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lfonso, hijo mío, necesito que vayas a Aragón a llevar unas cartas a los barones y ricos-hombres. Las he escrito de mi puño y letra para que comprendan mejor la gravedad de la situación. Tú podrás responder a todas sus preguntas. Es un llamamiento general, necesito a todos los hombre de armas dispuestos a combatir al enemigo y echarlo de nuestro reino.

—Así lo haré, padre. Confiad en mí. Estamos a mediados del verano, en un mes deberían estar preparados. Con ayuda de Dios, en septiembre habremos puesto fin a la invasión.

—Si Dios quiere, hijo. Anda, ve.

Pedro se quedó en Barcelona a la espera de la respuesta de los aragoneses. Estaba inquieto, no sólo por la situación, sino porque la última vez que había hablado con los nobles había disputado con ellos.

—“Sólo piensan en sus libertades y privilegios; no entienden que, si el francés me vence, se acabarán las libertades para todos, ellos incluidos.”

Pasó una noche de oración y vigilia en el Monasterio de Montserrat, fijos sus ojos en la imagen de María.

—“Santa María, ayúdame, no permitas que el orgullo los venza. Señora, te lo suplico, concédeme que vengan. Entre todos expulsaremos a Felipe, y después discutiremos sobre privilegios. ¿Antepondrán sus intereses a los del reino? Santa María, ayúdame...”

El infante Alfonso no tuvo éxito en sus gestiones. Los nobles y prohombres leyeron las cartas, escucharon al infante, y decidieron no hacer nada, a menos que el rey les concediera las libertades que le habían pedido. Sólo Pedro de Ayerbe, hermano del rey, acudió al llamamiento con su gente.

El rey de Aragón dio una patada a un escabel y tiró la copa de vino que tenía en la mano contra la pared. Se sentía más apenado que furioso, frustrado y cansado de todo.

—Todo tiene un límite, incluso la paciencia del rey. Hermano Pedro, te agradezco que hayas venido. Alfonso, hijo mío, no te reproches nada. Estoy harto de todo y de todos, de dejarme la vida por el bien de quienes no lo merecen. Basta. Me quedaré en Barcelona, comiendo, bebiendo, y distrayéndome. Avisadme sólo cuando Felipe haya conquistado ya todas las tierras y ciudades.

—Pero padre...

—No, no, Alfonso, venid, dejad al rey a solas.

Pedro de Ayerbe tiró delicadamente de la manga al infante y lo sacó de la sala. Había notado que Pedro estaba a punto de llorar y no quería que Alfonso lo viera derrumbándose. En efecto, al quedar solo, Pedro se echó a llorar. Tenía los nervios en tensión. Se quedó en su sala bebiendo de la mañana a la noche, comiendo de cuando en cuando, y pidiendo que le interpretaran música. Algunos días salía a cazar y regresaba sucio y extenuado. Se negaba sistemáticamente a recibir a nadie. La moral de sus leales comenzó a decaer, hasta el punto que el infante se arriesgó a desobedecer a su padre e introdujo a su presencia a una delegación de ricos-hombres y de nobles.

—¿Quién os ha dejado entrar?

—Majestad, sabemos que estáis decepcionado porque algunos de vuestros vasallos os han fallado. Tenéis razón. Pero, señor, pensad que si unos pocos os desobedecen y hacen cosas que os disgustan, otros muchos estamos a vuestro servicio. No os volváis contra todos nosotros y contra nuestra tierra y la vuestra. Que muchos no paguen la culpa de pocos. Majestad, el poder del rey de Francia nos aflige a todos, hemos perdido en un mes más tierra de la que hubiéramos perdido en dos años de guerra. No pasará otro mes sin que perdamos lo que queda. Majestad, os suplicamos que os apiadéis de vuestros súbditos. Olvidad vuestro rencor y desánimo, ayudadnos con vuestra fuerza para que podamos vivir. Asediaremos a los franceses todos los días, les pondremos trampas, los combatiremos. Más vale morir con las armas en la mano que acorralados en las ciudades. Señor, ¿dejaréis de luchar? Que el rey de Francia no piense nunca que ha entrado en una tierra de gente sin corazón y sin valor.

