-¿Qué es lo que te ha molestado de tu conversación con Anthony?

-Está empezando a parecerse demasiado al señor March, si quieres que te diga la verdad.

-¿Cómo? ¿En qué sentido?

-Me ha dicho que, en su opinión, debería reconsiderar mi decisión de seguir tus pasos en la tarea de investigadora.

-Entiendo. -Lavinia meditó sobre esa información-. ¿Que demonios lo habrán movido a decir eso? ¡Parece un joven tan sensato, tan moderno, tan reflexivo!

-Creo que quedó un poco impresionado por el incidente del carruaje-

-¡Qué extraño! No habría imaginado que tuviese los nervios delicados. A juzgar por su actitud de ayer por la tarde, cuando regresasteis, habría dicho que Anthony se mostraba tan frío ante las crisis como Tobias.

-No fue su propio encuentro con el peligro lo que lo perturbó, aunque para mí fue un golpe terrible -dijo Emeline-. Evidentemente, Anthony dejó anoche que su imaginación se impusiera sobre su sentido común. Logró convencerse de que yo había estado en peligro y que fue una suerte que no resultase herida.

-Entiendo.

-Todo el asunto le ha destrozado los nervios, y ha llegado a la conclusión de que, por lo tanto, yo debo buscar otra ocupación.

-Entiendo -repitió Lavinia, esta vez en tono monocorde.

-Me ha largado un sermón largo y tedioso en el que me explicaba qué no debía ponerme en peligro. También ha desgranado unas cuantas tonterías aburridas sobre la naturaleza de las ocupaciones propias de una dama. Al final me temo que he perdido la paciencia y le he dicho qué pensaba exactamente de su estilo autoritario. Le he dado las buenas tardes y lo he dejado allí, en medio del parque.

-Entiendo -dijo Lavinia una vez más, y apoyó las manos sobre el escritorio-. ¿Qué te parece si tomamos una copita de jerez?

Emeline frunció el entrecejo.

-Esperaba algo más inspirado de una dama tan inteligente y llena de recursos. Después de todo, eres una mujer de mundo. Tienes algo de experiencia con los hombres. ¿Esto es lo mejor que puedes ofrecer? ¿Una copita de jerez?

-Si lo que buscas es inspiración, te sugiero que la busques en Shakespeare, en las artesanías con cables de metal o en los opúsculos religiosos. Mucho me temo que en lo que respecta a consejos sobre caballeros como el señor March o el señor Sinclair, lo mejor que puedo ofrecer es una copa de jerez.

-Oh.

Lavinia abrió el aparador. Sacó la licorera, sirvió dos pequeñas medidas y le tendió una copa a Emeline.

-Tienen las mejores intenciones, ¿sabes?

-Sí. -Emeline bebió un pequeño sorbo de jerez y de inmediato adoptó un aire más filosófico-. Sí, supongo que sí.

Lavinia apuró el contenido de su copa y procuró ordenar sus ideas respecto al tema de los hombres.

-Según mi experiencia -dijo lentamente-, los hombres suelen ponerse tensos y en ocasiones muy nerviosos cuando sienten que no controlan una situación. Esto se nota, sobre todo, si una dama de la que se sienten un poco responsables está involucrada en esa situación.

-Comprendo.

-Compensan estos ataques de nervios soltando severos sermones, impartiendo órdenes y, a menudo, transformándose en verdaderos pelmazos.

Emeline tomó otro trago de jerez y asintió con gesto de comprensión.

-Es una costumbre muy irritante.

-En efecto, pero me temo que así es la naturaleza de ese animal. Quizás ahora entiendas por qué en ocasiones encuentro tan exasperante al señor March.

-Confieso que me has abierto los ojos. -Emeline sacudió la cabeza-. No me extraña que discutas tan frecuentemente con él. Ya avizoro en el horizonte muchas discusiones con Anthony.

Lavinia alzó la copa.

-¿Brindamos?

-¿Por qué brindamos?

-Por los hombres exasperantes. Debes reconocer que, como mínimo, resultan de lo más estimulantes.

20

La tarde siguiente, el débil sol quedó rápidamente velado por la niebla que cayó sobre la ciudad. Cuando Lavinia llegó a la tienda de antigüedades de Tredlow, la bruma prácticamente había malogrado aquel día tan agradable. Se detuvo ante la puerta de entrada de la tienda y atisbó el interior por la vidriera, sorprendida de que no hubiese ninguna luz encendida. Dentro todo estaba a oscuras.

Retrocedió un par de pasos y levantó la vista hacia las ventanas del piso superior. Una rápida ojeada le bastó para descubrir que las cortinas estaban echadas. Tampoco se filtraba luz alguna por entre los pliegues de los gruesos cortinajes.

Se acercó a la puerta y comprobó que estaba abierta. Entró en el local, anormalmente silencioso.

-¿Señor Tredlow? -Su voz retumbó entre las hileras de polvorientas estatuas y vitrinas envueltas en sombras-. He recibido su mensaje y he venido de inmediato.

Le había llegado la breve y críptica nota de Tredlow hacía menos de una hora, en su casa: «Tengo novedades acerca de una cierta reliquia de interés para ambos.»

En ese momento estaba sola. La señora Chilton había salido a comprar pescado, y Emeline a adquirir el par de guantes que se pondría para el baile al que la había invitado la señora Dove.

Lavinia no se había demorado ni un minuto. Había cogido su sombrero y había partido de inmediato. A esa hora no abundaban los coches de alquiler, pero encontró uno. Lamentablemente, había mucho tráfico. Le pareció que tardaba una eternidad en llegar a la retorcida callejuela en la que se encontraba la tienda de Tredlow.

Esperaba que no la hubiera dejado plantada. Era muy capaz de haber cerrado la tienda para acercarse a alguna cafetería próxima.

-¿Señor Tredlow?

La quietud del lugar le resultó extraña. Seguramente Tredlow no habría olvidado echar llave a la puerta si se hubiera marchado o hubiera subido a sus habitaciones.

Inquieta, pensó que Edmund Tredlow no era un hombre joven. Y, por lo que sabía, vivía solo. Aunque parecía gozar de buena salud la última vez que lo había visto, a un hombre de su edad podían ocurrirle muchas desgracias. La asaltó la imagen del comerciante tendido inconsciente en el suelo, tras haber sufrido un ataque de apoplejía. O tal vez se hubiera caído por la escalera. O le hubiera fallado el corazón.

Se estremeció. Algo malo había sucedido. Lo sentía en cada fibra de su ser.

El primer lugar lógico donde buscar era en la cavernosa trastienda del local. Era tres veces más grande que el espacio destinado a la exhibición al público y contenía la bóveda en la que Tredlow guardaba sus antigüedades más valiosas.

Corrió hasta el mostrador situado al fondo del salón, lo rodeó y aferró la pesada cortina que cubría la entrada a la trastienda.

Cuando la descorrió, escrutó la densa oscuridad del lugar. Una ventana, muy angosta, apenas dejaba entrar la luz necesaria para revelar el revoltijo de estatuas, columnas artísticamente rotas y alguna que otra silueta de un sarcófago de piedra.

-¿Señor Tredlow?

No hubo respuesta. Miró alrededor buscando una vela y divisó una, colocada en un pequeño candelero de metal que se encontraba sobre mostrador. Se apresuró a encenderla.

Alzó la candelero y cruzó la puerta de la trastienda. Tuvo la sensación de que unos dedos helados le tocaban la espalda, y un escalofrío recorrió su cuerpo.

En un hueco sumido en las sombras, justo detrás de la cortina, se encontraba la empinada escalera que conducía a las habitaciones del piso superior.

Un muro aparentemente impenetrable, formado por cestos, cajas y fragmentos de esculturas de piedra apareció frente a ella. Se obligó a adentrarse en las tinieblas, con la pavorosa certeza de que las severas e inhumanas miradas de los antiguos dioses y diosas estaban fijas en ella. Numerosas lápidas rotas y con elaborados relieves le bloqueaban el paso. Se hizo a un lado para rodearlas y se encontró cara a cara con la figura agazapada de una Afrodita sin brazos.

Pasó junto a un par de grandes estatuas de emperadores romanos cuyos rostros ancianos y poco agraciados estaban unidos de un modo incongruente a cuerpos de jóvenes atletas griegos, elegantemente modelados y muy bien dotados, y se topó con un obstáculo: un enorme friso de piedra. La llama de la vela reveló el motivo del friso: un grupo de guerreros a caballo capturados para siempre en una escena de efusión de sangre y carnicería salvaje. La desesperación y ferocidad de sus semblantes tenían su correlato en los cuerpos retorcidos y los cascos asesinos de sus caballos.

Se apartó del friso y avanzó en medio de un laberinto de urnas y jarrones decorados con escenas orgiásticas. Inmediatamente detrás, un hermafrodita dormido se reclinaba con languidez. A su izquierda un gran centauro parecía hacer cabriolas en la penumbra.

Vislumbró una puerta abierta y exhaló un suspiro audible. Tredlow se había jactado de la seguridad de ese cuarto cuando la había llevado a recorrer el establecimiento. Se trataba de una cámara de piedra especialmente fortificada que había formado parte del edificio medieval erigido antiguamente en ese mismo solar.

Recordó que Tredlow le había contado la emoción que le produjo descubrirla. La había convertido en una gigantesca caja fuerte que utilizaba para guardar sus objetos más pequeños y aquellos que consideraba más valiosos. Cabía presumir que, dado que tenía cerrojo por dentro, originalmente correspondía a la entrada de un túnel secreto construido con el objeto de permitir al dueño de la casa escapar de sus enemigos. Sin embargo, el pasaje subterráneo había sido cegado con bloques de piedra hacía mucho tiempo.

Tredlow había instalado una cerradura de hierro en la parte exterior de la puerta. Siempre llevaba la llave consigo.

La cámara debería haber estado cerrada, pensó Lavinia. Tredlow jamás la habría dejado abierta, al menos voluntariamente.

Echó a andar hacia aquel cuarto. Se golpeó la punta del dedo gordo con una de las tres patas de bronce de un brasero romano primorosamente labrado.

Contuvo una exclamación de dolor y miró hacia abajo. La vela iluminó varias manchas oscuras dispersas en el suelo. Su tenue brillo señalaba que aún estaban húmedas.

Agua, se dijo. O quizá té o cerveza que Tredlow había derramado hacía poco.

Se inclinó para mirar más de cerca, pero en el fondo sabía que lo que había manchado el suelo no era agua, ni té ni cerveza. Lo que estaba viendo eran manchas de sangre casi secas.

Las pequeñas salpicaduras formaban un espantoso rastro que terminaba bruscamente al borde de un sarcófago de piedra. La tapa del ataúd estaba en su lugar, ocultando el interior y su contenido, fuera cual fuese.

Se agachó, temblorosa, dispuesta a tocar las manchas con la punta de un dedo enguantado. En ese momento, escuchó el inconfundible crujido de las tablas de madera que componían el techo.

Un miedo punzante como una descarga eléctrica le inflamó los sentidos. Se enderezó con tanta rapidez y tanta torpeza que perdió el equilibrio. Frenética, extendió los brazos para aferrarse al objeto más cercano, que resultó ser una figura masculina de tamaño natural. La estatua empuñaba una espada. En la otra mano sujetaba un objeto abominable.

Perseo, sosteniendo la cabeza cercenada de Medusa.

Por un aterrador instante, fue incapaz de moverse. Parecía como si se hubiera quedado petrificada por la mirada de la Gorgona. Los implacables ojos de la criatura eran verdaderamente hipnóticos en su intensidad. Las greñas formadas por serpientes que se enroscaban en torno al rostro de piedra parecían horriblemente reales a la vacilante luz de la vela.

En el ominoso silencio volvió a oírse el crujido de los tablones. Pasos. Directamente sobre su cabeza. Alguien estaba arriba, atravesando el lugar para llegar a la escalera que bajaba hasta donde ella se encontraba. No era Edmund Tredlow. De eso estaba segura.

Más crujidos.

Ahora el intruso se movía con más rapidez. Los pasos se aceleraron. La persona de arriba sabía de su presencia. Sin duda la había oído llamar a Tredlow.

La mirada de la Medusa de piedra volvió a producirle una descarga eléctrica. Tenía que salir de ese lugar cuanto antes. El intruso pronto alcanzaría la escalera. Tardaría sólo unos segundos en llegar a esa habitación. Lavinia no tenía ninguna posibilidad de llegar a tiempo a la cortina que separaba la trastienda del local para escapar por la puerta delantera.

Eso le dejaba sólo la puerta posterior, la que usaba Tredlow para recibir mercancía. Giró sobre sus talones, con la vela en alto, y escudriñó las sombras. A través del bosque de altas figuras de bronce y piedra y desfiladeros de cestos y cajas apilados hasta el techo, avistó la pared del fondo. Caminó a lo largo de un angosto valle formado por numerosas lápidas de piedra. A mitad de camino de la meta, echó un vistazo por encima del hombro y vio el titilar de una vela en el techo, cerca de la escalera. La invadió la desesperación. El intruso ya estaba en la misma habitación. Si ella alcanzaba a ver la luz de su vela, ciertamente él vería la suya. No lograría llegar a tiempo a la puerta trasera. La única esperanza era la cámara acorazada. Si conseguía entrar y cerrar la pesada puerta tras ella, estaría a salvo. Corrió hacia la pequeña cámara, sin molestarse en disimular el ruido de sus movimientos. Se detuvo en el umbral del cuarto de piedra y se le cayó el alma a los pies al ver cuán pequeño era.

No le gustaban los lugares cerrados. Es más, los detestaba.

El sonido de los pasos que se acercaban inexorablemente bastó para fortalecer su decisión. Miró una vez más hacia atrás. La figura de su perseguidor estaba oculta por todas las estatuas y cestos, pero el brillo de su vela era totalmente visible. Oscilaba y danzaba sobre los rostros de monstruos y dioses a medida que se aproximaba a ella.

Aspiró con fuerza, dio un paso dentro del viejo cuarto fortificado, asió el picaporte de hierro, y tiró con todas sus fuerzas.

El pesado bloque de madera pareció tardar una eternidad en cerrarse. Por un aterrador momento, pensó que debía estar trabado y que todo estaba perdido.

Entonces, con un fantasmal chirrido, la puerta se cerró de golpe. La luz de la vela bailoteó por última vez, iluminando brevemente las hileras de antiguos objetos de metal y cristal, y, con un parpadeo, se apagó.

Lavinia quedó sumida de inmediato en una oscuridad tan espesa y densa como la de una tumba. Con manos trémulas localizó al tacto el viejo de hierro. Lo deslizó dentro de las anillas con un fatídico ruido metálico.

Cerró los ojos y apoyó la oreja contra la puerta de madera, esforzándose por escuchar. Lo mejor que podía esperar era que el intruso advirtiera pronto que ella estaba fuera de su alcance y decidiera marcharse del lugar lo más rápidamente posible. Entonces podría salir de esa espantosa y diminuta cámara.

Oyó el roce sordo del hierro contra el hierro.

Le llevó algunos segundos comprender la magnitud del horror de lo que acababa de ocurrir. Con la terrible sensación de haber caído en un abismo, supo que el intruso había cerrado por fuera con la llave de Tredlow.

Ni siquiera intentaría sacarla de su escondite, pensó. Se limitaría a dejarla encerrada en aquel minúsculo y oscuro lugar que no era mucho más grande que un antiguo sarcófago romano.

Los dos hombres salieron de la niebla, caminando hacia él con sus largos abrigos negros desabrochados, de modo que a cada paso sus lustrosas botas golpeaban rítmicamente los faldones de las pesadas prendas. Tenían los rostros ocultos por el ala de sus sombreros y por la creciente oscuridad de la noche.

-Hemos estado esperándolo, señor Fitch -dijo suavemente el de más edad. Mostraba una leve cojera al andar, pero por alguna razón esta señal de algún accidente del pasado le confería un aspecto más amenazante.

El otro hombre no habló. Permaneció a pocos pasos de distancia, a la expectativa, aguardando instrucciones. A Fitch le recordó al leopardo joven que está aprendiendo de un cazador más experimentado.

Era al de más edad a quien debía temer.

Fitch sintió una oleada de profundo temor. Se detuvo de golpe y miró con desesperación a su alrededor, buscando una vía de escape. No encontró ninguna. Las luces de la cafetería que había abandonado hacía pocos minutos brillaban al final de la calle, demasiado lejanas como para ofrecer refugio alguno. A lo largo de la acera se alineaban portales vacíos y lóbregos.

-¿Qué queréis de mí? -Trató de parecer firme y decidido. Al fin a cabo, tenía algo de experiencia en esa clase de cosas. Se esperaba de un buen valet que mostrara un aire de grave autoridad.

