Lo son y con ganas. O sea, que le dijeron a Susan cosas como: ¿qué vas a hacer para que Río resulte interesante?, o ¿qué te hace pensar que puedes escribir el guión sola?

Aunque cuando sentí verdadero miedo fue en el momento en que ellos mencionaron que había que evitar el aspecto del lesbianismo. Pero Susan ni siquiera movió un párpado al respecto.

Se limitó a decir que De voluntad y deseo era una película por completo diferente a Jugada decisiva, ya que era básicamente puritana. Yo había de representar a una prostituta explotada, y no a un espíritu libre. Todo el sexo que se mostraría en pantalla sería fundamentalmente malo.

Cuando oí que Susan les decía aquello, creí caerme muerta allí mismo. Sin embargo ellos lo comprendieron a la perfección. El enganche moral estaría presente. La periodista americana iba a alejarme del sexo, no se iba a acostar conmigo, luego no habría salidas de tono lesbianas.

Así que ellos movían la cabeza en señal de asentimiento y decían: suena bien, ¿cuándo podemos ver el guión? Quedaron en seguir hablando cuando ella llegase a Los Ángeles.

Al terminar la reunión, ella y yo nos fuimos juntas, y yo estaba muerta de miedo porque si me preguntaba si me había acostado con Marty no sabría qué decirle. Sin embargo, lo único que hizo fue decir:

—Son unos estúpidos, pero creo que se la hemos vendido. Ahora tengo que moverme y conseguir que Jugada decisiva sea distribuida en todos los países posibles.

Susan se fue de Cannes de inmediato. Pero había conseguido impresionar a todo el mundo. Aquella misma noche Ash Levine me pidió que le explicara todo lo que supiese de ella. A Sidney Templeton le había gustado. A Marty también.

Y ella consiguió que Jugada decisiva se distribuyese en salas especiales y festivales por toda Europa. Era un destino insignificante, pero le daba al filme un poco de difusión y de vida. Meses después, cuando ya me había escapado, conseguí la película en cinta de vídeo, de una empresa de ventas por correo, gracias a que Susan le había dado aquella vida.

Después de la reunión regresé a nuestra suite y mamá me cogió y me besó, al tiempo que me decía que era maravilloso que nos fuéramos a Hollywood y que esta vez la cosa iba en serio, que esta vez nos querían de verdad.

Se comportó como siempre. Me llevó a su habitación y empezó a llorar y a decirme que aquello era como un sueño, que a ella le parecía que no estaba sucediendo; luego se puso a mirar a su alrededor y a ver todas las flores y dijo:

—¿Todo esto es para mí, de verdad?

Yo no respondí nada. Pero ella siguió comportándose como si le hubiese contestado. Continuó explicándome lo maravilloso que era todo, como si yo estuviese respondiendo «sí mamá» todo el tiempo. Y yo no decía ni una palabra. Lo único que hacía era mirarla y pensar que ella no sabía nada de lo que había sucedido con Jugada decisiva. No tenía la menor idea. Dentro de mí estaba naciendo un sentimiento nuevo, como si de alguna manera yo estuviese perdiendo interés en ella. La rabia que sintiera antes se había desvanecido, parecía que ella hubiese perdido la habilidad de herirme, y eso fue lo que de verdad aprendí, de una vez por todas. Mamá no iba a cambiar. Era yo la que debía hacerlo. No debía esperar nada que viniese de ella.

No lo había aprendido, estaba equivocada, por descontado. Lo que sucedía era que yo tenía a Marty, y eso me hacía sentirme bien, acompañada, y tan especial que me sentía protegida, eso era todo.

***

De Cannes nos fuimos a Estados Unidos, y Trish y Jill volvieron a Saint Esprit a cerrar la casa. Marty tenía que empezar a filmar con mamá casi de inmediato, pues había que tenerlo todo preparado para la campaña de otoño. Champagne Flight debía ser totalmente rescrita con mamá.

Por otra parte, Marty quería que mamá estuviese un tiempo en el Golden Door de San Diego para que perdiera más peso. Mamá, si deseas saber mi opinión, estaba perfecta, pero no respondía al estándar actual de figura anoréxica.

Así que el tío Daryl se fue a preparar nuestra casa en Beverly Hills, la que habíamos poseído durante tantos años, pero en la que no habíamos vivido; y Marty y yo registramos a mamá en el Golden Door, y cinco minutos después hacíamos el amor en la limusina, en el trayecto de regreso a Los Ángeles.

Durante tres semanas Marty y yo estuvimos siempre juntos, ya fuese en mi habitación del Beverly Wilshire, en su oficina en la United Theatricals o en su apartamento en Beverly Hills. Por supuesto, él no podía creer que nadie estuviese controlando lo que yo hacía, que la única «supervisión» —por utilizar la palabra que él usaba—, que yo tenía era la del tío Daryl, quien tomaba el desayuno conmigo todas las mañanas en el Bev Wilsh y que me decía: «Toma, ve y cómprate algo bonito en Giorgio’s». Sin embargo, así sucedía. Aunque yo usaba algunos trucos para mantener el engaño, tengo que admitirlo, como dejar notas para el tío Daryl sobre citas con el peluquero, que hacían pensar que yo estaba controlada cuando en realidad no era así.

De algún modo, ésos fueron los mejores momentos entre Marty y yo.

Me llevó a conocer la United Theatricals. Tenía un enorme despacho en una esquina, y yo me sentaba durante horas a contemplar como Marty hacía su trabajo.

En el mes de abril ya disponía de dos horas completas de rodaje correspondientes a la presentación de la serie Champagne Flight, y en aquel momento se dedicaba a modificarlas y a recomponerlas para mamá, asimismo tenía que hacer que la cadena siguiese funcionando. Como director y productor de la serie tenía una enorme responsabilidad, y como puedes imaginarte era también su vida, así que yo estuve viendo cómo escribía el texto del primer capítulo mientras almorzaba, hablaba por teléfono y le gritaba a su secretaria, todo al mismo tiempo.

A cualquier hora y en cualquier momento, a Marty le apetecía dejarlo todo y estar conmigo.

Si no lo hacíamos en el sofá de cuero de su oficina, lo hacíamos en la limusina o en mi habitación.

Incluso cuando por fin llegó Trish, nada cambió. Aunque debo decir que yo nunca llamé la atención. Si Marty estaba conmigo, yo le escondía en el baño en el caso de que entrase Trish.

El efecto que esta libertad producía en Marty era de extrañeza. Al principio yo pensaba que lo que tenía era miedo de que le cogieran conmigo. Después de un tiempo me pareció que no le gustaba. Que no aprobaba lo que sucedía. Lo que él pensaba era que tío Daryl y Trish eran muy negligentes. En un momento dado me enfrenté con ello. «¡Deja el asunto en paz! ¿De acuerdo?», le dije.

Para nosotros, aquella relación era el verdadero amor, juro que era así. No sé si lo comprenderás, pero no era como quedarse sentado y pensar: este tipo me quiere de verdad y yo le quiero a él. Sencillamente todo sucedía con gran intensidad entre nosotros todo el tiempo. Solíamos hablar mucho sobre mi vida en Europa. Marty se pasaba el tiempo anonadado. Deseaba oír mis relatos sobre cómo conocí a Dirk Bogarde o a Charlotte Rampling a la edad de cuatro años. Quería que le explicase qué se siente cuando se esquía. También estaba muy preocupado sobre sus modales en la mesa. Me pedía que le mirase cuando comía y que le dijese en qué se equivocaba.

Me hablaba mucho de su familia italiana, de cuánto había odiado tener que ir a la escuela; me explicaba que de niño deseó haberse hecho cura, y también que no le gustaba nada tener que volver en ocasiones a Nueva York. «Las cosas aquí no me parecen reales —solía decir estando en California—, pero por Dios, qué reales son allí».

Me pareció evidente que Marty deseaba analizar las cosas, pero que no sabía cómo. Nunca había asistido a una escuela de grado superior ni tampoco había ido a ningún psiquiatra, pero tenía una habilidad espectacular para deducir las cosas.

Hablar con la mujer de su vida sobre sus más íntimos sentimientos era una verdadera aventura para Marty. Ése fue el dique que rompió en aquellos días. De pronto, el hecho de hablar comenzó a tener un significado para él que no había tenido antes. Y yo me di cuenta de que, aunque no tenía mucha cultura, era muy listo.

Susan ha ido a la Universidad de Tejas y después a la escuela de cinematografía de Los Ángeles. Tú eres un hombre de mucha cultura. Mamá asistió a cursos en la escuela superior. Jill y Trish han hecho los cuatro años de universidad. Pero Marty había tenido que dejar la escuela pública en Nueva York siendo muy joven. Así que Marty en su vida diaria oía citas, referencias de cosas e incluso chistes que no podía comprender.

Por ejemplo, solíamos mirar las emisiones de las viejas películas del «Sábado noche en directo», en la televisión, y él me cogía del brazo y me decía: ¿De qué te estás riendo? ¿Qué es tan divertido? Asimismo, «El circo volador de Monty Python» a Marty le resultaba incomprensible. Por otra parte, podía ir a ver una película como El año pasado en Marienbad, poner mucha atención en lo que estaba viendo y, al salir, explicarte de qué iba la película.

Aunque todo eso ahora no es lo importante. Excepto que conocí a Marty y le quise sin que me importase lo que los demás pudiesen opinar de él. Había algo entre nosotros, cosas que quizá nadie pueda comprender jamás.

Pero tan pronto como mamá dejó el Golden Door y nos subimos al avión en el aeropuerto de San Diego en dirección a Los Ángeles, Marty se vio prácticamente obligado a dedicarse a ella. Mamá tomó el control de las cosas, igual que lo había hecho en Cannes.

Marty puso a Trish y a Jill casi de patitas en la calle, por más que mamá las quisiese mucho y desease que se quedaran en la casa de Beverly Hills. Él no lo hizo de forma deliberada, sencillamente tenía más fuerza. Mamá escuchaba a Marty, y Jill y Trish eran sus hermanas, yo misma era como su hermana, pero en el caso de Marty, él era su jefe.

Marty lo supervisó todo desde el principio. Se trasladó a sus habitaciones en la casa de Beverly Hills a los cinco días del regreso de mamá.

Creo que debo describirte la casa. Está en la llanura de Beverly Hills, y es muy vieja y enorme. Tiene la sala de proyección en el sótano, el salón de billar y la piscina de doce metros en el exterior, rodeados por naranjos. La había comprado el tío Daryl en los años sesenta para mamá. Aunque mamá nunca quiso vivir en ella, por lo que tío Daryl la tuvo alquilada todo aquel tiempo. Tuvo la habilidad de negociar como parte de los contratos de alquiler que los inquilinos se ocuparan de enmoquetarla, amueblarla, rehacer la piscina y muchas otras cosas. En consecuencia, mamá es hoy dueña de una mansión de tres millones de dólares de valor en California, con una cocina totalmente equipada, moquetas de pared a pared, vestidores forrados de espejos, grifos de riego automático para el jardín y sensores eléctricos que encienden las luces cuando oscurece.

Sin embargo no es una casa bonita. No tiene la belleza de nuestro apartamento de Roma ni de la villa en Saint Esprit. Y tampoco tiene el encanto de tu casa victoriana de San Francisco. En realidad es una cadena de cubículos decorados con colores de moda, con un grifo especial en la cocina que te proporciona agua hirviendo para hacer café tanto de noche como de día.

Aun así la disfrutábamos. Nos revolcábamos en una mullida comodidad. Descansábamos en el patio, bajo un horrible cielo azul lleno de la polución de Los Ángeles y nos decíamos que se estaba muy bien.

Y aquellas primeras semanas nos lo pasamos bien de verdad.

Cada mañana, Marty llevaba a mamá al rodaje y se quedaba con ella todo el tiempo que duraban las tomas, a menudo rehacía textos para ella allí mismo. Luego solía sentarse con ella a la hora de comer y hacía que se terminase todo el plato. A partir de las ocho era el turno de Trish y de Jill para ocuparse de mamá, la llevaban a la cama para ver la televisión o para charlar un rato, y así asegurarse de que sobre las nueve ya se hubiera dormido.

A esa hora es cuando Marty y yo estábamos juntos, encerrados en su habitación o en la mía. Nos sentábamos juntos en la cama, leíamos los guiones de Champagne Flight y comentábamos lo que nos parecía bien o mal.

Marty tenía la garantía de haber terminado por lo menos trece episodios de una hora, y se había propuesto hacer todo lo que estuviese en su mano antes de que se presentase la serie en septiembre. En ocasiones incluso rehízo los guiones él solito.

En el mes de julio yo ya estaba capacitada para ayudarle. Le leía el material en voz alta durante la comida o mientras se afeitaba, y en algunas ocasiones yo misma escribía las escenas. Le asesoraba en pequeños detalles sobre el carácter de la estrella de cine que mamá representaba. Escribí una escena completa para el tercer capítulo de la temporada. No sé si tú lo has visto, pero estuvo muy bien.

Hacia el final, Marty llegó a decirme: «Oye Belinda, convierte esto en dos páginas, ¿quieres?» Y yo me ponía a hacerlo sin que él lo revisara después.

Todo aquello me encantaba. Me gustaba mucho trabajar y aprender a realizar la telenovela. Marty tenía ideas muy claras sobre cómo debían ser ciertas cosas, pero no siempre disponía de vocabulario adecuado para expresarlas. Yo hojeaba revistas y le mostraba cosas que veía, hasta que él me decía: «Sí, eso es lo que yo quiero, así es como ha de ser». Y cuando encontró al diseñador que quería las cosas empezaron a despegar.

En ocasiones nos íbamos de casa justo después de que mamá cenase. Nos íbamos al estudio juntos y trabajábamos hasta las dos o las tres. Nadie parecía darse mucha cuenta de lo que sucedía entre nosotros, y yo me sentía tan involucrada que no me preocupé demasiado de disimular.

Tienes que entender que sólo habían transcurrido dos meses desde el festival de Cannes, y nosotros estábamos muy ocupados.

Entonces, una tarde, al regresar a casa, vi que Blair Sackwell estaba allí, llevaba un chándal de color plateado y zapatillas de tenis a juego, en realidad no era una indumentaria extraordinaria para Blair, aunque parecía más bien un mono de organillero, así que al entrar yo se levantó de un salto del sofá y me preguntó por qué me estaba alejando de todo después del éxito que había obtenido como debutante en Cannes.

Trish y Jill se quedaron anonadadas. Aunque no era extraño porque últimamente siempre estaban así.

Blair me dijo que un productor incluso había telefoneado a G. G. en Nueva York, porque estaba desesperado por encontrarme, y que por favor dejara ya de hacer el papel de Greta Garbo, puesto que sólo tenía quince años.

Le dije a Blair que nadie me había ofrecido nada, al menos que yo supiera, de lo que él no dudó en mofarse. Me transmitió que papá me enviaba saludos cariñosos. Papá habría estado allí con él de no ser porque Ollie Boon tenía el estreno de una representación musical.

Sin embargo, la mayor preocupación de Blair era que mi madre volviese a hacer el anuncio para Midnight Mink. Me rogó que hablase con ella para convencerla. Que era la única mujer que haría ese anuncio dos veces en su vida.

Me fui a otra habitación y llamé a Marty al estudio. ¿Sabía él algo de una oferta para que yo hiciese un papel en el cine? Me dijo que no, que él no había oído nada, pero que yo sabía, o debía saber, que mi tío Daryl se había opuesto a que yo actuase en Champagne Flight. Insistió en que yo sin duda ya lo sabía. Pensó que yo lo sabría. ¿Acaso yo me sentía desgraciada? ¿Qué estaba pasando? Quería que se lo dijese sin dilación.

«Cálmate, Marty —le respondí—. Sólo te estoy haciendo una pregunta». A continuación, llamé al tío Daryl, que ya estaba de regreso en Dallas, en su despacho de abogado, y me dijo sin rodeos que la agente de mamá, Sally Tracy, tenía órdenes estrictas de alejar de mí a los productores. Él personalmente le había dado instrucciones a Sally para que Bonnie no fuese molestada por gente que se interesase por mí. Bonnie no tenía tiempo de preocuparse por esas cosas. Y que deseaba que todo el asunto de Jugada decisiva se desvaneciese y no se hablase más de ello.

Llamé a Sally Tracy.

—¡Belinda, querida!

—Tú eres mi agente, ¿no? —le pregunté—. ¿Estás desestimando ofertas dirigidas a mí?

—Bueno, bonita, Bonnie no desea que se la moleste por esos asuntos. Además, ¿tienes idea de las ofertas que te están haciendo? Mira, querida, ¿acaso has visto alguna película en que explotan a las quinceañeras?

—Me gustaría estar informada de si alguien llama interesándose por mí. Quiero saber si de verdad tengo un agente. Deseo que se me transmitan todas las cosas que me conciernen.

—Si así lo deseas, bonita, le daré instrucciones a mi secretaria para que te lo comunique todo, desde luego.

Colgué el teléfono y sentí algo muy extraño, una sensación muy fría, pero no sabía lo que tenía que hacer. La verdad era que me sentía feliz trabajando con Marty. No deseaba estar en ningún otro lugar. Pero ellos deberían haberme explicado lo que estaban haciendo. Me sentía enloquecer, y no tenía el más mínimo deseo de volverme loca. Por lo tanto, aquella noche hablé con Marty del tema.

—¿Tú querías que yo hiciera papeles cortos en la serie? —le pregunté.

—Bueno, así fue al principio —me confirmó—, pero ten en cuenta lo que voy a decirte, Belinda. Escúchame atentamente: en este momento estoy trabajando para que tu madre sea importante. ¿Por qué debería malgastarte como decoración? Lo más inteligente es apostar en el momento justo, ver qué éxito tiene la serie y después crear un episodio para ti. —Me daba perfecta cuenta de lo que estaba maquinando a medida que hablaba—. Ya tengo un par de ideas. Pero desearía utilizarlas cuando la temporada esté avanzada, por ejemplo, hacia noviembre; en realidad ya sé lo que quiero hacer entonces.

Como he dicho antes, todo era muy confuso, porque yo estaba contenta trabajando en la parte de producción y, además, no me convencía mucho salir en la telenovela. Me refiero a que lo que de verdad quería era hacer películas. Me sentía muy rara por todo aquello.

Al día siguiente le pregunté a mamá si a ella le importaba que yo hiciese algún papel en la serie. Nos hallábamos en la limusina del estudio, Marty estaba sentado a su lado, con el brazo rodeándola como siempre, y yo estaba frente a ellos en el pequeño asiento abatible que se encontraba junto al televisor que, por cierto, nadie encendía nunca.

—Por supuesto que no, querida —me dijo en su habitual voz adormilada de las mañanas. Tenía la mirada fija en el exterior del vehículo, hacia unas casas de apartamentos con paredes estucadas color pastel, típicas de Los Ángeles, como si no se tratase de una de las más aburridas y feas vistas del mundo—. Marty, haz que Belinda salga en la serie, ¿de acuerdo? —Pero añadió—: Aunque sabes, querida, ahora podrías dedicarte a ir a la escuela durante un tiempo. Siempre has querido hacerlo. Podrías conocer chicos de tu edad. Ahora podrías ir a Hollywood High si quisieses. ¿No es cierto que todo el mundo quiere ir a esa escuela?

—No lo sé, mamá, creo que ya se me ha pasado la edad para eso. Cuando llegue septiembre no sé muy bien lo que haré. Probablemente me apetezca hacer películas, mamá, ¿sabes a qué me refiero?

Pero ella siguió mirando a través de la ventana. Parecía como si aquello no le importase. Ella seguiría adormilada hasta que llegase al escenario del rodaje de Champagne Flight.

—Puedes hacer lo que quieras, cariño —me dijo un poco después, como si mi último mensaje acabase de hacérsele patente—. Puedes actuar en Champagne Flight, si eso te apetece, a mí me parecerá bien.

Entonces dije: gracias mamá, y Marty se inclinó hacia delante, puso su mano sobre mi pierna y me dio un beso. Y es probable que yo no le hubiese dado más importancia al asunto de no ser porque cuando él se recostó en el asiento yo le dirigí una corta mirada a mamá.

Ella me estaba mirando con gran atención. Pareció como si todo el efecto de las drogas desapareciese durante un segundo. Y cuando yo le sonreí, ella no me devolvió la sonrisa. Me estaba mirando fijamente, como si fuese a decirme algo, acto seguido se giró y miró a Marty, que no se dio cuenta de nada porque me miraba a mí. Después ella volvió a mirar por la ventana.

No me pareció una mirada normal, era como si me estuviese diciendo: no hagas que todo el mundo se preocupe por tu caso, Belinda, sólo porque Marty y tú sois amantes. Deja el asunto en paz. Por otra parte, quizá mamá ni se había dado cuenta, es posible que mientras me miraba estuviese pensando en alguna otra cosa. Bueno, mamá se daba cuenta de muy pocas cosas referentes a mí, ¿no es cierto?

En fin, sólo he de aclarar, que tenía razón en lo primero que pensé.

Un par de días después Susan vino a la ciudad. Llegó haciendo mucho ruido por el pasaje de entrada a la casa de Beverly Hills con el Cadillac blanco convertible en que había venido conduciendo desde Tejas, porque según ella tenía que pensar en la película brasileña y hablar consigo misma en voz alta mientras conducía.

Yo me sentía muy confusa al pensar en la película, pues no quería abandonar a Marty, pero en cuanto me metí en el coche con Susan para ir a Musso and Frank’s la idea volvió a atraparme. Tenía claro que debía dejar a Marty para hacer esta película, no había ninguna duda. Si dejaba de hacerlo, ¿qué era yo?, ¿era una actriz o no era nada? Por descontado, no le hablé a Susan de Marty. Tampoco le conté que el tío Daryl intentaría oponerse. Después de todo, yo estaba segura de que mamá me dejaría ir.

Susan habló de la película durante toda la comida, en el ruidoso Musso and Frank’s. Iba a ser fantástica. Ellos estarían de acuerdo en que yo actuase. Yo tenía que representar a la ingenua, y además era la hija de Bonnie. Su mayor problema lo constituía Sandy. Ellos le pedirían que eligiese a una actriz cotizada para hacer el papel inicialmente destinado a Sandy.

—¿Y vas a ceder en eso?

—Tendré que hacerlo. Sandy no podrá incorporarse, y yo lo sé, además sigo teniendo la intención de hacer famosa a Sandy cuando tenga el poder necesario. Y ella lo sabe.

Marty escuchó con paciencia la exposición de Susan aquella misma noche. Le comunicó que organizaría una reunión para ella en la United Theatricals. Y cuando la puerta de la habitación se cerró, él me dijo:

—¿Vas a serme fiel cuando estés en Brasil?

—Sí —contesté yo—. Y tú también vas a serme fiel aquí, en la ciudad de las estrellas, ¿verdad?

—¿Alguna vez se te ha ocurrido tener dudas sobre eso, amor mío?

En aquel momento parecía sincero, y muy cariñoso además, así que yo sentí que estaba de mi lado y que siempre lo había estado.

Pero en la United Theatricals no aceptaron el proyecto de Susan. Dijeron que la película era muy arriesgada. Opinaron que ella era demasiado joven para producir y dirigir al mismo tiempo. Sin embargo, tenían una proposición que hacerle, se trataba de que dirigiese tres películas para la televisión, cuyos guiones se encontraban allí mismo.

Como yo había supuesto, Susan se quedó hecha polvo. Luego fui al hotel Beverly Hills a visitarla y la encontré leyendo los guiones en su habitación, bebiendo té frío, fumando y escribiendo un montón de notas.

—Son historias de recetario —comentó—, pero voy a aceptar. Spielberg, por ejemplo, hizo estas películas de televisión para la Universal. Bueno, seguiré ese camino. Han estado de acuerdo en que Sandy actúe en una de ellas. Así que por ese lado no hay problema. Pero no hay nada adecuado para ti, Belinda, no hay nada decente, nada que siquiera se parezca a lo que yo tenía pensado.

—Esperaré la de Brasil, Susan —dije yo. Y durante un momento se me quedó mirando, parecía que estaba tramando algo, o pensando, o tratando de decirme alguna cosa. Aunque lo único que acabó diciendo fue: de acuerdo.

Marty la llamó más tarde por teléfono y le dijo que había tomado la decisión más inteligente.

—Todo el mundo está pendiente de ella —me comentó a mí—. Cuando tenga una idea de verdad comercial, la escucharán. Lo único que necesita es ir con un poco de cuidado, ya sabes. No hay que gastarse excesivamente en nada hasta que sepas que se trata de absoluta dinamita, y por otra parte las películas que le han dado es como si ya estuviesen hechas.

Mientras todo esto sucedía, yo me había quedado sin habla, y sin embargo tomé nota de cada detalle. A Susan le iría bien con esta gente.

Al mismo tiempo, yo lo estaba pasando bien con Marty y no necesitaba decirle nada a Susan sobre el asunto. Además, todavía era posible que la película brasileña acabase haciéndose.

—No lo olvides, Belinda —me dijo Susan antes de irse—. Haremos esa película.

Le confirmé que podía contar conmigo cuando estuviese a punto. Y si deseaba hacerla rápido y no tenía dinero, bien, yo tenía el suficiente en cheques de viaje, para pagar mi estancia allí. Como respuesta, me dedicó una sonrisa.

