Alejandra Parada Escribano
Índice
CUBIERTA
ESTOY AGOTADA
CAPÍTULO I. Crisis en el «Ground Zero»
CAPÍTULO 2. Aterrizaje forzoso
CAPÍTULO 3. ¡Fuera, mapache!
CAPÍTULO 4. Un lugar en el mundo
CAPÍTULO 5. Cosa de género
CAPÍTULO 6. No lo sabía: vivo un cambio sistémico
CAPÍTULO 7. Una familia Woody Allen
CAPÍTULO 8. Secretos y mentiras, a lo Mike Leigh
CAPÍTULO 9. ¡Horror! Soy parte de la generación Ravotril
CAPÍTULO 10. Vivo en Bosnia Herzegovina
CAPÍTULO 11. Sexo trae más sexo
CAPÍTULO 12. ¡Cuidado! Hombres en el «superpescado»
CAPÍTULO 13. Unos o sietes
CAPÍTULO 14. ¿Quién me manda a hablar de más?
CAPÍTULO 15. La maternidad es un músculo
CAPÍTULO 16. Solteras y separadas no lo pasan mejor
CAPÍTULO 17. «Cocktail hour»
CAPÍTULO 18. El mundo es más justo de lo que yo pensaba
CAPÍTULO 19. Madre hay una sola
CAPÍTULO 20. Martín está de fiesta
CAPÍTULO 21. Se nos apareció diciembre
CAPÍTULO 22. ¡Bienvenida, vida nueva!
CAPÍTULO 23. Mi esquina del Paraíso
CAPÍTULO 24. Yo quería un bautizo campestre
CAPÍTULO 25. Pilates, ojalá me desates
CAPÍTULO 26. El albergue de las madres felices
CAPÍTULO 27. ¿Qué quieren las mujeres?
CAPÍTULO 28. Todas somos Maitena
CAPÍTULO 29. La vida es circular
BIOGRAFÍA
CRÉDITOS
CAPÍTULO I
CRISIS EN EL «GROUND ZERO»
Nunca me ha gustado el 18 de septiembre. Cuando estaba en el colegio, sí, claro, porque una semana de vacaciones siempre es algo por lo cual celebrar. Pero las Fiestas Patrias no me toman el corazón. Me superan. Me cargan la chicha, las empanadas y para qué decir los choripanes. Para mí, ir a las fondas puede ser un castigo: la música a todo trapo, el barro hasta los tobillos y esa absurda e inclemente alegría que se desborda en aras de la chilenidad.
Por eso, cuando se me presentó la oportunidad de arrancar a Nueva York a entrevistar a una prestigiosa cantante latinoamericana, no lo pensé dos veces. Después de un año en el que fui madre por primera vez, en el que me saqué la leche durante nueve meses —cada cuatro horas, una y otra vez durante 270 días—, y en el que dormí a saltos despertando cada tres horas, pasarme cinco días en la Gran Manzana era un regalo caído del cielo. Al menos, eso creí.
Partí el 18 mismo en la noche. Pudahuel, desierto. Sólo Nicolás Massú y su mamá, la famosa señora Sonia, a quien no pude dejar de mirarle el maquillaje y la chasquilla. Tenía susto de que Lan Chile sólo pusiera cuecas y nos «regalara» una empanada de pino, aunque fuera de cóctel. Pero no. Tras un par de vodka tónica más que necesarios para paliar el terror que me da aterrizar en Lima, después de que más de cien chilenos murieron en un accidente aéreo en Arequipa, agarramos vuelo non stop hasta Nueva York.
Hacía calor, ese calor bochornoso de las ciudades grandes. Al divisar de reojo el Central Park me sentí bien. Feliz. Ahí estaba, dispuesta a ser la misma de antes —de antes de que naciera Martín, se entiende—, profesional, flaca, vestida siempre de negro, con mi seguridad a prueba de balas detrás de mis anteojos Gucci. Pero tan sólo con llegar al hotel empecé a sentir una angustia galopante que ni siquiera se me logró quitar con un paseo por el Soho y una visita a BabyGap para minimizar la culpa. «No puede ser», pensé. Y partí a comprarme zapatos. Inútil. Por primera vez en mi vida no quería ni la más cara ni la más barata de las sandalias. Me senté a tomar un café y a ordenar las ideas. Ahí estaba yo, sola y con cinco días para mí en el corazón del mundo y no había caso: el corazón más bien se me salía por la boca, me dolía la cabeza, me tiritaban los párpados, tenía la mano izquierda totalmente dormida y estaba tan mareada que estuve a punto de caerme en la calle varias veces. Volví al hotel. Feo, por cierto; enorme y atestado por una delegación de chicas de Oklahoma que venía por una semana de intercambio a Nueva York. Me detuve a mirar a las niñitas, felices de conocer la ciudad más famosa del planeta. Todas querían ir, primero, a ver «the Ground Zero», el hoyo de más de dos cuadras que dejó el atentado terrorista a las Torres Gemelas. Me acordé que mi marido, que colecciona esas bolitas de cristal espantosas —que, gracias a Dios, hemos logrado que se queden en el baño de visitas— me había pedido una con las Twin Towers adentro. La sensación de ahogo se me hizo insostenible: yo no pensaba ir a mirar el desastre. Ni aun habiendo pasado ya un año de él. Me sentía fatal. Una ducha helada no logró calmar mi ansiedad. Y menos el taxi que se demoró más de una hora en llevarme al teatro donde mi entrevistada haría su prueba de sonido y donde habíamos quedado de encontrarnos para conversar y hacer las fotos. Me acordé de la Costanera en abril a las siete de la tarde. Un infierno. Por suerte, ella y todo su equipo llegaron aún más tarde que yo. Con sólo 15 minutos para mi entrevista, partimos a buscar un restaurante en Little Italy donde poder sentarnos tranquilas. De tranquilidad hubo poco, en todo caso. Ella, muerta de hambre, apenas logró concentrarse en mis preguntas y yo apagué la grabadora con la sensación de que no había podido entrar ni en su cabeza ni en su alma. Un fracaso total.
Volví al hotel a cambiarme para el concierto. Con la maleta abierta de par en par, me probé todo lo que había llevado. Muy elegante, muy sobreproducido, muy sencillo, poco cool. Me miré al espejo sintiéndome más fea que nunca. Me puse un par de pantalones y una polera negra y partí. El recital duró mucho más de lo que yo hubiera querido. Eso siempre me pasa con la música en vivo: cuando escucho los discos en mi casa me imagino chillando y aplaudiendo entre el público, pero cuando estoy ahí lo único que quiero es mi sillón y una copa de chardonnay en la mano. Cien neoyorquinos —entre gringos amantes de la cultura latinoamericana, peruanos nostálgicos y negros fanáticos del reggae— eran mi entorno natural. ¡Alucinante! Y yo lo único que quería era llorar y estar en mi cama mirando el techo. A las 12:30 por fin se despidieron. Salí disparada a la calle sin ni siquiera percatarme de que David Byrne estaba a dos pasos... ¡de mí, la periodista del año!
