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-A

lteza, ya han llegado los enviados de don Pedro.

Nerviosa, Constanza dejó su labor y se acercó a la ventana discretamente, casi oculta tras las vestiduras de su doncella. Dos caballeros magníficamente vestidos y acompañados de un nutrido séquito quedaron un instante a la vista de la princesa.

—Anna, ¿tú crees que mi padre me hará llamar ahora?

—No, ahora no. Probablemente esta tarde. Su Majestad la reina ha ordenado que tengamos a punto vuestro nuevo vestido. La nodriza ha armado un escándalo porque no lo guardaron bien y la seda se ha arrugado; pero no os preocupéis, podrán arreglarlo. Vais a estar bella como una aparición.

Constanza sonrió y, de nuevo, gesto que había repetido infinidad de veces en los últimos dos años, se miró en el espejo. Lo que vio le satisfizo.

—¿No os lo habíamos dicho? Don Pedro no tendrá nada que reprocharos. Ahora sólo dependerá de vos que os ame, princesa.

—Sí, lo sé. Y dependerá de él que yo le ame, a mi vez. Mi afecto, —ni consideración y mi lealtad ya los tiene, aun sin haberle visto. Todo cuanto me han contado de él me agrada. Será un magnífico rey.

—Y vos una magnífica reina, Alteza. Tenéis la educación y el porte adecuados.

—¿Vendrás conmigo a Aragón, Anna? Doña Helena me permite escoger mis doncellas personales y te quiero cerca de mí.

El delicado rostro de Anna se coloreó. Movió la cabeza, intentando sonreír.

—Os agradezco que queráis llevarme con vos, Alteza. Pero no se me permite abandonar Nápoles, ni siquiera el palacio. Os extrañaré mucho.

—¿Quién no te lo permite, dime? ¿La reina? ¿Mi padre?

—Señora, por favor...

Constanza la miró a los ojos negros e insondables. Palideció intensamente.

—Entonces, ¿es cierto? No podía creer que una mujer tan digna y maravillosa como tú pudiera ser una esclava. Me siento avergonzada. Ven conmigo y te daré la libertad.

—Pertenezco al rey. ¿Tenéis suficiente dinero para comprarme?

—Te pediré como regalo de boda.

Los ojos de Anna brillaron llenos de lágrimas que no derramó. Encogió sus finos hombros en un gesto de resignación.

—Vuestro deseo de liberarme es el mejor regalo que he recibido nunca. Jamás lo olvidaré. Pero será mejor que me quede y os rodeéis de señoras nobles dignas de vuestro rango. Aquí conozco el lugar que ocupo y no me siento observada ni humillada. En una Corte extranjera supondría una rareza y una molestia para vos.

—Había pensado buscarte un marido entre esos valientes y aguerridos caballeros de Aragón.

—Está bien así, creedme. Venid, vamos a prepararos para la presentación. ¿Qué joyas preferís?

Anna vació el joyero sobre la cama y comenzó a jugar con los collares y anillos, sugiriendo y descartando. Finalmente, Constanza se sentó al otro lado de la cama.

—Rubíes para la seda escarlata, ¿no te parece? Un anillo en cada dedo. Mira... éstos, que eran de mi madre. Y la diadema de oro con ópalos y diamantes. Creo que es suficiente. El vestido lleva ya muchos bordados y adornos. Estoy tan nerviosa... Creo que ni podré comer. Tal vez pasen años antes de que vuelva a ver a mi padre; lo echaré de menos, a él y a mis hermanos, especialmente a Beatriz.

Anna sonrió y peinó con los dedos el largo cabello de Constanza.

—Cuando lleguéis a vuestro nuevo reino estaréis tan ocupada conociéndolo todo, que no tendréis tiempo para la nostalgia. Además, vais a estar rodeada constantemente de gente que os conoce y os ama; será como seguir aquí aunque el palacio sea distinto. Vos gobernaréis vuestra casa según la rutina a la que estáis acostumbrada.

Constanza se dejó caer sobre los almohadones y abrió los brazos, riendo.

—Es cierto. Seré una princesa con su propio palacio, no una hija huésped y súbdito de su padre el rey. ¿Sabes, Anna? Ya no tengo miedo.

Fernando Sánchez, hermano bastardo de Pedro de Aragón, y Guillem de Torrellas, fueron espléndidamente recibidos por el rey Manfred de Sicilia.

—Señor —dijo Guillem de Torrellas arrodillándose ante el rey—. Somos enviados del infante don Pedro, nuestro señor. Vos nos habéis recibido y acogido con gran honor y cortesía, como representantes que somos del príncipe heredero de la Corona de Aragón. Venimos en su nombre a solicitar que nos permitáis llevarnos con nosotros a la doncella, vuestra hija, para nuestro señor don Pedro.

Manfred hizo un leve gesto de sorpresa, y sus ojos brillaron con humor.