 

 

Pedro se conmovió visiblemente. Miró a aquellos hombres con gran afecto.

—Buenos barones, sois los mejores vasallos que un rey puede tener. Os agradezco vuestro buen corazón y vuestras palabras de lealtad, me habéis reconfortado. Miremos la situación con calma: estamos solos frente a un poder inmenso respaldado además por la potestad del Papa. Pero, la pretensión que ha traído aquí a nuestros enemigos no es de justicia, sino fruto de la ambición desmedida y de la traición. Con ayuda de Dios, si cada uno hacemos lo que podemos todo redundará en gloria y honor mío y de todos vosotros y de todo hombre de mi tierra. No podemos perder porque está en juego el honor y la tierra. Por mi parte, voy a hacer cuanto esté en mi mano para combatir a los franceses, me bastan mis armas y mi caballo. A vosotros no os forzaré a hacer lo mismo, pero si queréis luchar yo estaré con vosotros. Preparaos, buenos señores. Haré que la orilla del mar esté constantemente defendida por galeras, para atajarlos si vienen por agua. Vosotros, repartid vuestras fuerzas, unos a Estalrich, junto a Gerona, otros a Besalú. Así, por mar y por tierra estaremos preparados para combatir a los franceses y vencerlos, con ayuda de Dios.

—Así lo haremos, Majestad. Gracias por vuestra confianza.

Los caballeros se dividieron a lo largo de la frontera, tal como Pedro había ordenado, y cada día escaramuzaban con las compañías de franceses, robándoles pertrechos y víveres, hiriendo y matando a muchos de ellos, y cogiendo prisioneros que vendían como esclavos.

El rey, entretanto, se encargó de que las galeras estuvieran a punto para defender la playa, así como de fortificar la ciudad. Otros barcos costeaban hasta Narbona atacando los cargamentos de monedas, ropas y vituallas, robando los barcos y echando a pique los que no podían llevarse. Los almirantes de las galeras pidieron permiso para atacar la armada francesa, pues no querían ser menos que los barcos corsarios. Pedro no estaba decidido a permitirlo, pues ello dejaría la playa sin defensas.

—Majestad, si Dios quiere la armada de Sicilia vendrá pronto a reforzarnos. Entretanto, rogamos que nos dejéis ir, al menos así sabremos el número de barcos que tiene el rey de Francia.

—Si es eso lo que deseáis, yo no os lo prohibiré. Haced lo que os parezca mejor, pues sabéis más que yo de las cosas de mar.

Tras varias salidas infructuosas, las once galeras del rey Pedro se trabaron en combate con otras veinticuatro que se habían separado del núcleo de la armada francesa, desbaratándolas y capturando siete de ellas, aunque al final desfondaron dos y sólo se quedaron con cinco. Al verse perseguidos por el grueso de la flota, hundieron las naves apresadas y navegaron en dirección a Mallorca. Al llegar la noche continuaron hacia Barcelona, llegando por la mañana sin que la flota francesa hubiera podido dar con ellas. El rey felicitó a los almirantes y se dispuso a ir a Gerona para combatir al rey de Francia, que seguía asediando la ciudad.

Siguiendo el camino de las montañas Pedro y los suyos se asentaron en el Puch de Tudela, muy cerca de Gerona. Los hombres de armas pensaban que se iban a fortificar allí esperando que llegaran los refuerzos el día previsto para la batalla, ya que el lugar era alto y sería difícil que los echaran de allí. Pero el rey tenía otros planes. Ya anochecido, hizo que una compañía de quinientos caballeros y cinco mil peones entre almogávares y otra gente de guerra le siguieran. Se encaminaron directamente hacia Gerona, donde llegaron al amanecer. Pasaron tan cerca del ejército francés, del que sólo les separaba el río Ter, que los oían hablar. Subieron a un cerro, y les vieron tanto los franceses como los de Gerona. Ramón Folch y los defensores imaginaron que el rey iba con ellos, y gritaron de júbilo creyeron que se disponían a atacar el campamento francés. "¡Aragón! ¡Aragón!", escucharon con el corazón conmovido. Pero el rey decidió que el cerro no ofrecía las garantías suficientes para fortificarse allí, y regresaron al Puch de Tudela por otro camino.