Dormir fue algo que no logré. Apenas me desmayé, literalmente, en la cama, sonó el teléfono. Con el corazón en la mano, «Martín se murió», fue lo primero que pensé, contesté.
—Do you want your massage tonight? —dijo una voz en inglés.
Yo, entre jet lag, sueño y cansancio, entendí: «Do you have any messages tonight».
—Ok —le respondí.
—I’m gonna be right there —aseguró la voz.
En ese momento, la neurona que me quedaba funcionó y entendí lo que había dicho. Caí en pánico. Corté. Respirando entrecortadamente, traté de calmarme pensando que alguien se había equivocado de pieza. Apagué la luz y, al segundo, volvió a sonar el teléfono.
—Baby, what happens? Do you want your massage or not?
Ahí definitivamente el pánico se apoderó de mí hasta el último pelo. ¡El tipo sabía cuál era mi pieza! «Debe ser alguien del hotel», pensé, que me vio llegar a las dos y media de la mañana, que sabía que estaba sola y quizás podía tener una llave maestra. Transpiraba como el periodista ése de Detrás de las noticias. Llamé a seguridad y, un poquito histérica, trataba de explicarle la situación al guardia que estaba más dormido que yo. El paroxismo llegó cuando volvió a sonar el teléfono y escuché: «I’m coming», con unos susurros eróticos que me hicieron tiritar.
Me metí en la cama, aterrada, tapada con la sábana hasta la cabeza y mirando de tanto en tanto la puerta para ver si la cerradura se movía y entraba Jack, el Destripador, en primer plano. Me levanté, revisé si estaba la típica cornisa de las películas norteamericanas afuera de la ventana, pero nada: sólo el vacío desde el piso 17 hacia abajo. Me estremecí. Si la puerta se abría, sólo me quedaba saltar, aunque Martín se quedara sin mamá y Cristóbal, sin mujer. Ninguna posibilidad de colgarme de la ventana, ningún mástil al cual saltar, ni manera de ser la Mujer Araña. Tocaron a la puerta. Salté. Era un guardia afroamericano de dos metros, garantizando mi seguridad a toda prueba. No logré recuperar la calma, pero a las cinco de la mañana me quedé dormida, exhausta y jurando a pie juntillas que no iba a despertar más y que mi cuerpo despedazado quedaría repartido por todo Manhattan. «Mejor ahí que en el Mapocho, como las cajitas de agua», traté de pensar.
Al día siguiente hice el check out a primera hora, mientras mi amiga Amina —a quien conocí cuando yo era todavía yo, hace más de cinco años, y estuve seis meses dando vueltas por el mundo— me esperaba feliz de pasar los cuatro días siguientes juntas. Amina es, todavía y con orgullo, una soltera. A sus 35 años es redactora del Vanity Fair y lleva una vida de ésas que hace suspirar de envidia entre cócteles, avant premières y viajes alrededor del mundo. Nunca olvidaré su cara de espanto cuando nos subimos al taxi y me tiré en sus brazos, sin poder parar de llorar y sin importarme un comino el taxista pakistaní que me miraba por el espejo retrovisor como si fuera loca.
—¡Te separaste de Cristóbal! —afirmó Amina con convicción.
—¡Noooo! —aclaré entre sollozos.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Martin (para ella, el nombre de mi hijo no tiene acento en la i) está enfermo?
—¡Noooooo!
—¡Entonces tienes cáncer de mamas! —afirmó, desde su realidad de neoyorquina de treinta y tantos.
—No —hipé entre lágrimas—.¡Pero tengo una angustia que no me deja respirar! No sé qué me pasa pero no me quiero levantar en las mañanas, no me puedo dormir en las noches, tengo vértigo, me duele el cuello, los brazos me hormiguean, no sé qué hacer...
Después de diez minutos de llantos y consuelos dando vueltas en el auto —todo muy tragicómico porque ella le daba una y otra dirección al chofer, sin saber realmente qué hacer conmigo—,Amina decidió hacerme el recorrido más fashion posible por la ciudad. Pasamos por su departamento, dejamos mi maleta con el conserje y partimos a las tiendas de Stella McCartney, Alexander McQueen y Comme des Garçons en el nuevo barrio de moda, el Meat Packing District, en la catorce entre la novena y la décima avenida. Después pasamos a la nueva tienda de Prada —donde quedé fascinada con los probadores—, y terminamos almorzando en el Lucky Strike, un restaurante chiquitito en West Broadway y Grand St., una salade Niçoise increíble, pero que se me quedó atragantada en la garganta.
Más tarde, cuando llegamos a su departamento, un dúplex precioso en el piso 27 de Chambers Street, con vista directa al Hudson y al Ground Zero, vi lo que no quería ver. La huella del desastre. Ahí entendí lo que me estaba pasando: estaba en un hoyo enorme yo también. No daba más. Me había convertido en una persona que corría todo el día y la noche, sin respiro: las papas de la guagua, el supermercado, el menú de la semana, la ropa a la lavandería, las flores, el jardinero, la nana, de nuevo al supermercado porque vienen los hijos de Cristóbal —mi marido tiene dos de su primer matrimonio— y no hay yogurt ni Coca-Cola, la isapre para recobrar la plata de la última visita al pediatra —no sin antes fotocopiar las boletas para el seguro de la oficina—, la entrevista a este y a este otro, correr a la casa a la hora de almuerzo para ver a Martín y encontrármelo durmiendo, encargar sushi por teléfono porque hay invitados a comer, correr a la botillería de la esquina porque faltó el vino...
Arreglar la casa y poner la mesa, ¡no me alcanzó el tiempo para cambiarme de ropa!, echarme una manito de gato y listo, reírme, fumar, comer y... dormir. O tratar, porque Martín se despierta por lo menos cuatro veces en la noche. Levantarme, tratar de almorzar con mi mamá que está deprimida porque cumplió 60, oficina el resto del día, cumpleaños de mi mejor amiga, la Rosario —¿qué regalarle a una ejecutiva top que cumple 30?—, no sin antes tomarme un café con mi amigo del alma que perdió el trabajo y quiere que lo ayude a encontrar algo —«lo que sea, pero ya estoy desesperado en la casa, o los mato a todos o me suicido yo»—.Y así, en una espiral sin fin y sin retorno.