—Señores, la entrega de mi hija no es algo que pueda hacerse de ese modo. Es menester preparar naves donde la princesa embarque con su séquito, que no será pequeño, y su equipaje; de manera que pueda viajar con la pompa y las comodidades propias de su rango. Mientras se organiza el viaje nupcial, seréis huéspedes en mi Corte. Estáis invitados a mi mesa. Reposad hasta la hora de la comida, y no dudéis en pedir cuanto necesitéis. Esta tarde seréis presentados a la princesa, mi hija.

El rey les destinó unos lujosos aposentos en su propio palacio y les invitó a comer con los principales caballeros de su séquito. Los emisarios quedaron fascinados por el fausto de la Corte siciliana. La comida, aunque sencilla, tenía un sabor delicado acrecentado por las diferentes salsas, rellenos y especias con que se había condimentado cada plato. No hubo ninguna señora presente, ni siquiera la reina Helena. Manfred estaba acompañado por los principales hombres de su Casa.

—Esta noche celebraremos un banquete después de la presentación de Su Alteza doña Constanza. Aquí en Sicilia tenemos unas costumbres más austeras respecto a las damas —sonrió Manfred—, imagino que en la corte de Aragón no vivirán tan retiradas.

—No, Majestad. Tienen más libertad de movimientos y participan activamente en fiestas y cacerías. Doña Constanza encontrará un animado círculo de señoras principales para acompañarla.


* * *


Fernando Sánchez miró cuanto pudo al rey sin pasar por grosero. Sabía que Manfred era bastardo, como él, y que no había sentido escrúpulos de conciencia en los métodos a utilizar para hacerse con la corona. Manfred le pareció un hombre atractivo y enérgico, lo suficientemente fuerte como para haber sobrevivido ocho años en un trono donde los poderosos de la tierra no le querían. Él mismo, Fernando, también se sabía enérgico; pero sus capacidades nunca serían puestas a prueba. Odiaba al arrogante Pedro, tan pagado de su condición real y legítima, como si él no tuviera sangre real en las venas; y, al fin y al cabo, su madre, doña Blanca de Antillón, no era una casquivana cualquiera, sino una dama de alcurnia digna de compartir el lecho del rey. Pero Pedro le trataba sin consideración a un parentesco que ambos hubieran preferido olvidar. Incluso su misión en la Corte de Manfred le había parecido de mala intención, al menos al principio: el bastardo yendo a buscar a la hija del bastardo. Pero no. Su real hermano no pensaba así ni de Manfred ni de Constanza, y arriesgaba mucho con aquella alianza; sin duda tenía un fin último que únicamente el mismo Pedro conocía. Fernando suspiró. Tal vez su hermano había decidido empezar a tratarle con confianza y amistad. Ya se vería.

Tras los postres, que incluían pasteles y vino dulce, se retiraron con Manfred para tratar del pago de la dote, de los regalos del novio, y de las cantidades que serían asignadas a Constanza para su mantenimiento y el de su casa.

Los aposentos eran de un lujo nunca visto. Fernando se relajó en el baño perfumado, atendido por un eficiente servidor silencioso y discreto, que desempaquetó y extendió sus ropas de ceremonia. Desde sus ventanas veía una parte de los jardines reales y una amplia panorámica del mar. Se estaba fresco allí, gracias a las gasas que colgaban frente a las ventanas, a los mármoles del pavimento y los altos techos. No le sorprendía que la Corte siciliana escandalizara a los príncipes más pacatos. Si los cuidados del cuerpo llevaban al pecado, la Corte de Manfred no tenía salvación. Al propio Femando no le hubiera importado pasar el resto de su vida rodeado re aquella comodidad muelle, entre aquel deleite de los sentidos. Se rijo que debía aprender de Manfred. No para matar a sus hermanos, especialmente a Pedro, sino para hacerse valer y satisfacer sus propias ambiciones. Todo cuanto pudiera conseguir sería lo único que tendría.

El sirviente le secó con toallas esponjosas, ayudándole a vestirse antes de retirarse. Fernando se contempló en un espejo, rectificó un pliegue en torno al cinturón y se puso al cuello un collar de oro. Después se unió a su compañero de embajada, que también se había refrescado y sesteado.

La ceremonia de presentación tuvo lugar en el salón del trono: Manfred y Helena estaban sentados en sus sitiales situados en una tarima alfombrada, revestidos de todos los símbolos de su dignidad. A su lado, los príncipes, y, distribuidos por orden de importancia, los caballeros y damas palaciegos. Los aragoneses vieron que una joven vestida de escarlata se adelantaba al borde de la tarima. Mantenía un porte altivo que enmascaraba su timidez. Brillaba como una joya cincelada, desde las piedras de sus cabellos hasta los bordados de sus zapatos.

—Nobles barones, Su Alteza doña Constanza nuestra hija, princesa de Sicilia.