Por su parte, el rey Felipe tomó consejo sobre quiénes podían ser aquellos hombres que habían visto, sin imaginarse que el propio rey de Aragón iba entre ellos.

—Yo creo que esa compañía que ha pasado son caballeros de Pedro de Aragón que van a recorrer la comarca de Castellón de Ampurias por ver si pueden ganar algún botín. Si estáis de acuerdo, podríamos enviar tras ellos un centenar de los nuestros para que vigilen lo que quieren hacer. Que pongan atalayas en los cerros, y que hagan señales si es necesario. Si pudiéramos combatirlos y apresarlos habríamos ganado el día.

—Hagámoslo, Majestad. Toda pérdida para el de Aragón será en provecho nuestro.

Así, una hueste de algo más de cien caballeros salieron tras las huellas de Pedro por el camino de Castellón sin encontrarlos.

Pedro, que había pasado todo el día en el Puch de Tudela, partió a media noche con unos pocos caballeros hacia Besalú para organizar la frontera. Los hombres de armas que vigilaban salieron a su encuentro por la montaña al escuchar sus señales, mientras que el rey se acercaba por el llano. Los peones que andaban por la ladera se encontraron al amanecer con la caballería francesa, que continuaba buscando a Pedro por la sierra. Hubo una confusión entre los hombres del rey acerca de la identidad de los caballeros, hasta que al divisar con claridad los estandartes franceses se trabaron en combate con ellos; huyendo finalmente al verse perdidos, mientras los franceses les arrojaban piedras.

El rey Pedro cabalgaba delante con su caballería y no se había enterado de la refriega. De pronto, un caballero se puso a su altura para darle la noticia.

—Majestad, démonos prisa. Los peones han sido derrotados.

—¿Qué ha ocurrido? ¡Habla!

—Señor, cinco mil caballeros franceses han pasado delante de vos, y desde una sierra han acabado con nuestros peones.

—¡Rápido, adelantaos! Vamos a socorrer a esos hombres y a desbaratar a la caballería francesa. A ellos, señores. ¡Aragón!

Unos y otros se enfrentaron en una batalla dura que duró largas horas. Pedro se apoderó del estandarte francés, matando a su portador; parecía estar en todas partes a la vez, incansable, hiriendo y matando con maza y espada a cuantos franceses se acercaban a él. Finalmente, exhaustos, los contendientes hicieron una pausa y se retiraron de la lucha. Pedro y los suyos se recogieron camino de la sierra; los franceses, considerándose vencedores, volvieron cuando él se había marchado y recogieron a sus muertos y heridos haciéndose dueños del campo. Era el 15 de agosto de 1285.

 

* * *

 

El rey de Francia continuaba ante Gerona, dispuesto a tomar la ciudad como fuera. Puso una mina para derribar un lienzo de muralla, pero el vizconde Cardona había ordenado construir un muro ancho y muy grueso, hecho de cantería en la parte interior, y no logró su propósito. En una salida arriesgada, los defensores quemaron las máquinas de asedio. Y los ballesteros acosaban constantemente a los atacantes con sus dardos. La gente de Felipe estaba fatigada de tanto combate ante la ciudad como a lo largo de la frontera, les faltaban bastimentos, y además comenzaron a ser víctimas de una pestilencia que mató más hombres que el ejército de Pedro. Las moscas, gordas como una uña, los invadieron por millares; se les metían por la nariz, los ojos y la boca sin que pudieran hacer nada. Pero ni el hambre ni la enfermedad hicieron desistir a Felipe de permanecer allí. Por el contrario, mandó hacer escalas con las cuales subir a la muralla; pero Ramón Folch desbarató la subida arrojando una carga de piedras gruesas y redondas.