Quería llorar. Llorar y estar en mi cama, acurrucadita debajo del plumón y mirando el techo. Estaba en la mitad de Nueva York con cuatro días por delante y lo único que quería era dormir. Algo hizo click en mi interior: fue lo que me quedaba del instinto de supervivencia. Cambié el pasaje y partí esa misma noche. En el avión, sin importarme la azafata que me miraba mientras me traía otra copa de champaña, lloré calladita. De pena, de cansancio, de impotencia porque no sabía qué me pasaba, qué quería. Lo único claro era que no soportaba seguir viviendo con ese nivel de angustia. ¿Por qué, si tenía un marido increíble, un hijo precioso, una casa nueva y un trabajo que me encantaba, me sentía tan infeliz?
CAPÍTULO 2
ATERRIZAJE FORZOSO
—¿Qué haces aquí? —me pregunta Cristóbal, absolutamente incrédulo, cuando me abre la puerta de la casa—. ¿No llegabas el lunes?
Lo abrazo llorando.
—No pude quedarme. Lo único que quería era volver —le digo. Y en el minuto en el que las palabras salen de mi boca, miro alrededor: la casa vieja —donde todavía vivimos porque a la nueva le falta por lo menos un mes antes de que se terminen las remodelaciones—, se ve horrible. Detecto las manchas que Martín ha dejado en la alfombra: Coca-Cola, jugo de frambuesa y chocolate, su tríada favorita; y la humedad de cualquier casa Castillo Velasco, en La Reina. Agarraría el Klenzo y me pondría frenética a limpiar, pero no alcanzo ni a terminar de pensarlo cuando entran corriendo al living Adrián y Sofía —los hijos del primer matrimonio de Cristóbal, que tienen 11 y 8 años— y desde el segundo piso llega mi nana, Margarita, con Martín en brazos. Se quedan los cuatro parados frente a mí como estatuas. Los miro como si fueran los Locos Adams, tío Cosa incluido. ¿Y a esto quería volver? ¿A esta casa desordenada? ¿A estos niños que gritan a mi alrededor sin importarles cómo me siento? Me asalta otra ola de angustia. La surfeo mentalmente y los abrazo. El olor de sus pieles me devuelve la emoción, algo que hace mucho no me sucede.
—¿Qué me trajiste? ¿Qué me trajiste? —me interroga la Sofía. Y en ese minuto agradezco los últimos minutos de lucidez en el Kennedy Airport cuando me interné en el duty free y compré regalos para todos, recordando (¡por suerte!) que nos tocaban niños para el 18.
Tiro las maletas sobre el sillón blanco —luché por su impecabilidad a brazo partido pero perdí— y las abro. Salen libros, calcetines para Adrián, cuadernitos para la Sofía, la bolita de cristal famosa con las Torres, un autito que vibra y prende luces para Martín —por primera vez en mi vida tuve que recurrir a la compra arriba del avión—, chocolates para Margarita.
La repartija no dura mucho, pero sí el tiempo suficiente como para darme un respiro. Voy a la cocina y al abrir el refrigerador me viene un ataque de llanto: ahí, entre imanes para el refrigerador, mis papás, mis dos hermanas —Ema y Dolores—, y Samuel, mi hermanito querido, me sonríen. ¡Quiero volver a tener siete años, a que lo importante sea jugar y andar en bicicleta, dejarlo todo en manos de los grandes y que nadie dependa de mí! Ahogando los sollozos en un paño de cocina igual como cuando me escondía en el baño y lloraba entre las toallas, de chica, me tranquilizo. Me hago un café-café grande con una nube de leche antes de seguir adelante con el día.
—¿Qué te pasó? —me pregunta Cristóbal muchas horas después, cuando por fin se ha terminado el almuerzo, el té, la comida, el baño de los tres chicos, los pijamas, la película y estamos solos compartiendo un ritual que se ha vuelto el único momento juntos desde que nació nuestro hijo: una copa de vino y cigarrillos en la terraza.
Le cuento con pelos y señales mi experiencia de terror en Nueva York.
—Mira, no te dije nada antes de que te fueras, pero tu viaje era, para mí, la prueba de fuego. Tú hace rato que estás mal, que no eres la Ignacia de siempre, contenta, con energía, conversadora, sociable, entretenida...
—Gracias. En pocas palabras, me estás diciendo que soy una buena lata.
—Igna, no es eso, tú sabes que no. Pero desde que nació Martín eres otra persona y no lo digo sólo porque en los primeros meses te dedicaste a él ciento por ciento, por su enfermedad, pero lo operamos hace ya seis meses y después de eso tampoco has vuelto a ser tú. Si ya ni siquiera haces deporte...
«¿Y a qué horas?», pienso para mis adentros.
Claro que no soy la misma, hace rato que ya no y probablemente ya nunca lo seré. La maternidad es un mazazo en la vida de una mujer. Maravilloso, claro, pero devastador. De un día para otro, todo está a cargo de uno. La lactancia es lo obvio, pero, yendo más allá, los pañales, las mamaderas, los remedios, pedir las horas al doctor y llevarlos, comprar los regalos para los cumpleaños, la ropa, los zapatos, los colados, llevarlos a la plaza,TODO. Uno ya nunca es ni primera ni segunda ni tercera, sino siempre la última... hasta para hacer pipí. Cristóbal no es para nada machista —cocina increíble y desde que nos casamos, hace seis años, yo sólo lavo los platos los fines de semana—, pero, no sé por qué, soy YO la que tiene la responsabilidad. Él ayuda, o «coopera», como se dice ahora. ¿En qué parte del Código Civil aparece esa cláusula?
—Igna, te estoy hablando.
Mi marido tiene la estupenda cualidad de no interrumpirme cuando me quedo callada. Pero no esta vez.
—Perdona, estaba pensando...
—¿En qué?
—En lo que me estabas diciendo, en eso de que yo ya no era yo. ¡Obvio!, ¿no crees?, con un hijo de año y medio...
—No me vengas con tus ironías, estoy tratando de ayudarte, pero si no quieres ayuda, your problem —me contesta sarcástico.
—Perdona, perdona, pero no sé qué me pasa.
—Entonces, te voy a pedir un favor: mañana mismo llamas a la Aída, tu sicóloga, y le pides hora.
No sé si reírme o llorar.
—Pero si no tengo nada sicológico. Es sólo cansancio —le respondo.
—No creo. Me parece que lo que tuviste en Nueva York fue una crisis de pánico y eso está absolutamente relacionado con tu estado emocional.
«¿Crisis de pánico, yo?», pienso. Ahí sí que me entra el pánico total.
—Ok —le digo a Cristóbal, total, ¿qué puedo perder?
Esa noche me meto a la cama y me pongo a pensar. ¿Cuándo empezó todo esto? ¿Fue realmente cuando nació Martín?