Fernando y Guillem se arrodillaron ante ella y besaron sus manos.

—Alteza, por la gracia de Dios ya sois no sólo princesa de Sicilia, sino princesa de Aragón y señora nuestra como esposa de nuestro señor don Pedro.

—Pues que a Dios le place y es asimismo voluntad de mi padre el rey, no pido yo otra cosa.

Constanza los miraba directamente, como intentando calibrarlos. No le vaciló la voz al decir su corta frase; parecía muy segura de sí misma. Volvió a su lugar junto a los reyes y ellos se levantaron. La ceremonia había terminado.

Siguiendo el orden del protocolo entraron todos en el comedor y ocuparon los asientos que se les tenían destinados. La cena fue amenizada por músicos y cantantes de voces transparentes, en una atmósfera más comedida de lo que los aragoneses habían imaginado. Antes de medianoche Constanza se retiró seguida por sus damas. La reina y sus mujeres se levantaron algo más tarde, quedando Manfred hablando relajadamente con su gente de confianza. Los cortesanos más jóvenes se fueron apoderando de la sala; hubo danzas y más rondas de vino. Al ponerse el rey en pie cesó todo ruido en señal de respeto mientras abandonaba el comedor. Pero la fiesta continuaba privadamente. Los aragoneses vieron grupos jugando a los dados y con naipes en una cámara más recogida, y escucharon risas y alegres chanzas en los jardines.

—¿Nos unimos a ellos, don Guillem?

—Id vos si os apetece, don Fernando, son diversiones más de acuerdo con vuestra edad que con la mía. Yo me siento fatigado y prefiero ir a dormir; eso si consigo encontrar mis aposentos. ¿Qué elegiréis: risas bajo la luna o aflojar los cordones de vuestra bolsa?

—Sabe Dios que mi bolsa no está tan llena como para permitirme dispendios, y menos de esa clase. Pasearé bajo la luna; como embajador de Aragón tal vez consiga que me hagan sitio en sus corros.

—¿Qué os parece nuestra princesa?

—Una chiquilla enérgica. Cumplirá bien su deber.

—Y hermosa.

Fernando se encogió de hombros con el rostro impasible.

—Todas las niñas lo son a esa edad.

Se despidieron. Fernando fue bien acogido entre los que recitaban poemas improvisados sobre la belleza de sus acompañantes, aunque él no era diestro en esa actividad. Pero no tardó en retirarse.

 

* * *

 

Durante unos días las habitaciones de Constanza parecieron haber sufrido un cataclismo. Pesados cofres y cestas se amontonaban para ser conducidos a las galeras. Un séquito formado por damas de honor, caballeros, doncellas, modistas, mayordomo, juglares, secretarios, médicos, notarios y cocineros se preparaba para embarcar a las órdenes del conde Bonifacio, que regresaría a Sicilia después de la boda. Era toda su vida lo que Constanza tenía que trasladar, y no quería olvidarse de nada. La nodriza entraba y salía agitando sus tocas y dando órdenes incluso a las señoras principales. Los atavíos para la ceremonia en la catedral habían sido colocados en cajas especiales que la nodriza custodiaría personalmente durante la travesía. Constanza no dormía ni descansaba. Anna se sentaba junto a ella y tañía el laúd para calmarla. Ya se habían despedido. Constanza se había despedido de todos los suyos. Su padre le diría el último adiós en el puerto. El día de la partida fue trasladada en litera con las cortinas abiertas para que el pueblo de Nápoles pudiera aclamar a su princesa. Arrojaban flores a su paso y gritaban saludos. También ovacionaban a Manfred, que cabalgaba enhiesto sobre el mejor caballo de su cuadra, rodeado de su guardia personal y del numeroso séquito. La reina y los príncipes cabalgaban a su lado, mientras que la pequeña princesa se trasladaba en litera cerca de la de su hermana.

Manfred estaba contento. La jugada le había salido perfecta. Pese a la oposición de Jaime, su yerno le había ofrecido apoyo si necesitaba reforzar o asegurar sus posesiones, prometiéndole nuevas intercesiones ante Roma. No es que a Manfred le importase Roma ni la opinión del Papa, pero prefería saberlo alejado de sus dominios. La Sede Apostólica era muy capaz de atentar contra su vida, pero ahora contaría con un nuevo aliado joven que iba a marcar la política futura de Aragón. El partido gibelino tenía un nuevo líder al que tener en cuenta. Que se enterasen Roma y su favorita Francia que ya no podrían hacer y deshacer a su antojo en el Mediterráneo sin hablar con Pedro de Aragón. Luis y el Papa ya tenían motivo de reflexión.