Tal vez en ese caso la palabra «grave» no fuera la más afortunada.

-Queremos hablar con usted -dijo el más peligroso.

Fitch tragó saliva. Iban demasiado bien vestidos para ser asaltantes. Sin embargo, por alguna razón, esa deducción no lo tranquilizó. La expresión en los ojos del hombre mayor lo impulsaba a poner pies en polvorosa. Pero sabía que no iría muy lejos. Aun cuando lograra alejarse suficientemente de él, jamás escaparía del joven aprendiz de leopardo.

-¿Quiénes sois? -preguntó. Percibió la ansiedad en su propia voz y se encogió.

-Me llamo March. Eso es todo lo que necesita saber. Como ya le he dicho, mi compañero y yo queremos hacerle algunas preguntas.

-¿Qué clase de preguntas? -susurró Fitch.

-Usted trabajó como valet para lord Banks hasta hace poco. Según la información de que disponemos, fue despedido sin previo aviso.

Entonces sintió verdadero pavor. Sabían lo que había hecho. La Criatura había descubierto el robo y enviado a estos dos en su busca.

Se le secó la boca. Había tenido la certeza de que nadie echaría de menos la condenada cosa, pero a pesar de todo lo habían descubierto. Se sobrecogió al imaginar las calamidades que podrían sobrevenirle. Podía acabar en la cárcel o incluso en la horca por lo que había hecho.

-Nos gustaría saber si se llevó cierto objeto de valor al salir de la casa -dijo March.

Fitch pensó que estaba perdido. No había la menor esperanza de salvación. No tenía sentido negar su culpabilidad. March era la clase de hombre que seguiría a su presa hasta el fin del mundo. La promesa estaba allí, los ojos de aquel hijo de puta. Su única esperanza residía en implorar la clemencia del leopardo y confiar en la posibilidad de convencerlo.

-Me echó sin pagarme el salario. Me debía tres meses. Y no me dio referencias. -Fitch se apoyó sin fuerzas en una verja de hierro-. Después de todo el trabajo duro que hice para ella. Puse todo mi empeño, se lo aseguro, pero no era fácil servir a la Criatura.

-¿Se refiere a la señora Rushton? -preguntó March.

-Sí, claro. Dos veces por semana, a veces más si ella se sentía particularmente animada. Durante casi tres largos meses. -Al recordar su heroico esfuerzo Fitch se irguió-. La Criatura es la patrona más exigente que he tenido jamás. Y de pronto me despide, sin aviso, sin referencias, sin darme siquiera una maldita pensión. ¿Dónde está la justicia, os pregunto?

El más joven habló por primera vez.

-¿Por qué lo despidió la señora Rushton?

—Empezó a acudir regularmente a tratamientos terapéuticos con un maldito hipnotizador. -Fitch hizo una mueca-. Sostenía que él le calmaba los nervios mucho mejor que yo. Un día vino de su cita y anunció como quien no quiere la cosa que ya no necesitaba más mis servicios.

-Así que lo echó, y entonces usted decidió que se le debía algo como compensación. ¿Es así? -inquirió March.

Fitch alzó la mano, suplicando en silencio la comprensión de su perseguidor.

-No fue justo, se lo aseguro. Por eso me llevé la maldita cajita de rape. A decir verdad, nunca pensé que la echarían en falta. Hacía casi un año que Banks no aspiraba rapé, y que me cuelguen si va a volver a hacerlo alguna vez.

March entrecerró los ojos.

-¿Usted se llevó una cajita de rapé?

-Había estado abandonada en el fondo de un cajón en el vestidor de su señoría desde tiempos inmemoriales. ¿Quién habría pensado que ella sabía de su existencia? ¿Quién habría imaginado que la echaría de menos?

March acortó la distancia entre ambos.

-¿Usted se llevó una cajita de rapé?

-Creí que hacía ya mucho tiempo que todos habían olvidado que existía. -Fitch fijó una mirada pesarosa en el pavimento, ofuscado ante crueldad de su destino-. No entiendo cómo la Criatura pudo entera de que faltaba.

-¿Y el brazalete? -insistió March.

-¿Brazalete? -Fitch arqueó las cejas, desconcertado-. ¿De qué brazalete está hablando?

-El antiguo brazalete de oro que Banks guardaba en su caja fuerte -precisó March-. El que tiene un camafeo de ónice.

-¿Esa antigualla? -Fitch hizo un gesto de desprecio-. ¿Por qué diablos iba a llevármela? Hay que conocer a alguien del mercado de antigüedades para conseguir dinero por una reliquia como ésa. Después de trabajar tantos años para Banks aprendí algo de esas cosas, y no quiero tratar con esos tipos. Son una gentuza bastante extraña.

March cruzó una mirada indescifrable con su compañero y se volvió hacia Fitch.

-¿Qué hizo con la cajita de rapé?

Fitch se encogió de hombros.

-La vendí en una casa de empeños de Field Lane. Supongo que tendrá que convencer al dueño de que le diga a quién se la vendió, pero...

March lo agarró de las solapas del abrigo.

-¿Sabe qué pasó con el brazalete de Medusa?

-No. -En su mente se encendió una lucecita de esperanza. El perseguidor no parecía preocupado en absoluto por la cajita de rape. Lo único que le importaba era la antigüedad-. La maldita cosa ha desaparecido, entonces, ¿verdad?

-Sí. -March no lo soltó-. Mi amigo y yo la estamos buscando.

Fitch carraspeó.

-¿Puedo suponer que si os digo lo poco que sé del asunto, me dejarán en paz?

-Sería una suposición muy razonable de su parte, sí.

-No sé dónde está, pero puedo decirles algo. Dudo mucho que nadie de la casa la robara, por la misma razón por la que yo mismo no me tomé la molestia.

-¿Demasiado difícil de vender?

-Precisamente. Ninguno de los criados habría sabido cómo obtener algún beneficio de semejante reliquia.

-¿Tiene alguna idea de quién pudo robarla?

-No...

March lo zarandeó ligeramente.

-Pero les diré algo -se apresuró a agregar Fitch-. El día en que la Criatura se mudó a la mansión, se hizo cargo de todas las llaves, incluso la de la caja fuerte de su Excelencia. A menos que un ladrón haya logrado entrar en la casa, subir la escalera sin ser visto hasta los aposentos de Banks, encontrar el vestidor, localizar el cofre oculto, abrir la cerradura y luego salir de algún modo sin que lo descubriesen, cosa que me parece harto improbable, diría que hay una sola persona en el mundo que pudo haber accedido al objeto.

-¿La señora Rushton? ¿Por qué habría de robar un objeto de valor que iba a heredar en poco tiempo? ¿Un objeto que podía haber tomado en cualquier momento, sin que nadie la interrogase al respecto si hubiera querido hacerlo?

-No tengo ni idea, señor March. Pero le daré un consejo: no subestime a la Criatura, ni cometa la tontería de suponer que sus acciones responden a su lógica.

El perseguidor lo retuvo durante un momento más, como si pensara el asunto o en qué hacer con su cautivo. Fitch se percató de que estaba conteniendo la respiración.

Entonces, inesperadamente, March lo soltó. Fitch perdió el equilibrio, se tambaleó y chocó contra la verja.

March inclinó la cabeza con burlona formalidad.

-Mi compañero y yo estamos en deuda con usted por su cooperación, señor.

Se volvió y se adentró en la niebla sin mirar atrás. El leopardo joven le dirigió una sonrisa helada y siguió los pasos de su mentor.

Fitch se quedó inmóvil hasta que la pareja desapareció entre los remolinos de bruma. Cuando estuvo seguro de que volvía a encontrarse solo se permitió soltar un profundo suspiro.

Había escapado de las garras del cazador por pura suerte. No envidiaba a la verdadera presa de March.

21

No iba a dejarse dominar por el pánico que corroía su sensatez. Luchó contra él con todas sus fuerzas, apelando a cada recuerdo de la técnica hipnótica que sus padres le habían enseñado para plantar cara a la oscuridad que amenazaba con anularle los sentidos.

Se preguntó si ése sería el verdadero significado de la histeria femenina.

Pasaba el tiempo. No tenía forma de medirlo. Quizás eso fuera lo mejor. Contar los segundos, los minutos y las horas no haría sino empeorar las cosas.

Se sentó sobre el frío suelo de piedra de la cámara con forma de ataúd, aferrando el pendiente de plata con ambas manos y esforzándose por concentrarse.

Con doloroso esfuerzo logró crear un frágil espacio de calma en las profundidades de su mente, un lugar de paz y tranquilidad. Cuando estuvo listo entró en él, llevando consigo sus nervios destrozados.

Entonces cerró la metafísica puerta a la aplastante y sobrecogedora noche que la rodeaba.

Se aferró a la única certeza que formaba la base sobre la que había construido su refugio interior. Esa única certeza era la convicción de que, tarde o temprano, Tobias llegaría a liberarla.

-¡Por todos los diablos! ¿Dónde se ha metido? -Tobias recorrió a grandes zancadas el pasillo que conducía al acogedor estudio de Lavinia, abrió la puerta de golpe y paseó la mirada por la habitación-. No hay derecho a que desaparezca de esta forma.

Anthony se detuvo a su lado.

-Tal vez sólo ha salido de compras y se ha entretenido un poco.

Tobias miró a la señora Chilton, que aguardaba en la puerta.

-¿La señora Lake ha salido a hacer compras esta tarde? -le preguntó Tobias.

-No lo sé, señor. -La señora Chilton suspiró-. Todo lo que puedo decirle es que cuando he regresado, ella ya no estaba.

Tobias fue hasta el escritorio y revisó la desordenada superficie.

-De ahora en adelante, aquí regirán algunas reglas nuevas. Cuando nos encontremos en medio de un caso, la señora Lake no irá a ninguna parte sin informar primero del lugar adonde se dirige y de la hora a la que piensa regresar.

-¡Oh, por Dios! -La señora Chilton lo miró con expresión desdichada mientras él inspeccionaba metódicamente los objetos y papeles diseminados sobre el escritorio-. Realmente, no creo que a la señora Lake le siente muy bien la idea de las nuevas reglas, si me permite que se lo diga, señor. Ya está bastante molesta por todas las órdenes e instrucciones que se dictan últimamente por aquí.

-Bastante molesta no es nada comparado con mi estado de ánimo en este momento. -Tobias observó las notas garabateadas en una de las hojas de papel-. ¿Qué es esto? «Se garantiza absoluta discreción a aquellos clientes interesados en la privacidad y la confidencialidad.»

-Creo que la señora Lake sigue trabajando en la redacción del anuncio que piensa publicar en los periódicos -le informó la señora Chilton.

-¿Piensa anunciar sus servicios en los periódicos? -A Anthony se le iluminó el rostro de interés-. Vaya, es una excelente idea. Se nos tenía que haber ocurrido a nosotros, Tobias. Es una forma muy moderna de abordar los negocios, ¿no te parece?

-Le dije que abandonara la idea. Es demasiado terca como para escuchar un consejo. -Con un leve movimiento de la mano, Tobias arrojó la hoja a la pequeña papelera de madera que estaba detrás del escritorio. La previne sobre la clase de clientes que podía atraer con ese método. Haría mejor en... -Se interrumpió al ver una bola de papel dentro del cesto-. Hummm.

Se agachó, recogió la nota arrugada, y la alisó con cuidado sobre el escritorio.

-¿Qué es eso? -preguntó Anthony, acercándose a él.

-Lo que en la profesión nos gusta llamar «pista» -murmuró Tobias. La señora Chilton quedó realmente impresionada. -¿Ya sabe adónde ha ido esta tarde la señora Lake?

-Sospecho que ha salido al recibir esta nota de Edmund Tredlow. Obviamente, no ha tenido la menor cortesía de dejar un mensaje diciendo adónde iba. -Engurruñó la nota entre los dedos. Lavinia estaba bien. No había sucedido nada malo. Sus condenados nervios estaban jugándole una mala pasada-. ¡Vaya actitud más desconsiderada, ingrata, despectiva! Haré con ella sobre este proceder.

La señora Chilton le dirigió una mirada incómoda.

-Señor, me siento obligada a señalarle que la señora Lake tiene la costumbre de ir y venir a su gusto desde hace ya tiempo. A decir verdad, señor, aquí ella es el ama y es quien establece las reglas en esta casa. No le recomiendo que siga dando órdenes e instrucciones sobre toda clase de cosas como ha venido haciendo últimamente.

-Discrepo de usted, señora Chilton. -Se encaminó hacia la puerta-. Aquí lo que hacen falta son, precisamente, nuevas normas. Ya es hora de que alguien se haga cargo de esta casa.

La señora Chilton se apartó de su camino.

-¿Adónde va, señor?

-A buscar a la señora Lake y a comunicarle las nuevas reglas.

Sin embargo, cuando al poco rato abrió la puerta de la tienda de Tedlow, dejó a un lado todas las intenciones que tenía de soltar un severo sermón. El sordo temor que había estado reconcomiéndole las entrañas durante la última hora no había sido, después de todo, un mero ataque de nervios.

-¡Lavinia! -Sostuvo en alto el farol que había traído consigo y observó el brillo de la luz sobre las estatuas de piedra y de bronce-. Maldición, ¿dónde estás?

De entre las densas sombras no surgió respuesta alguna.

Anthony se detuvo en medio del atestado salón y echó una ojeada alrededor con expresión confundida.

-Tredlow ya debe de haber cerrado. Sin embargo, me extraña que no haya cerrado la puerta con llave. No me parece normal que un comerciante olvide tan elemental precaución.

-A mí tampoco -respondió Tobias, sombrío.

-Tal vez Lavinia se haya ido antes de que llegáramos -aventuró Anthony-. Hemos debido de cruzarnos con ella sin darnos cuenta. Sin duda, ya está en casa tomando una taza de té.

-No.

Tobias no sabía cómo podía estar tan seguro, pero lo estaba. La sensación de que algo andaba mal allí, en la tienda de Tredlow, era casi palpable.

Se deslizó detrás del mostrador, con la intención de subir la escalera que llevaba al piso de arriba. Pero se detuvo al encontrarse con el grueso cortinaje que separaba el local de ventas de la trastienda.

Lo hizo a un lado y alzó la linterna para iluminar un laberinto de cestos, cajas, aparadores y estatuas.

-¡Lavinia!

Sólo le respondió un terrible silencio. Entonces se oyó un golpeteo amortiguado proveniente de algún lugar del fondo del atiborrado cuarto. El ruido resonaba de tal manera que le costaba determinar de dónde venía.-

¡Por todos los diablos...! -Tobías avanzó, abriéndose camino entre las antigüedades-. Está aquí, en alguna parte. Hay algunas velas sobre mesa. Toma una y busca en la parte de atrás del cuarto. Yo buscaré por aquí

Anthony tomó un candelabro y comenzó a abrir un pasillo entre cestos.

Los fuertes golpes retumbaron de nuevo en el depósito.

-¡Estoy aquí, Lavinia! -Tobias avanzó entre un grupo de centauros-. ¡Sigue golpeando, maldición!

Pasó junto a una horrorosa estatua de Perseo que sostenía la cabeza cortada de Medusa y avistó una antigua puerta de hierro y roble. Una especie de almacén pequeño, pensó.

Una nueva andanada de golpes se oyó a través de la placa de madera.

-¡La he encontrado! -le gritó a Anthony.

Depositó el farol sobre un derruido altar de piedra, entre un montón de vasijas rotas, y examinó la cerradura de hierro de la puerta.

-¡Sácame de aquí! -gritó Lavinia desde dentro.

-¿Tienes alguna idea de dónde está la llave?

-¡No!

Anthony se acercó a toda prisa, llevándose por delante una hilera de jarrones, y se detuvo frente a la puerta.

-¿Cerrada con llave?

-Desde luego. -Tobías buscó en el bolsillo de su abrigo y sacó un juego de ganzúas que llevaba consigo siempre que investigaba un caso-. No estaría atrapada dentro si no estuviera cerrado con llave, ¿no te parece?

Al oír tan bruscas palabras, Anthony arqueó las cejas, pero mantuvo el tono calmo, casi amable.

-Me pregunto cómo habrá llegado hasta ahí.

-Excelente pregunta. -Tobias se puso a trabajar con una de las ganzúas. La cerradura de hierro era impresionante por su tamaño, pero también anticuada y de mecanismo sencillo. Empujó suavemente el rodete-. Me propongo hacérsela en cuanto pueda.

La cerradura cedió al instante. La pesada puerta se abrió con un chirrido oxidado que bien podía haber surgido de las profundidades de una tumba.

-Tobias!

