3. La mañana
El cielo color ceniza, veteado de negros nubarrones, gravitaba sobre la tierra como si estuviese preñado de plomo. Una fina llovizna comenzó a caer sobre los campos, velando el paisaje de gris.
El escuadrón se detuvo en la falda de una colina, en las proximidades de una granja en ruinas entre cuyos muros crecían chumberas y arbustos. Envueltos en sus capotes, los hombres descabalgaron para estirar las piernas y dar reposo a los caballos, mientras el comandante Berret enviaba un batidor en busca del coronel Letac, que se hallaba en las inmediaciones. Desde su posición, los húsares podían distinguir la masa oscura de otro escuadrón del Regimiento, inmóvil sobre una loma próxima.
Frederic vio acercarse a Michel de Bourmont. Su amigo traía el caballo por la brida, y se había puesto el capote verde sobre los hombros para proteger del agua los bordados del uniforme. Sus ojos azules sonreían.
—Llegó la lluvia, por fin —dijo Frederic con amargura, como si culpase al cielo de haberle jugado una mala pasada.
De Bourmont extendió una mano con la palma vuelta hacia arriba y la observó con fingida sorpresa, encogiéndose después de hombros.
—¡Bah!, son cuatro gotas. Apenas un poco de tierra húmeda bajo las patas de los caballos —sacó la petaca del bolsillo, se puso una tagarnina entre los dientes y ofreció otra a su amigo—. Disculpa si no tengo nada mejor, pero ya sabes que, en España, el tabaco que puede encontrarse en estos tiempos suele ser infecto. La guerra ha trastornado el aprovisionamiento de Cuba.
—No soy lo que se dice un buen fumador —respondió Frederic—. Ya conoces mi incapacidad para distinguir un cigarro infecto de la mejor labor recién importada de las colonias.
Ambos se inclinaron sobre el chisquero que De Bourmont extrajo de la petaca.
—Es una ignorancia censurable —dijo éste, exhalando con placer la primera bocanada de humo—. Un húsar que se precie de tal debe reconocer de inmediato un buen caballo, un buen vino, un buen cigarro y una linda mujer.
—¿Por ese orden?
—Por ese orden. Semejante tipo de sutilezas perceptivas es lo que diferencia a un oficial de la caballería ligera de uno de esos tristes pisa terrones que llevan las botas sucias de barro y acuchillan pie a tierra, como los campesinos.
Frederic miró la granja en ruinas.
—A propósito de campesinos… —comentó abarcando con un gesto el paisaje gris—, no hemos visto ninguno. Parece que nuestra presencia los ha ahuyentado a todos.
—No te fíes. Seguro que están cerca, emboscados, esperando a que alguno de los nuestros se quede aislado, para echarle el guante y colgarlo de un árbol. O armados con hoces y trabucos, engrosando ese ejército con el que estamos a punto de vernos las caras. ¡Por los clavos de Cristo, que ardo en ganas de tenerlos al alcance de mi sable…! ¿Te han contado lo de ayer?
Frederic hizo un gesto de ignorancia.
—No, creo que no.
—Acabo de enterarme, y todavía traigo las tripas revueltas. Ayer una de nuestras patrullas se acercó a una granja en busca de agua. Los propietarios les dijeron que el pozo estaba cegado, pero ellos no se fiaban, y echaron un cubo. ¿Adivinas lo que sacaron? Un chacó de infantería. Un soldado se descolgó por una cuerda y encontró abajo los cuerpos de tres de los nuestros; los pobres chicos habían sido degollados mientras dormían alojados en la granja.
—¿Y qué pasó? —indagó Frederic, estremecido a su pesar.
—¿Qué pasó? Imagínate cómo se pusieron los de la patrulla… Entraron en la casa y mataron a todo el mundo: el dueño, su mujer, dos hijos ya mayorcitos y una niña de pocos años. Después le pegaron fuego a aquello y se largaron.
—¡Bien hecho!
—Opino lo mismo. No hay que tener piedad con estos salvajes, Frederic. Hay que exterminarlos como si fueran bestias.
Frederic asintió sin reservas. El recuerdo de Juniac destripado en su árbol lo asaltó de nuevo, trayéndole una punzada de angustia.
—Sin embargo —comentó al cabo de unos instantes—, supongo que a su manera defienden su país. Nosotros somos los invasores.
De Bourmont se retorció una guía del bigote, furioso.
—¿Invasores? ¿Pero es que hay algo en este país que merezca la pena defender?
—Hemos destronado a sus reyes…
—¿Sus reyes? Unos miserables Borbones, a cuyos primos se guillotinó en Francia. Un monarca gordo y estúpido, una reina inmoral que se acostaba con media corte… Esa gente no tenía ningún derecho a regir un país, estaban caducos, acabados.
—Te creía partidario de la vieja aristocracia, Michel.
De Bourmont sonrió con desdén.
—Una cosa es la vieja aristocracia y otra muy distinta la decadencia. De Francia sopla un viento poderoso, unas ideas de progreso que están barriendo Europa. Nosotros traeremos la luz, el orden nuevo. Ya está bien de curas y beatas, de supersticiones y de Inquisición. Vamos a sacar a estos salvajes de las tinieblas en que viven, aunque para eso tengamos que arcabucearlos a todos.
—Pero el rey Carlos abdicó en su hijo Fernando —protestó Frederic sin estar muy convencido de sus propios argumentos, sólo por el placer de continuar la discusión con su amigo—. Los españoles dicen pelear por su retorno. Lo llaman el Querido, el Deseado, o algo así.
De Bourmont soltó una carcajada.
—¿Ése? Quienes lo han visto aseguran que es servil y cobarde, y que le importa un bledo la sublevación que agita su nombre como una bandera. ¿No has leído el Monitor? Vive lujosamente al otro lado de los Pirineos y se deshace en felicitaciones al Emperador por nuestras victorias en España.
—Eso es verdad.
—Pues claro.
—Aseguran que es un miserable.