—Hay otra cosa que quiero decirte antes de irme —añadió poniéndose seria—. Vigila tu relación con Marty.

Yo me quedé mirándola. Había pensado que me moriría si ella se enteraba de que me acostaba con el hombre que aniquiló nuestra película. ¿Cómo explicarle lo sucedido?

—Recuerda que en Cannes estabas muy enfadada —continuó— y ahora, mira lo que estás haciendo, le preparas el café, le vacías los ceniceros y vas y vuelves del trabajo con él, no dejas de estar a su lado y hasta le buscas un pañuelo si quiere sonarse la nariz.

—Susan, sólo hace dos meses que he llegado aquí. No lo comprendes…

—¿Qué es lo que no comprendo? —me espetó—. ¿Que estás enganchada con ese tipo y que eres su corderito desde Cannes? No te dejo de lado por esa razón, Belinda. Conozco a ese hombre. Seguro que contigo es transparente, sin embargo está cagado de miedo por si tu madre o ese par de hermanitas del colegio que están con ella le pescan contigo. ¡Lo que trato de decirte, Belinda, es que recuerdes quién eres tú! Sí, claro, ahora eres sólo una niña y tienes un montón de tiempo por delante, pero ¿qué quieres hacer con tu vida, Belinda? ¿Deseas ser alguien o la chica de alguien?

Acto seguido se fue zumbando en su Cadillac, clavando las ruedas en la gravilla, a punto estuvo de rozar los postes eléctricos de la verja, y yo me quedé de pie, parada allí mismo y pensando: bien, lo ha sabido desde el principio.

Y hay algo que debo decirte: desde entonces, el único que me ha preguntado qué deseaba hacer con mi vida o qué aspiraciones tenía has sido tú, en San Francisco, cuando cenamos juntos por primera vez en el Palace Hotel. Me miraste a la cara de la misma manera que lo había hecho Susan y me preguntaste qué cosas deseaba para mí misma.

Bien, Susan se había ido, y también el proyecto de Brasil. Yo me lo pasaba bien con Marty, también estaba encantada de vivir en América y, honestamente, me parecía maravilloso no tener que cuidar más de mamá.

En Saint Esprit, Trish y Jill habían sido encantadoras, pero había un montón de decisiones insignificantes que ellas no podían tomar. Se necesitaba que las tres hiciésemos el trabajo de contratar, despedir y manejar al personal de la casa. Una de nosotras tenía que estar siempre con mamá.

Era Marty quien se hacía cargo de ella. Y a medida que él iba adquiriendo más y más responsabilidades, una cosa se me aclaró: Marty era mejor para mi madre de lo que nosotras lo habíamos sido. Por ejemplo, con el tema de la bebida no se trataba de que nosotras la ayudásemos a beber, sino sencillamente de que no podíamos controlarla. En cambio, Marty sí podía. Para imponer sus reglas, disponía de la mejor razón: Champagne Flight.

Y hacía que mamá estuviese bonita y la mantenía al margen de la bebida. Cuanto más la mimaba y la controlaba, más florecía ella. Por fin mamá se convirtió en lo que siempre había soñado ser.

Desde luego que una buena parte de este cambio era debido a vivir en California, a la manía de hacer ejercicio, comer de manera saludable, ser vegetariano, meditar y Dios sabe qué más basura con la que supuestamente vives para siempre y te sientes una buena persona mientras haces todo eso. Pero surtió efecto; mamá se convirtió en una reina amazona que soportaba muy bien la presión de trabajar en una serie de televisión, las constantes entrevistas, las apariciones en público y tantas otras cosas que, si quieres saber mi opinión, son peores que trabajar en el cine.

Cuando llegó la fecha de la inauguración de la serie, Marty dominaba la vida de mamá. Se sentaba a su lado mientras ella se bañaba, le leía libros a la hora de dormir, le acercaba el esmalte de las uñas y se quedaba cerca de ella para que las peluqueras no le dieran tirones en el pelo, la vestía por la mañana y la desnudaba por la noche. Trish, Jill y yo no éramos ya necesarias para nada.

A pesar de lo desleal o culpable que yo pudiese sentirme, estaba encantada. Y me sentí muy aliviada de que el año escolar hubiese empezado sin que nadie se diese cuenta. Me lo estaba pasando estupendamente.

No tengo idea de si tú pudiste ver la presentación de Champagne Flight, de modo que te explicaré lo que hizo Marty. Consistió, como siempre, en un programa especial de dos horas. En este episodio, Bonnie Sinclair, actriz emigrada, regresa a su hogar, en Miami, para hacerse cargo de la línea aérea propiedad de su padre tras la misteriosa muerte de éste. Un primo joven, tremendamente atractivo, intenta hacerle chantaje con las películas eróticas que ella había hecho en Europa. Ella se comporta como si hubiese picado el anzuelo: se va a la cama con él y le hace creer que la tiene en el bolsillo; y cuando ya han hecho el amor, le pide a él que se vista y la acompañe a la sala de al lado, pues le ha preparado una sorpresa. Bueno, en ella está teniendo lugar una fiesta, y toda la familia se encuentra reunida. También están allí personas importantes de la sociedad internacional.

Entonces Bonnie hace la presentación del atractivo primo a todos los asistentes, tal como él hubiera deseado; a continuación aparece una pantalla, se apagan las luces y todo el mundo toma asiento, se proyectan escenas de las viejas películas eróticas de Bonnie. El primo se queda boquiabierto y destrozado. Concretamente, Bonnie muestra las mismas escenas con que el muchacho pensaba chantajearla. De modo que ella se limita a sonreírle y a decirle que ha sido una velada maravillosa, y que por qué no viene a verla en alguna otra ocasión. Él se marcha sintiéndose como un estúpido.

Mamá representó todo esto con gran talento. Apareció triste y herida, y tan filosófica como siempre, así que en el momento en que el joven ha de marcharse, lleno de vergüenza y turbación, ella se queda mirando a la pantalla, en la que se están proyectando las escenas de amor de sus viejas películas, y el espectador ve cómo se le llenan los ojos de lágrimas. En esto consistió la trama. Termina el episodio con ella al frente de la compañía aérea, habiéndose librado de los chicos malos, primo incluido, y por supuesto intentando averiguar quién es el asesino de su padre.

Muy bien, típicamente televisivo, ya lo sé. Pero por otra parte era perfecto para mamá, y desde luego el presupuesto era enorme, los decorados suntuosos y los vestidos extraordinarios. Incluso la banda sonora era mejor que las que se acostumbra oír.

El enorme éxito de Corrupción en Miami tenía una poderosa influencia en Marty. Muy probablemente se sentía celoso de él. Y había jurado hacer Champagne Flight con mucho estilo y más sofisticada que cualquier otra telenovela del momento. También deseaba un ritmo policiaco. A este respecto, su modelo era la vieja serie Kojak. A decir verdad, Marty hizo lo que se había propuesto. Champagne Flight produce una sensación de serie policiaca y tiene la apariencia de vídeo de rock.

De hecho existe una vieja expresión cinematográfica para lo que hizo Marty, aunque juraría que él la desconoce. El término es filme noir. Probablemente Champagne Flight es la única telenovela de hora punta tipo filme noir.

Marty esperó como un maníaco a que se publicaran las audiencias. En cuestión de unas horas supimos que todo el mundo en América había sintonizado la emisora para ver a mamá. Champagne Flight era un éxito. Incluso fue noticia en todo el país: Bonnie y las viejas películas de Bonnie.

Después de aquello la prensa nos seguía constantemente. Las revistas del corazón venían a por nosotros como perros de caza. Y de pronto Marty no podía desaparecer de la vista de mamá. Mamá insistió en que él durmiese en la habitación de al lado, por lo que hubo que sacar a Jill de allí, y se despertaba cada noche sin saber dónde se hallaba, a pesar de las pastillas para dormir. A las tres de la mañana él tenía que darle de comer, una especie de pequeño desayuno, y explicarle que todo iba muy bien, y que algunos tendrían que tragarse sus viejas críticas.

Incluso cuando le conseguimos una enfermera para que la cuidase todo el tiempo, la cosa no mejoró. Marty tenía que estar presente. Él era quien tenía que dar las órdenes a la masajista, a la peluquera y a la asistenta que sólo limpiaba la habitación de mamá. En una ocasión, una noche, un reportero europeo saltó la verja electrificada y empezó a hacer fotos con flash a mamá a través de las puertas acristaladas de su habitación. Ella se despertó gritando.

De modo que el tío Daryl tuvo que traerle una pistola de Tejas, aunque todo el mundo le dijo que estaba loca y que no debía utilizar aquella arma. Ella insistió en tenerla en la mesilla de noche.

Naturalmente, durante aquellas primeras semanas siguieron filmando y revisando episodios a medida que se conocían las reacciones del público, y se hacían cambios a lo que ya estaba filmado. Mamá estaba muy bien cuando trabajaba. Se sentía muy bien cuando actuaba y cuando leía el guión. El resto del tiempo estaba como loca. Es una mujer a quien nunca le ha importado tener que trabajar hasta tarde.

Unas tres semanas después de haber comenzado la temporada, me di cuenta de que no había estado a solas con Marty desde el día del estreno. Entonces me levanté pronto por la mañana y vi a Marty de pie junto a mi cama.

—Cierra la puerta con llave —le susurré. Sabía que en cualquier momento mamá podía levantarse y empezar a dar vueltas por la casa en un estado de semiconsciencia.

—Ya lo he hecho —me dijo.

Pero se quedó allí de pie vestido con el pijama y el batín, y no se metió en la cama. Creo que, a pesar de la oscuridad, me di cuenta de que le estaba sucediendo algo terrible. Acto seguido, se sentó en la cama a mi lado y encendió la lámpara de la mesilla. Tenía una cara horrible. Parecía turbado, ido y un poco loco. Yo le dije:

—Se trata de mamá, ¿no es cierto? Te has ido a la cama con mamá.

Tenía la boca desencajada. Parecía que no pudiese hablar. Me dijo, con una voz muy cascada, que cuando una mujer como aquélla deseaba que te acostases con ella, no podías decir simplemente que no.

—¿De qué demonios estás hablando? —pregunté.

—Cariño, no puedo decepcionarla. Nadie que estuviese en mi posición debería hacerlo nunca. ¿No lo entiendes?

Me quedé pasmada mirándole. No podía articular palabra. Se me había ido la voz. Y allí mismo, delante de mí, él empezó a sollozar y a llorar.

—Belinda, no sólo te amo, ¡te necesito! —me susurró con aquella voz lastimera, y a continuación me rodeó con sus brazos y empezó a besarme.

Yo no podía hacerlo. Ni siquiera tenía que pensarlo. Así que salté de la cama y me alejé de él antes de decidir qué debía hacer. Pero él vino tras de mí, me besó y me encontré a mí misma besándole. De nuevo esa cosa química se adueñó de la situación, y el amor, por supuesto, aquel poderoso amor que tal vez no necesitaba ya de la química.

Discutí con él y le dije varias veces que no, pero ya estábamos juntos en la cama, y lo hicimos, y yo me quedé llorando hasta que me dormí.

Por supuesto que, cuando me levanté, él ya no estaba allí. Estaba otra vez junto a mamá. Y nadie se dio cuenta de que hice la maleta y me marché.

Me fui hacia la zona del Strip, al Château Marmont, pedí un apartamento e hice un par de llamadas. Llamé a Trish para que pagase la factura, le dije que no me preguntase por qué, pero que tenía que estar allí.

—Yo ya sé por qué —me dijo ella—. Sabía que esto iba a suceder. Ten cuidado, Belinda, ¿de acuerdo?

Llamó al Château y se hizo cargo de los gastos. Aquella noche dejó un mensaje por teléfono en que me informaba que lo había hablado con mamá, y ésta le había firmado un cheque espléndido para mi cuenta en el banco.

Y allí estaba yo, sentada en un lado de la cama del Château Marmont pensando que se había terminado la relación con Marty, que Susan estaba en Europa filmando una película para la televisión, y que a mamá, por supuesto, no le importaba lo más mínimo que me hubiese ido de la casa.

Bueno, durante las siguientes semanas me dediqué a hacer locuras. Vagabundeaba todas las noches por la calle, hablaba con los que iban en bici y con muchachos que se habían escapado de sus casas. Llamé por teléfono a las chicas de Beverly Hills, que se habían puesto en contacto conmigo al principio cuando llegué. Fui a visitarlas, asistí a sus fiestas e incluso una tarde me fui a Tijuana con ellas. A veces iba a dar una vuelta por Hollywood High cuando terminaban las clases. Hice el recorrido habitual por la ciudad como una turista, fui a las excursiones organizadas a los estudios, e incluso a Disneylandia y a Knott’s Berry Farm. Sencillamente iba por ahí. Cualquier cosa para no estar sola, para no esperar junto al teléfono. Pero me aseguraba de ponerme en contacto con Trish por lo menos una vez cada tarde. Ella me explicaba que mamá estaba bien. Que seguía bien.

Es probable que mamá ni siquiera notase mi ausencia. Y yo empezaba a volverme loca intentando no pensar en Marty, me decía a mí misma que todo debía terminar con él, que ahora yo tenía que decidir qué haría en el futuro.

Hoy, cuando pienso en ello, me pregunto qué habría sucedido si yo hubiese llamado a G. G. a Nueva York. Seguro que a mamá no le hubiese importado que me fuese con G. G. Ella ya no me necesitaba como antes. Aunque la verdad era que yo no podía soportar la idea de perder a Marty. Estaba hundida por el dolor, por un dolor terrible.

Así que lo único que hacía era dar vueltas por la ciudad.

Por supuesto me sucedieron cosas bastante irritantes, y era consciente de que legalmente era una menor.

Por ejemplo, sé conducir desde los doce años, pero en California no podía tener el carnet de conducir hasta los dieciséis. No podía entrar en lugares donde sirviesen alcohol, aunque sólo quisiera tomarme una coca-cola y sentarme en una mesa para ver al artista que estuviese actuando. Y por supuesto no podía confiar en los chicos y chicas que conocía. No era como para hablarles de mi relación con Marty.

Además, yo no era como ellos. No tenía el carácter de adulto y niño al mismo tiempo, como ellos; chicos verdaderamente duros de las calles de Los Ángeles por una parte, y bebés por otra. Yo no encajaba.

¿Quiénes habían sido siempre mis amigos? Trish, Jill, Blair Sackwell, papá. Ésos habían sido. No gente joven.

Mantenía relaciones superficiales, por no decir del todo artificiales. Nada me salía bien.

Bueno, naturalmente Marty apareció por el Château Marmont.

Si no lo hubiese hecho, creo que mi fe en la vida hubiese desaparecido. ¿Ni siquiera una pequeña visita para saber qué me había sucedido? En realidad, no sabía muy bien lo que deseaba, excepto que no quería acostarme con él si se acostaba con mi madre. Y te lo digo en serio, no estaba preparada para la escena que Marty montó.

Aquél fue el primer número de ópera italiana que Marty representó para mí.

Se presentó en el apartamento a eso de medianoche. Estaba en un estado indescriptible cuando le vi llegar. Ante todo deseaba saber a qué clase de familia pertenecía yo. ¿No le importaba lo más mínimo que yo estuviese viviendo en Sunset, en un lugar como el Château, sin la más mínima supervisión? Volvió a utilizar aquella palabra y yo me reí.

—Marty, no me vengas con esa mierda —le dije—. No me saques de la cama a medianoche para decirme que a mi familia no le importa un bledo lo que yo haga. Sé eso desde que tenía dos años.

¿Por qué no iba yo a la escuela?, me preguntaba. ¿Qué pasa? ¿A nadie de tu familia le importa si vas a la escuela?

—Si te atreves a sugerir tal cosa, Marty, puedo matarte —le espeté—. Y ahora sal de mi habitación y déjame en paz.

Entonces se sintió muy avergonzado y molesto, y se puso a llorar cuando me dijo que Bonnie preguntaba por mí. Bonnie no entendía por qué yo nunca iba por allí.

—Dímelo tú —le dije.

Yo había empezado a llorar.

Y sin mediar más palabra, estábamos uno en brazos del otro. Le dije que no, desde luego, una y otra y otra vez le dije que no, pero no lo decía en serio y Marty lo sabía. Nos metimos en la cama, y resultó tan maravilloso como siempre.

Supongo, con cierta sensación dulce, que de alguna manera fue mejor, Marty estaba allí a mi lado, estrechándome e intentando decirme que había sido un infierno todo aquel tiempo sin mí.

—Sabes, amor mío, me hace pensar en el viejo refrán: ten cuidado con aquello que pides, pues podrías conseguirlo. Bien, yo lo hice, yo pedí a Bonnie, yo deseé hacer una serie que fuese número uno. Y he conseguido ambos deseos, cariño, y jamás en mi vida me he sentido tan desgraciado.

Yo no contesté nada. Estaba llorando sobre la almohada. Me dedicaba a pensar cosas absurdas, como que podríamos casarnos, huir hacia Tijuana y casarnos, luego volver y decírselo a todos. ¿Qué sucedería entonces? Pero yo sabía que aquello no era posible, y al mismo tiempo sentía una rabia enorme que quemaba todas las palabras que podía haber dicho.

Marty siguió hablando. No dejaba de decir cosas y más cosas, hasta que me di cuenta de lo que estaba pasando. Me estaba diciendo que me necesitaba, que no podía hacer todo aquello sin mí, que tal como estaban las cosas no podía terminar la temporada.

—Tienes que volver Belinda, tienes que hacerlo. Tienes que mirar todo esto bajo una luz diferente.

—¿Estás tratando de pasarte conmigo? ¿Crees que puedo vivir allí mientras tú y mi madre os acostáis, ocultándole a ella que también te acuestas conmigo?

—Belinda, una mujer como tu madre no quiere saber las cosas —me explicaba—. Te lo juro, no quiere. Desea que la cuiden y que le mientan. Desea que la utilicen y al mismo tiempo utilizar a todo el mundo. Belinda, creo que no conoces a tu madre, no como la conozco yo. Belinda, no me hagas esto, te lo pido por favor.

—¡Que no te haga esto a ti!

Si crees que me has visto alguna vez dando un tortazo, tenías que haberme visto entonces. Me levanté de la cama y empecé a golpearle, a gritarle y a decirle que se fuera de allí, que regresara con ella.

—¡Hacerte esto a ti!

Yo no paraba de gritar. Entonces él me agarró, me sacudió y gritó como si estuviese loco.

—¡Belinda!, maldita sea, sólo soy un ser humano, nada más.

—¿Y qué demonios se supone que significa eso? —le pregunté.

Se sentó a un lado de la cama, con los codos sobre las rodillas. Me dijo que la presión estaba creciendo y que si él explotaba, mamá lo haría también.

—Mira, cariño, todos estamos en esto juntos, ¿no lo comprendes? Ella es la fuente de nuestros éxitos, tu dinero es de ella, y eso hemos de aceptarlo en este momento. O sea que te ruego que no te vuelvas contra mí ahora, amor mío, por favor.

No pude por menos que mover la cabeza. Ella es la fuente de nuestros éxitos. ¿Qué podía decir yo?

—Vuelve a casa —me rogó mientras me cogía la mano—. Soporta esto conmigo, Belinda, en serio; el tiempo que comparto contigo es lo único que me queda, de verdad.

A continuación se desmoronó. Lloró y lloró, y yo también lloré, y de pronto llegó la hora, él tenía que marcharse. Si no estaba a su lado cuando ella se despertaba, a las cinco de la mañana, se abriría el infierno y se desatarían los demonios.

Se vistió y luego dijo:

—Sé lo que piensas de mí. Y también sé lo que yo pienso de mí. Pero te juro que no sé qué hacer. Todo lo que sé es que si no regresas yo no podré fingir mucho tiempo, te lo digo de verdad.

—De modo que es mi responsabilidad que todo funcione, ¿eso es lo que estás diciendo? Marty, ¿cuántas veces crees que he sido yo la que ha hecho que todo funcione para mamá? ¿Cuántas veces crees que me he contenido y he hecho lo que fuera necesario para que mamá se sintiese bien?

—Pero estamos en el mismo barco, cariño, se trata de ti, de mí y de ella. ¿No lo ves? Escucha, esas pollitas tejanas van a irse muy pronto. Sé que lo harán. Y en la casa no habrá nadie más que esas criaturas, la enfermera, la masajista y esa loca peluquera, además de ella y yo. De modo que voy a coger el revólver que está en el cajón de la mesilla y me reventaré los sesos o algo parecido. Me estoy volviendo loco.

Yo no tenía nada más que añadir. Esperaba que se marchase. Él iba a llegar tarde y yo estaba pensando en llamar a G. G. y preguntarle si le parecería bien a Ollie Boon que yo me quedase un tiempo con ellos, aunque sabía que no tenía el coraje para hacerlo, no todavía.

Entonces me di cuenta de que Marty no se marchaba. Estaba inmóvil en el quicio de la puerta.

—Amor mío, ella y yo… vamos a casarnos —me dijo.

—¿Qué?

—Una ceremonia multitudinaria junto a la piscina de la casa. La publicidad va a comenzar hoy.

No articulé ni una sola palabra.

Entonces Marty soltó un discurso. En un tono pausado no habitual en él, me largó una conferencia.

—Te amo, Belinda, te quiero como nunca he amado a ninguna otra persona hasta hoy. Puede que seas la chica bonita que no tuve como pareja cuando iba a la escuela. Tal vez seas la atractiva chica rica que no pude alcanzar en Nueva York. Lo único que sé es que te amo, y nunca he estado con nadie que no fuese de mi familia en Nueva York a quien haya amado tanto y en quien tanto haya confiado. Pero la vida ha jugado muy sucio con nosotros dos, Belinda. Porque la dama ha anunciado que desea casarse. Por primera vez en su maldita vida desea contraer matrimonio. Y lo que la señora desea, la señora lo consigue.

Después la puerta se cerró tras él. Se había marchado.

Cuando Trish llegó, creo que yo seguía tumbada en un estado de confusión total. Si sabía que Marty había estado allí, nunca me lo dijo. Me anunció que la boda tendría lugar el sábado, mamá quería que fuese lo antes posible y tío Daryl ya había salido de Dallas, por lo que era probable que llegase aquella tarde.

—Creo que deberías regresar a Europa —me dijo—. Creo que deberías ir al colegio.

—No deseo ir a Europa —repuse yo—. Y no quiero ir a ningún colegio.

Inclinó la cabeza y en un gesto de impotencia me invitó a acompañarla a comprar un vestido para la boda. También me dijo que era mejor que el tío Daryl no supiese lo de mi estancia en el Château Marmont.

Bien, soporté la ceremonia y la semana que la precedió. Le sonreí a todo el mundo. Representé mi papel. Tanto el tío Daryl como los demás estaban demasiado ocupados para preguntarme qué había estado haciendo. Cuando por fin hablé con la gente, ya fuera en la sala de estar o en la recepción, me sorprendí a mí misma diciendo que me estaba preparando para ir a la Universidad de California en breve, que pensaba pasar los exámenes y empezar pronto. Estaba segura de pasármelo bien allí.

La celebración de la boda era lo más novedoso en Beverly Hills. Las revistas del corazón ofrecían una suma de treinta mil dólares a quien pudiese sacar una foto desde el interior de la propiedad. La policía tuvo un enorme trabajo en impedir que la gente bloqueara las calles.

Mamá estaba muy enamorada de Marty. No la había visto así desde la época de Leonardo Gallo. No es que estuviese apoyándose sólo en Marty, o colgada de él, sino que no veía a nadie más que a él. Y aquella tarde ambos estaban radiantes.

Pero he de decirte algo, la boda en sí era una confabulación. El ministro que la ofició era un hippie de los años sesenta demasiado crecido, ya sabes, uno de esos con cincuenta años y pelo largo, que viven en Big Sur o algo así y que probablemente había obtenido sus credenciales por correo. Toda la ceremonia era un poco deslustrada, las copas eran compartidas y todo el mundo llevaba coronas de flores en la cabeza. De haber tenido lugar en el campo hubiese estado bien. Pero con esa gente, cuyos comentarios son siempre «estamos hablando de una operación importante» y «lo que hay que ver es el contenido», rodeados de polución y paseando entre aquellos naranjos, ¡bah!, era un asco. Por no hablar de que tío Daryl me llevó a un lado, inmediatamente después, y me dijo que no debía preocuparme por la parte económica del asunto, pues Marty había firmado un contrato prematrimonial, con lo que la celebración, bueno, se había hecho sólo por la felicidad de mi madre y no podía considerarse legal.

—Simplemente ha perdido la cabeza por ese tipo italiano de Nueva York, ésa es la pura verdad —me aclaró—. Pero tú no debes preocuparte. Él será bueno con ella, yo me ocuparé.

Creía que me moría. Cuando entré en la casa para estar sola un rato, encontré a Trish y a Jill en mi habitación, como si se estuviesen escondiendo de todo el mundo, y Trish me comunicó lo de su regreso a Dallas con Jill, a finales de semana.

—Ella ya no nos necesita —me explicó Jill—. Aquí ya no somos de ninguna utilidad.

