—(Me dan ganas de llorar.) Para que me quisieran...
—Pero, Ignacia, ¿y si no eras la mejor no te iban a querer?
—No sé.. O no lo sabía en ese tiempo... En mi casa, la Ema y la Lola siempre fueron las encantadoras, las preferidas de mis tías, de mis papás... Samuel ¡para qué decir!, el niño... «Tan simpático, tan divertido, tan livianito de sangre»... Todos le caían bien a todo el mundo, menos yo... ¿La Ignacia? Sí, tan inteligente...
—Pero era un piropo.
—No, era el único adjetivo más o menos inocuo con el cual describirme...
—... Entonces decidiste ser la más inteligente para ser querida. ¿Quién querías que te quisiera, linda?
—Mi mamá, supongo.
—¿Y cómo no te iba a querer?
—Ay, no sé. Da lo mismo. Son tonteras de niña chica.
—¿Por qué te pones a la defensiva? ¿Qué te molesta?
—Mira, Aída, yo he diseñado mi vida para ir siempre hacia adelante. No quiero seguir pegada en que si mi mamá hizo o mi papá dijo..., Creo que llega un momento en que uno tiene que superar a sus padres y seguir adelante...
—Estoy de acuerdo. Reconciliarse con las figuras paternas es imprescindible para madurar. Pero superar sin revisar es imposible.
—¡Ya! Pero a los 35 no puedo seguir con la cantinela de que mi mamá no me quiso como yo quería que me quisiera y por eso estoy deprimida. No tiene nada que ver... Si sigo así, me voy a transformar en mi abuelo, que se quedó pegado en un proyecto que nunca le resultó...
—No seas fresca, Ignacia, me estás mezclando peras con manzanas. Son dos cosas diferentes. En todo caso, ¿qué tiene eso de malo, si era algo en lo que él creía?
—Que no avanzaba, pues, Aída. Y la vida es para avanzar. Para superar los problemas, para dejarlos atrás y enfrentar unos nuevos. Para ir mejorando cada día más. No para andar en círculos.
—Qué cartesiana tu idea de la vida. Si es por eso, a cada persona que cumpliera lo que se ha propuesto no le quedaría más que morirse.
—Nada que ver. Ahí se puede fijar otra meta, más adelante aún.
—¿Y qué pasa, por ejemplo, cuando algo se te hace difícil, cuando sientes que no sirves?
—¿Cómo que qué hago? Lo dejo, pues. Y hago otra cosa. Por eso no aparecí más en televisión, ¿te acuerdas?, porque no servía, porque era mejor escribiendo que conduciendo programas de actualidad... ¿Para qué voy a seguir en algo si soy mala en eso?
—A lo mejor no eres «mala», sino simplemente «no tan buena» y eso, según cómo te exiges a ti misma, no puede ser. Porque parece que si no eres el ideal del yo, te conviertes en el negativo del ideal del yo.
—¿¿¿Qué???
A veces pienso que a las sesiones con la Aída debería ir con grabadora. O estar, como ella, con mi libreta en la mano anotando ciertas claves. Como esta vez, en la que le obligo a repetir la idea que acaba de lanzarme varias veces, hasta que me entra en la cabeza.
—Sí, Ignacia. Ese mecanismo es devastador. Te hace jugar siempre en los extremos: o uno o siete. ¿Y por qué no te puedes sacar un cinco, o un cuatro coma cinco? ¡Para qué decir un tres! La vida no está hecha de unos o sietes, tiene cinco números más y varios decimales posibles. ¿Hasta cuándo te vas a someter a esa tortura?
Salgo de la consulta absolutamente alerta. Creo que la Aída tiene razón. He descubierto una pieza importante de mi personalidad y, además, tengo una conversación pendiente con mi mamá. Me voy caminando a la casa —no son tantas cuadras y el día está asoleado, pero corre viento— y en el camino voy pensando en todas las personas que conozco que juegan al uno o al siete. Muchas.
CAPÍTULO 14
¿QUIÉN ME MANDA A HABLAR DE MÁS?
Mi teoría sexual del otro día no sólo trajo consecuencias inmediatas.
También a largo plazo. Después de esa noche, Cristóbal ha insistido sin parar en que yo tengo razón y que por eso hay que hacer el amor todos los días. Como buen ingeniero, ha puesto en marcha su idea, planificando cada detalle: hoy sacó la tele de la pieza. Así, sin más, ¡la dejó en la sala de estar!
Cuando, a las siete de la tarde, yo me disponía a aterrizar en la cama y prender el «chupete electrónico», me encontré en vez de mi espléndida, muda y servil pantalla, con un baby doll de lo más «monono». Arriba, una tarjeta con la letra de mi marido: «Sexo trae más sexo... ¡Eres genial!».
No es que hacer el amor me dé lata —bueno, ya, reconozco que a veces sí—, pero esta maratón me está poniendo nerviosa. Jamás creí estar alimentando un monstruo de esta calaña.
—¿Te gustó la sorpresa, mi amor? ¿Buena mi idea, ah? —me pregunta, levantando la ceja, con la típica cara que pone cuando quiere que nos vayamos a la cama.
—Buena, buena... Pero un poco drástica, ¿no te parece? No sé si era necesario erradicar la tele de la pieza...
—Pero, Igna, tú siempre me retas porque soy muy tevito y no te dejo concentrarte en tus libros con mis películas de asesinatos... Además, te dan miedo...
—Sí, ok, si no digo que no había que hacerlo, pero podríamos haberlo conversado...
—Y nos habríamos demorado un mes más en llegar a acuerdo. No, mejor así, de una... Yo sé que a mí me va a costar ene... pero si quiero ver algo iré a la sala de estar. Tú te vas a acostumbrar mucho más rápido.
¿Qué le digo? ¿Cómo le cuento que si hay algo que me encanta es quedarme dormida abrazada a él mientras me rasca la cabeza, sintiéndose culpable por estar viendo algo que me aterra? Es tal su cara de cumpleaños (yo soy el regalo) que no me atrevo a decirle nada. Mientras tanto, en el primer piso, Martín se está transformando en el rey del control remoto. ¿Cuánto durará este experimento?
CAPÍTULO 15
LA MATERNIDAD ES UN MÚSCULO
Hoy llegué tarde a la oficina. Venía de un desayuno de una gran firma de cosméticos que estaba lanzando su último producto. Sobre mi escritorio había un papel: «Ignacia, necesito tu ayuda. ¡Urgente! Pilar».
Quedé intrigada y partí a la oficina de Ventas. Pilar Romero es una de las mejores vendedoras de avisos de la revista. Nos caemos bien, conversamos de leseras, pero no somos amigas.
—¡Ignacia! ¡Qué bueno que te veo! Te quería pedir un favor.
—Sí, dime, el que quieras.
—¿Podrías pedirle a la nana de Martín que te recomiende a alguien para mí?
Me río para mis adentros. Debí imaginármelo. Con la Pilar siempre hablamos de nuestras nanas. Ambas tenemos el sistema puertas afuera y nos ha funcionado, aunque desde que tuvo a su segundo hijo ella está más cansada y piensa de repente en cambiar a su Flor. Yo siempre le digo que prefiero la confianza a la comodidad.
—¿Qué pasó con tu nana?
—Ayer se cayó de la micro y se quebró el tobillo. ¡Tiene un mes de licencia!
—¿Y quién está con tus niños?
—La nana de mi mamá... ¡Ay, es todo una lata! El lunes yo me iba de viaje con ella y mi hermana a Miami, pero ya no voy a poder ir... No me atrevo a dejar a los niños con alguien que no conozco... Me muero si les pasa algo.
¡Qué increíble es la vida! Lo más probable es que la Pilar y yo nunca nos hubiéramos acercado de no haber sido porque vivimos lo mismo. En el tema de la maternidad, no hay ni ricas ni pobres, ni cuicas ni hippies, ni tontas ni genios... A veces algunas un poco locas, otras más o menos aprensivas, pero todas ¡todas las madres! aman a sus hijos y se preocupan por ellos. La maternidad es democrática. La Pilar y yo no nos parecemos en nada pero la entiendo perfecto. Me identifico absolutamente con lo que le está pasando.
—¿Me puedes ayudar?
—Mira, justo hoy es viernes y la Margarita se va a su casa por todo el fin de semana. Le voy a preguntar, pero será hasta el lunes...
—Espero, no importa. Ya no me puedo ir a ninguna parte, pero por lo menos quiero venir a trabajar tranquila dejando a los niños con una persona de confianza. ¡Qué increíble lo que uno depende de ellas!, ¿no?
«Perdón, me equivoqué», pensé para mis adentros: la maternidad es una tiranía. Pero a esa hora ni siquiera sabía cuán dura podía llegar a ser.
Al llegar a la casa, los niños ya estaban ahí. La sala de estar era un espectáculo. Estaba la escenografía típica: todos los juguetes y los libros de Martín esparcidos por el suelo, su triciclo, el caballito rojo con lunares y el vaso de jugo dado vuelta... Pero, además, las mochilas de Adrián y la Sofía tiradas por ahí, cuatro zapatos desmayados, cáscaras de naranja, cajitas de leche achocolatada, muñecas, una pelota y, como guinda de la torta, mis dos queridos hijitos mayores peleándose el control remoto a gritos.
—Suéltame. Yo quiero ver el final de Sabrina.
—¡Tú dijiste media hora y llevas 33 minutos! ¡Ahora me toca a mí!
—¡Nooooooooo! ¡Déjame terminar!
Tirones de pelo, empujones, cachetada. De la cocina, llega la Margarita impecable, con Martín en brazos. Me lo pasa y me dice:
—Señora Ignacia, le dejé una carne al horno, arroz y varias ensaladas... En el refrigerador hay pollo arvejado para mañana y una lecha asada. ¡Hasta el lunes!
No la culpo: la pobre lleva diez días sin salir de mi casa. Así empezó mi fin de semana... Fue largo, en todo el largo sentido de la palabra. Lavar platos, hacer camas, recoger desparramos, hacer callar a los mayores cuando el chico duerme siesta... Mientras yo bailaba al estilo Shakira con la Sofía o le pintaba las uñas, Cristóbal jugaba ajedrez o Nintendo con Adrián, tratando, además, de que el fin de semana fuera entretenido. Ir a la plaza con Martín, partir al zoológico, comprar los libros que tienen que leer para el colegio y, entre medio, ubicar a un compañero de Adrián porque perdió el cuaderno de matemáticas y lleva dos días amurrado porque no sabe la tarea para el martes... ¡Valor!
Cristóbal sigue durmiendo sagradamente sus siestas pero ¿y yo? Ya ni tele tengo en la pieza para perder el conocimiento. Me dieron ganas de llamar a la Pilar, la de la revista, a mi hermana Ema, a todas las mujeres que conozco y armar un harem... ¡Lo pasaríamos increíble! Criando y pelando, pero juntas...
El domingo a las ocho de la noche, mientras picaba zanahoria y hervía tallarines, oía por una oreja a Martín llorar a gritos de hambre y, por la otra, escuchaba los disparos de la película que estaba viendo Adrián a todo volumen, cuando delante de mis ojos aparece la Sofía guitarra en mano: «Igna, Igna, escúchame, me estoy aprendiendo una de Los Prisioneros». Y se lanza a cantar rasgueando el instrumento ¡tocando sólo dos posturas! Respiré hondo. Me iba a desmayar... Ya cuando se le acercó Martín, estiró la manito, tocó una de las cuerdas y ella lanzó un alarido: «¡Cuidadoooooooooo! Me la vas a desafinar», pensé que estaba en La fiesta inolvidable.
¡Demasiado loca para ser mi vida! Sólo faltaba Peter Sellers. Lo único que quería era que fuera lunes. Respiré hondo y me acordé de la Andrea Zegers y sus cuatro criaturas. Ella siempre cuenta que la mayor la empieza a acorralar contra la pared, tratando de hablarle sin que se distraiga con los otros tres. Pensé, entonces, que ser madre es un músculo que uno educa: con el primero te duele como con la primera sesión en el gimnasio. Terminas con el cuerpo lleno de ácido láctico, acalambrado. El segundo duele menos. Con el tercero, estás entrenada y no te importa que llegue el cuarto. Y así. No como yo, que sufro hasta de calambres mentales. Volví a respirar. «No hay dolor, sólo concentración», me dije a mí misma, recordando la frase que tengo en la cabeza cuando troto. Y me relajé.
CAPÍTULO 16
SOLTERAS Y SEPARADAS NO LO PASAN MEJOR
Siempre he pensado que si uno tiene una pena grande, es mejor vivirla en el lugar en el que está. Los viajes no sirven para olvidar, de eso estoy segura.
Esa teoría del siglo XIX de irse a París a llorar las penas de amor me parece una tontería: uno va a llorar igual frente al Sena que con el Mapocho de escenario; lo va a pasar igual de mal recorriendo Providencia que Les Halles. Mejor guardarse la plata para cuando la tristeza ya haya pasado y uno pueda disfrutar de verdad. Andar de viaje con pena en el alma es como tratar de mirar cuando uno recién se ha echado gotas en los ojos: no se ve ni se siente nada. A lo más, uno se anestesia. Pero el dolor sigue adentro, palpitando.
Así llegó mi hermana Lola ayer de Barcelona: con el corazón tan «partío» como cuando se fue. Los ojos para adentro, la espalda encorvada, monosilábica... La imagen de la infelicidad hecha persona. Claro, no es para menos: hace tres meses estaba a punto de irse a vivir con su novio de siempre, un médico al que toda la familia (aunque no lo queramos aceptar), aún adoramos.
«No estoy preparado para el compromiso», fue la frase para el bronce que él le tiró, dos días antes del cambio. Mi hermana, que ya había dado el anuncio de abandono de su departamento, tuvo que echar pie atrás y quedarse donde estaba no más. Tenía todo listo, todo menos el novio. Mujer de armas tomar, pidió permiso en el hospital en que trabaja —es médico de urgencias— y partió de viaje, a Barcelona, a la casa del tío Gabriel. De eso hace ya dos meses.
—¡Estás preciosa! —le decimos a coro con la Ema, abrazándola entre las dos.
—¡Ya! Mentirosas. Estoy flaca como un espárrago, con la cara chupada y, más encima, blanca como papel. Preciosa estás tú, mi negra madrísima —le contesta a la Ema. ¿Cómo es la Elisa?
—Tu ahijada es exquisita. No se parece tanto a Manuel como la Josefina. Tiene los piececitos iguales a los míos y el ceño fruncido de las Oliva.
—¡Uy, qué susto! ¡Otra más!
Esas dos siempre han tenido una complicidad especial. Son las menores, siempre tuvieron la misma pieza y comparten tantos secretos que parecen mellizas: dicen lo mismo y al mismo tiempo. A veces siento que sobro cuando estoy con ellas: yo, la hermana mayor, la más seria. Hoy día, no, por suerte.
—Y tú, ¿cómo estás?, ¿mejor? —me pregunta cariñosa.
—Gracias al cóctel diario, sí. No te explico cuánto me cuesta, eso sí. Me carga depender de la farmacología...
—Pero a veces es necesaria, hermanita. Te lo digo yo, que sé de eso...
Nos abrazamos, calladitas.
Llegamos a su departamento. Ella entra como sin querer mirar, tira las maletas y se mete al baño.
—Voy a darme una ducha, ¿ya? —anuncia.
Dejándole tiempo y espacio para que esté sola, Ema y yo nos ponemos a hacer café. Armamos una bandeja con croissants, mermelada de ciruela hecha por la mamá —un clásico familiar—, queso y fruta fresca. Ninguna de las tres sabe por dónde empezar. Parto yo. Entrenada con esto de ser parte de la generación Ravotril, cuento todo el cuento ya sin angustia ni taquicardia. Como si estuviera hablando de otra persona, no de mí. Es divertido o, más bien, no es triste ya. Las anécdotas del pánico en el hotel de Nueva York vuelven a estar en el primer lugar. Lola se ríe tanto que se empieza a hacer pipí.
—¿Y Cristóbal?, ¿qué tal se ha portado? —me pregunta Lola cuando logra recuperar la voz.
—Bien, mal, más o menos. En promedio, bien. Ha respetado mucho mis espacios y mi tiempo, pero no creo que entienda realmente lo que me está pasando. La depresión es algo que está tan lejos de su esquema de vida que no tiene empatía con eso. Pero, según mis amigas, es un hombre modelo.
—¡Machos! —dice Lola, suspirando—. No se puede vivir ni sin ni con ellos, dice el cliché, ¿no?
—Algo así de siútico. ¿Has sabido algo de Javier? —le pregunta Ema.
—Más de algo, sí. En este tiempo me ha llamado mucho por teléfono, me ha escrito miles de e-mails, hasta quería irme a ver a España...
—No entiendo. Pero si no quería vivir contigo, ¿para qué te quiere ver? —la interrogo yo.