—Es un miserable. Nadie con un ápice de dignidad hace lo que él está haciendo, mientras su pueblo, por muy salvajes que sean estos campesinos, se echa al monte a pelear… ¡Bah! Olvidémoslo. Es Bonaparte quien ahora corona reyes en Europa, y el de España es su hermano José. La legitimidad la imponen nuestros sables y bayonetas. No será un ejército de desertores y aldeanos el que resista a los vencedores de Jena y Austerlitz.
Frederic torció el gesto.
—Pues en Bailen, Dupont tuvo que rendirse. Ya oíste anoche a Dombrowsky.
—No empieces con Bailén —cortó De Bourmont, molesto—. Aquello fue el calor y el desconocimiento del terreno. Un error de cálculo. Además, Dupont no tenía con él el 4.º de Húsares.
»Diablos, amigo mío, hoy has amanecido pesimista. ¿Qué te pasa?
Frederic miró a su camarada con franca sonrisa.
—No me pasa nada. Sólo que ésta es una guerra extraña, que no está en los libros que estudiamos en la Escuela Militar. ¿Recuerdas nuestra conversación de anoche? A uno le cuesta trabajo renunciar a batallas cabales, contra enemigos perfectamente reconocibles y alineados frente a frente.
—Guerras limpias —resumió De Bourmont.
—Eso es. Guerras limpias, donde los curas no se echen al monte con la sotana remangada y un trabuco a la espalda, y las viejas no arrojen aceite hirviendo sobre nuestros soldados. Donde los pozos tengan agua, y no cadáveres de compañeros miserablemente asesinados.
—Pides demasiado, Frederic.
—¿Por qué?
—Porque en la guerra se odia. Y el odio es el que empuja a los hombres.
—A eso voy. En cualquier guerra decente se odia al enemigo por eso mismo, porque es el enemigo. Pero aquí la cosa es más complicada. Se nos odia menos por invasores que por herejes; los clérigos predican rebelión desde los púlpitos, los campesinos prefieren abandonar los pueblos y quemar las cosechas antes que dejarnos al paso un mendrugo que podamos aprovechar…
De Bourmont sonrió amistosamente.
—No te ofendas, Frederic, pero a veces hablas con una ingenuidad que desarma. La guerra es así; no podemos cambiarla.
—Quizá yo sea un ingenuo. Quizá esté dejando de serlo en España, no lo sé. Pero siempre pensé que la guerra era otra cosa… Me sorprende esta brutalidad meridional, este orgullo ancestral, prehistórico, de los españoles, que todavía les hace escupirnos su odio a la cara antes de que la horca se los lleve al infierno. ¿Te acuerdas del cura de Cecina? Estaba allí, pequeño y sucio, miserable con su sotana raída y grasienta, con la soga al cuello… Pero no temblaba de miedo, sino de odio. A gentes así no basta con matarles el cuerpo. Sería preciso matarles también el alma.
Del otro lado de la colina llegó, apagado por la distancia, el retumbar de artillería lejana. Los caballos aguzaron las orejas y piafaron inquietos. Se miraron los dos amigos.
—¡Ya está! ¡Ya ha empezado! —exclamó De Bourmont.
A Frederic el corazón le saltó en el pecho de gozo. El tronar de los cañones se le antojó hermoso a pesar de la llovizna y el velo gris que cubría el horizonte. Tiró al suelo la tagarnina, que humeó durante unos instantes sobre la tierra mojada, y puso la mano en el hombro de su camarada.
—Creí que este día no iba a llegar nunca.
De Bourmont torció el bigote en una mueca de complicidad. Los ojos le brillaban con la excitación del gallo de pelea que se dispone al combate.
—Yo creía lo mismo —respondió mientras apretaba con fuerza la mano del amigo sobre su hombro.
Los húsares conversaban animadamente en corros, mirando en la dirección hacia la que sonaban los cañonazos e intercambiando rumores de diversa índole, todos ellos desprovistos del menor fundamento. Un caporal alto y huesudo, de trenzas y bigote rojos, comentaba con aire de enterado su certeza de que el general Darnand había planeado una finta en dirección a Limas, cuando lo que en realidad pretendía era cortar en dos puntos el camino de Córdoba. La exposición táctica del húsar pelirrojo no era compartida por uno de sus compañeros, que —basándose en confidencias anónimas pero absolutamente fiables— sostenía que el avance hacia Limas era el inicio de un audaz movimiento destinado a cortar al ejército español la retirada en dirección a Montilla. La discusión, que subía de tono, vino a enconarse cuando un tercer húsar afirmó, con idéntica seguridad, que no había en curso avance alguno sobre Limas, y que el verdadero movimiento, que no se iniciaría hasta la noche, sería en dirección a Jaén.
El enlace enviado por Berret estaba de regreso, galopando ya por la falda de la colina. Sobre la loma próxima, la masa oscura del otro escuadrón se desplazaba lentamente, rebasando la cima y desapareciendo de la vista.
La corneta ordenó montar a caballo. Los dos amigos se quitaron los capotes, atándolos delante de los pomos de las sillas. De Bourmont le guiñó un ojo a Frederic, se izó sobre los estribos y ocupó su puesto. A lomos de Noirot, Frederic se aseguró en el arzón y ajustó el barboquejo de cobre de su colbac. Miró con disgusto hacia el cielo gris. La llovizna empezaba a calarle el dormán y sentía una incómoda humedad sobre los hombros y espalda. Afortunadamente, la temperatura se había vuelto soportable.
Otro toque del cornetín de órdenes y el escuadrón partió al trote, rodeando la colina. Las patas de los caballos arrancaban trozos de tierra húmeda, arrojándolos sobre los jinetes que venían detrás. En cierta forma, Frederic prefería eso a la polvareda que se levantaba cuando el suelo estaba seco, sofocando a jinetes y monturas y dificultando la visión durante la marcha. Echó un vistazo a las dos pistoleras sujetas a cada lado del pomo de la silla, en las que, cubiertas por paños encerados para protegerlas de la humedad, estaban sus dos excelentes pistolas modelo Año XIII. Todo iba bien. Se sentía excitado por la inminencia de la acción, pero tranquilo y con la mente clara. Ajustó su cuerpo al movimiento de Noirot, disfrutando del placer de la cabalgada, con los ojos y oídos atentos a la menor señal que indicase combate.