Flashback: 8 de octubre del 2001, ocho de la mañana, Clínica Alemana. Yo, con una panza gigante y entrando a la semana 42 de embarazo, llego con la maleta lista para quedarme. Ya no aguantaba más con el calor y el peso, pero, más que nada, la ansiedad me estaba consumiendo. En vista y considerando, mi ginecólogo decidió inducir el parto. A las 10 me llevaron al área de preparto y ahí estuvimos con Cristóbal paseándonos por horas. Yo conectada a una serie de máquinas, vestida con esas batas con logo y con hawaianas (nada peor que las zapatillas de levantarse), felices y nerviosos, riéndonos a gritos de una pareja que, en la misma que nosotros, se paseaba con el libro de los nombres de los ángeles en la mano. «Te gusta Exequiel, mi amor», le preguntaba él. «Ay, no sé, es como de viejo», le respondía ella entre una y otra contracción.
Todo iba de maravillas hasta que la matrona detectó que los latidos del corazón de Martín se hacían irregulares. Ahí, el ambiente espeso de la espera se transformó en una vorágine digna de las películas mudas: en cinco minutos llegó mi doctor, con una aguja me rompió la bolsa y mirando el líquido amniótico anunció: «Hay meconio. Alístenla para la cesárea». Eso era lo único que yo no quería. Me había preparado tanto para tener a mi hijo por parto normal: cursos de respiración, yoga para embarazadas, gimnasia de preparto, rutina diaria de ejercicios «perineales», miles de horas consumidas frente a la tele viendo La historia de un bebé en el Discovery Home & Health. Todo se fue al tacho en un segundo.
Luces, ojos y verde. Eso es lo que recuerdo. Los brazos amarrados a los lados, en cruz. No veía nada. Temblaba sin poder contenerme en la camilla de operaciones, por la anestesia, supongo. No sabía quién era quién, todos estaban con mascarilla. Sólo el anestesista me decía al oído: «No te preocupes, no te vas a dormir», ante mis berridos, porque sentía que me iba, que me iba. Me tiraban la piel para un lado y para otro, hasta que de repente un grito cortó el silencio: «Es un niño», anunció mi doctor, poniéndome delante de los ojos la guagua más azul que yo haya visto en mi vida. «¡Qué feo!», exclamé, mirando sonriente a Cristóbal que, cámara en mano, cumplía mi pedido de sacarle fotos en sus primeros minutos de vida.
De ahí en adelante, las imágenes se superponen, entre los nervios y la anestesia. Lo único que recuerdo con claridad fue que el neonatólogo, rápidamente, nos dijo que Martín había nacido con una fisura palatina posterior. «¿Qué significa eso?», pregunté. «Que el niño no tiene paladar blando, que es lo que está a la altura de la garganta y que cierra la comunicación entre la nariz y la boca», me respondió el médico, agregando que era algo que se podía operar a los ocho meses —edad hasta la cual necesitaría de las defensas de la leche materna para no resfriarse— y de lo cual no quedaban secuelas.
El batatazo fue duro. Por primera vez entendí lo poco preparados que estamos todos para aceptar la diferencia, la incapacidad, por muy pequeña que sea. Yo acunaba a Martín y le cantaba al oído, despacito para que no se despertara, sin saber qué más hacer sino llorar. En los cuatro días que estuvimos en la clínica, los doctores lo vistieron y desvistieron como cien veces, revisándolo para ver si lo que tenía, traía aparejada otra deficiencia.
A cada uno, juntos y por separado, los odié: «¿En la familia hay otras personas que tengan las orejas diferentes?», me preguntaba la genetista, mirando a Martín que nació con una oreja pegadita y la otra, disparada hacia afuera. «Me contaba su madre que la hija de su primo en segundo grado nació con columna bífida. ¿Es el único caso?», continuaba, tratando de detectar si había algún problema en los cromosomas que fuera el causante de la fisura. «Sus padres y los padres de su marido, ¿habrán nacido con soplo?», inquiría el cardiólogo. «¿Los antebrazos cortos son un sello de familia?», seguía el traumatólogo. Y yo ahí, en medio, tratando de percibir qué era menos grave: si contestar que sí o que no, mirando a mi hijo sin saber qué de malo podía tener ser bracicorto u ostentar la oreja del Doctor Spock.
Sé que para todas las madres primerizas, la etapa de la lactancia es esclavizante. Pero para mí fue eterna. Al principio, traté de darle yo misma, manteniéndolo de pie en mis muslos para que la leche no se le fuera a la nariz. Él se quedaba dormido, satisfecho según yo. Pero la verdad es que era de puro agotado porque, al no tener paladar blando, no tenía poder de succión y por más que chupaba y chupaba, le salía sólo aire. Cuando empezó a bajar de peso, me sometí, sin más, al famoso sacaleche, probando entre distintas marcas: una me dejaba la mano agarrotada de tanto bombear, la eléctrica se demoraba mucho (además Cristóbal se quejaba que de noche el ruido no lo dejaba dormir), hasta que encontré la más eficaz y con ella estuve, nueve meses sin parar, sacándome la leche cada cuatro horas.
¿Anécdotas? Miles. Desde estar 20 minutos en el baño de un aeropuerto, mandar la mamadera por radiotaxi a la casa como si fuera la piedra filosofal, hasta la vergüenza de no haber cerrado la puerta del baño en la revista donde trabajo y encontrarme a boca de jarro con un fotógrafo que casi se murió de vergüenza. El pudor se supera, qué duda cabe. Al final, ya era una experta y mi refrigerador parecía la mejor bodega de una lechería, con botellitas etiquetadas por mes, día y hora, que Margarita iba deshielando para cada papa que, por si fuera poco, Martín tomaba en una mamadera especial, parecida a un gotario. Nos demorábamos una hora en que engullera sólo 30 cc; había que tenerlo cuarenta minutos erguido para evitar el reflujo, mudarlo y cuando ya lo acostábamos, faltaba sólo media hora para la próxima papa. Muchas veces, la leche se le salía por la nariz, se ahogaba y en cada uno de sus ahogos mi corazón colgaba de un hilo.
Todos esos meses pensé que Martín se iba a morir. Que se iba a atorar y a quedar sin aire, asfixiado. Sé que suena exagerado, pero no podía evitarlo. Tenerlo cerca era lo único que me importaba, por eso cuando volví a trabajar, tras un mes más de licencia después de los casi tres meses correspondientes al posnatal, acepté la idea de Cristóbal de comprarnos una casa con una sola condición: que fuera cerca de la oficina para poder ir a ver a Martín a cada rato, sin demorarme media hora de ida y otra media de vuelta.
