7. La gloria

Caminó sin rumbo fijo, internándose en el bosque. De vez en cuando se detenía, apoyado en el tronco de un árbol, tembloroso y empapado, llevándose las manos a la boca destrozada que le hacía gemir de dolor. Había dejado de llover, pero las ramas seguían goteando mansamente. Entre los matorrales podía ver a lo lejos quebrarse la oscuridad bajo los fogonazos de la lucha que continuaba. El chisporroteo de las descargas se percibía con nitidez; el combate rugía como una tormenta lejana.

Los disparos resonaron a veces en el bosque, no lejos de él, aumentando su zozobra. Resultaba imposible averiguar dónde se hallaban las líneas francesas; habría que esperar al amanecer para dirigirse a ellas. Se estremeció. La sola idea de caer en manos de los españoles lo angustiaba hasta el punto de arrancarle estertores de animal acosado. Tenía que salir de allí. Tenía que retornar a la luz, a la vida.

Tropezó con unas ramas caídas y dio de bruces en el barro. Se levantó chapoteando y se echó hacia atrás el cabello revuelto y enlodado, mirando temeroso las sombras que lo cercaban. En cada una creía descubrir un enemigo.

Sentía un frío intenso, atroz. Las mandíbulas le temblaban aumentando el dolor de sus encías sangrantes y deshechas. Se palpó con la lengua los dientes que le quedaban: había perdido toda la mitad izquierda de la boca, podía notar entre la monstruosa inflamación ocho o diez raíces astilladas. El dolor se le extendía a las quijadas, el cuello y la frente. Todo el cuerpo le ardía de fiebre; la infección y el frío iban a terminar con él si no hallaba un lugar donde cobijarse.

Distinguió una luz entre los árboles. Quizá fueran franceses, así que se encaminó hacia ella, rogando a Dios para no toparse con una patrulla española. El resplandor aumentaba a medida que se iba acercando; se trataba de un incendio. Anduvo con toda clase de precauciones, observando con cautela los alrededores.

Era una casa situada en un claro. Ardía con fuerza a pesar de la lluvia reciente, derrumbándose la techumbre entre un torbellino de chispas, propagándose también el fuego a las ramas de algunos árboles próximos. Las llamas brotaban arrancando intensos silbidos de vapor a la madera mojada.

Había un grupo de hombres junto al claro. Podía distinguir los chacós y los fusiles, recortados a contraluz sobre el resplandor del incendio. Desde el lugar en que se hallaba, Frederic no podía saber si eran españoles o franceses, así que permaneció agazapado entre los arbustos, apretando la empuñadura del sable en la mano crispada. Oyó el relincho de un caballo y unas voces confusas en lengua que no pudo identificar.

No se atrevía a aproximarse más por temor a hacer ruido entre los matorrales. Incluso aunque se tratara de franceses podían disparar sobre él, sin reconocer su uniforme bajo la capa de barro que le cubría el cuerpo. Esperó durante largo rato, indeciso. Si eran españoles y lo atrapaban, podía considerarse hombre muerto, y quizá no con la rapidez deseable en tales circunstancias.

Estaba cansado; viejo y cansado. Se sentía como un anciano que hubiese envejecido cincuenta años en pocas horas. La última jornada desfiló ante sus ojos hinchados por la fatiga como si se tratase de cosas ocurridas hacía mucho tiempo, durante toda una vida. La tienda en el campamento, el sable que refulgía bajo la luz del candil, Michel de Bourmont fumando su pipa… Michel. De nada le había servido su juventud, su belleza, su valor. Aquel estandarte abatido entre un haz de lanzas enemigas, aquel quejido de agonía de la corneta tocando inútilmente llamada, aquellas monturas sin jinete que erraban por el valle enfangado, bajo la lluvia. Al menos, se dijo, Michel de Bourmont había caído a caballo, viéndole la cara a la muerte como Philippo, como Maugny, como Laffont, como los demás. No estaban, igual que Frederic, agazapados en el barro, encogidos de terror, esperando de un momento a otro ver surgir la muerte a traición desde las sombras; una muerte sucia, oscura, indigna de un húsar. Con amargura, Frederic consideró que había sido un largo camino para terminar aplastado en el lodo, como un perro.