Dejando atrás la colina, pasaron junto a un bosquecillo en el que se distinguían las casacas azules cruzadas por correajes blancos de algunos soldados de infantería. El cañón seguía rugiendo en la distancia, al otro lado del horizonte gris. Después salieron a un llano, observando que a su derecha, no demasiado lejos, cabalgaba otro escuadrón de húsares, presumiblemente el que durante la anterior pausa se mantuvo a la vista sobre la loma cercana. Frederic experimentó una íntima sensación de orgullo al divisar el imponente aspecto del escuadrón hermano, avanzando en perfecta formación como una máquina de guerra viva, disciplinada y perfecta, que portaba en las vainas un centenar de sables impacientes.
Anduvieron entre cerros y quebradas hasta avistar un pueblo pequeño del que surgían columnas de humo. El comandante Berret ordenó hacer alto, y durante un rato se entretuvo con Dombrowsky consultando un mapa. Frederic los observó distraídamente, con el oído concentrado en el distante cañoneo, al que ahora se sumaba fragor de fusilería. Mientras evitaba con suaves tirones de las riendas que Noirot mordisquease la rala hierba del suelo, vio cómo el capitán lo miraba y le hacia una seña. El corazón le palpitó con fuerza al picar espuelas y acercarse a los jefes del escuadrón.
Berret, de pie sobre los estribos, entornaba su único ojo observando el pueblo con expresión grave. Fue el capitán quien le habló a Frederic.
—Glüntz, tome seis hombres y haga un reconocimiento en esa dirección. Averigüe quién está en el pueblo.
Frederic se irguió en la silla, sintiéndose enrojecer. Era la primera vez que se le encomendaba una misión individual en combate.
—A la orden, mi capitán —Noirot cabeceaba inquieto, como si compartiese la emoción del jinete.
Dombrowsky tenía el aire preocupado.
—No se complique la vida, Glüntz —recomendó frunciendo el ceño—. Tan sólo eche un vistazo y regrese de inmediato. Todavía es temprano para correr en pos de la gloria. ¿Me entiende?
—Perfectamente, señor.
—No se le pide ninguna hazaña. Sólo que vaya allí, mire lo que ocurre y vuelva a contárnoslo. En principio, nuestra infantería debe encontrarse en el pueblo.
—Entendido, señor.
—Pues dése prisa. Y ojo con los guerrilleros.
El joven miró al comandante, pero Berret permanecía de espaldas a ellos, absorto en la contemplación del paisaje. Frederic saludó con impecable marcialidad y se volvió hacia los húsares de su pelotón que vio más próximos. Señaló a aquellos que juzgó con mejor aspecto.
—Vosotros seis. Seguidme.
Espolearon los caballos y salieron al galope. La fina lluvia continuaba cayendo mansamente, pero aunque la tierra comenzaba a encharcarse no estaba todavía demasiado blanda. Frederic apretó los muslos contra los flancos de su montura e inclinó la cabeza. El agua le corría por la cara y la nuca, goteándole desde la empapada piel de oso del colbac. Mientras se distanciaba del escuadrón, tuvo la certeza de que los ojos azules de Michel de Bourmont lo acompañaban desde lejos en la cabalgada.
Las columnas de humo que se levantaban sobre el pueblo parecían inmóviles, suspendidas entre cielo y tierra, condensadas en la mañana gris. El suelo estaba hollado por señales de caballos y rodadas de carros o cañones. El aire olía a madera quemada.
Salieron a un camino que discurría entre almendros. El pueblo estaba ya muy cerca y al otro lado se oían descargas cerradas, pero todavía no se alcanzaba a distinguir ser viviente alguno. El desconocido sendero que se abría ante él trajo cierta aprensión a Frederic, que de un momento a otro se creía a punto de topar con una partida enemiga. Sin dejar de espolear a Noirot, se puso las bridas entre los dientes y extrajo una pistola de las fundas gemelas, liberándola del paño encerado antes de volver a dejarla en su sitio, al alcance de la mano y lista para ser utilizada.
Había un carro volcado a un lado del camino, y junto a él un hombre muerto. Lo miró fugazmente al pasar. Tenía el rostro hundido en la tierra húmeda, la ropa empapada y los brazos abiertos en cruz. Una pierna estaba extrañamente retorcida y le habían quitado las botas. No reconoció el uniforme, por lo que supuso se trataba de un español. Algo más lejos había otros dos cadáveres junto a un caballo muerto. Concentrada su atención en las primeras casas del pueblo, ya próximas, y en el cercano estrépito de fusilería, tardó algún tiempo en caer en la cuenta de que, por primera vez en su vida, acababa de ver hombres muertos en un campo de batalla.
Un par de casas ardían a pesar de la llovizna. Al desplomarse, las vigas carbonizadas desprendían un haz de chispas que volaban hasta convertirse en cenizas. Frederic tiró de las riendas y puso el caballo al paso mientras desenfundaba el sable. Desplegados a su espalda, los seis húsares empuñaban las carabinas, atisbando a su alrededor con ojos de veteranos, La calle principal parecía desierta. Más allá de los edificios blancos, las descargas daban paso a tiros aislados.
—No vaya al descubierto, mi subteniente —le dijo un húsar de largas patillas negras, que cabalgaba pegado a su grupa—. Junto a las casas ofrecemos menos blanco.
Frederic juzgó razonable el consejo, pero no respondió y mantuvo a Noirot por el centro de la calle. El húsar permaneció a su lado, refunfuñando entre dientes. Los otros cinco avanzaban detrás, junto a los muros de las casas, con las riendas flojas y las carabinas atravesadas en el arzón.
Un perro con el pelo erizado por la lluvia cruzó corriendo la calle, perdiéndose en una callejuela. Recostado contra una pared, con los ojos cerrados y la boca abierta, había otro cadáver. Esta vez se trataba de un francés. El correaje blanco que le cruzaba el pecho estaba sucio de barro, y a su lado se encontraba la mochila, abierta y con el contenido desparramado por el suelo. Aquello impresionó más a Frederic que la expresión rígida de su desdichado propietario. Recordó al español sin botas del camino, y se preguntó quién podría ser tan miserable como para despojar a los muertos.