Mientras la pestilencia diezmaba al ejército francés, en Gerona comenzaba a faltar comida. A Ramón Folch se le alegró el alma cuando su pariente el conde de Foix pidió hacer un pacto en nombre del rey de Francia, pues la iniciativa de Felipe salvaba su honor y el de la ciudad. "Señor conde de Foix, en las tierras de Pedro de Aragón hay peores gentes de lo que habíamos imaginado. Hay que intentar conseguir hablando lo que no hemos conseguido por la fuerza", le había dicho el rey con un rictus de amargura en su boca. Ramón Folch pidió unos días para avisar a Pedro de la situación.

—La última palabra la tiene mi señor don Pedro. Si estáis dispuestos a esperar su respuesta, obraremos según su voluntad.

—Mi rey estará de acuerdo. Seis días de tregua, ni uno más. Y ceded algo en vuestro orgullo, a menos que vuestro señor y vos queráis matar de hambre a la ciudad.

—Más rápido mata la peste, conde de Foix, y ante ella no valen pactos ni altanería, que lo mismo afecta al noble que al último soldado. Id con Dios.

El vizconde de Cardona envió un mensajero a Pedro de Aragón, que estaba de correría por la frontera.

—Majestad, don Ramón Folch os hace saber que ya no tenemos comida para seguir resistiendo sin daño para nosotros. Los franceses no se mueven de allí, pese a las enfermedades y penalidades que padecen; pero ellos tienen vituallas. Nos han propuesto rendir la ciudad mediante un pacto. El vizconde no quiere decidir por su cuenta. Si vos ordenáis que sigamos defendiendo Gerona, lo haremos hasta que no quedemos ninguno en pie.

Pedro se pasó las manos por la cara, sucia y estragada por el agotamiento.

—Intentaré enviaros comida como sea. Si en veinte días no habéis recibido nada, firmad la rendición. Sería pecado dejaros morir inútilmente.

—¿Cómo podremos hacerlo, señor? —preguntó uno de sus íntimos al marcharse el mensajero—. Los franceses estarán al acecho para impedir todo socorro. Si por un milagro murieran todos antes del plazo fijado...

—Dios ayuda a quienes saben ayudarse, amigo mío. Hay que moler trigo y conseguir harina más fina que si estuviera destinada a un banquete real. Nada de panes ya cocidos, ni de carnes. Sólo harina en sacos tan ligeros que cada hombre pueda llevar uno junto con sus armas. Os reuniréis en Besalú. Una compañía saldrá a combatir la hueste francesa; mientras, los peones dejarán los sacos al pie de la muralla y después se volverán. Con suerte, el de Cardona y los suyos podrán recoger la carga antes de que los enemigos regresen al campamento.

Comenzaba una actividad febril recogiendo cargas de trigo para enviarlas a los molinos, cuando un mensajero exultante llegó al castillo de Estalrich. El rey Pedro le recibió inmediatamente.

—Majestad, dadme albricias por las buenas nuevas que os traigo.

—Te las daré, en nombre de Dios y de mi grado. ¿Qué noticias me traes?

—Majestad, han llegado a Barcelona galeras de Sicilia al mando del almirante Roger de Lauria; y de camino hacia aquí, señor, han hecho grandes daños en el principado de Tarento.

—Alabado sea Dios. Que te den de comer antes de que vuelvas a Barcelona. Uno de mis servidores te entregará un vestido nuevo por tus servicios. Di a los prohombres que mañana mismo estaré en la ciudad. En cuanto a Ramón Folch, avisadle que firme el pacto con Felipe de Francia. Aunque ahora perdamos Gerona, podremos volver a tomarla más adelante.