Buscábamos una solución pero nos encontramos con un problema. Me carga buscar casa. Debe ser porque mi papá, Rafael Suárez, sociólogo y filósofo, fue consultor internacional durante toda mi infancia. Vivimos cambiándonos de país, llegando a colegios nuevos en los que pasábamos unos meses siendo «los raros» —¿han visto algo peor que llegar como alumna sin el uniforme completo? Todavía no me recupero del trauma de ir sin la corbata—, haciendo y deshaciendo maletas, amistades y casas. Mi mamá, Consuelo Oliva, ya era una experta, pero eso no significó que para mí fuera menos traumático, quizás porque soy la mayor. Los tres más chicos no se daban ni cuenta. Bueno, por eso no le encuentro ninguna gracia a destinar mi fin de semana a dármelas de corredora de propiedades. Por suerte la Antonia —mi amiga de toda la vida— es experta: sábados y domingos se despierta lápiz y Mercurio en mano, dispuesta a recorrer toda la ciudad si es necesario para encontrar el lugar ideal. Si no fuera por ella, que me arrastró durante un mes, no lo habría logrado. Así, con el calor de febrero, al fin me topé con lo que quería: una casita francesa de dos pisos, con parquet, un patio enorme, ventanales maravillosos y a cinco minutos en auto —los tengo cronometrados con y sin taco— de la revista.
Cristóbal la vio y le encantó, así es que nos pusimos en contacto rápidamente con la corredora de propiedades e hicimos nuestra propuesta. Eso fue a principios de marzo. Desde entonces hasta el primero de agosto fue una batahola de papeles, trámites y gestiones para sanear la escritura de la casa y conseguir el crédito hipotecario. Cinco meses en los que me pasé, además de la rutina diaria, visitando bancos, yendo al Conservador de Bienes Raíces, entrando y saliendo de notarías, soñando con ser abogado para no tener que torturar por teléfono a toda hora al marido leguleyo de la Anto. Si pensé que eso era más de lo que cualquier ser humano puede soportar, me equivoqué. La remodelación ha sido aún peor. Mi hermana Ema —la cuarta del lote después de Samuel y antes de Lola— es arquitecto y se hizo cargo del proyecto. Contratamos a un constructor y su cuadrilla de maestros que, supuestamente, se demorarían un mes. En eso estamos todavía: a punto de completar los dos y no hay ni luces sobre el oscuro futuro. Con Cristóbal nos reímos. Remedio infalible, como diría el Reader’s Digest, para luchar contra el hoyo que se agiganta en nuestras cuentas corrientes y líneas de crédito. Estamos hasta la tusa de ir a comprar tornillos, cemento, fragüe. ¿Para qué tenía yo que saber qué era eso, si no pretendo jamás tener nada que ver con la construcción? Castigo divino, es lo único que se me ocurre.
Cristóbal me abraza, cariñosito, y me da besos en el cuello. No puedo hacer el amor, no esta noche, y me hago la dormida, respirando profunda y lentamente como para que no le quepa duda. Hace un intento final por subirme la polera, pero no me doy por enterada. Al final, desiste y se da media vuelta, acomodando su almohada.
Revisando lo que ha sido este último año, me duermo pensando en un Dios poco benevolente que me mira correr como loca y se mata de la risa. ¿Qué culpa tengo yo de que Eva se comiera la manzana?
CAPÍTULO 3
¡FUERA, MAPACHE!
Me despierta el celular.
—¿Aló?, Igna, ¿dónde estás?
—En la casa... Me sentía mal y pedí el día libre. ¿Qué te pasa?
—Adivina qué me pasó... ¿Aló? ¿Me oyes?
Yo sí la escucho, pero me cabe la duda de que la Ema pueda oírse a sí misma entre los gritos de su hija Josefina, de dos años y medio, y el llanto de Elisa, de sólo un mes. El llamado no es para avisar que se acabaron los materiales en la casa nueva. Esta vez, la tragedia es otra.
—Se me reventó el neumático y estoy en la subida Los Ositos con las dos niñas. ¿No lo encuentras insólito? —me pregunta, muerta de la risa.
Mi hermana tiene 31 años, es arquitecta, la encargada de la remodelación de mi nueva casa, y vive frente al mar en Concón. Pese a que ahora no está trabajando, salvo en lo nuestro, es lo más esforzada del planeta y su vida es una cadena de anécdotas insólitas. Como ésta: sólo ella puede estar en pana en una de las pendientes curvas más peligrosas de la Quinta Región. Con dos guaguas, por si fuera poco y, más encima, de buen humor.
—¿Qué haces ahí?
—Es que tenía hora para nebulizar a la Josefina y como la nana no llegó, tuve que partir con las dos...
—¿Por qué no dejaste a la Elisa con alguien?
—¿Con quién? La mamá está trabajando, el papá no sabría qué hacer con una guagua tan chica y no tengo a nadie más...
—¡Eres loca!
—No. Si todo estaba bien: cuando estábamos en el kinesiólogo, la Elisa dormía; después pasé a tomarme un café a Le Fournil y la Josefina estaba feliz jugando en esos autitos que se mueven por cien pesos. Y veníamos de vuelta felices de la vida cuando me quedé «varada»...
—Pero, ¿cómo?
—¡Ay, no sé! No me he bajado del auto a ver si la rueda está pinchada o desinflada porque justo se despertó la chica llorando, muerta de hambre y a la Josefina le bajó un ataque de celos. No puedo darle de mamar a la guagua porque le pega en la cabeza.
—¿Y Manuel?
—Mi maridito está en una reunión, pero ya viene.
La Ema es increíble. Nada es lo suficientemente adverso para ella. Siempre logra sacarle el lado positivo a las situaciones aunque sean como la que está viviendo: sin ninguna parte buena. ¿Por qué la genética no me dio ese don?
Los berridos de las dos chicas retumban en mis oídos a un millón de decibeles. Si yo fuera la Ema, estaría a punto de estallar.
—¿Segura de que estás bien? —le pregunto, temerosa de que lo suyo sea una reacción de negación cercana al suicidio.
—¡Sí! Ya grité, lloré y me rebelé, pero ¿qué quieres que haga? Mejor me río porque ya nada puede ser peor. Y, además, se supone que si yo me altero, se altera la Josefina, le traspaso los nervios a la más chica y después tiene cólicos, y el caos se hace total.
—¿Estás tomando Sulpilán?
—Claro. Si no, ¿cómo crees que resistiría?