Lavinia emergió de la oscuridad. Tobias la recibió en sus brazos y la estrechó contra su pecho. Ella hundió la cara en la tela de su abrigo. La sintió temblar en sus brazos.

-¿Estás bien? Lavinia, contéstame. ¿Estás bien?

-Sí. -Sus palabras sonaron amortiguadas por la tela de su chaqueta-. Sabía que vendrías. Lo sabía.

Anthony posó la vista en el interior de la pequeña cámara con expresión sombría.

-Debe de haber sido terrible para usted estar ahí dentro, señora Lake.

Lavinia no dijo nada. Tobias notó que la recorría un escalofrío tras otro. Le acarició la espalda y miró por encima de su hombro, hacia la diminuta habitación. Le recordó a un ataúd. La furia se apoderó de él.

-¿Qué ha sucedido? -preguntó a Lavinia-. ¿Quién te ha encerrado en este lugar?

-Alguien estaba aquí cuando llegué, registrando los cuartos de arriba. Me he escondido aquí cuando ha bajado la escalera. Me ha visto. Ha cerrado la puerta. -Súbitamente se puso rígida, soltó una exclamación ahogada y se apartó un poco de él-. ¡Santo Dios, el señor Tredlow!

-¿Qué pasa con él?

Todavía aferrada a sus hombros, Lavinia se volvió y escudriñó las sombras con expresión ansiosa.

-He encontrado manchas de sangre en el suelo, por allí. Creo que el intruso lo asesinó y escondió el cadáver en uno de los sarcófagos. Pobre señor Tredlow. Y todo es por culpa mía, Tobias. Nunca debí haberle pedido que me ayudara con la investigación. No puedo soportar la idea...

-Calla. -La soltó con suavidad-. Veamos a qué nos enfrentamos realmente, y ya nos preocuparemos de las responsabilidades y recriminaciones. -Recogió el farol-. Muéstrame las manchas de sangre.

Lavinia caminó hasta la estatua del Perseo que sujetaba la cabeza Medusa y señaló el suelo.

-Allí. ¿Las ves? Llevan directamente al ataúd.

Tobias observó el sarcófago de piedra labrada.

-Afortunadamente no se trata de esa otra clase de sarcófagos decorados con una pesada talla de piedra encima. Supongo que no nos costará mucho quitar esa tapa. Evidentemente, quien haya metido a Tredlow dentro se las ha arreglado para moverla con facilidad.

-Te ayudaré -se ofreció Anthony.

Juntos pusieron manos a la obra. La voluminosa piedra no tardó en moverse bajo la fuerza combinada de ambos. Tobias pensó que, en efecto un solo hombre habría podido hacerlo, suponiendo que la tapa hubiera estado colocada sobre la caja.

Se oyó el chirrido de piedra contra piedra, un ruido irritante que les dio dentera. Con el rabillo del ojo, Tobias vio que Lavinia se estremecía por aquel sonido, pero no se amilanaba ante lo que estaban a punto de revelar. Él no esperaba que lo hiciera. Desde que la conocía, jamás la había visto retroceder ante nada, por muy desagradable que fuera. Algunos dirían ,que carecía de la sensibilidad delicada que la sociedad consideraba apropiada en una dama. Pero él sabía la verdad. Era muy parecida a él en su forma de afrontar los problemas y los desafíos. Les plantaba cara y seguía adelante.

La tapa de piedra rechinó de nuevo y finalmente se movió lo suficiente para dejar al descubierto parte de su oscuro interior.

Lo que apareció fue el cuerpo de un hombre. Yacía boca abajo, con el cuerpo totalmente retorcido, como si alguien simplemente se hubiera limitado a arrojarlo dentro del sarcófago.

La luz de la linterna titiló sobre una rala mata de cabellos grises, machados de rojo. Había más sangre sobre la chaqueta de Tredlow. En el piso del sarcófago se había formado un pequeño charco.

Tobias se inclinó sobre él para buscar el pulso.

-Pobre señor Tredlow. -Lavinia se acercó un poco más-. ¡Santo cielo! Es justo lo que me temía. El intruso lo ha asesinado. Y todo porque le pedí que me mantuviera informada.

Anthony observó a Tobías mientras éste buscaba señales de vida. Tragó saliva con dificultad.

-Ha debido de golpearlo en la nuca y lo ha metido aquí para ocultar su cuerpo.

-Es obvio que el asesino pretendía ocultar el crimen, y casi lo consigue -susurró Lavinia-. Habrían pasado semanas, incluso meses, antes de que lo descubrieran. En realidad, si no hubiera recibido esta tarde el mensaje del señor Tredlow, nunca habría pensado en venir a echar un vistazo a este depósito. Si hubiera llegado antes, podría haber...

-Basta. -Tobías retiró los dedos de la garganta de la víctima-. Has recibido ese mensaje, para bien o para mal. Asió el borde de la tapa del sarcófago y lo empujó con fuerza-. Desde el punto de vista de Tredlow, es una suerte que hayas venido de todos modos.

-¿Por qué lo dices? -quiso saber Anthony.

-Porque todavía está vivo.

22

Un poco más tarde, al anochecer, Tobias entró en el saloncito. Traía consigo la esencia de la niebla y de la noche. Se detuvo a los pies del sofá y examinó a Lavinia.

Estaba recostada sobre varias almohadas listadas, y Emeline la había arropado de pies a cabeza con una pila de mantas gruesas. A su lado, sobre una mesa, había un enorme recipiente lleno de té muy fuerte y muy caliente preparado por la señora Chilton.

Lavinia dedicó a Tobias una débil sonrisa. Él se volvió directamente hacia Emeline.

-¿Cómo está? -preguntó.

Emeline lo miró por encima de la taza de té que acababa de servirse.

-Un poco mejor, me parece. Todavía está con los nervios deshechos, naturalmente. Lavinia tiene un grave problema con los espacios pequeños cerrados, usted lo sabe. La ponen muy nerviosa. Y ha estado un buen rato metida en ese espantoso cuartucho.

-Sí, lo sé. -Tobias fijó la vista de nuevo en Lavinia-. Pero pronto se recuperará, ¿verdad?

-Oh, sí -aseguró Emeline-. Lo que necesita es paz y reposo. En este momento no está en condiciones de soportar emociones intensas.

-¿Cómo está el señor Tredlow? -inquirió Lavinia en voz baja.

-Whitby se está ocupando de él -respondió Tobias-. Lo velará esta noche. Dice que sin duda se va a recuperar, pero me ha advertido que los golpes en la cabeza son imprevisibles. Es posible que Tredlow no recuerde nada de lo ocurrido en los momentos previos al encuentro con el intruso.

-Entiendo. -Lavinia cerró los ojos-. En otras palabras, tal vez no averigüemos nada útil cuando finalmente podamos interrogarlo.

-Cabe esperar que al menos recuerde por qué te ha enviado el mensaje.

-Sí. -Lavinia abrió los ojos muy lentamente-. Bueno, ya nos preocuparemos mañana de eso. Esta noche ya no podemos hacer nada más. No tengo palabras para agradecerte que me hayas rescatado de esa horrible cámara.

-¿Estás segura de que te encuentras bien, Lavinia? -insistió él.

-Sí. -Ella cerró los párpados y se recostó otra vez sobre las almohadas-. Pero admito que me siento más agotada e impresionada de lo que había creído al principio. Quizá deba pedirle a la señora Chilton que me prepare las sales.

-Vendré mañana a la hora del desayuno para ver cómo sigues —dijo Tobias.

Lavinia asintió sin abrir los ojos.

Tobias se demoró un momento más a los pies del sofá. Lavinia sintió su presencia y supo que no quería marcharse.

-Ocúpate de que pase bien la noche y de que duerma bien -le recomendó Tobias a Emeline.

-Así lo haré -prometió ella.

-Muy bien -dijo él, sin decidirse a partir-. Os deseo a ambas buenas noches.

-Buenas noches, señor -contestó Emeline.

-Buenas noches -susurró Lavinia, con los ojos cerrados.

Luego, oyó que Tobias se alejaba rumbo a la puerta. Al salir al vestíbulo, se detuvo a hablar con la señora Chilton en voz baja. Al poco tiempo, la puerta de entrada se abrió y enseguida se cerró.

Lavinia exhaló un suspiro de alivio. Abrió los ojos, hizo a un lado las pesadas mantas, se incorporó y apoyó los pies en el suelo.

-Realmente, había comenzado a temer que no se marchara nunca -dijo-. ¿Dónde está el jerez que estaba bebiendo cuando ha llegado?

-Lo tengo aquí.

Emeline fue hasta la repisa de la chimenea y levantó la tapa de la urna decorativa que estaba en uno de los extremos. Hurgó en el interior y sacó de allí la copa de jerez que Lavinia le había ordenado que ocultara momentos antes, cuando había visto a Tobias subiendo los escalones de la estrada.

-Gracias. -Lavinia tomó la copa y bebió una generosa cantidad. Aguardó a que la vigorizante bebida le hiciera efecto y respiró con fuerza- Creo que he manejado bastante bien la situación, ¿no te parece?

-Tu actuación no ha tenido nada que envidiarle a la de una profesional -la alabó Emeline.

-Sí, eso pensaba. Debo reconocer que le estoy realmente agradecida al señor March. Sabe mejor que nadie cómo resolver una crisis, y me he alegrado infinitamente de verlo cuando ha abierto la puerta de esa horrorosa cámara.

-No lo dudo -dijo Emeline con un estremecimiento.

-Desgraciadamente, no puede resistir la tentación de soltar largos y fatigosos sermones una vez que han pasado los momentos más dramáticos. -Lavinia hizo una mueca-. En cuanto lo he visto subir los escalones de la entrada, he imaginado que venía a ver si yo ya estaba en condiciones escuchar uno.

-Sospecho que tienes razón. Por suerte has logrado parecer demasiado delicada como para enredarte en una de tus tan acaloradas discusiones con él.

-No me sorprendería en absoluto que haya ideado toda una nueva serie de reglas para mí.

-¿Cómo lo ha adivinado, señora? -preguntó Tobías desde la puerta del saloncito.

-¡Tobias! -Se incorporó, estuvo a punto de volcar el resto del jerez y se revolvió rápidamente en el sofá.

Tobias, apoyado en la puerta, con los brazos cruzados y el hombro contra jamba de madera, la observaba con fría atención.

-Da la casualidad de que me he tomado la molestia de elaborar esa lista -dijo-. Creo que te parecerá sumamente práctica. Me encanta comprobar que has tenido una recuperación tan rápida. Después de todo, no hace falta esperar hasta mañana. Podemos repasar las nuevas reglas esta misma noche.

-¡Por todos los diablos! -Lavinia se bebió de un trago lo que quedaba del jerez.

Emeline se dirigió vivazmente hacia la puerta.

-Si me disculpan, querría retirarme a descansar. Estoy francamente extenuada por todo este revuelo.

-Comprendo -dijo Tobias-. En esta familia parece que abundan las sensibilidades delicadas. -Se irguió, se hizo a un lado e inclinó amablemente la cabeza cuando Emeline pasó junto a él-. Buenas noches de nuevo, señorita Emeline.

-Buenas noches, señor March.

Tobias cerró lentamente la puerta tras Emeline. Lavinia lo miraba con recelo.

-¿Qué te ha hecho volver? -le preguntó.

-Creo que ha sido esa frase sobre pedir las sales a la señora Chilton.

-Me parecía un buen toque.

-Al contrario -replicó él-. Ha sido un tanto excesivo.

A la mañana siguiente, cuando entró junto a Lavinia en el diminuto salón del primer piso de Tredlow, todavía hervía de furia. Pero al mismo tiempo se sentía tan aliviado de ver que su socia no estaba muy afectada por el terrible episodio que le había tocado vivir, que renunció a largarle más sermones.

Se consoló diciéndose que la noche anterior al menos había logrado arrancarle la concesión que más le importaba conseguir: a regañadientes Lavinia le había prometido que mantendría informados a los ocupantes de la casa de sus andanzas cada vez que saliera. Por el momento, con eso sería suficiente, pensó Tobias. Con Lavinia uno debía contentarse con pequeñas victorias.

Whitby levantó los ojos de la olla de gachas que estaba preparando. Incluso protegido por el delantal, con un trapo colgado del hombro, se las apañaba para presentar un aspecto atildado. Tobias lo contempló con una pizca de envidia.

Whitby saludó a Lavinia con una inclinación que habría enorgullecido a cualquier dandi.

-Buenos días, señora. -Se enderezó y recibió a Tobias con un movimiento de la cabeza-. Señor...

-Whitby -respondió Tobias-. ¿Cómo se encuentra hoy tu paciente?

-Creo que hoy apreciará usted una franca mejoría, aunque sin duda el señor Tredlow sufrirá de dolor de cabeza por un tiempo. —Whitby hizo a un lado la olla, se secó las manos con el trapo y se encaminó rumbo a los dormitorios-. Pero le advierto que no se acuerda demasiado bien de lo sucedido. Temo que era de esperar después de semejante golpe en la cabeza.

Lavinia y Tobias los siguieron hasta la habitación del herido y encontraron a Tredlow vestido con una raída y amarillenta camisa de dormir, reclinado en la cabecera de la cama. Una gran venda blanca le cubría buena parte de la cabeza. Dejó la taza de chocolate que estaba bebiendo y escrutó a través de sus gafas.

-Vaya, señora Lake, ¿se encuentra bien? Whitby me ha contado su terrible experiencia con el intruso.

-Usted sufrió mucho más que yo. -Lavinia se acercó a la cama-. ¿Cómo está su cabeza?

-Dolorida, pero estoy seguro de que me recuperaré. -Tredlow miró a Tobias-. Fue muy amable de su parte prestarme a su mayordomo por una noche, señor.

-No hay de qué -contestó Tobías desde la puerta-. Me dice que no recuerda mucho de lo sucedido. ¿Eso significa que no puede proporcionarnos una descripción del intruso?

-Creo que ni siquiera lo vi-dijo Tredlow-. Recuerdo que, después de haberle enviado la nota a la señora Lake, cerré la tienda y salí a buscar algo para comer. Esperaba volver antes de que ella llegara... Debí dejarme la puerta abierta.

-El intruso debió pensar que había cerrado hasta el día siguiente —señaló Tobias-. Entró en la tienda cuando usted no estaba y se quedó allí.

-Creo que oí ruidos en la trastienda -prosiguió Tredlow-. Tal vez fui a investigar. Lo siguiente que recuerdo fue el momento en que desperté aquí, en mi cama, con usted y Whitby de pie a mi lado.

Lavinia apretó los labios.

-Menos mal que mientras estuvo encerrado en el sarcófago permaneció inconsciente. No imagino nada peor que despertar dentro de un ataúd.

-No es una idea agradable -coincidió Tredlow en tono sombrío.

-¿Recuerda por qué me envió un mensaje diciendo que quería hablar conmigo? -preguntó Lavinia.

Tredlow hizo una mueca.

-Tenía la intención de comunicarle que habían entrado en las tiendas de dos de mis competidores en los últimos dos días. Corre el rumor de que alguien anda buscando la Medusa Azul.

Lavinia cruzó la mirada con Tobías y la clavó de nuevo en Tredlow.

-¿Alguien vio u oyó algo que pueda ayudarnos a identificar al intruso?

-No que yo sepa -respondió Tredlow.

23

El hipnotizador en persona le abrió la puerta. No pareció alegrarse de su visita.

-March. Vaya sorpresa. ¿Qué está haciendo aquí? -Hudson lo ojeó con recelo-. ¿Tiene alguna novedad sobre el asesino?

-Quiero hablar con usted. -Tobías se adelantó unos pasos, lo que obligó a Hudson a retroceder hacia el vestíbulo-. ¿Le molesta si entro?

-Ya ha entrado, ¿no es así? -respondió Hudson con un gesto de disgusto-. Venga conmigo.

Cerró la puerta y lo condujo por un corto pasillo.

Tobias lo siguió hasta la habitación del fondo. A medida que avanzaba iba inspeccionando la casa. La puerta del salón estaba abierta. Notó que dentro estaba oscuro. Todas las cortinas estaban echadas. Parecía haber pocos muebles. Sólo alcanzó a ver una silla y una mesa. Los Hudson no se habían molestado en amueblar su casa alquilada. O Celeste había sido asesinada antes de que pudiera elegir telas y piezas de mobiliario, o el matrimonio nunca había tenido la intención de quedarse allí durante mucho tiempo.

Hudson lo hizo pasar a un estudio anexo.

-Siéntese, si quiere. Le ofrecería té, pero mi ama de llaves tiene el día libre.