Cuando llegaron las galeras de Sicilia, habían salido ya diez naves catalanas en busca de la armada francesa. Un prior del monasterio de San Pol los vio, y avisó al rey de Francia y al cardenal, quienes no perdieron tiempo en mandar veinticinco galeras con la orden de que no regresaran sin haberlas apresado. Roger de Lauria no tardó en unirse a los otros almirantes, y las cuarenta galeras navegaron por delante de las francesas, que se habían quedado entre ellas y Barcelona. Otros cuatro navíos procedentes de Sicilia se les unieron, y Roger de Lauria avisó a los franceses que se preparasen para la batalla. A los gritos de "¡Aragón!" y "¡Sicilia!" acometieron a las galeras francesas; pero los franceses repitieron los mismos gritos y se produjo una gran confusión porque al ser de noche no se podía distinguir amigos de enemigos. Las galeras aragonesas encendieron faroles en la popa, pero los franceses hicieron lo mismo. Murieron más de cuatro mil hombres, y Roger de Lauria hizo ejecutar cruelmente a muchos de ellos, además de intentar perseguir las galeras que habían escapado del combate. Al conde de Foix y a Ramón Roger de Pallars, que estaban tratando la tregua para recibir la rendición de Gerona, el almirante les respondió altivamente que ni él ni la armada estaban incluidos en el trato.

Toda Barcelona estaba en el puerto esperando la flota, el rey Pedro a la cabeza. El rey de Aragón ordenó que los trescientos prisioneros que estaban heridos fueran bajados a tierra, y que los ataran con una cuerda que se enganchó en una galera. A una señal, el navío se introdujo mar adentro arrastrando a los prisioneros, quienes perecieron ahogados a la vista de todos. Al resto los envió atados al rey de Francia.

Al saber que se había perdido la flota, Felipe sufrió una conmoción que le llevó al borde del desmayo, y se puso muy enfermo. En secreto, fue trasladado desde Gerona a Castellón de Ampurias, donde esperaba recuperarse respirando una atmósfera más limpia que la del campamento de Gerona.

Pasados los días acordados, el hijo mayor del rey de Francia y sus consejeros avisaron al vizconde de Cardona que había llegado el momento de entregar la ciudad. Primero salieron los enfermos, y después los combatientes en orden de batalla para reunirse con el rey de Aragón. La hueste francesa entró en Gerona, y tras apoderarse de todo, se retiraron dejando un senescal y un contingente armado.

—Majestad, el rey de Francia se encuentra muy enfermo en Castellón de Ampurias y su ejército se retira al Ampurdán.

—Ha llegado nuestro momento. Barones, al puerto de Panissars. Por mi fe que los franceses no saldrán de Cataluña sin daño. Y a ellos sin piedad donde quiera que los encontremos.

El rey de Francia estaba tan enfermo que tenía que viajar en litera. Su ejército se encontraba desmoralizado porque no recibía ayuda ni por mar ni por tierra, no tenía alimentos y era atacado constantemente. Podía saberse el camino que llevaban siguiendo los rastros de los botines abandonados. Su ánimo se alteró más al enterarse de que Pedro y los suyos los acechaban en lo alto de la montaña por donde ellos tenían que pasar.

—Majestad, una carta de vuestro sobrino Felipe.

Pedro recogió el pliego con una sonrisa de satisfacción.

—¡Ah! Ahora es mi sobrino. No ha mucho se titulaba rey de Navarra y acechaba en la frontera con Aragón. Bien, veamos qué quiere.

 

"De Felipe, príncipe de Francia, al rey don Pedro de Aragón:

Mi tío y señor, mi buen padre se halla muy grave, temo que pueda morir de un momento a otro, y su único deseo es salir de vuestro reino y volver al suyo en paz, para curarse si a Dios le place, o morir si ése es su destino. Os ruego, mi buen tío, que dejéis pasar a un rey enfermo y a su ejército; pues atacar a un moribundo no os reportará fama ni provecho, como tampoco sería digno de vos acosar a unos hombres exhaustos..."

 

—¿Qué vais a hacer, Majestad?