Se me había olvidado esa verdadera «droga» de la lactancia, el Sulpilán. Una verdadera maravilla de la farmacología: tranquiliza y ayuda a tener más leche. Yo me llegué a tomar tres en un día y estuve a punto de comprarle a la Bruna Truffa una pintura suya con ese nombre. Le cuento a la Ema y se mata de la risa. No se me ocurre qué más decirle para hacerle más grato el momento infernal. Pobre mi hermana, esto de ser mamá de dos le está saliendo difícil. Desde que nació la Elisa, la Josefina está satánica: no quiere comer, hace pataletas cuando tiene que bañarse —antes le encantaba—, cuando tiene que acostarse, al despertar... Todo el día está en contra de su mamá —«¡Déjame!», «¡Suéltame!», «¡No te quiero!»— pero, cuando le pasa cualquier cosa, es a la única que llama. ¡Qué traición es que a uno le nazca un hermano menor! ¡Y más cuando es del mismo sexo! Es la competencia más desleal. Me acuerdo que cuando nació Samuel yo estaba feliz, pero un año después, cuando llegó la Ema, la odié... ¡Y cómo no, si tuvo el descaro de quitarme a mi papá! Él llegaba a sacarla del corral, la abrazaba, le daba besos y a mí no me pescaba ni por si acaso. Era tanta mi rabia contra ella que le pegaba en la espalda para que no respirara más... pero después me sentía culpable y la abrazaba. Cada vez que veo a la Josefina recuerdo esa sensación de corazón dividido. «Elisita, ven a jugar conmigo», le dice en un momento. Y rápidamente se da vuelta y espeta: «Elisa es fea». Si la pobre no quería que llegara a la casa. «Mamita, ella se queda aquí, en la clínica, y nosotros la venimos a ver», le decía a la Ema el día en que la dieron de alta.
«Señora, imagínese que un día usted llega a la casa y su marido le dice: “Mi amor, desde hoy tengo una segunda esposa”», le dijo el pediatra a la Ema, tratando de explicarle el impacto. «Y todo lo que era privilegio suyo: desde el tiempo y la dedicación, hasta la pieza, la cama y el clóset, tiene que compartirlo con otra. Y, más encima, la tiene que querer. Eso es lo mismo que le pasa a los niños cuando llega un hermanito.» Pero la realidad siempre supera a la teoría.
—Oye, te corto. Ya llegó Manuel y va a cambiar la rueda del auto, ¡chaoooo! —me suelta la Ema después de unos minutos de conversación.
Me quedo de una pieza. Me siento pésimo. Yo que ando a patadas con mi vida siento que estoy en el mismo paraíso. «Me las estoy dando demasiado de víctima», pienso. ¡Cómo no me la voy a poder, si lo mío no es tan terrible! Me viene el cargo de conciencia más feroz... Si hasta avisé que no podía ir a trabajar porque no me puedo el alma. ¿Hasta cuándo? Ya no me soporto así: angustiada, lastimera, bajoneada y fea. Si ni siquiera me dan ganas de vestirme bonita y no voy a la peluquería hace un mes, pese a que Cristóbal ya está casi ronco de cantarme «Rocky Racoon», esa canción de Los Beatles sobre el mapache, molestándome por las canas (se nota que no tiene idea de animales porque más bien parezco zorrillo). ¡Ah, no! ¡No puedo seguir así! Llamo a la consulta de mi sicóloga y pido hora de urgencia. Me levanto, me pongo el buzo y parto a la peluquería.
Tintura, lavado, manos, brushing. Lo único mejor que esto es el sicólogo, que equivale a una renovación de look mental. «Qué bueno que iré mañana», pienso, mientras me masajean la nuca y el cuello... Me voy quedando semidormida y siento esas cosquillitas en el cuerpo que me daban cuando mi abuela Graciela me hacía cariño en la cabeza antes de dormirme. Salgo sintiéndome más linda y un poco más feliz. Al menos ya no soy un miserable mapache.
CAPÍTULO 4
UN LUGAR EN EL MUNDO
Hoy sí que empieza mi semana. Me ducho con agua fría para despertar bien. Terno negro, polera celeste, zapatos bajos. Ni aros ni reloj, sólo mi anillo de compromiso en la mano derecha. Mientras tomo desayuno, anoto las ideas para la reunión de pauta. No tengo ninguna. Eso es algo que me pasa mucho últimamente. Reviso los diarios para colgarme de alguna noticia. No se me ocurre nada, pero nada de nada. Resignadamente, me subo al auto y enfilo hacia la revista.
Perfil nació a mediados de los ochenta. Justo cuando la apertura del gobierno de Pinochet llegaba a su peak. Es una revista que combina el acontecer político nacional con cultura, espectáculos y noticias internacionales, buenas fotos y una cuidadísima producción. Trabajo ahí hace cuatro años y, la verdad, es que me siento como en mi casa. El equipo de periodistas y fotógrafos es un verdadero club de amigos, y todo sería maravilloso si no fuera por la directora, Verónica Echeverría, una mujer de cuarenta años, soltera y bastante amargada, que encarna el ideal de la ejecutiva top a la que jamás nadie espera en su casa. Por lo tanto, permanecer hasta altas horas de la madrugada es bien visto. Y tener hijos, el peor handicap en contra que uno pudiera imaginar. Está claro que en los últimos meses no soy santa de su devoción.
Cruzo la puerta y me topo, a boca de jarro, con ella.
—¡Hola! Tienes una mancha en la chaqueta —dice a modo de saludo, mirándome a la altura del hombro. ¡Cresta! «¿Por qué no puedo resistirme a abrazar a Martín antes de salir, aunque tenga las manos embadurnadas de cereales?», pienso.
—¡Uy! ¡Qué lata! No sé qué pasó —contesto con una cara de mamá culpable atroz.
—Preocúpate de mandarla a la tintorería —replica, dándome la espalda y cerrando la puerta de su oficina.
Llego a la mía, me saco la chaqueta y remuevo la mancha con un producto especial que encargué a Buenos Aires cuando empecé a darme cuenta de que ser una madre sin mácula era una hazaña mayúscula.
Para empezar la mañana, me preparo un café con azúcar y crema. Miro la placa que está puesta sobre mi escritorio, que lleva mi nombre y mi cargo:
Ignacia Suárez Oliva, editora internacional. Pienso cómo en dos palabras puede caber todo mi trabajo, pero supongo que es una virtud de los periodistas: la síntesis. Prendo el computador y reviso mi correo electrónico. Hay por lo menos 40 mensajes. Primero, reviso los de los corresponsales para ver las entrevistas y los artículos que están trabajando. Comunicarme con ellos y con las agencias de prensa internacionales es parte fundamental de mi trabajo.
Conseguirme fotos y exclusivas es otro, pero lo que más disfruto es revisar las revistas extranjeras. A veces no alcanzo a hacerlo en la oficina, así es que me llevo mis favoritas —Vanity Fair, W, Tatler, Vogue y Entertainment Weekly— a la casa y las leo en la tina después de acostar a Martín. Es uno de mis máximos placeres: velas, sales de baño y la puerta cerrada con llave.
—Ignacia, ¡al fin llegaste!, ¿cómo te fue? —me pregunta Asunción Rodríguez, la editora general, dándome un abrazo.
—Mira, bien y mal. Hice la entrevista, pero tuve muy poco tiempo. Ojalá que las fotos estén buenas, porque las hicimos en la calle, en Little Italy, para que se notara que estábamos en Nueva York.