Tobias no respondió. Fue a situarse junto a la ventana, dando la espalda al cielo encapotado. Hizo un rápido inventario de lo que había en la habitación. Sólo un puñado de libros en las estanterías, uno de los cuales parecía sumamente antiguo. Estaba encuadernado en cuero y parecía cuarteado y gastado. No había cuadros ni grabados en las paredes. Sobre el escritorio no se veían objetos personales.

-¿Puedo suponer que tenía pensado quedarse poco tiempo en la ciudad? -preguntó Tobias.

Si a Hudson le sorprendió la pregunta, no lo demostró. Se encaminó al escritorio, lo rodeó y se quedó de pie allí, detrás del mueble. Por elección o por casualidad, había escogido el único lugar de la habitación al que no llegaba la luz de la ventana. Miró a Tobias desde las sombras, con ojos que semejaban insondables abismos nocturnos.

-Se refiere a la falta de muebles. -Con un movimiento distraído se sacó el reloj de su bolsillo. Las cadenas doradas se balancearon ligeramente-. La casa es alquilada. Celeste y yo nunca tuvimos la oportunidad de deshacer las maletas como es debido, y menos aún de elegir sofás, mesas y telas. Y cuando la asesinaron, yo, naturalmente, perdí todo interés en el tema.

-Naturalmente.

-¿Puedo preguntarle a qué se debe todo esto, March? -La voz de Hudson adquirió un matiz profundo y sonoro. El reloj de oro oscilaba suavemente-. Seguro que no ha venido hasta aquí para hablar de decoración de interiores.

-Está en lo cierto. He venido a hablar con usted de Gunning y de Northampton.

Las cadenas tintinearon levemente, pero las ensombrecidas facciones de Hudson no expresaron más que una cortés interrogación. Sus ojos no parpadearon.

-¿Qué pasa con ellos?

La cadena del reloj reanudó su balanceo rítmico y sostenido.

-Tengo entendido que eran clientes suyos en Bath.

-Así es. Gunning acudió a mi consulta durante un tiempo porque tenía dificultades para dormir. El problema de Northampton consistía en que le resultaba imposible mantener una erección. -La voz de Hudson se hizo más sonora. La cadena del reloj no dejó de balancearse-. Ambas son dolencias comunes en hombres de esa edad. No alcanzo a comprender que tienen que ver esos casos con esta situación.

El vaivén del reloj empezaba a resultarle fastidioso a Tobias.

-Los dos fueron víctimas de robo poco después de recibir su tratamiento —dijo.

-No entiendo. No estará insinuando que mi Celeste tuvo algo que ver con sus pérdidas, ¿verdad? ¿Cómo se atreve, señor? -Al salir en defensa de la reputación de su esposa, Hudson no subió el tono. En todo caso las palabras resonaron con más fuerza y más profundidad-. Ya se lo he dicho; era una mujer bella e impulsiva, pero no una ladrona.

-Tal vez lo fuese. Tal vez no. Ya no importa, ¿verdad?

-Una mujer bella e impulsiva-repitió suavemente Hudson. La brillante cadena del reloj oscilaba como un péndulo-. No una ladrona. Con ojos brillantes como el oro. La luz les arrancaba destellos tan dorados como estas pequeñas esferas oscilantes de mi reloj. Mire las esferas, señor March. Doradas y brillantes, y hermosas a la luz. Es muy fácil mirarlas. Muy difícil apartar la mirada.

-Ahorre sus energías, Hudson. -Tobias sonrió débilmente-. No estoy de humor para que me pongan en trance.

-No sé de qué está hablando.

-El talento para el delito de Celeste no me interesa. Lo que me interesa, Hudson, es el hecho de que probablemente también usted sea un ladrón.

-¡Yo! -Repentinamente la voz de Hudson se endureció. La cadena del reloj dejó de balancearse-. ¿Cómo se atreve a acusarme de haber cometido robos?

-No lo puedo probar, por supuesto.

-Claro que no puede.

-Pero esto es lo que creo que pasó. -Tobias juntó las manos a la espalda y comenzó a pasearse por la habitación-. Usted trabajó solo durante años. Sin embargo, sospecho que tuvo uno o dos conflictos con la ley en algún momento y decidió que lo más atinado sería desaparecer por un tiempo. De modo que se embarcó para América. Allí le fue bastante bien, de modo que se quedó más de lo previsto. Pero finalmente decidió regresar a Inglaterra. Así que volvió y se instaló en Bath.

-Eso no son más que conjeturas.

-En efecto. Conjeturar es algo que hago muy bien. Como le estaba diciendo, estableció su negocio en Bath. Y allí conoció a Celeste, una dama cuyos principios eran un calco de los suyos.

-¿Y eso qué se supone que significa?

-Simplemente que ninguno de los dos tenía el menor reparo en llevar una vida consagrada al delito.

-Podría retarlo a duelo por eso, señor.

-Podría, pero no lo hará -replicó Tobias. Se detuvo en el extremo opuesto de la habitación y desde allí clavó los ojos en Howard-. Sabe muy bien que soy mejor tirador que usted, y que, en todo caso, las habladurías serían perjudiciales para su negocio.

-¿Cómo se atreve...?

-Como le decía, Celeste y usted formaron un equipo. Usted elegía las víctimas, sin duda procurando que fueran acaudalados caballeros de edad avanzada, casi en la senectud, que serían especialmente vulnerables a los encantos de Celeste. Ella ponía en juego sus habilidades para convencerlos de que lo consultaran a usted. Y una vez que usted los tenía en su consultorio, utilizaba sus dotes de hipnotizador para obligarlos a entregar algún objeto de valor de sus colecciones personales. Después no recordaban nada de la experiencia, desde luego, gracias a las instrucciones que daba mientras estaban en trance.

Howard recobró la compostura. Permaneció inmóvil detrás del escritorio, contemplando a Tobías con una mirada digna de Medusa.

-No puede probar nada de lo que ha dicho -aseveró.

-¿Qué salió mal esta vez?

-Usted debe de estar loco, señor. Quizá debiera buscar ayuda profesional.

-Desde el principio, este asunto del brazalete fue distinto de los demás -dijo Tobias-. La decisión de robar la reliquia de Banks representó para usted un cambio de método. A primera vista, no parece lógico. Su especialidad son las joyas, no las antigüedades. Los objetos como el brazalete de Medusa tienen un mercado limitado. Desprenderse de él no sería tan fácil como vender un par de pendientes de diamantes o un collar de peras y esmeraldas.

Howard no dijo nada. Se limitó a quedarse allí, en las sombras, como una serpiente enfurecida que busca una salida.

Como al descuido, Tobias cogió el antiguo libro encuadernado en cuero que había visto al entrar.

-Se me ocurren dos razones posibles por las cuales se decidió a robar el brazalete de Medusa -continuó-. La primera es que sabía con certeza que podía vendérselo a un coleccionista en particular, alguien cuya fortuna o renombre lo indujese a creer que le pagaría bien.

-Está perdido en sus fantasías, March.

Tobias abrió el ajado libro que había retirado del estante y leyó el título:

Tratado de rituales secretos y prácticas de los antiguos en la época británico-romana.

-Existe una segunda posibilidad. —Cerró el libro y lo devolvió al estante-. Y, si bien reconozco que carece de lógica, en algunos aspectos se me antoja más probable que la idea del robo por encargo.

Hudson torció la boca en una mueca desdeñosa.

-¿Cuál es la segunda posibilidad?

-Que el que se ha vuelto loco sea usted —dijo tranquilamente Tobias-. La segunda posibilidad es que usted dé algún crédito a la leyenda del brazalete de Medusa. ¿Es por eso por lo que decidió robar la maldita cosa? ¿Por qué estaba convencido de que el camafeo con la cabeza de Medusa aumentaría sus poderes hipnóticos?

Howard ni siquiera parpadeó.

-No tengo la menor idea de qué está diciendo.

Tobias señaló el viejo libro.

-Usted se topó con una referencia a la Medusa Azul y sus supuestos poderes, quizás en ese mismo volumen. En todo caso, se obsesionó con el condenado brazalete. Le dijo a Celeste que sería su próxima adquisición, y ambos se trasladaron a Londres y pergeñaron un plan para apoderarse de él

-Es usted un necio, March.

-Pero Celeste era una mujer de mundo que había aprendido a cuidar sus intereses hacía ya tiempo. Sin duda presintió que este robo que usted planeaba sólo entrañaría riesgos y ningún beneficio. Tal vez temió que usted estuviera perdiendo la razón.

-Deje a Celeste fuera de todo esto.

-Por desgracia no puedo. ¿Qué pasó realmente entre ustedes la noche que ella murió, Hudson? Al principio, supuse que usted la había matado porque ella lo engañaba con otro hombre. Después empecé a preguntarme si la muerte no sería el resultado de una riña entre ladrones. Pero ahora tengo la sospecha de que la mató porque ella creía que usted ya no estaba del todo cuerdo y quería terminar con su relación comercial.

Howard aferró el respaldo de la silla con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

-¡Maldito sea, March! ¡Yo no maté a Celeste!

Tobias se encogió de hombros.

-Debo reconocer que todavía quedan varias preguntas sin respuesta. Aún no he logrado deducir qué sucedió con el brazalete, por ejemplo. Obviamente, usted tampoco sabe dónde está. Ése es el verdadero motivo por el que contrató a Lavinia, ¿no es así? No fue para encontrar al asesino. Quería qué ella encontrara el condenado brazalete.

-Usted me asombra, señor. -La risa de Howard sonó ronca, absolutamente despojada de sus habituales tonos melifluos-. Pensaba que tenía todas las respuestas.

-Por el momento, sólo algunas. -Tobias se dirigió hacia la puerta-. Pero quédese tranquilo, pronto daré con las demás.

-Espere, maldición. ¿Lavinia sabe de sus locas especulaciones.

-No de todas. -Tobias abrió la puerta-. Todavía no.

-Haría bien en no contarle sus desquiciadas ideas. Nunca le creerá. Me conoce desde mucho antes que a usted, March. Soy un viejo amigo de la familia. Si la obliga a elegir entre ambos, se pondrá de mi lado. Puede estar seguro.

-Hablando de Lavinia -dijo Tobias-, éste es un buen momento, tan bueno como cualquier otro, en realidad, para darle un consejo.

-No me interesan sus malditos consejos.

-Entonces considérelo una advertencia. No piense ni por un minuto que le permitiré que recurra a Lavinia para reemplazar a Celeste.

-¿Cree que está tan enamorada de usted como para no dejarlo de lado si se ve obligada a elegir entre usted y yo?

-No -reconoció Tobias-. Pero sí sé esto: si llegara a convencer a Lavinia de quedarse con usted, puede estar bien seguro de que no viviría lo suficiente como para saborear su victoria.

Salió con paso tranquilo y cerró la puerta muy lenta y suavemente tras de sí.

24

No se detuvo a pensar hacia dónde iría. Había un solo lugar en el que quería estar en ese momento. Paró un coche de alquiler que pasaba y le pidió al cochero que lo llevara hasta la casita de Claremont Lane.

Al apearse varias punzadas de dolor le recorrieron la pierna, pero no prestó atención y subió los escalones para tocar el aldabón de bronce. No hubo respuesta.

No estaba de muy buen humor, y el silencio no lo ayudó a mejorarlo. Al salir, después del desayuno, le había informado a la señora Chilton de que regresaría alrededor de las tres de la tarde.

Cayó en la cuenta de que en los últimos tiempos había empezado a considerar la casa de Lavinia como su segundo hogar. Algo así como su club. Incluso daba instrucciones a la señora Chilton como lo hacía con Whitby .Sabía que no tenía derecho a sentirse molesto cuando esas instrucciones no se respetaban. No obstante, la señora Chilton le había dado a entender que esa tarde Lavinia estaría en casa. Pero nadie acudió a abrir la puerta.

Bajó los escalones hasta la calle y alzó la vista hacia las ventanas de la planta superior. Las cortinas estaban echadas. Según su experiencia, de día Lavinia mantenía abiertas todas las cortinas de la casa. Le gustaba la luz natural.

Sintió un estremecimiento de inquietud. No parecía lógico que a esa hora la casa estuviera totalmente desierta. Tal vez alguna compra en el último momento había obligado a salir a Emeline, incluso a Lavinia, pero ¿dónde estaba la señora Chilton?

Era una situación sumamente rara. En los últimos días había pasado tanto tiempo en esa casa que ya conocía la rutina de la señora Chilton tan bien como la de Whitby. No era el día en que ella se tomaba la tarde libre para visitar a su hermana.

La inquietud se adueñó de él. Probó a abrir el picaporte de la puerta de entrada, seguro de encontrarlo cerrado.

El picaporte cedió fácilmente bajo su mano.

El recuerdo de la manera en que la puerta de la tienda de Tredlow se había abierto el día anterior, con igual facilidad, le provocó un escalofrío.

Entró sigilosamente y cerró la puerta a su espalda. Por un instante permaneció inmóvil, evaluando qué clase de silencio era el que lo envolvía. No sacó nada en claro.

Se agachó para hurgar en su botín y desenvainó el puñal que guardaba en su interior. Lo empuñó en su mano derecha y fue hasta la entrada de salón. Estaba desierto.

Siguió avanzando por el pasillo, rumbo al estudio de Lavinia. También se encontraba desierto.

Al igual que la cocina.

Reprimió el miedo que amenazaba con instalarse en sus entrañas y comenzó a subir la escalera, procurando no hacer ruido al pisar los escalones.

Una vez arriba, se detuvo. Cayó en la cuenta de que era la primera vez que estaba allí y no sabía adónde ir.

Contempló las puertas que se abrían al pasillo y recordó que en cierta ocasión Lavinia había mencionado que su dormitorio tenía ventanas que daban a la calle.

Se acercó con mucha cautela y echó un vistazo dentro de cada una de las habitaciones por las que pasaba. Advirtió aliviado que no había señales de desorden, nada que indicara que un intruso hubiera estado allí.

Desde la habitación que, suponía, era la de Lavinia, llegaba un suave susurro. Se acercó a la pared, se arrimó a ella y escuchó con gran atención.

Volvió a percibir el tenue sonido. Había alguien en el dormitorio. Con extremo cuidado se deslizó hasta el marco de la puerta y miró hacia un rincón de la habitación. Vislumbró un fino biombo de paneles decorado con escenas de jardines romanos. Ocultaba a quienquiera estuviese al otro lado, pero se alcanzaba a oír el débil crepitar de un fuego en la chimenea, así como un leve chapoteo.

Un pie desnudo, de elegante curvatura, asomó por debajo de uno de uno de los paneles del biombo y se apoyó sobre una toalla extendida en el suelo. Sonó otro débil chapoteo, y apareció el segundo pie.

La helada tensión que lo embargaba se evaporó y fue reemplazada de inmediato por otra clase de sensación. Se agachó para devolver el puñal a su vaina, se irguió y entró por la puerta entreabierta.

-Estaría encantado de ayudarla con su baño, señora -dijo.

Se oyó una exclamación sofocada proveniente del otro lado del biombo.

-¿Tobias? -Lavinia espió desde el borde de uno de los paneles, aferrando una toalla contra sus pechos. Al verlo allí, de pie en su recámara, abrió los ojos desorbitadamente-. ¡Santo cielo! ¿Qué haces aquí?

Él la miró y sintió que le hervía la sangre. Lavinia llevaba el cabello recogido en un moño sobre la cabeza. Unos delgados mechones caían sobre su cuello. Tenía el rostro sonrojado por el agua caliente y el calor del fuego. Los abultados pliegues de la toalla que sujetaba caían airosamente sobre sus delgados tobillos.

-Estoy seguro de que hay algo poético y romántico que yo podría decir en este momento -murmuró él-, pero aunque me mataran no sabría qué.

Se apartó de la puerta y atravesó la habitación hacia donde ella se encontraba, junto al biombo. Lavinia le sonrió; sus ojos brillaban como las llamas del hogar.

-Estoy mojada -le advirtió cuando lo tuvo a su lado.

-Eso es muy bueno para los dos. -La alzó en vilo y se encaminó hacia el lecho- Porque ardo por sumergirme en ti.

La ronca risa de ella fue la música más incitante que había oído en su vida

La acostó sobre la cama y tomó la toalla que la cubría. La apartó con delicadeza y luego la arrojó al suelo. Había supuesto que ya se hallaba totalmente excitado, pero ese intenso deseo que sentía se volvió casi doloroso al ver la suave curva de sus senos y el triángulo de prietos rizos que le nacía en la unión de los muslos.

Se inclinó sobre ella y le apoyó una mano sobre la cadera. Lavinia se estremeció, y él sintió que se le secaba la boca. Se percató de que era la primera vez que experimentaba el placer de verla completamente desnuda. La naturaleza de su relación limitaba semejantes oportunidades. Todas sus citas anteriores habían sido presurosos encuentros concretados en sitios que no permitían desvestirse del todo.