—Además ya es hora de que hagamos algo por nuestra cuenta —dijo Trish. Y continuó explicándome que Daryl estaba dispuesto a ayudarlas a montar una tienda de ropa de moda en Dallas. De hecho se la financiaba por completo. Y mamá también estaba de acuerdo en apoyarla con su imagen.

La noticia me dejó hundida. Lo de Saint Esprit se había terminado hacía ya cierto tiempo, pero cuando ellas se fuesen, todo habría concluido.

Recordé las palabras de Marty acerca de vivir solo en aquella casa, sin ellas. Pero yo no pensaba quedarme. No podía. Estaba fuera de toda duda. A causa de la música proveniente del jardín y de la gente que deambulaba por todas las habitaciones, cual si fuesen zombis y sin hacer ruido al caminar sobre la moqueta que cubría el suelo, no me era posible pensar con detalle lo que haría.

Pero sabía que de alguna manera me alejaría.

—Belinda, ven a Dallas con nosotras —dijo Trish.

—Bonnie jamás la dejaría venir —añadió Jill.

—¡Oh, sí!, sí que lo haría. Ahora es feliz con su nuevo marido. Cariño, ven y pasa un tiempo con nosotras en Dallas.

Yo sabía que no podía hacer aquello. ¿Qué podría hacer yo a ochocientos kilómetros de casa? ¿Ir a centros comerciales, a tiendas de vídeo o asistir a bonitas clases sobre los poetas ingleses en la universidad?

Si bien toda la tarde fue como un mal sueño, lo peor todavía había de llegar.

Cuando Trish y Jill regresaron con el gentío, yo decidí cambiarme y salir de allí.

Entonces entró Marty y cerró la puerta. La gente ya se marchaba, me dijo, y había terminado todo. Acto seguido me abrazó.

—Estréchame, Belinda; abrázame, cariño —me dijo. Y eso es lo que hice durante un momento.

—Es tu noche de bodas, Marty —le dije—. Es algo que yo no puedo soportar, simplemente no puedo soportarlo.

Pero estuve sintiendo todo el tiempo sus abrazos y su pecho contra el mío, y yo le abrazaba tan fuerte como él a mí.

—Cariño, por favor, dame sólo este instante —me pidió. Y después empezó de nuevo, comenzó a besarme…, yo me limité a marcharme con mi vestido largo en una de las limusinas que salían en aquel momento.

De camino hacia el Château le pedí a un atractivo joven que estaba sentado a mi lado, y al parecer era ayudante de Marty, que entrase en una tienda de licores y me trajese una botella de whisky escocés. Cuando estuve de nuevo en el apartamento, me la bebí toda.

Dormí durante doce horas sin interrupción y después me pasé otras veinticuatro enferma con resaca. El miércoles, el teléfono me despertó. Era Trish, y llamaba para decirme que el tío Daryl no dejaba de preguntar por mí.

—Ven a casa hasta que él se marche —me dijo—. Después podrás volver a la montaña.

Llegué a la casa hacia las cuatro de la tarde. No había nadie. Nadie a excepción de mi madre, que en aquel momento les decía al instructor de gimnasia y a la masajista que tenían el resto del día libre. Había estado nadando y se la veía morena y natural; llevaba el cabello suelto y un sencillo vestido blanco. De pronto, aquellos dos se habían marchado y nosotras nos quedamos solas en la habitación. Era todo muy extraño. No creo que mamá y yo nos hubiésemos encontrado así, a solas, en muchísimo tiempo. El color de sus ojos era extraordinariamente claro y se la veía muy descansada; llevaba el pelo suelto y se le veía precioso.

—Hola, cariño. ¿Dónde has estado? —me preguntó. Por la voz parecía drogada, desde luego, pero hablaba con calma y sin vacilación.

—En ninguna parte, no sé —contesté. Me encogí de hombros. Creo que incluso me aparté un poco cuando me di cuenta de que me miraba fijamente. Lo cual en mamá no es lo habitual. Ella suele permanecer cabizbaja. Además, cuando hablas con ella, mira hacia otro lado. Tampoco acostumbra ser muy directa. Sin embargo, me estaba mirando con atención, y con una voz muy calmada me dijo:

—Cariño, él era demasiado viejo para ti.

Durante unos segundos las palabras retumbaron en mis oídos sin que entendiera su significado. Después me percaté de que todavía nos mirábamos la una a la otra. Ella, como la había visto hacer en miles de ocasiones con otras personas, hizo algo extraño con los ojos. Me miró de arriba abajo, despacio, y a continuación, con la misma voz, me dijo:

—Ya eres una chica mayor, ¿no? Pero no tanto.

Me quedé atontada. En aquellos pocos segundos sucedió algo entre mamá y yo que nunca había ocurrido. Me dirigí al vestíbulo y luego a mi habitación. Cerré la puerta y me quedé de pie, apoyada en ella; mi corazón latía con tal fuerza, que podía oír los latidos en mis oídos. Ella lo sabía, pensé, lo había sabido todo el tiempo, lo sabía.

¿Pero cuánto sabía, en realidad? ¿Pensaría que era un amorío, un capricho de jovencita, o que Marty nunca me había correspondido? ¿Podría comprender lo que nos sucedía?

Cuando entré en el comedor para cenar, yo estaba temblando. Ella no me miró ni una sola vez a los ojos. A esa hora ya estaba completamente drogada, murmuraba y miraba sólo su plato, decía que tenía sueño, y resultaba obvio que era incapaz de seguir la conversación que se desarrollaba en la mesa.

Todos le dimos a Daryl un beso de despedida, y yo aproveché para decir que me iba.

Noté la mirada que me dirigió Marty, la más oscura y amarga que yo le había visto. Sin embargo, sonrió y dijo:

—Muy bien querida. Adiós.

Debí haberme dado cuenta de que resultaba demasiado fácil. Estaba llorando en mi habitación del Château y, al cabo de dos horas, llegó Marty. Lloraba él y lloraba yo, era el estilo Marty de ópera italiana, ni siquiera hablamos de ello. Simplemente hicimos el amor. Sentí que con mi encuentro con mamá algo se había roto dentro de mí. Me había matado. Me había matado por dentro.

Aquélla no era la mujer a la que yo había mirado en el Carlton, y de la que había pensado: ¡bah!, no se entera ni de lo que está haciendo. No sabe nada de nada.

Algo muy distinto había aparecido, para decirte la verdad; lo había visto en otras ocasiones, en otros momentos a través de los años, pero quizás habían sido menos importantes.

Después de un largo rato le conté a Marty lo que ella dijo y cómo me había mirado.

—No, cariño, ella no sabe nada —me aseguró—. Tal vez sospeche de que hay alguna escena tierna o algún toqueteo, pero no sabe nada. Si lo supiera no desearía que volvieses a casa.

—¿Tú crees que ella lo desea, Marty?

Lo confirmó con la cabeza, mientras se levantaba para vestirse. Le había dicho a la enfermera de mamá que salía un momento a un establecimiento de productos varios, de los que tienen abierto toda la noche. Era seguro que mamá se despertaría de un momento a otro y preguntaría por él.

—No hace más que decir: ¿dónde está Belinda? Parece que no comprende por qué no estás tú a su lado como su mano derecha.

No quise discutir con él, pero tenía la oscura sospecha de que mamá lo sabía y, a pesar de ello, deseaba mi regreso, porque estaría convencida de haber alejado a Marty de mí. Quiero decir, que ella era Bonnie, ¿no? Además me había dicho: «Ya eres una chica mayor, pero no tanto». Se había limitado a reorganizar un poco las cosas de la manera más conveniente para ella. Recordaba la vez que me dijo: «Ahora todo irá bien, Belinda, porque yo me siento muy bien».

Incluso hoy sigo pensando que entendí la situación.

Cuando Marty se fue me emborraché de verdad. Había cogido varias botellas de casa y me las había traído al Château. En los días que siguieron, me las bebí todas; no hice más que estar estirada en la cama, llorar por Marty y preguntarme qué podía hacer para acabar con aquella enorme desdicha.

Pensé en Susan. Pensé en G. G. Pero después pensé en Marty y no tuve el coraje de ponerme en contacto con G. G. Me planteé la posibilidad de contarle a otra persona toda la historia, y la sola idea de confiarle a alguien lo sucedido me producía una gran angustia. No quería ni que G. G. me preguntase algo.

Me encontraba fatal, sola, como si estuviera loca. Quizá mamá estuviera en lo cierto, nunca debí enamorarme de Marty, Marty le pertenecía a mi madre. No podía dejar de pensar en ello y pasaba constantemente del sueño a la vigilia, como había visto hacer a mamá durante años en Saint Esprit.

***

Lo único que terminó con el mal sueño de aquellos días fue una llamada de Blair Sackwell una tarde. Estaba furioso, y me explicó que mamá les había plantado y Marty Moreschi les había echado.

—Estaba dispuesto a poner diez centímetros de visón blanco en las capas de esas muñecas de Bonnie. ¡Con mi marca! Y el hijo de mala madre me ha dicho que les dejara en paz. ¡Ni siquiera me invitaron a la boda! ¿Te das cuenta?

—¡Oh!, no me vengas a mí con ésas, Blair, ¡maldita sea! —le grité.

—¡Vaya, la hija es igual que la madre! —respondió.

Colgué el teléfono. Después me sentí muy mal. Me senté y empecé a llamar a todas partes para hablar con él. Llamé al Bev Wilsh y al Beverly Hills. No estaba allí. Y Blair era mi amigo, mi verdadero amigo.

Una hora después recibí un paquete, dos docenas de rosas blancas en un jarrón y una nota que decía: «Lo lamento, querida. Perdóname, por favor. Te quiere, como siempre, Blair».

Al día siguiente, cuando Jill llamó para decirme que ella y Trish se marchaban, tenía tal resaca que apenas podía hablar. Me fui a dormir para despejarme y más tarde cogí un taxi y fui a casa para cenar con ellas por última vez.

Mamá estaba un poco drogada pero se encontraba bien. No llegamos a mirarnos a los ojos. Dijo que echaría de menos a Trish y a Jill, pero sabía que le harían visitas con frecuencia. La mayor parte de la conversación versó sobre las muñecas Bonnie y la campaña del perfume Saint Esprit, también se comentó la pelea con Blair Sackwell y las razones de Marty, quien al parecer consideraba que mamá no podía dedicarse más que a los productos Champagne Flight.

Intenté defender un poco a Blair. Al fin y al cabo, Midnight Mink es Midnight Mink, por amor de Dios, y Blair era nuestro viejo amigo.

Marty se limitó a descartarlo. Aportar una marca a un producto era lo más importante, etcétera, etcétera. La tienda de moda de Trish y de Jill sería sensacional, además tendría un maniquí con la imagen de mamá en el escaparate. Sin embargo, no hacía más que preguntar por qué no la montaban en Beverly Hills, cuando todo el mundo deseaba tener una tienda en Rodeo Drive, y él podía facilitarles que comenzaran allí, no entendía que no se diesen cuenta. Dallas, ¿quién va a Dallas?

No dejaba de mirarlas, veía la expresión de sus caras. Comprendía cuánto deseaban salir de allí. Además también eran amigas de Blair, después de todo. No, lo que de verdad deseaban era volver a casa.

—Mira, nosotras somos chicas de Dallas —dijo Trish.

Entonces, ella, Jill y mamá se miraron, a continuación se hicieron una especie de señal de la época de la escuela o algo parecido y después se echaron a reír; sin embargo, mamá se puso muy triste.

Llegó el momento de los abrazos y de los besos, el instante de las despedidas y de los buenos deseos. Entonces mamá se perdió. Se sintió de verdad perdida. Lloró como suele hacerlo antes de infligirse daño a sí misma. Su llanto era horrible. De manera que Marty tuvo que llevarla a la cama antes de la partida de Trish y de Jill. Cuando las hube besado, me fui a su habitación.

—Quédate con ella mientras yo las llevo al aeropuerto, no puedo dejar que se vayan así —dijo Marty.

Mamá estaba llorando sentada en la cama. Y la enfermera vestida con su uniforme blanco se disponía a ponerle una inyección.

Lo de la inyección me dio miedo. Mamá siempre había tomado drogas de todo tipo. ¿Pero por qué con una jeringuilla? No me gustó ver la aguja entrando en el brazo de mamá.

—¿Qué está haciendo? —le pregunté a la mujer, a lo que me respondió con un gesto condescendiente, como diciéndome: no molestes a tu madre. Mamá respondió con una voz arrastrada:

—Cariño, sólo es para el dolor. Aun cuanto no se trate de dolor. —Puso las manos en sus caderas—. Es para la quemazón que siento aquí, ya sabes, donde me lo están haciendo.

—¿Hacer qué? —inquirí.

—¿No te parece que tu mamá está preciosa? —me preguntó la enfermera.

—¿Qué te han hecho, mamá? —quise saber. Sin embargo, pronto lo vi por mí misma. El cuerpo de mamá había cambiado. Tenía las caderas y los muslos mucho más delgados. Le estaban quitando la grasa, eso es lo que le estaban haciendo. A continuación me explicó que se lo hacían en la consulta del médico y que se llamaba liposucción, también me aclaró que no era en absoluto dañino.

Yo estaba horrorizada. Pensé que el mundo creía que mamá era bonita tal como era. ¡Nadie tenía que volver a esculpirla! Esta gente está loca, Marty no está bien de la cabeza si deja que le hagan esto. Ella no llega a hacer una sola comida digna, siempre está drogada, y además ahora le succionan las grasas del cuerpo. Esto es un despropósito.

La enfermera se marchó, y mamá y yo nos quedamos solas. Yo tenía mucho miedo de que sucediera cualquier cosa, que ella volviese a decir algo como la vez anterior. No deseaba quedarme en la habitación con ella. Ni siquiera quería estar a su lado.

Por otra parte, ella estaba demasiado ida para decir nada. La inyección surtía efecto.

Allí sentada, con su camisón, de repente parecía muy triste, tenía un aspecto terrible, como si estuviera perdida. Yo no dejaba de mirarla y tuve un extraño pensamiento. Conozco cada centímetro del cuerpo de esta mujer. He dormido con ella en mil ocasiones desde que era una niña. A veces, incluso dejaba a Leonardo Gallo para deslizarse en mi cama, donde nos arrullábamos en la oscuridad. Conozco el tacto de su cuerpo, qué se siente enroscada entre sus brazos. Sé cómo es su cabello y cómo huele su cuerpo, y también sé de dónde le han quitado la grasa. Sólo acariciándola sabría de dónde la han quitado.

—Mamá, quizá Trish y Jill se quedaran si se lo pidieses —dije de pronto—. Mamá, seguro que volverían.

—No lo creo, Belinda —repuso con dulzura—. No se puede comprar a la gente para siempre. Sólo se le puede comprar durante un tiempo.

Ella miraba al frente y pronunciaba las palabras tan despacio que me asustaba.

—Mamá, ¿es esto lo que quieres?

Se volvió hacia los almohadones, pero estaba vacilante, acariciaba las sábanas con las manos y parecía estar buscando alguna cosa o algo invisible.

La empujé hacia atrás con suavidad, retiré las sábanas hacia abajo y la ayudé a meterse en la cama, acto seguido la abrigué con cuidado.

—Dame las gafas —le dije.

No se movió. Estaba mirando al techo. Le quité las gafas y las puse sobre la mesilla de noche, justo al lado de su teléfono privado.

—¿Dónde está Marty? —gritó de repente. Intentó sentarse. Se puso a mirarme, a intentar verme, pues no podía ver nada sin sus gafas.

—Se ha ido al aeropuerto. Volverá en un instante.

—¿No te irás hasta que él haya vuelto? ¿Te quedarás aquí conmigo?

—Por supuesto. Relájate.

Se dejó caer hacia atrás, como si alguien le hubiese quitado el aire. Alargó su mano para que yo la cogiese. Cerró los ojos. Pensé que se había ido, aunque después volvió a estirar el brazo, para tocar sus gafas y luego el teléfono.

—Están ahí, mamá —dije yo.

En el exterior el día todavía reinaba la claridad californiana. Me senté con mamá hasta que se hubo dormido profundamente. La noté fría. Miré alrededor de la habitación, aquella cámara larga y blanca, con todo el satén y los espejos, también su batín y sus zapatillas, todo estaba confeccionado con la misma tela que el cobertor y las cortinas, y todo me pareció horrible, espantoso. Allí dentro no había nada que fuese personal. Aunque lo peor era ella.

—Mamá, ¿eres feliz? —susurré—. ¿Tienes todo lo que deseas?

Cuando estábamos en Saint Esprit, ella dormitaba un día sí y otro también, estaba en la terraza con su cerveza, sus libros y su televisión. Durante cuatro años había estado así… ¿o habían sido más? ¿Había sido tan malo?

No me oía. Estaba dormida y tenía la mano helada.

Me dirigí a mi habitación, cerré la puerta que daba al vestíbulo y me estiré en la cama. Estuve mirando las puertas que daban al jardín y toda la casa me pareció quieta y tranquila. No creo que en ningún otro momento hubiese estado tan vacía. El personal había desaparecido en las dependencias de atrás. El jardinero no merodeaba por allí. Todo Beverly Hills parecía vacío. Nadie imaginaría la cantidad de porquería de Los Ángeles que se escondía detrás de aquellos naranjos y aquellas paredes.

Me puse a llorar. Todo tipo de malos pensamientos se agolpaban en mi cabeza. ¡Tenía que hacer algo! Tenía que dejar a Marty, no tenía excusa. Tenía que irme con Susan o con G. G., por más difícil que me resultase. Sin embargo, el dolor que sentía era el más fuerte que jamás hubiese experimentado.

Sabía que sólo era una chiquilla, los jóvenes se sobreponen a esas cosas, esto no se supone que sea ni siquiera amor, el amor es algo ilegal para una joven; yo sabía todo eso, claro que sí. Hasta que cumples veintiún años se supone que nada es real. Pero, Dios mío, aquello era terrible. Me sentía tan mal que no podía moverme ni pensar, y tampoco sentía deseos de emborracharme.

Y, por descontado, sabía que Marty estaba llegando. Había oído el coche al entrar por el pasaje y una puerta que se abría. Yo no dejaba de mirar en dirección al jardín, a través de los naranjos, y veía cómo iba cambiando la luz del atardecer de California. El único sonido era mi llanto, sólo eso.

Se fue haciendo cada vez más oscuro, y de pronto me di cuenta de que había alguien de pie al otro lado de las puertas que daban al jardín. Se trataba de Marty, que se disponía a entrar.

Me sentí derrotada. Sabía que no estaba bien permanecer allí sentada, rodearle con mis brazos y besarle, pero no me importaba. En aquel preciso instante no me importaba en absoluto.

También me daba cuenta de que si lo hacía entonces con él, en aquella cama, a no más de diez pasos de mamá, lo seguiría haciendo muchas veces. No me iría con G. G. Sucedería al fin lo que Marty deseaba, que los tres viviésemos bajo el mismo techo.

Pero le besé y dejé que me besase. Le permití que empezara a quitarme la ropa.

—¡Oh!, cariño, no me dejes, por favor no me dejes —me decía—. No la dejes a ella, no nos dejes a los dos. Cuando ella dice que quiere que vengas a casa, lo dice en serio.

—No hables —le rogué.

—Ahora somos lo único que le queda, amor mío, tú y yo. ¿Te das cuenta de eso?

—No me hables más de ella, por favor, Marty —insistí.

Y después ya no hablamos, sencillamente estábamos juntos, y yo pensé: no, no seré capaz de dejarlo.

A continuación, oí el ruido más fuerte que haya oído en toda mi vida.

Te digo, que era ensordecedor. Durante un segundo no tuve la más remota idea de lo que había sido. Bien, era una pistola de calibre treinta y ocho, disparada en una habitación de cuatro metros por cinco. Marty me empujó fuera de la cama, me tiró al suelo y gritó:

—Bonnie, cariño, ¡no!

A continuación la pistola disparó, según me pareció a mí, unas veinte veces. Todo se rompía, las botellas del aparador tras de mí, el espejo, el reloj de la mesilla de noche.

En realidad, sólo fueron cinco disparos, y Marty le había cogido la mano y le había quitado la pistola. Él sangraba. Ella rompió el cristal que daba al jardín tratando de librarse de él.

—¡Sal de aquí, Belinda, sal, márchate! —gritó él—. ¡Vete!

Ella no hacía más que gritar:

—Devuélvemelo, deja que termine las balas. Queda sólo una, deja que la utilice contra mí.

Yo no podía moverme. Al momento llegó la enfermera, la cocinera y otras personas a las que yo no conocía. Y Marty vociferó:

—Sacad a Belinda de aquí, ¡ahora! Sacadla de aquí, ¡vamos!

Bueno, me alejé hasta la piscina y escuché. Llamaron a una ambulancia. Me di cuenta de que Marty se encontraba bien y de que mamá estaba sentada a un lado de la cama. Entonces la enfermera vino corriendo hacia mí:

—Marty dice que vayas al Château y que te quedes allí hasta que te llame.

Ella llevaba las llaves del Ferrari de Marty y me condujo allí, me pidió que me agachase y que me quedase así hasta que hubiésemos salido de Beverly Hills.

Y desde luego aquella noche fue un infierno.

La enfermera llamó para decirme que Marty estaba bien, se encontraba en cuidados intensivos, pero probablemente saldría hacia el mediodía, y mamá estaba sedada, no había de qué preocuparse. Pero después empezaron los periodistas. Al principio llamaron por teléfono, pero a continuación vinieron hasta la misma puerta.

Yo estaba frenética. En una ocasión abrí la puerta y me sorprendieron los fogonazos de seis cámaras fotográficas. A continuación oí que echaban a los periodistas de allí. Aunque cinco minutos después alguien daba golpecitos a las ventanas. Miré en aquella dirección y vi a un tipo que trabaja para el National Enquirer, un chico a quien yo había echado varias veces de las zonas de rodaje. Estaba sujetando una caja de cerillas que tenía un teléfono escrito. Siempre me daba una y me preguntaba si no me sería útil el dinero, y ese tipo de cosas. De hecho, lo que yo sí hacía siempre era utilizar las cerillas. De modo que bajé las cortinas.

Por fin, a eso de las once de la mañana, oí la voz de tío Daryl al otro lado de la puerta. Le dejé entrar flanqueado por dos tipos de la United Theatricals que comenzaron a meter todo lo que yo poseía en maletas.

Me informó de que ya había pagado la cuenta y me dijo que debía acompañarle. En el pasaje de entrada al hotel se agolpaban los reporteros, pero de alguna manera nos las arreglamos para meternos en la limusina y dirigirnos a casa.

—No sé lo que te está pasando, Belinda —me dijo. Se quitó las gafas y me miró con atención—. Cómo has podido hacerle tanto daño a tu madre. Todo es culpa de esa Susan Jeremiah, si quieres saber mi opinión, por haberte utilizado en esa película X y todo eso.

Yo estaba demasiado disgustada para decirle nada. Le odiaba.

—Ahora vas a escucharme, Belinda —prosiguió—. No le dirás a nadie lo que ha pasado. Bonnie confundió a su marido con un merodeador. Tú ni siquiera estabas allí, ¿lo entiendes? Por lo que respecta a Marty, bien, tiene el brazo y el hombro heridos, pero el jueves ya saldrá de la clínica y se ocupará de la prensa, tú no vas a decir una sola palabra a ninguna alma viviente.

Acto seguido sacó un manojo de papeles y me informó de que había cerrado mi cuenta bancaria y en adelante no dispondría de más crédito en lugares como el Château Marmont.

Al llegar a la casa, me tenía cogida tan fuerte del brazo que incluso me hizo daño al salir del coche.

—No vas a perjudicar a Bonnie nunca más, Belinda —me dijo—. Desde luego que no, no lo harás. Vas a irte a una escuela en Suiza donde no le harás daño a nadie nunca más. Te quedarás allí hasta que yo te diga que puedes volver a casa.

No le respondí. Me limité a mirarle en silencio mientras él cogía el teléfono y llamaba a Trish, que estaba en Dallas, para informarle de que todo iba bien.

—No, Belinda no estaba allí, desde luego que no —decía todo el tiempo.

Yo seguí sin decir una palabra.

Di media vuelta, fui al cuarto de trabajo, me senté y me apreté el vientre con los brazos. Me sentía enferma. Tuve la sensación de estar pensando en todo lo que había sucedido en mi vida entre mamá y yo. Pensé en aquella ocasión en que me abandonó en Roma, y en la vez que en Saint Esprit había pisado el acelerador y se había dirigido al borde del risco. También pensé en el día en que se peleó con Leonardo Gallo y éste quiso vaciar una botella de whisky por su garganta con el fin de emborracharla hasta que perdiese la conciencia. Recuerdo que intenté impedirlo y él se giró y me pegó. Me dio con el pie en el mismo estómago y me quedé sin aire. Permanecí en el suelo pensando que, si no podía respirar, no podía estar viva.

Bueno, pues así es como me sentía ahora. No podía respirar. Me había quedado sin aire. Y si no podía respirar, no podía estar viva. Oí que tío Daryl hablaba con alguien sobre una escuela llamada Saint Margaret, y de mi partida hacia Londres en un vuelo a las cinco en punto.

Esto no es posible, pensaba yo, él no puede hacer que me vaya de aquí, no sin ver a Marty, no sin hablar con Susan, no sin G. G. No puedo permitirlo.