—Que pasen el rey y sus caballeros. No puedo responder del resto, sobre todo porque los almogávares andan por la sierra, y bastante me costará sujetarlos para que no se lancen contra el séquito real. Que se vayan. Vinieron ensoberbecidos y llenos de orgullo, y se retiran en un estado lastimoso. Nosotros les seguiremos los pasos, avanzaremos si avanzan, nos pararemos si se paran. Sólo con vernos cuando miren hacia arriba, y saber que a una orden mía podrían ser destruidos, se les encogerá el alma.

Pedro hizo reunir en un altozano a todos sus caballeros para hablarles antes de que el ejército francés comenzara su retirada.

—Barones, gran honor nos ha hecho Dios Nuestro Señor. No por nuestros méritos, sino por su piedad. Porque como todos sabemos, el rey de Francia entró en esta tierra con gran gozo y alegría, y ahora sale con gran dolor y gran pérdida de gente y de bienes. Y yo reconozco que por mi causa muchos hombres de mi tierra han sufrido gran daño y han perdido lo que tenían. Aunque durante mucho tiempo no quise escuchar los consejos que me dabais como buenos y leales, el daño que nuestros enemigos nos han hecho a mí y a vosotros hubiera sido mayor si los hubiera escuchado. Dios, Nuestro Señor Dios Jesucristo, a quien no le place el orgullo, sino la humildad, nos ha conducido a mí y a vosotros, que, según todos sabéis, no es cosa de creer las aventuras y desastres que nos han ocurrido en esta guerra; ni ningún hombre ha visto ni oído nada igual. ¡Y nunca nos ha faltado la merced de Dios! Y pues yo conozco y reconozco mi culpa y la gracia que Dios me ha dado, con la buena ayuda y la buena voluntad que vosotros me habéis tenido y hecho todo el tiempo. Quiero deciros que, si hice alguna cosa que os contrarió, que me lo perdonéis y no me lo tengáis en cuenta. Y pues Dios nos ha mostrado tanto honor que a nuestros enemigos, que son todas las gentes del mundo, los vemos vencidos ante nosotros, no tomaremos venganza de ellos haciendo cosas como las que han hecho. Más bien tendremos misericordia de ellos como Dios la ha tenido de nosotros.

Y si todos estáis de acuerdo en esto, así lo haremos; y si no, decidme qué queréis hacer.

Los ricos-hombres de Aragón y Cataluña deliberaron brevemente acerca de la sugerencia del rey. Finalmente, el senescal de Cataluña y otro caballero de Aragón hablaron por todos.

—Señor, vuestra demanda es tal que podemos y debemos responder a ella. Pero para que sepáis que obramos de común acuerdo y de buena voluntad, hemos consultado unos con otros sobre la respuesta que os daremos. Os respondemos así en mi nombre y en el de toda la universidad de Cataluña y Aragón: que las palabras que habéis dicho son justas, y con un solo corazón hemos de serviros. Con todo cuanto tenemos, con nuestros hijos y con todo lo que hagamos en este mundo, estamos dispuestos a seguir vuestra voluntad en todo tiempo, especialmente en el caso presente, por vuestro honor y vuestro provecho. Ordenad lo que queráis, que haremos y diremos lo que os complazca. Por todo cuanto arriesguéis en esta empresa, nosotros arriesgaremos más. Y yo, señor, como es costumbre en Cataluña, de la que soy senescal, debo tener la delantera en todos los hechos de armas que se hagan en Cataluña. Y os ruego, señor, que me lo concedáis.

Los ojos del rey brillaron de lágrimas de emoción que apenas podía contener.

—Nobles barones, os estoy muy reconocido por vuestra lealtad y amor hacia mi persona. En nombre de Dios y de nuestra bendita madre Santa María, desplegaremos en este día la enseña, que no había vuelto a mostrarse desde el día de mi coronación. En cuanto a vos, don Ramón —continuó, dirigiéndose al senescal de Cataluña— bien sé que si hay buen caballero en Hispania, lo sois vos. Y cuando decís que sea vuestra la delantera digo que será vuestra según la costumbre de Cataluña. Y os daré por compañero a un honrado caballero de Aragón; y no os displazca que os dé compañero, que deseo que en este hecho catalanes y aragoneses sean como hermanos en todo.