—Yo tampoco entiendo mucho. Lo que él me dice es que me quiere mucho, que sí quiere estar conmigo, pero que no se siente preparado para asumir el compromiso de vivir juntos...
—Pero si ni siquiera se están casando, casi grito, muerta de rabia. Es un pendejo que no tiene idea ni siquiera dónde está parado.
—Si no es tan pendejo, Igna. Yo creo que ha vivido procesos diferentes a los míos, que no ha tenido una familia establecida y lo asusta fracasar como lo hicieron sus papás.
—Pero como si tener papás separados fuera un estigma. No tiene nada que ver —replica la Ema desde su lógica intachable—. Si es por eso, los hijos de papás que siempre han estado juntos no podrían separarse jamás. Y no es así.
—Bueno, no sé, no quiero hacer sociología. Me da lata. Lo concreto es que él quiere que sigamos juntos pero separados...
—¿Y qué quieres tú? —la interroga la Ema.
—No sé. Nada. Estoy aburrida de tirar el carro, de ser la que pone toda la energía en la relación, de tener que esconder mis ganas de casarme, de tener hijos... Ya tengo 29 años...
—Ay, lo dices como si fueran un millón —digo yo, desde mis casi 36.
—No, si no es por la edad, eso me da lo mismo. Pero yo ya viajé todo lo que quería, ya viví sola en Estados Unidos, me va bien en el trabajo y quiero armar una familia. Pensé que Javi era «el» hombre, pero parece que me equivoqué.
—¿Eso significa que no vas a volver?
—No por ahora. Pero eso me da más pánico que tu acosador neoyorquino —me dice, riendo—. Ser soltera en Santiago de Chile a mi edad es un karma que te lo encargo... Aquí todos salen en pareja, viven en pareja, pasan los fines de semana en pareja... En Barcelona pasaba piola, aquí no va a ser así. Ya veo a mis amigas de la universidad inventándome citas a ciegas...
—Ay, pero eso es como del paleolítico, Lola... —le digo.
—No creas. Todavía pasa y mucho. La lata es que lo que va quedando en materia de hombres son separados o solterones mañosos. ¡Imagínate los especímenes!
—Si lo peor no es eso, es que a los hombres les dan miedo las mujeres exitosas. Las encuentran un peligro, sienten que los atacan en su masculinidad. Como uno es independiente, gana un buen sueldo y ya sabe que sola se las puede, no los necesita visceralmente. Y eso los inseguriza —afirma la Ema.
—¡Qué agotador estar de nuevo en «el mercado»! —suspira Lola.
—Mira, agradece que estás soltera, en todo caso. Mucho más difícil es encontrar a alguien siendo separada y con hijos...
—No creo que sea peor. Por lo menos tienes a tus hijos, ¿no?
—Sí, pero después de trabajar, llegar a tu casa con las compras del supermercado y los últimos encargos del colegio, tienes que supervisar las tareas, bañarlos, darles de comer... Y después, ¿qué haces? Ver tele y dormir. Si tú dices que es difícil para una soltera tener vida social en Santiago, imagínate una separada.
—Mira, según yo, hay que distinguir entre dos clases de separadas —advierte la Ema, que tiene teorías para todo—. Una, las que una vez separadas prefieren seguir solteras (o no les queda otra), y dos, las que lo intentan de nuevo. Yo creo que a las primeras, les angustia tener que verse bien, por eso van al gimnasio, al sauna, se hacen masajes, limpiezas de cutis y en las vacaciones viajan con amigas para ver si algo pasa. A la otra categoría, habría que regalarles un día de 48 horas: el tiempo no les alcanza para ir a dejar a los hijos al colegio, ir a la oficina, almorzar con el nuevo novio, volver al trabajo, llegar a la casa con todo lo que eso significa (llámese tareas, baños, tuto) y después, arreglarse para salir. ¡Eso sí que es agote!
Me da ataque de risa a mí ahora. La Ema tiene razón. Una de mis grandes amigas del colegio, muy católica, se separó después de diez años de matrimonio y tres hijos. A los seis meses, empezó a salir con su pololo del colegio, que ya era un solterón total. La pobre lo pasó pésimo. No sólo porque ser dueña de casa, mamá y mujer nuevamente soltera es muy difícil, sino porque ella jamás quiso que el nuevo novio durmiera en su casa, entonces se quedaba en el departamento de él hasta las cuatro de la mañana, pero volvía a su cama, entraba silenciosamente y no había alcanzado a dormir casi nada cuando se tenía que levantar de nuevo. Y eso ni hablar de su mejor performance, cuando los descubrió el guardia del condominio de lo más entusiasmados adentro del auto. Ahora llevan varios años juntos y como tuvieron mellizos, los niños ya son cinco, pero ella no piensa dejar de trabajar. Un ejemplo para la Humanidad.
Lola se queda pensando. Le pregunto en qué y me contesta que si una católica, separada y con tres hijos encontró marido, por qué no podría hallarlo ella.
—Tu historia me subió el ánimo, Igna. Seguro que me encuentro un santiaguino buenmozo y sin miedo al compromiso. ¿Existirá?
Me muero de ganas de decirle que sí, pero no quiero mentir. Lo que veo entre mis amigos solteros (hombres y mujeres) no es muy alentador. Me hago la loca y guardo silencio tratando de que se le pase por la cabeza «quien calla, otorga», la frase favorita de la mamá. Como es hermana mía, sé que eso es lo que va a pensar.
CAPÍTULO 17
«COCKTAIL HOUR»
Es día de cierre. Vorágine abismante en la oficina. Tenemos dos pliegos abiertos —lo que significa 16 páginas de un total de 150 que no están listas— y nuestra hora tope para despacharlas es a las dos de la tarde. Después, todo a imprenta y a preocuparnos de los llamados de portada. Lo bueno es que desde que como ahora estoy en pause y Asunción me ha dejado las tardes libres, me voy temprano siempre. No sin sus costos, por cierto. La directora le hizo la vida imposible, argumentando que si trabajaba menos tenía que ganar menos. Fue lo más desagradable del mundo. Tuve que ir a hablar con ella para prometerle que iba a cumplir con todas las metas igual, sólo que me iba a organizar más eficientemente para hacerlo en menor tiempo. Me miró con cara de pescado y, por supuesto, me encargó un par de entrevistas anexas sólo por fregar. Por suerte Asunción se puso firme y dijo que ella respondía por mí. ¡Pobre! ¡Además de editora, aval! Ese día, después de llorar de rabia como media hora, le encontré razón a todas las mujeres que dicen que tener una jefa del mismo sexo es lo peor. Los hombres son mucho más comprensivos en eso. Además, en este país se trabaja mucho pero mal y con personas como la Verónica en cargos de poder, jamás podremos ser como los franceses que se van a las cinco de la tarde. Así las cosas, si bien sigo corriendo, por lo menos lo hago hasta más temprano. Llego a la oficina y prendo el computador. Mail de Matías, nuestro corresponsal en Nueva York.
Dear Ignacia:
Te mando la última crónica sobre la noche de Halloween en NY.
Adelantándome al especial de Navidad, estoy consiguiendo una entrevista con Carolina Herrera y quiero ver si la Carola Parsons querrá darnos otra con su novio, Giuseppe Cipriani. Como él es dueño del «Cipriani’s», nos podría dar las recetas de algunos platos. Fotografiados se verían de lo más chic. ¿Te tinca?
Buenas noticias: the cocktail hour is back!!! Have a wonderful and glamorous day,
M.
* * *
Matías:
¡¡¡Se me había borrado el especial de Navidad!!! Tienes razón: sale el 4 de diciembre. Sorry, pero últimamente se me olvida todo. Debe ser porque tengo la cabeza llena de tonteras como el gásfiter y la pasta muro (qué será eso, te preguntarás tú. Nada que cambie tu destino, te lo aseguro). La casa todavía me tiene loca. Gracias por el dato del cocktail hour: una copa de Brut a las ocho es lo mejor ahora que viene el verano. A ver si me acerco en algo al glamour de Manhattan entre medio de las papas y la ferretería. Eres un sol.
Ignacia
Subo a Diagramación a revisar las fotos que han llegado por agencias. Todo en orden: Heidi Klum, la súper modelo, de anfitriona a lo Betty Boop; Nicky Hilton con su nuevo novio, el animador de MTV, Brian McFayden, Puff Daddy y Esther Cañadas, todo el jet set de Manhattan. Armamos el tema y, después de hacerle las lecturas, lo dejo en el escritorio de Asunción para que ella lo revise.
—¿Es lo último de internacional que nos falta?
—Sí —le contesto—. A todo esto, ¿cuándo hacemos pauta para el número de Navidad?
—Mañana en la tarde. Tendrás listos tus temas, ¿no? Tú sabes que a la Verónica esa edición le fascina. Y mejor que te apliques, con lo simpática que anda por lo de tu semilicencia.
—Ni me digas. ¡Ah!, por favor acuérdate de que pedí mis vacaciones en enero, para que mandes el memo.
—¡Las ratas ya abandonan el barco! —me dice, riendo y dando por terminada la conversación.
No alcanzo a sentarme en mi escritorio cuando aparece una de las periodistas más simpáticas de la revista con cara de tragedia.
—Igna, ¿qué hace uno cuando el hombre que te gusta no te pesca? ¿Cuando ya se supone que manejas todos los códigos de conquista y ninguno te funciona?
La Matilde Errázuriz tiene 29 años y es estupenda. Alta, rubia, flaca, viaja como loca y siempre está vestida como salida de la última edición del Vogue italiano. Para todos, su vida parece de película, menos para ella. «Hasta los 25, uno tiene todo en las manos para ser feliz. Pero ya siento que no tengo el control de la pelota», me ha confesado más de una vez. «Ya no quiero vivir sola, tener espléndido el departamento. Estoy aburrida de manejar sola en las noches, de dormirme sola, quiero tener un hombre al lado, pero no uno lleno de trancas, sino uno que me quiera de verdad.» Ése es su drama.
—¿Pero no estabas pololeando con Pedro Labbé?
—Bien usado el tiempo verbal: estaba. Ya no y no sé por qué. Con él hice todo y no resultó. Tampoco con Mario, que a sus 39 años sale corriendo como si le estuviera poniendo el anillo en el dedo, cuando lo único que quiero es pasarlo bien.
¡Uf! La realidad de la soltería se me cae encima nuevamente como un ladrillo. Me acuerdo de que, antes de ponerme a pololear con Cristóbal y estaba soltera, me pasaba los fines de semana en el gimnasio, trotando como condenada. La Matilde tiene razón cuando me dice que la vida de las separadas a los 35 es preferible a la de una soltera. Al menos en Santiago: esta sociedad te exige responder a sus parámetros y ¿qué hace uno cuando no puede hacerlo?
Proponerle que se vaya a vivir fuera de Chile no es la respuesta. Ya estuvo seis meses en Estados Unidos y no es lo que quiere. No sé qué decirle. Miro mi vida, ésa que se supone que es tan estresante, y me doy cuenta de que es, por decir lo menos y con humildad, envidiable. Yo sin Cristóbal y sin Martín me muero de pena. La abrazo, no más, sin tener ninguna receta más que el cariño a la mano.
Conversar con la Matilde me ha hecho bien. En realidad, puede que esté agotada con todo lo que me toca, pero no cambiaría lo que vivo por nada del mundo. Me viene una felicidad imprevista. Tengo ánimo y ganas de salir, algo que no me pasaba hace muchos meses. Matías me debe haber contagiado su optimismo neoyorquino vía internet. No lo pienso dos veces: llamo a la Margarita, le pido que se quede a dormir para que cuide a Martín y le mando un e-mail a Cristóbal.
Mi amor:
Me avisan desde Nueva York que «the cocktail hour is back». Quieres celebrarlo conmigo?
I.
La respuesta se demora menos que un suspiro.
* * *
¡Por supuesto! ¿Dónde y a qué hora?
* * *
Siete, en el Madrás. Terraza y burbujas para el ánimo.
* * *
Ahí estaré. Te amo.
Quedo totalmente desarmada. ¿Cómo puede seguir queriéndome si soy la prueba viviente de Hombre muerto caminando?
Atardece sobre Santiago cuando nos encontramos. Hace tiempo que no estábamos los dos solos y eso me pone como nerviosa. Casi con mariposas en la guata, que se transforman en enjambre cuando me pasa un regalo.
—Pensé que te podía servir para enfrentar estos «momentos de crisis» —me dice y sonríe.
Abro el paquete. Es un libro. I don’t know how she does it, escrito por Alison Pearson, una periodista inglesa que noveló las columnas que escribió para el Daily Telegraph. La portada ya lo dice todo: un maletín, zapatos de niño desparramados por ahí, un reloj y miles de recados escritos en la agenda con papelitos amarillos para no olvidar. Me dan ganas de sentarme a leerlo al tiro.
Esa tarde, volvemos a reírnos con complicidad como cuando éramos pololos. Discutimos sobre cine, literatura y, más que nada, sobre miles de tonteras. Que las cortinas de la pieza, la alfombra para Martín, los cojines gigantes que quieren Sofía y Adrián para su pieza. Entre los camarones con leche de coco y los champiñones rellenos, me asalta un momento de la última conversación con la Aída, cuando ella me preguntó por qué, si me gustaba tanto verme y vestirme bien, últimamente andaba como mamarracho.
—Debe ser la depre —le contesté.
—Ay, Ignacia, eso no te lo creo. Dime, tu abuela o tu mamá, ¿eran desaliñadas?
—¡Para nada! Mi abuela iba dos veces a la semana a la peluquería; mi tía Ester hasta se hacía masajes reductivos en la casa y mi mamá, si bien adora andar de jeans los fines de semana, se preocupa mucho de estar arreglada. Jamás ha sido al lote.
—Entonces, no entiendo. Si tuvieras que describirme a una mujer que cambió después de la maternidad, ¿a quién te referirías?
Tuve que pensarlo mucho rato. Silencio eterno. Hasta que de repente me iluminé:
—A la tía Monse, una amiga de mi mamá que era regia antes de casarse y que, después, se puso gorda, fea, con unas túnicas a lo Pavarotti y siempre andaba correteando a sus hijos por la casa. Se volvió una lata, toda una «mater dolorosa».
—¡Ésa es la imagen que estaba buscando! «Mater dolorosa.» ¿No le estarás mandando un mensaje a Cristóbal?
—¿Un mensaje? ¿Cómo? ¿De qué tipo? ¿No entiendo?
—Bueno, es que tú me has dicho que muchas de esas cosas que antes te encantaban —ir a la peluquería, al gimnasio, vitrinear, comprarte ropa interior bonita— ya no las haces...
—... Por plata...
—Pero no puede ser sólo eso, Ignacia. Uno puede vitrinear sin plata. Y hacerte las manos una vez al mes no te va a llevar a la ruina. No después de haberte comprado una casa con calefacción central, pues, linda. ¿Qué hay por abajo? Un mensaje. ¿A quién? A quien más se da cuenta de tus cambios: tu marido. ¿No será que todo este tiempo te has sentido la única responsable de Martín? ¿No le estarás echando en cara que te sientes sola?
Le cuento a Cristóbal ese pedazo de la sesión. Me queda mirando como si fuera loca.
—¿Sientes que no te he apoyado todos estos meses? —me pregunta, incrédulo.
—No es eso, pero sí he sentido que estoy a cargo de Martín y tú no, no al menos de la misma forma. No sé si será porque tienes dos hijos, pero me parece que no te ha dolido todo lo que ha pasado como me ha dolido a mí. Por algo será que fui yo la que reventó, ¿no?
—¡Qué injusta eres! Tú no tienes idea, porque jamás he querido decírtelo, de todo lo que ha sido para mí el nacimiento, el problema y la operación de Martín. Pero, ¿qué sacaba con andar llorando contigo? Lo que me tocaba hacer era poner el hombro, apoyar, consolar y asegurarte que todo iba a salir bien. Pero eso no significa que no me haya dolido.
—Bueno, yo lo he sentido más como una indiferencia que como preocupación.
—¡Pero eso no es cierto! ¿Qué querías que hiciera: que me echara a morir?
—No. Que me hicieras cariño y me dijeras que tenías miedo tú también. Que no me dejaras sola...
—Nunca te he dejado sola. Siempre he estado a tu lado. ¿Quién se dio cuenta de que estabas mal? ¿Quién te pidió que fueras a la sicóloga? ¿Quién, desde que te diagnosticaron depresión se ha encargado de compartir al máximo contigo e incluso de aliviarte en los asuntos más aburridos de la casa, de los maestros, de ir a comprar materiales y hacer y rehacer listas para que todo salga más rápido?
—Tú lo dices: aliviarte. Ayudarte, colaborar. No estar a cargo, ¿no es cierto?, porque eso me toca a mí.
—Ay, Ignacia. Si vamos a discutir de esa manera, mejor me voy... Todo lo que he hecho ha sido pensando en que era lo mejor.