La lluvia había cesado y los charcos reflejaban el cielo color de plomo. Al otro lado de un muro sonó una descarga próxima que hizo a Frederic, muy a su pesar, dar un respingo en la silla. El húsar de las patillas negras se puso a protestar. No conducía a nada, dijo, hacerse matar yendo a caballo por mitad de la calle.
Esta vez Frederic estuvo de acuerdo. Empezaba a pensar que la guerra real no se parecía en nada a las heroicas imágenes que aparecían en los grabados de los libros, o en los cuadros de bellos colores referentes a gestas militares. Sólo alcanzaba a ver, en el húmedo marco gris de la mañana, pequeños fragmentos aislados en tonos fríos, escenas individuales y mezquinas desprovistas de los matices cálidos y de la hermosa perspectiva global que, hasta ese día, había creído que caracterizaba a un combate. No sabía si estaban perdiendo o ganando. A decir verdad, ni siquiera sabía a ciencia cierta si estaba en el campo de batalla o si, por el contrario, lo que se libraba allí eran tan sólo pequeñas escaramuzas marginales, alejadas del escenario en donde realmente se decidía sin él la contienda. Ese último pensamiento le hizo experimentar una singular desazón y se enfureció contra el Destino, que quizá en aquel momento le estaba arrebatando la gloria para concedérsela a otros menos dignos de ella.
Al rodear una casa, descubrieron a un pelotón de infantería que hacía fuego parapetado tras una cerca, en dirección a un bosque próximo. Los fusileros tenían los rostros tiznados de pólvora; mordían uno tras otro los cartuchos de bala empujándolos con las baquetas en los humeantes mosquetones antes de echarse el arma a la cara, disparar y volver a repetir los mismos movimientos. Eran una veintena y tenían aspecto fatigado. Miraban hacia el bosque con expresión de enconada concentración, ajenos a cuanto no fuese cargar, apuntar y disparar. Uno de ellos, sentado en el suelo, tenía el rostro oculto entre las manos y un pañuelo empapado de sangre le rodeaba la cabeza. De vez en cuando gemía sordamente, sin que nadie le hiciera el menor caso. Su mosquetón estaba a un par de varas, apoyado en la cerca. A veces una bala pasaba silbando por encima, yendo a estrellarse con un chasquido contra una tapia cercana.
Un sargento de bigote gris y ojos enrojecidos vio a los húsares y se acercó caminando tranquilamente, limitándose tan sólo a agachar la cabeza cuando un nuevo proyectil rasgaba el aire demasiado cerca. Tenía las piernas cortas y fuertes, dentro de los ceñidos calzones blancos manchados de barro.
Cuando distinguió los picudos galones de subteniente en las mangas del dormán de Frederic, el sargento dejó de agachar la cabeza. Saludó con desenvoltura y dio la bienvenida a los húsares.
—No sabía que andaban por aquí —dijo con visible satisfacción—. Siempre da gusto tener cerca a la caballería ligera. Si quieren descabalgar, se encontrarán más seguros. Nos están tirando desde el bosque.
Frederic pasó por alto la observación. Envainó el sable y acarició la crin de Noirot, observando con estudiada indiferencia el escenario en el que tenía lugar la escaramuza.
—¿Cuál es la situación?
El sargento se rascó una oreja, miró otra vez hacia el bosque y después al joven oficial y sus acompañantes. Parecía divertirle la idea de que los vistosos uniformes de los recién llegados estuviesen casi tan mojados como el suyo.
—Somos del Setenta y Ocho de Línea —dijo innecesariamente, puesto que el número de su Regimiento lo llevaba en el chacó—. Llegamos al pueblo poco antes del amanecer, y los desalojamos de aquí. Un grupo se quedó ahí enfrente, y ahora nos estamos ocupando de ellos.
—¿Qué efectivos ocupan el pueblo?
—Una compañía, la Segunda. Estamos un poco por aquí y por allá.
—¿Quién se encuentra al mando?
—El capitán Audusse. La última vez que lo vi estaba unto a la torre de la iglesia. El manda la compañía. El resto del batallón está media legua al norte, desplegado a lo largo del camino que lleva a un lugar llamado Fuente Alcina. Es todo cuanto puedo decirle. Si quiere más detalles, puede dirigirse al capitán.
—No es necesario.
Del bosque salieron tres o cuatro tiros casi simultáneos, y uno de ellos pasó bajo, cerca del grupo. Uno de los infantes que estaban junto a la cerca dio un grito y dejó caer el fusil. Después retrocedió dando traspiés, mirándose atónito el vientre manchado de sangre.
El sargento se desentendió de los húsares y dio unos pasos en dirección a sus hombres.
—¡Cubríos, idiotas! —les gritó, furioso—. ¡Estamos aquí para hostigar a los de enfrente, no para servirles de blanco!… ¿A qué diablos está esperando Durand?
Uno de los húsares se puso en pie sobre los estribos, apuntó la carabina e hizo fuego. Después se puso a silbar entre dientes mientras la cargaba de nuevo empujando con la baqueta. A unas cien varas por la izquierda, saliendo de detrás de unas chumberas, una fila de fusilemos avanzó desde el pueblo en dirección al bosque, deteniéndose para disparar y cargar y avanzando sucesivamente. El sargento sacó el sable y echó a correr hacia la cerca.
—¡Venga, venga! ¡Ahí está Durand! ¡Adelante! ¡Vamos a por ellos!
Los soldados, caladas las bayonetas, se pusieron en pie. Cuando el sargento saltó al otro lado de la cerca lo siguieron a la carrera, gritando. En la posición sólo quedaron el herido de la cabeza vendada y el alcanzado en el vientre, que se había dejado caer de rodillas y miraba estúpidamente la sangre que le chorreaba por los muslos, como negándose a creer que aquel líquido rojo brotara de su cuerpo.
Frederic y sus acompañantes se quedaron unos instantes observando el avance de las dos líneas azules que convergían hacia los árboles entre una humareda de pólvora. De ellas se desprendieron tres o cuatro manchitas azules más pequeñas, que quedaron tendidas en el suelo mientras el resto proseguía su avance.