Por la forma en que lo miró mientras se quitaba la camisa, los pantalones y los botines, supo que ella pensaba lo mismo.

-¿Te das cuenta -susurró con voz áspera al colocarse sobre ella-, que es la primera vez que compartimos una cama?

-Es un pensamiento que me ha pasado por la cabeza, sí.

-Confío en que la experiencia no te resulte demasiado sosa o aburrida. Sé lo mucho que te gustan los lugares exóticos y los toques novedosos en este tipo de cosas.

Ella le sonrió y le echó los brazos al cuello.

-Debo admitir que contar con una cama tiene sus ventajas. Es considerablemente más cómoda que un banco de piedra, un asiento de coche o el tablero de mi escritorio.

-La comodidad no es mi principal preocupación cuando estoy contigo -musitó él con los labios apretados contra su cuello-. Pero hay que reconocer que no es nada malo.

Alzó la cabeza, buscó su boca y la besó apasionadamente. Ella le volvió el abrazo con una dulce avidez que le enloqueció los sentidos. La confirmación de que lo deseaba con tanto anhelo como él a ella resultó la droga más embriagadora que podía imaginar. Sintió pulsar en su interior el apetito, un afán compulsivo mucho más intenso que la mera pasión. Como un ardiente fluido, inundó sus venas y puso en tensión cada uno de músculos.

Se juró en silencio que jamás permitiría que se apartara de él, ni la cedería a Hudson ni a ningún otro hombre.

Le acarició todo el cuerpo, desde los pechos desnudos hasta los desnudos muslos. Tenía la piel suave, tersa, maravillosamente sensible a sus caricias. Se arqueó debajo de él. Tobias hundió los dedos en su calor.

-Es cierto, estás muy mojada -murmuró junto a su boca-. Perfecto.

Lavinia gimió, se retorció contra él y lo rodeó con sus piernas. Tobias palpó el diminuto botón que coronaba la hendidura de su sexo y lo frotó con suavidad hasta que ella le clavó las uñas en la espalda.

Ya no pudo esperar más.

Se deslizó lenta y voluptuosamente dentro de su apretado y cálido pasadizo, y la aguda satisfacción que experimentó en ese momento le arrancó un gruñido.

256

Sintió el filo de los dientes de Lavinia en la piel de sus hombros

-Ella lo aferró con tanta fuerza que pensó que permanecerían unidos para siempre.

A Anthony se le erizó de nuevo el vello de la nuca. No cabía duda, la florista lo seguía. Con el rabillo del ojo alcanzó a distinguir la forma, que ya le resultaba familiar, del enorme gorro gris. Aunque desapareció rápidamente detrás del carro de un campesino, estaba seguro de que se trataba de la misma florista que había visto hacía pocos minutos en la plaza.

Un hormigueo de expectación le recorrió el cuerpo y se le aguzaron los sentidos. De pronto se sintió más alerta. Los objetos, los edificios y la gente parecieron adquirir contornos más nítidos.

Se preguntó si esa extraña emoción sería uno de los alicientes que habían llevado a Tobias a dedicarse a las investigaciones privadas. Las sensaciones eran, ciertamente, muchísimo más estimulantes que hacer apuestas o asistir a un encuentro de boxeo.

No había tiempo para meditar sobre la filosofía de su nueva profesión. En ese momento, su objetivo consistía en identificar a la persona que lo estaba espiando.

-Gracias por su ayuda, señorita. -Entregó unas monedas a la prostituta. Era la mujer más joven con la que se había entrevistado ese día. Su edad rondaba los quince años, dieciséis como mucho-. Tenga, por las molestias.

-Ninguna molestia, señor. -La muchacha soltó una risita e hizo desaparecer el dinero dentro del corpiño de su andrajoso vestido-. Me gusta ayudar.

Su risa le provocó cierta incomodidad. Por un instante la joven le pareció una niña inocente que debía estar en una escuela, esperando el momento de ser presentada en sociedad, y no una prostituta encallecida y sin esperanza alguna de futuro. Se preguntó qué amargas circunstancias la habrían llevado hasta esa esquina.

Se tocó cortésmente el ala del sombrero a modo de despedida. La chica prorrumpió en otra andanada de tontas risitas. Evidentemente, la sola idea de que un hombre le hiciese aquellos pequeños gestos de galantería le parecía muy divertida.

Decidió desechar las deprimentes reflexiones que le había inspirado la entrevista y se concentró en pensar la manera de acercarse un poco más a la florista. Quizás eso constituyese un punto de inflexión en el caso. Si manejaba la situación con cuidado, podía llegar a descubrir algún dato realmente valioso.

La posibilidad de demostrar que poseía verdadero talento para la profesión era un incentivo adicional. Si retornaba con alguna pista, quizá Tobias incluso dejaría de hablarle de las ventajas de emprender una carrera como hombre de negocios.

Se movió velozmente a través del laberinto de tortuosos pasadizos y callejuelas. Hacía ya una hora que la tarea de interrogar a prostitutas lo había llevado hasta ese infame vecindario. Se trataba de un sitio cuya actividad principal se desarrollaba en garitos miserables, sórdidas tabernas y establecimientos dirigidos por delincuentes que traficaban con objetos robados.

Dobló la esquina y vio la tenebrosa entrada a un callejón. El hedor -una mezcla de orina, basura podrida y animales muertos- lo golpeó con la fuerza de un bofetón. Contuvo la respiración, y se deslizó por el angosto pasaje.

Dos muchachos pasaron por allí, enfrascados en una conversación acerca de la mejor manera de robar pasteles calientes del carro del pastelero que estaba enfrente. Tras ellos apareció un hombre mayor que se apoyaba pesadamente en un bastón.

Ya estaba a punto de perder toda esperanza cuando vio aparecer a la florista. El enorme gorro gris le ocultaba el rostro. Iba envuelta en una capa harapienta que caía holgadamente sobre su cuerpo, disimulando su figura. Caminaba muy despacio, y las flores del cesto que le colgaba del brazo estaban mustias.

Se la veía cargada de hombros, pero algo en su manera de moverse hizo pensar a Anthony que no era tan vieja como parecían indicar su atuendo y su porte.

Al llegar a la entrada del callejón, la florista se detuvo, evidentemente sorprendida por la súbita desaparición de su presa. Giró en redondo y escudriñó los alrededores.

Anthony salió de su escondite, le rodeó la cintura con el brazo y la arrastró hacia el callejón. La obligó a volverse y la mantuvo sujeta contra la pared.

-¡Por todos los diablos, debí haberlo sabido!

Se oyó una exclamación de sorpresa. La mujer se echó el gorro hacia atrás, golpeando a Anthony justo debajo de la barbilla. El joven se apartó ligeramente y se quedó mirando fijamente a Emeline con el ceño fruncido.

-¿Qué demonios crees que estas haciendo?

Notó que todavía tenía el pulso acelerado. Respiraba afanosamente, a pesar de los desagradables olores del callejón. De pronto, no pudo pensar más que en la única vez que la había besado. Prudentemente, la soltó.

-Te estaba siguiendo, por supuesto. —Se irguió y se sacudió la capa-. ¿Qué creías que estaba haciendo?

-¿Estás loca? Éste es un barrio extremadamente peligroso.

-Esta mañana te has mostrado muy misterioso cuando te he preguntado qué planes tenías para hoy. -Se enderezó el gorro-. Sabía que te traías algo entre manos.

-De modo que me has seguido. De todas las cosas insensatas y tontas que podías...

-¿Por qué estabas hablando con esa chica en la esquina? Y esa mujer que rondaba la taberna, al final de la calle, ¿por qué la has abordado?

-Puedo explicarlo. -La tomó del brazo y tiró de ella sin miramientos hacia la salida del callejón-. Pero primero debemos alejarnos de aquí. Las damas no se acercan a esta zona de la ciudad.

Ella miró a la prostituta que él acababa de entrevistar.

-Algunas sí lo hacen -repuso en voz baja-. Pero no por propia voluntad, supongo.

-No, no por propia voluntad.

Rápidamente, la arrastró por la calle hacia una pequeña plaza. Oyó el golpeteo de cascos sobre los adoquines y se volvió: un coche de alquiler venía hacia ellos. Eso lo alivió. Levantó la mano para pararlo.

-Anthony, te exijo que me digas qué estabas haciendo. Creo que tengo derecho a saberlo.

El coche se detuvo junto a ellos. Anthony abrió la portezuela y prácticamente la empujó dentro. Dio al cochero las señas de Claremont Lane y se introdujo en la cabina.

-Me debes una explicación -insistió Emeline.

-Tobias me ha pedido que haga algunas averiguaciones. -Se acomodó en el asiento y cerró la portezuela.

-Esa chica de la esquina... Era una prostituta, ¿verdad?

-Sí.

-Y también la mujer que estaba fuera de la taberna. -Por el tono de voz era evidente que Emeline estaba enfadada.

-Sí.

-Espero que no trates de embaucarme con el cuento de que esas entrevistas tenían algo que ver con el caso del brazalete de Medusa.

-No.

-¿Entonces? -Se quitó el gorro gris y lo depositó cuidadosamente sobre el asiento. Alzó la vista hacia él con expresión sombría y desconfiada-. ¿Por qué charlas con prostitutas, Anthony? ¿Se trata de una costumbre muy arraigada en ti?

Anthony maldijo entre dientes y se recostó en un rincón del asiento reflexionando acerca de cuánto debía contarle. Pero se trataba de Emeline. No podía mentirle.

-Si te digo la verdad, debes prometerme que no le hablarás de ello a tu tía.

-¿Y por qué habría de prometértelo?

-Porque Tobias no quiere que ella sepa lo preocupado que está por la presencia de Oscar Pelling en la ciudad, por eso.

Emeline abrió mucho los ojos y entonces, en la profundidad de su mirada, la comprensión se mezcló con algo que bien podía ser alivio.

-Ah -dijo-. Entiendo. ¿El señor March está vigilando a ese hombre horrible?

-Sí. Y yo lo estoy ayudando.

-Mantener a Pelling bajo vigilancia es una excelente idea -afirmó Emeline pausadamente-. No es digno de confianza. Pero ¿qué tienen que ver esas mujeres con él?

-Pelling se aloja en una posada cerca de aquí. Según un mozo de cuadra, se ve con una prostituta del lugar. Tobias quiere que la encuentre para que él hable con ella.

-No lo entiendo. ¿Qué podría decirle una mujer de la calle sobre Pelling?

Anthony carraspeó y se volvió hacia la ventanilla.

-Tobias dice que su experiencia profesional le ha enseñado que mujeres se encuentran en situación de enterarse de cosas de la vida de un hombre que nadie más sabe.

-Tiene razón.

Anthony le clavó los ojos.

-No deberías haberme seguido. Es muy peligroso.

-Si me hubieras contado qué estabas tramando no habría tenido necesidad de espiarte.

-¡Maldición, Emeline! ¿En qué piedra está escrito que debo informarte de cada movimiento que realizo?

Emeline se puso rígida.

-Le ruego me perdone, señor. No sé en qué estaba pensando. Desde luego que no me debe ninguna explicación. Es perfectamente libre de ocuparse de sus asuntos. No es como si estuviéramos casados.

Un pesado silencio se abatió sobre ambos.

Anthony se esforzó por recobrar la compostura.

-No -murmuró-. No es como si estuviéramos casados.

Se miraron durante lo que pareció una eternidad. Una sensación opresiva se adueñó de Anthony.

Emeline se le acercó bruscamente, movida por el impulso de poner su mano sobre la de él.

-Por todos los cielos, ¿qué nos sucede, Tony? Todas estas discusiones y trifulcas... No son dignas de nosotros. Creo que empezamos a parecernos a tía Lavinia y al señor March, ¿no?

Anthony volvió la palma de la mano y le aferró los dedos.

-Sí, así es, y tienes toda la razón. No es digno de nosotros.

-Supongo que está en la naturaleza de ellos dos hacer las cosas del modo más difícil. -Le dirigió una sonrisa trémula-. Pero sin duda nosotros podemos encontrar nuestra propia manera.

Él le apretó la mano con más fuerza.

-Sí.

La pesada carga pareció evaporarse. Su ánimo mejoró. La sentó delicadamente sobre su regazo. Ella lo aceptó sin protestar, con una sonrisa luminosa. La besó honda, lentamente. Ella se relajó contra su cuerpo.

Al levantar la cabeza, Anthony respiraba agitadamente. Emeline lo contemplaba con ojos soñadores e incitantes.

Hubo de recurrir a todo su dominio de sí para devolverla a su asiento. Completaron el viaje hasta Claremont Lane tomados de la mano, sin pronunciar palabra hasta que el cochero frenó. Tras darle un último apretón. Anthony soltó los dedos de Emeline y abrió la portezuela.

Emeline hizo una pausa antes de descender.

-Mira, ahí viene la señora Chilton.

Anthony volvió la cabeza y vio al ama de llaves, que se acercaba a toda prisa cruzando el patio adoquinado. La señora Chilton hacía ademanes desesperados para atraer su atención. Incluso a la distancia a la que se encontraba, Anthony advirtió que estaba sofocada por el esfuerzo.

Emeline se apeó del carruaje, con el ceño fruncido por la preocupación.

-¿Ocurre algo malo, señora Chilton?

-No, no, es sólo que no deben entrar todavía. -La señora Chilton se detuvo, jadeando-. A estas horas ya deberían haber terminado, pero me temo que se están tomando su tiempo. No hay nada que hacer, así que vengan conmigo y esperen. Hay un bonito banco en el parque, al final del sendero.

-¿Esperar a qué? -preguntó Emeline-. No entiendo.

-Acabo de decírselo, señorita Emeline, los dos están dentro, juntos.

Emeline se volvió hacia la puerta de entrada, confundida.

-¿Quiénes están dentro, juntos?

-La señora Lake y el señor March. Pensaba que habrían terminado para cuando ustedes llegaran. -La señora Chilton sacudió la cabeza y se encaminó hacia el extremo del sendero-. Sólo Dios sabe qué los está entreteniendo. Nada que tenga que ver con el asunto. Al menos, no era así en mis tiempos.

-¿Nada que tenga que ver con qué asunto? -inquirió Emeline con una voz que empezaba a evidenciar su exasperación.

La señora Chilton dirigió a Anthony una mirada elocuente. Él comprendió de inmediato lo que sucedía.

-La señora Chilton tiene razón. -Tomó a Emeline del brazo para seguir los pasos del ama de llaves-. Es un hermoso día para sentarse en el parque.

-¿Qué está pasando aquí? -Emeline permitió que la llevaran a rastras, pero no se mostró contenta por ello-. ¿Qué sucede, señora Chilton?

-Es culpa mía, supongo. Sentía pena por ellos, ¿me comprende? Siempre teniendo que apañárselas en parques, jardines, coches y lugares por el estilo. No puede ser cómodo, con la pierna mala del señor March y todo eso, ¡y el tiempo es tan imprevisible en esta época del año...!

-¿Qué rayos tiene que ver el tiempo con todo esto? -preguntó Emeline.

-Esta mañana el señor March me ha avisado que regresaría a eso de las tres. He visto la oportunidad de concederles unos pocos minutos a solas en una casa caldeada y con una bonita cama. -La señora Chilton resopló, fastidiada-. Era un acto de caridad. ¿Cómo iba a saber que les llevaría bastante más que unos pocos minutos?

Anthony tuvo que esforzarse por reprimir una sonrisa.

-¿Una cama? ¿El señor March y tía Lavinia? -Los ojos de Emeline se iluminaron. Su rostro se tornó de un rosado brillante y rehuyó la mirada de Anthony. De pronto, se echó a reír-. Señora Chilton, ha sido un verdadero atrevimiento de su parte. ¿Lavinia sabía lo que se proponía hacer?

-No. Después de que se metiera en la bañera le he dicho que tenía que ir a buscar grosellas para hacer mermelada. Sabía que el señor March no tardaría en llegar, de manera que le he dejado la puerta abierta. Lo he visto llegar hace cerca de una hora y creía que a estas alturas ya habrían terminado.

-Tal vez les ha puesto las cosas demasiado cómodas -opinó Anthony secamente.

-Así es. -La señora Chilton contempló el cielo vespertino-. Por suerte no llueve.

-Es verdad, aunque hace un poco de fresco. -Emeline se envolvió en su raída capa-. Por cierto, me alegro de tener esto.

La señora Chilton reparó por primera vez en su atuendo y frunció el entrecejo.

-¿De dónde diablos ha sacado eso?

Emeline se sentó en el banco.

-Es una larga historia -respondió.

La señora Chilton se sentó pesadamente junto a ella y observó la puerta de entrada de la casa con gesto hosco.