Ramón de Moneada asintió, conmovido. Fueron muchos los caballeros que lloraron de emoción por las palabras del rey, a quien nunca habían visto tan humilde y benevolente. Se quedaron toda la noche en aquel cerro, sin comer porque no tenían víveres, preparados y alerta para la llegada del ejército francés.

El último día de septiembre, domingo, los franceses comenzaron a subir el puerto de Panissars, seguidos por Pedro y sus caballeros desde la sierra, que desplegaron la enseña a los gritos de "¡Aragón! ¡Aragón!". Tal como el rey había imaginado, los almogávares se lanzaron contra la retaguardia para robar los equipajes, y atacaron a los caballeros en cuanto pasaron el rey de Francia en sus andas y el rey de Navarra con sus respectivos séquitos, además de los nobles enfermos. Todo el camino quedó cubierto de muertos y heridos. Nada más llegar a Perpiñan, el rey Felipe de Francia murió.

 

* * *

 

Pedro de Aragón ordenó al almirante Roger de Lauria que volviera a las galeras con su gente, replegó a su ejército, y se fue a Castellón de Ampurias. Concedió el perdón a todos los habitantes de la villa y al conde de Ampurias, por lo ocurrido, y los prohombres de Torella de Mongriu le devolvieron el tesoro que le habían embargado.

Pacificada toda la tierra, envió un mensaje al senescal de Tolosa, que seguía en Gerona, anunciándole la muerte del rey de Francia y la retirada del ejército.

—Rendíos, o tomaré la ciudad por la fuerza y no se salvará nadie —terminaba la carta del aragonés.

El senescal pidió veinte días para pedir ayuda a Francia.

—Si pasado ese plazo no recibo socorros de armas y comida, me rendiré al rey de Aragón o a quien él diga, con todos los caballos, armas, ropas y gente, a cambio de poder marcharnos salvos y salvos —fue la respuesta del senescal. A Pedro le pareció bien.

El día 12 de octubre Pedro estaba en Barcelona preparándose para conquistar Mallorca a su hermano Jaime. Comenzó a sentirse enfermo, pero continuó sus preparativos. El día 26, en camino desde Barcelona a Zaragoza, se puso tan mal que tuvieron que trasladarlo a Villafranca de Panadés, lugar que era suyo.

—Hijo mío —le dijo al infante Alfonso—. Yo no puedo ir a Mallorca. Ve tú en mi nombre y somete la isla a mi voluntad, tal como sus prohombres han pedido. Eres un hombre de experiencia en la guerra, pese a tu juventud, y confío plenamente en tu capacidad. Que Dios te ayude.

Después, el rey hizo acudir ante su lecho de enfermo al arzobispo de Tarragona, a los obispos de Valencia y Huesca, y a otros prelados, así como a nobles caballeros de su casa.

—Ante todos vosotros quiero declarar honradamente que no pasé a Sicilia para deshonra de la Iglesia, sino para defender mi derecho. El Papa me atacó injustamente, a mí y a mi tierra, sin que yo tuviera culpa alguna. Señor arzobispo, os pido humildemente que me absolváis de la sentencia papal, que yo os prometo acatar su voluntad de ahora en adelante, y peregrinar a Roma para obtener su perdón personalmente, en cuanto pueda levantarme.

En la cámara resonaron los llantos apagados y las voces susurrantes de los clérigos.

—¿Juráis volver a la obediencia de la Iglesia y de Su Santidad el Papa todos los días de vuestra vida?

—Lo juro. Por Dios y por mi honor.

—En tal caso, quedáis absuelto, Pedro de Aragón, de la sentencia de entredicho, en el nombre de Dios.

Pedro cerró los ojos con un suspiro de alivio, pero ya no los volvió a abrir. Su médico le tomó el pulso.