Pero él estaba vivo. El pensamiento se fue abriendo paso hasta hacerlo sonreír con una mueca feroz. Todavía estaba vivo, su pulso seguía latiendo, el cuerpo le ardía, pero lo sentía arder. Los otros, en cambio, se encontraban a estas horas yertos y fríos, cadáveres empapados que yacían anónimos en el valle… Quizá hasta los habían despojado de sus botas.

La guerra. ¡Qué lejos estaba de las enseñanzas de la escuela militar, de los manuales de maniobra, de los desfiles ante una multitud encandilada por el brillo de los uniformes…! Dios, si es que había un Dios más allá de aquella siniestra bóveda negra que rezumaba humedad y muerte, concedía a los hombres un pequeño rincón de tierra para que ellos, a sus anchas, creasen allí el infierno.

La gloria. Mierda de gloria, mierda para todos ellos, mierda para el escuadrón. Mierda para el estandarte por el que había sucumbido Michel de Bourmont, que en aquel momento estaría siendo paseado como trofeo por uno de esos lanceros españoles. Que se quedaran todos ellos con su maldita gloria, con sus banderas, con sus vivas al Emperador. Era él, Frederic Glüntz, de Estrasburgo, el que había cabalgado contra el enemigo, el que había matado por la gloria y por Francia, y que ahora estaba tirado en el barro, en un bosque sombrío y hostil, aterido de frío, con hambre y sed, la piel ardiéndole de fiebre, solo y perdido. No era Bonaparte quien estaba allí, por el diablo que no. Era él. Era él.

La calentura le hacía dar vueltas la cabeza. Ay, Claire Zimmerman, con su lindo vestido azul, con los bucles dorados que relucían a la luz de los candelabros. ¡Si vieras a tu apuesto húsar…! Ay, Walter Glüntz, respetable cabeza de honrado comerciante que miraba con orgullo a su hijo oficial. ¡Si lo pudieras ver ahora!…

Al diablo. Al diablo todos ellos con su romántica y estúpida idea de la guerra. Al diablo los héroes y la caballería ligera del Emperador. Nada de eso se sostenía a la luz de aquella terrible oscuridad, entre los matorrales, junto al resplandor del incendio cercano.

Lo acometió un violento cólico. Desabotonó el pantalón y se quedó allí en cuclillas, sintiendo la inmundicia deslizarse entre sus botas, angustiado ante la idea de que los españoles lo sorprendieran así. Barro, sangre y mierda. Eso era la guerra, eso era todo, Santo Dios. Eso era todo.

Los soldados se iban. Dejaban el claro iluminado por las llamas sin que hubiera podido averiguar su nacionalidad. Se quedó inmóvil, agazapado hasta que el rumor se alejó.

Sólo escuchaba ya el crepitar de las llamas. El fuego suponía un riesgo, lo iluminaría al acercarse. Pero también era calor, vida, y él se estaba muriendo de frío. Apretó fuerte el sable en la mano y se acercó despacio, encorvado, sobresaltándose cada vez que sus botas chapoteaban demasiado o quebraban una rama.

El claro estaba desierto. Casi desierto. La luz danzante de las llamas iluminaba dos cuerpos tendidos en tierra. Se acercó a ellos con toda clase de precauciones; ambos vestían la casaca azul y el calzón blanco de un regimiento francés de línea. Estaban rígidos y fríos, sin duda llevaban allí varias horas. Uno de ellos, boca arriba, tenía la cara destrozada por innumerables tajos causados por un sable o una bayoneta. El otro yacía de costado, en posición fetal. Sin duda lo habían matado de un tiro.