-Pues ya puede empezar a contarla. Según parece, disponemos de mucho tiempo.

Tobía se reclinó contra los cojines, con un brazo detrás de la cabeza y el otro sosteniendo a Lavinia contra su cuerpo. Sabía que se estaba haciendo tarde, pero lo último que quería en el mundo era abandonar ese lecho revuelto y a la mujer que tenía en sus brazos. Así debería ser, pensó. Tal vez, algún día...

-Esta tarde le he hecho una visita a Hudson -dijo.

Por un instante Lavinia guardó silencio. Después, se incorporó apoyándose sobre el codo y lo miró. La adormilada sensualidad que destilaban sus ojos se desvaneció y cedió paso a un gesto de preocupación.

-No me dijiste que tuvieras intenciones de hablar hoy con Howard -señaló-. ¿De qué habéis hablado?

-De ti.

-¿De mí? -Se enderezó en la cama, sujetándose la sábana contra pecho. Sus cejas se unieron sobre el puente de su nariz-. ¿Y qué habéis dicho de mí?

Tobías acarició el colgante de plata que Lavinia llevaba al cuello.

-Ya te advertí que él te desea. Está buscando una sustituta para Celeste.

-Y yo ya te dije que eso era un disparate.

-En este asunto, confía en mí.

-¡Qué humillante! No puedo creer que realmente me hayas avergonzado hasta ese punto. -Lo fulminó con la mirada-. ¿Qué le has dicho exactamente?

Tobias la obligó a recostarse sobre los cojines y rodó hasta quedar encima de ella. Deslizó una pierna entre sus cálidos y suaves muslos, le tocó el rostro entre las manos y acercó sus labios a los de ella. -Le dije que no contase contigo.

Veinte minutos después Lavinia se puso una bata para acompañarlo hasta la puerta. En la penumbra del vestíbulo lo besó por última vez.

-Date prisa -lo apremió-. La señora Chilton regresará en cualquier momento. Tenemos suerte de que ni ella ni Emeline hayan decidido volver antes de tiempo. No atino a imaginar por qué tardan tanto.

Tobias sonrió para sus adentros. Era de la opinión de que tanto la puerta sin cerrojo como la conveniente ausencia del ama de llaves apuntaban a una historia diferente, pero le pareció mejor no pensar demasiado y aceptar su buena fortuna.

-Hasta esta noche -se despidió-. Doy por sentado que todo esta listo para el gran acontecimiento.

-Así es. Los trajes llegarán dentro de una hora. Esta mañana Joan me ha enviado una nota en la que anuncia que su peluquero personal vendrá a las cinco y que el coche pasará a buscarnos a las ocho y media.

-Sin duda Anthony se presentará puntualmente a las nueve —dijo él, asintiendo-. Yo pienso aparecer a las diez. ¿Está bien?

-Perfecto. -Prácticamente lo empujó hacia los escalones-. Ahora vete.

Le cerró la puerta en la cara.

Con desgana, Tobías bajó los escalones y se encaminó hacia el final de la calle en busca de un coche de alquiler.

Avistó el grupo de rostros familiares cuando se encontraba a mitad de camino. Emeline, Anthony y la señora Chilton iban hacia él con fingida indiferencia. Anthony representó la breve farsa de sacar del bolsillo su reloj para mirar la hora.

Tobias no le hizo caso y saludó a Emeline y la señora Chilton.

-Señor March. -Emeline le dedicó una graciosa sonrisa-. Qué alegría verle. Qué inesperada sorpresa.

-Encantado, señorita Emeline. -Se detuvo junto a ella e inclinó la cabeza-. Buenas tardes, señora Chilton. Tengo entendido que ha ido a comprar grosellas.

-Sé lo mucho que le gusta a usted la mermelada de grosella -murmuró el ama de llaves.

-Es cierto, soy adicto a la que prepara usted -asintió él-. Realmente ha sido muy amable de su parte salir esta tarde a buscar más grosellas sólo para preparar una ración para mí. Espero que en el futuro no pierda las ganas de seguir haciendo mermelada.

-Depende del tiempo.

-¿Del tiempo?

La señora Chilton le dirigió una mirada reprobatoria.

-No puedo salir a comprar grosellas cuando hace frío o llueve. Le conviene no olvidarlo.

-Lo recordaré.

25

A las nueve y media de esa misma noche, Crackenburne cerró lentamente el periódico y volvió la mirada hacia Tobias.

-Las cosas no marchan muy bien en tu nuevo caso, ¿me equivoco?

Tobias se apoyó sobre la repisa de la chimenea que adornaba el salón del club y contempló las llamas.

-Con gusto mandaría el condenado caso al demonio si no fuera porque Lavinia está tan desesperada por resolverlo.

-¿Qué te propones?

-No hay mucho que pueda hacer salvo solucionar el maldito caso y demostrar que Hudson es un asesino para que ella acepte la realidad.

-Tal vez no te esté muy agradecida si demuestras que el viejo amigo de su familia es un bellaco.

Tobias divisó a Vale, que se aproximaba a ellos a través del atestado salón del club.

-Supongo que no -concedió.

-¿Qué novedades tienes con respecto a Pelling? -preguntó Crackenburne.

-Tampoco muchas. Anthony sigue tratando de localizar a la prostituta que se acuesta con Pelling. Parece haberse esfumado. Pero por lo que hemos deducido de nuestras charlas con el mozo de cuadra de la taberna, Pelling se encuentra en la ciudad simplemente para ocuparse de sus asuntos de negocios.

-No obstante, te preocupa su presencia aquí.

Tobias no le quitó los ojos de encima a Vale.

-Me parece que el hecho de que dos hombres relacionados con el pasado de Lavinia hayan elegido el mismo mes para visitar Londres es algo más que una molesta coincidencia.

-Todas las coincidencias te molestan -señaló Crackenburne lacónicamente-. Y debo reconocer que uno no puede sentirse cómodo con respecto a ese hombre. Pero tratemos de poner un poco de lógica en esto. ¿Pelling ha dicho o hecho algo que indique que tiene algún interés en Lavinia?

Tobias cerró el puño sobre la repisa.

-No -contestó.

-¿No se ha puesto en contacto con ella?

-No.

-¿Lavinia no se ha topado con él desde ese encuentro casual en Pall Mall?

-No.

-Entonces es muy probable que sus negocios en Londres no sean nada del otro mundo. -Crackenburne alzó las cejas, divertido-. Tal vez ande a la caza de una nueva esposa.

-No había pensado en esa posibilidad -reconoció Tobias, con el entrecejo fruncido.

Vale se detuvo al otro lado de la chimenea. Saludó a Crackenburne con una inclinación de cabeza, y dirigió a Tobias una cortés mirada de interrogación.

-Estoy por irme al baile de la señora Dove. ¿Puedo acercarlo? Tobias se esforzó por ocultar su sorpresa.

-Gracias. -Retiró el brazo de la repisa-. Se lo agradecería. No tenía esperanzas de encontrar un coche con esta niebla.

-Divertíos. -Crackenburne se ajustó las gafas-. Por favor, transmitid mis saludos a vuestras damas.

-Me temo que por ahora no tengo ninguna dama -murmuró Vale.

-Y no conoces personalmente a Lavinia -agregó Tobias.

-No importa -dijo Crackenburne-. Por lo que me has contado, tanto la señora Dove como la señora Lake son mujeres sumamente interesantes.

-Interesante es un extraño adjetivo para describir a una dama -comentó Vale, divertido.

-Sepa que a mi edad, las mujeres interesantes son las más atractivas. -Crackenburne volvió a desplegar el periódico-. Buenas noches, caballeros.

Tobias atravesó el club en compañía de Vale y ambos se internaron en la neblinosa noche, donde los aguardaba un elegante carruaje con un par de caballos engalanados con jaeces de igual finura.

-Crackenburne siempre se entera de los últimos rumores antes que nadie -comentó Vale mientras subía al vehículo y tomaba asiento-. Realmente sorprendente. Debe de ser una gran fuente de información para usted.

Tobias se aferró al borde de la portezuela y entró en el coche detrás de Vale, soportando estoicamente el tirón del muslo. Se acomodó entre los confortables cojines al tiempo que se perdía en la agradable fantasía de poseer alguna vez su propio carruaje con sus caballos. Podría llevar a Lavinia a dar largos paseos por el campo, cerrar las cortinillas para resguardarse de las miradas ajenas y hacerle el amor durante horas sobre mullidos almohadones.

-Crackenburne es muy útil en ciertas ocasiones -admitió.

El carruaje se adentró en la niebla.

Vale se recostó sobre los cojines de terciopelo castaño.

-El hombre tiene razón en un punto: hay mucho que decir a favor de las mujeres interesantes.

-Coincido con usted. Pero, según mi experiencia, la cualidad de interesante generalmente implica testarudez, decisión inquebrantable e imprevisibilidad.

Vale asintió con gesto amistoso.

-Esas cualidades también tienen mucho de bueno.

Tobias lo contempló a la luz de la lámpara del coche.

-No se ofenda, señor. Estoy realmente agradecido por su ofrecimiento de llevarme en su coche. Pero la curiosidad me impulsa a preguntarle si es la Medusa Azul o la señora Dove quien lo mueve a acudir al baile de esta noche en casa de Joan.

-Soy un hombre paciente, March. -Vale fijó los ojos en la ventanilla, desde donde se veía la noche envuelta en niebla-. He aguardado un año. Creo que es tiempo suficiente, ¿no lo cree usted?

-Depende de lo que esté esperando -respondió Tobias.

Veinte minutos después, Vale y él se encontraban en el rellano de una imponente escalera. Tobias escudriñó entre el gentío de invitados elegantemente vestidos, en busca de la cabellera de color rojo fuego de Lavinia. No era tarea fácil divisarla entre toda la concurrencia. Pero dondequiera que se encontrara, allí abajo, pensó que se sentiría muy satisfecha consigo misma. El baile era otro gran acontecimiento social.

El salón de baile resplandecía con las numerosas luces de tres enormes arañas. Los trajes de las damas centelleaban entre la muchedumbre como joyas brillantes. Los músicos situados en el dorado balcón que rodeaba la cámara derramaban su música sobre toda la escena.

Tobias vislumbró a Emeline en la pista. Bailaba con un joven al que no reconoció. Eso no le gustaría a Anthony.

La observación lo llevó a preguntarse dónde estaría Anthony en ese momento. Buscando limonada, sin duda.

-Nuestra anfitriona nos espera. -Vale bajó la vista hasta la base de la escalera, donde Joan aguardaba para recibir a sus invitados-. ¿Bajamos?

Tobías observó a Joan. Tuvo la sensación de que esa noche presentaba un aspecto un tanto diferente. Antes de que pudiera decidir qué era lo que le parecía fuera de lo habitual, oyó que a sus espaldas alguien pronunciaba su nombre en voz baja.

-¡Tobías!

Se volvió y vio que Anthony se acercaba presurosamente por el balcón.

-Tobias, aguarda, debo hablar contigo. Vale enarcó una ceja con gesto inquisitivo.

-Baje usted -le indicó Tobias-. Joan está esperando. Lo alcanzo enseguida.

Vale asintió y descendió lentamente por la escalera, sin apartar los ojos de Joan.

Anthony llegó a su lado. Llevaba un atuendo adecuado para el baile pero parecía desarreglado por la prisa. La niebla le había humedecido el pelo y los ojos le brillaban de agitación.

-¿Acabas de llegar? -Tobias frunció el entrecejo-. Creía que vendrías temprano para ahuyentar a todos los pretendientes de Emeline.

-La he encontrado -anunció Anthony. Sus palabras destilaban emoción y triunfo.

-Yo mismo acabo de verla hace un momento. Está en la pista de baile. Anthony, ¿notas algo raro esta noche en la señora Dove?

Anthony pareció distraído por unos instantes.

-¿En qué sentido?

-No estoy seguro. Por alguna razón, la veo diferente.

Por encima del hombro de Tobías, Anthony miró hacia la base de la escalera.

-Lleva un vestido azul.

-De eso ya me he dado cuenta. ¿Qué tiene que ver con mi pregunta?

-Es la primera vez que no aparece vestida de luto -respondió Anthony con una sonrisa.

-Ah, sí. A Vale se lo ve muy complacido, ¿verdad? -Se volvió- ¿Qué me estabas diciendo?

-La prostituta. Aquella con la que Pelling se ha enredado durante su estadía en la ciudad. La he encontrado.

-¿Por qué demonios no me lo has dicho antes? -Tobías sintió que se le aguzaban los sentidos-. ¿Has hablado con ella?

-No. Esta noche me encontraba en mi club, a punto de venir hacia aquí, cuando me han avisado de que un muchachito me aguardaba en la cera. Traía un mensaje de una de las prostitutas que interrogué. He llegado tarde porque me ha costado bastante encontrarla.

-En una noche como ésta a las mujeres no les agrada salir a la calle, a menos que no tengan otra alternativa.

-Nos hemos encontrado en la taberna. Me ha dicho que la mujer que buscamos se llama Maggie y me ha dado su dirección. -Anthony hizo una mueca de disgusto-. Por un precio, claro.

-¿Dónde vive Maggie?

-Tiene una habitación en Cutt Lane. ¿Conoces el sitio?

-Lo conozco. -Una vieja y familiar sensación de certidumbre invadió a Tobías, una energía palpitante a flor de piel. Dio una palmadita a Anthony en el hombro-. Buen trabajo. Diviértete con la señorita Emeline. Yo me voy.

Algo del entusiasmo de Anthony pareció empañarse.

-¿Vas a hablar ahora con la mujer?

-Sí.

-¿No puedes dejarlo para más tarde? -Anthony empezó a mostrarse incómodo-. La señora Lake espera que te presentes aquí, en el baile de la señora Dove. Cuando me vea, me preguntará por ti. ¿Qué me sugieres que le diga?

-Dile que me he entretenido en mi club.

-Pero...

-No te preocupes. -Lo tranquilizó Tobias-. No te va a interrogar. Entretenerse en su club es una excusa universal de los caballeros. Es apropiada para todas las ocasiones y todas las circunstancias.

-No estoy muy seguro de que la señora Lake esté de acuerdo con eso.

-Te alarmas demasiado.

Tobias dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta antes de que Anthony pudiera oponer más objeciones.

Una vez fuera, descubrió que la niebla estaba espesándose con gran rapidez. La densa bruma parecía absorber las brillantes luces de la casa para volver a reflejarlas en un muro impenetrable de vapor refulgente. Ni siquiera alcanzaba a ver el pequeño parque de la plaza.

Al final de la fila de costosos carruajes particulares aguardaba una hilera de coches de alquiler. Sus cocheros abrigaban la esperanza de que les tocara algún viaje de rebote. Tobias escogió uno y le indicó que lo llevara lo más rápidamente posible hasta Cutt Lane.

Cuando subió al coche notó un dolor agudo en la pierna. La húmeda noche se estaba cobrando su precio. Se desplomó en el asiento, cerró la portezuela y se frotó distraídamente el muslo.

Molesto al comprobar que el cochero no se ponía en marcha, se irguió y dio un golpe en el techo del vehículo para demostrar su impaciencia.

La portezuela se abrió de golpe. Miró hacia abajo y vio a Lavinia, vestida con un escotado vestido color púrpura. Semejaba una diosa vengativa. Su propia Némesis personal, pensó.

-Ayúdame a subir, por favor, March. Vayas a donde vayas, ten la seguridad de que no irás solo. Te estás acostumbrando a olvidar que somos socios.

26

Lavinia advirtió enseguida que a Tobias no le hacía muy feliz su presencia, pero decidió pasar por alto su opinión. Ella misma no estaba del mejor de los humores.

Se sentó y lo miró cerrar la portezuela del coche. El vehículo se puso marcha. Tobias desdobló las mantas que había sobre el asiento y se las colocó a ella.

-Mejor será que te cubras con esto para no pasar frío -murmuró-. Es evidente que ese vestido no fue diseñado para su uso fuera de un caldeado salón de baile.

-Si tú no te hubieras marchado tan deprisa, habría tenido tiempo de coger mi capa.

La alivió descubrir que la manta estaba razonablemente limpia. Se la colocó sobre los hombros y de inmediato se sintió abrigada. Tobias se recostó en el rincón y la observó con los ojos entrecerrados.

-Te estaba esperando en el balcón -dijo ella como respuesta a su presunta no formulada-. Os he visto entrar a Vale y a ti y he advertido que Anthony te interceptaba. Un momento después has girado en redondo y te has marchado. Era obvio que partías tras alguna pista. ¿Adónde vamos?