—Mi amor, no me malentiendas. No digo que no hayas estado, has estado como un roble. Pero a veces uno no necesita sólo la permanencia constante, la solución de los problemas, sino más bien empatía. Es eso de Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, ¿te acuerdas?, cuando afirmaba que siempre que las mujeres decían que tenían problemas, los hombres les daban una solución que no era la que ellas querían, y no las escuchaban, que era lo que realmente necesitaban...
—¡No puedo creerlo! No puedes estarme diciendo que no te he escuchado...
—¡No te estoy diciendo eso! Es un ejemplo malo, si quieres. Lo que trato de hacerte entender es que a veces YO (ni siquiera hablemos de las mujeres para no generalizar) he necesitado que me contaras tus emociones para sentir que no soy la única vulnerable, para saber que no soy una exagerada, que no estoy loca, que no estoy sola... Que, en el fondo, mis emociones son válidas...
—Pero, Ignacia, nunca he querido invalidar tus emociones. Siento que, más bien, las he acogido. Pero, ¿de qué sirve lo que yo siento si tú no lo has sentido? —me pregunta con impotencia y tristeza en la voz.
Me toma las manos sobre la mesa.
—Te pido perdón si no he sabido mostrarte mi vulnerabilidad. Pero soy vulnerable, como todos. Lo de estos últimos meses me ha dolido como nada, no sólo Martín, sino tú. Verte absolutamente fuera de ti, entregada ciento por ciento a tu hijo, sacándolo adelante... ha sido difícil, pero me ha hecho admirarte mucho más como mujer, como mi mujer. Quizás como soy hombre, lo demuestro poco y prefiero hacer cosas en vez de expresar lo que me pasa por dentro... Pero no descalifiques mi comportamiento sólo porque no es igual al tuyo. También aprende a ponerte en mi lugar...
¡Touché! «Tiene toda la razón», pensé para mis adentros. ¿De cuándo acá que uno es la regla para medir a los demás? ¿Cómo, si soy capaz de acoger a mi hermana, a mis amigas, y respetar sus puntos de vista diferentes, no puedo hacer lo mismo con mi propio marido? ¿Por qué no mirar su lado bueno en vez de fijarme sólo en sus falencias?
Pido perdón. Menos mal que he aprendido a hacerlo. Cristóbal me mira con ojos contentos. Como dice la Aída, me siento «contenida». A la mañana siguiente, le mando un e-mail a Matías:
No te imaginas el éxito que el cocktail hour está teniendo en Santiago.
CAPÍTULO 18
EL MUNDO ES MÁS JUSTO DE LO QUE YO PENSABA
Esto de empinarse vertiginosamente hacia los 40 es una escalada sin retorno. Y dolorosa, por si fuera poco. Porque, ¿qué peor que tener que ir a la fiesta de 20 años de egresada del colegio? Nada.
De partida, ¿qué ponerse?, es una pregunta que no es menor cuando uno siempre fue la más chica, la más baja, la más flaca, la más plana y la más perna del curso. Cuando todas ya usaban sostén, yo no tenía la menor posibilidad de relleno. Cuando todas empezaron a mostrar el escote y a usar taco alto, yo no pude imitarlas porque parecía la Minnie Mouse en pleno y opté por seguir en jeans, polera y zapatillas. Cuando todas compartían los secretos de atraques en autos y fines de semana a escondidas, yo leía a Octavio Paz, a Paul Eluard y me devoraba Juan Cristóbal, la novela que escribió Romain Rolland sobre la vida de Beethoven.
Con esos antecedentes, la producción era un tema. Y la elección obvia, negro de pies a cabeza. Al llegar, el shock fue fuerte: a la entrada del auditorium, fotos de los 25 alumnos —la misma que salió en el anuario el año del egreso— hechas «gigantografías». ¿En qué minuto se me ocurrió que me quedaba bien la chasquilla y el pelo a lo poodle? ¡Horror! Lo único bueno fue que sentí que estaba mucho más linda ahora. Un buen ingrediente para la inseguridad, que a esas alturas se me salía por los poros. Encontrarse con los profesores, otro golpe bajo. Siempre he pensado que lo peor de envejecer no es mirarse al espejo, sino mirar a los que ya eran adultos cuando uno era adolescente y verlos tan viejos. Es lo mismo que me pasa cuando veo fotos de Robert Redford, de Robert de Niro o de Peter Gabriel. Si ellos están con el pelo blanco y la cara llena de arrugas, es obvio que mi percepción sobre mí misma —que creo ser la misma de siempre— está errada. Me dieron ganas de correr al baño a revisarme las patas de gallo, pero me contuve. Tenía un motivo para estar allí.
La cachetada emocional estaba sólo por venir. Recuerdos, anécdotas, revisión del libro de anotaciones —las negativas eran mayoritariamente mías—, fotos de los paseos, videos con las obras de teatro, los musicales y la graduación, incluido el tropezón que me hizo botar la obra completa de Nikos Kazantzakis —mi premio de Historia— al suelo. Todo llamaba al lagrimón. Y a la risa.
Tarde tarde, cuando ya quedábamos las más amigas, el tema derivó, qué duda cabe, a los hijos y al trabajo. Las había de todos tipos: desde la que tenía hijas de 18 hasta las que, como yo, nos estábamos recién inaugurando en el tema. Y desde las que seguimos estando «jornada completa» en la oficina, hasta las que han dejado de lado el aspecto profesional para dedicarse a la casa y al marido. Pero lo increíble es que esas mujeres a las que uno envidia e imagina en un sauna todo el día, tenían una vida mucho más ajetreada que las «laboralmente activas». Todas estaban más estresadas que yo. O menos felices.
—Ay, Ignacia, es que tú no sabes lo que es estar todo el día arriba del auto, yendo a dejar y a buscar niños al colegio, a las clases de ballet, de equitación y de karate, llevándolos al fonoaudiólogo o a la sicóloga, a la casa de la amiga o donde los abuelos. Mi marido siempre tiene un cachito que dejarme y, por si fuera poco, mi hermana me encarga a sus niños y mi mamá quiere que la lleve al doctor o la ayude con las compras del supermercado. Como se supone que uno no «hace nada» está disponible para todo el mundo —me comentaba la Ximena Palma, que tiene cuatro hijos.
—Eso sin hablar de las fiestas que ahora empiezan cuando los niños tienen 11. No sé por qué duran hasta las 12 o una de la mañana, cuando en nuestra época a lo más eran hasta las 10 y media —dijo la Mónica Saavedra.
—Y si los vas a buscar antes, los torturan los compañeros por «hijitos de la mamá» —contraatacó la Ximena, que tiene una hija de 15 que ya está pololeando.
—Ay, pero no todo será tan macabro. Supongo que pueden dormir siesta, ir a la peluquería o al cine —pregunté, al parecer ingenuamente.
—¡Ojalá! ¡Estás loca! Primero que nada, si te queda tiempo entre todos los traslados que tienes que cumplir, tienes que ir al gimnasio. Yo, por ejemplo, me obligo a ir entre las nueve y las diez de la mañana todos los días —me contestó la Mónica.
—¿Y para qué vas si te da lata? —le pregunté.
—Porque Hernán no me perdona si no estoy flaca y regia. Dice que ésa es casi una de mis «obligaciones» ya que no trabajo y él me mantiene.
—¡Ah, no! Pero tu marido es de la época de las cavernas —le contesto.
—No creas —me dice Marcela Arismendi—. El mío es de lo más evolucionado pero piensa igual. Es más, Roberto quiere que tome clases de bridge para que sea su pareja. El año antepasado me regaló para mi cumpleaños un curso de historia y religiones comparadas. ¡Imagínate! Tuve que volver a estudiar, cosa que no hacía desde la época de la universidad.
—¿Y no les importa haber dejado sus carreras de lado? A ti de verdad te gustaba Estética.
—Sí, pero ¿qué campo tiene eso? Hacer clases en un colegio, tener a mi cargo cuarenta niños y volverme loca tratando de enseñarles algo, corrigiendo pruebas y pasando malos ratos —me contesta.
—Yo, por ejemplo —me dice la Mónica—, igual hago ciertas cosas de diseño. El año pasado inventé unas alfombras y unas cortinas de patchwork y las vendí todas. Me fue muy bien, pero Hernán se indignó porque la casa parecía un taller de costura y tuve que dejarlo.
—Ah, no, francamente encuentro que están en un callejón sin salida. Pero lo que no entiendo es que si los niños ya están grandes, ustedes sigan sin trabajar.
—Perdón, sin trabajar PRO-FE-SIO-NAL-MEN-TE —me aclara Ximena—. Porque trabajamos como locas todo el día. Yo tengo sólo una nana y cinco niños, pero mi cocina está impecable, la casa también, y el jardín, maravilloso. Eso, aparte de que mis hijos comen bien, les ayudo a hacer las tareas, estoy con ellos, sé lo que les pasa, qué los aproblema, estoy alerta. No como esas mamás trabajólicas que no tienen idea de qué sucede en su casa.
La conversación sigue por los mismos derroteros. Yo, incrédula de que la opción «quedarse en casa» sea igual o incluso más demandante que la de trabajar jornada completa. Y ellas, tratando de interiorizarme sobre una rutina que les toma tanto el alma como a mí la revista.
Al día siguiente, en la oficina, comento lo increíble que me pareció el cuadro. Asunción es la primera en darme una mirada más general y objetiva al respecto.
—Creo que el estrés de las mujeres que no trabajan es igual de fuerte que el que sufrimos nosotras —aclara—. No sólo porque es cierto que corren todo el día de aquí para allá, haciendo miles de cosas, sino porque deben validar su opción siendo perfectas en el hogar. Viven pendientes de que los niños hayan comido bien, que tomen sus vitaminas, jugos naturales y yogurt hecho en casa.
—Ay, Asunción, pero eso de los pajaritos es como de los hamish. Una costumbre de hace como mil años.
—No creas. Parece exagerado, lo sé, pero si te lo dije es porque sé de alguien que lo hace. Mi cuñada (una ingeniero comercial que colgó la carrera para seguir a mi hermano, que se fue a Casablanca a hacerse cargo de una viña) se obsesionó y les hace el yogurt a sus hijos, la mermelada, tiene un huerto orgánico.
—Bueno, es que vive en el campo. Rico poder hacerlo.
—De acuerdo, pero te lo cito como un ejemplo de lo que te quiero decir: las mamás «puertas adentro» quieren ser las mejores madres del mundo. Tener la casa perfecta, los niños perfectos, el matrimonio perfecto y estar perfectas ellas también. Nosotras, al trabajar, nos damos más «manga ancha» para ciertas imperfecciones.
—¿Como es eso de que es mejor la calidad de tiempo que la cantidad?
—Puede ser un ejemplo medio demodé, no sé. Pero nos permitimos llegar un poquitito tarde al doctor o llevarlos menos rato a los cumpleaños.
Mientras la oigo hablar me acuerdo de que hace unas semanas, le pedí a la Rosario que llevara a Martín al cumpleaños de la hija de una amiga en común porque como era a las cuatro, yo no podía llevarlo. Quedamos en que lo pasaría a buscar a las seis. Cuando llegué, seis mujeres gritaron a coro: «¡Miren, por fin llegó la mamá!». Me sentí pésimo y busqué a la Rosario, pensando que mi hijo había llorado y pataleado todo el rato por estar sin mí. Pero él y la Rosario estaban felices jugando a la pelota. Comentando la reacción general, la Rosario me decía que cuando llegó con Martín, se produjo un revuelo enorme porque «la mamá no traía al niño». «Puede sufrir algún daño sicológico si anda solo porque a ti no te conoce tanto», le dijeron. Ella se rió y las trató de «magnificadoras», pero quedó impresionadísima de la reacción. Honestamente, yo también.
Ahora, escuchando a la Asunción, toda esa situación me hace click: si las madres que no trabajan se exigen tanta perfección, yo debo haber aparecido como una «progenitora desnaturalizada» al mandar a mi hijo con otra persona a un evento social. Me baja una tranquilidad enorme. La envidia que había sentido por «ellas» se disipa. Siempre había pensado que lo pasaban bomba pero veo que no es así. Parece que el mundo es más justo de lo que yo pensaba.
CAPÍTULO 19
MADRE HAY UNA SOLA
—Hola, mi amor, ¿cómo está?
—Aquí, mamá. Mejor...
—Pero, ¿cómo mejor? Bien debe estar, en su casa nueva, con el niño que ya va a cumplir un año... Feliz, supongo.
—No, mamá, no estoy feliz. Estoy deprimida, ¿te acuerdas? Y la depresión no es precisamente sinónimo de felicidad —le respondo irónica.
¡Me da una rabia que haga como que mi «enfermedad» no existiera...!
—¡Ay! ¡Me carga esto de las depresiones! ¡La Sara anda con la misma tontera, deprimida! ¡No entiendo por qué se deprimen si lo tienen todo!
Mi madre no puede evitarlo: siempre me reta. Y, obviamente, yo siempre me siento en falta y le grito de vuelta. Nuestras conversaciones suelen terminar en una pelea, colgando el teléfono, yo llorando en Santiago y ella llorando en Concón (eso lo sé porque mi papá me lo cuenta). No sé por qué es así. Yo la quiero y supongo que ella me quiere a mí, pero siempre he sentido que me exige lo que no soy. Cuando era chica, que me gustara cocinar. A mí me cargaba, prefería leer libros de la Agatha Christie; entonces ella se metía a la cocina con la Ema y la Lola y yo quedaba fuera. Cuando tuve mi primer pololo, ella no soportó que yo quisiera volver después de que él me había dejado. «¿Cómo? Si ese niñito te abandonó, no deberías verlo nunca más.» Pero yo lo quería y lo perdoné. «No soy tan orgullosa como tú», le respondí. Se quedó atónita. Siempre me lo recuerda. Mi adolescencia fue un eterna lucha con ella; contra ella, más bien. Rebelde, agresiva, yo. Impositiva, ella. Yo la desafiaba. Ella respondía con castigos. Yo sentía que ella era totalmente distinta a mí, que no me entendía en lo más mínimo. No como mi papá. Él era mi amigo. Compartíamos algo especial, algo muy profundo... Desde niña, cuando salíamos a caminar por el desierto buscando fósiles. O cuando yo me quedaba escuchando, debajo de la mesa, cómo hablaba horas y horas sobre el «viejo» Ortega, sobre Nietzsche y Kierkegaard.
Pensé en lo que me había dicho la Aída... Me envalentono y, en vez de enojarme, le tiro la pregunta que tengo en la punta de la lengua, y en medio del corazón.
—Mamá, ¿por qué siempre me retas?, ¿por qué mejor no me dices que me quieres?
—Ignacia, pero si tú sabes que sí... Eso es ¡obvio! Quiero a mis cuatro hijos por igual.
—No te estoy hablando de mis hermanos. Te estoy hablando de mí.
—A ti te quiero igual que a ellos.
—¿Pero cómo voy a saberlo si jamás me lo dices?
Se escucha un silencio al otro lado de la línea.
—Pero, linda, si eres mi niña preciosa, ¿cómo no te voy a querer? A lo mejor no sé decírtelo, pero te quiero mucho, mucho...
Se emociona y se le quiebra la voz. Algo hace click en mi cerebro. Y entiendo el porqué, mi porqué, de los problemas de nuestra relación: no sé comunicarme con ella porque le cuesta mucho expresar lo que siente. Se emociona y como es orgullosa, no le gusta mostrarlo. Prefiere verse más dura, más lejana, a establecer una relación de corazón a corazón. Me acuerdo de su hermana, mi tía Ester, y de mi propia abuela. Claro, son cariñosas, pero el cariño trae en ellas involucrada una distancia que confunden con el respeto, con que los «grandes» son los que ponen los límites, las reglas, los permisos. Pero ellas ya no son las adultas ni yo, la niña. A mí no me importa tanto mostrar lo que siento. Ni emocionarme ni llorar si tengo ganas. Bueno, en la adolescencia, sí, pero menos mal que ya la pasé hace tanto tiempo. «Quizás», pienso para mis adentros, «sea un signo de los tiempos esto de hablar desde las emociones, porque los sentimientos, en el tiempo de nuestras abuelas, eran guardados casi con más celo que la virginidad». Y mi mamá de ahí viene. Se lo digo. Por primera vez en mi vida, le estoy hablando a mi madre como adulta. Me escucha atenta. Le explico que yo he sentido muchas veces que ella invalida lo que siento y con eso, me borra, no me ve, pasa de largo. Como esta vez con mi depresión, algo que no me hace sentir especialmente orgullosa pero que debo aprender a llevar.
—Tu actitud de «esto no existe» no me ayuda mucho —concluyo—. Mamá, tú siempre estás cuando te necesito, pero lo que haces es «solucionarme la vida». Si estoy pobre, me regalas plata o ropa o zapatos. Si Martín nació con un problema, te preocupas de pagarme un mes de enfermera. No quiero parecer malagradecida, todo eso te lo agradezco en el alma, pero me encantaría poder contarte lo que me pasa de verdad, sin que quieras cambiarme ni obviar mis tristezas.