Miré durante un instante mi monedero antes de abrirlo, y de repente estaba revolviéndolo todo y asegurándome de que estuvieran allí mi pasaporte y mis cheques de viaje. Sabía que debía tener por lo menos tres o cuatro mil dólares en cheques. Incluso era probable que tuviera mucho más. Después de todo, los había estado acumulando durante años. Me los había guardado después de todas las excursiones que habíamos hecho a Europa para ir de compras, también había adquirido algunos en Beverly Hills con el dinero que el tío Daryl solía darme para mis gastos.

Estaba cerrando la cremallera de mi bolso cuando mamá entró.

Acababa de regresar del hospital y todavía llevaba puesto el abrigo. Me miró con los mismos ojos extraviados de siempre. Luego me habló con su voz insulsa y arrastrada.

—Belinda, tu tío Daryl te llevará al aeropuerto. Se sentará contigo hasta que llegue la hora de salida de tu vuelo en la Pan Am.

Me puse de pie, la miré con atención y me di cuenta de la dureza de su expresión, a pesar de las drogas que ella había tomado, cuando me devolvió la mirada. Advertí también un odio absoluto. Quiero decir que cuando alguien a quien has amado te mira con un odio semejante, sientes como si te estuviese mirando un extraño desde dentro del cuerpo de esa persona, como si un impostor estuviese en su piel.

Así que es posible que cuando yo contesté, lo hiciera a un extraño; de otro modo creo que no hubiese sido capaz de hablarle de aquella manera a mi madre.

—No voy a ir a ninguna escuela en Suiza —le dije—. Voy a irme a donde me dé la gana.

—Ni te lo imagines —dijo ella con la misma voz aterciopelada—. Tú irás a donde yo te diga. Ya no eres mi hija. Y no vivirás más bajo el mismo techo que yo.

Durante un minuto no pude contestar. No pude hacer nada. Me dedicaba a tragar saliva y a concentrarme en no llorar.

Seguía mirándola y pensando: ésta que habla es mamá. No, no puede ser mi madre.

—Mira, me marcho —conseguí decir por fin—. Me voy ahora. Pero me iré a donde yo quiera. Me iré con Susan Jeremiah y haré una película con ella.

—Si te vas con Susan Jeremiah —prosiguió ella lentamente— me ocuparé de que no trabaje en ningún estudio de esta ciudad. Te aseguro que nadie querrá saber de ella. Nadie invertirá un solo penique en ella ni en ti. —Por la forma en que estaba de pie y por el lento tono de voz, casi como si la arrastrara, parecía una zombi—. No irás a ver a Susan Jeremiah, puedes creerme, ni le contarás nada de lo que aquí ha sucedido. Y no se te ocurra tampoco pensar en G. G. Conseguí echarle de París y todavía se acuerda. Si me lo propongo también puedo echarle de Nueva York. No irás a ver a esa gente ni a contarles historias sobre Marty. En cambio, te irás a esa escuela de Suiza como ya te he dicho. Eso es lo que vas a hacer.

Me daba cuenta de que mi boca se movía, pero no articulaba ninguna palabra. Luego me oí a mí misma decir:

—Mamá, ¡cómo puedes hacer esto! ¡Cómo puedes hacerme esto a mí!

Por Dios bendito, la cantidad de veces que ella había dicho aquellas mismas palabras a todo el mundo: ¡Cómo puedes hacerme esto!, y ahora era yo quien las decía. ¡Dios mío!, aquello era terrible.

Continuó mirándome como si fuera una zombi, y la voz le salía con la misma lentitud de antes.

—¿Que cómo puedo hacerte esto? —me dijo—. ¿Es eso lo que me preguntas, Belinda? Bueno, cuando naciste pensé que eras la única cosa en este mundo que era mía, mi bebé, salido de mi propio cuerpo. Cuando naciste pensé que eras la única persona que siempre me iba a ser leal. Mi propia madre murió antes de que yo tuviese siete años, no era más que una borracha, eso es lo que era. Vivíamos en una enorme casa preciosa en Highland Park, pero por lo que a mí concierne, bien hubiera podido ser una tabernucha de cerveza. Nunca le importamos lo más mínimo ni Daryl ni yo, nunca le importamos lo suficiente como para que deseara seguir viviendo. Pero yo la amaba. ¡Cuánto la amaba! Si hubiese vivido, le habría dado cualquier cosa, habría fregado suelos por ella, le habría dado todo el dinero que hubiese ganado, habría hecho cualquier cosa con tal de hacerla feliz, con tal de que deseara seguir viviendo. Igual que a ti te lo he dado todo, Belinda, todo lo que me has pedido, incluso cosas que nunca tuviste que pedirme. ¿Cuándo has querido alguna cosa que yo no te haya dado?

Por supuesto, mamá a menudo hablaba de su madre, como ya he dicho antes. Pero en esta ocasión el contenido era un poco distinto.

—Bien, ya no necesitas a tu madre, ¿verdad? —me preguntó—. Ahora ya eres adulta, ¿no? Y la sangre y la familia no significan nada para ti. Muy bien, te diré lo que eres. Eres una ramera, Belinda. Así es como te habríamos llamado en Highland Park. Así es como te habríamos llamado en Denton, Tejas. Tú eres una joven y barata ramera. Y eso no tiene nada que ver con que te entregues a cualquier hombre que te mire, Belinda. Una ramera es una mujer a quien no le importan un rábano ni sus amigos ni su familia. Así eres tú. Y vas a coger ese avión ahora con Daryl o te entregaré a las autoridades de California. Cogeré el teléfono y les diré que no se te puede controlar, así que te llevarán custodiada y te meterán en la cárcel, Belinda, y tendrás que hacer lo que ellos digan.

Me pareció como si, de nuevo, el pie de Gallo me golpeara el estómago. No respiraba, aunque por otra parte sentía una enorme rabia creciendo dentro de mí, como si algo me estuviese llenando hasta más arriba del cuello.

—Si haces eso —le respondí—, yo enviaré a tu marido a San Quintín por violación de menores. Le explicaré a la policía todo lo que ha sucedido entre él y yo. Ha sido una relación sexual con una menor, y si echaron a Roman Polanski de esta ciudad por lo mismo, verás lo que le sucede a Marty. ¡Será una bomba que apartará de la escena tu maldito Champagne Flight!

Me sentía morir por dentro. Creía morir. Y sin embargo aquellas cosas se las estaba diciendo a mamá. Ella no dejó de mirarme con sus ojos nublados y a continuación dijo:

—Sal de mi casa, Belinda. Nunca volveremos a vivir bajo el mismo techo.

—¡Desde luego! —respondí.

Llegó el tío Daryl, pasó junto a ella, me cogió por el brazo y me dijo:

—Dame tu pasaporte, Belinda —y me sacó de la habitación.

—No te lo daré. De ninguna manera —repliqué. Me metió en la limusina mientras yo sujetaba mi monedero con las dos manos—. Te lo digo de verdad, ni se te ocurra intentar cogerlo —insistí. Él no respondió, pero no me soltó el brazo en ningún momento.

Cuando salíamos del pasaje miré hacia atrás, a la casa. No pude ver si mamá estaba mirando o no. Luego pensé que ella le contaría a Marty las cosas que yo le había dicho. Y Marty no iba a entender lo que había sucedido, que yo intentase pelearme con tío Daryl y con mamá, cuando yo jamás le haría daño a nadie de esa manera.

Cuando llegamos al aeropuerto yo estaba llorando otra vez. El tío Daryl me hizo salir del coche de un empujón. La gente nos miraba. Estaban sacando del maletero todo lo que yo poseía en este mundo. En mi vida había visto tantas maletas. Debieron haber metido allí lo que había en el Château y lo de casa.

—Pasa —me ordenó él. Yo le seguí, pero no dejaba de sujetar con fuerza mi monedero. No me hará esto, pensaba yo, no pienso meterme en ese avión en dirección a Londres con él. Como siempre dice él: no, no, señor.

La gente no dejaba de mirarme porque yo estaba llorando. Donde él me cogía el brazo yo ya no sentía nada. El chófer de la limusina se estaba haciendo cargo de facturar el equipaje. Entonces dijo que querían ver mi pasaporte. Yo miré a tío Daryl y pensé, ahora o nunca.

—Suéltame —grité. Él siguió apretando con fuerza, y cuando sentí el dolor que me hacía a pesar de que apenas percibía mi carne, me pasó algo por la cabeza. Me di la vuelta y con los brazos sujetando el monedero, levanté la rodilla y le golpeé entre las piernas con todas mis fuerzas.

Eché a correr por el aeropuerto. Corrí como no había corrido desde que era una niña. Dejé atrás pasillos y puertas, bajé y subí escaleras mecánicas. Por fin salí a la calle y cogí un taxi que tenía la puerta abierta.

—Dése prisa, señor, por favor —gritaba frenética—. Tengo que ir a la estación de Greyhound en Los Ángeles. Mi madre sale de allí. Si la pierdo, no volveré a ver a mamá nunca más.

—Llévela, llévela —dijo el pobre chico que estaba a punto de meterse en el taxi.

Justo antes de tomar la última curva, pude ver que el tío Daryl salía corriendo del aeropuerto en dirección a la parada de taxis; no me había visto. En la estación de autobuses cambié de taxi. Lo volví a hacer en la estación Union de ferrocarriles, y cambié otra vez en la estación de autobuses.

Entonces volví al aeropuerto y cogí el siguiente avión que salía hacia Nueva York.

***

Había visto la ciudad de Nueva York por última vez más de seis años atrás; cuando llegué estaba cansada, sucia y muy asustada. Iba vestida con tejanos de color blanco y un jersey holgado del mismo color, estaba muy bien para California a principios de noviembre, pero no para Nueva York cuando ya empezaba a helar.

Recordaba que el salón de papá en París se llamaba «G. G.», sin más, pero no aparecía en ningún listín de teléfonos. Bueno, pues en el directorio telefónico de Nueva York tampoco aparecía. No me atrevía a ir a un hotel de los grandes.

Compré una bolsa y algunas cosas para pasar la noche en las tiendas del aeropuerto, y me dirigí al Algonquin, donde me registré con el dinero efectivo que llevaba para no tener que darles mi verdadero nombre. Luego intenté dormir un poco.

Sin embargo, me despertaba una y otra vez pensando que alguien iba a irrumpir en la habitación. Me asustaba pensar que tío Daryl hubiera podido seguirme la pista y que hubiese enviado a la policía. Por otra parte, como es natural, no tenía la menor intención de llevar a cabo mi amenaza de atestiguar en contra de Marty. Aquello había sido una fanfarronada.

Así que también debía ir con mucho cuidado con G. G. cuando le encontrase.

Bueno, eran más de las cinco, hora de Nueva York, cuando decidí abandonar la idea de dormir. Salí en busca de mi padre.

Todo el mundo en Nueva York había oído hablar de G. G., por supuesto, pero ni los porteros ni los taxistas con los que hablé sabían dónde estaba situado el local. Uno me dijo que sólo trabajaba por encargo. Otros, que su salón se hallaba en una casa privada.

Por fin tomé un taxi en dirección al Parker Meridien para cambiar algunos cheques de viaje, regresé al Algonquin y me dispuse a encontrar a Ollie Boon.

Según me había informado Blair Sackwell, el espectáculo de Ollie acababa de estrenarse, de modo que le pregunté al conserje del hotel si sabía algo. Sí, la nueva ópera de Ollie Boon se llamaba Dolly Rose y se representaba en la calle Cuarenta y siete, justo a la vuelta de la esquina del hotel.

En la calle Cuarenta y siete había un enjambre de taxis y limusinas cuando llegué. Un montón de gente renunciaba a entrar y se iba andando a los otros teatros que había cerca de allí. Me dirigí corriendo al taquillero y le dije que tenía que ver a Ollie Boon. Le expliqué que yo era su sobrina de Cannes y que se trataba de una emergencia, tenía que ir a avisarle al momento. Cogí uno de los programas de obsequio, rompí una página y escribí: «Soy Belinda. Secreto absoluto. Tengo que encontrar a G. G. Ayuda».

Casi al instante vino un portero y me llevó a través del teatro hacia una puerta lateral que conducía a la parte posterior del escenario. Ollie hablaba por teléfono desde una habitación repleta de cosas que le servía de camerino y que se hallaba justo debajo de las escaleras. En el musical, él representaba a una especie de maestro de ceremonias, de modo que llevaba un sombrero y un traje de frac, y ya estaba maquillado.

Al momento me dijo:

—G.G. está en casa, preciosa. Toma, habla con él por teléfono.

—Papá, tengo que verte —le solté sin más—. Y tiene que ser en el más absoluto secreto.

—Voy a buscarte, Belinda. Estoy muy contento de verte. Nos encontramos en la Séptima Avenida dentro de quince minutos. Busca el coche de Ollie.

Cuando llegué, la limusina ya estaba allí, y en un instante me encontré en el asiento trasero, segura en los brazos de papá. Durante los quince minutos de trayecto en medio del tráfico neoyorquino, hasta la buhardilla de Ollie en el Soho, no dejamos de abrazarnos y besarnos. Aproveché aquellos minutos para contarle a papá en líneas generales lo que había sucedido, la amenaza de mamá de arruinarle a él, si yo iba a verle, y su historia de que le había echado de París. También le conté que yo me había metido en un lío terrible.

—Me gustaría ver cómo vuelve a hacerlo —repuso. Cuando llegamos al apartamento echaba humo. Y ver a papá enfadado es algo muy extraño. Es tan amable y educado que resulta casi imposible darse cuenta de que está enfadado. Se parece mucho a un chiquillo que hace el papel de enfadado en una obra de teatro escolar—. Lo hizo en París, desde luego, porque era propietaria del establecimiento. Me lo había dado, ya sabes, pero nunca lo puso a mi nombre. Bien, G. G. está en Nueva York, en su propia casa. Y mi libreta de direcciones es lo único que cuenta.

Así fue como confirmé que era cierto que ella le había echado de París, y se me rompió el corazón. Sin embargo papá estaba muy contento de verme y todo era estupendo… Volvimos a besarnos y a abrazarnos como habíamos hecho en Cannes. De nuevo me pareció un hombre maravilloso, aunque quizá también haya algo especial entre nosotros, porque cuando miro los ojos azules de papá y su cabello rubio puedo ver los genes que hay en mí. Aunque si he de decirte la verdad, G. G. le gustaría a casi todo el mundo. Es un hombre muy dulce y muy atento.

El lugar donde vivía con Ollie parecía salido de una revista, había sido un almacén y tenía metros y metros de tuberías y de vigas en el techo que habían sido cuidadosamente pintadas de color dorado; el suelo estaba cubierto de madera y era tan brillante como el cristal. Las habitaciones contenían colecciones de antigüedades sobre alfombras de distintos tamaños y con focos de luz individuales. Las paredes existían sólo para sostener cuadros o espejos, y a veces ambos. Nos sentamos en dos sofás de brocado, situados uno frente al otro delante del fuego del hogar.

—Cuéntame, ¿qué ha sucedido? —dijo papá.

Bien, como he dicho antes, nunca en mi vida había confiado en nadie. Por naturaleza, nunca he sido de las que hacen confidencias. Lo de que mamá bebiese, tomase píldoras o hubiese intentado suicidarse eran cuestiones que formaban parte de mi vida, y se trataba de secretos que había que guardar. Sin embargo, ahora había empezado a hablar y las cosas salían solas.

Explicar todo aquello era una verdadera agonía, pues tenía que repasar mentalmente lo sucedido en Cannes y en Beverly Hills, e intentar resumirlo todo, pero una vez hube comenzado no podía parar.

Empecé a ver las cosas bajo una perspectiva distinta, incluso con todos los altos y paradas, los retrocesos y lamentaciones, e incluso los lloros, me pareció que empezaba a ver una constante muy clara. Sin embargo, no puedo explicarte bien cuánto daño me hacía aquello y cuánto iba contra mi naturaleza.

Es decir, estaba acostumbrada a mentir a los empleados de los hoteles, a los médicos y a los periodistas desde que tenía memoria. Y, desde luego, todos le habíamos mentido siempre a mamá. Tío Daryl, antes de que ella apareciese en una conferencia de prensa en Dallas, solía decirme: «Entra y dile que está preciosa, que está muy bien», cuando en realidad estaba temblando, se la veía terrible y el maquillaje apenas podía esconder las ojeras debidas a la resaca. «Dile a tu mamá que no se preocupe, dile que ya no deseas ir al colegio, dile que vas a estar con ella en Saint Esprit de ahora en adelante». «No hables del accidente, no digas nada sobre la bebida, no hables de nada con los periodistas, no se te ocurra hablar de la película, todo va a ir estupendamente, todo va a ir bien, va a ir bien, va a ir bien».

Mentiras, en eso ha consistido siempre todo. ¿Y en mi cabeza? Piezas de un rompecabezas que una vez reunidas nunca encajaban. Y el hecho de estar explicándolo ahora, aunque fuese a mi querido papá, era como la traición final, como romper de manera definitiva con mamá.

Al escribirte ahora, hacer por segunda vez el relato completo no me está resultando más fácil por estar aquí sentada a miles de kilómetros de ti, ni por estar sola en esta habitación vacía.

Volviendo al relato, G. G. no me hizo demasiadas preguntas. Se limitó a escucharme, y cuando acabé, me dijo:

—Odio a ese tipo, a Marty, siento verdadero odio hacia él.

—No, papá, tú no lo comprendes —le dije. Y le rogué que intentara creerme cuando le dije que Marty me amaba, que Marty nunca había tenido la intención de dejar que las cosas fuesen como habían ido.

—Cuando le conocí, creí que era un autostopista árabe —dijo G. G.—. Que tenía la intención de hacer autostop con aquel yate en Cannes. Le odio. Pero está bien, tú dices que él te quiere. Soy capaz de creer que alguien como él pueda quererte, pero no por él, sino por ti.

—Pero, papá, ésa es la cuestión. No puedo cumplir la amenaza que hice. Nunca sería capaz de hablar de Marty a la policía. Y creo que mamá lo sabe. Lo que tengo que hacer es decir mentiras en voz baja.

—Es posible que ella lo sepa, y también que no lo sepa. Y aunque tenga en cuenta tu fanfarronada, quizás haya otras cosas que tú puedas hacer. Lo que me cuentas es una historia de cuidado, Belinda. Y ella lo sabe. En realidad ella siempre sabe lo que sucede a su alrededor.

Sus palabras hicieron que me sintiese confusa, una historia de cuidado. Aunque también estaba asustada por lo que mamá pudiese hacer. Era probable que no pudiera cargarse el negocio de papá en la ciudad de Nueva York, pero ¿qué había de la cuestión de la custodia? Tanto aquí como en California yo seguía siendo una menor. ¿Podría ella acusar a papá de dar cobijo a una menor escapada, o algo por el estilo?

Ollie llegó a casa a medianoche, iba vestido con pantalones tejanos y un suéter abrochado, llevaba un conjunto para después de la representación; papá hizo la cena para todos y comimos sentados en cojines, junto a una mesa redonda que se hallaba frente al fuego del hogar. Acto seguido, G. G. insistió en que le explicásemos toda la historia a Ollie.

—No puedo hacerlo otra vez —le dije.

Pero él insistió en que había estado viviendo con Ollie durante cinco años, dijo que amaba a Ollie y aseguró que éste nunca comentaría nada con ninguna alma viviente.

He de decir que Ollie es dulce y amable como mi padre. Es un hombre alto y nervudo. Había sido bailarín, pero ahora, con setenta años, ya no puede bailar. Sin embargo, todavía tiene gracia y elegancia; tiene el cabello gris, muy abundante, y nunca ha dejado que los cirujanos plásticos toquen su piel, de modo que su cara expresa paciencia y también sabiduría. O por lo menos eso me parecía a mí. Muy bien. Al final accedí: cuéntaselo.

Papá comenzó a hablar utilizando parte de mi propio relato. Con la única diferencia de que empezó por el principio, de la misma manera en que yo he comenzado este relato. Explicó la historia desde que Susan llegó a la isla, pasando por nuestra asistencia al festival de Cannes.

—Toda una historia, ¿no te parece? —le dijo G. G. a Ollie.

Éste estaba sentado y tenía las gafas alzadas. Me miraba con verdadera simpatía. Durante mucho rato permaneció en silencio y luego habló con su voz dramática y quizás un poco teatral.

—De modo que se deshicieron de tu película —comentó—, cortaron tu carrera y después se han cargado tu idilio.

No contesté nada. Como ya he dicho antes, me resulta tan antinatural hablar de mi madre que me sentía desnuda. La comprensión de Ollie me confundía. Creo que nunca seré una persona que haga confidencias. No tengo la confianza necesaria para hablar de las cosas. Sencillamente me va subiendo la tensión.

—A continuación han querido borrarte a ti —continuó—. La escuela en Suiza era la salida definitiva. Y tú te has negado a que te sacaran del guión.

—Así parece, creo que eso es lo que ha sucedido —dije yo.

—Parece como si tu madre se hubiese dado cuenta de que tú representas una competencia para ella y no pudiese soportarlo.

—Puedes estar seguro de eso —dijo G. G.—. Su madre no soporta la competencia.

Yo empecé a protestar:

—Pero no estaba previsto así, señor Boon, de verdad que no. Ella ama a Marty, y eso es todo lo que es capaz de entender.

Entonces Ollie hizo una especie de discurso.

—Tú estás siendo muy buena con ella —dijo—, y te ruego que me llames Ollie. Permite que te diga una cosa de tu madre, aunque nunca he tenido el placer de conocerla. Sé cómo es ese tipo de personas. Me he topado con ellas durante toda mi vida. Consiguen la atención y la simpatía de los demás con su aparente inseguridad. Pero lo que en realidad les mueve es una vanidad tan inmensa que la mayoría de nosotros ni siquiera puede imaginarla. La inseguridad es sólo un disfraz. Por lo que acabas de contar, yo no creo que a ella los hombres le importen mucho. Tú, sus amigas Jill y Trish, un círculo de relaciones deslumbradas, eso es lo que yo sospecho que tu madre ha deseado siempre. De modo que le pareció imprescindible seducir y contraer matrimonio con el señor Moreschi cuando se dio cuenta de que él estaba enamorado de ti.

Aquello me pareció cierto. Era la horrible verdad. Sin embargo, mi lealtad a mamá hizo que me sintiese muy dolida. Pero recordé aquella ocasión en que Marty me besó en la limusina. Recordé la mirada en la cara de mamá. ¿Habría sido aquel beso el redoble de campanas que anuncia la muerte?

Pero yo tuve que protestar. Le dije a Ollie que Marty se había ocupado de mamá como ningún hombre lo había hecho antes. Todavía podía recordar los novios de mamá de los primeros tiempos: pedían la cena, preguntaban dónde estaba su ropa, reclamaban que les diera dinero para comprar bebida y cigarrillos. Mamá había llegado a cocinar durante dos horas para Leonardo Gallo, y luego él se levantaba y tiraba el plato contra la pared. Marty había sido el primer hombre que se había ocupado de mamá.

—Desde luego —dijo Ollie—, y aquellos cuidados hubieran sido suficientes; en cambio tú te convertiste en una amenaza.

Yo empezaba a estar de acuerdo, pero todavía me parecía demasiado feo y complicado.

Entonces papá dijo que, en realidad, lo que había hecho que Bonnie saltara no tenía ninguna importancia, ahora yo estaba allí, podía vivir en Nueva York, junto a él y a Ollie, y él podía enfrentarse a cualquier cosa que Bonnie intentase hacer.

Ollie no contestó, pero dijo en una voz muy dulce:

—Todo eso estaría muy bien si no fuese por un pequeño detalle, G. G. La United Theatricals es mi productora. Han financiado Dolly Rose.

Vi que los dos intercambiaban miradas.

Entonces Ollie hizo el siguiente discurso:

—Mira, querida, yo comprendo tu situación. Cuando yo tenía quince años servía mesas en Greenwich Village y hacía pequeños papeles en el escenario cada vez que tenía ocasión. Eres una chica mayor, y no voy a intentar convencerte de lo bueno que es volver a casa y dejar que te envíen empaquetada a una escuela. Pero tampoco quiero engañarte. United Theatricals es la mayor oportunidad que he tenido en los últimos veinte años de intentar ligarlo todo con esparadrapo aquí, en Broadway. No sólo han financiado este musical, que por cierto tampoco les reporta una enorme cantidad de dinero, sino que están hablando de financiar la película. Yo sería el director, y es una oportunidad que deseo fervientemente.

»Por supuesto que lo que no harían sería cerrar Dolly Rose. No podrían hacerlo, ¿pero y la película? ¿Y la película que vendría después? Bastaría una palabra de tu madre y de su marido, el ejecutivo del estudio, para que el interés de ellos en Ollie Boon, se esfumase de la noche a la mañana. No cruzaríamos palabras, no habría explicaciones, sólo dirían: “Gracias por llamar, Ollie, nos pondremos en contacto contigo.” Y yo no volvería a tener línea directa otra vez, ni con Ash Levine ni con Sidney Templeton.