-Voy camino a encontrarme con una meretriz llamada Maggie -respondió él en tono neutro-. Para tu información, no tiene nada que ver con el asunto de la Medusa.

-Pamplinas. No esperarás que me crea esa tontería. ¿Por qué otra razón saldrías en una noche como ésta a hablar con una meretriz, sino para investigar...?

Se interrumpió de golpe, boquiabierta al ocurrírsele que sí había una razón por la que un caballero podía tomar un coche e ir a ver a una prostituta. Un intenso dolor se retorció en su interior como una serpiente, seguido por una profunda sensación de vacío y aturdimiento. Se quedó inmóvil, contemplando a Tobias, incapaz de hablar.

-No, querida mía, ésa no es la razón por la que voy a visitar a esa buscona. Sin duda me conoces ya lo suficiente como para estar segura al menos de eso.

La inundó una oleada de alivio. Claro que Tobias no requeriría los servicios de una prostituta. No la traicionaría. ¿Qué rayos le pasaba? Con gran esfuerzo de voluntad recobró la compostura lo mejor que pudo. Presa todavía de cierta confusión, aferró la manta con fuerza.

-Dime de qué trata todo esto, Tobias. Tengo derecho a saberlo.

Él la contempló en silencio durante un lapso tan largo que ella empezó a pensar que no le contestaría.

-Tienes razón -concedió por fin Tobias-. Tienes todo el derecho a saberlo. En resumidas cuentas, me dijeron que una mujer llamada Maggie ha estado entreteniendo a Pelling durante su estancia aquí en la ciudad

Lavinia estaba tan sorprendida que lo único que pudo hacer fue quedarse mirándolo inexpresivamente, hasta que tomó conciencia de que no era una pose muy atractiva.

-¿Todo esto está relacionado con Oscar Pelling? -logró preguntar al fin.

-Sí.

-No comprendo.

Tobias apoyó el brazo en el borde de la ventanilla.

-Pensé que lo mejor sería tenerlo vigilado mientras se encontraba en Londres. Anthony hizo algunas pesquisas en la posada en la que se aloja Pelling y averiguó que ha estado visitando a una prostituta de la zona. Quiero entrevistarla.

-Pero ¿por qué? ¿Qué esperas descubrir?

Él se encogió de hombros.

-Nada, probablemente. Pero nunca me he sentido muy a gusto con el hecho de que tanto Pelling como Hudson aparecieran aquí en Londres al mismo tiempo.

-Creía que estábamos de acuerdo en que no era más que una coincidencia.

-Tú estabas segura de eso. Yo no quedé totalmente convencido.

-De modo que hiciste averiguaciones sobre las actividades de Pelling.

-Así es.

-Entiendo. -No sabía qué decir al respecto. Pensó que debía reñirlo por no comunicarle que estaba investigando en esa dirección. Por otra parte, él se había preocupado por su bienestar. Decidió que guardaría la bronca para más adelante-. Supongo que no has descubierto nada alarmante.

-Debo reconocer que he empezado a preocuparme un poco por Maggie. Las mujeres que se acercan a Pelling parecen terminar mal, y a Anthony le costó mucho localizarla.

Lavinia se estremeció.

-Comprendo.

-Quiero tener la tranquilidad de que está a salvo. También quiero hacerle algunas preguntas sobre las actividades que Pelling desarrolla en la ciudad.

Lavinia lo ojeó con curiosidad.

-Pero no ha hecho nada por encontrarme. De hecho, ¿por qué iba a hacerlo? Ya te dije que en su momento le pareció conveniente culparme del supuesto suicidio de su esposa. No es posible que ahora tenga interés alguno en mí. La verdad es que le sobran motivos para evitarme.

-Lo sé. Pero no me gusta esta situación.

-Eso ya lo he notado -respondió ella con una leve sonrisa.

-Eso es lo malo de dedicarse a las investigaciones -dijo Tobias, mirando la neblinosa calle por la ventanilla-. Uno debe ir dando tumbos de un lado a otro, haciendo preguntas hasta que finalmente obtiene algunas respuestas.

-No es muy distinto de nuestra propia relación, en mi opinión-comentó ella por lo bajo.

Tobias volvió la cabeza.

-¿Qué has dicho?

-Nada importante. Cavilaciones personales.

Logró desplegar una sonrisa radiante, pero en su interior no se sentía tan relajada. Pensaba que la relación entre ambos era un asunto extraño. Ninguno de los dos era cobarde, pero en esa cuestión ambos se movían con tanta cautela como si intentasen atravesar una comarca peligrosa, un mundo en el que riesgos invisibles acechaban en cada sombra.

Aunque quizás ese fuera sólo su propio punto de vista sobre la situación. Por lo que sabía, Tobias no veía nada complicado ni inquietante en el arreglo que tenían. Después de todo, era un hombre. Sabía por experiencia que los hombres tendían a abordar las cuestiones sentimentales de manera más directa que las mujeres. Cuando todo estaba dicho y hecho, y aunque de vez en cuando él se quejara de los lugares donde se veían a escondidas, sí que obtenía cierta dosis de satisfacción física de manera regular. Tal vez para él fuera suficiente.

Recorrieron en silencio la distancia que los separaba de Cutt Lane. Cuando el coche finalmente se detuvo, Lavinia se asomó al exterior y vio un solitario farol de gas frente a una entrada en penumbra. En una de las ventanas titilaba la luz de candiles encendidos. Detrás de los gruesos cortinajes se vislumbraba una silueta que se movía de un lado a otro.

Tobias abrió la portezuela y se apeó. Luego sujetó a Lavinia de la cintura y la alzó en vilo para bajarla del vehículo. Se volvió para arrojarle algunas monedas al cochero.

-No tardaremos -le aseguró-. Por favor, tenga la amabilidad de esperarnos.

-Bien. -El cochero revisó las monedas a la luz de la linterna. Evidentemente complacido, se las guardó rápidamente en el bolsillo-. Aquí estaré cuando esté listo para partir, señor.

-Ven. -Tobías tomó a Lavinia del brazo y la condujo a la oscura entrada de un corto callejón-. Cuanto más rápidamente encontremos a Maggie, antes podremos retornar al baile.

Lavinia no discutió. Se envolvió los hombros con la manta como si se tratara de un fino chal de la India y avanzó junto a él.

Más candiles y alguna linterna ocasional brillaban en las ventanas del angosto pasaje. Tobias pisó el umbral de una entrada de piedra y llamó con el aldabón. Los golpes retumbaron, siniestros, en las tinieblas. No hubo respuesta, pero Lavinia oyó que se abría una ventana en la planta alta. Alzó la vista y vio a una mujer inclinada que sostenía un pesado candelabro de hierro con una vela. La vacilante luz de la pequeña llama iluminó sus facciones afiladas y los ojos que parecían hundidos en profundos pozos.

La mujer llevaba una bata mal atada que al abrirse expuso sus hombros huesudos y sus escuálidos senos a la húmeda noche y a la vista de cualquiera que pasara por el callejón.

-¡Eh, vosotros, ahí abajo! -los llamó con voz de ebria-. ¿Estáis buscando algo de diversión para esta noche?

Tobías se alejó un paso de la entrada.

-Estamos buscando a Maggi.

-Bueno, pues estás de suerte porque ya la has encontrado —Maggi se inclinó peligrosamente sobre el antepecho-. Pero sois dos, y tu amiga es una dama. Veo que eres uno de esos a los que les gusta mirar a dos mujeres juntas divirtiéndose, ¿eh? Esto te costará más.

-Sólo queremos hablar con usted —dijo Lavinia rápidamente-. Y, por supuesto, le pagaremos por su tiempo.

-Hablar, ¿eh? -Maggie lo pensó por un momento y luego se encogió de hombros-. Bueno, mientras estéis dispuesto a pagar, a mí me da lo mismo. Subid. El primer cuarto después de subir las escaleras.

Tobias llevó la mano al picaporte, que cedió de inmediato. Lavinia echó un vistazo por encima de su hombro y alcanzó a ver un angosto vestíbulo y una destartalada escalera iluminada por una sola vela humeante colocada en un aplique de la pared.

-Procura resistir la tentación de pagarle de más —le advirtió Tobias-. Especialmente porque no me cabe duda de que usaremos dinero mío.

-Por supuesto que usaremos dinero tuyo. Yo no llevo nada encima. Una dama nunca lleva dinero a un baile importante.

-Por alguna razón, no me sorprende.

La hizo pasar al vestíbulo y entró tras ella, deteniéndose apenas para cerrar la puerta.

Lavinia comenzó a subir la escalera, seguida por Tobias. Cuando ya habían alcanzado el cuarto escalón oyó que la puerta se abría de golpe tras ellos.

Dos hombres vestidos con toscos ropajes irrumpieron en el vestíbulo.

Fueron directamente hacia Tobias. La luz del aplique de la pared relumbró malévolamente sobre las hojas de sus cuchillos.

-¡Tobias! ¡Detrás de ti!

Él no respondió. Estaba demasiado ocupado rechazando el ataque. Lavinia lo vio aferrarse al pasamanos de la escalera y usarlo para apoyarse. Desde allí lanzó un puntapié.

El golpe alcanzó al primero de los hombres en el pecho. El villano jadeó sin aire y retrocedió, tambaleante, hasta chocar con su compañero.

-¡Fuera de mi camino, maldito estúpido! —El segundo hombre empujó a un lado a su compañero y se arrojó sobre Tobias. Su brazo describió un violento y breve arco. El cuchillo rasgó el aire.

Tobias lanzó otra patada. El hombre siseó como una serpiente y se echó hacia atrás para esquivarla, agarrándose al pasamanos.

-Ve al cuarto de Maggie -ordenó Tobias a Lavinia, sin apartar los ojos de los dos hombres-, y echa el cerrojo a la puerta.

Se abalanzó encima del rufián que tenía más cerca. Ambos cayeron juntos con un desagradable ruido sordo al pie de la escalera. Rodaron por el suelo y chocaron contra la pared.

Arriba se abrió una puerta y Maggie apareció con el candelabro de hierro en la mano.

-¿Qué pasa allí abajo? -preguntó con voz pastosa-. Vamos. No quiero ningún problema.

Lavinia se deshizo de la manta, se recogió la falda y corrió escaleras arriba.

-Deme ese candelabro -le pidió mientras se lo arrebataba de la mano.

-¿Qué está haciendo? -le preguntó Maggie.

-Oh, por favor. -Lavinia retiró la chorreante vela de sebo del candelabro y la puso en la mano de Maggie.

-¡Ay! -se quejó ésta, llevándose los dedos a la boca-. Esto sí que quema.

Lavinia no le prestó atención y bajó a toda prisa esgrimiendo el candelabro de hierro.

Vio a Tobias y al segundo de los rufianes forcejeando en el suelo vestíbulo. La luz danzaba sobre el filo del cuchillo.

El primero de los hombres consiguió incorporarse al pie de la escalera. Parecía aturdido, pero era evidente que rápidamente se recuperaría del fuerte golpe que había recibido. Recogió el cuchillo que se le había caído, y se agarró a uno de los barrotes del pasamanos, con la intención de ponerse de pie.

Contempló a los dos hombres enzarzados en un silencioso y mortal combate sobre el suelo. Quedaba claro que estaba esperando el momento indicado para acudir en ayuda de su compañero.

Lavinia levantó el candelabro de hierro, rezando para que el hombre al pie de la escalera no mirase atrás.

En la planta baja, Tobias y su atacante se irguieron y volvieron a caer para rodar una vez más con gran violencia. Uno de los dos soltó un ronco gemido. Lavinia no logró discernir cuál era el que había gritado de dolor. La acometieron oleadas simultáneas de furia y de miedo.

Bajó hasta el segundo escalón y, con todas sus fuerzas, lanzó un golpe con el candelabro de hierro.

En el último instante, el hombre percibió la amenaza que se cernía sobre él. Empezó a darse la vuelta y levantó un brazo para protegerse.

Pero ya era tarde. El candelabro rebotó pesadamente contra el costado de su cabeza e impactó en su hombro con tal fuerza que Lavinia la sintió transmitirse por todo su cuerpo. El rufián trastabilló y chocó contra la pared. El cuchillo cayó repiqueteando sobre el primer escalón.

Por un extraño instante, Lavinia y el hombre se miraron el uno al otro. Entonces avistó la sangre que manaba del tajo que el rufián tenía en la cabeza.

-¡Perra!

Enfurecido, embistió contra ella con los brazos extendidos pero sus movimientos eran torpes e inestables.

Lavinia se asió al pasamanos y lo utilizó para saltar varios escalones. Alzó de nuevo el candelabro, preparada para asestarle otro golpe. El hombre vio el arma y vaciló, tambaleándose bajo la luz.

Al pie de la escalera apareció Tobias, oculto en las sombras. Su rostro era una máscara de hielo. Tomó al hombre del hombro, lo obligó a girarse y le propinó un puñetazo directo a la mandíbula.

El hombre soltó un grito y, dando traspiés, se lanzó ciegamente hacia la puerta principal. El segundo de los dos la había abierto y ya se encontraba fuera.

Ambos huyeron amparados por la niebla. El sonido hueco de sus botas al golpear los adoquines no tardó en extinguirse.

Con el corazón desbocado, Lavinia estudió a Tobias de pies a cabeza. Durante la pelea se le había desatado la corbata, que aparecía con manchas de sangre, al igual que la pechera del abrigo.

-Estás sangrando. -Lavinia se recogió las faldas y bajó velozmente la escalera.

-No es sangre mía. -Con un gesto de repugnancia tomó la punta de la corbata, se la quitó y la arrojó a un lado-. ¿Tú estás bien?

-Sí. -Ella se detuvo un escalón más arriba que él y le tocó la cara con gesto ansioso-. ¿Estás seguro de que no estás herido?

-Totalmente seguro. -Frunció el entrecejo-. Te he dicho que te encerraras en el cuarto de Maggie.

-Esos dos trataban de matarte. No esperarías que me quedara tranquilamente encerrada en un cuarto mientras ellos cumplían su cometido. Vuelvo a recordarle, señor, que somos socios en esta empresa.

-¡Maldición, Lavinia, podrían haberte herido de gravedad!

Más arriba se oyó la risita de Maggie.

-En mi opinión, la dama te ha hecho un favor.

-No le he pedido su opinión -gruñó Tobias.

Maggie se rió de nuevo.

-Sugiero que sigáis con esta discusión en otro momento -dijo Lavinia, crispada-. Tenemos algo que hacer aquí, por si lo has olvidado.

Tobias se frotó la barbilla con expresión dolorida.

-No lo he olvidado. -Alzó la mirada hacia Maggie-. ¿Conoce a esos hombres?

Maggie negó con la cabeza.

-Jamás los había visto. Una pareja de forajidos que os habrán echado el ojo en el callejón y han decidido seguiros hasta aquí, supongo. -Señaló con un gesto la puerta abierta a sus espaldas-. Subid, si todavía tenéis ganas de hacer preguntas.

-Sí. -Tobias subió los escalones detrás de Lavinia-. Tengo muchas ganas de hacer preguntas.

Siguieron a Maggie hasta un sórdido cuartucho amueblado con un jergón, un lavabo y un pequeño baúl. Sobre una mesa había una botella abierta de ginebra.

Lavinia devolvió a Maggie el candelabro de hierro y se sentó en un taburete, cerca de la chimenea apagada. Tobias fue hasta la ventana y fijó la vista en el callejón. Lavinia se preguntó si estaría tratando de divisar a los hombres que lo habían atacado. Pensaba que no era muy probable que se acercaran por allí.

-Queremos preguntarle por un hombre llamado Oscar Pelling -dijo Tobias sin volverse-. Tenemos entendido que ha contratado sus servicios durante los últimos días.

-Pelling. Ese desgraciado. -Maggie colocó la vela en el candelabro y lo depositó sobre la mesa. Acomodó su delgada figura sobre un banco y se sirvió una copa de ginebra-. Sí, lo acepté como cliente durante un tiempo, pero nunca más. Nunca, después de lo que me hizo la última vez.

-¿Qué hizo, exactamente? -preguntó Lavinia.

-Esto hizo, sí señora. -Maggie ladeó la cabeza para que su rostro quedara iluminado por el resplandor de la vela-. Hace días que no puedo trabajar por su culpa.

Por primera vez, Lavinia vio que la zona que rodeaba los ojos de Maggie estaba amoratada e hinchada.

-¡Santo Dios, le ha pegado!

-Así es. -Maggie tomó un trago de ginebra y puso la copa sobre la mesa-. En este negocio una chica debe mostrarse flexible, pero hay cosas que no pienso aguantar por nada del mundo. Ningún hombre que me levanta la mano vuelve a poner un pie en este cuarto, por muy distinguido que sea.