Silencio largo. Y un suspiro.
—Ignacia —me dice después de un rato—. No quiero que nunca dudes de que te quiero muchísimo. Por lo que me dices, quizás durante muchos años no lo he sabido expresar, pero eso no significa que no sea así. Puede ser, pero más allá, hay cosas que no entiendo, como la depresión...
—Ay, mamá, ¿dime que nunca te ha pasado?
—Claro que a veces ando bajoneada, triste, pero no conozco esa angustia de la que hablas. No la he vivido nunca. Me carga. Y más que la vivas tú.
—No puedo hacer nada, mamá. A mí tampoco me gusta. Pero si me retas no me ayudas. En cambio si me haces cariño, sí...
Me siento increíblemente grande. Por primera vez puedo hablar con mi mamá sobre nuestra relación sin pelear, sin gritar, sin lanzarle lo que más le duele para protegerme, yo también, de sus retos y de la rabia que me causan mis angustias... Soy capaz de pedirle en vez de pelear. Y ella, linda, me oye, asiente, se emociona y llora. Lloro yo de atrás y colgamos prometiéndonos vernos lo antes posible. Hasta la Aída me felicita en la sesión siguiente.
—Creo que has dado un buen paso adelante —me asegura—. Hasta ahora siempre hablabas de tu mamá como la persona ejecutiva, la que te daba las soluciones prácticas...
—Bueno, ella misma me dijo en la conversación del otro día que pensaba que ése era su plus, ser práctica. Y por eso lo usaba para ayudar a las personas que más quería.
—Pero tú muchas veces, más que soluciones, quieres mamá. Y está bien que se lo hayas dicho. ¿Te sientes contenta por eso?
—Sí.
Según la Aída, mi madre y yo somos muy parecidas. Lo que no me dijo fue en qué.
CAPÍTULO 20
MARTÍN ESTÁ DE FIESTA
Son las dos y media de la tarde y acabo de decirle a Asunción que no vuelvo en la tarde. Mañana es el cumpleaños de Martín y aunque Cristóbal se opone a que se lo celebre en nuestro «Bosnia Herzegovina», lo voy a festejar igual.
—Pero, Ignacia, por último arrienda un salón de té y allá llevas a «tus» amigas y a toda «tu» familia.
Cuando Cristóbal no quiere hacer algo siempre todo es mío: la familia, los amigos, las personas de la oficina, hasta el mismo Martín. Cómo si «sus» papás, «sus» hijos y los hijos de «sus» amigos no estuvieran invitados. Hago caso omiso de su comentario venenoso y sigo, feliz con mis preparativos.
Compré de todo en la Casa del Cumpleaños: mantel, gorros, platitos, un payaso gigante de cartón para poner en la pared, globos, serpentinas, una corona de rey para mi niño y hasta una piñata, aunque ninguno de los niños presentes pueda romperla ni por casualidad. Antes de la peluquería y después del supermercado, pasé a encargarle la torta —de bizcochuelo y manjar, cubierta con betún, como las que me hacía mi mamá—, y los cuchuflís para hacer esos atados con cinta roja que se ven tan lindos. La Margarita se quedó a dormir así es que estuvimos hasta tarde haciendo naranjitas, preparando la pasta para los sanguchitos, cociendo huevos, cortando jamón y queso, horneando alfajores chiquititos y bolitas de manjar con nuez, además de unos vol au vent y canapés para los viejos, que siempre piden aperitivo y pisco sour.
Todo está listo, puesto en las bandejas de plaqué de mi abuela. Debe estar revolcándose en la tumba al ver que sus reliquias están cubiertas con individuales de Rugrats. Tommy, Angélica y Carlitos campean en la sala de estar. Yo, como siempre, estoy que me caigo a pedazos: me dio por hacer las invitaciones a mano, pegando fotos de Martín con el invitado en cada una, adornadas con papeles de diferentes colores, brillos plateados y azules, sirenitas, delfines, jaibitas y ostiones entre medio. Nunca he sido muy hábil con las manos —mi mamá me tejió todos los chalequitos y deshiló todas las camisitas de guagua que tuve que hacer en el colegio—, así es que la tarea no fue nada de fácil. Menos mal que Cristóbal se apiadó de mí y a última hora me ayudó, porque si no todavía estaría pegando figuritas.
El día «D» ordeno todo en la mañana. Almuerzo un sándwich a la carrera mientras mi niño duerme su siesta. Me quedo mirándolo, como hipnotizada. Me tranquilizo mientras lo escucho respirar, rapidito, a intervalos regulares. No hay nada más lindo en el mundo que un niño durmiendo. Sí, una sola cosa: que ese niño sea hijo de uno.
Reviso con la Margarita los últimos detalles. Saco del garage su regalo para que lo abra primero que los demás: es un triciclo increíble, de ésos que tienen un respaldo altísimo que yo, tan ignorante en materias infantiles, pensé que era una protección bastante exagerada para la espalda. «Señora, sí, es para que el niño se apoye, pero más que nada para que lo empujen. Así, lo puede llevar a la plaza sin quedar usted con la espalda en la mano», me dijo el vendedor de la juguetería. «¡Aaahhh! Me lo llevo», le contesté en un arrebato de inteligencia.
Martín despierta. «Maaaaa», grita y le pega patadas a los barrotes. Subo a su pieza y me tira los bracitos desde la cuna para que le pase su papa. Mientras se la toma, sigo mirándolo sin poder creer que ahora se demore 10 minutos en 260 cc cuando hace un año se tardaba más de una hora en tomar 20. Por suerte, el tiempo pasa. Lo visto con el traje de dragón que le mandó Matías desde Nueva York. Se ve tan exquisito que me dan ganas de comérmelo. Pero no alcanzo: mi familia en pleno aterriza desde Viña. Los abuelos, los tíos, las tías, las dos primas. En dos segundos, mi decoración queda hecha pedazos.
«Gracias, chicoco», le dice la Josefina, quitándole violentamente un cuchuflí de las manos. Martín la observa pero no llora... Al lado, la Lisa anda en el caballo-balancín y canta «pica ki, pica ka, pica pooool», en su media lengua. Corro a poner la tetera para el té, a servir más sanguchitos para mis padres y mi madrina, Ester, la hermana mayor de mi mamá que también vino... Suena el timbre de nuevo: son mis suegros con la Sofía y Adrián y mi sobrino más chico. ¡Se acabaron las sillas! Corro a la bodega a buscar las plegables y las instalo. ¡No hay mesas suficientes!
—Ignacia, ¿tienes Coca-Cola light? —me interroga mi suegra, que no puede tomar otra cosa por su diabetes.
¡Ay, se me olvidó comprarle! Me empiezo a desesperar y, lo que es peor, a encontrarle razón a Cristóbal de que celebrar el primer año de Martín en la casa nueva patas pa’ arriba era una locura. Y ese traidor, ¿dónde estará? Salió misteriosamente a comprar algo después de almuerzo pero son las cinco de la tarde y no aparece. Lo llamo al celular, nada, desconectado. Estoy empezando a ponerme mal genio.
—Linda, ¿a qué hora vamos a cantarle al niño? —me pregunta mi mamá, apurete.
—Cuando llegue su padre, mamá.
—Igna, ¡pásame la toalla nova que la Josefina dio vuelta la Coca-Cola! —me grita la Ema.
—Ay, sí, yo también quiero porque a la Lisa no le gustó el dulce y lo escupió —grita Sara de atrás.
Mi Margarita y yo no damos abasto. Ojalá fuéramos pulpos y tuviéramos ocho brazos cada una. Nadie se mueve, nadie ofrece ayuda, ¡y eso que son de la familia!
—¿Está listo el pisco sour? —me pregunta mi hermano.
Por suerte, hace tiempo que adopté el modus operandi de mi madre: exprime cantidades de jugo de limón, la pone en cubetas y después la almacena. Así, cuatro cubitos, un poco de pisco, goma, clara de huevo y ¡listo! Le doy las instrucciones a Samuel, incapaz de hacerlo yo misma. Otro timbre. La Antonia con su hijo de tres años y la guagua. Detrás, mis amigas de la revista con dos guaguas más cada una. ¡Cresta! Nunca había calculado que para el primer cumpleaños los invitados más espeluznantes no son los niños, sino los papás... A ellos es a quienes hay que atender. Se acaba el pisco sour, los vol au vent, los sanguchitos... y no hay manera de pasar al episodio torta porque el padre de la criatura aún no aparece.
Al borde del colapso después de resbalarme entre pedazos de gelatina y restos del huevito que tan amorosamente cocí, pelé y molí, siento las llaves de la puerta.
—¡Hola, niños! Vengan, vengan —escucho decir a Cristóbal, mientras toma en brazos a Martín y se dirige, cual flautista de Hamelin, al antejardín. Todos salen en patota. Yo recojo un cuchuflí reventado antes de cruzar la puerta. Afuera, el espectáculo: un payaso y un teatro de títeres está montado, listo para la función. Martín aplaude con sus manitos bien abiertas, mostrando sus dos únicos dientes.
En dos segundos, mi marido logra que todos se sienten en el pasto, reparte cornetas y challas, instala a los abuelos en unas bancas que los maestros olvidaron por ahí y transforma el cumpleaños satánico en una fiesta.
—¡¡¡Hola, niños!!! ¿Cómo están???
—¡¡¡Bieeeeeeeeennnn!!!
Inhalo todo el aire que me cabe en los pulmones. ¡Milagro! Ya no soy el centro de la atención, nadie me pide nada, están todos en otra. Mi marido es un genio. Después de la vela que obviamente Martín no sopló sino que quiso apagar con la mano, y de la piñata de Tommy que Adrián destrozó por el patio, la multitud se retira, previa entrega de sorpresas. El cumpleañero, que tiene manjar hasta en las orejas, se va a bañar y a dormir con su nana. Recojo papeles de regalo, cintas, pongo los juguetes en el baúl, paso un trapero para sacar los restos de baba dulce que hay en el parquet. Con mi tenida blanca ya medio negra, lavo vasos y platos, seco, ordeno y dejo todo impecable. No hay nada que soporte menos que despertar con los restos del día anterior encima del mesón de la cocina. Subo a darle las buenas noches a Martín y él me hace chao mientras se refriega los ojitos de cansancio. Bajo. Salgo a la terraza y me quedo mirando el cielo, gris y rosado del atardecer. No puedo creer que hace un año nació mi niño. Hace un año era tan indefenso, tan chiquitito, parecía tan vulnerable... y ahora, pese a que no habla ni una palabra, se hace entender con su dedito parado, señalando lo que quiere, dice que no con la cabeza, hasta tiene pataletas... Y es tierno, dulce, me abraza con sus manitos diminutas, me hace cariño en el pelo, se pega a mis rodillas y me mira hacia arriba tirándome besos sonoros y babosos... ¡No importa que yo todavía no sepa quién soy después de su nacimiento! ¡Ya encontraré mi nueva identidad! Pero él está aquí, sano y feliz, eso es lo único que vale. Cristóbal me abraza por detrás con dos copas de kir royal en las manos. «¡Feliz cumpleaños, mamá!», me susurra al oído. Yo... me pongo a llorar.
CAPÍTULO 21
SE NOS APARECIÓ DICIEMBRE
—Aló, señora Ignacia.
Margarita suena acongojada por el teléfono. El corazón me da un salto, como siempre: ¿le habrá pasado algo a Martín, a la Sofía o a Adrián?
—Sabe, está aquí el señor de Aguas Andina. Dice que va a cortar el agua porque no han pagado la cuenta.
¡Uf! Se me olvidó. Esta semana ya nos cortaron el teléfono y ahora, el agua.
Más encima falta un día para la Navidad, tengo mucho trabajo en la revista y ando corriendo, para variar.
—¡Ay, Marga! Pregúntele si puede no cortarla, que yo voy al tiro y la pago.
—Si le dije y ni siquiera lo dejé entrar a la casa, pero dice que la va a cortar de afuera.
Lo único que faltaba. Parto en auto a la oficina más cercana. Pero a fines de diciembre, avanzar una cuadra en Providencia es más difícil que salir del laberinto del Minotauro sin la ayuda de Ariadna. Infernal. Al llegar a Padre Mariano, detecto en la florería de la esquina unos liliums maravillosos. Rojos, los precisos para que mi mesa pascuera sea perfecta. Me detengo, pongo el intermitente y por la ventana pido dos ramos. Cuando el dependiente está a punto de pasármelos y yo, a punto de darle la plata, me dice, sonriendo:
—Mejor atienda primero al carabinero que tiene a la izquierda.
¡Oh, no! ¡No es mi día! Me doy vuelta y veo a una carabinera en moto. No sé si reírme o llorar: ¿tendrá ella compasión de género y me dejará ir sin sacarme un parte?
—Señora, está terminantemente prohibido estacionar o detenerse en toda esta cuadra. Ahí esta el letrero que lo confirma.
—Perdone, ni lo vi. Es que quedé alucinada con esos liliums —contesto, en un arrebato de sinceridad—. Pero me voy al tiro le digo echando a andar el motor y poniéndole cara de buena, a ver si ocurre un milagro.¡Y sí!
—Ya, bueno, compre no más si ya cometió la infracción. Pero rapidito mire que si me pillan a mí nos vamos las dos de papeleta.¡Feliz Navidad!
¡Gracias a Dios, un alma caritativa en esta ciudad! Pago, meto las flores al auto y parto hacia mi meta inicial: la oficina de Servipag en las torres de Carlos Antúnez. Pongo los dedos juntos, en una cábala que me enseñó mi mamá para encontrar estacionamiento rápidamente. ¡Funciona! Parece que mi día no va tan pésimo.
—Patroncita, ¿se lo lavamos?
—No, gracias. Voy y vuelvo.
Corro con la cartera en una mano y el celular en la otra y me dirijo a la ventanilla libre. Hago el cheque y pago la famosa cuenta.
—¿Me darán el agua ahora mismo? —le pregunto al señor.
—No, en la tarde, después de las cuatro, señora.
—Pero me lo asegura. No me vaya a dejar sin agua en la Navidad —le imploro.
—Tranquilita, si en la tarde se la damos. Pero no corra tanto no ve que puede tener un accidente.
¡Eso sería lo único que me faltaría! Ya con tener que sobrevivir este mes basta. Porque no hay nada, NADA, más satánico que diciembre en Santiago. El calor parece que derritiera el asfalto de las calles, todo el mundo anda estresado y corriendo entre las compras de regalos, las fiestas de fin de año de los niños y de las respectivas oficinas, y los balances. Para salvarme del caos, al menos del mental, esta vez he tratado de ser más gringa: a mediados de noviembre, cuando ya los viejos pascueros y los vendedores de tarjetitas inundaban las calles y los malls —recordándole a una, ¡como si se le fuera a olvidar!, que la Navidad venía— hice mi lista y fui comprando de a poco, eligiendo cuidadosamente cada regalo y comparando precios. Un par de días a la hora de almuerzo partí a Patronato y compré miles de chucherías para armarles una «cajita feliz» a los niños: calcomanías, pinches, los «pegaloco» famosos, lápices de colores con monitos japoneses, cajas de tiza, pompas de jabón, autitos, muñequitas, de un «cuantohay». Hasta encontré un par de Teletubbies grandes —que hablaban y todo— mucho más baratos que en las jugueterías para la Josefina y la Lisa.
Patronato es total. Es como el China Village local con su mezcla de tiendas y supermercados coreanos, árabes, hindúes, donde todo el mundo come cosas raras como el pou chay y venden zapallitos enanos listos para rellenar y hojas de parra en las esquinas. Ahí les compré también unas poleras preciosas para la Ema, la Lola y mi cuñada, un bolso de playa para mi mamá y mi tía Ester, y un set de comida japonesa para Manuel. Para el resto —libros, CD, un reproductor de MP3 para Cristóbal, un Go Car para Martín, los juegos de mesa que pidieron los niños y las zapatillas para la Margarita— no me quedó otra que resignarme y pasar casi un fin de semana entero en el mall. Transpirando y tropezándome cada dos segundos con esos delfines de colores en los que ponen a los niños chicos. ¡Nunca he entendido por qué las mamás van con sus hijos de compras, si los pobres no ven nada más que rodillas y zapatos, se aburren y se ponen a chillar! Pero mi programación no fue suficiente. A uno siempre se le olvida algo: el regalo del amigo secreto, el de la secretaria, el del jardinero, el de la ahijada que uno no vio nunca más en la vida. Al final, correr es inevitable.
Con Cristóbal hemos tenido, además, que convertirnos en los reyes del volante para poder estar, a las horas más insólitas, en las ceremonias de entrega de premios de la Sofía y Adrián. Parece que los colegios no calculan que los padres de las criaturas trabajan. «Los esperamos el jueves a las 16:30 para festejar el fin de año.» ¡Genial! ¡Eso significa una tarde libre! Y, para mí, la cara de odio de la directora durante el resto de la semana. Eso sin contar que estas fiestas tienen toda una producción previa y hay que «prepararse» antes.