—Nobles señores, sería conveniente que le dejarais. Su Majestad tiene tanta fiebre que no puede hablar. Salid, por favor.

Al día siguiente por la mañana, sintiéndose más fuerte, el rey hizo llamar al obispo de Valencia, al abad de Poblet, al abad de Santes Creus y a Huguet de Mataplana, que era su clérigo.

—Señor obispo, sois uno de los que más he amado siempre y en quien más he confiado, siempre me habéis aconsejado bien. Ahora, os requiero de nuevo para que me aconsejéis, como rey y como hombre que va a morir, que bien sé que no me voy a recuperar de esta enfermedad.

—Majestad, gran merced me hacéis al decir que me tenéis más confianza que a otros y al pedirme especialmente consejo. Al decir que estáis a punto de morir nos entristecéis a todos y a toda vuestra tierra, que sin vos estaremos todos perdidos. Pero, si Dios quiere, no será así, que pronto os curaréis de vuestro mal. Y esta enfermedad no es sino una señal del amor que Dios Vuestro Señor os muestra, para que reconozcáis cuánto le debéis. Os doy el mismo consejo que os he dado a vuestros antecesores reyes de Aragón, que siempre fueron buenos cristianos y amigos de Nuestro Señor Dios, especialmente vuestro padre y vos. Pero no hay hombre en el mundo, aunque sea como vos príncipe de la tierra y rey, que no necesite consejo. Y yo os ruego y aconsejo que hagáis penitencia y os pongáis a bien con Dios y con los hombres y que perdonéis a todo hombre que os haya hecho daño y que os haya tenido mala voluntad, como hizo Nuestro Señor Jesucristo. Esto es algo que no debéis retrasar, cuanto antes lo hagáis antes os libraréis de vuestro mal.

Pedro, como pudo, pues se encontraba ya muy fatigado y le estaba subiendo la fiebre, aseguró que lo haría así. Ordenó que liberasen a todos los prisioneros que no tuvieran importancia señalada, a otros los perdonó pero no los dejó en libertad.

—Todas las gentes de mi tierra y de otras muchas me han difamado diciendo que era mal cristiano —dijo el rey después de haberse confesado—, especialmente porque defendía mi tierra del Papa y del rey de Francia, que según me parecía me hacían gran daño. Yo bien sé que soy pecador y le he fallado a Dios, aunque nunca lo comprendí como ahora. Son tantos los pecados del hombre que no es digno de recibir el cuerpo de Jesucristo. Yo soy de los que lo saben y reconocen; pero tengo esperanza de que Dios me hará su merced. Y si por ventura yo soy peor y más indigno que otro hombre de recibir el cuerpo de Jesucristo por lo que las gentes dicen de mí, os ruego que antes de darme el cuerpo de Jesucristo vayáis a vuestro monasterio y hagáis oración especial a Dios Nuestro Señor que si yo, que indigno soy ante él más que ningún hombre, no debo recibir su cuerpo precioso, que él, que conoce mi voluntad y la de todo hombre, os mostrará algún signo visible o no visible.

—Señor, por las obras del hombre se conoce su corazón. Y los que estamos ante vos, por las obras que habéis hecho y por las palabras que habéis dicho sabemos que Dios os concederá merced; sabemos sin duda que podéis recibir su cuerpo precioso. Pero yo cumpliré vuestro mandato tal como me habéis dicho.

Pedro estaba ya agonizando cuando recibió la comunión. Todos los presentes lloraban. Apenas podía ver ni oír ni responder de palabra, sólo movía los brazos cruzados sobre su pecho y levantaba los ojos hacia el cielo. Murió la víspera de San Martín de 1285. Tenía cuarenta y seis años. Fue enterrado en el monasterio de Santes Creus.

 

 

El día 11 de noviembre de 2004, 719 aniversario de la muerte de Pedro III, el Grande, se terminó de imprimir este libro en los talleres Dosan Industrias Gráficas de Zaragoza.