Después surgió algo que en aquel momento me pareció poco importante, pero que luego iba a significar mucho más. Ollie continuó con su disertación. Dolly Rose era una espléndida obra del Nueva Orleans de antes de la guerra civil, una verdadera ópera de Broadway, pero lo que quería convertir en una película musical era Martes de carnaval carmesí, un libro escrito por Cynthia Walker, la escritora del Sur, de la cual ¿adivinas quién ostentaba los derechos? United Theatricals. Ésta había realizado la película en los años cincuenta con Alex Clementine, y la miniserie algunos años atrás. Dolly Rose era buena para Broadway, pero nunca haría nada fuera de allí. La película iba a ser problemática. Pero ¿Martes de carnaval carmesí?, ésa se representaría siempre. Y la película sería un enorme éxito.

Muy bien, les dije que entendía la postura de Ollie. Y la verdad es que la comprendía.

Había crecido en rodajes por toda Europa. Sabía qué significaba perder el respaldo. Recordaba miles de argumentos, de llamadas telefónicas, de sufrimientos para obtener los camiones de comida, los de vestuario y las cámaras, para continuar rodando. Ya iba a levantarme de la mesa, cuando Ollie dijo:

—Siéntate, querida, no he terminado. Te he sido franco explicándote cuál es mi posición. ¿Pero qué me dices de la tuya?

—Me voy, Ollie, voy a vivir por mi cuenta. Serviré las mesas de Greenwich Village. También puedo hacer eso, ¿sabes? Y además tengo dinero.

—¿De verdad quieres vivir huyendo de la policía y de los detectives privados de tu familia? ¿Estás segura de desear eso ahora?

—¡Por supuesto que no quiere eso, Ollie! —dijo papá de repente, y por primera vez me di cuenta de lo enfadado que estaba con Ollie, le estaba mirando enfurecido.

Sin embargo Ollie no parecía tomarse aquello muy en serio. Se limitó a coger a papá de la mano, como para calmarle. Y luego me dijo:

—Pues entonces lo que tienes que hacer, querida, es engañar a esa gente. Engañarle con ganas. Diles que deseas obtener tu libertad aquí y ahora, y que de lo contrario utilizarás esa historia, y cree lo que te digo, es una historia de cuidado que no sólo puedes utilizarla con la policía, sino también con la prensa. Pero cuando lo hagas, no puedes estar en contacto conmigo, querida mía, porque es muy posible que yo pierda los apoyos que tengo ahora, independientemente de quien pierda esa pequeña guerra tuya.

Esta vez, cuando me levanté, no me indicó que me volviese a sentar. Y esto es lo que les dije a ambos, a él y a papá:

—No dejáis de llamarla mi historia. No hacéis más que decir lo importante que es. Me aconsejáis que utilice mi relato. Pero no es mío, ya veis, y ésa es la peor parte. Se trata de la historia de mamá, de Susan y de Marty, yo no puedo hacer daño a toda esa gente. Quiero decir, que podéis estar seguros de que la prensa metería Jugada decisiva en todo esto, y después este estudio, este enorme y gran poder ante el cual todos nos doblegamos, también cortaría la carrera de Susan. Yo no puedo hacer nada, ¿no os dais cuenta de eso? No puedo. ¡Es como si yo no tuviera el derecho a mi propia historia!, pues los derechos pertenecen a los adultos que están involucrados.

Ollie estaba muy callado, pero luego dijo que yo era un caso muy extraño. Le pregunté a qué se refería.

—En realidad no te gusta tener poder sobre otras personas, ¿verdad?

—No, supongo que no —repuse—. Creo que me he pasado la vida mirando cómo la gente jugaba con el poder, desde mamá hasta Gallo, pasando por Marty y otras personas de las que ni siquiera me acuerdo en este momento. Me parece que el poder hace que las personas se comporten de modo vil. Supongo que lo que me gusta es que nadie tenga poder sobre otra persona.

—Pero las situaciones como ésa no existen, querida —me dijo—. Y estás hablando de personas que han utilizado su poder contigo de manera vergonzosa. Han abortado tu carrera, querida, y lo han hecho en un momento clave. Y ¿para qué?, ¿por una telenovela a la hora de máxima audiencia? Si de verdad quieres vivir por tu cuenta, deberías endurecerte antes un poco. Es mejor que estés lista desde el primer momento para utilizar sus propias armas contra ellos.

Bueno, en aquel momento estaba demasiado agotada para decir nada más. Aquella noche había sido para mí una penosa experiencia. El hecho de haber confiado en ellos me dejó con sentimientos muy conflictivos. Estaba exhausta. Creo que G. G. se daba cuenta. Se levantó para coger una chaqueta para mí y también su abrigo.

Entonces él y Ollie se pusieron a hablar por lo bajo, aunque yo les oía porque en aquel lugar no había tabiques de separación. Ollie le recordaba a G. G. cuánto le había costado la última batalla legal contra mamá. Había tenido que salir de Europa en completa bancarrota. G. G. le dijo que al final no le había ido tan mal, puesto que al llegar a Nueva York le inundaron de ofertas para prestar su nombre a un montón de productos.

—Esa mujer podría conseguir que los abogados del estudio trabajasen exclusivamente para ella, con tal de manejar esto a su gusto. Te costaría más de diez mil dólares al mes.

—¡Se trata de mi hija, Ollie! —decía papá—. Y es la única descendencia que puedo tener.

A continuación Ollie se enfureció. Le explicó a papá que durante los últimos cinco años había hecho todo lo que estaba en su mano para hacerle feliz. Papá se echó a reír.

En otras palabras, habían empezado una verdadera pelea. Papá empezó a tomar las riendas, a su manera, con su actitud dulce y amable.

—Ollie, si ya ni siquiera puedo trabajar sin que te enfades por ello. Si no estoy en el teatro antes de que comience la representación, te pones como una fiera.

Aunque tienes que comprender que con estos dos hombres incluso aquello era muy tierno y civilizado, como si no supiesen gritarse y nunca lo hubiesen hecho.

—Mira —decía Ollie—, yo quiero ayudar a tu hija. Es una preciosidad. ¿Pero qué esperas que haga?

Bonitas palabras, pensé para mis adentros, y las dice con el corazón, pero es un hombre inteligente y tiene razón. Además se habían olvidado por completo del hermano de mamá, el tío Daryl era abogado, por amor de Dios.

Lo siguiente que oí fue que papá hacía una llamada telefónica. Después vino a ponerme un abrigo sobre los hombros, una maravilla con el contorno de piel de visón, que Blair Sackwell le había regalado, y me explicó el plan.

—Ahora escúchame bien, Belinda. Tengo una casa en Fire Island. Ahora es invierno y no hay nadie por allí. Pero la casa está bien aislada del frío, tiene un enorme hogar y una buena nevera; podemos enviarte todo lo que te haga falta. Aunque quizá te sientas sola una vez allí. Aquello puede ser un poco desolador, pero podrás permanecer escondida hasta que averigüemos lo que Bonnie está haciendo, si ha llamado a la policía o qué ha hecho.

Ollie estaba muy enfadado. Me dio un gran beso de despedida y papá y yo nos fuimos en la limusina de Ollie de inmediato. Nos pasamos la noche reuniendo cosas que yo pudiese necesitar. Recorrimos todos los mercadillos que están abiertos por la noche y compramos toda la comida necesaria; a continuación, papá tomó nota de mis medidas y me prometió que me traería ropa. Por fin, hacia las tres de la madrugada cruzábamos la oscura sección Astoria de Queens y salíamos de la ciudad de Nueva York en dirección al pueblo donde se cogía el ferry que llevaba a Fire Island; de pronto recordé algo y me incorporé de un brinco.

—¿Qué día es hoy, papá? ¿Es el siete de noviembre?

—¡Claro, Belinda! ¡Hoy es tu cumpleaños! —me dijo él.

—Sí, pero no sé de qué me sirve, sólo tengo dieciséis años.

En el primer ferry de la mañana casi nos quedamos helados. Fire Island parecía fantasmagórica, pues no había un alma viviente por allí, si exceptuamos a los trabajadores que habían llegado con nosotros. El viento del Atlántico ululaba entre las calles, mientras caminábamos por las aceras de madera en dirección a la casa de papá.

Dentro se estaba muy bien. Todavía había muchas cosas en el congelador, todos los radiadores estaban funcionando y había un montón de leña para la chimenea. Incluso la televisión estaba bien. También había un montón de libros en las estanterías y muchos discos y cintas de música. Había una copia de Martes de carnaval carmesí junto al hogar, llena de notas de Ollie Boon.

El primer día que pasé allí me resultó divertido. Dormí perfectamente. Al atardecer salí y paseé hasta el final del embarcadero. Contemplé la Luna sobre el negro océano y me sentí segura y contenta de estar sola. Quiero decir que se parecía un poco a estar en Saint Esprit.

Sin embargo, esta felicidad no duró.

Acababa de entrar en uno de los períodos más extraños de mi vida.

Al día siguiente, G. G. trajo un montón de cosas necesarias, como cálidas prendas de invierno para mí, pantalones, suéters, chaquetas y ese tipo de cosas. Aunque también vino con la noticia de que no había nada en los periódicos sobre mi desaparición, y tampoco se habían puesto en contacto con él. Nadie había dicho nada sobre mi escapada.

Cuando me lo explicaba volví a tener aquella sensación de frío dentro de mí. Es decir, debía sentirme contenta de que no se hubiesen puesto a buscarme, ¿verdad? Pero tendría que estar preocupada, o eso creo, de que no estuviesen lo bastante inquietos como para buscarme, ¿no?

¡Ah!, estaba muy confundida. Permanecí tres meses en la casa de Fire Island, con un malestar tremendo a causa de mis dudas y el miedo de que no me estuviesen buscando, y por la pérdida de Marty; me preguntaba asimismo qué le habría explicado mamá, también sentía muchas ganas de volver a ver a Susan.

Cuando en el mes de diciembre se heló la bahía, papá no pudo venir a visitarme. Incluso algunas veces los teléfonos no funcionaban.

Y en aquel mundo extraño de hielo constante, de nieve que caía, de fuegos encendidos y de música disco que sonaba con fuerte volumen, yo me sentía más sola de lo que me había sentido en toda mi vida.

De hecho, me percaté de que nunca antes había estado verdaderamente sola. Incluso en el Château Marmont estaba al menos el hotel a mi alrededor, el mundo de Sunset Boulevard lleno de vida a cualquier hora del día o de la noche. Y antes de eso, el mundo había sido como una matriz que me protegía, estaban mamá, Trish, Jill y los demás.

Ahora ya no era así. Me dedicaba a pasear alrededor de aquella casa y durante horas hablaba en voz alta conmigo misma. Hacía la vertical. Me ponía a gritar. Por supuesto también leí mucho: novelas, historias, biografías, lo que me traía papá. Leí todos los libretos que se habían escrito para obras de Broadway, puesto que estaban todos en las estanterías; también escuché tanta música de Romberg, Rodgers, Hammerstein y Stephen Sondheim que, después, hubiese podido superar la prueba de los sesenta y cuatro mil dólares sobre musicales de Broadway.

Leí Martes de carnaval carmesí dos veces. También leí todos los demás libros de tu madre que Ollie tenía, y, no te lo creerás, pero alguno de tus libros también estaban allí. Hay mucha gente adulta que tiene tus libros, como sin duda tú ya sabrás, pero yo no me di cuenta hasta que los vi en las estanterías de Ollie.

También bebí mucho en Fire Island. Sin embargo, era muy cuidadosa. Cuando papá llamaba por teléfono, no quería que me encontrase bebida, y mucho menos cuando venía a visitarme. De modo que me mantuve a un nivel constante, pero al mismo tiempo me escondía. Me bebí todo lo que papá tenía en el bar de Fire Island. Una semana acabé el whisky, a la siguiente me bebí la ginebra y después el ron. Durante mi estancia allí celebré una buena fiesta, aunque lo extraño era que en esa situación pensaba mucho en mamá. Al hacer lo mismo que ella, beber, escuchar música y bailar, podía comprenderla mejor.

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mamá es el de ella en el piso de Roma, bailando con los pies descalzos al ritmo de una banda de música de Dixieland que tocaba Midnight in Moscow, y con un vaso en la mano.

Pero volviendo a la historia, también viví una cierta clase de infierno durante mi estancia en Fire Island. Me refiero a que, cuando estás tan solo, te sientes confinado y te pasan un montón de cosas por la cabeza.

Mientras tanto, papá me comunicó que los periódicos informaban de que mamá y Marty eran dos tortolitos, y que nadie, absolutamente nadie, le había llamado desde la Costa Este.

—Uno podía esperar que llamaran para saber, por lo menos, si yo te había visto —me dijo.

A continuación, cuando vio la expresión de mi cara, decidió callarse.

—Vamos, no queremos que me busquen —le recordé.

Un día, papá recibió una llamada enfurecida de Blair Sackwell. Al parecer, lo único que quería Blair, según dijo, era enviarme un regalo de Navidad, por el amor de Dios, y ni le dejaban hablar con Bonnie ni ese cerdo de Moreschi le daba el nombre de la escuela en que yo estaba en Suiza.

—¿Qué es todo esto? —gritaba Blair enfurecido—. Cada año le envío un pequeño detalle a Belinda, como un sombrero de piel, unos guantes forrados de piel, ese tipo de cosas. ¿Acaso están locos? Lo único que me dicen es que ella no vendrá estas Navidades y que no van a darme ninguna dirección.

—Pues creo que sí lo están —le contestó papá—, porque a mí tampoco me dan la dirección.

Cuando llegó Navidad, yo me sentía fatal.

En la ciudad de Nueva York había caído una tremenda nevada, la bahía estaba helada, como he dicho antes, y los teléfonos no funcionaban. Hacía cinco días que no sabía nada de papá.

La víspera de Navidad encendí un gran fuego y me estiré sobre la piel de oso a modo de alfombra que se hallaba junto al hogar, me puse a pensar en todas las Navidades que había pasado en Europa, en la misa del Gallo en París, en las campanas que no dejaban de sonar en el pueblo, situado al pie de las montañas, de Saint Esprit. Te digo de verdad que aquélla fue mi hora más baja. No sabía cuál era el sentido de mi existencia.

Pero a eso de las ocho en punto, ¿quién crees tú que estaba llamando a la puerta? Era papá, que traía un montón de regalos. Había alquilado un jeep para que le llevase a la punta más lejana de la isla y había venido andando por las aceras de madera, soportando el fuerte viento, hasta la casa.

Amaré a papá hasta el día en que me muera por el mero hecho de haber venido a Fire Island aquella noche. Me parecía un hombre maravilloso. Llevaba un sombrero de esquiador, tenía la cara contraída por el frío viento y, cuando le abracé, olía maravillosamente.

Hicimos una fantástica cena de Navidad, servimos el jamón que había traído y las demás exquisiteces, y a continuación escuchamos coros navideños hasta medianoche. Puedo decir que fue una de las mejores Navidades que jamás he pasado.

Sin embargo, me daba cuenta de que algo iba mal entre papá y Ollie, puesto que cuando le pregunté si Ollie le echaría de menos, él me dijo: «Al diablo con Ollie». Estaba cansado de pasar todos los días de fiesta detrás de un escenario, tanto por la representación matinal como por la de la tarde para que, a fin de cuentas, sólo pudiese beber una copa de vino en el camerino de él. Me explicó que toda su vida, antes de llegar yo, había girado en torno a la de Ollie, y que quizá yo le había hecho un gran favor, y quería que lo supiese.

Pero aquello era una fanfarronada. Papá se sentía desdichado. Él y Ollie se estaban separando.

Cuando llegó febrero, yo ya no podía soportar un día más en Fire Island. Todavía no se sabía nada de mamá y Marty en relación a mí. Todo lo que sabíamos era la perorata que le habían contado sobre la escuela de Suiza, cuando él llamó por Navidad.

Le expliqué a papá que yo tenía que volver a vivir mi vida. Tenía que trasladarme a Nueva York, conseguir un apartamento en el Village, encontrar un trabajo o hacer algo parecido.

Papá, como es evidente, me ayudó. Eligió un sitio adecuado para mí, pagó la enorme suma que hay que soltar para tener un apartamento en Nueva York y después escogió algo de mobiliario y un montón de ropa. Me sentía libre como había esperado, podía pasear por las calles, ir al cine y hacer todo tipo de cosas como un ser humano, pero además de que estaba nevando, yo estaba todo el tiempo aterrorizada con la ciudad. Era más grande, más fea y más peligrosa que ningún otro lugar en el que yo hubiera estado.

Quiero decir que, por ejemplo, Roma es peligrosa, pero yo comprendo la ciudad. París también la conozco muy a fondo. Quizá me engaño a mí misma, pero en estos dos sitios me parece estar segura. En el caso de Nueva York, desconozco las reglas básicas para moverme.

Con todo, las dos primeras semanas estuvieron bien. Papá venía a recogerme siempre para llevarme a espectáculos musicales. Fuimos a todos los que se representaban en la ciudad. Me llevó a ver el salón que tenía instalado en un gran apartamento, el cual me resultó increíble, era como si allí dentro estuviera uno en otro mundo.

Tengo que aclarar que en el fondo a papá no le gusta nada ser peluquero. Lo vuelvo a repetir, no le gusta en absoluto. Y si tú pudieses ver su salón de Nueva York, comprenderías lo que ha hecho allí.

Se diría que es cualquier cosa a excepción de un salón de belleza. Está lleno de carpintería con maderas oscuras, así como de alfombras orientales a juego. Tiene cacatúas y loros en viejas jaulas de bronce, tiene incluso tapicerías procedentes de Europa y aquellos paisajes ensombrecidos pintados por gente a quien nadie parece conocer. Quiero decir que es un lugar que más parecería un club para caballeros. Se trata de una defensa para papá, no sólo por ser peluquero, sino también por ser homosexual.

Debido a su propia caballerosidad y dulzura, papá aborrece ser homosexual. Todos los hombres en la vida de papá, Ollie Boon incluido, son como ese lugar. Mi padre fumaría en pipa si fuese capaz de soportarlo. Ollie sí fuma en pipa.

De cualquier manera, todo lo que había en el salón era auténtico, si exceptuamos la combinación. Las señoras toman té en porcelana china, como la de los viejos hoteles, y servicio de plata, parecida a la que tú utilizas en tu casa de Nueva Orleans. Es un lugar sombrío y encantador al mismo tiempo, donde los otros peluqueros son europeos y las señoras han de pedir hora con seis meses de anticipación.

Sin embargo, allí no había ningún espacio para quedarse a dormir. Hacía tiempo que papá se había organizado para no hacerlo. Y de pronto le oí decir que pensaba coger otro piso en el mismo edificio y sugerir que podríamos vivir los dos juntos en él, entonces me di cuenta de que se quedaba a dormir todos los días en mi apartamento porque Ollie Boon le había echado.

Cuando lo supe, sentí que algo se me rompía por dentro, me pareció que algo se hacía pedazos. Me refiero a que pensé: ¿seré como un veneno? ¿Acaso destruyo a cada adulto con quien me relaciono? Ollie amaba a papá. Yo sabía que le amaba. Papá también amaba a Ollie. Y habían roto por mi causa. La situación me ponía enferma y no sabía qué hacer. Papá fingía sentirse feliz, pero en realidad no era así. Sólo estaba enfadado con Ollie, y además se comportaba con testarudez, nada más.

Entonces fue cuando sucedió. Se presentaron dos hombres en el salón, les enseñaron a los otros peluqueros una foto mía y les preguntaron si me habían visto por allí.

Cuando papá llegó estaba furioso. Aquellos hombres habían dejado un número de teléfono y él les llamó. Les dijo que había reconocido a su hija en aquella foto. ¿Qué demonios estaba sucediendo?

Por la manera en que los describió eran hombres muy ladinos. Se trataba de abogados. Le recordaron a papá que él no tenía ningún derecho sobre mí. Le informaron de que si interfería en su investigación, que por cierto era privada, o si se proponía comentarla con alguien o hacer público que yo estaba desaparecida, se buscaría problemas que le costarían mucho dinero.

—Quédate cerrada en tu apartamento, Belinda —me dijo papá—. No se te ocurra poner el pie en la calle hasta que sepas algo de mí.

Pero el teléfono sonó al momento. En esta ocasión se trataba de Ollie. Los mismos abogados habían ido a verle al teatro. Le explicaron que yo tenía una enfermedad mental, que me había escapado y que era posible que me hiciese daño a mí misma, también le dijeron que no se podía confiar en que G. G. supiera lo que era adecuado para mí. Si se daba el caso de que me viese o supiese algo de mí, debía llamar a Marty Moreschi, y que por cierto, Marty le admiraba mucho. De hecho, tenía previsto volar en breve a Nueva York para hablar con él de la producción prevista de Martes de carnaval carmesí. Le dijeron que Marty opinaba que era una elección mejor para una película de lo que lo había sido Dolly Rose.

Vaya sarta de mentiras, ¡como si Marty tuviese tiempo de ir a la ciudad de Nueva York para hablar de la producción de una película! Se trataba de una amenaza, Ollie se dio cuenta y yo también.

—Querida, escúchame bien —me dijo Ollie con su voz teatral de siempre—. Amo a G. G. Y si quieres que te diga la verdad como la siento, no creo que pueda vivir sin él. Mi último experimento de estos días me ha salido fatal. Pero este asunto nos sobrepasa a los dos. Esa gente quizá sigue a G. G. Incluso es posible que sepan que se ha visto contigo. Por el amor de Dios, Belinda, no me obligues a hacer este papel. No he hecho el papel de villano en ninguna obra en toda mi vida.

Adiós Nueva York.

***

¿Y adónde te diriges cuando eres una menor que se ha escapado? ¿Adónde irías si ya estuvieses harto de tanta nieve, del viento helado y de la suciedad de la ciudad de Nueva York? ¿Cuál es el sitio que los chavales llaman paraíso, donde la policía ni se molesta en perseguirte porque los establecimientos de acogida están llenos?

Llamé por teléfono a la compañía aérea de inmediato. Había un vuelo en dirección a San Francisco que salía del aeropuerto de Kennedy en un par de horas.

Llené una sola bolsa, conté el dinero que tenía, cancelé los servicios de teléfono y demás del apartamento y me largué.

No telefoneé a papá hasta que estuve a punto de embarcar. Estaba muy enfadado. Los abogados, o quienesquiera que fuesen, habían ido a la casa de Ollie en el Soho. Se habían puesto a interrogar a los vecinos. Pero cuando le dije que me encontraba en el aeropuerto y que sólo disponía de cinco minutos, pareció como si se derrumbase.

Nunca antes había oído a papá llorar, no le había oído llorar con sentimiento. Y en esa ocasión lo hizo.

Me dijo que vendría a buscarme, que tenía que esperarle. Nos iríamos juntos a Europa, no le importaba un bledo. No tenía intención de perdonar a Ollie por haberme llamado. No le importaba el salón ni nada. Me pareció que se desmoronaba.

—Por favor, papá, basta ya —le dije—. Voy a estar bien, y tú te estás jugando aquí mucho más que la relación con Ollie Boon. Escúchame, te llamaré, te lo prometo, te quiero papá, nunca podré estar lo bastante agradecida contigo. Dile a Ollie que me he ido, papá. Hazme ese favor. —En ese momento me puse a llorar, ya no podía hablar más. El avión estaba a punto de salir y no quedaba más tiempo que para decir—: Papá, te quiero.

***

San Francisco fue superior a cuanto hubiera podido soñar.

Quizá me habría parecido distinto si hubiese llegado desde Europa, desde las coloridas calles de París o Roma. Pero al venir de Nueva York, donde era pleno invierno, me pareció la ciudad más bonita que hubiese visto jamás.

Un día estaba en medio de la nieve y del viento y al siguiente me encontraba paseando por aquellas calles cálidas y seguras. Dondequiera que mirase veía casas victorianas de reluciente pintura. Bajé en el tranvía hasta la bahía. Paseé por los húmedos bosques del Golden Gate Park.

Nunca hubiese pensado que existían ciudades como ésta en América. Si la comparaba con Los Ángeles, las calles de ésta me parecían contaminadas y espantosas; por no hablar de lo dura y fría que era Dallas con sus autovías y rascacielos.

De inmediato conocí a otros chicos que me ayudaron. Conseguí la habitación de Page Street la primera noche. Me daba la sensación de que nada en San Francisco podía hacerme el menor daño, lo que por supuesto no era más que una ilusión, y me dispuse a confeccionar mi falsa identidad. Solía deambular por Haight Street para hacer amistad con otros jóvenes escapados y pasear por Polk con dos buscavidas homosexuales que se convirtieron en mis mejores amigos.

El primer sábado conseguimos una jarra de vino y cruzamos la Golden Gate para montar una fiesta en Vista Point. El cielo era clarísimo, el agua azul estaba llena de minúsculas y en apariencia inmóviles embarcaciones, y la ciudad tras la bahía tenía un color blanco prístino. Puedes imaginarte cómo me impresionó. Incluso la niebla encajaba, me parecía que se trataba de humo blanco que salía de las brillantes torres de Golden Gate.

Pero, ya sabes, la felicidad no duró. A las tres semanas de llegar me asaltaron. Cierto tipo me pegó a la entrada de la casa de Page Street e intentó arrebatarme el monedero. Lo mantuve sujeto con las dos manos y no dejé de gritar y gritar, hasta que, gracias a Dios, él se fue corriendo. Todos mis cheques de viaje estaban allí. Me quedé petrificada, así que después de aquello los escondí debajo de los tablones del suelo de mi habitación.