—Papá, tengo que disfrazarme de caballo de mar —le espetó la Sofía a Cristóbal una semana antes.
—¡Esos disfraces no los venden! —musité yo, al borde del patatús.
—Eso es lo entretenido, Igna —me respondió ella—. Los papás tienen que hacerlos junto con los niños.
¡Valor! Por suerte, Cristóbal y la Claudia son de lo más «aperrados» y se dividieron la tarea: ella, el cuerpo; él, la cabeza. Casi me dio ataque de risa cuando lo vi llegar con un pedazo gigante de espuma, un spray de pintura naranja y un cuchillo cartonero. No sé cómo lo hizo, pero sí que la Sofía fue el caballo de mar más precioso del curso. Y el más cabezón, también. Sus cuatro papás, orgullosísimos, le hacíamos señas desde la platea y ella, muerta de vergüenza, nos contestaba con unas caras de «Dejen de hacer el loco, ¡qué plancha!».
Felizmente, Adrián se salva de todas las representaciones tocando el acordeón: él, vestido de negro, fue el fondo musical de las propuestas teatrales del sexto básico. Y el mejor compañero, además, lo que celebramos con una comida exquisita en el Barandiarán, que terminó con Diego, Adrián y la Sofía durmiendo a pata suelta en el jardín, tapados con las chaquetas de Cristóbal y Marcial.
Si ese día pensé que lo que venía ya era lo de menos, me equivoqué. Dos días antes de la Pascua yo estaba en el living, al lado del arbolito, feliz haciendo paquetes y pegando tarjetitas, creyéndome la mujer ideal cuando llegó mi marido. En vez de enternecerse con la hogareña escena, me lanza, a rajatabla:
—¡Ah, haciendo regalos! Ojalá no hayas envuelto ya el de mis papás, para saber qué les estamos regalando.
—¿Perdón?
Pongo mis mejores ojos de loca.
—¿Tus papás?
—Sí, claro. ¿Qué les compraste?
¿Por qué los maridos tienen en el disco duro que la mujer es la que compra los regalos? Lo entiendo en la época de mis abuelas, cuando todo corría por cuenta de ellos, pero ¿por qué ahora que en la pareja los dos trabajan, cada uno tiene su cuenta corriente y trabajo más que suficiente para un solo ser humano?
Tuve que partir a la mañana siguiente y enmendar el olvido. El problema es que nunca sé si regalarles a mis suegros juntos o por separado.¿Un florero o un set de bordado en lana como ésos que hace la Cecilia Bolocco para ella y un libro de la Segunda Guerra Mundial o un CD de música clásica para él? ¿O mejor una suscripción al Qué Pasa o al Cosas para los dos? Finalmente me decidí por un lindo cubrecamas de Casa&Ideas para el departamento de Viña. ¿Les irá a gustar? Ante el pánico, escribo en la tarjetita: «De parte de: Martín». Así me aseguro de que, si les carga, al menos les dé ternura.
«Con todo esto, ¡cómo no se me iba a olvidar pagar las cuentas!», pienso, mientras vuelvo a la oficina, literalmente jadeando de calor y cansancio. En el escritorio me espera un alto de tarjetas que aún no he escrito y que, dada mi diligencia, seguramente irán a llegar en enero a destino. Si las primeras cincuenta las redacté con dedicatoria especial, abrazos, besos y buenos deseos, éstas con suerte llevan algo parecido a mi firma. Mejor eso que nada, me digo, con el brazo medio acalambrado. En eso estoy cuando aparecen la Asunción y la Matilde, con sendos paquetes en brazos.
—Igna, bajemos. Va a empezar la celebración de la revista.
¡Horror! Todavía ni es Nochebuena y ya no quiero ver un arbolito, un nacimiento ni un regalo más en mi vida. Agarro mi propio presente y partimos al patio. Ahí, bajo el parrón, hay una mesa entera decorada en rojo y verde, con un buffet frío exquisito. Periodistas, diagramadores y las ejecutivas de ventas nos sentamos a celebrar. Repartimos los regalos —se van abriendo y mostrando de a uno, así es que la ceremonia es larga— y almorzamos. Luego la Asunción hace el discurso de fin de año, emotivo y «chicoteador» para el próximo, y nos anuncia que el día de mañana es libre. Algarabía y consenso general: en el mundo moderno, no hay mejor regalo que el tiempo.
El día de Navidad es, quién podría dudarlo, un caos. Sofía y Adrián no se aguantan las ganas de que llegue la noche para saber qué de lo que pidieron les llegó. Despiertan tan excitados que, cuando les propongo que duerman una siesta para que el tiempo pase más rápido, me miran como si fuera marciana. Por suerte, Cristóbal llega después de almuerzo y los neutraliza en la cocina, pidiéndoles ayuda para el menú de la noche: Comida thai. Arroz pilaf, pescado en salsa de coco, pollo agridulce, ensaladas. El postre corre por mi cuenta: helado de limón con salsa de frambuesas, todo comprado, obvio. En la tarde, partimos con los niños a la casa de la Claudia y Marcial, a dejar a los dos mayores. Este año, a ellos les toca la Navidad, pero hemos llegado al acuerdo de abrir los regalos nuestros en su árbol. Con el infaltable «cola de mono» asistimos a la ceremonia del despelote total. Adrián y la Sofía están felices. Siempre que los veo con sus «cuatro papás» me parece increíble cómo han aceptado una situación que, lo sé, es inusual, pero a ellos les resulta de lo más corriente.
Con Martín dormido en la silla, llegamos a la casa. Lo acostamos y con Cristóbal descorchamos una botella de champaña para darle más burbujas a nuestra entrega de regalos. Le entrego Plataforma, de Michel Houellebecq, el libro con el que ha transmitido el último tiempo. Él me regala un par de anteojos espectacular. Es una noche feliz, una noche de los dos. Al otro día vendrán los almuerzos de familia, los tecitos con los tíos, la vorágine. Pero esta es la Navidad que guardo para mí.
CAPÍTULO 22
¡BIENVENIDA, VIDA NUEVA!
Enero. Empieza otra etapa. Anoche, en la casa de la Ema en Concón, celebramos el Año Nuevo en familia. Mis papás; Samuel, la Sara y la Lisa; la Ema, Manuel y las niñitas; la Lola; mi primo mayor que es como nuestro hermano mayor, Renato, y su mujer, la Constanza, embarazada de seis meses; Cristóbal, Martín, los niños y yo.
Pasamos la tarde cocinando y decorando el jardín. La mesa quedó preciosa, entera en plateado y blanco, y las velas grandes desparramadas entre las flores se veían preciosas. Menú: el típico chanchito con ciruelas de mi papá, hecho por él, papas al romero, puré de manzanas y ensaladas varias. Helado y torta. Mucha champaña, para convocar la buena suerte.
Desde que éramos chicos, el Año Nuevo ha sido una fiesta importante. Quizás porque a mi mamá le encanta. Los inolvidables fueron los 31 de diciembre que pasábamos en el norte, en la casa de mis papás en Bahía Inglesa. Llegaban todos los Suárez, estaban mis primos —Renato y la Ximena, la Juanita y José Andrés— y era una zalagarda enorme. Llegábamos de la playa, nos duchábamos, cumplíamos la orden de mi mamá de vestirnos elegantes y ayudábamos a preparar todo. La broma siempre era: «Te apuesto a que no me ducho hasta el próximo año». Un clásico. Esperábamos las 12 con expectación, comiendo las uvas españolas de rigor. Después la hermana de mi papá, la tía Soledad, que adora viajar, subía y bajaba las escaleras y nos metía cucharadas de lentejas en la boca, para la plata. Obviamente, las grandes se habían regalado previamente calzones amarillos, para que el amor les durara para siempre.
Mientras decoramos las fuentes, nos acordamos de todo eso con la Ema y la Lola. Renato, que es agrónomo igual que Samuel, llega con unos cajones de ciruelas y duraznos blanquillos... Hacemos un jugo gigante, heladito y nos ponemos a conversar mientras vestimos a los niños. Su mujer nos pregunta por datos de ropa de guagua. Están tan felices que da gusto verlos. Se les ha pasado la cara de angustia que tuvieron todo el año pasado, cuando decidieron tener un hijo y pasaban los meses sin que ella quedara embarazada. Me acuerdo de un par de amigas mías que vivieron lo mismo. Yo incluso me demoré como ocho meses en quedarme esperando a Martín y me consumían los nervios de no poder ser mamá.¿Será que las mujeres nos creemos infalibles en lo que se refiere a la maternidad y que quedaremos embarazadas cuando se nos ocurra? O, más bien, ¿la maternidad, aunque uno la posponga hasta después de los 30, es lo que nos completa, y si se nos aleja, nos aterramos? Hablando de mamás, la mía llega con un canasto lleno de cosas: la pasta de berenjenas que sólo a ella le queda rica, huevitos de codorniz para los chicos, aceitunas rellenas y obviamente, ¡lentejas! Nos da ataque de risa. Con todo listo, las mujeres entramos juntas al baño. No hay nada mejor que meterse a la ducha cuando la otra va saliendo, compartir la crema, el secador de pelo y el maquillaje.
—Ay, Igna, ¿cuándo vas a aprender a pintarte bien los ojos? —me pregunta Lola.
—A estas alturas, ¡nunca! Pero es sólo la sombra, ah, porque puedo usar el delineador hasta con la mano izquierda...
—Verdad —asiente la Ema—, lo ensayaste cuando te operaron del hombro y estuviste un mes con yeso. ¿Te acuerdas de lo flaco que tenías el brazo cuando te lo sacaron?
—Sí, tú me hiciste una tina y me tuviste que jabonar entera y lavar el pelo, porque yo no podía ni separarlo de mi cuerpo después de todo ese tiempo paralizado.
«Las hermanas son lo mejor de la vida», pienso. Lola se pone un vestido rojo con morado, modernísima. La Ema la elogia y se lamenta de estar todavía con seis kilos de más, gentileza del posparto. Pero se ve espléndida de negro, con un moño y un par de aros chiquititos de brillantes. Yo, un vestido también negro, sin espalda. Hay que aprovechar la delgadez. Bajamos las tres y reemplazamos a la mamá que está con los tres nietos. Vestimos a la Josefina y a la Elisa de rosado, y Martín de polera a rayas blanca con rojo y pantalones azules. Es lo más elegante que puede verse un niño de un año. Adrián y la Sofía están listos, de lo más peinados, y Cristóbal se ha puesto la camisa que a mí me gusta, con sus jeans negros y sandalias. Se ve exquisito.
Llegan Samuel, la Sara y la Lisa con mi papá. Mi hermano, como siempre, muerto de la risa. Le envidio sanamente su capacidad de optimismo a toda prueba. Siempre contento, alegre, tirando buena onda a los demás. La Lisa se parece a él en los ojos grandes.
Parte el aperitivo. Los niños se devoran las papas fritas, los suflitos, el maní, todas las cochinadas que Renato les compró.
—Oye, oye, ¡no es tarea! —les dice Cristóbal al advertir que ya no queda casi nada—. Rena, seguro que a tu hijo no le vas a dar tantas porquerías —le dice bromeando.
—Ah, no, ninguna —advierte la Constanza—. Igna, no sé cómo aguantas que Martín se chorree entero.
—¿Y qué quieres que haga? Prefiero que se ensucie entero una vez y después lo cambio —le contesto—. Es menos estresante.
—Ay, no sé si voy a poder hacer lo mismo.
Nos da ataque de risa general cuando descubrimos que la Josefina ha ido sacando puñados de todo y los tiene guardados en su flamante vestido.¡Perdón! Ex flamante: está lleno de aceite, manchado de naranjo y chorreado de Coca-Cola. La Ema se mata de la risa y le pone un babero gigante para que le quede algo limpio hasta la medianoche. Vano intento: después de 20 minutos, ya le metió los dedos a la torta de chocolate y el vestido dejó de ser rosado. Un buzo y zapatillas reemplazan al glamour de Año Nuevo.
Pasamos a la mesa. La noche está tibia y mientras comemos, Martín revolotea alrededor. Se sube al triciclo de la Josefina, ésta pelea con la Lisa por tirarse en el resbalín, la Sofía quiere pasear en brazos a la Elisa, que llora de hambre... La pelotera estalla. Llantos por todos lados. Mientras esperamos las 12, mi mamá propone que escribamos papelitos con lo que queremos para el próximo año. Y Samuel arma un fuego para hacer esos marshmallows crocantes por fuera y derretidos por dentro, su sorpresa para los más chicos que esperan el turno, pincho en mano, para tostar el correspondiente. Se me hace agua la boca.
En esa misma fogata, después de los abrazos, las lentejas y la locura de la maleta, vamos uno por uno hablando, contando lo que ha sido lo mejor del año y quemando el papelito de los deseos para éste.
—Los nietos —casi gritan a coro mis papás.
—Haber entendido que no tenía que estar al lado de una persona que no podía quererme como yo necesitaba —dice la Lola.
—La chica más chica —musitan Manuel y la Ema, aludiendo a la Elisa.
—La casa —dice Cristóbal.
—Esta guagua —dicen Renato y la Constanza, abrazados.
—Mi trabajo nuevo —confiesa Sara.
—Sí, que esté resultando mi empresa de consultoría —dice Samuel.
Yo no sé qué decir cuando me toca el turno. Los miro a todos en torno al fuego: mis padres, mis hermanos, mis cuñados, mis sobrinas, mi hijo Martín, en brazos de mi marido, y también pienso en mis hijos putativos. Todos ellos me han sostenido y me han sacado adelante en estos meses. La palabra «ustedes» me sale del alma. Y las cenizas de mi papel quemado suben hacia las estrellas haciendo piruetas.
CAPÍTULO 23
MI ESQUINA DEL PARAÍSO
Parece increíble pero es cierto: estoy de vacaciones. Partimos el familión completo a Bahía Inglesa. Los niños están felices porque después de las tres semanas con nosotros, llegará su madre, la Claudia, con Marcial y Diego, y se quedarán en la playa un mes más. Van a quedar negros como cochayuyos.
El viaje es matador. Son 800 kilómetros con tres monstruos saltando, pintando, aburriéndose, jugando a los muertitos en las cuestas, cantando adentro del auto... «Tengo sed», «tengo hambre» y «quiero hacer pipí», son las tres cantinelas que se repiten más a menudo durante las ocho horas de travesía. Me encanta cómo va transformándose el paisaje a medida que uno se va acercando al desierto. Desde la enjundiosa vegetación de Quillota, las rocas «lunares» de Los Vilos, los cierres de cactus a la altura de Socos, luego el mar y la arena...
Almorzamos en La Serena y seguimos... La cuesta Pajonales siempre magnífica con sus tonos de naranja, morado y gris... La llegada a Vallenar, con el río Huasco produciendo el oasis... Les cuento a los niños que el nombre de esa ciudad se debe a Ambrosio O’Higgins, marqués de Ballenary, pero chilenizado... Les da risa y después empiezan a preguntar incansablemente por el origen de todas las ciudades de Chile. En eso estamos cuando llegamos a Copiapó y, tras 45 minutos más, a Bahía Inglesa.
Son las siete y media de la tarde y no hay viento. Antes de desarmar las maletas, nos ponemos los trajes de baño y bajamos a la playa... Martín no lo puede creer cuando le saco los zapatos. Toca la arena blanca y gruesa —es conchilla— con los dedos y los mueve, despacito... Buscando a sus hermanos que ya están de cabeza en el agua, mete un pie al mar y me mira, con esa boca de «O» que pone cuando se sorprende... Está feliz. Yo también. Necesitaba venir a esta esquina del mundo, un lugar que desde niña fue una especie de refugio para mí y mis hermanos. El único lugar permanente de todos los viajes de mi papá fue éste y por eso tiene algo de raíz, de esencia y de estabilidad que me tranquiliza. El mar y el desierto, llevando el horizonte hasta el infinito, calman toda la ansiedad que traigo escondida.
Me tiro un piquero directo al mar azul. Cuando mi cabeza choca contra el agua siento que ésta se lleva todos los problemas y las angustias que he tenido en estos meses. Me siento bien, blanca como la arena, pero eso se puede solucionar con mucho sol. Sol y sal en la piel. El mejor remedio para el alma.
—Igna, Igna, ¿puedo ir a comprar al kiosko del lado?
A la Sofía no hay nada que le guste más que sentir un poco de autonomía, algo bastante difícil en una ciudad como Santiago para una niña de ocho años. Ella y Adrián todavía se acuerdan de cuando vinimos hace dos años y eran los encargados de ir a comprar... Esta noche van a buscar jugos y un poco de mayonesa para los camarones de río que compramos en la carretera, antes de Huasco. Un colado, un yogurt y una tina son suficientes para dejar knock out a Martín. Duerme feliz en su cuna, instalada al lado de nuestra cama. Los niños ya ordenaron su ropa en los clósets; yo, los víveres, y Cristóbal acaba de terminar el primer pisco sour de las vacaciones.