Tobias se había apartado de la ventana. Observó a Maggie, absorto. Sus ojos entrecerrados semejaban dos rendijas.

-¿Cuándo la golpeó Pelling?

-La última vez que vino a verme. -Arrugó el entrecejo, haciendo un esfuerzo por recordar-. Creo que fue el miércoles pasado. Se había comportado bien en su primera visita. Un poco duro, pero nada fuera de lo común. En cambio, la última vez tuvo un ataque de furia muy extraño.

-¿Un ataque? -repitió Lavinia con cautela.

-Sí. Creí que se había vuelto loco. Y todo porque me burlé un poquito de él. -Maggie se sirvió un poco más de ginebra.

-¿Por qué se burló de él? -preguntó Tobias.

-Bueno, había venido un poco más tarde que de costumbre, ¿sabe? Casi al amanecer. Acababa de irme a acostar. Cuando llamó a la puerta miré por la ventana y enseguida supe que estaba de mal humor. Estuve a punto de no dejarlo entrar. Pero había sido siempre un buen cliente. Siempre pagaba un dinerillo extra a modo de agradecimiento. Rico come un sultán, sí señor.

Hizo una pausa para beber más ginebra.

-Ha dicho que se burló de él -le recordó amablemente Lavinia.

-Sólo trataba de animarlo un poco. Pero lo único que logré fue empeorar las cosas. Me dio una buena paliza, oh, sí. Y todo el tiempo no dejaba de soltar los peores improperios sobre las mujeres: que tenían serpientes en lugar de cabellos y que transformaban a los hombres en piedra con sus ojos. -Maggie se estremeció-. Como os he dicho, se volvió loco. No sé qué habría sido de mí si mi amiga de arriba no hubiera bajado a ver qué era todo ese barullo. Cuando llamó a la puerta, él dejó de golpearme.

Lavinia recordó las terroríficas escenas que Jessica, la esposa de Pelling, había descrito en estado de trance.

-Gracias a Dios que su amiga llegó a tiempo.

-Así es. El desgraciado podría haberme matado.

-¿Qué hizo Pelling después de que su amiga interrumpiese la paliza? -quiso saber Tobias.

-Se dio la vuelta y salió por esa puerta, tan tranquilamente, como si no hubiera hecho nada fuera de lo corriente. La verdad es que parecía estar de mejor humor. Yo no diría alegre, pero sí más tranquilo. A Dios gracias, no ha vuelto desde entonces.

Tobias se quedó pensativo.

-No nos ha dicho exactamente qué burlas le hizo usted.

-No fue nada, ¿sabes? Cosillas. -Maggie frunció la nariz-. Sigo sin entender qué lo sacó de sus casillas.

-¿Qué «cosillas»? -preguntó Lavinia.

-Su corbata -respondió Maggie.

Lavinia sintió que se le helaba la sangre en las venas.

De pie junto a la ventana, Tobias permaneció inmóvil. Ella percibió al cazador que había en él, olisqueando la presa.

-¿Qué pasó con la corbata de Pelling? -preguntó en voz baja.

-Bueno, no la llevaba puesta la última vez, ¿sabe? -dijo Maggie con su voz espesada por la ginebra-. Iba bien vestido, como si viniera de su club o de un baile elegante, pero sin corbata.

Los ojos de Lavinia se encontraron con los de Tobias. Imposible, pensó.

-Le daba un aspecto raro -prosiguió Maggie-. Como si su valet no lo hubiera vestido como es debido. De modo que le dije en broma, que tal vez estaba tan ansioso por venir a verme que había empezado a desvestirse antes de llegar. Le pregunté si había perdido la condenada corbata por el camino. Fue entonces cuando se volvió loco de ira.

27

-Sabía que tenía que existir una conexión. -Tobias subió al coche detrás de Lavinia y cerró la portezuela-. Tenía que haber un vínculo entre Hudson y Pelling. Era una casualidad demasiado llamativa que los dos hombres relacionados contigo aparecieran en Londres al mismo tiempo.

La fiera expresión de ave de presa que emanaba de sus ojos era inquietante. En momentos como ése Lavinia comprendía más que nunca que había algo peligroso detrás de la tranquila apariencia de aquel hombre. No le infundía miedo; más bien temía por la seguridad de él. Cuando le hervía la sangre, Tobias era incapaz de medir los riesgos a los que se exponía.

Esas nuevas revelaciones requerían reflexiones lógicas, pensó. Nada de acción inmediata.

-Debemos proceder lenta y cuidadosamente -dijo-. Reconozco que el hecho de que la noche en que Celeste fue estrangulada con una corbata Pelling perdiera la suya es una coincidencia más que llamativa. Pero ¿qué relación podía haber entre Celeste y Pelling?

-Sospecho que, por alguna razón, Pelling también desea hacerse con el brazalete de Medusa. Tengo la impresión de que contrató a los Hudson para que lo robaran. Quizá se convirtió en amante de Celeste. Esa noche, ella fue despreocupadamente a encontrarse con él, y él la mató, ya sea porque discutieron o porque creyó que ya no la necesitaba para conseguir el brazalete.

-¿Y advirtió demasiado tarde que ella lo había escondido antes de reunirse con él en el almacén?

-Ésa es la deducción lógica -afirmó Tobias con satisfacción.

Lavinia alzó la mano.

-No del todo. Piensa un momento, Tobias. Si Howard estuviera enterado de la implicación de Pelling en todo esto, sabría que Pelling es el asesino. ¿Por qué iba a contratarnos para descubrir al asesino de Celeste si ya sabe quién es?

-Porque lo que Hudson quiere es el brazalete, no que se haga justicia por la muerte de su esposa. Debe de haberse dado cuenta de que Pelling no lo tiene, de modo que nos puso tras la pista de la Medusa, con la esperanza de que removiésemos cielo y tierra para encontrar la maldita antigüedad antes que Pelling.

Lavinia extendió ambas manos.

-Pero ¿por qué querría Pelling ese brazalete?

-¿Es coleccionista?

Lavinia pensó en las conversaciones que había mantenido con Jess Pelling.

-Para ser sincera, no lo sé. Nunca surgió ese tema. Todo lo que puedo decir es que es lo suficientemente rico como para permitirse coleccionar antigüedades exóticas.

-Creo que conozco a alguien capaz de aclararnos esa duda.

Veinte minutos más tarde, Vale y Joan Dove salieron de la mansión y se dirigieron a la terraza, donde Tobias y Lavinia, junto a Emeline y Anthony, los aguardaban. Pocos minutos antes, Emeline había recogido la capa de Lavinia y se la había entregado.

Con una sola mirada glacial, Vale tomó nota del aspecto desaliñado de Tobias. Enarcó las cejas.

-Anthony me ha comunicado que deseaba hacerme una consulta. Pero que no estaba en condiciones de entrar en el salón de baile. Ahora veo a qué se refería. ¿Le molesta que le pregunte qué ha ocurrido?

-Es una historia larga y un poco aburrida -contestó Tobias.

-La verdad es que dos hombres han intentado matarlo -intercedió Lavinia, apretando con fuerza el brazo de Tobias.

-Evidentemente, no han tenido éxito -dijo Vale-. Enhorabuena, señor.

-Mi socia me ha echado una mano -dijo Tobias, mirando a Lavinia de soslayo.

-En efecto -corroboró Lavinia con firmeza.

-¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Vale, centrando de nuevo su atención en Tobias.

-Decirme si Pelling es o no coleccionista de antigüedades.

Vale no respondió de inmediato. A Lavinia le pareció que meditaba la respuesta según una lógica propia.

-No, que yo sepa -dijo finalmente-. Es posible, desde luego. Por supuesto, no pretendo conocer a todos y cada uno de los coleccionistas serios de Inglaterra. Pero no estoy enterado de que Pelling tenga interés académico en las reliquias. No ha presentado ninguna solicitud para ingresar en el club de los Entendidos.

Lavinia sintió que se le caía el alma a los pies. Advirtió que había estado conteniendo la respiración. Al diablo con la teoría de Tobias, pensó. Le echó una ojeada para ver cómo encajaba las malas noticias.

Para su sorpresa, estaba impertérrito.

-Hudson quiere el brazalete de Medusa por motivos que no tienen nada que ver con un interés académico en las antigüedades -aseveró Tobias-. Quizá Pelling esté obsesionado con el brazalete por alguna razón que desconocemos.

-Maggie dijo que la noche en que fue a verla, después del asesinato, Pelling estaba furioso -comentó Lavinia con el ceño fruncido-. Si resulta que Pelling no está totalmente en sus cabales, es posible que desee ese brazalete por motivos inexplicables.

-Desgraciadamente, no disponemos de ninguna prueba -se lamentó Tobias-. Dudo que en estas circunstancias podamos hacer demasiado con respecto a Hudson, pero Pelling es un asesino y debe ser detenido. Si usted desea colaborar, Vale, tal vez sea posible tenderle una celada para hacerlo caer en la trampa. Tal vez podamos engatusarlo para que se delate ante dos hombres cuyo juramento fuera incuestionable.

-Deduzco que yo sería uno de esos testigos -dijo Vale-. ¿Quién sería el otro?

-Crackenburne.

Vale reflexionó por unos instantes.

-Podría funcionar. ¿Cómo planea montar la escena?

-Con la ayuda del señor Nightingale -dijo Tobias, esbozando una sonrisa.

Vale y él intercambiaron la mirada.

-Con un poco de suerte, tendremos tiempo para colocar el señuelo y tender la trampa esta misma noche -agregó Tobias.

Aún en las tinieblas que envolvían la terraza, Lavinia pudo detectar el frío placer de la cacería en los ojos de los dos hombres.

Sin embargo, la expectativa del depredador que alentaba en Tobias se desvaneció al poco rato, cuando envió un mensaje cuidadosamente redactado a la pensión donde se alojaba Pelling, en el que lo invitaba a una subasta estrictamente privada.

La contestación llegó de inmediato. Oscar Pelling había hecho su equipaje y se había marchado poco después de la medianoche. Nadie sabía adónde se había dirigido.

-Uno de los aspectos más irritantes de esta cuestión -observó Lavinia poco antes del amanecer, con una copa de jerez en la mano- es que el señor Nightingale exige que se le pague por su tiempo, a pesar de que el plan se ha frustrado. Y lo malo es que no tenemos clientes suficientes para cubrir gastos.

28

A la mañana siguiente, Tobias se presentó para tomar un desayuno tardío en un estado de ánimo que no presagiaba nada bueno para ninguno de los que lo rodeaban.

Anthony, con un aspecto no mucho mejor que el de Tobias, entró en la sala del desayuno detrás de él.

La sonrisa de placer que Emeline se disponía a dedicarle se transformó enseguida en un gesto de honda preocupación.

-Oh, querido, ¿ha pasado algo malo?

Lavinia dejó su taza sobre el plato.

-¿Qué ha sucedido? -preguntó a su vez.

Tobias se sentó en su sitio habitual y cogió la cafetera.

-Ambos se han esfumado -respondió.

-¿Ambos? -Lavinia buscó sus ojos y después miró a Anthony como pidiéndole ayuda.

-No sólo Pelling ha desaparecido. Hace un rato hemos hecho una visita a las habitaciones del doctor Hudson. También se ha ido. -Anthony titubeó, apoyando una mano en el respaldo de la silla-. ¿Puedo sentarme?

-Sí, naturalmente -se apresuró a decir Emeline.

Lavinia arqueó las cejas.

-Discúlpanos por nuestro pequeño lapsus de cortesía, Anthony. Es que nos hemos acostumbrado al estilo de Tobias, que se comporta como si estuviera en su casa. Ya no espera a que lo invitemos, como podrás comprobar.

Tobias hizo caso omiso del comentario. Se sirvió café y le pasó la cafetera a Anthony.

-He llegado a la conclusión de que los dos forajidos que nos atacaron anoche deben de haberle dicho a Pelling que fracasaron. Sin duda dedujo que si sabíamos lo suficiente como para interrogar a Maggie, estábamos demasiado cerca. Debe de haber puesto sobre aviso a Hudson. O tal vez el condenado hipnotizador llegó por su cuenta a la conclusión de que era el momento de marcharse.

-¿Adónde cree que se han ido? -preguntó Emeline a Tobias.

-Todavía no tengo forma de saberlo. -Tobias examinó los platos dispuestos sobre la mesa, como un irritable Minotauro observando las ofrendas para el sacrificio. Eligió la bandeja de huevos-. Dudo que ninguno de los dos se atreva a volver a sus lugares de residencia. No me sorprendería enterarme de que van rumbo al continente. Quizás Hudson decida regresar a América.

-Lo cierto es que ninguno de los dos se dejará ver por Londres en un futuro cercano -dijo Anthony con cierta satisfacción.

-El hecho de que hayan liado los bártulos al mismo tiempo demuestra de una vez por todas que eran, en efecto, socios en este asunto -señaló Tobias.

-No necesariamente. -Lavinia se sirvió una pequeña porción de huevos y dirigió a Tobias una mirada severa-. Howard bien puede haber abandonado la ciudad porque se haya sentido intimidado por tu actitud cuando lo fuiste a ver el otro día. Después de todo, en cierta forma lo amenazaste, ¿o no?

Tobias se encogió de hombros.

-Más que en cierta forma. Sí.

-No me comentaste que habías hablado con Hudson -saltó Anthony, con los ojos puestos en él-. ¿Qué le dijiste?

-Era un asunto privado. -Tobias buscó la mirada de Lavinia mientras amontonaba huevos en su plato-. Nada que esta mañana deba preocuparnos.

La señora Chilton irrumpió con una nueva bandeja de huevos.

-Ahora se junta toda una multitud aquí por la mañana. Tendremos que pensar en aumentar el pedido diario al lechero.

Lavinia carraspeó audiblemente.

-Aumentar las cantidades de huevos y de leche sería muy costoso -repuso.

-Estoy segura de que podemos permitirnos comprar algunos huevos más -se apresuró a replicar Emeline.

-Esta misma mañana Whitby ha mencionado el hecho de que ya no utiliza la cantidad de huevos de siempre -terció Tobias, solícito-. Le pediré que se los envíe, señora Chilton.

-Muy bien, señor. -La señora Chilton retrocedió hacia la salida-. Iré a buscar más tostadas.

-Y mermelada -añadió Tobias-. Nos hemos vuelto a quedar sin mermelada.

-Sí, señor. Más mermelada.

-Hablando de su excelente mermelada -dijo Tobias-, ¿cómo está su provisión de grosellas?

Realmente, era el colmo, pensó Lavinia. Ahora actuaba como si se hubiese hecho cargo de su cocina. Lo siguiente sería inspeccionar la ropa blanca y dictaminar qué arbustos debía plantar en su jardín.

-No es necesario que se preocupe por nuestra provisión de grosellas, señor -soltó, furibunda-. Tengo la certeza de que disponemos de la cantidad necesaria.

-Pero no desearíamos correr el riesgo de quedarnos sin grosellas. -Tobias sonrió a la señora Chilton-. ¿Está segura de que esta tarde no necesita salir de compras, señora Chilton? Promete ser un día precioso.

La señora Chilton exhaló un suspiro.

-Supongo que comprar un poco más no le haría mal a nadie -dijo, y se fue.

Emeline y Anthony cruzaron una mirada de complicidad. Lavinia habría jurado que ambos trataban de reprimir una sonrisa.

Tobias bebió un sorbo de su café y se mostró bastante más complacido de lo que estaba unos minutos antes, al entrar a la sala para desayunar.

Lavinia se preguntó si el tema de las grosellas siempre le levantaba el ánimo de ese modo. Quizá no estuviera de más tener siempre una buena reserva de grosellas.

Poco después de las dos de la tarde, Emeline apareció en la puerta del estudio, con el sombrero en la mano.

-Acaba de llegar Priscilla en el coche de su madre. Salimos para encontrarnos con Anthony y uno de sus amigos. Vamos a ver la nueva exhibición de pinturas en la pequeña galería de Bond Street.

-Muy bien. -Lavinia no alzó los ojos de sus notas sobre el caso del brazalete de Medusa-. Que te diviertas.

-Es probable que no regresemos antes de las seis. Priscilla quiere comprarse un nuevo abanico, y después, Anthony y su amigo nos van a llevar a pasear al parque en el carruaje de lady Wortham.

-Hummm.

-La señora Chilton acaba de salir a comprar grosellas.

-Sí, ya lo sé. -Lavinia mojó la pluma en el tintero y comenzó una nueva oración.

-Veo que estás concentrada en tu diario. Hasta luego.

-Adiós.

Instantes después la puerta se cerró tras Emeline. Un extraño silencio envolvió la casa. Lavinia completó otra frase y se detuvo a leer lo que había escrito: