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Nada más abrir la puerta estudió el lugar. No había regresado desde la inauguración del sábado, cuando el local se había llenado hasta los topes. A pesar de que no eran ni las nueve de la noche, el número de mesas ocupadas en el restaurante ya no podían contarse con los dedos de una mano. Aun así, Lucía se dijo que no había suficientes clientes como para que su madre no pudiera dedicarle un rato.

La divisó en la distancia hablando amablemente con una pareja sentada en una esquina, con una carta entre las manos. Iba vestida muy elegante, con un traje de pantalón negro, y el pelo pelirrojo recogido en un moño alto. Además, se había maquillado un poco más de lo habitual. No debió de darse cuenta de la llegada de su hija, porque siguió totalmente a lo suyo. Lucía se encogió de hombros resignada. Una vez más, sus deducciones habían sido erróneas. Se dirigió a la barra, donde José María la saludó nada más verla.

—¡Qué bien que hayas venido, Lucía! ¿Qué te pongo?

—¿Puedo cenar aquí? —preguntó tomando asiento en uno de los cómodos taburetes.

—¡Pues claro! Te voy a poner unos macarrones que te vas a chupar los dedos.

 

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Lucía sonrió agradecida. Había descartado la idea de irse a casa con tal de no estar sola y darle más vueltas a su discusión con Mario, que le había dejado el cuerpo cortado. Ya revisaría el trabajo de naturales antes de meterse en la cama, lo tenía casi acabado. Ese día Lucía prefería comer algo rico y caliente en el restaurante que volver a rebuscar en la nevera sobras de días anteriores. Sacó el móvil de su bolso de bandolera y lo encendió. Rápidamente se puso a pitar como un loco anunciando llamadas y whatsapps y se agobió un poco, así que prefirió ignorarlos un rato más, y volvió a meter el teléfono en el bolso.

—Yo también lo hago —dijo Álex, el camarero que estaba en la barra.

Hasta ese momento Lucía no había reparado en él, aunque lo conocía ya de antes de la inauguración. Era un chico joven y guapo, y se notaba que él lo sabía. Tenía los pómulos muy marcados y los labios carnosos. Por el cuello de la camisa negra le asomaba la línea de un tatuaje tribal que, según Lucía, debía de ocuparle gran parte del torso.

—¿El qué? —le preguntó sin comprender a qué se refería.

—Apagar el teléfono cuando no quiero hablar con alguien.

Lucía asintió, pero no compartió ninguna información. Aun así, al chico debía de gustarle hablar, porque antes de salir de la barra para hacer su trabajo le volvió a comentar:

—Lo malo es que en algún momento lo tienes que volver a encender.

Álex se dirigió a la cocina y dejó a Lucía otra vez sola. Sabía que tenía razón, y que tendría que hablar con Mario tarde o temprano, pero todavía estaba muy dolida. Necesitaba distraerse, hablar con alguien que le quitara ese pensamiento de la cabeza. Se fijó en que en ese momento su madre se alejaba de la mesa en la que había estado ocupada un buen rato para acercarse a ella. Al fin podrían pasar un rato charlando de los últimos días o semanas...

—¿Cenas aquí? —le preguntó María escueta mientras guardaba detrás de la barra las cartas que le habían devuelto los clientes.

—Sí. Ya se lo he dicho a José María.

—Vale.

Lucía contemplaba los movimientos de su madre mientras esperaba que tomara asiento a su lado para hacerle compañía, pero entonces entró una familia al completo en el restaurante y María se fue directa a ellos con su mejor sonrisa y cartas para todos. Lucía resopló decepcionada. Ni siquiera allí conseguía intercambiar más de dos palabras con su madre...