Les habían quitado las armas, los correajes y las mochilas. Una de ellas estaba a algunas varas, junto a un montón de tizones humeantes, abierta y con el contenido desparramado por el suelo, sucio y roto: un par de camisas, unos zapatos de suela agujereada, una pipa de barro partida en tres pedazos… Frederic buscó impaciente algo que comer. Sólo encontró en el fondo de la mochila un poco de tocino y se lo llevó a la boca con ansia; pero las encías inflamadas le escocieron de modo terrible. Se pasó el tocino al lado derecho de la boca, sin mejor resultado. Era incapaz de masticar. Lo acometió una fuerte náusea y cayó de rodillas, vomitando bilis en hondas arcadas. Estuvo así un rato, con la cabeza apoyada en las manos, hasta que logró serenarse. Después, con agua de un charco, se enjuagó la boca en inútil intento de aliviar el dolor; se incorporó y fue hasta las llamas, apoyándose en una pared de adobe de la arruinada choza. El calor inundó su cuerpo con tan grata sensación que le rodaron lágrimas por las mejillas. Permaneció así un rato, a dos varas del fuego, con la ropa humeando de vapor, hasta que consiguió secarla un poco.

Corría grave peligro allí en el claro, iluminado por el incendio. Cualquiera que rondara por las inmediaciones podía descubrirlo. Pensó una vez más en los rostros morenos y crueles de los campesinos, de los guerrilleros, de los soldados… ¿Acaso había diferencia en aquella maldita España? Con un esfuerzo de voluntad se apartó de las llamas y anduvo apoyándose en la cerca. Los restos de razón que conservaba le decían que permanecer allí era equivalente al suicidio, pero su cuerpo seguía reacio a obedecer. Se detuvo de nuevo, miró indeciso hacia las llamas y después contempló la oscuridad del bosque, a su alrededor.

Estaba muy cansado. La perspectiva de volver a arrastrarse de nuevo en la oscuridad, entre los matorrales empapados, lo hizo tambalearse. Observó su propia sombra, que las llamas hacían oscilar muy larga a sus pies. Estaba perdido, seguramente destinado a morir. Junto al fuego, al menos, no perecería de frío. Retrocedió entre la lluvia de brasas y cenizas y descubrió un lugar resguardado, junto a un muro de piedra y adobe, a cinco o seis varas de la hoguera. Se acurrucó allí con el sable entre las piernas, apoyó la cabeza en el suelo y se quedó dormido.

Soñó que cabalgaba por campos devastados, sobre un fondo de incendios lejanos, entre un escuadrón de esqueletos enfundados en uniformes de húsar que volvían hacia él sus cráneos descarnados para mirarlo en silencio. Dombrowsky, Philippo, De Bourmont… Todos estaban allí.

Lo despertó el frío del amanecer. El incendio se había apagado y sólo quedaban tizones que humeaban entre cenizas. El cielo clareaba hacia el este y entre las copas de los árboles relucían algunas estrellas. No había vuelto a llover. El bosque seguía en sombras, pero ya se podían distinguir sus contornos.

El rumor de la batalla se había extinguido; el silencio era total, sobrecogedor. Frederic se incorporó, frotándose el cuerpo dolorido. Tenía el lado izquierdo de la cara terriblemente hinchado. Le dolía de forma encarnizada, incluyendo el oído, por el que no captaba sonido alguno, tan sólo un zumbido interno que parecía brotar de lo más hondo del cerebro. El párpado del ojo izquierdo también estaba cerrado por la hinchazón, apenas veía nada por él.

Intentó orientarse. El sol salía por el este. Quiso recordar la disposición aproximada del campo de batalla, en el que el bosque quedaba hacia el oeste, cerca de la aldea que el Octavo Ligero había atacado el día anterior. Haciendo esfuerzos para concentrarse calculó que las líneas francesas, en el momento en que se perdió, se encontraban hacia el sudeste. La situación podía haberse modificado durante la noche, pero eso no había forma de saberlo.

Se preguntó quién habría ganado.

Echó a andar en dirección al día que se levantaba. Caminaría hasta la linde del bosque, observando con prudencia los alrededores, y por ella intentaría acercarse a los cerros en los que la tarde anterior se apoyaban las líneas francesas. No estaba muy seguro de sus fuerzas: el estómago lo atormentaba con intensas punzadas, la boca y la cabeza le ardían. Avanzaba tropezando con ramas y arbustos, y de vez en cuando se veía obligado a detenerse, sentándose en la tierra todavía embarrada, para recobrar energías. Marchó así durante una hora. Poco a poco, la luz grisácea del amanecer fue barriendo las sombras hasta permitirle ver con claridad cuanto había a su alrededor. Al inclinar la cabeza podía contemplar su pecho, brazos y piernas, cubiertos por una costra de barro seco y hojas; el dormán estaba desgarrado, habían saltado la mitad de los botones. Tenía las manos rugosas y ásperas, con negra suciedad bajo las uñas rotas. De pronto, miró el sable que tenía en la mano y comprobó con sorpresa que no era el suyo. Hizo memoria y recordó al español entre las patas del caballo, intentando sacarlo de la vaina. Se echó a reír como un demente; olvidaba que había degollado al lancero con su propio sable. El cazador cazado por el cazador a quien intentaba dar caza. Absurdo trabalenguas. Ironías de la guerra.