Manfred parpadeó. Sus reflexiones le habían distraído, pero ya habían llegado al puerto, donde la galera real aguardaba a su pasajera. Manfred desmontó de un salto y ayudó a su hija a bajar de la litera. Se abrazaron ante los nobles y el pueblo, pero era más que un gesto público; él quería a su hija sinceramente y ella le admiraba y respetaba sin fisuras. Besó la tersa frente y olió el sol en los brillantes cabellos antes de bendecirla solemnemente. Ella le besó la mano.

Los embajadores de Aragón y el conde Bonifacio escoltaron a la princesa al interior de la nave, donde ya aguardaban la nodriza, las damas principales y las doncellas para ocuparse de su bienestar.

Constanza permaneció en la borda hasta que la tierra se perdió de vista. Sólo entonces se recogió en la cámara que le estaba destinada. Guillem de Torrellas y Fernando Sánchez no la vieron durante la travesía, interesándose por su comodidad a través del conde Bonifacio, quien les informó que la princesa pasaba las horas leyendo, o bordando mientras escuchaba los relatos de sus damas; su estricta intimidad se mantenía incluso durante los paseos diarios que daba al aire libre.

Llegaron a Montpellier el día 27, víspera de la boda. La aguardaban no sólo su prometido, sino el rey de Aragón, el infante Jaime y la princesa Isabel. Constanza fue conducida con todos los honores al palacio e instalada en unos aposentos al lado de los de Isabel, que la estuvo acompañando desde la recepción de bienvenida.

—Tenéis tiempo de descansar antes de la fiesta.

Constanza sonrió a su cuñada.

—No os vayáis, os lo ruego. Venid a sentaros a mi lado un instante; temo que acabo de conoceros y apenas volveremos a vernos en adelante. Me han dicho que os casáis con Felipe de Francia. ¿Le conocéis?

—Oh, sí. He tenido ocasión de tratarle brevemente desde que estoy aquí. Me agrada.

Constanza quedó pensativa.

—Y a vuestro hermano, ¿le conocéis bien?

Isabel hizo un expresivo gesto con las manos.

—Todo lo bien que se puede conocer a un hermano mayor que se pasa la vida cabalgando y cazando. Le quiero y le respeto. Tiene enemigos, y él lo sabe, pero nunca se dejará amedrentar. Es impulsivo y rápido. Puede mostrarse implacable, pero también tiene una vena de generosidad y ternura que me emociona. Cuando era pequeña, a veces me molestaba; pero también era capaz de pasarse horas arreglándome un juguete, contándome leyendas o ayudándome con mis lecciones. Doña Constanza... Si os ganáis su ternura y su confianza no os defraudará jamás. Pero me basta miraros para saber que os adorará.

—Yo tampoco quisiera defraudar a un esposo tan noble; pero a veces pierdo la confianza en mí misma. Sólo tengo catorce años, doña Isabel, ¿cómo sabré lo que he de hacer o decir sin molestarle?

—Creedme, lo sabréis. Pero no me habéis dicho qué os ha parecido él.

—Le he visto tan fugazmente... Noble apostura, atractivo y gentil. Tengo toda la vida para conocerle y quererle.

—Esta noche tendréis ocasión de conversar con él durante la cena y la danza. Las fiestas más prolongadas se celebrarán después de la boda; hoy no durará mucho para que podáis dormir con vistas a la ceremonia. Reposad ahora, nos veremos en la cena.

Isabel se puso en pie y Constanza la imitó. Se saludaron con una reverencia y la joven siciliana quedó sola. Su nodriza salió de otra habitación, la desvistió y la bañó. Pudo dormir toda la tarde sin interrupciones.

Tenía preparados vestidos azules bordados en oro, con cinturón de pedrería a juego con la diadema que sujetaba su cabello suelto. El conde Bonifacio, seguido por las damas y caballeros de su casa, la escoltó hasta la mesa real. Pedro salió a recibirla, se inclinó galantemente y la condujo de la mano hasta su asiento.

—Bienvenida de nuevo, señora. Ardía en deseos de que llegara este día. Dos años esperando poder serviros me han parecido largos y tediosos como siglos.

—Sois muy gentil, señor. Y es cierto que no me teníais olvidada; recibía vuestras misivas puntualmente y con gran alegría. Temo que las mías os parecieran demasiado sencillas.

—La sencillez no es un defecto, doña Constanza. Vuestras cartas eran naturales en una dama joven y discreta como vos.

Constanza le miró a los ojos un instante y bajó la vista. Se había ruborizado.

—No me neguéis vuestros ojos —le dijo Pedro en voz baja—. Cuando no me miráis oscurecéis la luz de los míos.

Ella se sorprendió tanto que dejó caer el cubierto al suelo. Pedro le puso el suyo en los dedos, que le temblaban. El infante se ocupaba de llenarle el plato pero le sirvió una única copa de vino puro; después se lo escanció aguado. El rey Jaime la miraba atentamente y de cuando en cuando intervenía en la conversación haciéndole cumplidos bonachones. Ella quedó encantada, aunque prefería hablar con su prometido.