Estuvieron mirando un rato más. Después, cuando las dos filas llegaron a la linde del bosque, los húsares volvieron grupas y salieron del pueblo al galope, desandando camino para reunirse con su escuadrón.
Así que era eso. Barro en las rodillas y sangre en el vientre, atónita sorpresa en la rígida expresión de los muertos, cadáveres despojados, lluvia y enemigos invisibles de los que apenas se percibía la humareda de los disparos. La guerra anónima y sucia. No había rastro alguno de gloria en el soldado que gemía con la cabeza vendada y el rostro entre las manos, ni en el otro herido que contemplaba sus propias entrañas desgarradas como quien formulaba un reproche.
Frederic puso su caballo al trote largo. Tras él cabalgaban imperturbables los seis húsares, que no habían hecho un solo comentario sobre las escenas que acababan de presenciar. El joven, sin embargo, sentía agolpársele las preguntas sin respuesta; le habría gustado estar solo para formularlas en voz alta.
Pasaron otra vez junto a los tres muertos del camino, y en esta ocasión Frederic mantuvo fijos en ellos los ojos, como hechizado, hasta que los dejaron atrás. Jamás había pensado que un cadáver pudiera ser algo tan atrozmente desprovisto de vida. Cuando se imaginaba a si mismo muerto, se veía con los ojos cerrados y una expresión plácida en el rostro; acaso con una suave sonrisa indeleble en la comisura de los labios. Algún camarada le cruzaría los brazos sobre el pecho, sus amigos derramarían lágrimas a su alrededor y sería llevado a hombros de éstos hacia su última morada, con un rayo de sol iluminándole el rostro cubierto por digna máscara de polvo y sangre, como correspondía a un buen y leal soldado.
Y ahora descubría que muy bien pudiera no ser así. Aquellos cuerpos tendidos en el barro producían una extraña congoja, una aterradora sensación de soledad infinita bajo la luz gris de la mañana. Y Frederic sintió brotarle en el pecho una pena muy honda al pensar que una muerte como ésa podría estarle destinada.
La proximidad del escuadrón disipó sus lúgubres pensamientos. Retornaba a la seguridad de los rostros conocidos, de la tropa numerosa y disciplinada bajo el mando de jefes responsables y expertos, conocedores de su oficio, harto acostumbrados a ver hombres muertos en el barro como para que eso les plantease inquietud alguna. Era como retornar al mundo de los vivos y de los fuertes, donde el sentimiento se volvía colectivo, transformándose en una fe ciega en la victoria en una seguridad indestructible basada en la conciencia del propio poder.
Informó a Berret y Dombrowsky sobre la situación en el pueblo, limitándose a mencionar las tropas que lo ocupaban y la escaramuza del bosque. Nada dijo sobre los cadáveres del camino, ni del soldado muerto en la calle, ni de los heridos de la cerca. Mientras contemplaba los rostros impávidos de sus superiores, tras los que se extendían las sólidas filas del escuadrón, sintió que tales escenas se difuminaban en su mente como un mal sueño, hasta desaparecer.
De vuelta a su puesto en la formación, cambió un saludo con De Bourmont, que agitó una mano sonriéndole con simpatía. El húsar de las patillas negras que lo había acompañado en la descubierta refería a sus compañeros los pormenores de la entrada en la aldea.
—Tendríais que haber visto al subteniente… —comentaba a media voz, sin percatarse de que el aludido estaba cerca, escuchando—. Iba por mitad de la calle, muy tieso en su silla, y cuando le dije que podían pegarle un tiro, le faltó muy poco para mandarme al diablo. Un alsaciano testarudo y con redaños, eso es lo que es. ¡No está mal para tratarse de un novato!
Frederic se sonrojó de orgullo y dejó vagar sus ojos por los campos cubiertos de olivares y almendros. El cielo encapotado parecía querer aclarar por el horizonte, como si el sol pugnase por abrirse camino entre el manto de nubes.
Sonó el cornetín de órdenes y el escuadrón avanzó al trote, dejando el pueblo a la izquierda e internándose en los campos que hacía meses nadie roturaba. Cabalgaron cosa de una legua, y al poco tiempo comenzaron a ver tropas. Primero fue una compañía de cazadores que marchaba entre los rastrojos de un viejo maizal. Después vieron varias piezas de artillería que eran remolcadas al galope, traqueteando a campo traviesa. Finalmente adelantaron a un pelotón de dragones a caballo que marchaba al paso, con las bridas flojas, aspecto fatigado y las carabinas enfundadas en el arzón. Al otro lado de unas lomas cercanas se escuchaban distantes descargas de fusilería, punteadas por cañonazos.
El escuadrón se detuvo a abrevar las monturas junto a un riachuelo que discurría entre márgenes cenagosas y cubiertas de arbustos. El comandante Berret se alejó con el capitán Dombrowsky, el teniente Maugny, el portaestandarte Blondois y el corneta mayor, subiendo los cuatro a un cerro próximo. Otro escuadrón del Regimiento estaba inmóvil a la vista, encontrándose sus jefes en el cerro, donde presumiblemente se había instalado la plana mayor del 4.º de Húsares. El coronel Letac debía de estar allá arriba o en alguna parte, no muy lejos, con el séquito del general Darnand.
Frederic desmontó y dejó a Noirot hundir libremente el belfo en las aguas turbias del riachuelo. Seguía sin llover, y la brisa de la cabalgada había secado un poco los uniformes de los húsares, que estiraban las piernas y cambiaban conjeturas sobre lo que estaba ocurriendo al otro lado de las lomas, allí donde parecía empeñado el combate principal. Frederic sacó el reloj del bolsillo; las manecillas indicaban poco más de las diez de la mañana.
