—¿Sabíais que los africanos se disfrazan para danzar? —preguntó Lucía apoyada sobre el tocho que leía en la biblioteca de al lado del colegio.
—Chis —chistó Marisa unas mesas más atrás.
Con la emoción de la lectura, Lucía no se había dado cuenta de que levantaba la voz más de lo debido. Ni que Marisa y sus Pitiminís estaban cerca. Lucía ni siquiera se disculpó, dirigió una mirada aviesa a aquella presumida y continuó hablando en un tono más moderado. No lo hacía por aquella bruja, sino por no molestar a los demás ocupantes, pues ese miércoles por la tarde la biblioteca estaba hasta los topes. Como la del colegio tenía horario escolar, todos los estudiantes debían de haber tenido la misma idea y habían optado por trabajar en la biblioteca pública más cercana.
—Pues eso. Tienen unas máscaras guapísimas. Quizá pueda conseguir una para el trabajo.
—Creo que mi padre tiene una que le trajo un amigo. Diría que es de Senegal, no sé si te sirve. Creo que las danzas del norte y del sur del continente no tienen nada que ver. Pero puedo preguntarle si te la presta, tía —le propuso Raquel.
—¡Vale! Gracias, Raquelpedia. —Le guiñó un ojo Lucía al referirse al apodo que le había puesto Mario, antes de volver a su libro.
Nunca dejaba de sorprenderle el hecho de que la cabeza de Raquel fuera una fuente inagotable de información. Frida, sentada a su lado, añadió:
—Qué ingenioso es este Mario. A mí no se me habría ocurrido un mote mejor. —Y le guiñó un ojo a Raquel, que se rió antes de responder:
—El tuyo es payasa, ¿no? —Ambas se carcajearon antes de volver a sus libros.
Lucía sonrió satisfecha: Frida había arreglado definitivamente las cosas con Raquel y llevaban varios días siendo amigas, como personas civilizadas. El lunes por la noche, justo después del fin de semana, le había contado por WhatsApp a Lucía que había seguido su consejo y había hablado con Raquel esa tarde al salir del colegio:
Aquello era suficiente para que Lucía comprendiera que Frida se había lanzado, al fin, a compartir con Raquel todas sus dudas. La intriga estaba en saber cómo acabaría aquello: ¿se marcharía Raquel del equipo? Si así era, ¿aceptaría Frida el cargo de capitana?
Ahora leía concentrada el siguiente libro que
había elegido para continuar con su investigación, y es que
llevaban toda la semana yendo a una u otra biblioteca cada vez que
tenían un descanso: en los recreos, la hora de estudio o, incluso,
como aquel día, al acabar las clases por la tarde. ¡Estaban
irreconocibles! El motivo lo valía: el trabajo que les había
encargado Flora las tenía de lo más entregadas. ¿Quién les iba a
decir que algo relacionado con el colegio les pudiera motivar
tanto? Pues Flora lo estaba consiguiendo. Ya lo decía Lucía, que
aquella mujer solo podía traer cosas buenas.
Debían entregar el trabajo a la semana siguiente y faltaba mucho por investigar. Cuanto más leían, más cosas querían saber. Finalmente, Lucía había decidido hacerlo sobre la danza, tal como le había aconsejado Mario, pero cada una de sus amigas había elegido un tema diferente: Bea se había decantado (cómo no) por los instrumentos; Susana, por la lectura; Raquel lo hizo sobre la comida, y Frida, sobre el deporte. Así, cada una debía explorar los distintos hábitos en diferentes zonas del mundo para conocer perspectivas variadas. Por ejemplo, Raquel había descubierto que la dieta mediterránea era de las más sanas y por eso España era el segundo país del mundo con la esperanza de vida más elevada. El primer puesto de la lista lo ocupaba Japón, con su dieta a base de arroz, algas y pescado.
—¡Qué asco! Pescado crudo... ¡Prefiero mil veces los huevos plastificados del colegio! —exclamó Lucía, que todavía no le había encontrado el atractivo a eso del sushi.
—Ya estás cerrándote a otras perspectivas, nena. Flora pretende que hagamos justo lo contrario —le recordó Frida.
Lucía se quedó pensando en esas palabras y comprendió que su amiga tenía razón.
—Está bien. Probaré las pelotitas esas de arroz... —prometió Lucía. La próxima vez que fuera a un restaurante japonés no pediría solo fideos con verduras.
Empezaba a ver claro que el trabajo de Flora implicaba algo más por su parte, no solo copiar material extraído de libros: debía obligarse a ponerse en la situación de los demás, a ser empática. A Lucía eso le parecía dificilísimo, pero se prometió intentarlo mientras cogía otro tocho de la columna de libros que tenía a su lado.
—Quizá es habitual en Alemania dejar de contar las cosas a los amigos —sugirió Bea de pronto.
Era evidente que, igual que las demás, seguía dolida con Marta, que permanecía más ausente que nunca. Desde que había regresado de ese viaje misterioso sí que respondía a los whatsapps (a algunos, no todos), pero lo hacía con monosílabos y ya no participaba activamente de las conversaciones como antes, es decir, compartiendo con sus amigas sus novedades, sus secretos, sus días, o incluso las tonterías más absurdas. ¡Hacía mil años que no les enviaba ninguna foto! Únicamente se dedicaba a ofrecer algún emoticono y poco más cada vez que escribían en el grupo que compartían. Y luego estaban todas esas imágenes inquietantes que les había enviado Viveka. ¿Quién sería ese personaje misterioso con el que Marta parecía compartir tanto tiempo últimamente? ¿Acaso volvía a pasar de sus amigos por una mala influencia? La amenaza de Herman no hacía más que flotar sobre sus cabezas, por mucho que Viveka les hubiera jurado y perjurado que el chico no tenía nada que ver. Entonces, ¿quién?
—Sé que no debemos presionarla, pero empiezo a estar un poco hasta el moño de tanto secretismo. Marta se está pasando las reglas del club por... —añadió Frida, sin terminar la frase.
—¿Y si ponemos un plazo? —sugirió Raquel.
Ante las miradas confusas de las chicas, explicó:
—Sí, tías, un plazo. Me refiero a que si en una semana no vemos ningún cambio, yo apuesto por que se lo preguntemos a ella directamente.
Las chicas aceptaron aquella propuesta como la última alternativa antes de atacar. Estaban a miércoles: si a finales de la semana siguiente seguían sin novedades, Marta se vería sometida a un interrogatorio exhaustivo. Aunque fuera en la distancia. Vale que debían aprender a colocarse en la piel de los demás, pero no podían evitar preocuparse. ¿Qué podía justificar que Marta se estuviera comportando de aquella manera con sus amigas de toda la vida?