Bailaron cogidos de las manos en una larga fila que giraba y serpenteaba por el salón, siguiendo los aires de la última melodía de moda que Constanza ya había escuchado en Nápoles. Como los músicos y juglares o viajaban de Corte en Corte o eran imitados, pronto podían danzarse sus composiciones en los diferentes palacios con un mínimo de variaciones.

Pedro notó que su prometida estaba fatigada e hizo una señal a su séquito. La escoltó hasta la arcada de la que arrancaban las escaleras que conducían a sus aposentos, manteniéndola algo alejada de los suyos. Tomó sus manos para besarlas y las estrechó contra su corazón.

—No podré dormir pensando en vos. ¿Me concederíais el galardón de un beso?

Constanza rió despacio y ligeramente. Le envolvió en una mirada brillante.

—Mañana —le dijo con voz fuerte y segura.

Se separaron tras una reverencia, pero al llegar a la mitad de los escalones, Constanza se volvió y le envió un beso con las puntas de los dedos. Pedro rió y volvió a la fiesta.

Constanza se dejó desvestir como en un trance, y se tumbó de bruces sobre la cama abrazando el almohadón. Las azafatas sonreían mientras guardaban las ropas. La nodriza gruñó.

—Duérmete, o mañana estarás fea.

—Él también estará feo porque tampoco va a dormir. Así que no le importará. —¿Esas tenemos? Acabas de ver a tu príncipe, y ya te deslenguas conmigo.

—Ama, no te enfades. Ven, abrázame y dame un beso. Te quiero mucho, ya lo sabes.

—Y yo a ti, de eso abusas.

—Doña Constanza se ha enamorado —dijeron las damas—, Y don Pedro también. Deberías haber visto cómo se miraban, ama.

—Venga, insensatas. Qué sabrá mi niña del amor, si es una paloma. Miradla.

Pero ya Constanza se había dormido con una sonrisa en los labios.

Despertó radiante el día de su boda. La maquillaron y engalanaron con todos los signos externos de su rango. Los vestidos nupciales derrochaban bordados de oro y pedrería, el velo de su tocado era diáfano como una nube.

Las calles estaban llenas de gente aclamando al rey, al infante Pedro y a la princesa. Arrojaban flores en su camino hacia la Iglesia Mayor de Santa María. El brillante séquito ponía notas de solemnidad y color.

Ante el altar, Pedro y Constanza unieron sus manos y pronunciaron las promesas. El novio puso en su dedo un valioso anillo que ella se juró no quitarse jamás y llevárselo a la tumba. El largo ceremonial se llevó a cabo sin fallos, con gran alivio de los maestros de ceremonias. Salieron juntos de la iglesia y fueron conducidos al palacio, donde tendría lugar el banquete de bodas.

La princesa hizo llegar manjares escogidos, vino y pasteles a su nodriza y a sus doncellas, quienes a diferencia de sus damas principales, no estaban presentes en el comedor real, ni tampoco en las mesas preparadas para agasajar al pueblo. Se sentía feliz, y se le notaba. Ni siquiera la ausencia de su padre había empañado su dicha. Pedro también se mostraba dichoso y relajado, sonreía con facilidad y reía las chanzas. No aguó el vino de Constanza, pero él mismo se moderó en la bebida.

Cuando se la llevaron rodeada de sus damas y de otras señoras principales para el rito de desvestir a la novia, Pedro se quedó en su aposento bebiendo despacio una copa de vino especiado. Había preferido despedir a sus íntimos y acercarse sin acompañamiento a la cámara nupcial. Le preocupaba la poca edad de Constanza, especialmente desde que el médico personal de la princesa le había recordado que ella, si bien gozaba de excelente salud, era delicada, advirtiéndole que controlara su fuerza y sus impulsos naturales para que Su Alteza no sufriera daños innecesarios.

El aposento estaba iluminado con velas perfumadas insertas en candelabros de oro y plata y olía a incienso; casi parecía un oratorio y la idea le molestó. Pero se rió de su aprensión al ver a su esposa sentada en la cama con la espalda apoyada en las almohadas, vestida con una tenue camisa de dormir y el cabello peinado suelto sobre los hombros. Se había quitado todas las joyas excepto el anillo de desposada. El infante, emocionado, le juró amor eterno y dedicarse a ella el resto de su vida. Se tendió a su lado y la abrazó como si fuera de cristal y pudiera romperse. Constanza suspiró, cerró los ojos y se adormeció con la cabeza apoyada en el pecho de él. Al sentir los dedos de Pedro entre su pelo abrió los ojos, que destellaron.

—¿Mi señor ha olvidado que le debo un beso? —preguntó en voz baja.

El infante, sonriendo tierno y divertido a la vez, le aseguró que no, que no lo había olvidado.