—¡Salud!, mi amor. Espero que estos días sean todo lo que has soñado...
—Están partiendo increíble, por lo menos —le respondo.
La Sofía pone la mesa, siempre preocupada de los detalles: las servilletas, aunque sean de papel, en anillos; los individuales, velitas; tenedor y cuchillo... Se lo enseñé una vez y nunca más se le olvidó. Esta vez, incluso, pone unas conchitas que recogió en la playa. Comemos y nos organizamos.
—Niños, prohibido despertarnos antes de las nueve, a no ser que sea una emergencia. Si tienen hambre, hay cereales y arroz inflado en la despensa. Y leche con sabor a chocolate en el refrigerador —les advierte Cristóbal.
—¿Se acuerdan de la señora Aurora?, la nana que tuvimos dos años atrás.
—Sí, era súper amorosa —contesta Adrián.
—Bueno, ella va a venir a ayudarnos también este año. Llegará todas las mañanas a las ocho y media, así es que si necesitan algo, se lo piden.
Cansados todos, nos vamos a dormir. A la mañana siguiente, todos despiertan tarde, incluso Martín. Esa va a ser la tónica de este veraneo: el relajo.
Los días parten con una excursión al muelle, a comprar pescado fresco —bilagay, dorado, sierra, vieja— y después, playa. Nos vamos bronceando de a poco, embetunados de factor 45 para evitar insolaciones, sobre todo Martín... Pero él resulta ser el más chango de todos: negro y seco para el agua. En la tarde, cuando el viento pone la playa un poco fría, nos vamos a la piscina de Fabio, un amigo de infancia, que tiene un pequeño resort. Adrián y la Sofía nadan, juegan taca taca, miran a los pájaros en sus jaulas y, obviamente, piden y piden y piden bebidas, galletas, helados, jugos, dulces.
Las noches son de vinos blancos acompañados de jaibas, ostiones al pil-pil o machas a la parmesana. Cuando los tres niños están dormidos, con Cristóbal nos quedamos conversando. Hacemos el amor con calma y, a veces, apurados en el baño durante la siesta de Martín. Hemos vuelto a ser una pareja cómplice. Hemos vuelto a ser dos activos, pensantes y bien parados en la vida: yo ya no soy un ente. Sin angustia, sin trabajo, sin nada que hacer más que pasarlo bien y disfrutar, lo único que me estresa es la cantidad de cosas de Martín con las que tengo que bajar a la playa. Baldes, palas, moldes, toalla, dos trajes de baño, unas tres mudas, quitasol, jugo, galletas... La lista es interminable. Parezco ekeko y con esa pinta he terminado de dejar atrás mi pasado de femme fatale, sólo con bikini y un pareo, a «pata pelá»... Ya no puedo ni leer ni broncearme en paz por miedo a que se me ahoguen los más grandes o me secuestren al más chico. Sin embargo, lo peor ha pasado. Esa es mi sensación. Claro, todavía Martín se despierta en la noche cuando se le cae el chupete, a veces no quiere comer y escupe la papilla o tira por allá la leche; tengo que andar persiguiéndolo porque en dos segundos de estar a mi lado aparece al borde de la terraza. Un azote, pero no me puede importar menos. Es tan rico estar con él, ver lo feliz que es con sus hermanos —y ver cuánto ellos lo quieren—, cómo aprende cosas, cómo disfruta de la playa... Me acuerdo cuando la Aída me decía que tenía que lograr estar con él con la menor ambivalencia posible, gozándolo... Pero si tenía ganas de hacer otras cosas, las hiciera sin remordimientos. «Esa es la base de una relación sin el fantasma de la culpa, que muchas veces ahoga y produce fallas grandes de comunicación entre padres e hijos. Date y dale libertad. Son madre e hijo, no siameses», me aconsejaba. Ahora entiendo lo que quería decir.
Los días se pasan volando. Puedo contarlos en tres libros leídos, innumerables piqueros, otros tantos aperitivos, puestas de sol, paseos y siestas. El último día, no podemos evitar la alegría cuando llegan la Claudia y Marcial y los niños hacen el switch sin ningún problema. La familia Woody Allen funciona a la perfección y Adrián y la Sofía se despiden de Martín con un beso y pasan a saludar a Diego con otro. Nosotros, en el camino de vuelta a Santiago, vamos silenciosos... Las vacaciones son siempre tan esperadas y siempre tan cortas.
CAPÍTULO 24
YO QUERÍA UN BAUTIZO CAMPESTRE
—Dueño de la Fiat.
—Agnelli.
—¿Y el nombre? ¿Gino?
—Ay, no sé. ¿Pero se te ocurre qué puede ser sinónimo de unicornio? Termina en cerote... y empieza con una eme.
—¿Cerote, con un cuerno? Mmm... ¡Monocerote! ¡Claro, como rinoceronte!
Tarde de domingo en Olmué. Al lado de la piscina, mi madre y su hermana, Ester, están a dos bandas haciendo el puzle del domingo. No juntas: en diarios separados, cada una con el propio. Parece competencia, falta sólo el cronómetro.
—Pero entonces sería rinocerote... —me atrevo a decir.
—Tú no entiendes nada de puzles. Te cargan —me dicen casi al unísono, dejándome absolutamente inhabilitada para pronunciar palabra—. Nunca supiste cuál era la tía y cuál la madrina de Donato Torecchio.
Estamos en la parcela de mi tía Ester, la familia casi completa. Mi hermana Ema, Manuel, la Josefina, la Elisa, mis papás, Cristóbal, la Sofía, Adrián y Martín; además de los dueños de casa, mi tía Ester y su marido, Víctor. Cómo llegamos a este nada de apacible fin de semana es un cuento digno de Ripley: hace tres meses, a mi tía Ester se le ocurrió que la Josefina y Martín debían ser bautizados, que había que hacer una fiesta a fines del verano para celebrarlo y que ella ofrecía su parcela para el evento. Ante la idea, y como paganamente somos padrinos cruzados, la Ema y yo le dijimos que no teníamos problema siempre y cuando la ceremonia fuera en la casa, no en la iglesia. Pensamos a dúo que, como eso era imposible, íbamos a zafar sin negarnos de plano. Pero las cosas se nos escaparon de las manos.
Hace dos semanas mi tía Ester nos avisó que los niños ya estaban inscritos para la ceremonia que se realizaría el sábado (mi mamá se plegó al boicot y se consiguió, solita, los certificados de nacimiento), y que nos esperaba. El grito de mi marido se debe de haber escuchado en Canadá.
—Pero, ¡cómo! ¡Yo jamás he dado la autorización para que Martín se bautice! Esto va contra todos mis principios de consecuencia y honestidad. Yo no voy a criarlo según los preceptos de la Iglesia Católica y esto me va a traer problemas con la Claudia, porque la Sofía se va a querer bautizar...
La Ema, por su parte, aguantaba el diluvio personal en Concón.
—Con todos los casos de pedofilia en la Iglesia que han salido a la luz últimamente, no quiero que ningún cura toque a mi hija —le argumentaba Manuel.
Fueron 14 días de infierno. A esas alturas, mis papás estaban súper embarcados, habían hablado con la mamá de Manuel que presionaba por su lado, y con mis suegros, muy católicos ambos, que estaban encantados. Cristóbal no me hablaba, indignado por estarlo obligando a hacer lo que no quería. Mi postura no era tajante, ni para un lado ni para el otro. Si bien no iba a hacer nada para que Martín recibiera los óleos, me parecía que mal no le iba a hacer, que era bonito hacer el ritual y estaba dispuesta a ceder para que todos los abuelos fueran felices.
—¡No puedo creer tu inconsistencia! —me espetó Cristóbal una semana antes—. ¡Tú que siempre te dices tan recta estás, en el fondo, prestándote para una farsa!
—Pero yo no siento que vaya a estar mintiendo. Tú y yo fuimos bautizados, los dos hicimos la primera comunión y tú hasta te confirmaste. Somos dos personas que nos regimos por la visión cristiana, aunque no seamos católicos practicantes.
—¡Me parece el colmo! ¡Yo no voy a ir ni muerto! ¡Esto es algo que inventó tu familia con lo cual no estoy de acuerdo!
Las peleas fueron infinitas. Nunca antes nos habíamos acostado distanciados y era tal mi angustia, que llamé a la Andrea, una periodista de la revista que tiene cuatro hijos, y le pregunté que qué hacía.
—¡Pero cómo te metiste en eso! —me comentó desde su sabiduría materna—. ¡Ah, claro, eres primeriza! —fue su explicación—. Yo sólo bauticé con bombos y platillos a mi primera hija y nunca más. Con los tres siguientes hicimos una ceremonia íntima: los abuelos, los padrinos y nosotros, y ningún bombo. Tanto así, que con el más chico después de la iglesia nos fuimos el fin de semana a la playa para no tener que preparar ningún pisco sour ni ningún canapé.
—Y ahora, ¿qué hago?
—Ya, nada, Ignacia. Sólo resiste. ¿Ya le compraste la tenida de bautizo?
¿Tenida? ¿Algo así como una túnica con capa llena de vuelos y bordados como la del Príncipe William en brazos de Lady Di? Jamás había pensado en eso. Pero más sabe el diablo por viejo que por diablo: la Andrea tenía razón.
—Linda, le estoy comprando zapatos blancos al niño, ¿qué número tiene ahora? —me preguntó mi mamá al día siguiente.
—¿Blancos? ¿Quieres que lo vista de blanco? —le contesté, bastante tostada.
—¿Y cómo va a ir? ¿De jeans, no, me imagino?
El tema ropa se transformó entonces en un ítem de suma importancia. Llamé a la Ema y me contó que la Josefina tenía ya vestido blanco, calcetincitos con vuelos y zapatos blancos.
—¡Traidora! —le dije—. ¿Por qué no me avisaste?
—Ay, Igna, es que la mamá y la tía Ester llegaron con todo el ajuar. Hasta chaleco le compraron por si hacía frío, y ¿qué querías que hiciera? ¿Que se los tirara por la cabeza?
—No, pero podrías haber peleado un poquito por lo que habíamos conversado: un bautizo campestre con ropa informal.
—No te enojes conmigo, si no es formal. La tía Ester dijo que fuéramos con tenida «casual», sport elegante. Estoy tratando de convencer a Manuel para que se ponga pantalones y no bermudas.
—¿Y yo? ¿Qué le pongo a Martín?
—Una camisa blanca y un pantalón azul —me contestó ella, muy campante.
«Se nota que ésta no tiene idea de lo difícil que es la ropa de niños hombres», pensé para mis adentros, definitivamente mal genio con un «cachito» más que agregarle a la lista diaria. «Camisas blancas para niño de un año y medio no existen en el mercado», me dijeron en todos los malls a los que fui. «Pero, ¿sabe qué?, quizás puede encontrar en La Casa Blanca, esa tienda de novias que está en Providencia», me sopló, conmiserativa una dependienta ante mi cara de desesperación.
Allá partí. Con la Margarita y Martín a cuestas, no fuera a ser que después le quedara enorme la camisa al pobre.
—Claro que tenemos camisas para él —me dijo la vendedora, abriendo un cajón y sacando unas con alforzas, cuello levantado y ¡humita blanca!—. Son especiales para bautizos y vienen con un smoking blanco.
Ahí casi me desmayé. Una cosa es bautizar al niño y otra muy diferente disfrazarlos de Tatoo de La isla de la fantasía. Pero no tenía otra opción. «Le saco la humita, le arremango las mangas y con unos khakhis no se ve tan fatal», pensé. Pero al llegar a la casa con la compra bajo el brazo y exhibirle mi trofeo, Cristóbal casi me mató.
—¡Un hijo mío jamás se va a poner esa camisa ridícula! —me gritó y salió dando un portazo.
De vuelta a las tiendas a las ocho de la noche. Corriendo entre mamás que arrastraban dos o tres niños transpirados, comprándoles apuradas los útiles escolares y los uniformes, encontré ¡por fin! una camisa sport elegante para 18 meses. Llegué a la casa feliz y llamé a la Ema para contarle la pelea y el logro. Pero la felicidad me duró poco.
—Oye, ¿y le mandaste a hacer santitos a la Josefina? Tú eres la madrina.
—¿Santitos? ¡Nunca hablamos de santitos! Yo le tengo un par de aros de perlas, bien tradicionales, pero santitos, no.
—¡Ah! ¡Qué bueno! Es que la tía Ester parece que ya los mandó a hacer, así es que no te preocupes. Por eso te preguntaba. Y qué bueno que no le compraste una cadenita con medalla, porque la mamá le tiene una a cada uno.
—¿¿¿Qué???
Así, sin saber leer ni escribir, habíamos pasado de ceremonia campestre al lado de la piscina al más tradicional de los bautizos. Un ace de las hermanitas Oliva en pleno. Finalmente, y en un acto de amor que le agradeceré hasta la muerte, Cristóbal cedió. Creo que era tal la felicidad de sus papás, que eso ayudó. Pero la cara de cincuenta metros la tuvo hasta entrar a la iglesia.
El día del bautizo, no pude evitar ponerme jeans. Los Ona Sáez más destartalados y fashion que encontré. Con camisa blanca, eso sí, y un pañuelo gitano a la cadera.
—¡Ay, qué linda, si parece una sirena! —exclamó la tía Ester al verme entrar a la parroquia de Olmué, echando por tierra mi pequeña venganza—. Vengan, vengan, la Ema y Manuel ya están sentados. Cristóbal con su cara de kilómetros instaló a Adrián y a la Sofía —que a esas alturas y al ver todos los vuelos reinantes en la iglesia se quería bautizar ahí mismo— y se sentó a mi lado, furioso.
—Ina, ina, ven, vamos a cantar —me decía la Josefina, tirándome del brazo para que la acompañara cerca del altar, donde estaba el micrófono.
—No, Josefina. Mira, ahí viene el curita.
—¡Van a bailar! —gritó ella, demasiado acostumbrada a los grupos axé, provocando las carcajadas de los concurrentes.
—No, chica, él nos va a contar un cuento y después te va a echar agüita en la frente, ¿ya?
—No quiero agua. Quiero bañarme en la piscina de la Ester.
Tratando de contener la risa, la Ema y yo nos mirábamos y mirábamos a nuestros maridos que mantuvieron la vista al frente durante toda la ceremonia. Era tan poca la recepción entre los presentes a lo que decía el cura, que terminé siendo una de las que más fuerte repetía los «prometo», «me comprometo» y «creo», ante la ira sorda de mi marido.
Más tarde, en un cóctel fantástico al lado de la piscina, con la copa de champagne en la mano y esa luz naranja de los atardeceres que hace que todo se vea maravilloso, la tía Ester nos agradeció el «sacrificio».
—Mírenle el lado bueno —dijo—. Jamás nos hubiéramos juntado todos aquí de no ser por este bautizo: está la mamá de Manuel, los papás de Cristóbal, sus hijos... Eso es parte de hacer familia.
Fue bonito, claro, y nos emocionamos. En esos minutos es cuando creo en lo necesario que son los ritos. Y sin pensarlo dos veces le puse la medallita a Martín en el cuello y repartí santitos feliz de la vida.
CAPÍTULO 25
PILATES, OJALÁ ME DESATES
He visto la luz, nuevamente. ¡Al fin! He vuelto a hacer gimnasia. Debo reconocer que me costó, más que por la inercia de no moverme, porque me daba mucha culpa destinar parte de mi tiempo libre a mí y no a Martín. Yo, que siempre pensé que sería una madre que no se dejaría de lado, me estaba convirtiendo en lo contrario.
Después de Cristóbal, la Aída fue la segunda en retarme.
—No, pues, Ignacia, ya deja de correr entre la revista y la casa. El niño está grande, está bien, y no va a sufrir daño sicológico si te ve un par de horas menos a la semana.
—No, si la que sufre soy yo. Él no se da ni cuenta. Lo pasa bomba con la Margarita en la plaza...
—Ya, pues, si lo tienes tan claro, ¿qué esperas?
No sé qué esperaba. Pero algo era. Quizás una sensación de paz interna, de saber que él estaba bien, que ya no me necesitaba tanto, que sobreviviría sin mí. Una señal que me lo asegurara. Yo era su mamá, eso no iba a cambiar nunca, pero necesitaba sentir que íbamos a caminar los dos a la par, cada uno en su carril, ayudándole yo más que él por ahora, pero juntos... Diferentes pero equivalentes. Cuando lo llevé al control de los 18 meses y el pediatra (el mismo neonatólogo que lo vio al nacer) me entregó una receta en la que sólo decía: «Vacuna triple y de polio. NIÑO SANO», el corazón casi se me salió por la boca. Niño sano. Perfecto en la curva de crecimiento, en la de peso, por primera vez en los famosos percentiles normales para su edad... No podía creerlo. Y al día siguiente ya estaba inscrita en un centro de Pilates, cerca de la casa.