Había un pequeño claro bajo una enorme encina. Iba a pasar de largo cuando vio un caballo muerto, con la silla forrada de piel de carnero característica de los húsares. Se acercó con curiosidad; quizá su jinete estuviera cerca, vivo o no. Descubrió un cuerpo tendido entre los matorrales y se aproximó con el corazón saltándole en el pecho. No era francés. Tenía trazas de campesino, con polainas de cuero y casaca gris. Estaba boca abajo, con un trabuco cerca de las manos crispadas. Agarró la cabeza por los cabellos y le miró el rostro. Llevaba patillas de boca de hacha, barba de tres o cuatro días, y su color era el amarillento de la muerte. Cosa por otra parte lógica, habida cuenta del boquete que tenía en mitad del pecho, por el que había salido un reguero de sangre que ahora estaba bajo su cuerpo, mezclada con el barro. Sin duda era un campesino, o un guerrillero. Todavía no tenía la rigidez característica de los cadáveres, por lo que dedujo que llevaba poco tiempo muerto.

—La verdad es que no es muy guapo —dijo una voz en francés a su espalda.

Frederic dio un respingo y soltó la cabeza, volviéndose mientras levantaba el sable. A cinco varas de distancia, con la espalda apoyada en el tronco de la encina, había un húsar. Estaba medio sentado, en camisa y con el dormán azul extendido sobre el estómago y las piernas. Tendría unos cuarenta años, con un frondoso mostacho y dos largas trenzas que le pendían sobre los hombros. Los ojos eran de un gris ceniza; la piel muy pálida. Su chacó rojo estaba a un lado, el sable desnudo al otro, y sostenía una pistola en la mano derecha, apuntándole.

Aturdido por la sorpresa, Frederic se fue inclinando hasta quedar de rodillas frente al desconocido.

—Cuarto de Húsares… —murmuró con voz apenas audible—. Primer Escuadrón.

La inesperada aparición soltó una carcajada, interrumpiéndola de inmediato con un rictus de dolor que le contrajo el rostro. Cerró un momento los párpados, volvió a abrirlos, escupió a un lado y sonrió mientras bajaba la pistola.

—Tiene gracia. Cuarto de Húsares, Primer Escuadrón… Yo también soy del Primer Escuadrón, querido… Yo era del Primer Escuadrón, sí. ¿No tiene gracia? Por la cochina madre de Dios que tiene gracia, vaya que si… Nunca te hubiera reconocido con ese uniforme rebozado en barro. ¿Te conozco? No, creo que ni tu propia madre te reconocería con esa jeta aplastada, hinchada como un pellejo de vino. ¿Cómo te lo hicieron?… Bueno, dime quién eres de una maldita vez, en lugar de estarte ahí mirándome como un pasmarote.

Frederic clavó el sable en el suelo, junto a su muslo derecho.

—Glüntz. Subteniente Glüntz, Primera Compañía.

El húsar lo miró, interesado.

—¿Glüntz? ¿El subteniente joven? —movió la cabeza, como si le costase trabajo aceptar que estuviesen hablando de la misma persona—. Por los clavos de Cristo, que no hubiera sido capaz de reconocerlo jamás… ¿De dónde sale con ese aspecto?

—Un lancero me dio caza. Perdimos los caballos y peleamos en tierra.

—Ya veo… Fue ese lancero el que le dejó la cara así, ¿verdad? Es una pena. Recuerdo que era usted un guapo mozo… Bueno, subteniente, disculpe si no me levanto y saludo, pero no ando bien de salud. Me llamo Jourdan… Armand Jourdan. Veintidós años de servicio, Segunda Compañía.