Por la mañana, los invitados de alto rango fueron testigos de que el matrimonio se había consumado. Constanza, fatigada y con ojeras, no se dejó ver, avergonzada ante aquella exhibición de su intimidad.

—Esta es una ceremonia muy seria e importante, Alteza. La Corte debe saber que el infante y vos sois un verdadero matrimonio —dijo una de sus damas.

—Lo único que debe causar vergüenza es no tener nada que mostrar —apostilló la nodriza.

Al día siguiente la familia real y su Casa regresaron a Cataluña, excepto Isabel, cuya boda ya se había acordado. El conde Bonifacio volvió a Sicilia para dar cuenta al rey Manfred de que todo se había hecho con bien.


* * *


Jaime de Aragón sabía que los problemas no se iban a acabar con la boda de su hijo. Ni Alfonso de Castilla ni Luis de Francia habían querido creer que el infante llevaría a cabo su propósito desafiando al Papa. Apenas llegado a Cataluña, recibió cartas de protesta de las diferentes cancillerías. La misiva de Roma era atemorizadora, plagada de oscuras amenazas de condena eterna contra el rebelde y quienes le habían apoyado. Luis y Alfonso eran más directos: "Nengun home del mundo tan grande tuerto nunqua recibió de otro, como nos recibimos de vos", decía Alfonso, que veía esfumarse su candidatura al trono imperial. Luis le pedía explicaciones concretas que Jaime se vio obligado a darle. De la cancillería aragonesa salió una misiva tranquilizadora: Aragón se mantendría neutral en un conflicto entre Sicilia y Roma, y Pedro no apoyaría a los rebeldes provenzales que se estaban alzando contra el gobierno de Carlos de Anjou, rebeldes liderados por Bonifacio de la Castellana.

Naturalmente, Jaime de Aragón sabía que su hijo le había ofrecido a Manfred todo su apoyo contra el Papa, más como político que como yerno. Estaba plantando las bases de su actuación futura para ser un rey soberano en sus territorios, sin tener que rendir pleitesía a Roma fuera de la estrictamente espiritual. "Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. El César y Dios no pueden ser uno y el mismo", le había espetado Pedro en un arranque de impaciencia y mal humor al leer la carta del Papa. Aquella especie de herejía, o de blasfemia, o ambas cosas, había dado que pensar al rey.

Y Jaime de Aragón también sabía que los rebeldes provenzales veían en Pedro un salvador contra el mal gobierno de Carlos de Anjou-Provenza. Y Carlos no se lo pensaba dos veces a la hora de solucionar conflictos territoriales. Lo que sucedió en Marsella fue una matanza escalofriante. A Jaime le constaba que su hijo Pedro había acogido a los dirigentes que habían conseguido escapar. El jurista Alberto de Lavania y Hugo de Baus estaban escondidos en las tierras del heredero de Aragón. Jaime lo sabía, aunque oficialmente no había sido informado por su hijo. Si Luis de Francia le hacía reproches al respecto, podría decir, sin faltar a la verdad, que él no había tenido noticias de tal asunto.

Y por si esto fuera poco, Urbano IV le había ofrecido el reino de Sicilia a Carlos de Anjou-Provenza. Esta noticia hizo que Constanza estallara en lágrimas de indignación y de temor por su familia, y que Pedro barbotara maldiciones y obscenidades como un vulgar villano.

 

* * *

 

Urbano IV, el valedor de Carlos de Anjou, murió en Perusa. Para el conde de Provenza supuso un rudo golpe que le sumió en la inquietud y la desesperanza de llegar a ser rey hasta que el sucesor de Urbano, Clemente IV, se mostró con el conde igualmente benévolo y protector. Una de las medidas del nuevo Papa fue confirmar y ratificar su acuerdo con Carlos de Anjou.

Carlos estaba más que dispuesto a viajar a Roma, pero se encontró con el problema de costumbre: no tenía caballos, ni ejército, ni dinero para pagarlo. Con Luis no podía contar, pero ya se lo esperaba. Tuvo que escuchar un piadoso discurso acerca de los derechos de Konradin y de la inmoralidad de la usurpación. Carlos se armó de paciencia.

—Mi hermano y rey, todo cuanto decís tendría fundamento si Konradin no fuera quien es. Es un Staufen; y, para el Santo Padre, todos los Staufen son piedra de escándalo y carne de excomunión. Supongamos que no acato los deseos del Papa y Konradin es proclamado rey de Sicilia. ¿Cuánto tiempo pensáis que tardaría en obrar con tanta maldad como sus antecesores? Antes o después será puesto en entredicho y destronado por impío y su reino ofrecido al mejor postor. Ahora es el momento de tener Sicilia, mientras ese mal nacido sigue en Alemania.

—Entiendo que vos tenéis con qué apostar para obtener Sicilia.

Carlos enrojeció de rabia.