Los instructores, Teresa y Reinaldo, un cubano con unas manos geniales para el masaje, te hacen olvidar el mundo: velas, incienso, agua corriendo, música... «Levanta la columna como si fuera un collar de perlas, desde las cervicales hasta las dorsales. Mantén el centro, está en el abdominal. Y cae, como collar de perlas nuevamente. Lleva tus pies a la cabeza, agárralos con las manos y balancéate... Eso, más despacio es más efectivo...» Elongación, elongación y más elongación... Abdominales, fortalecimiento de los abductores... Satánico. Transpiro como loca. Si me dicen 8 hago 12... Me pongo los elásticos de las máquinas y me estiro, me estiro, hasta que no doy más... Es exquisito.
Lo más divertido es que en la oficina todas las chicas han enganchado con la idea. Organizamos un grupo que va martes y jueves a las dos de la tarde. Llueve o truene, ahí estamos todas, en buzo y calcetines, estirándonos hasta el infinito. Somos casi una cofradía. Lo mejor es el final de cada clase, cuando Reinaldo, Teresa y Roberto, el otro instructor, hacen el «regaloneo», como le llaman. Un masaje que empieza con una pelota amarilla con la que te pegan de la cabeza a los pies, suavecito, hasta que de pronto ellos se suben arriba y pasan por tu columna. ¡¡¡Crac, crac, crac!!! Vértebras que suenan, nudos que se desatan, contracciones musculares que desaparecen... Todas perdemos la dignidad a esas alturas, tiradas en el suelo, relajadas y distendidas, con los ojos cerrados y la cabeza perdida... Tener el poto duro y la espalda y el cuello sin dolores, es delicioso, pero no es lo mejor. Para mí, el cambio más importante es otro: he vuelto a encontrar mi centro. Otra vez soy yo.
CAPÍTULO 26
EL ALBERGUE DE LAS MADRES FELICES
La idea se nos ocurrió con la Ema en una de esas tardes de domingo veraniegas, asoleándonos mientras Martín y la Josefina daban vueltas por el «Fantasilandia» en miniatura que tiene en su jardín, que incluye resbalín directo a una piscina chica. Alucinante para los niños, que se tiran de cabeza.
—¿Y si nos vamos solas a La Herradura a celebrar el cumpleaños de Samuel y de la Lisa? —me preguntó, hojeando el Vivienda y decoración, su manía de los sábados.
Solas significaba sin Manuel y sin Cristóbal pero, obviamente, con los niños.
—No sé si podré pedir esos días de la primera semana de marzo, pero como no me tomé las vacaciones que me correspondían después del posnatal, podría ser, le contesté.
Y ese mismo lunes le pedí permiso a Asunción.
—Si no me abandonas ahora, en febrero, que se va la mitad de la revista, haz lo que quieras —me aseguró.
Jamás imaginamos que la aventura iba a ser tal. De partida, porque a mi hermanita se le ocurrió invitar a su amiga del alma, Chantal, a que nos acompañara. Y ella acababa de ser madre: su hija Amanda tiene un mes y medio. La primera pelea la tuvimos por teléfono la Ema y yo.
—No pienso cuidar recién nacidos en las noches —le dije echándolo a la broma pero, en el fondo, de verdad.
—Nadie te lo ha pedido, Igna. Se me había olvidado lo pesada que puedes llegar a ser cuando las cosas no salen como a ti te gustan.
—Perdón, pero ¿quién invitó a una amiga cuando el panorama era de hermanas?
—Ay, la Chantal es como si fuera hermana nuestra. La conoces desde que tenía cinco años, ¿qué te puede importar si va?
—Me importa, pues, Ema, porque yo voy a descansar pero también tengo algunas entrevistas que terminar, quiero leer, estar con los niños, hacer gimnasia y conversar contigo. Eso sin contar que nuestro objetivo principal era ir a ver a Samuel, a la Sara y a la Lisa, que no vienen a Santiago hace dos meses.
—¡Tan sufrida que eres! No hemos ni partido y tú ya tienes embalado el laptop, la lista de actividades y te apuesto que hasta los libros que vas a leer. Deja que la vida te fluya un poquito...
Le corté, enojada. Pero me quedé pensando. La última novela de un escritor boliviano, Edmundo Paz Soldán; El hombre duplicado, de José Saramago y El amor dura tres años, de Beigbeder estaban envueltos, casi en la maleta. El asunto me quedó dando vueltas y lo conversé con la Aída.
—Tu hermana tiene toda la razón, Ignacia. Te haces expectativas demasiado grandes y como las cosas nunca están a la altura, te decepcionas. Pero es un proceso interno que nadie conoce, que probablemente ni tú percibes con claridad... Y después, cuando nada sale como esperabas, te frustras, te enojas y todos te tachan de mal genio.
—Pero si tengo tiempo libre quiero aprovecharlo... Estos son unos días para mí.
—Bueno, no hagas nada que no quieras. Pero no te inventes tareas. Además, vas a estar todo el rato con Martín, ¿no?
—Sí. Una señora va a ayudarnos con el aseo, pero yo me haré cargo de él.
—Entonces. Baja el nivel de expectativas. Lo vas a pasar mucho mejor. No trates de trotar en las mañanas, nadar después, broncearte, jugar con Martín, estar con tus tres sobrinas, tu cuñada y tu hermano... Libros no vas a alcanzar a leer, te lo advierto.
Toda la semana traté de no planificar. Cuando me pillaba pensando que de ocho a nueve iba a estar con Martín, que a las diez iba a bajar a la playa, que después leería y tras darle el almuerzo escribiría dos entrevistas que tenía pendientes, «cancelaba» mis pensamientos. Pero no pude dejar de llevar mi computador personal. Habría sido como partir desnuda.
Plazo cumplido, el sábado 1 de marzo partimos a La Serena. Ya en el aeropuerto, la escena era de thriller: la Ema, con la Elisa en la mochila colgada al pecho, la Josefina y sus dos años y medio de una mano, una maletota en la otra y la cuna Graco a sus pies. La Chantal, con un maletón en el que habría cabido ella y, claro, la Amanda dormida en sus brazos. A sus pies, la silla de auto. Cuando las vi, me acordé de que los volúmenes que uno maneja cuando las guaguas son chicas son demenciales: kilos de pañales, rellenos, mamaderas, «tutos», mudas al por mayor; recién nacidas, las guaguas tienen como cuatro capas de ropa por lo que a uno no le queda otra que llevar un pantalón y un par de poleras. No cabe nada más. Yo tampoco era muy buen ejemplo de lo contrario: mochila, bolso de guagua en un hombro, computador en el otro, Graco propia y con Martín colgándose de los pendones de la línea aérea y subiéndose a la pesa de las maletas.
Nos embarcamos. Por primera vez miré atentamente la cara de los pasajeros... Una mezcla de ternura y terror. La misma que yo debo haber puesto antes de ser madre. Todas en una misma fila —yo entre la Josefina y Martín—, despegamos. Las tres preocupadísimas de que los niños chuparan chupetes o dulces mientras nos elevábamos, como nos había recetado el pediatra, para que no les dolieran los oídos. Fueron los 45 minutos más largos de nuestras vidas: los niños se levantaban de los asientos, la Josefina quería «cacolita de ley» (su manera de llamar a la Coca-Cola light) en vaso y, por lo tanto, su primo menor, también. Chorreados hasta las orejas y gateando por el pasillo con sus manitos «pegasosas», en jerga Josefina, tuve que darles Natur para mantenerlos en los asientos. Resultado: el odio perenne de la azafata, que ya se imaginaba limpiando el desparramo al aterrizar.
Logramos llegar. Samuel nos esperaba con su súper camioneta —menos mal, porque si no tendríamos que haber arrendado una micro—, listo para celebrar el cumpleaños de su hija esa misma tarde.
Mi hermano vive en una casa en las afueras de La Serena, antes de llegar a Vicuña, de ésas antiguas, de adobe, con espacios amplios y un jardín grande y bien cuidado. Desde ahí se moviliza todos los días al valle para supervisar las viñas recién plantadas... Sara y la Lisa nos esperaban en la entrada. Mientras Samuel preparaba el asado de rigor, adorable como siempre, las mujeres de la familia tratábamos de hacer dormir siesta a los niños para que resistieran bien la tarde. Esfuerzo inútil: cuando Martín llevaba media hora berreando, yo, al menos, me di por vencida y lo levanté sabiendo que iba a estar satánico el resto del día. La Sara hizo lo mismo con la Lisa que, sabiéndose la reina del día, no estaba dispuesta a perder tiempo en descansar.
Después de vestir a la cumpleañera empezó la fiesta. Con Mazapán y Axé Bahía de música de fondo y una mesa enorme llena de calugas, chocolates, galletas y pancitos con palta y huevo que la Josefina devoró paso a paso. Martín, pilucho porque no se quería salir de la piscina, terminó de cabeza en las rosas, todo rasguñado; la Elisa chillando que quería más y más papa; la Lisa, chorreada de chocolate hasta la barbilla... La única plácida era la Amanda, dormida en su sillita. Entre medio, los «grandes» tratábamos de comernos un pedazo de carne mientras balanceábamos las cervezas a la altura de nuestras cabezas. La jornada terminó con todas rendidas, con la espalda en la mano de tanto levantar guaguas, recoger juguetes, servir torta... tratando de hilar una conversación entretenida cuando lo único que queríamos era dormir.
—¡Pucha que es agotador celebrar los cumpleaños! —dijo Sara, que había estado las 24 horas anteriores a cargo de producir el número dos de la Lisa.
Me acordé de la Aída cuando me advirtió: «Ser mamá de un niño chico no tiene por qué gustarte. Es demasiado agotador. Te digo, a riesgo de parecer inhumana, que a uno los hijos deberían entregárselos a los 15... Ahí recién se ponen entretenidos». Les conté el comentario a la Ema, la Sara y la Chantal.
—¡Uy!, sí —dijo mi hermana—. Yo con estas dos no sé cómo hacerlo. Manuel quiere el hombrecito, pero sólo pensar en el embarazo, las estrías, la guata enorme, me da soponcio...
«A mí, también», pensé para mis adentros. Adentro, muy en el fondo de mí, quisiera tener otro hijo. Más que nada para que Martín tenga un hermano de su edad. Pero pensar en otra guagua chica en mi vida me da escalofríos. Por eso, aunque Cristóbal ha empezado a insistir en otro hijo luego, sigo cuidándome.
Fueron siete días intensos. Además de los tres hermanos, llegó Marie, la hermana de Chantal, con su hija de dos años; y nuestra prima Laura, con la Celeste y Juan, de ocho y seis años. Rutina de niños: levantada general a las siete y media; juegos en pijama, desayuno en la cama de la Ema —la fresca con pieza matrimonial— con cubrecamas lleno de mermelada, yogurt y leches varias. Playa, almuerzo, siesta de niños, playa, columpios, comida, sección tuto y después, las madres, pisco sour en mano, tratando de hacer un poco de vida propia.
Los primeros dos días, mis intentos de «bajar las expectativas» se fueron a las pailas. Quería hacer de todo: trotar, nadar, leer, dormir y carretear de noche. ¡Imposible! Hasta que al tercer día en la noche me pegué un tortazo feroz con la puerta de vidrio corredera de la casa (no la vi, era de noche) y hasta ahí no más me llegó la ansiedad. («Por Dios que eres intensa, Ignacia», me dirá la Aída en nuestra siguiente sesión. «Tienes que, literalmente, estrellarte para bajar las revoluciones», me comentó, muerta de la risa. A mí no me pareció nada de chistoso.)
Fue divertido estar cinco amigas de la infancia juntas. Más divertido aún con los niños dando vueltas y las mamás, que sólo tenemos radares para el propio.
—Josefina, no le pegues al chicoco —le decía la Ema.
—Pero, Ema, mírala, haz algo, le está tirando el pelo —le contestaba yo.
—Martincito, no babee a la Amanda, no ve que ella es chiquitita —le advertía la Chantal.
—Lisa, cuidado con tu primo. No lo tires del brazo que no sabe caminar bien —gritaba Sara, mi cuñada.
«Cuidado con la hija de la Marie, que muerde», era la consigna general. Entre advertencias y porrazos, al principio queríamos sacarnos los ojos defendiendo a los hijos propios; después de tres días, ya no nos importaba que se sacaran la mugre. Era la ley de la selva y nosotras las leonas madres que sólo poníamos orden cuando era demasiado necesario.
Si pensábamos ir a descansar, nos equivocamos. Cada vez que una de las cinco hablaba con los maridos, nos poníamos verdes de envidia. Ahí estaban, en sus casas, durmiendo en sus camas king size, atendidos por las nanas y saliendo todas las noches entre amigos. Las de ellos sí que fueron vacaciones, pero nuestra semana fue inolvidable. No hay como estar entre mujeres. La solidaridad femenina es lo máximo.
—Ema, la Josefina se hizo pipí, ¿la cambio? —le preguntaba la Laura.
—Ya, gracias. Voy a hacer arroz con huevo de almuerzo para todos —ofrecía yo.
—A Martín se le acabó el bronceador, ¿le echo más? —me preguntaba Marie en la playa. Todas a cargo de todas y de todo. Así, si bien no hay descanso posible, tampoco es posible el estrés. Recordamos el parto de cada una sin tener que mirar las caras de lata de los hombres; hablamos de por qué una se amarra tanto a dar pechuga y no quiere ni oír hablar del «rellenito», y evaluamos si era más difícil volver a tener sexo para las que habían tenido parto normal o las que habían sufrido la cesárea. Todo comiendo lechugas y chocolates con igual fervor, siendo amigas como siempre y como antes a pesar de todo lo que hemos cambiado desde que fuimos madres. Quedamos exhaustas pero al despedirnos, nos prometimos instaurar una tradición.
CAPÍTULO 27
¿QUÉ QUIEREN LAS MUJERES? UN HOTEL CINCO ESTRELLAS
Parece que estoy al borde del divorcio. Por la cara de Cristóbal estos últimos días, eso es lo mínimo que me puede tocar. Lo peor es que no puedo preguntarme qué he hecho para merecer esto, porque sé perfectamente la respuesta: Martín lleva tres noches durmiendo en nuestra cama. Anoche, cuando después de que llorara media hora, convencida de que algo le dolía lo puse entre los dos y haciendo chuick chuick chuick se durmió de inmediato, mi marido abandonó el lecho nupcial. Sin pronunciar palabra, se fue a dormir solo. Esta mañana, la furia que destilaba su irónico: «¿Dormiste bien?», me indicó que estoy estirando una cuerda que se va a romper. Por suerte era jueves.
—Ignacia, me parece pésimo lo que estás haciendo —me increpó la Aída cuando le conté—. ¿Acaso no le habían enseñado a dormir por ese método, el Duérmete niño?
—Sí. El problema no es que no se duerma solo, sino que se ha despertado la última semana a medianoche llorando a mares. Pueden ser pesadillas o a lo mejor se siente solo.
—Pero si apenas lo acuestas en tu cama se le pasa, no es ni lo uno ni lo otro. Te está manipulando porque quiere dormir contigo.
«Lo sé», pienso para mis adentros. Y eso me enternece tanto que no puedo negarme. Sé que suena siútico pero ¿qué mejor que que mi hijo quiera que estemos juntos hasta en sueños? Claro, cómodo no es porque pese al tamaño king size, él se cruza y termino despertando con las patadas en plena cara, durmiendo en el larguero.
—Y Cristóbal, ¿qué opina?
—Está indignado. Me dice que estoy malcriando a Martín, que así jamás va a volver a dormir en su pieza y que estoy destruyendo nuestra intimidad. No es para tanto, creo yo, pero parece que ahora que sacó la tele de la pieza él pensó que tenía sexo asegurado todas las noches. Y no es el caso.
—Mira, más allá del sexo, tú ya sabes lo que opino al respecto —creo que tiene razón—. Sobre todo porque, si no me equivoco, desde que nació Martín ustedes nunca han vuelto a estar solos.
—Bueno, ése es otro tema en discusión. Cristóbal quiere que nos vayamos al Cajón del Maipo un fin de semana. Y a mí me da lata.
—¿Qué te da lata? ¿Estar con él a solas, dejar a Martín o el Cajón del Maipo?
Tan horrorosamente asertiva que es la Aída. La verdad es que, aunque le he dicho a mi maridito que se me parte el corazón dejar al niño solo, lo que me pasa es que no encuentro un lugar menos atractivo para ir que el Cajón del Maipo. En esta época del año, pleno otoño, ya hace frío, las sábanas están húmedas, hay que prender la chimenea, llevar la comida desde Santiago, cocinar. Sé que hace unos años atrás era el mejor panorama posible, pero ya no. Le digo eso mismo a Aída.
—¿Y dónde te gustaría pasar el wikén, entonces?