—¿Cómo llegó hasta aquí?

El húsar sonrió como si la pregunta fuera una estupidez.

—Como usted, supongo. Galopando como alma que lleva el diablo, con tres o cuatro de esos jinetes de peto verde haciéndome cosquillas con sus lanzas en el culo… Al internarme en el bosque les di esquinazo. Anduve toda la noche por ahí, encima del pobre Falú, el buen animal que tiene usted al lado, muerto de un trabucazo. Ese hijo de puta al que usted le miraba la cara hace un momento fue quien me lo mató.

Frederic se volvió a mirar el cadáver del español.

—Parece un guerrillero… ¿Fue usted quien le dio el balazo?

—Claro que fui yo. Ocurrió hace cosa de una hora; Falú y yo andábamos intentando regresar a las líneas francesas, caso de que todavía existan, cuando ese tipo salió de los matorrales, descerrajándonos su andanada en las narices. Mi pobre caballo fue quien se llevó la peor parte… —miró con tristeza hacia el animal muerto—. Era un buen y fiel amigo.

—¿Qué ha sido del escuadrón?

El húsar se encogió de hombros.

—Sé lo mismo que usted. Quizá a estas horas ya ni exista. Esos lanceros nos la jugaron bien, dejándonos pasar y cargándonos después de flanco. Yo iba con cuatro compañeros: Jean-Paul, Didier, otro al que no conocía y ese sargento bajito y rubio, Chaban… Los fueron cazando detrás de mí, uno a uno. No les dieron la menor oportunidad. Con los caballos exhaustos después de tres cargas y la persecución, aquello era como cazar ciervos amarrados a un poste.

Frederic levantó el rostro y miró al cielo. Entre las copas de los árboles se veían grandes claros del cielo azul.

—Me pregunto quién habrá ganado la batalla —comentó, pensativo.

—¡Cualquiera sabe! —dijo el húsar—. Desde luego, mi subteniente, ni usted ni yo.

—¿Está herido?

Su interlocutor miró a Frederic en silencio durante un rato, y después una sonrisa sarcástica apareció en un extremo de su boca.

—Herido no es la palabra exacta —dijo, como si la expresión de quien saborea una broma que sólo él puede entender—. ¿Ve usted el trabuco de ese fiambre? —preguntó señalando el arma con su pistola— ¿Ve esa bayoneta plegable de dos palmos de larga que tiene junto al cañón…? Bueno, pues antes de que lo mandara al infierno, ese hijo de puta mezclada con un obispo tuvo tiempo de hurgarme con ella en las tripas.

Mientras hablaba, el húsar apartó el dormán que tenía sobre el estómago, y Frederic soltó una exclamación de horror. La bayoneta había entrado en la pierna derecha un poco por encima de la rodilla, desgarrando longitudinalmente todo el muslo y parte del bajo vientre. Por la espantosa herida, llena de grandes coágulos de sangre, se veían brillar huesos, nervios y parte de los intestinos. Con su cinto y las correas del portapliegos, el húsar se había atado el muslo en inútil intento por mantener cerrados los bordes de la tremenda brecha.

—Ya lo ve, subteniente —comentó mientras volvía a cubrirse con el dormán—. Yo ya estoy listo. Por suerte no me duele demasiado; tengo toda la parte inferior del cuerpo como dormida… Lo curioso es que, al rajarme, la bayoneta no debió de tocar ningún vaso importante; habría muerto desangrado hace rato.

Frederic estaba espantado por la fría resignación del veterano.

—No puede quedarse así —balbuceó, sin saber muy bien qué era lo que podía hacerse por el herido—. Tengo que llevarlo a alguna parte, buscar ayuda. Eso… Eso es atroz.

El húsar se encogió otra vez de hombros. Todo parecía importarle un bledo.

—No hay nada que pueda hacerse. Aquí, por lo menos, con la espalda apoyada en este árbol, estoy cómodo.

—Quizá puedan curarlo…

—No diga tonterías, mi subteniente. Después de una hora así, esto es gangrena segura. En veintidós años he visto muchos casos por el estilo, y ya tengo el colmillo retorcido para hacerme ilusiones… El viejo Armand sabe cuándo los naipes vienen mal dados.