—Sabéis bien que no, señor. Sofocar la rebelión de Marsella ha agotado mis arcas. Confiaba y esperaba que, dada la santidad de este asunto, y por respeto a los deseos del Papa, me daríais el dinero que necesito para reclutar un ejército.

El rey Luis parpadeó. Carlos observó un brillo de irritación en sus ojos, pese a que el tono de su voz no se alteró.

—Señor de Anjou, el dinero de las arcas del reino no está destinado a sufragar aventuras personales, aunque el aventurero sea un príncipe de la sangre. Oriente sigue siendo una espina en mi corazón; sabéis que tengo proyectada una nueva cruzada en cuanto a Dios le pluga. Todo el dinero será poco, las guerras santas son más caras que las profanas porque el despliegue es mayor. Sería un impío y un pecador si malgastara el tesoro en aras de vuestra codicia. Si tanto deseáis un reino, tomad la cruz y venid a Oriente.

—Ya he estado en Oriente, Luis. ¿Quieres concederme el mismo reino que a Roberto?

La sorpresa y el dolor marcaron el rostro de Luis.

—Roberto goza de la presencia del Señor, bienaventurado y feliz. Murió por una causa santa, no por mí ni por vanos deseos.

—Naturalmente, siempre mueren los mejores.

—Eres injusto, Carlos. Sólo Dios Nuestro Señor sabe quiénes son los mejores. Yo sólo soy un pecador más, necesitado de consuelo y de misericordia. Es cierto que recuerdo a Roberto con dolor, pese a saberle en el Paraíso. Pero Dios sabe también que no busco tu muerte, sino tu salvación, hermano.

—En tu concepto de las cosas, muerte y salvación van unidas, hermano. ¿Me ayudarás en lo de Sicilia?

—No. Y es definitivo.

—Imagino que mi querida cuñada ha influido también en tu negativa.

La ofensa hizo palidecer al rey, que recuperó su apostura y rigidez.

—Nuestra digna esposa está fuera de la cuestión. Conde de Anjou, obrad como os plazca en el asunto de Sicilia según vuestros propios medios. Nos, tenemos otras metas y prioridades. Podéis retiraros.

Carlos se inclinó ante el rey y salió maldiciendo por lo bajo. Estrujaba sus guantes entre los dedos como si quisiera destrozarlos. Por un instante, se imaginó golpeando el rostro impasible de su hermano.

La condesa de Provenza había cerrado sus arcas con doble cerradura, interponiendo entre su esposo y el dinero un ejército de administradores, notarios y secretarios. El conde había pedido dinero a todos sus amigos, por amistad, y a sus enemigos por coerción. No le quedaba ninguna puerta a la que llamar.

Pero el conde de Anjou-Provenza quería ir a Roma y ser rey de Sicilia. Ya vería Luis, y todos cuantos desconfiaban de sus capacidades y de su solvencia. Hizo un recuento de todos sus objetos personales de valor y los vendió, obteniendo lo suficiente para pagarse el pasaje a Roma y vivir allí una corta temporada, con estrecheces. Confiaba en que el Papa le destinaría una cantidad para pagar a su ejército. Los pocos caballeros que decidieron acompañarle corrían cada uno con sus gastos.

Carlos y sus acompañantes fueron muy bien recibidos por el Papa. Al conde se le asignó una casa y un estipendio. En la ciudad oyó hablar de la fortuna de Enrique de Castilla, y decidió pedirle un préstamo.

Enrique había sido expulsado de Castilla por su hermano Alfonso. Carlos no recordaba por qué, la cuestión era que el príncipe exiliado había acabado luchando con las tropas del rey de Túnez y ganado un bonito tesoro que le guardaba su banquero en Génova.

Sin pensarlo dos veces, Carlos escribió una carta a Enrique, en la que, invocando lazos de parentesco y la causa justa de la empresa que se disponía a emprender, le pedía que le prestara su tesoro a cambio de la devolución íntegra del mismo y de una parte no desdeñable de la tierra conquistada. Enrique accedió, encantado de poder hacerle un favor, y ordenó a su banquero que proporcionara a Carlos todo cuanto necesitara.

El Papa se encontraba en Viterbo. Desde allí envió a Ambaldo, presbítero cardenal de los Doce Apóstoles, a Ricardo, cardenal de Santangelo, a Juan, cardenal de San Nicolás en la cárcel Tulliana, y a Jacobo, cardenal de Santa María en Cosmedin, como legados suyos para que coronasen rey de Sicilia a Carlos de Anjou y recibieran su homenaje como feudatario de la Iglesia. La solemne ceremonia tuvo lugar el día 28 de junio de 1265 en la iglesia de San Juan de Letrán. Para la ocasión había viajado a Roma la condesa de Provenza, llevando una aportación personal para la causa de su marido. Ambos fueron investidos como rey y reina de Sicilia y de todas las tierras y señoríos de aquende el Faro exceptuando la ciudad de Benevento y sus términos.