—Si pudiera elegir me iría a un hotel cinco estrellas. Sábanas blancas, toallas siempre calentitas, sauna, piscina temperada, champaña y velas. ¿No te parece un ambiente mucho más erótico para un reencuentro?
La Aída se mata de la risa.
—Sí, sin duda. Perdona, Ignacia, pero estoy preparando una charla sobre qué quieren las mujeres. ¿Te importa si te cito?
Ahora la risa me asalta a mí.
—Para nada —le contesto—. Pero ¿dime que no es cierto?
—Absolutamente —afirma ella mientras anota en una hoja amarilla aparte, que luego guardará en su cartera—. Quieres ser reina por un par de días. Me parece lo más lícito del mundo, ¿por qué no se lo dices?
—No sé. Me da como pena descartar su idea. Y que la mía sea tan frívola.
—No es frívola, Ignacia. Y si lo fuera, ¡qué importa! ¿Has visto algo más rico que la frivolidad de vez en cuando? Para que no se sienta, deberías invitarlo tú. Hay unos programas para celebrar el aniversario que son excelentes. Creo que va a ser el escenario ideal para que recuperen intimidad. Piensa en él: desde que nació Martín, que no era su primer hijo, te «perdió», por decirlo así. Primero la lactancia, después la operación y cuando ya todo estaba volviendo a la normalidad, tú entraste en una depresión fuerte. Se siente desplazado, en el último lugar de la lista y creo que tiene razón.
—O sea que lo que quiere ahora es «recuperar a la mina» —le digo y me río.
¡Por favor! Igual yo he estado a cargo de todo: compras, decoración de la casa nueva, doctores, sus hijos, el nuestro, mis papás, los suyos. Ahora estoy bien y puedo hacerlo, pero en un minuto estuve a punto de explotar por tanta exigencia.
—Mira, Ignacia, es cierto que a veces las mujeres somos más exigidas que los hombres en lo doméstico. Pero eso tiene que ver con que les exigimos menos a ellos. Además, en tu caso específico, tú no tienes conciencia de tu propia vulnerabilidad. Eres tan autoexigente que quieres ser la mejor en todo. La mejor amante, la mejor mamá, la mejor periodista, la mejor amiga. ¡Ser una mujer tan top cuesta caro! Tienes que saber si reditúa. En serio. Tú subes a todo el mundo a tu avión, te sobrevendes y cuando no tienes cupo, explotas.
—No quiero sonar a «creída» pero es que creo que los demás no pueden hacerlo tan bien como yo.
—¡Uf! ¡Te equivocas, linda! Todos pueden. Además, con esa actitud sólo logras un círculo sin fin: cuando uno no pide porque cree que el otro no puede, sólo deja al otro sin entrenarse y, al final, obvio que no puede hacer bien lo que tú quieres que haga.
—No entiendo lo del círculo.
—En fácil, quiero decirte que, al pensar tú que eres la única que puede hacer bien las cosas, inhabilitas a todo el resto. Con alguien como tú, nadie puede aprender a hacer las cosas bien porque no delegas y si alguna vez lo haces, estás esperando a que te consulten o a que se equivoquen.» «¿Viste que no podías hacerlo bien?!», es la frase que se te sale del alma. Ese es un mecanismo bien injusto para los demás. En toda la situación anterior a tu depresión, nadie se «aprovechó» de ti. Si es ésa la sensación, fuiste tú sola la que se «aprovechó» de ti misma. ¿Por qué?
—¡Ay, no sé! Porque me gustan las cosas perfectas. Porque creo que si lo hago bien me van a querer más... ¡Qué lata, si el trauma ya lo hemos hablado mil veces!
—Pero sigue siendo un tema importante para ti. ¿Por qué tan «bien portada», linda? ¿Hasta cuándo?
Nunca había deseado tanto que se acabara la sesión. La Aída me noqueó de ida y vuelta. Sí, ya sé que creo que sólo yo puedo hacerlo todo «perfecto», pero sé también que eso es mentira. ¿Por qué lo hago? No se me ocurre mejor respuesta que: por tonta. Porque no sé distinguir lo primordial de lo accesorio. Quiero que la casa esté preciosa, con flores frescas y comida rica, que los niños estén impecables, que la Margarita esté de punta en blanco, Cristóbal, flaco y buenmozo y yo, rica e inteligente. No me importa matarme en el intento. Pero eso es algo que tengo que cambiar. No puedo seguir así, por un lado tengo que parar. Llego a la casa. Cristóbal sigue de de mal humor. Le damos de comer a Martín, lo baño y él lo acuesta.
—Espero que sea hasta mañana —le dice, mirándome a mí, cuando lo mete en la cuna.
—¡Me me! —le contesta, haciendo girar el chupete en la boca y abrazando el tuto.
Ya en la cocina, mientras calentamos la comida que nos ha dejado Margarita, él me pregunta cómo me fue con Aída. Le cuento lo que conversamos y antes de que me asesine con un «¿Viste que yo tengo razón?», lo invito a un fin de semana solos en el Sheraton. Me mira, incrédulo. Y le da un ataque de risa.
—No sé por qué me tinca que ésta no es idea tuya.
—Te equivocas. La idea sí es mía. Sí me quiero ir sola contigo, lo que no quiero es ir al Cajón del Maipo a tratar de tener un fin de semana horny muriéndome de frío.
—¡No puedo creerlo! ¡Eso te daba lata! Por favor no digas a continuación la típica frase de tu mamá que ahí sí que no voy.
Me quedo callada. Sirvo dos copas de vino y empiezo a hablar de otras cosas. Pero el «Linda, hay cosas para las cuales uno ya no está en edad» de mi santa madre me da vueltas por la cabeza hasta que me quedo dormida.
CAPÍTULO 28
TODAS SOMOS MAITENA
Ayer fui a la presentación del libro de mi caricaturista favorita. No es sólo mía, por cierto. Incontables mujeres de 17 países del mundo se sienten reflejadas por las tiras cómicas de esta flaca cuarentona de pelo blanco, en las que habla de la depilación, el sexo y los hijos, haciendo siempre un guiño para lo que nos toca vivir. Salvándonos con su humor de situaciones que más bien nos harían llorar de rabia.
Mujeres alteradas —título bajo el cual reúne los cinco volúmenes de su obra— nos viene bien a todas. Alteradas por el ritmo de vida, porque no nos alcanza el tiempo, porque el energúmeno nunca cierra bien la pasta de dientes o jamás recoge la toalla del suelo; alteradas por la culpa de no darlo todo en el trabajo o de no ser la madre perfecta, porque los domingos en la noche nos asalta la angustia de la semana que viene con los menús y las compras por hacer, los horarios que cumplir, las tareas en que ayudar, los amigos que hay que invitar.
Mientras hablaban los presentadores —debo reconocer que me cuesta mucho concentrarme en los discursos— empecé a pensar en cómo bajar el nivel de ansiedad. Más allá de Pilates o del Ravotril, ¿qué puedo hacer yo —«YO» sola, sin ayuda médica o espiritual— para disminuirlo? En eso estaba, buscando la solución, cuando la voz de Maitena me sacó del ensimismamiento.
Contaba, como anécdota, que siempre había soñado con tener un año sabático. No darse tiempo para leer o cocinar o estar con los niños ni hacer el amor. Tiempo para ella, pero tiempo sin tiempo. En blanco. Y que una vez, contaba, como vive frente al mar, se sentó en la playa para hacer el experimento. Aguantó menos de 20 minutos. «Casi me tiro de cabeza al agua», explicó, a modo de argumento. «He ahí la clave», dije para mis adentros. «Uno no puede dejar de ser quien es. Lo único posible es permitírselo.» Sí, sé que la frase suena como de libro de autoayuda, pero me reconfortó. Y, más encima, abrió una puerta para dejar de pelearme con la constatación flagrante de que cada día soy más igual a mi madre: corriendo, preocupándome de todos y de todo. Además, no creo que vivir así sea para siempre, sino que ésta es una etapa «a mil». Ya vendrán otras.
Días después, en la consulta con la Aída, le comenté todo el episodio. Ella se rió. No de mi «nueva sabiduría estilo Corín Tellado» sino de cómo había llegado a ella.
—Es que los caminos de la mente humana son insondables —le dije, a modo de excusa.
Entonces, se rió más.
—Sí que estás pareciendo libro de autoayuda, Ignacia —me espetó—. Podrías escribir Cómo pasar de una depresión a la felicidad en 10 pasos.
—Oye, han sido mucho más de 10 —alegué—. Además, el siquiatra dice que debo seguir tomando remedios por lo menos seis meses más porque si no corro el riesgo de volver a deprimirme.
—Sí, bueno, eso es parte de la terapia medicamentosa. Pero encuentro increíble que estés empezando a aceptarte, a tranquilizarte con tus propias exigencias, a verte desde fuera y con perspectiva en vez de estar sumida en la más negra angustia. Me parece un muy buen síntoma. De hecho, creo que podemos empezar a darte de alta.
¡Ahí se acabó toda mi sabiduría de bolsillo!
—¡Eso sí que no! —casi grité—. Yo no soy capaz de vivir sin venir una vez a la semana.
—Me estás demostrando que sí eres, Ignacia. Sólo falta que tú misma lo creas. Hagamos una cosa: empecemos a vernos cada 15 días pero, si me necesitas, llamas a la secretaria y pides una hora de urgencia.
Acepté. ¿Qué más podía hacer? Ella es la voz autorizada y yo, una paciente más. «Supongo que sabe lo que está haciendo, no seré un conejillo de Indias en su currículum», me dije, tratando de recuperar la calma.
Salí de la consulta con el alma en la mano. Sólo para chequear, pedí hora con la cosmetóloga para hacerme una limpieza de cutis.¡Las pruebas que se me ocurren! Ahí, echada en la camilla, tratando de no pensar en nada sin querer tirarme un piquero como Maitena, me quedé dormida. Desperté a la hora, con la cara «exfoliada y humectada», sin culpas por hacerme un regalo y sintiéndome totalmente en paz. ¿Seré idiota o de verdad me estoy mejorando?
CAPÍTULO 29
LA VIDA ES CIRCULAR
—¡Feliz día, papá!
Despierto con tres niños arriba de la cama y una bandeja en la que se tambalean peligrosamente una mamadera, dos jugos, dos leches, plátano y naranjas picadas y un pan medio quemado con mantequilla. Adrián y la Sofía se han levantado antes que nosotros. Silenciosísimos, prepararon el desayuno, sacaron a Martín de su cuna y llegaron a nuestra pieza a celebrar el famoso Día del Padre.
Mientras Cristóbal y yo leemos los diarios, los niños prenden la tele. ¡Sí! ¡Ha vuelto, pero sólo los fines de semana que hay niños! Nuestro hit del momento: el canal 42, Discovery Kids, el favorito de Martín.
—¡Eh, eh! —dice, estirando los deditos hacia la pantalla, este fresco que aún no habla nada.
Barney aparece en primer plano. Los mayores empiezan a cantar: «Te quiero yo, y tú a mí, somos una familia feliz»... Martín baila, se da una vuelta, dos, tres y cae de poto al suelo. «Con un fuerte abrazo y un beso te diré: mi cariño es para ti», terminan Adrián y la Sofía y se tiran sobre Cristóbal, que les hace cosquillas. Queda la escoba. Vuela la leche y cae sobre las sábanas. «Ooohhhh», grita Martín, poniendo la boca ídem. Los niños me miran, esperando el reto. No pienso retar a nadie; me levanto y limpio todo con una toalla. ¿Cómo voy a echar a perder un momento Kodak?
Cuando llamo a mi papá para desearle feliz día, me cuenta que Renato, mi primo mayor, acaba de tener a su primer hijo.
—¿No era para un mes más? —le pregunto.
—Sí, pero a la Constanza se le rompió la bolsa, la indujeron y tuvo la guagua por parto normal. Rapidísimo. Tomás nació de dos kilos y medio, perfecto...
Partí a conocerlo.
Creo que desde que nació Martín no había vuelto a maternidad de la Clínica Alemana. Me sabía de memoria el camino al cuarto piso. Entré reconociendo el lugar: el famoso lactario donde me saqué por primera vez la leche con una máquina eléctrica que me hizo sentir una vaca total; neonatología, donde duermen las guaguas alineaditas en sus cunas; la sala de espera y su kiosco de café, la estación de enfermeras. Caminé por el pasillo... Los ramos de flores afuera de las piezas... Rosas, liliums, gerberas, crisantemos. Como las mías. Me acordé de las 24 rosas blancas que me mandó la Asunción. Todo me era tan familiar. Parecía que el tiempo se hubiera congelado.
—Perdón, señorita, la habitación de la señora Constanza Solar.
—La 410, a la vuelta —me dijo amable la matrona de turno.
Hasta que llegué, no caí en cuenta de que ésa también había sido mi pieza. Entré y vi a la Constanza, con Tomás chiquitito acostado en su pecho, tan feliz... Me acordé de todas las veces que conversamos, cuando ella estaba tratando de embarazarse y no le resultaba, de todas mis dudas cuando yo tampoco podía, del sentimiento de impotencia, de rabia, de esa sensación de estar incompleta, de querer ser mamá a toda costa...
—¡Qué lindo es! —le dije, con un nudo en la garganta.
Justo en eso entró Renato. Lo abracé. Tenía la felicidad estampada en la cara. Radiante es una palabra que se queda corta.
—Estoy tan emocionado... —me dijo—. Tan pleno.
Dio en el clavo. Ésa era la sensación que yo esperé tener el día que nació Martín: plenitud. Y en vez de eso me subí a la montaña rusa de las emociones, me llené de angustia y de miedo... Por él. Pero también por mí. Dentro de la vida de una mujer de treinta y tantos, la maternidad es una opción calculada. Se le ha destinado previamente una dosis de energía. Y la que yo necesité sobrepasó con mucho lo que había estipulado. Me acordé del siquiatra y su cambio sistémico. Ese día, para explicármelo, me habló de las cargas. Me contó que los camellos pueden transportar muchos kilos pero tienen un tope. Si la carga se pasa 10 gramos, se sientan y no hay quién los mueva. Hay que estibarlos de nuevo. Sentí que había sido un camello. Que me eché encima todo y traté de seguir... Pero era imposible. Tenía que sacarme algunos bultos de encima para volver a caminar. Cargas emocionales, rollos, expectativas sobre mí misma como mamá, como mujer, como profesional. Como dice la Aída, «quiero ser perfecta en todo, la número uno, la impecable». Pero no puedo. No ahora o a lo mejor, no nunca. Pero he aprendido: ahora sé que voy a ser más feliz siendo la mejor «yo», que pueda.
Trabajo, voy a La Vega, al «superpescado», sigo pidiendo las horas al doctor, haciendo cola en la Isapre, rellenando papeles para el seguro, dividiéndome cuando Adrián y la Sofía están con nosotros, dándome el espacio para que con Cristóbal sigamos siendo pareja, decorando la casa, cocinando, regando el jardín, haciendo el amor. O dejando de hacerlo... Hablo por teléfono con mis sobrinas porque viven lejos y quiero que sepan quién soy. Le escribo e-mails a mis amigas porque las echo de menos. Leo. Voy a Pilates. Llamo al hojalatero porque se llovió el techo. Corro a una entrevista. Siempre se me olvida revisar el aceite del auto. Me junto con mi mamá y vamos al cine. Me canso, me agoto como las miles de mujeres a las que les toca lo mismo, pero no cambiaría lo que tengo por nada del mundo. Por nada.
Es difícil encontrar el equilibrio, ser quien uno es sin desesperarse, sin sentir que se ha traicionado, pero es parte del juego.
Tomo en brazos a Tomás. Chiquitito, me huele sabiendo que no soy su mamá. Lo apreto contra mí sin haberme puesto un pañal en el hombro y me vomita en la chaqueta. Siento el olor rancio de la leche. Entre que lloro de emoción y me río por lo absurdo de la escena. Y entiendo. La vida no es fácil para nadie, tampoco para mí, pero es tan rico vivirla que hay que apechugar y seguir... Los hijos están ahí para la sorpresa y el abrazo, por sobre la obligación y el agobio... Tomás abre los ojos y yo cierro los míos. Me acuerdo de la angustia que viví en esa pieza. Y pienso que la vida es redonda y muy porfiada, como dice mi amiga Kena. Las cargas se han equilibrado de otra manera. Hay algunas que ya no llevo, otras nuevas que deberé aceptar. La vida es cambio, aun dentro de la rutina. Aprender a verlo es parte de crecer. Creo.
Alejandra Parada Escribano es periodista. Ha sido editora de Revista Caras y Revista Cosas, y de Radio Zero, en la que condujo el programa Desde Zero. Fue gestora y directora de radio Paula FM. En la actualidad es columnista de revista Paula y productora ejecutiva de TVN. Más que nada, es mamá de Beltrán.
Edición en formato digital: junio de 2014
© 2010, Alejandra Parada
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Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.
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ISBN: 9789563251593
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