El teniente Philippo se acercó, en animada conversación con De Bourmont. Dejaron los caballos abrevando y se unieron a Frederic. Philippo era un húsar de rostro agitanado, trenzas y bigote negros, y piel morena, casi aceitunada. Su estatura era mediana, siendo algo más bajo que Frederic y bastante más que De Bourmont, y acostumbraba a maldecir en italiano, lengua que hablaba perfectamente por ser su familia de origen trasalpino. Se trataba de un individuo presumido, extremadamente cuidadoso en el vestir y, aseguraban, muy valiente. Había peleado en la batalla de Eylau y en el Parque de Monteleón, en Madrid, y se había batido cinco veces en duelo, siempre a sable, matando a dos de sus antagonistas. Las mujeres, causa de su fama de duelista, eran su debilidad, y muchos aseguraban que también su ruina. Solía pedir dinero prestado a todo el mundo, y lo devolvía contrayendo nuevas deudas.
Philippo estrechó, ceremonioso, la mano de Frederic.
—Mis felicitaciones, Glüntz. Me han dicho que su primera misión individual resultó satisfactoria.
De Bourmont sonreía, satisfecho de que se elogiase a su amigo. Frederic se encogió de hombros; en el Regimiento era de mal tono dar importancia a cualquier hazaña personal, por lo que detenerse a considerar una rutinaria patrulla sin incidentes resultaba inconcebible.
—Yo diría que más bien resultó aburrida —respondió con la debida modestia—. Los nuestros habían desalojado del pueblo a los españoles, así que no hubo novedad.
Philippo se apoyó con las dos manos sobre el sable. Le gustaba darse aires de veterano.
—Ya tendrá usted ocasión de experimentar sensaciones más fuertes —dijo con el aire misterioso del que no cuenta todo lo que sabe—. He oído de buena tinta que dentro de un rato entraremos en línea.
Los dos subtenientes miraron a Philippo, sumamente interesados. Éste se pavoneó, satisfecho de la impresión que había causado.
—Así es, queridos amigos —añadió—. Según comentó antes Dombrowsky en uno de sus raros momentos de locuacidad, Darnand sigue intentando cortar a los españoles el paso hacia la serranía. El problema reside en la columna Ferret.
—¿Qué pasa con Ferret? —preguntó De Bourmont—. Según mis noticias, tendría que estar reforzando nuestro flanco.
Philippo hizo un gesto desdeñoso, como si pusiera en duda la capacidad militar del coronel Ferret.
—Ahí está el quid de la cuestión —explicó—. Ferret, que tendría que estar aquí hace rato, todavía no ha llegado. Así las cosas, es posible que echen mano de nosotros antes de lo previsto, para desorganizar las líneas enemigas que están al otro lado de esos cerros.
—¿Dombrowsky dijo eso? —interrogó Frederic, excitado por las confidencias de Philippo. Ya se veía cabalgando hacia el enemigo.
—No; lo último es una suposición mía. Pero me parece elemental. Somos la única fuerza móvil que hay en el sector, y además el único Regimiento que todavía no ha entrado en fuego. Los demás están batiendo el cobre desde hace rato, excepto el Octavo Ligero, que sigue en reserva.
—Antes hemos visto unos dragones —comentó De Bourmont.
—Sí, lo sé. Me han dicho que los están utilizando en pequeños grupos para misiones de reconocimiento a lo largo de toda la línea. Nuestros cuatro escuadrones, sin embargo, están aquí.
Frederic no compartía la seguridad de Philippo.
—Yo sólo veo a ésos —indicó, señalando la inmóvil masa de jinetes que se mantenía a la vista cerca del escuadrón—. Ésos y nosotros. Y como uno y uno suman dos, nos falta medio regimiento.
Philippo torció el gesto con fastidio.
—Me aburre con sus germánicos cálculos, Glüntz —dijo molesto—. Usted es joven, todavía no tiene experiencia. Confíe en lo que le dice un veterano.
—Eso es razonable —indicó De Bourmont, y Frederic se mostró rápidamente de acuerdo.
—Me gustaría saber quién lleva ventaja —comentó mientras señalaba en dirección al campo de batalla.
—Ah, eso no hay forma de saberlo por ahora —alegó Philippo—. Lo que parece es que nuestro flanco tiene cierta dificultad para mantenerse. Han pedido más artillería, y de un momento a otro se espera que el Octavo Ligero entre también en línea. Tendremos que echar una mano dentro de poco.
—Eso no me desagradaría —comentó De Bourmont.
Philippo palmeó la empuñadura de su sable con aire fanfarrón.
—Toma, ni a mí. En cuanto asomemos al otro lado de esos cerros, los españoles van a ponerse a correr como alma que lleva el diablo. ¡Cazzo di Dio!
Frederic desató el capote que llevaba arrollado en la silla de montar y lo extendió en el suelo, bajo el tronco de un olivo. Se quitó el colbac, descolgó la cantimplora y se tumbó, mordisqueando un trozo de galleta seca que extrajo de la alforja. Los otros lo imitaron.
—¿Alguien tiene coñac? —preguntó Philippo—. Si es aguardiente, tampoco rechazaría un trago.
De Bourmont le alargó un frasco sin decir palabra. Los húsares habían tenido tiempo de aprovisionarse antes de abandonar el campamento, pero sin duda el teniente había agotado ya su reserva. Philippo se lo llevó a los labios y resopló satisfecho.
—Ah, mis queridos amigos… Esto resucita a un muerto.
—No a los que yo he visto —murmuró Frederic, en un rasgo de humor negro del que él fue el primer sorprendido. Los otros lo miraron, extrañados.
—¿En el pueblo? —preguntó De Bourmont.
Frederic hizo un gesto evasivo.
—Sí, tres o cuatro. Españoles, la mayoría. Les habían quitado las botas.
—Si eran españoles, me parece bien —opinó Philippo—. Además, ¿para qué le sirven las botas a un muerto?
—Para nada —respondió De Bourmont, lúgubre.
—Pues eso; para nada. Algún vivo las necesitaría.
—Jamás despojaré a un cadáver —dijo Frederic con el ceño fruncido.
Philippo enarcó una ceja.
—¿Por qué? A los muertos les da igual.
—Es indigno.
—¿Indigno? —Philippo soltó una risita aguda—. Es la guerra, querido. Naturalmente, son cosas que no se aprenden en la escuela militar. Ya irá aprendiendo, se lo aseguro… Vamos a ver. Imagine, Glüntz, que usted camina por un campo de batalla, después de una dura jornada sin probar bocado, y encuentra un soldado muerto con el zurrón bien repleto. ¿Sus escrúpulos le impedirían darse un banquetazo?