Luego estaban las detenciones a los drogadictos del piso de arriba de Page Street, cuando los policías de narcóticos venían y rompían todo lo que poseían los chavales que vivían allí, me refiero a que rompían y desmantelaban los muebles, tiraban de los cables de la televisión, arrancaban las moquetas y rompían las cerraduras de las puertas, a medida que sacaban a los ocupantes esposados, a quienes no volvíamos a ver más.

Sin embargo, con todas aquellas experiencias yo estaba aprendiendo, y seguía resuelta a vivir por mi cuenta. Aunque una cosa sí debía hacer: adquirir el conocimiento de quién había sido yo. Y fue ésa la razón que me llevó a los almacenes de revistas de segunda mano, donde conseguí ejemplares atrasados que contenían artículos sobre mi madre. Fue en aquellos días también cuando obtuve las cintas de sus viejas películas. Entonces tuve un verdadero golpe de suerte, pues encontré una publicación con cintas de vídeo donde se decía que podían conseguirte cualquier película, incluso aunque no se hubiese estrenado en Estados Unidos. Envié un cupón de pedido para Jugada decisiva y me la enviaron. De todas maneras, como ya sabes, yo no tenía ningún aparato de vídeo para verlas. No me importaba. Ahora las tenía conmigo. Tenía parte de mi pasado conmigo, incluso habiendo quitado las etiquetas de manera que no se supiera lo que las cintas contenían.

Una de las cosas que aprendí fue que las chicas de la calle eran muy diferentes de los chicos. Ellas no iban a ninguna parte. Se quedaban embarazadas, se enganchaban a la droga e incluso se convertían en prostitutas. A menudo estaban locas por los chicos que se encontraban. Solían cocinar y fregar para algún músico de rock sin dinero, y luego se dejaban echar a la calle. Sin embargo, ellos eran un poco más listos. Los homosexuales por los que se dejaban comprar los llevaban a sitios bonitos, solían idealizarlos. Los chicos podían, y de hecho lo hacían, utilizar aquellos encuentros para ascender en el mundo social y dejar la calle.

Bien, todo aquello era un pequeño rompecabezas para mí. ¿Cómo podía ser que la calle gastase a las chicas, mientras que los chicos salían de ella indemnes? Por supuesto, no todos eran listos. También los había que vivían al día, y se engañaban a sí mismos con el glamour de sus aventuras, aun así disfrutaban de una cierta libertad que las mujeres nunca me pareció que tuvieran.

En cualquier caso, yo decidí actuar como si fuese uno de los chicos. Me consideraba a mí misma un ser especial, algo misterioso, y contaba con que el resto de la gente se interesase. Y me comportaba en consecuencia.

Me di cuenta también de otra cosa. Si dejaba a un lado la indumentaria callejera y el maquillaje punk, y me vestía con un uniforme de escuela católica (se podían conseguir faldas de segunda mano en Haight Street), dondequiera que fuese me trataban bastante bien. A veces tenía que ir a los grandes hoteles. Debía tener una buena apariencia mientras tomaba el desayuno en el Stanford Court o en el Fairmont. Tenía que volver a veces a sitios como aquellos en que había vivido antes. No hacía más que tomar un desayuno completo y leer Variety mientras bebía el café, pero cuando me sentaba tranquilamente en el restaurante junto al vestíbulo, me sentía bien y a salvo. Bueno, pues en estas ocasiones vestía siempre el uniforme de escuela católica. También solía ponérmelo cuando recorría los grandes almacenes. Se trataba de ir disfrazada como la hija de alguien.

Entonces, una tarde, al abrir el periódico, vi tu fotografía y el anuncio de una gran fiesta editorial en el centro de la ciudad. He de decir que aunque Ollie no me hubiese hablado de Martes de carnaval carmesí, estoy convencida de que hubiese atraído mi atención. Recuerdo haber leído todos tus libros cuando era pequeña.

Sin embargo, tenía el aliciente de haber leído hacía poco la citada obra y haber encontrado todos los viejos libros de ilustraciones en la casa de Fire Island. Sentía curiosidad, y deseaba tener la ocasión de verte. De modo que decidí actuar del modo en que lo hubiese hecho uno de los chicos homosexuales, yendo allí y estableciendo contacto visual, igual que hacían ellos, ya sabes, inspeccionar y dejarse ver.

Cuando vi lo guapo que eras y que no dejabas de flirtear conmigo, decidí llevar la cosa un poco más allá. Oí que hablaban de la celebración en el Saint Francis. Compré un libro y decidí seguir adelante e ir a esperarte allí.

Desde luego, tú sabes muy bien lo que sucedió. Pero debo confesarte que aquélla fue una de las más extrañas experiencias que había tenido desde mi escapada de casa. Tú eras algo así como el príncipe de un cuento, muy fuerte y al mismo tiempo sensible, una especie de amante loco que pintaba preciosos cuadros, además, eso de que tuvieses la casa llena de juguetes, bueno, para mí se situaba al borde de la locura definitiva.

Me resulta difícil de analizar y también creo que quizá sea demasiado pronto. Pienso que eras la persona más independiente que se haya cruzado en mi vida. No había nada que te afectase, excepto tu deseo de que yo te tocara, eso me pareció clarísimo desde el principio. Y como he dicho antes, tú fuiste el primer hombre hecho y derecho con el que hice el amor. Nunca me había encontrado con esa dedicación y paciencia con anterioridad.

A diferencia de lo que hacía toda la gente con quien me había relacionado, que utilizaban su atractivo de manera constante, tú ni siquiera parecías darte cuenta de tu encanto. La ropa que llevabas no te sentaba bien. Llevabas siempre el cabello revuelto. Fue un placer, más tarde, poder transformarte, comprarte nuevos trajes, chaquetas decentes y suéters. Tomarte medidas para todas esas prendas. Y tú sabes muy bien lo que sucedió. No te importaba lo más mínimo, pero estabas tremendamente guapo. Todo el mundo se fijaba en ti cuando salíamos juntos.

Pero creo que estoy adelantándome. Las dos primeras noches me enamoré de ti. Telefoneé a papá desde una cabina en San Francisco y le hablé de ti, sabía entonces que todo iría bien.

Sin embargo, el día que me enseñaste las primeras pinturas de Belinda y me dijiste que nunca las vería nadie, que podrían terminar con tu carrera, pudo haber terminado todo. Cuando me dijiste aquello creía que me volvía loca. Creo que lo recordarás. En aquel momento estaba decidida a alejarme de ti, y quizás hubiese sido mejor para ti que lo hubiese hecho. No se trataba de que yo no comprendiese lo que habías dicho sobre no mostrar jamás las pinturas, sino de que era demasiado parecido a lo que había pasado con Jugada decisiva.

Otra vez, pensé. Soy un veneno, ¡un veneno! Pero de todos modos la rabia que sentía, la rabia que tenía contra todo, me estaba destrozando.

Tú ya sabes lo que sucedió después, el asesinato en Page Street y mi llamada, con lo cual volvimos a estar juntos, y fue como con Marty, porque yo te quería y no pensaba dejarte nunca, independientemente de lo que hicieses con los cuadros; bien, era una decisión tuya, eso es lo que yo me decía a cada momento.

Yo era tan feliz por estar contigo, por el hecho de que me amases, que nada más en el mundo tenía importancia para mí.

Una noche llamé a papá a cobro revertido desde tu casa, en esta ocasión le conté quién eras tú y le di el número de teléfono, aunque le advertí que no llamase porque tú siempre estabas en casa. Papá estaba encantado con lo que estaba sucediendo.

Luego me enteré de que conocía a Celia, tu ex mujer, la que trabaja en la ciudad de Nueva York; al parecer iba a menudo al salón de G. G., y él consiguió hacerla hablar sobre ti, de modo que cuando llamé la segunda vez me dijo que tú eras una persona bastante buena, de acuerdo con lo que le había contado Celia. Ella le explicó que el matrimonio no había funcionado porque tú siempre estabas trabajando, que lo único en que tú estabas interesado era en pintar.

Bien, eso a mí me parecía perfecto.

Pero mientras tanto, las cosas a papá no le estaban yendo bien. Ya no vivía con Ollie. En lugar de eso, dormía en un sofá en el mismo salón de belleza. Incluso en la noche de los premios Tony, cuando Dolly Rose salió premiada con todo, papá no hizo caso de la llamada de Ollie y no regresó con él.

Además, aquellos abogados seguían molestándole. No dejaban de insistir en que yo me hallaba en Nueva York, y que papá sabía dónde. Luego empezaron a suceder cosas extrañas. Se inició el rumor de que uno de los peluqueros de papá había contraído el sida.

Tú ya sabes lo que es el sida, no puedes contagiarte por un contacto casual. Pero al mismo tiempo a la gente le da miedo, así que papá se encontró con varias cancelaciones. Incluso Blair Sackwell le telefoneó para hablarle de los rumores. Después Blair le ayudó a sofocar todo el asunto.

Pese a todo, papá se sentía optimista. Estaba ganando la batalla. El día anterior había hecho su jugada, como él decía, con los abogados que habían vuelto a la peluquería. «Miren, si ella ha desaparecido deberíamos llamar a la policía y explicárselo», les había dicho en su propia cara, y a continuación se dirigió al teléfono. Incluso llegó a pedirle a la operadora que le pusiese con el departamento de policía, antes de que uno de aquellos tipos cogiera el auricular y lo colgara. «Se lo estoy diciendo en serio —continuó diciéndoles papá—, si les vuelvo a ver por aquí y todavía no la han encontrado, llamaré a la policía sin más preámbulos».

Cuando escuché a papá contándome la historia, no pude más que echarme a reír. Pero me resultaba espantoso pensar en papá enfrentándose a aquellos desagradables tipos. Aunque él seguía insistiendo en que se sentía feliz:

—Es como el ajedrez, te lo digo de verdad, Belinda, lo único que has de hacer es la jugada correcta en el momento preciso. Y por otra parte, Belinda, lo mejor de todo es que ellos no tienen la más remota idea de dónde estás.

***

Ahora bien, cuando hice aquellas llamadas telefónicas a papá a cobro revertido y le di tu número de teléfono, no se me ocurrió ni remotamente que nadie pudiese encontrar ese número en los archivos de las llamadas de papá. Pero eso es lo que sucedió. Y así fue como me localizaron en tu casa.

En julio, después de que estuviéramos juntos durante unas seis semanas, Marty apareció en Castro Street, caminaba hacia mí pasando por delante de la tienda Walgreen. Me pidió que subiese con él al coche.

Me quedé anonadada. Estuve a punto de acabar con todo, pues ¿qué habría sucedido si tú hubieses estado conmigo en aquel momento?

En cuestión de segundos nos dirigíamos a toda velocidad hacia el centro de la ciudad, a la suite que la United Theatricals tenía en el hotel Hyatt Regency, la misma en que tú te entrevistaste más tarde con mamá.

Bien pues, Marty, antes incluso de llegar allí, estuvo temblando y haciendo una escena de ópera italiana. Sin embargo, yo no estaba preparada para su ataque inmediato, en el momento de cerrarse la puerta de la suite. Tuve que pelearme con él para apartarle, y digo bien, pelearme en serio. Pero Marty no es malo, de verdad que no lo es.

Así que cuando se dio cuenta de que no iba a acostarme con él, estuvo a punto de desmoronarse al estilo de Marty, como había hecho en tantas otras ocasiones en el Château Marmont y en Beverly Hills, y acabó contándome todo lo que había estado sucediendo.

Después de que me hube ido, las cosas habían ido de mal en peor, el tío Daryl insistía en contratar a sus propios detectives para encontrarme y Marty seguía la investigación por su cuenta. Mamá pareció volverse loca por el sentimiento de culpa en las semanas que siguieron, le decía a Marty que no me buscase y luego se despertaba gritando que sabía que yo estaba en peligro, que tenía que estar herida.

Trish y Jill habían regresado, así que hubo que explicarles lo de mi desaparición, y resultó muy difícil controlarlas. Jill estaba convencida de que había que llamar a la policía y estaba muy enfadada con Bonnie. Daryl me culpaba a mí de todo lo que sucedía y era partidario de declararme legalmente enferma mental y recluirme en una institución en Tejas tan pronto como se averiguase mi paradero.

Marty no hacía más que insistir en que todo había sido un malentendido y que no había sucedido nada entre él y yo, que mamá lo había imaginado todo. Si no se hubiese precipitado todo el mundo antes de que él regresara del hospital, todo habría ido bien. Pero los tres tejanos, como él les llamaba, creían la versión de mamá de que yo había intentado seducir a Marty, si bien Trish y Jill manifestaron sincera preocupación por mí e insistían en que había que llamar a la policía.

Marty dijo que fue un infierno, un verdadero infierno. Sin embargo lo peor de todo es que ahora mamá estaba autoconvencida de que Marty me tenía escondida en alguna parte. Estaba segura de que yo me hallaba en Los Ángeles y de que Marty y yo seguíamos viéndonos.

La semana anterior, sus imaginaciones habían llegado al punto máximo. Mientras él estaba en Nueva York comprobando mis posibles contactos con G. G., mamá decidió que lo que pasaba era que Marty estaba conmigo. Le había escrito una nota a Daryl explicándoselo así, y después se cortó las venas de las muñecas, estaba desangrándose y casi muerta cuando la encontraron.

Por fortuna Jill vio la nota y la destruyó, y Marty tuvo la oportunidad de hablar con mamá y conseguir que confiase en él de nuevo. Sin embargo, era cada vez más difícil mantener la calma. Si él la dejaba sola, aunque fuese durante una hora, ella se convencía de que él estaba conmigo. Incluso este viaje a San Francisco resultaba arriesgado. Trish creía en él, Jill también, y aceptaron que él seguía con la búsqueda. Con respecto a Daryl, Marty no estaba muy seguro.

Desde luego Marty estaba frenético de preocupación por mí. Se había sentido extremadamente temeroso mientras sus hombres comprobaban a ese artista, así te llamó, y verificaban que era una persona correcta.

—Pero la verdad de todo, Belinda, es que tienes que volver, tienes que darle un beso de despedida a ese tipo y volver conmigo a Los Ángeles ahora. Se está hundiendo, Belinda. Y también tenemos otros problemas allí. Susan Jeremiah se ha ido a Suiza para tratar de localizarte. Está dejando exhausto y sin respiración a todo el mundo. Amor mío, sé lo que piensas de mí, lo sé. Y también sé que tú no quisiste que esto llegase a suceder, pero, por Dios bendito, Belinda, esa mujer va a terminar con su vida, maldita sea. Sólo hay una salida.

Entonces llegó el momento de mi escena de ópera italiana. Y la primera cosa que grité fue:

—¿Cómo pudiste intentar arruinar a G. G.? ¿Cómo te atreviste a iniciar los rumores sobre su salón en Nueva York?

Me dijo que era inocente. Él no había hecho tal cosa, no, de ninguna manera. Si alguien lo había hecho, debía tratarse de tío Daryl, etcétera, etcétera. Luego dijo que terminaría con aquellos rumores. Se ocuparía personalmente de que se hiciese, terminaría con ellos. Siempre que yo volviese, desde luego.

—¡Por qué demonios no puedes dejarme en paz! —le espeté—. ¿Cómo puedes pedirme que regrese a sabiendas de que tío Daryl va a encerrarme? ¿Acaso te has escuchado a ti mismo? Lo que me estás diciendo es que, por tu bien y por el de mamá, lo que tengo que hacer es regresar, ¡Dios mío!

Me rogó que me calmara. Me explicó que tenía un plan, me rogó que le escuchase. Haría que Trish y Jill nos vinieran a esperar al aeropuerto, luego iríamos juntos a casa y entonces el impondría la regla de que no habría ninguna institución mental ni ningún convento en Suiza, o dondequiera que fuese, en que encerrarme. Yo sería libre de hacer lo que quisiese. Podría irme a rodar exteriores con Susan a Europa, tal y como yo lo había deseado antes. Ponerme a mí y a Susan en un proyecto televisivo no era ningún problema, aunque Susan estuviese trabajando en algo en ese momento; bien, cambiarlo, muy bien, podía hacerse, sólo tenía que llamar a Ash Levine y hacerlo. O sea que, de qué demonios estábamos hablando aquí, por amor de Dios, ¿acaso no era él el productor de Champagne Flight? Bonnie trabajaba para él. Haría valer su posición.

—Estás perdiendo la cabeza, Marty —le aclaré—. Mamá es Champagne Flight y tú lo sabes. ¿Y qué te hace pensar que podrías pararle los pies a tío Daryl? Durante años ha estado comprando tierras por todo Dallas y Fort Worth con el dinero de mamá. No os tiene miedo ni a ti ni a la United Theatricals. ¿Y por qué habría de dejarme mamá hacer lo que yo quisiese con Susan si ella trabaja para ti?

Se puso en pie. Echaba fuego por la boca, igual que le había visto hacer cientos de veces en el estudio, mientras señalaba al intercomunicador que se hallaba sobre su mesa. La única diferencia era que esta vez me señalaba a mí.

—Belinda, ¡confía en mí! Yo te llevaré y te sacaré de allí, te lo digo en serio. Las cosas no pueden seguir de la manera que están ahora.

Yo también me levanté. Entonces suavizó su actitud, dominaba estos cambios.

—No lo ves cariño, yo voy a ocuparme de esto. La tensión que se vive allí está a punto de romper con todo. Y yo la relajaré cuando llegue allí contigo viva y con buena salud. Puedes tener todo lo que desees, un pequeño apartamento en Westwood, cualquier cosa. Yo haré que sea así, lo haré, amor mío, te lo digo yo…

—Marty, voy a quedarme en San Francisco. Estoy donde deseo estar. Y si no dejas en paz a G. G. haré cualquier cosa, todavía no sé qué, pero… —No terminé la frase.

Se puso otra vez a gritar. No quería hacerme daño, la última cosa que haría en el mundo era causarme daño, pero sencillamente yo no podía darle la espalda a todo lo que estaba sucediendo.

En ningún momento dejé de mirarle con atención. Entonces me di cuenta de algo que tenía que haber sabido en el mismo momento en que le vi en Castro Street. No, ya no le amaba, y más que eso, ya no sentía ninguna simpatía por él. Y aunque comprendía lo que estaba pasando, sabía que yo no podía cambiarlo. Lo sabía, de la misma manera que sabía que el mundo giraba a mi alrededor.

Imagínate que yo volviese a Los Ángeles y que mamá volviese a acusarme de vivir con Marty, imagínatelo. Imagina a tío Daryl contratando a doctores que dictaminasen mi reclusión. Yo no conocía las leyes en Tejas, pero conocía bien la jerga legal de las calles de Nueva York y de California. Yo era una menor en peligro de vivir una vida inmoral y disoluta. Una menor que no tenía la supervisión de un adulto. Ya hacía años y años que sabía todo eso.

—No, Marty —le dije—. Quiero a mamá, pero el día después de los disparos sucedió una cosa, algo que tú nunca comprenderás. No voy a volver allí a verla, ni a ella ni a tío Daryl. Y si quieres que te diga la verdad, nada puede alejarme de San Francisco en este preciso momento. No, ni siquiera Susan. Marty, tendrás que apañártelas por tu cuenta.

Me miró y me di cuenta de que se ponía tenso. Su rostro cambió y adquirió una expresión malvada como la de un pendenciero de la calle. Acto seguido hizo su jugada, igual que papá había hecho con los abogados en Nueva York.

—Belinda, si no lo haces, tendré que llamar a la policía para que vaya a buscarte a la casa de Jeremy Walker, en la calle Diecisiete; además, haré que le arresten sobre la base de cualquier cargo moral aplicable al caso que esté en vigor en este estado. Tendrá suficiente para el resto de su vida, Belinda. Lo digo en serio, no quiero hacerte daño, cariño, pero o vienes conmigo ahora o Walker irá a la cárcel esta misma noche.

Con lo que yo también hice mi jugada, aun sin mediar el tiempo necesario para pensarla.

—Si se te ocurre hacer eso, Marty, cometerás el peor error de toda tu carrera. Puesto que no sólo le diré a la policía que me has perseguido, seducido y abusado de mí en repetidas ocasiones, sino que se lo contaré también a la prensa. Les diré que mamá lo sabía, que estaba celosa, que intentó disparar contra mí y que no ha denunciado mi desaparición, y estoy diciendo que se lo contaré a todo el mundo, Marty, desde el National Enquirer hasta el New York Times. Les diré lo que quieran saber sobre la drogadicción de mamá y la negligencia que ha tenido para conmigo, y que tú estás confabulado con ella. Créeme que os hundiré a todos. Y otra cosa, Marty. No tienes ni la más mínima prueba de que yo me haya ido a la cama con Jeremy Walker, ni la más remota. Pero yo sí estoy dispuesta a testificar en un juicio en cuántas ocasiones he estado contigo.

Me miraba fijamente e intentaba parecer duro, lo intentaba de veras, pero yo podía ver a través de su expresión cuánto estaba sufriendo, y casi no podía soportarlo. Me sentía tan mal como me había sentido con mamá.

—Belinda, ¿cómo puedes decir estas cosas? —inquirió.

Y lo decía con el corazón. Lo sé, porque yo me sentí de la misma manera la última vez con mamá.

—Marty ¡tú nos estás amenazando! ¡A Jeremy y a mí! ¡Y también a G. G.! —le repliqué gritando—. Marty, déjanos en paz.

—Daryl acabará encontrándote, ¡amor mío! —siguió diciéndome—. ¡Acaso no ves que te ofrezco lo que Daryl nunca te dará! Te estoy proporcionando una elección.

—Eso habría que verlo, Marty. Daryl no le hará daño a mamá, de eso puedes estar bien seguro. Puede que esto sea difícil de entender para ti, con todos tus trapicheos y negocios, pero Daryl ama a mamá como tú nunca lo has hecho.

Entonces intenté marcharme de allí al instante. Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejar que lo hiciera, de modo que la escena que siguió fue de lo más terrible. No hay que olvidar que habíamos sido amantes ese hombre y yo. De modo que gritamos y lloramos, mientras él intentaba cogerme yo luchaba contra él, y al fin conseguí zafarme y salir de allí; corrí, bajé a saltos todas las escaleras del Hyatt y salí a Market Street.

Pero como puedes imaginarte, Jeremy, yo estaba aterrorizada. Lo único que podía pensar era: Belinda, ¡lo has vuelto a hacer! Vas a arrastrar a Jeremy al fango y a la porquería contigo, igual que has hecho con G. G. y con Ollie Boon. Además, no tienes ni idea de lo que esa gente está dispuesta a hacer.

Ésa fue la noche en que te rogué que nos fuéramos a Carmel. También te pedí que nos marchásemos a Nueva Orleans y que volvieses a abrir la casa de tu madre. Deseaba acompañarte hasta el fin del mundo.

Según recuerdo, salimos hacia Carmel a medianoche. Durante todo el camino estuve mirando por el retrovisor, intentaba ver si alguien nos estaba siguiendo.

Al día siguiente llamé a papá desde una cabina telefónica que encontré en la Ocean Avenue, telefoneé con monedas mías en vez de hacerlo a cobro revertido, para evitar que se pudiese registrar la llamada, y le expliqué a papá cómo había conseguido Marty dar conmigo por medio de las llamadas a cobro revertido listadas en sus archivos.

Papá tenía mucho miedo por lo que podía sucederme.

—No vuelvas, Belinda —me dijo—. Mantente en tu postura. Daryl ha estado aquí. Insiste en que sabe que has estado en la ciudad esta primavera. Pero yo he utilizado la misma maldita fanfarronada que con los abogados, ya sabes, lo de la policía, y chica, no sabes cómo se retractó. Está avergonzado, Belinda. Se siente fatal por no haber llamado a las autoridades, ¿y sabes lo que hizo al final? Me rogó que le explicara si yo me encontraba bien. Me hice el despistado, querida, pero estoy seguro que te encontrará, igual que Marty. Jaque al rey, Belinda. Recuerda que puedes hacerlo. No harán nada que pueda perjudicar a Bonnie. Para ellos la única que importa es Bonnie, para todos ellos.

—Pero ¿qué pasara con tu salón, G. G.? —Yo todavía estaba preocupada por el asunto.

—Puedo encargarme de eso, Belinda —insistió.

Nunca supe, ni he llegado a saber aún, cuán ruinosa le resultó la situación. Durante todo este tiempo me he limitado a confiar en que papá esté bien.

***

Aquella semana final en Carmel fue la única de verdadera paz que tuve entonces. Nuestros paseos por la playa y las charlas fueron maravillosos. Intenté por todos los medios que no regresáramos. Pero a tu manera cálida y agradable insististe en que volviésemos a San Francisco. Y desde entonces, yo ya no dejé de vigilar cada vez que salía. Sabía que alguien nos estaba espiando. Lo tenía clarísimo. Y, a juzgar por cómo fueron después las cosas, tenía razón.

Entre tanto, la segunda película de televisión de Susan se estrenó a principios de setiembre y obtuvo un porcentaje de audiencia del treinta por ciento según las encuestas, y además era muy buena. Luego Champagne Flight comenzó una nueva temporada con tu amigo Alex Clementine, y yo la estuve viendo mientras tú estabas arriba trabajando. No creo que llegases a darte cuenta.