—Si no le prestan ayuda, morirá sin remedio.

—Con ayuda o sin ella, yo voy aviado. No tengo humor para andar de un lado para otro, pisándome las tripas; en mi estado, resultaría incómodo. Prefiero estar donde estoy, tranquilo y a la sombra. Ocúpese de sus propios asuntos.

Los dos quedaron en silencio durante un largo rato. Frederic sentado en el suelo, rodeándose las rodillas con los brazos; el húsar, con los ojos cerrados, apoyada la cabeza en el tronco de la encina, indiferente a la presencia del joven. Por fin Frederic se levantó, desclavó su sable del suelo y se acercó al herido.

—¿Puedo hacer algo por usted antes de irme?

El húsar abrió despacio los ojos y miró a Frederic como si le sorprendiera verlo todavía allí.

—Puede que sí —dijo lentamente, mostrándole la pistola que seguía manteniendo entre los dedos—. La descargué contra ese tipo, y me gustaría tener una bala dentro por si se acerca algún otro… ¿Le importaría cargármela? En mi silla hay todo lo necesario.

Frederic agarró la pistola por el largo cañón y se encaminó hacia el caballo muerto. Encontró un saquito de paño encerado lleno de pólvora y una bolsa con balas. Cargó el arma, empujó con la baqueta y la dejó lista. Se la llevó al herido, entregándole también el sobrante de pólvora y munición.

El húsar contempló apreciativamente el arma, la sopesó un momento en la palma de la mano y la amartilló.

—¿Desea algo más? —le preguntó Frederic.

El húsar lo miró. Había un destello de burla en sus ojos.

—Hay un pueblecito en el Béarn donde vive una buena mujer cuyo marido es soldado y está en España —murmuró, y Frederic creyó percibir en su voz un remoto rastro de ternura que desapareció de inmediato—. En otro momento, subteniente, es posible que le hubiera dicho el nombre de ese pueblo, por si alguna vez pasaba por allí… Pero ahora me da lo mismo. Además, si he de serle franco, usted huele a muerto, como yo. Dudo mucho que regrese a Francia, ni a ninguna otra parte.

Frederic lo miró, desagradablemente sorprendido.

—¿Qué ha dicho?

El húsar cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en el tronco.

—Lárguese de aquí —ordenó con voz desmayada—. Déjeme en paz de una maldita vez.

Frederic se alejó, confuso, con el sable en la mano. Pasó junto a los cadáveres del caballo y el guerrillero y todavía se volvió a mirar atrás, aturdido. El húsar seguía inmóvil, con los ojos cerrados y la pistola en la mano, indiferente al bosque, a la guerra y a la vida.

Anduvo un trecho entre los matorrales y se detuvo a cobrar aliento. Entonces oyó el disparo. Dejó caer el sable, se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar como un chiquillo.

Al cabo de un rato echó a andar de nuevo. Ignoraba ya dónde estaba el este, dónde el oeste. El bosque era un laberinto donde resultaba imposible orientarse, una trampa que olía a podredumbre, a humedad, a muerte. La pesadilla no tenía fin, su cuerpo entumecido apenas podía dar un paso, el dolor de la cara lo enloquecía. Se miró las manos vacías, vio que había olvidado el sable y volvió atrás a buscarlo. Pero a los pocos pasos se detuvo. Al diablo el sable, al diablo con todo. Anduvo sin rumbo fijo, errante, tropezando y golpeándose contra los árboles. La vista se le nublaba, la cabeza daba vueltas como sumida en un torbellino. La fiebre le hacía hablar en voz alta, delirante. Conversaba con sus compañeros, con Michel de Bourmont, con su padre, con Claire… Ya lo había entendido, ya lo había logrado entender. Como Pablo en el camino de Damasco, había caído del caballo… La idea lo hizo reír a carcajadas, que sonaron espectrales en el silencio del bosque. Dios, Patria, Honor… Gloria, Francia, Húsares, Batalla… Las palabras salían de su boca una tras otra, las repetía cambiando el tono de voz. Se estaba volviendo loco, por su vida que sí. Lo estaban volviendo loco entre todos, allí, a su alrededor, susurrándole estupideces sobre el deber, sobre la gloria… El húsar moribundo era el único que entendía la cuestión, por eso se había pegado un pistoletazo. El muy tunante, perro viejo, había sabido tomar el atajo. Vaya que sí. Los demás no tenían maldita idea de nada, romántica y estúpida Claire, infeliz Michel… Mierda, barro y sangre, eso era. Soledad, frío y miedo, un miedo tan enloquecedoramente espantoso que daba ganas de gritar de pura y desnuda angustia.