Carlos recibió el estandarte de la iglesia y juró cumplir los requisitos exigidos por el Papa.

Al tener noticia de la muerte de Manfred en la batalla de Benevento y el trato indigno que había sufrido su cadáver, Pedro de Aragón dejó cuanto tenía entre manos para acudir a consolar a su esposa.

Encontró a Constanza tendida sobre la cama, el cabello deshecho y llorando desesperada. Sus sollozos se escuchaban a través de la puerta cerrada. El médico personal de la princesa le informó de que Su Alteza había sufrido un síncope al saber la noticia, y que había quedado muy quebrantada.

—No quiso beber la poción calmante que le tenía preparada. Alteza, os ruego que la convenzáis para que la tome. Doña Constanza necesita dormir y reparar sus fuerzas; temo que su corazón no soporte tanto dolor.

—Así lo haré, maestro. Me quedaré a solas con la infanta; cuidad de que nadie nos moleste.

Pedro hizo un gesto a la nodriza para que se marchara y cerró la puerta por dentro. Dejando la copa con la medicina sobre una mesa, se sentó en la cama y levantó a la exánime princesa para que reposara apoyada en él.

—He venido en cuanto me lo dijeron, Constanza. Llora y descarga tu pena conmigo. No estás sola, querida mía, yo estoy contigo para siempre.

Constanza jadeó en busca de aire. Le miró y se abrazó a él llorando más sosegadamente.

—Mi padre, Pedro. No es sólo su muerte lo que lloro. Si él hubiera muerto de otra forma, podría controlar mi pena y portarme como una princesa. Pero murió a causa de la traición de aquellos en quienes confiaba y a quienes había engrandecido. Abandonado y solo, se lanzó al combate para perecer como rey con la espada en la mano y su dignidad inviolada. Los malditos traidores querían entregárselo al francés para que hiciera con él lo que le pluguiera.

—Murió como un rey, amor mío. Eso no se lo quitaron.

—Pero profanaron su cadáver. Lo enterraron igual que a un perro rabioso, a escondidas. Lo trataron como si fuera carroña. No podré llorar sobre la tumba de mi padre, Pedro. Ningún rey del mundo ha recibido jamás humillación semejante.

Pedro le apartó el pelo de la cara y le ofreció la copa.

—¿Qué es esto?

—Una medicina. Te haría bien bebería. Te lo ruego, Constanza, bebe.

Ella obedeció. Le temblaban tanto las manos que derramó una parte. Pedro le limpió la boca y la barbilla con su propio pañuelo.

—La reina Helena y mis hermanos han sido encerrados en castillos diferentes y no pueden mantener contacto. Han dejado a Beatriz con mi madrastra, al menos; pero el de Anjou no quiere liberarlos a cambio de un rescate, ha afirmado que permanecerán prisioneros hasta el día de su muerte.

De pronto, Constanza respiró fuerte y le empujó, mirándole con los ojos brillantes de resentimiento.

—¡Tú le fallaste! Estaba esperando tu apoyo y te quedaste en Aragón sin mover un dedo. Mi padre contaba contigo y no hiciste nada. Si hubieras ido a Sicilia esto no hubiera ocurrido.

Pedro apretó entre las suyas las manos heladas de la princesa.

—No digas eso, Constanza. No fue así. Yo iba a ir a socorrer a Manfred, pero el rey me lo prohibió en bien de su reino. De haber sido un hombre particular no me lo hubiera impedido; pero como heredero me obligó a obedecerle apelando a la autoridad real. El rey no desea conflictos con Roma en estos momentos. La razón de estado debe primar sobre nuestros deseos privados, lo sabes tan bien como yo. Constanza, no te apartes de mí, no me rechaces. Ante Dios te juro que no olvidaré mi deber para contigo. Sea como sea, el atropello de Carlos de Anjou no quedará sin venganza.

—Ni olvido ni perdón, Pedro. Jamás perdonaré al Papa ni a Carlos de Anjou que me hayan arrebatado mi familia y mi país. Tú eres mi único hogar, mi amor; pero deseaba que algún día volviéramos juntos a Sicilia y yo te mostraría los lugares más amados y hermosos de mi tierra.

—Y volveremos juntos, Constanza. Yo combatiré a ese mal llamado rey y le obligaré a devolverte el reino.

Constanza, que se había calmado, se apoyó de nuevo en el infante, somnolienta.

—El reino no es mío, Pedro. Mi primo Konradin sería el legítimo sucesor de mi padre si a mis hermanos les ocurriera lo peor.

—Yo lo conquistaré para ti, amor mío.

Finalmente se quedó dormida. Pedro colocó los almohadones para que estuviera cómoda y la tapó con el cobertor. Avisó a la nodriza para que estuviera atenta a su sueño, y salió de la cámara sin hacer ruido.