—Prefiero morirme de hambre —dijo Frederic con absoluta convicción.
Philippo agitó la cabeza, reprobador.
—Veo que ha pasado poca hambre en la vida, amigo mío… ¿Y usted, Bourmont, renunciaría a las vituallas si estuviese en el lugar de nuestro joven Glüntz?
De Bourmont se retorció una guía del bigote, dubitativo.
—Creo que haría lo mismo que él —dijo por fin—. No me gusta despojar a los muertos.
Philippo chasqueó la lengua con desaliento.
—Imposible hacer carrera con ustedes dos. Eso es lo malo de las almas puras; consideran la vida como un sueño color de rosa. Ya cambiarán, ya. Quizá empiecen a cambiar hoy mismo. Despojar a los muertos, ha dicho usted. ¡Je! Eso no es nada. ¿Nunca les han hablado de esos repugnantes grupos de expoliadores que suelen acompañar a los ejércitos en campaña, y que a la noche, después de una batalla, se deslizan como sombras entre cadáveres y heridos para arrancarles hasta el último objeto de valor? Esos buitres carroñeros llegan a rematar a los moribundos para robarles, cortan dedos para conseguir los anillos, trituran mandíbulas para obtener los dientes de oro… Comparado con lo que hace esa chusma, quedarse con un mendrugo de pan o un par de botas es un juego de niños… Insisto en que esto resucita a un muerto —proclamó devolviéndole a De Bourmont el frasco de coñac mientras eructaba discretamente—. La verdad es que estaba necesitando un trago, Corpo di Cristo. Nos hemos mojado un poco esta mañana, ¿eh? Con eso de no saber hacia dónde diablos cabalgábamos y si el combate era inminente o no, todos tardamos en ponernos el capote. Sólo el viejo Berret y ese estirado de Dombrowsky lo sabían, pero no dijeron ni pío. Dentro de un rato, las dos terceras partes del escuadrón estarán estornudando. Menos mal que ahora no llueve.
Un batidor se acercaba al trote. Sin duda se dirigía al cerro donde habían subido Berret y los otros. Los batidores eran los enlaces de la caballería; solían recorrer el campo de batalla de un lado a otro llevando mensajes a las unidades. Philippo llamó su atención cuando pasó junto a ellos.
—¿Alguna novedad, soldado?
El húsar, un joven de trenzas y coleta rubias, retuvo unos instantes su montura.
—El cuarto escuadrón cayó hace un rato sobre una partida de guerrilleros, a cosa de una legua de aquí —informó con un timbre de satisfacción en la voz; él pertenecía al Cuarto—. Todavía andan por ahí, acuchillando gente en la persecución. Un lindo trabajo.
—Sin cuartel —murmuró De Bourmont con sonrisa cínica viendo alejarse al batidor.
Philippo estaba complacido.
—Sin cuartel, en efecto. Ésa es la ventaja cuando se trata de guerrilleros; no hay que molestarse en hacer prisioneros. Unos cuantos golpes de sable y, zis, zas, solventada la cuestión.
De Bourmont y Frederic se mostraron de acuerdo. Philippo reía.
—Es curioso —comentó pavoneándose—, pero ese tipo de guerra irregular, a base de partidas que se echan al monte, es muy propio de los pueblos meridionales…
—¿De veras? —De Bourmont se inclinó hacia el teniente, interesado.
—¡Es evidente, amigos míos! —Philippo solía alardear a la menor oportunidad de su sangre italiana—. Para la guerrilla hace falta imaginación, iniciativa… Incluso cierta indisciplina. ¿Imaginan a un inglés guerrillero? ¿O a un polaco como el capitán Dombrowsky…? ¡Imposible! Para eso hay que tener la sangre caliente, caballeros. Caliente.
—Como usted, querido —indicó De Bourmont con velada sorna.
—Como yo; exacto. En el fondo no me caen mal del todo esos malditos campesinos del trabuco. Cuando los degüello, tengo la impresión de estar degollando a mi padre. El buen hombre era meridional hasta la médula de los huesos.
—Pero usted mata más franceses que españoles, Philippo. Usted y sus famosos duelos…
—Yo mato lo que se me pone delante —sentenció el ítalo francés, algo picado.
Frederic acarició la grupa de Noirot, que relinchó agradecido. El cielo gris se reflejaba en el agua del riachuelo, pero las nubes se habían abierto un poco y entre ellas despuntaban retazos de azul. Un rayo de sol iluminaba las cimas de los cerros cercanos. El joven pensó que a pesar de la guerra, o quizá gracias a ella, el paisaje se le antojaba ahora muy hermoso.
Miró el caballo de De Bourmont, que abrevaba junto al suyo, metido en la corriente del arroyo hasta los corvejones. Tenía una soberbia estampa, tordo rodado de crin larga y cola recortada, sin que las manchas de los cuartos traseros afearan su aspecto. La silla guarnecida con piel de leopardo era de singular belleza; húngara, como casi todo el equipo de los húsares: silla de montar, botas, uniformes… Incluso el término húsar procedía de aquel país. Alguien le había contado una vez a Frederic que provenía de las palabras husz, que significaba cien, y ar, renta. Desde siglos atrás, cada propietario de tierras tenía la obligación en Hungría de proporcionar a su señor un hombre equipado y un caballo para la guerra, por cada cien habitantes de su feudo. Ése había sido el origen de la legendaria caballería ligera cuyo estilo y tradiciones había sido adoptado por los ejércitos de casi todos los países de Europa.
Con total desenvoltura, Philippo les preguntó si llevaban encima cigarros, pretextando que su petaca estaba en la alforja, ésta en el caballo, y aquél en mitad del riachuelo. De Bourmont se desabrochó algunos botones de su dormán y sacó tres tagarninas. Las encendieron y fumaron en silencio, contemplando las nubes y claros que pasaban sobre sus cabezas.
—Me pregunto —comentó Philippo al cabo de un rato— cuánto tardaremos en regresar a Córdoba.