Gritó. A pesar del dolor de su boca hinchada y supurante, gritó hasta que dejó de oírse. Gritó al cielo, a los árboles. Gritó al mundo entero, insultó a Dios y al diablo. Se abrazó al tronco de un árbol y se echó a reír mientras lloraba. El dormán, cubierto de barro seco, estaba rígido como una coraza. Se lo arrancó de encima y lo arrojó entre los arbustos. Buen paño, primorosamente bordado, vaya que sí. Se pudriría en el humus de aquel podrido bosque junto a Noirot, junto al húsar que se había pegado un tiro, junto a todos los imbéciles, hombres y animales, que se dejaban atrapar en la ronda macabra. Quizá, pronto, junto al propio Frederic.

Se estaba volviendo loco. Se estaba volviendo loco. Se estaba volviendo loco, maldita sea. ¿Dónde estaba Berret? ¿Dónde estaba Dombrowsky? ¿Dónde estaba el coronel Letac, una carga, ejem, caballeros, que haga correr a esos piojosos por toda Andalucía…? Al infierno, al diablo todos. Se había dejado atrapar como un imbécil. Ellos también, pobres tipos, se habían dejado atrapar. Todo el universo se había dejado atrapar, por el amor de Dios, ¿no había nadie que se diera cuenta? Que lo dejaran también a él en paz. ¡Sólo quería irse de allí! ¡Qué lo dejaran en paz, por misericordia…! ¡Se estaba volviendo loco y sólo tenía diecinueve años!

El húsar moribundo tenía razón. Los viejos soldados, eso lo descubría ahora, siempre tenían razón. Por eso se callaban. Ellos sabían, y el conocimiento, la sabiduría, los tornaba silenciosos e indiferentes. Ellos sabían, al diablo con todo. Pero no se lo contaban a nadie; eran viejos zorros astutos. Que cada palo aguantara su vela, que cada cual aprendiera por sí solo. En ellos no había valor; había indiferencia. Estaban al otro lado del muro, más allá del bien y del mal, como el abuelo de Frederic, el viejo Glüntz, que se dejó morir cansado de esperar la muerte. No había nada más que hacer, el camino estaba espantosamente claro. Honor, Gloria, Patria, Amor… Había un punto sin retorno, al que se llegaba tarde o temprano, en el que todo se tornaba superfluo, adquiría sus limites precisos, su exacta dimensión. Ella estaba allí, plantada en mitad del camino, con una guadaña tan letal como un escuadrón de lanceros. No había nada más, no había rutas de escape. Era absurdo correr, era absurdo detenerse. Sólo quedaba acudir con calma a su encuentro y acabar de una maldita vez.

De pronto, todo pareció muy simple, elementalmente sencillo. Frederic se detuvo y hasta profirió una exclamación, sorprendido por no haber sido capaz de averiguarlo antes. Llegó tambaleante a la linde del bosque y allí se detuvo, todavía maravillado de su descubrimiento, enflaquecido y febril, desfigurado y cubierto de barro, con el cabello revuelto y los ojos brillándole como brasas. Contempló el cielo azul, los campos salpicados de olivos color ceniza, las aves que volaban sobre lo que había sido un campo de batalla, y soltó una formidable carcajada dirigida a todo cuanto lo rodeaba.

Se sentó sobre el tocón de un árbol con una rama seca en las manos, hurgando abstraído la tierra entre sus botas manchadas de lodo. Y cuando vio acercarse por la linde del bosque al grupo de campesinos armados con hoces, palos y navajas, se levantó despacio con la cabeza erguida, miró sus rostros cetrinos y aguardó, inmóvil y sereno. Pensaba en el abuelo Glüntz, en el húsar herido bajo la gran encina. Y no sentía más que una cansada indiferencia.

Majadahonda, julio de 1983