—No te preocupes. Siempre me dices que te faltó tiempo y después sale todo genial. ¿Se te pasó el malestar de ayer?
Adoro a la Asunción. Es un siete como persona, inteligente, divertida, sumamente informada y lo que es mejor, jugada por los periodistas que trabajamos con ella. Madre de cinco hijos —la menor de 23—, se desdobla para llevar la revista, su casa, ver a los nietos, ir al cine, leer, estar siempre regia e informada y, más encima, tener un matrimonio espectacular. Es el ejemplo viviente de que ser mujer en este siglo es posible.
—¿Vamos a la pauta? —me dice, tirándome del brazo.
—Ay, no. Estoy tan tonta que no se me ocurre nada —le respondo.
—No te preocupes. Ahí inventamos algo. ¿No querías proponer una entrevista a Nick Hornby por la película About a Boy, que se estrena a fines de año? Ése es un buen tema.
—Sí, sería... He hablado como cuatro veces con su agente, pero Hornby no da entrevistas porque no quiere hablar de su hijo autista...
—Bueno, a lo mejor podemos hacerle un perfil.
—Mmmm.
—Ya, arriba el ánimo. Mira que estás muy decaída desde hace meses, siempre con cara de pena. Te lo he dicho otras veces: si quieres puedes hablar conmigo.
—Lo sé, muchas gracias —digo, evadiendo el tema.
Suena el teléfono. Es la secretaria anunciándonos que la Verónica nos espera en la sala de reuniones para la pauta.
Rápidamente reviso mis e-mails personales —me carga no tener tiempo para contestarlos; es más, ahora lo hago desde la casa— y subo a Diagramación para organizar el trabajo del día. De ahí, directo a la reunión.
Verónica dirige la mesa con Asunción a su lado. Los ocho periodistas nos ubicamos frente a ellas. No puedo evitarlo: se me aprieta la guata en pauta. Con la Verónica es como si uno siempre estuviera dando el examen de grado. Todos llevamos nuestras ideas anotadas en un cuaderno y vamos hablando por turno, tratando de descifrar en su cara si el tema le gusta o no. Un horror que se extiende por dos horas y media, llenas de aguas minerales, cafés y cigarros. Cuando la tortura termina, todo mi ánimo pospeluquería está por los suelos.
Hoy, por suerte, es mi primer día de terapia. Ir me pone nerviosa. La Aída Neuman es una de las sicólogas más renombradas de Santiago. Espléndida en sus casi 50, me conoce hace unos diez años, cuando llegué a su consulta con la autoestima por el suelo después de estar cuatro años con un hombre que le tenía pánico al compromiso. Yo quería casarme; él, ni siquiera podía oír la palabra «matrimonio» sin que le dieran tersianas. Salía corriendo y se perdía por días. Ingenua yo, pensé lo que todas las mujeres creemos alguna vez en nuestras vidas: «Lo voy a cambiar. Mi amor lo va a transformar». ¡Sí, claro! La única que estaba transformándose era yo: estaba a punto de dejar de ser yo misma. Corté antes de traicionarme. No supe qué más hacer. Así me conoció la Aída: insegura hasta de mi sombra.
—¡Ignacia! ¡Hola! —me saluda con cariño al abrir la puerta de su consulta.
Siento como si el tiempo no hubiera pasado y yo viviera en una crisis permanente. Se me cierra la garganta.
Se sienta en su sofá de cuero y deja su típico té de hierbas sobre la mesa.
Abre la carpeta que, supongo, contendrá mi «historia clínica» y, tras un par de vistazos, toma el block de hojas amarillas en el que siempre escribe, Mont Blanc en mano. Me instalo en el sillón negro que está frente a ella, de piernas cruzadas y con las manos en las rodillas.
—¿Qué pasa, preciosa? ¿Por qué estás aquí?
No es que la pregunta me tomara por sorpresa —¿qué otra interrogante habría podido plantear?—, pero algo en su tono, en la manera como me mira, me desarma. Las lágrimas salen disparadas, como en los monitos animados japoneses, y no puedo parar. Me pasa los pañuelitos desechables que tiene siempre a la mano y empiezo.
Parto por mi desastroso 18 de septiembre y desde allí me remonto hacia atrás, al nacimiento de Martín, la lactancia, incluyendo a mi amigo el sacaleche, sus ahogos, la operación. En fin, la retahíla completa.
—No entiendo algo. ¿Por qué, si tenía problemas para alimentarse, no le pusieron una sonda?
—Se lo pedí al cirujano maxilofacial que lo atiende, pero me dijo que yo tenía que aprender a alimentarlo como fuera, porque ésa era una medida muy extrema. Tenía toda la razón porque, a la larga, lo logré.
—Pero, ¿a qué costo, Ignacia? Mírate: pareces un esqueleto, andas toda ojerosa y angustiada. ¡Uf! Por eso me cargan los pediatras: se ponen de parte de los niños sin importarles cuánto sacrifican de los padres.
La miro como si fuera marciana. Ella, no yo. Por primera vez alguien no concuerda conmigo en el tema, eso me confunde.
—Aída, era MI deber sacarlo adelante. Y lo hice. Además, claramente mi situación no es de las más difíciles. Piensa en los papás que tienen guaguas con problemas al corazón o con alteraciones neurológicas. A su lado, lo de mi hijo es una minucia. Eso sentía yo cada vez que iba a la consulta y veía a niños con el paladar fisurado, a veces hasta con doble fisura. Pero igual Martín me daba pena. Me daba pena que, por mi culpa, tuviera que sufrir tantas cosas de tan chico...
—¿Cómo por tu culpa?
—¿Quién más si no yo soy la culpable de que no haya nacido perfecto?
—Una alteración medioambiental, el código genético, Dios... No sé, pero no puedes echarte sobre los hombros una responsabilidad tan grande. ¿Cristóbal sabe que tú piensas esto?
—Nunca se lo he dicho así, pero supongo que lo percibe.
—Lo más probable es que ni siquiera lo sospeche. Háblalo con él, porque han estado juntos en todo, ¿no?
—Sí, él me ha apoyado ene... Claro que al principio no tomaba mucho en cuenta a Martín, lo mudaba a veces o le daba la papa, pero más de lejos... No sé si porque era su tercer hijo o porque todavía no lo quería...
—Porque los hombres no enganchan con las guaguas, Ignacia. Si son muy fomes. Te apuesto que ahora que ya está más grande juega mucho más con él.
—Sí, es cierto. Pero cuando era chiquitito, no. Llorando yo lo abrazaba en las noches... Pensaba que se iba a morir. El día después de que lo operamos, salí a comprar un remedio y por primera vez en ocho meses no tuve miedo.
—¿Viviste ocho meses con miedo?