Mamá estaba fantástica. Ella siempre está perfecta frente a la cámara, no importa lo que le suceda en su vida personal. Y cuando hacía escenas dramáticas estaba muy convincente. Sin embargo, resaltaba un aspecto nuevo en ella. Por primera vez mamá aparecía muy delgada. Era el fantasma de sí misma en la pantalla y he de decir que era una intérprete extraordinaria. Y, para serte franca, la serie misma lo era. Por la parte técnica, bien, era incluso más del estilo de un vídeo de rock, con música bastante hipnótica y con un movimiento de cámara enérgico y contundente. De nuevo se detectaba en la serie el estilo del film noir.

De pronto, dos días después de aquello, me dijiste que venía Alex Clementine, que era tu amigo y que tú querías que fuese contigo a cenar; te pusiste muy pesado con el asunto, tanto que no parecías tú mismo. Yo conozco a Alex Clementine. Estuve con él en Londres durante el rodaje de una película en que mamá trabajó años atrás. Y lo que es peor, le había visto el año anterior en el festival de Cannes. Estuve a punto de toparme con él en la fiesta editorial, la tarde en que nos conocimos tú y yo. No existía posibilidad alguna de que yo te acompañase. Y si tú le hubieses traído a casa para enseñarle las pinturas, se habría acabado todo allí mismo y en aquel momento.

Yo estaba fuera de mí. Sin embargo tenía la esperanza de que, si no podía convencerte de que fuésemos a Nueva Orleans, quizá pudiera conseguir que nos fuéramos a otra parte.

Entonces Marty volvió a aparecer. Estaba yo cruzando el puente de Golden Gate en dirección a los establos Marin, y tenía la sensación de que alguien me estaba siguiendo, después, cuando ya estaba cabalgando, caí en la cuenta de que había tenido razón.

Bueno, tú ya sabes lo importante que era para mí ir a montar a caballo. Pero me pregunto si te percatabas del enorme desahogo de las preocupaciones que significaba para mí. Cuando estaba sobre mi caballo tenía la impresión de estar lejos de todo el mundo. Uno de mis paseos preferidos, que atravesaba las lomas de Cronkite, era el que bajaba a la playa en Kirby Cove. La mayor parte del tiempo estaba cerrado al tráfico, y con frecuencia yo era la única persona que iba por allí y cabalgaba en el rompiente de las olas; desde allí el paisaje era precioso.

A la izquierda se veía el puente y la ciudad, y a la derecha, al fondo, el océano.

Bien pues, si hubiese sabido que aquella tarde era la última que paseaba a caballo por Kirby Cove, me pregunto cómo me hubiese sentido.

Estaba a medio camino de la bajada cuando vi un Mercedes, tras de mí, en la carretera; enseguida descubrí que se trataba de Marty y traté de escabullirme por uno de los senderos escarpados. Él me siguió hasta los campos que había al final del declive, y yo pensé: bien, muy bien, es estúpido tratar de huir de él. No va a dejarme en paz hasta que hablemos.

Quería que fuese con él al hotel. Le dije que de ninguna manera. Lo que sí hice fue atar el caballo y entrar en el coche con él. Al parecer el caballo le daba miedo. Nunca en su vida había montado.

Me dijo que tenía algo muy desagradable que contarme. Llevaba consigo un sobre de papel manila, y me preguntó si yo imaginaba lo que podía contener.

—¿De qué demonios me estás hablando? —le dije—. ¿Qué es esto?

Si en la última entrevista todavía había algo del amor que había sentido, ahora apenas quedaba nada. El sobre me daba miedo. Y yo sospechaba que iba a derrumbarme.

—Ese novio tuyo que vive en la calle Diecisiete, ¿qué tipo de hombre es, que pinta cuadros por todas partes contigo desnuda?

—¿Pero de qué estás hablando? —le pregunté.

—Querida, he contratado un par de detectives para que te vigilen. Por estricta rutina, se pusieron en el tejado de la casa de al lado. Pudieron ver todas esas telas a través de las ventanas de la buhardilla. Luego volvieron a comprobar lo que habían visto desde el balcón de la casa del otro lado de la calle. Tengo fotografías de toda la galería…

Se dispuso a abrir el sobre.

Yo le dije:

—¡Tú, maldito hijo de puta! Estáte quieto, no sigas.

Sabía que él notaba que yo tenía mucho miedo. Estaba dando en el clavo.

—Oye, no vayas a creerte que me divierto metiendo la nariz en los asuntos ajenos. Pero Bonnie no me dio elección. La semana pasada me dijo que estaba convencida de que tú y yo vivíamos juntos, de manera que volvió a intentarlo, esta vez se tomó unas píldoras, tantas como para matar a una mula. Muy bien, me dije, esta mujer va a morir si yo no lo remedio, y soy la única persona en el mundo que puede impedirlo. Así que le expliqué lo tuyo con Jeremy Walker. Le di su nombre, la dirección y todo lo demás. Le enseñé toda la documentación que tenía sobre él, los recortes de prensa que mis secretarias del estudio habían reunido. Con todo, aún no me creía. ¿Belinda en San Francisco viviendo con un artista? Vamos, ¿acaso yo creía que ella era tan estúpida como el resto del mundo decía? Me dijo que sabía que yo no permitiría que tal cosa sucediera, que yo te ocultaba en algún lugar de Los Ángeles desde el principio. Decía que las mentiras la volvían loca. Por culpa de tantas mentiras no podía dormir por las noches. Muy bien, le dije, voy a demostrártelo. Entonces envié a esos detectives a buscar pruebas. A sacar unas fotos de vosotros dos juntos. Para que os cogieran a los dos andando por la calle, o que se pusieran en una ventana y os pescaran entrando juntos en la casa. Bien, pues esto que tengo aquí es lo que consiguieron, Belinda, trescientos sesenta grados del centro de la pornografía juvenil del oeste. Este material hace que la película de Susan Jeremiah parezca de Disney. Incluso haría que Humbert Humbert se levantara de entre los muertos.

Le dije que se callase. Le expliqué que tú no pensabas enseñar aquellos cuadros. Era un asunto fuera de discusión. Además sería el fin de tu carrera. Le dije que aquellas telas eran un secreto nuestro y que hiciera el favor de quitar a aquellos hombres asquerosos de nuestro entorno.

—No hagas que me enfade más de lo que estoy —me dijo—. ¡Ese tipo te está utilizando, Belinda! Tiene fotografías en que sales desnuda allí arriba, junto a los cuadros. Ahora mismo podría vender esa basura por un montón de dinero a Penthouse. Pero no es eso lo que anda buscando. Bonnie le identificó a la primera. Ella ha dicho que Walker tiene un olfato para la publicidad mucho mejor que ese loco estrafalario de Nueva York, Andy Warhol. En el momento que le apetezca va a hacer la gran presentación de los cuadros de la hija de Bonnie desnuda, y se deshará de ti a continuación.

Me volví loca. Empecé a vociferar.

—¡Marty, ni siquiera sabe quién soy! —grité—. ¿Acaso mamá no podría empezar a pensar que esto no tiene nada que ver con ella?

—Ella sabe que sí tiene relación. Y, cariño, yo comparto su opinión. Esto es igual que lo que sucedió con Susan Jeremiah, ¿no te das cuenta? Esa gente te utiliza porque eres la hija de Bonnie.

Yo estaba perdiendo la cabeza. Le hubiese pegado de no tener las manos ocupadas en taparme los oídos. También lloraba. Intentaba decirle que las cosas no eran así, que esto no tenía nada que ver con mamá, maldita sea.

—¿No te das cuenta de lo que ella está haciendo? —le dije—. ¡Está convirtiéndose en el centro de todo! Y Jeremy ni siquiera sabe que ella existe. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué estáis haciendo conmigo? Pero ¡qué es lo que queréis!

—Que te crees tú que no la conoce —replicó Marty—. Ha enviado a un abogado llamado Dan Franklin a husmear por todo Los Ángeles; ha perseguido a mis abogados con una foto que ellos distribuyeron por un par de sitios cuando estaban intentando dar contigo. Explica que le ha parecido ver a la de la foto en Haight-Ashbury, escúchame bien, el tipo es el abogado de Walker, se conocen desde hace veinte años. Y está tratando de localizar a Susan Jeremiah. Ha estado poniéndose en contacto con personas de la United Theatricals día y noche.

Él continuó hablando. Siguió y siguió sin parar. Pero yo ya no oía lo que estaba diciendo. Yo conocía el nombre de Dan Franklin. Sabía que era tu abogado. Había visto los sobres con su nombre impreso en tu despacho. También había oído sus mensajes en el contestador automático.

Me quedé allí sentada, destrozada. No podía decir nada más. Aunque, por otra parte, tampoco podía creer lo que Marty estaba diciendo. No era posible que tú estuvieses pensando en utilizar todo el asunto con fines publicitarios, ¡tú no!

Por Dios bendito, tú estabas librando una batalla contigo mismo que ninguno de ellos podría entender.

Al mismo tiempo acudían a mi memoria todo tipo de cosas. Tú mismo habías dicho, «Te estoy utilizando», habías usado esas mismas palabras. Además, estaba aquella extraña conversación que tuvimos, la tarde misma en que yo me instalé en tu casa, cuando me dijiste que deseabas destruir tu carrera.

Pero nadie podía llegar a ser tan complicado, no podía ser. Y tú menos que nadie.

Al final le dije que tú no podías saber lo de mi madre, que de alguna manera Marty se había confundido. Le expliqué que tú nunca enseñarías aquellos cuadros, ganabas miles de dólares con tus libros, tal vez millones. ¿Por qué habrías de enseñar las pinturas?

De pronto me callé. Tú sí querías enseñarlas. Yo sabía eso.

Marty volvió a hablar.

—He hecho toda clase de averiguaciones sobre ese tipo. No es peligroso, pero es muy extraño, muy raro. Tiene una casa en Nueva Orleans, ¿sabías eso?, y nadie ha vivido en ella durante años, a excepción de un ama de llaves. Todo lo que pertenecía a su madre sigue como ella lo dejó y en la misma habitación. El cepillo, el peine, las botellas de perfume y todo lo demás. Igual que en aquella novela, la de Charles Dickens, ya sabes, la que menciona William Holden en la película Sunset Boulevard, donde aquella mujer llamada miss Havisham, o algo parecido, está allí sentada y año tras año nada de lo que es suyo se modifica o se altera. También te diré otra cosa. Walker es rico, muy rico. Nunca toca el dinero que su madre le dejó. Vive de los intereses, del capital que él mismo ha acumulado, así es. Sí, creo que estaría interesado en mostrar esos cuadros. Pienso que lo haría. Me he puesto a leer todas las entrevistas que le han hecho, la carpeta de prensa que hemos confeccionado sobre él, y es un estúpido artista, dice cosas muy raras.

Escuchar todo esto era como ver nuestro mundo, el tuyo y el mío, reflejado en un espejo deformante. No podía soportarlo más. Le dije a Marty que estaba loco. Se lo dije de todas las formas posibles.

—No, cariño, te está utilizando. ¿Y sabes lo que está haciendo ese abogado? Está averiguando el trasfondo de todo. Está empezando a atar cabos sobre tu fuga, sobre lo que sucedió, ya sabes, todas esas cosas. ¿Por qué otra razón estaría buscando a Susan Jeremiah? No, ese artista tuyo está más loco que una cabra. Y tu madre tiene razón. Enseñará los cuadros, nos pasará la porquería a nosotros, a fin de que no podamos hacer nada con la suya, y naturalmente, cuando eso suceda, tú no harás nada contra él, ¿verdad? No le acusarás de nada igual que no lo hiciste conmigo. Y a Bonnie y a mí nos tocará contestar todas las preguntas: ¿cómo pudimos dejar que sucediera?, ¿tenemos algo que esconder?

Le dije que no pensaba escuchar nada más. Tú no sabías nada. Intenté salir del coche.

Él me cogió del brazo y volvió a meterme en el vehículo.

—Belinda, deberías preguntarte por qué te digo todo esto. Estoy tratando de protegerte. Bonnie es partidaria de sacar a relucir todo lo de ese hombre. Dice que si la policía va a buscarte a su domicilio, nadie escuchará lo que tú digas sobre mí. Es partidaria de llamar a Daryl. Quiere actuar de inmediato.

—¡Por mí puedes quemarte en el infierno, maldito hijo de puta! —le espeté—. Y puedes decirle a Bonnie que tengo el número de teléfono del periodista del National Enquirer en mi bolsillo. Siempre lo he tenido, lo conseguí en el Sunset Strip. Y sabes muy bien que escuchará lo que tenga que decirle sobre vosotros dos. Tanto él como los asistentes sociales y el juez de asuntos de menores me escucharán. Si le haces daño a Jeremy, irás a la cárcel.

En un momento yo ya estaba fuera del coche y corría por la carretera.

Marty me siguió. Me asió y me sujetó, me di la vuelta y le pegué, pero no mejoré las cosas.

Estaba sucediendo algo horrible. Nunca había visto a Marty de aquella manera. No es que estuviese sólo enfadado, como lo estabas tú la noche de nuestra terrible y última pelea. Era algo más, algo diferente que sólo les sucede a los hombres, algo que no creo que ninguna mujer puede entender.

Me empujó y me tiró al suelo, bajo los pinos e intentó sacarme la ropa. Yo gritaba y le daba patadas, pero no había un alma en los alrededores que pudiera vernos u oírnos. Él lloraba y me decía cosas terribles, me llamó prostituta y me dijo que ya no podía soportarlo más, que ya había tenido bastante. Entonces me puse a gritar y a emitir sonidos de los que ni yo me creía capaz. Le arañé y le tiré del pelo. Y la simple realidad fue que no pudo hacer lo que se había propuesto. No podía a menos que me diese puñetazos o algo peor. Lo que sucedió fue que armamos un tremendo alboroto y, de pronto, le hice perder el equilibrio y le tiré de espaldas. Huí de él a toda velocidad y me puse a correr otra vez, sólo me detuve para subirme la cremallera de los tejanos y montar en el caballo.

Cabalgué para salir de allí como si estuviera en una película del Oeste. De hecho cometí un grave error. Corrí por el borde de los senderos de la montaña, a sabiendas de que era malo para el caballo. Podía haberse caído y romperse una pata, o algo peor.

Pero lo conseguimos. Logramos zafarnos. Volvimos al establo mucho antes de que llegara Marty, si es que todavía nos seguía, y estuve a punto de romper el cambio de marchas del MG-TD de camino al Golden Gate.

Cuando llegué a casa, me metí en el baño. Tenía morados en los brazos y en la espalda pero no en la cara. Menos mal, ya que pensé que en la oscuridad no los llegarías a ver.

Luego me fui a tu despacho para hacer comprobaciones. Los sobres de Dan Franklin estaban allí. No cabía duda de que era tu abogado, de modo que esa parte era cierta, bien.

Me senté abatida, no sabía qué pensar ni a quién creer, luego me dirigí a mi habitación. Comprobé que ni las cintas ni las revistas habían sido tocadas, o al menos no me lo pareció. Pero ¿qué había en todas las paredes? Susan Jeremiah. En aquel momento ya había cinco pósters, los había hecho con fotos que recorté, a lo largo del año, de las revistas. ¿Acaso no era lo más natural que pensases que yo tenía alguna relación con Susan? Es decir, yo era consciente de que tú querías saber quién era yo.

En ese momento oí que entrabas. Habías ido a comprar cosas para cenar, habías traído un precioso ramillete de flores amarillas, subiste y las pusiste en mis brazos. Nunca olvidaré tu expresión en aquel momento. Tendré aquella imagen grabada toda mi vida en la cabeza, estabas tan guapo… Al mismo tiempo inspirabas honestidad y también inocencia. Probablemente ni siquiera te acordarás, pero yo te pregunté si me amabas, te reíste de la manera más natural y me dijiste que ya sabía yo que sí.

Entonces pensé, éste es el hombre más especial y amable que jamás haya conocido. Nunca le ha hecho daño a nadie. Lo único que desea es saber quién soy y Marty le ha cambiado el sentido a todo el asunto.

Subí contigo y miré a través de las ventanas al tejado de la casa de apartamentos junto a la tuya, también miré al balcón del otro lado de la calle Diecisiete, al último piso. En aquel momento allí no había nadie. Pero en las altas montañas desde tu casa y la calle Veinticuatro, cualquiera pudo haber sacado fotos de nosotros a través de las ventanas. No podíamos ocultarnos de miles de puntos de mira.

Me pregunto si recordarás aquella noche. Fue la última noche feliz que pasamos en la casa. Aquella noche me pareciste maravilloso, estabas distraído, perdido entre tus pinturas y te olvidaste de la cena, y por cierto, como era habitual, no se oía ningún sonido en la buhardilla excepto el de tu pincel al tocar la paleta y luego acto seguido la tela, y al mismo tiempo un susurro de algo que te decías a ti mismo.

Se hizo de noche y estaba cada vez más oscuro. No se podía ver nada a través del cristal. A nuestro alrededor sólo había pinturas. No me pareció posible que un hombre hubiese podido hacer las fotos y obtener buenas reproducciones del complicado y detallado modo de hacer tuyo.

Sabía que tú no tenías ni idea de quién era yo. Lo sabía mi corazón. Y tenía que protegerte de mamá y de Marty, aunque eso significase protegerte de mí misma.

Tu mundo era diferente del suyo. ¿Qué sabían ellos del significado de tus pinturas?

Lo único que necesitábamos era un año y dos meses, no con Marty, mamá y el tío Daryl, por no hablar también de ti en aquel momento. Sí, tú y Dan Franklin os habíais convertido en enemigos de nosotros dos.

Bueno, la noche siguiente todo aquello se acabó.

Nunca fui al concierto de rock que motivó aquella pelea. Me dirigí a una cabina telefónica y me pasé varias horas tratando de ponerme en contacto con G. G. para hablar con él y preguntarle qué era lo que yo debía hacer.

«Llama a Bonnie —me dijo—. Hazle saber que si ella le hace daño a Jeremy Walker, tú se lo harás a Marty. Dile que llamarás al teléfono del National Enquirer. Es ajedrez, Belinda, y tú todavía puedes hacer tu jugada».

Pero hubo algo durante aquella cena con Alex Clementine que te proporcionó alguna idea. Quizá te ayudó a establecer alguna conexión entre Susan Jeremiah y yo. La causa podría haber sido cualquier comentario sobre la película de Susan en Cannes y la chica que actuó en ella.

Yo no sé lo que sucedió. De lo único que me enteré fue de que aquella noche nos peleamos como nunca lo habíamos hecho.

Mientras nos peleábamos volví a comprender que tú no eras el hombre cuya imagen se habían formado Marty y mamá. Tú eras mi Jeremy, inocente y atormentado, el que intentaba que yo le explicase mi historia para que todo nos fuese bien en adelante.

¿Cómo demonios podía yo explicarlo todo, de manera que en adelante todo fuese bien? Por lo menos deja que haga esa llamada a mamá, pensaba yo, déjame intentar el último jaque al rey, después es posible, sólo posible, que pueda contarte alguna cosa.

Pero no llegué a comprender lo lejos que habían ido las cosas hasta la mañana siguiente, cuando después de que te fuiste de casa vi todas las cintas de vídeo en el suelo del armario. Las revistas estaban todas mezcladas y habías dejado abierta la de Newsweek. Sí, tenías algunas respuestas, o por lo menos eso pensabas tú, además querías que yo lo supiera.

Ya no había manera alguna de retroceder en silencio.

***

Después de irte tú, estuve una hora sentada frente a la mesa de la cocina, tratando de decidir lo que debía hacer.

G. G. me había indicado que llamase a Bonnie. Jaque al rey. Ollie Boon me había dicho que utilizase mi poder con ellos, igual que ellos usaban el suyo contra mí.

Pero aunque yo pudiese mantenerlos alejados, ¿qué pasaría contigo? ¿Qué sucedería con tu futuro y tus pinturas? ¿Qué sería de nosotros dos?

Para mí no había ninguna duda de que no podía arrastrarte conmigo tal como estaban las cosas, igual que había hecho con G. G. y con Ollie Boon. Ellos habían vivido juntos durante cinco años hasta que yo los separé. Todavía me atormentaba pensar en el enfrentamiento de G. G. contra aquellos abogados. En tu caso hubiese sido todavía peor. Después de todo, él era mi padre, ¿no? Te habías metido en esto de forma inocente y sin recelos, y jamás me habías mostrado otra cosa que no fuese el más puro amor. Y lo peor de lo peor habría sido que me hubieses pedido que volviese con ellos, pues tu mismo abogado te hubiera aconsejado hacer eso exactamente.

Aunque he de admitir que también me sentía bastante enfadada contigo. Me irritaba no ser suficiente para ti, que tuvieses que conocer mi pasado, saber que a mis espaldas habías enviado a tu abogado al sur para hacer averiguaciones sobre mí y que no dejabas el asunto en paz.

¿Pero qué querías hacer? ¿Decidir en mi lugar si yo tenía derecho a escaparme de casa? Sí, estaba enfadada. Tengo que admitirlo. Estaba escamada y atemorizada.

Por otra parte tampoco quería perderte. Que lo nuestro sucedía una-sola-vez-en-la-vida era algo que no se me iba de la cabeza. Algún día, de alguna manera, deseaba hacer lo que tú habías hecho con tus cuadros. ¡Deseaba ser como tú!

¿Puedes entenderlo? ¿Sabes lo que significa, no sólo amar a una persona, sino querer ser como ella? Tú eras alguien a quien merecía la pena amar. Además, no podía imaginar una vida sin ti.

Bueno, de alguna manera yo tenía que librarnos a los dos de este meollo. Tenía que haber algo que yo pudiera hacer.

Me vinieron a la cabeza un montón de cosas, las complicaciones que me había buscado, mi huida de tío Daryl, mi escapada por la salida de emergencia del hotel en Europa cuando la productora de cine nos dejó en la estacada con la factura sin pagar. La redada de los policías contra la droga en Londres, cuando yo me quedé en la puerta de la habitación del hotel, tratando de contener a los polis con todas las explicaciones que me vinieron a la cabeza, mientras mamá tiraba por el desagüe toda la hierba. Y luego aquella vez en España, cuando se desmayó en la escalera del Palace Hotel y tuve que convencer al personal de que no llamase a una ambulancia puesto que sólo estaba mareada a causa de su medicina y que por favor me ayudasen a subirla a su habitación. Sí, tenía que haber una forma de salir de aquello, debía haberla, y en la cabeza seguían dándome vueltas las palabras de Ollie Boon, lo que dijo sobre el poder.

Pero yo no tenía ningún poder, en eso radicaba el problema. Tenía en jaque al rey, pero no tenía el poder. ¿Quién ostentaba el poder? ¿Quién podía sujetar a los perros en este momento?

Bien, sólo había una persona que pudiese hacerlo, y ella siempre había sido el centro del universo, ¿no es cierto? Sí, ella era la diosa, la superestrella. En efecto, ella tenía en su mano que todos la obedecieran.

Cogí el teléfono y llamé a un número que guardaba en mi bolso desde el día en que me escapé. Era el número de teléfono del aparato que se encontraba junto a la cama de mamá.

Eran las seis y media. Mamá debía estar allí. Seguro que no se había levantado todavía, que no había salido hacia el estudio. Después de tres timbrazos oí su voz baja y pausada, casi sin entonación, contestando a la llamada.

—Mamá, soy Belinda —le dije.

—Belinda —susurró, como si tuviese miedo de que alguien la oyese.

—Mamá, te necesito —continué—. Te necesito de una manera en que jamás en mi vida te he necesitado.

No respondió.

—Mamá, estoy viviendo con un hombre en San Francisco y le amo, es muy buena persona y muy agradable, y te necesito para que todo salga bien.

—Jeremy Walker, ¿de él es de quien me estás hablando? —me preguntó.

—Sí, mamá, de él. —Respiré lo más profundamente que pude—. Pero no tiene nada que ver con lo que Marty te contó. Hasta ayer, puedo jurarte que este hombre no sabía quién era yo. Puede ser que haya sospechado algo, pero no lo sabía con certeza. Ahora ya lo sabe y es muy desgraciado, muy infeliz, mamá. Se siente confuso y no sabe qué hacer, y yo necesito tu ayuda.

—¿Así que tú no estás… viviendo con Marty?

—No, mamá. No tengo nada que ver con él desde que me marché.

—¿Y qué pasa con los cuadros, Belinda, con todos esos cuadros que ha pintado?

—Son muy bonitos, mamá —le expliqué.

A continuación venía una difícil aclaración, pero tenía que intentarla. Y proseguí:

—Son como las películas que Flameaux hizo contigo en París. Se trata de arte, mamá, eso es lo que son de verdad, te lo digo con sinceridad. —Traté de mantenerme calmada en los silencios—. Transcurrirá mucho tiempo antes de que nadie los vea, mamá. No son los cuadros lo que me preocupa ahora.

Permaneció en silencio. Acto seguido, jugué la partida más difícil de toda mi vida.

—Mamá, me lo debes —le dije con extremada suavidad—. Te hablo de Belinda a Bonnie. E insisto, me lo debes. Y tú lo sabes.