Lucía recuperó su móvil y, sin responder todos los mensajes y llamadas pendientes, se dedicó a mirar las últimas publicaciones de Tuenti de sus amigos mientras esperaba la cena. Parecía que allí iba a estar igual de sola que en casa. Le llamó la atención descubrir que Marta había compartido una publicación. A ellas apenas les escribía más que para decir «todo ok!», pero sí lo hacía en las redes sociales. Resopló un poco mosqueada. Después se obligó a no pensar mal: su amiga debía de tener un buen motivo para escaquearse de esa manera y, tarde o temprano, lo acabarían averiguando. Entró en el enlace que había publicado y que hablaba sobre un estudio de lo más curioso: uno que demostraba mediante figuras anatómicas dónde se experimentaban cada una de las emociones en el cuerpo, por los cambios fisiológicos que provocaban. Marta lo había titulado: «Love, always Love!». Lucía se fijó que ese sentimiento al que se refería su amiga, el amor, se experimentaba prácticamente en todo el cuerpo: la cabeza, el pecho, el vientre... ¿no era demasiado exagerado?imagen

En el fondo, le gustaba comprobar que aunque Marta no hubiera tenido demasiada suerte con los chicos, mantuviera su fe en el amor verdadero. Debía de estar deseando vivir una historia como las que salían en esas novelas románticas que tanto la gustaban, una como la de ella y Mario... Al pensar en su chico, Lucía sintió una punzada justo en el corazón. Definitivamente, su desconfianza le había hecho daño. ¿Cómo podía ser tan receloso? ¡Con lo bien que estaban juntos siempre! Se preguntó si esa relación tenía futuro, pues ¿acaso se podía estar unido a alguien que no se fiara de ti? Lucía sintió ganas de gritar de la rabia que le daba. No quería estropear algo tan bonito, pero ¡Mario estaba exagerando! Se contuvo para evitar ese sentimiento que, según el estudio de Marta, se sentía hasta en los brazos (estaba de acuerdo, quizá por eso a veces despertaba las ganas de pegar a alguien). Prefirió concentrarse en el plato de macarrones que le traía José María.

 

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El primer bocado le supo a gloria: el tomate sabía a tomate de verdad, como si acabaran de machacárselo exclusivamente para que ella se lo comiera. ¿Era eso posible?

—¿Te gustan? —le preguntó el hombre, que también iba impecable, con una camisa blanca impoluta y muy bien planchada.

Ella asintió con la boca llena y el estómago contento. Ya está, se le había pasado todo el enfado.

—Me alegro. Tengo que volver al trabajo. Luego nos vemos.

El marido de su madre se despidió para alejarse hacia el interior de la cocina y ya no regresó. Lucía se acabó su plato en dos minutos y apuró el vaso de agua que le había servido junto con la cena. Su madre estaba ahora hablando con Álex y las camareras, Silvia y Ana. Lucía los había ido conociendo todas las veces que había pasado por el restaurante antes de su apertura, pues su madre se había entretenido durante días en coordinar las tareas de cada uno para que las tuviesen bien claras el gran día de la inauguración. Desde lejos vio cómo Álex (el más joven y, según parecía, también gracioso), hacía un comentario que provocaba las risitas de las chicas. Entonces su madre fijó los ojos en todos ellos, uno a uno, y las bromas cesaron; rápidamente, todos recuperaron la seriedad. Tras un último comentario que, en la distancia, parecía grave, todos asintieron obedientes. Probablemente María estaría redirigiendo su manera de trabajar para que, según su parecer, resultase más eficaz, pues a su madre le gustaba tener absolutamente todo controlado. Así era ella, al menos en el trabajo. Fuera de él, había demasiadas cosas que se le escapaban, o eso pensaba Lucía.

Se miró el reloj y decidió que solo tenía dos opciones: podía regresar a casa sola o seguir esperando a su madre hasta las mil en aquel taburete, también sola. Así que recogió el abrigo y el bolso, se puso en pie y se acercó a donde estaban su madre y los camareros.

María le preguntó con la mirada qué quería.

—Me marcho a casa.

—Vale. Hasta luego.

Su madre le dio un beso de refilón en la mejilla y continuó hablando con sus trabajadores, que la contemplaban como si fuera una diosa. Lucía salió del restaurante sintiéndose muy pequeña, con ganas de llegar a casa y meterse en la cama. En un solo día había conseguido que dos de las personas a las que más quería volvieran a defraudarla.