Frederic lo miró, sorprendido.
—¿Le gusta Córdoba? Yo encuentro esa ciudad calurosa y sucia.
—Las mujeres son guapas —respondió Philippo con ojos soñadores—. Conozco allí a una preciosidad, con pelo de azabache y una cintura que haría perder la cabeza hasta a ese maldito témpano de Dombrowsky —era evidente que el capitán polaco no gozaba de la simpatía del ítalo francés—. Se llama Lola, y tiene unos ojos como para tirar a Letac del, ejem, caballo.
—Lola significa Dolores, ¿verdad? —preguntó De Bourmont—. Creo que se trata de un diminutivo, de un nombre familiar.
Philippo suspiró ruidosamente.
—Dolores… Lola… ¿Qué más da? ¡Cualquier nombre le sentaría bien!
—Me gusta —comentó Frederic, repitiendo varias veces el nombre en voz alta—… Lola. ¿Suena bien, verdad? Es algo elemental, salvaje. Muy español, sin lugar a dudas. ¿Es hermosa?
Philippo emitió un suave quejido.
—Ya lo he dicho. ¡Hermosísima! Pero lo que no saben ustedes es que ella fue, indirectamente por supuesto, la culpable de…
—Su último duelo —señaló De Bourmont.
—Ah, ¿conocen la historia?
—Todo el Regimiento conoce la historia —indicó De Bourmont con fastidio—. La ha contado usted veinte veces, querido.
—¿Y qué? —repuso Philippo, amostazado—. Aunque la haya contado cien, la historia sigue siendo la misma, y Lola sigue siendo Lola.
—A saber con quién estará ahora —comentó De Bourmont, guiñándole furtivamente un ojo a Frederic.
Philippo volvió a dar unas palmaditas en la empuñadura de su sable.
—Con quien seguro que no está es con aquel imbécil del Undécimo de Línea al que sorprendí una noche rondando la verja de su casa… Le dije que me acompañara a solventar la cuestión en un lugar discreto, y respondió que en el ejército francés está prohibido batirse. Eso a mí, ¡al teniente Philippo! Entonces lo seguí hasta su acuartelamiento y monté en la puerta tal escándalo que al pobre diablo casi lo sacaron a rastras sus compañeros para que no quedase deshonrado el nombre del Regimiento.
—Le dio usted un buen sablazo —recordó De Bourmont.
—Le di varios. Cayó como un saco de patatas, y se lo llevaron más muerto que vivo.
—Me informaron sólo de uno. Y de que se fue por su pie.
—Le informaron mal.
—Si usted lo dice…
Se quedaron un rato callados, escuchando el lejano fragor del combate que se desarrollaba tras los cerros. Los de infantería debían de estar pasando un mal rato, pensaba Frederic, atento a los estampidos.
—Una vez maté a una mujer —murmuró inesperadamente De Bourmont, como si hubiese decidido de pronto confesarse en voz alta. Sus compañeros lo miraron, sorprendidos.
—¿Tú? —preguntó Frederic, incrédulo—. ¡Estás de broma, Michel!
De Bourmont negó con la cabeza.
—Hablo en serio —dijo entornando los ojos como si le costase recordar—. Fue en Madrid, el día dos de mayo, en una de las callejuelas que hay entre la Puerta del Sol y el Palacio Real. Philippo se acordará bien de aquella jornada, porque también andaba por ahí…
—¡Vaya si la recuerdo! —confirmó el aludido—. ¡Estuve a punto de perder la piel veinte veces aquel día!
—Los madrileños se habían amotinado —continuó De Bourmont— y atacaban a nuestras tropas con lo que tenían a mano: pistolas, fusiles, esas navajas españolas largas… Había una barahúnda espantosa por toda la ciudad. Desde las ventanas nos descerrajaban tiros, echaban tejas y macetas, hasta muebles. Yo estaba de camino con un despacho para el duque de Berg cuando me sorprendió el tumulto. Unos chicuelos empezaron a apedrearme, y casi me derriban del caballo. Los espanté con facilidad y troté hacia la Plaza Mayor para dar un rodeo, pero allí, sin saber cómo, me vi atrapado entre el populacho. Eran una veintena de hombres y mujeres, y por lo visto unos mamelucos les acababan de matar a alguien a quien llevaban en brazos, chorreando sangre por la calle. Al verme se abalanzaron como fieras, blandiendo palos y navajas. Las mujeres eran las peores, gritaban como arpías y se agarraban a las riendas y a mis piernas, intentando derribarme del caballo…
Frederic escuchaba con suma atención, pendiente de su amigo. De Bourmont hablaba despacio, casi monótonamente, deteniéndose a veces como si se esforzara en ordenar unos recuerdos que jamás, hasta aquel momento, había sentido necesidad de expresar.
—Desenvainé el sable —prosiguió— y en ese momento recibí un navajazo en el muslo. El caballo se encabritó y por poco me tira de espaldas, con lo que habría sido hombre muerto en pocos instantes. Tengo que reconocer que yo estaba espantado. Una cosa es enfrentarse al enemigo, y otra muy distinta a una turba enloquecida y vociferante… Bueno, el caso es que piqué espuelas para lanzar el caballo entre ellos y abrirme aso, mientras atizaba mandobles a diestro y siniestro. En ese momento, una mujer a la que apenas vi el rostro, pero de la que recuerdo perfectamente su toquilla negra y sus gritos, se agarró al bocado de mi caballo como si le fuese la vida en impedir que me largara de allí. Yo estaba aturdido por los golpes y el dolor del navajazo en el muslo y empezaba a perder la cabeza. Mi montura arrancó sacándome de entre la gente, pero aquella mujer seguía agarrada, no me soltaba aunque la arrastré cuatro o cinco varas… Entonces le di un sablazo en el cuello y cayó bajo las patas del animal, echando sangre por las narices y la boca.
Frederic y Philippo, intrigados, aguardaron la continuación de la historia. Pero De Bourmont había terminado. Se quedó en silencio, contemplando las nubes con el cigarro humeante entre los dedos.
—A lo mejor también se llamaba Lola —añadió al cabo de un rato.
Y se echó a reír con una mueca amarga.