Esperé. Sin embargo ella siguió sin contestar. Me sentía en el mismo borde del precipicio. Si cometía un error me encontraría cayendo en él.

—Mamá, ayúdame. Por favor, ayúdame. Te necesito, mamá.

Entonces la oí llorar. Y me dijo con una voz suave y entrecortada:

—Belinda, ¿qué quieres que haga?

—Mamá, ¿podrías venir a San Francisco ahora?

A las once de la mañana aterrizó el avión del estudio, y cuando la vi saliendo por la puerta me pareció ver a un cadáver. Estaba más delgada de lo que la había visto jamás y tenía la cara como una máscara, todas las arrugas habían sido alisadas.

Como siempre, tenía la cabeza gacha. En ningún momento me miró a los ojos.

Durante todo el trayecto hasta la ciudad le hablé de ti, le expliqué cómo eran las pinturas, le pregunté si las fotografías que le habían dado le daban alguna idea de lo buenos que eran los cuadros.

—Conozco la obra del señor Walker —me aclaró—. Solía leerte sus libros, ¿no lo recuerdas? Los teníamos todos. Cuando íbamos a Londres siempre buscábamos los últimos que había publicado. También hacíamos que Trish nos los enviara desde casa.

Al oírle decir aquello, sentí como si me traspasara una daga. Podía recordar muy bien los momentos en que las dos nos estirábamos juntas y ella me leía. Los recuerdos correspondían tanto a París o Madrid como a Viena. Siempre había una cama doble y una lamparilla de noche. Y ella aparecía siempre con la misma imagen.

—Pero estás mintiendo —me dijo— cuando me cuentas que nunca le has hablado de mí.

—No, mamá, nunca lo he hecho. Nunca le he explicado nada, en absoluto.

—Le has contado cosas terribles, ¿no es cierto? Le has explicado cosas de mí y de Marty, y le has dicho lo que ocurrió. Sé que lo has hecho.

De nuevo le repliqué que no lo había hecho. A continuación le expliqué cómo habían ido las cosas. Cuántas veces tú me habías hecho preguntas, las veces que te hice prometer que no lo hicieses, y que era muy posible que tú hubieses enviado a tu abogado a hacer averiguaciones sobre Susan, ya que yo tenía tantos pósters de ella en mi habitación.

No podía saber si me estaba creyendo. Continué con mi exposición y le dije lo que deseaba que hiciese. Que quería que hablase contigo, que te dijese que aceptaba que estuviésemos juntos y que no nos molestarían más. No tenía más que interrumpir el trabajo de los abogados y de los detectives. Dile a tío Daryl que abandone y dejadnos en paz. A lo que ella contestó:

—¿Cómo sé que te quedarás con ese hombre?

—Porque le amo, mamá. Es una de esas cosas que a algunas personas les pasa una vez en la vida y a otras no llega a sucederles jamás. Yo no me iré de su lado a menos que él me abandone. Pero si tú hablas con él, no hará tal cosa. Continuará pintando sus cuadros y será feliz. Los dos estaremos bien.

—¿Y qué pasará cuando exponga todas esas pinturas?

—Antes de que él lo haga transcurrirá mucho tiempo, mamá. Mucho, mucho tiempo. Y el mundo del arte está a miles de años luz de nuestro mundo. ¿Quién podría establecer conexión alguna entre esos cuadros y la hija de Bonnie? Y aunque así fuese, ¿a quién le importaría? Yo no soy famosa como tú. Jugada decisiva no se ha estrenado en este país. Bonnie es la estrella famosa, ¿y qué habría de importarle a ella?

En ese momento girábamos hacia la calle Diecisiete, pasábamos por delante de la casa, pues ella había mostrado interés en verla, después seguimos subiendo la montaña. Aparcamos el coche en el mirador de Sánchez Street, desde el que se ven todos los edificios del centro de la ciudad.

Entonces ella me preguntó si yo había visto a Marty desde el día en que me fui de Los Ángeles. Le contesté que sólo cuando él vino a hacer averiguaciones, en cuyo momento lo único que hicimos fue hablar. Ahora Marty era su marido.

Ella permaneció largo tiempo callada. Después me dijo con suavidad que no podía hacerlo, le resultaba imposible hacer lo que yo le pedía.

—Pero ¿por qué no puedes? —le dije en tono de súplica—. ¿Por qué no puedes decirle que te parece bien?

—¿Qué pensaría él de lo que yo estaría haciendo? ¡Le estaría entregando a mi hija! Además, él podría contarle a alguien que te habría entregado a él. ¿Y si tú le dejases plantado mañana? Supón que él tomase la decisión de enseñar los cuadros que ha hecho. ¿Qué sucedería si le dijese a todo el mundo que yo había ido y le había dado a mi hija diciéndole, tómela, como si yo estuviese entregándola igual que si de un proxeneta en medio de la calle se tratase?

—Mamá, ¡él nunca haría tal cosa! —insistí con vehemencia.

—¡Claro!, pero podría hacerlo. Y tendría algo que utilizar contra mí durante toda mi vida. Seguro que su abogado sabe ya un montón de cosas. Ya sabe que nadie cogió el teléfono para avisar a la policía de Los Ángeles cuando te escapaste. Sabe que sucedió algo entre tú y Marty. Incluso es posible que tú les hayas explicado a ellos mucho más que eso.

Le rogué que me creyese, pero me daba cuenta de que no servía de nada. Fue entonces cuando se me ocurrió. ¿Y si pudiese ella tener algo como compensación a lo que estaba haciendo? ¿Qué pasaría si creyese que llevaba todos los triunfos en la mano? Pensé en los cuadros de Modelo y artista. Conocía aquellos cuadros y me gustaban. Había visto todas las fotografías que habías hecho una docena de veces. También sabía que ni una sola servía para probar nada. En ellas no podía verse si yo era yo. Tampoco era posible ver con claridad quién eras tú. Eran fotografías muy borrosas, granuladas y con una luz deplorable.

¿Pero acaso mamá iba a darse cuenta de eso? Mamá, incluso con sus gafas puestas, apenas podía ver nada cuando estaba drogada.

Decidí que era la mejor oportunidad que tenía. Me escuchó atentamente cuando se las describí.

—Podrías decirle que tus detectives las encontraron en la casa cuando me siguieron. Te guardarías las fotografías y lo harías por mi seguridad, ya sabes, y se las devolverías cuando yo tuviese dieciocho años. Para entonces ya no tendrá importancia si yo vivo o no vivo con él, o si él enseña o no enseña los cuadros. Todo será parte del pasado. Él nunca te odiaría por eso, mamá, más bien supondría que tu intención es protegerme.

El coche me volvió a traer al cruce de la Diecisiete y Sánchez y yo me dirigí a la casa. Rogaba y esperaba no encontrarte a ti allí todavía. Sonó el teléfono y entre todas las posibilidades, se trataba de Dan Franklin nada menos. Me dio un susto de muerte.

Estuve a punto de llevarle las copias de Modelo y artista, pero al mismo tiempo pensé que ella se daría cuenta de que no probaban nada. De modo que cogí los negativos de tu archivo del sótano, y cuando estaba a punto de salir, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Alex Clementine. Pensé que mi suerte iba de mal en peor.

Pero entonces logré irme. Por fin, después de repasar la cuestión una y otra vez, mamá comprendió el plan y se lo grabó bien en la cabeza. Yo me marcharía a Carmel y ella te esperaría y utilizaría los argumentos que habíamos acordado para hacerte prometer que cuidarías de mí. Sin embargo, ella sufrió un cambio repentino. Bajó la capucha de su capa por primera vez y me miró a la cara.

—Tú amas a ese hombre, ¿verdad, Belinda? Y aun así me das estas fotos. Le pones sencillamente la soga al cuello, como consecuencia de tus mediocres esquemas.

Mientras lo decía se reía, con una de esas sonrisas agrias y feas que la gente pone para empeorar las cosas.

Sentí que me faltaba el aire. Estábamos de vuelta al primer cuadro del tablero. Entonces dije con muchísima cautela:

—Mamá, en realidad tú sabes muy bien que jamás podrás utilizar esas fotos. Porque si se te ocurriese hacerlo, yo enviaría a Marty a la cárcel.

—Y tú le harías eso a mi marido, ¿verdad que sí? —me preguntó mirándome con gran intensidad, como si tratase de ver algo muy importante para ella.

Antes de contestar, pensé bien lo que le iba a decir, creía saber lo que ella deseaba en aquel momento, y le dije:

—Sí, por Jeremy Walker haría eso. Lo haría sin miramientos.

—Tú eres una pequeña zorra, Belinda —dijo ella—. Tienes a estos dos hombres cogidos por las pelotas, ¿no es cierto? En Tejas te hubiésemos llamado tramposa.

Tuve una enorme sensación de injusticia al oír sus palabras, y me puse a llorar. Pero había sucedido algo importante, me di cuenta por su mirada de que había dicho lo adecuado. Marty no tenía nada que ver con lo que yo estaba haciendo. Al final se convenció.

Sin embargo, seguía mirándome a la cara, y había una cierta sensación en el ambiente de creciente peligro. Pensé que me iba a soltar otro de sus discursos. Y tenía razón.

—Mírate a ti misma —me dijo en un voz tan baja que apenas podía oír—. Todas esas noches que he llorado por ti, preguntándome dónde estabas, cuestionándome si estaba equivocada al pensar que te hallabas con Marty o que quizás estabas por ahí sola. Creo que no hacía más que acusar a Marty de mentirme porque no podía enfrentarme a que estuvieras extraviada y acaso herida. Pero eso no era así, en absoluto, ¿verdad, Belinda? Has estado todo el tiempo en esta bonita casa con ese millonario señor Walker. Sí, la palabra que mejor te describe es tramposa.

Me quedé callada. Pensaba: Belinda, si se le ocurre decir que el cielo es verde dile que tiene razón. Tienes que hacerlo. Eso es lo que todo el mundo ha hecho siempre con ella.

—Ni siquiera te pareces físicamente a mí, ¿no es cierto? —me preguntó con la misma voz ausente de entonación—. Tú eres igual que G. G. Hablas igual que G. G. Es como si yo no hubiese tenido nada que ver contigo. Y aquí estás rogando por tus intereses igual que G. G. ha hecho siempre, por lo menos desde que tenía doce años.

Seguí callada. No dejaba de pensar, había oído hablar así a Bonnie antes. Solía decir frases sueltas cuando le hablaba a Gallo o cuando les explicaba a Trish o a Jill que alguien estaba siendo malo con ella. Pero a mí, sólo me había mostrado aquel aspecto suyo en una ocasión. Me daba escalofríos verla sonreír y oír las truculencias que estaba diciendo. Sin embargo, pensé: Belinda, deja el trabajo terminado.

—¿Acaso G. G. nunca te ha contado cómo empezó, persiguiendo a viejos homosexuales por dinero, para poder ascender socialmente? —preguntó. Sin esperar respuesta, prosiguió—: ¿Te ha dicho alguna vez cómo miente a esas viejas señoras a las que les riza el pelo? Eso es lo que eres tú, una mentirosa igual que G. G. Y te has propuesto cazar al señor Walker, ¿eh? Quieres atarle con cintas y lazos. Fui una estúpida al no pensar que la sangre de G. G. también corría por tus venas.

Yo me sentía hirviendo por dentro. Creo que miraba por la ventana. No estoy muy segura. Mi mente deambulaba, eso sí lo recuerdo. Ella seguía hablando y yo apenas podía oír lo que me estaba diciendo. Pensaba que no había ninguna esperanza, que no podía hacer nada. La verdad nunca saldrá a la superficie. Durante toda mi vida he tenido que sufrir toda esta confusión, todas las cosas han estado siempre liadas, y una y mil veces he acabado abandonando la posibilidad de ser comprendida.

Después de esto, estaba convencida de que ella y yo no volveríamos a vernos nunca. Ella regresaría a Hollywood para vivir entre drogas y mentiras, hasta que por fin consiguiera acabar consigo con una pistola o con pastillas, se iría sin saber lo que nos había separado. ¿Se acordaría siquiera de Susan o del nombre de nuestra película? ¿Alguien le haría ver alguna vez que en aquellas ocasiones había intentado matarme a mí, mientras quería quitarse ella la vida?

Entonces un terrible pensamiento vino a mi cabeza. ¿Había yo intentado alguna vez decirle a ella la verdad? ¿Había intentado, en beneficio de ella, hacerle ver las cosas, aunque fuese durante un instante, bajo una luz diferente? Desde que yo me acuerdo, todo el mundo le había dicho mentiras. ¿No me habría dejado llevar por mis propios intereses?

Ella era mi madre. E íbamos a seguir nuestros caminos separados odiándonos. ¿Podía yo dejar que las cosas fuesen así, sin hacer un esfuerzo por aclarar lo que había estado sucediendo? Dios mío, ¿cómo podía dejarla así? Era como una niña, en realidad. ¿No podría yo intentarlo?

Volví a mirarla y descubrí que ella seguía mirándome. Aquella horrible sonrisa seguía allí. Belinda, dile algo. Di algo, y si acaba todo mal y pierdes a Jeremy… Pero fue ella la que habló.

—¿Y qué harás tú, pequeña bruja, si no le hago chantaje al señor Walker? Dime qué piensas hacernos a todos nosotros. ¿Destruirnos?

Me quedé mirándola. Me estaba conteniendo y estaba petrificada; me sentía como si me hubiese pegado. Entonces le dije:

—No, mamá. Estás muy equivocada en lo que a mí se refiere, estás en un completo error. Durante toda mi vida te he protegido, no he dejado de cuidar de ti. Todavía lo estoy haciendo. Pero si nos haces daño a Jeremy Walker y a mí, yo seré la que se defienda por los dos.

Salí del coche y me quedé allí de pie con la puerta abierta. Al cabo de un rato me asomé al interior del coche. Yo estaba llorando y le dije:

—Haz este último papel por mí, Bonnie. Y yo te prometo que nunca llamaré de nuevo a tu puerta.

La expresión de su cara en aquel momento era tremenda. Era como si se le hubiese partido el corazón. Exactamente igual. Y con la voz más cansada y sin ninguna maldad, me dijo:

—Muy bien, cariño. Muy bien. Lo intentaré.

***

Después de aquello sólo he hablado una vez con ella. Era casi medianoche, me dirigí a una cabina de teléfono en Carmel y la llamé a su línea privada, tal como habíamos acordado.

En esta ocasión era ella la que estaba llorando. Balbuceaba y se repetía de tal manera que apenas podía comprender lo que me estaba diciendo. Me explicó algo así como que le quitaste los negativos y que ella no se había resistido. Pero que lo que más le dolía era que había intentado volverte en contra de mí. Me confesó que no lo había hecho a propósito, que no había sido su intención, pero que tú no dejabas de hacerle preguntas y ella no pudo por menos que decir cosas malvadas de mí, de Marty y de lo sucedido.

—No te preocupes, mamá —le decía yo—. Si después de esto me sigue queriendo, entonces es que todo irá bien.

En ese momento Marty cogió el teléfono.

—En resumen, querida, él sabe ahora que le tenemos controlado. Si tiene cerebro, se guardará muy mucho de enseñar esos cuadros.

No me molesté en contestarle, sencillamente le dije:

—Dile a mamá que la quiero. Díselo ahora para que pueda oírte.

Lo hizo. A continuación le oí decir:

—Ella también te quiere, cariño, me pide que te diga que te quiere.

Entonces colgué.

***

De este modo, después de dejar la cabina telefónica, me fui a pasear por la playa, dejé que el viento me calara hasta los huesos. El recuerdo del momento en que me dijo: «Muy bien, cariño, muy bien. Lo intentaré», no me abandonaba. Deseaba rebobinar la cinta hasta aquel instante, pararla y poder estrechar a mi madre entre mis brazos.

—¡Mamá! —ansiaba decirle—. Soy yo, Belinda. Te quiero, mamá. Te quiero muchísimo.

Sin embargo, aquel momento ya no volvería. Nunca volvería a tocarla ni a abrazarla. Incluso es posible que nunca vuelva a oír su voz hablándome. Y así desaparecían todos los años que habíamos estado en Europa y en Saint Esprit.

Aunque seguías estando tú, Jeremy. Y yo te quería con todo mi corazón. Te quería tanto como tú no puedes imaginarte. Rogué y volví a rogar que tú decidieses venir. Le pedí a Dios que no volvieses a preguntarme nada nunca más, porque si lo hacías, podría ser que yo lo confesase todo, y después de hacerlo me sería imposible no odiarte por haberme obligado a contártelo.

Por favor, Jeremy, ven, no pido nada más. Ésta era mi plegaria. La cruda verdad era que había perdido a mamá hacía ya mucho tiempo. Pero tú y yo íbamos a estar siempre juntos, Jeremy. Lo nuestro sólo sucedía una vez en la vida. Y los cuadros, a diferencia de lo que había ocurrido con la película de Susan, vivirían siempre. Los cuadros eran tuyos, y algún día, cuando adquirieses el coraje necesario, los mostrarías a todo el mundo.

***

Bueno, pues ahora ya lo sabes, Jeremy. Hemos llegado al final. La historia ha sido contada. He estado escribiendo en esta libreta durante dos días sin moverme, he llenado todas las páginas por ambas caras. Me siento cansada y tan desgraciada como sabía que iba a sentirme cuando todos los secretos fuesen revelados.

Pero tú ahora tienes lo que siempre habías deseado, todos los hechos de mi vida pasada están frente a ti, ahora puedes emitir por ti mismo el juicio que nunca confiaste que yo podía emitir.

¿Y qué has decidido? ¿Acaso traicioné a Susan cuando me fui a la cama con Marty la misma noche que él se cargó su película? ¿Estaba yo loca al desear su amor? ¿Y qué piensas de mamá en esas semanas cruciales en Los Ángeles? Durante toda mi vida me había ocupado de ella, pero ahora estaba tan enamorada de Marty que me limitaba a estar por allí sin hacer nada por ella, mientras se iba demacrando, recurría a los medicamentos, a la cirugía plástica y a todas aquellas cosas que convirtieron su vida en un montón de noches sin dormir, llenas de pesadillas. ¿Debía haberla sacado de allí y haberla llevado a algún lugar en el que ella pudiera recuperarse y decidir lo que más le convenía? ¿Acaso yo había sido todo el tiempo culpable de una traición peor, consistente en no haber intentado romper el juego que todos jugábamos por su bien y por el mío?

La noche en que me pegaste me llamaste mentirosa. Tenías razón, lo soy. Sin embargo ahora puedes comprobar que miento desde que tengo uso de razón. Mentir, mantener secretos, proteger, en eso había consistido la vida con mamá.

¿Y qué me dices de papá? ¿Crees que tenía derecho a acudir a él y separarle de Ollie Boon? Papá perdió a Ollie tras cinco años de estar con él. Papá amaba a Ollie. Y Ollie amaba a papá.

Decídelo tú. ¿Les he hecho daño a todos los adultos con los que he estado en contacto desde el día en que Susan vino a Saint Esprit? ¿O tal vez he sido yo la víctima todo el tiempo?

Quizá yo tenía cierto derecho a enfadarme por lo de Jugada decisiva. Que yo amaba a Marty es algo que nunca negaré. ¿Tenía derecho a esperar que el tío Daryl y mamá se preocupasen de mi vida y de lo que me sucedía? Después de todo yo era la hija de mamá. Cuando no lo hicieron, ¿tenía yo derecho a huir de ellos, y decir: «Nadie me va a enviar a Europa, yo me iré por mi cuenta a donde me dé la gana»?

Si yo hubiese sabido las respuestas a todas esas preguntas, tal vez te lo hubiese explicado todo antes. Pero no conozco las respuestas. Nunca las he sabido. Y ésa es la razón por la que te hice daño con el estúpido truco del chantaje. Bien sabe Dios que aquello fue un completo error.

Lo supe mucho antes de que tú sospechases lo que había sucedido. Me convencí de ello cuando telefoneé a G. G. desde Nueva Orleans y no pude explicárselo, cuando vi que no podía contarle cómo habían ido las cosas. Me sentía demasiado avergonzada por lo que había hecho.

Al mismo tiempo, éramos los dos tan felices, Jeremy. Las semanas que pasamos en Nueva Orleans fueron lo mejor. Todo hacía pensar que había valido la pena. Durante las últimas semanas comprendí que tú habías ganado tu lucha interna. Y yo me decía a mí misma que el truco del chantaje nos había salvado a los dos.

Bueno. Es una historia de cuidado, ¿no te parece?, tal y como habían dicho G. G. y Ollie. De igual modo, como yo afirmé, no era una historia que me correspondiese a mí explicar. Los derechos existen sólo para los adultos. Y tú eres uno de ellos. En lo que se refiere a esto, nunca habrá una oportunidad para mí en un juzgado. La única opción que tenía antes era la de escaparme. Y lo único que puedo hacer ahora es seguir escapando.

Y lo que tú tienes que hacer, además de comprender todo esto, es perdonarlo. Porque tú sabes que has tenido tu propio secreto terrible, tu propia historia, que tú pensabas que pertenecía a otra persona y que durante mucho tiempo no pudiste explicar.

No te enfades conmigo si te digo esto, pero tu secreto no era que tú escribiste las últimas novelas de tu madre. El secreto era que no deseaste escribir más novelas con su nombre después de su muerte. Al dejarte su nombre en su testamento, Jeremy, no sólo hizo eso sino que te pidió que le proporcionaras vida eterna, y eso era algo que tú no podías darle. Tú sabes que es verdad.

Entonces, huiste de ella lleno de sentimientos de culpa y de miedo, dejaste la casa como una tumba de tiempos pasados, no tocaste ni una sola cosa por nimia que fuese que le perteneciese a ella. Sin embargo, no pudiste alejarte por completo. Pintabas la casa en cada ilustración de cada libro. Pintabas tu propio espíritu corriendo por toda la casa en un intento de librarte de tu madre y de sus manos que trataban de cogerte aun estando ella muerta.

Y si en todo esto tengo razón, ahora ya estás fuera de la vieja casa. Has pintado una figura que te ha liberado. Me abriste la puerta de tu secreto mundo con amor y con valentía. No sólo me dejaste entrar en tu corazón si no también en tu imaginación y en tus cuadros.

Me has dado más de lo que yo jamás podré darte. Me erigiste en símbolo de tu batalla, y debes seguir siendo el triunfador en ella, no ha de importarte lo que ahora pienses de mí.

Pero ¿podrás perdonarme por guardar los secretos de mi madre? ¿No podrías perdonarme por estar perdida en mi propia casa oscura, de la que no puedo salir? No he creado nada artístico que pueda servirme de billete de entrada hacia mi libertad. Desde el día en que Jugada decisiva se malvendió, yo no he sido más que un fantasma, si me comparo con las imágenes que has pintado de mí; no soy más que una sombra.

Aunque no siempre será así. En este momento ya estoy a más de tres mil kilómetros de ti, me hallo en un mundo que entiendo, y es posible que no nos volvamos a ver. Pero estaré bien. No volveré a cometer los errores del pasado, no volveré a vivir entre gente marginal. Utilizaré el dinero que tengo y las muchas cosas que me diste, y emplearé bien mi tiempo esperando el momento en que nadie pueda hacerme daño, ni a mí ni a las personas que quiero a través de mí. Después volveré a ser Belinda. Recogeré los pedazos y seré alguien, no la niña de alguien. Intentaré ser como tú y como Susan. Igual que vosotros, me dedicaré a hacer cosas.

Sin embargo, Jeremy, y ésta es la parte más importante. ¿Qué va a pasar con los cuadros?

Deseo con tanto fervor que los enseñes, por mi bien, que debes ser precavido con lo que voy a decirte. Pero escúchame con atención.

¡Sé fiel a esas pinturas! Sin que te importe cuánto me desprecias, debes ser leal con tu propio trabajo. Los cuadros son tuyos, podrás mostrarlos cuando lo creas oportuno, y también es tuya la verdad de lo que ha sucedido entre tú y yo.

Lo que trato de decirte es que no me debes ningún secreto ni tampoco silencio alguno. Cuando llegue el momento de tomar tu decisión, nada ni nadie debe interponerse en tu camino. Entonces tendrás que utilizar tu poder, haz como Ollie me indicó que debía hacer. Todo lo que ha sucedido lo has convertido en arte. Y te has ganado el derecho a utilizar la verdad del modo en que te apetezca.

Nadie conseguirá que yo te haga daño, de eso puedes estar seguro. Ya sea este año, el próximo o el siguiente, cuando tengas que hacer tu jugada, podrás contar con mi lealtad. Tú sabes muy bien lo buena que soy en eso de mantenerme callada.

Cuando me fui de Nueva Orleans, me dije a mí misma que ya no te amaba. Había visto el odio en tus ojos y pensé que yo también te odiaba. Pensaba que iba a terminar esta carta diciéndote que te odio todavía más porque has hecho que te contase toda la verdad.

Pero tú sabes que yo te quiero, Jeremy. Y siempre te amaré. La verdad es que lo nuestro sucede sólo-una-vez-en-la-vida. Así ha sido, y tus cuadros han hecho que este amor dure para siempre. La comunión, Jeremy. Nos has dado una vida eterna a ti y a mí.