—Sí. Aterrada. Pero eso ya pasó... Por eso tengo rabia conmigo misma, no entiendo por qué, a estas alturas, cuando Martín ya está bien, estamos a punto de irnos a vivir a la casa que nos compramos...
—¿¿¿Además te compraste una casa???
Su expresión es de tal estupor que casi me da vergüenza asentir. Lo hago levemente con la cabeza, y sigo.
—Sí. Y la estamos remodelando. Pero ya está casi lista y justo cuando todo está bien, a mí me baja esta angustia...
—Es obvio. Te has forzado física y sicológicamente, hasta el límite. Has estado medio año dedicada en cuerpo y alma a ese niño... Aunque nunca sufrió riesgo vital, tú dices que sentías que se iba a morir. Y lo que uno siente es lo que es verdad, aunque no sea objetivo. La maternidad es un cambio extremadamente fuerte, el más fuerte de todos, para una mujer. A ti, más encima, te tocó con dificultades y, por si fuera poco, decidiste tener casa propia, algo que a muchas parejas les cuesta la felicidad. ¿Quién te crees: la Mujer Maravilla?
—No. Creo que así es la vida, no más. Quizás me tocó más difícil pero tenía que asumirlo, enfrentarlo y sacar a Martín adelante. Ya fue y punto. Tengo un hijo precioso, un marido que me quiere, una casa con gran patio, trabajo en algo que me gusta, todo está bien. Pero no me puedo a mí misma. Y me da rabia porque mi hermana que está hasta el cuello con sus dos hijas chicas, anda feliz por la vida. ¿Por qué no puedo ser así?
—Porque no eres ella, pues Ignacia. Porque la tuya es otra historia. No me vengas a hacer comparaciones ni una lista de las cosas que tienes y por las cuales debes ser feliz. Tú, ¿te sientes así?
Me quedo callada. Gran pregunta. Hace mucho tiempo que no me siento feliz.
Hace mucho tiempo que ni siquiera me siento a mí misma, que no sé quién soy ni lo que quiero, que no me detengo a explorar mis deseos. Hace unas semanas, antes de viajar a Estados Unidos, fui a la playa con la Ema y la Josefina, había un sol rico, el mar estaba precioso... Si yo hubiera sido la de siempre, me habría sacado la ropa y me habría tirado un piquero. Pero no pude. Miraba la escena —idílica, con la Josefina y sus bucles a lo Judy Garland en la orilla, buscando conchitas— pero no podía sentir alegría. No podía sentir nada.
Le cuento eso a la Aída.
—Eso es lo que te estoy tratando de decir. No has tenido tiempo de ser nada más que madre en estos últimos meses y eso es muy desgastador. Ahora, cuando fuiste a Nueva York, pensaste que tenías la posibilidad de volver a ser la Ignacia Suárez mujer de mundo, periodista inteligente, neoyorquina por cinco días... Pero descubriste que ya tampoco eres eso y te dio una crisis de pánico. ¿Qué sentiste cuando volviste?
No quiero contestarle la verdad.
—Ignacia, aquí puedes decir lo que jamás dirías, lo que negarías haber dicho hasta la muerte.
—Me quise ir de nuevo. Encontré que todo era tan feo...
—¡Lógico! Sientes que no tienes un lugar en el mundo. Has cambiado y no sabes cómo, ni cuánto, ni hasta dónde. Ya no eres la misma, pero tu gran duda es quién eres.
Lloro a mares mientras me habla. Hasta me olvido de que, como me dijo una amiga una vez, cuando lloro lo hago por la nariz. Y me veo horrible. He perdido toda compostura. Siento que, por primera vez en mucho tiempo, alguien empieza a descifrar las claves que tengo encerradas dentro de mí.
CAPÍTULO 5
COSA DE GÉNERO
—¡Aló!
—¿Por qué no me obligaste a tener empleada puertas adentro? —me interroga una voz llorosa.
—¿Ema?
—¡¡¡Sí!!!
Sabía que era ella. Mi hermana es la única que puede llamarme a cualquier hora. Aunque sean las seis y media de la mañana. Es un pacto de sangre que ya conocen y respetan los maridos, aunque a veces te entreguen el teléfono con el instinto asesino al rojo vivo.
—¿Qué pasó?
—¡No doy más! —hipa—. No sé, no sé cómo hacerlo... ¡buaaaaa!
—(Me siento en la cama. Esto va para largo.) A ver, cálmate, respira, tranquila. No llores que no te entiendo nada. ¿Qué pasó? ¿Se te fue la nana? —le pregunto, medio dormida.
—¡Noooo! ¡Cómo se me va a ir la nana si es puertas afuera! Estoy sola... —solloza y sigue hablando como metralleta—. La Josefina se durmió a la una de la mañana. Y la más chica se despertó a las tres, a las cinco y ahora de nuevo. ¡No he dormido nada! —dice, entre llantos.
Mi hermana, la que anda feliz por la vida, es la persona más tozuda que he conocido. La amo pero a veces me dan ganas de matarla. Cuando estaba embarazada de su segunda hija, le aconsejé que ya era hora de que buscara una nana puertas adentro. Pero no quiso. Que «nuestra intimidad», que «yo quiero atender por mí misma a mis hijas, que para eso las tuve», fueron algunos de los alegatos en contra. Eso y que mi cuñado —que es un encanto pero duerme como si hubiera perdido el conocimiento y no escucha los lamentos de sus hijas ni por casualidad—, le hiciera todas las promesas de ayuda en caso necesario, la requeteconvencieron de su opción. Pero ahora, amamantando a la chica y con la mayor convertida en un energúmeno celoso, el panorama está negro.
—Pero, ¿no habíamos hablado de que ibas a buscar otra persona...?
—Es que la Josefina ya está acostumbrada a la Rosa. Imagínate que si ya tener una hermana es un shock, quedarse sin su nana sería aún peor.
—No creo que sufra daño sicológico. A lo mejor va a estar mañosa unos días, pero después se le va a pasar. ¿Cómo cuando viene a mi casa no tiene problemas con la Margarita?
—Porque la conoce, puh. Pero la Rosa la ha criado desde que nació y ahora sólo quiere estar con ella. «Papá feo, mamá fea, Elisa fea, yo con la Rosa», es lo que dice todo el día. Ella le enseña cosas, la lleva a la playa, le trae chocolates...
—¿Todavía le dan chocolates? —la interrumpo—. ¿No dijo el doctor que estaba bastante por sobre su peso y que no había que darle dulces?
—Si yo no le doy. Pero tú sabes que Manuel no puede vivir sin chocolates. Y la Rosa le da Superochos a escondidas, le he dicho que no lo haga, pero no me hace caso...
—Mayor razón entonces. Si no hace caso a las órdenes que le das sobre cómo criar a TU hija...
—No se trata de eso. Es verdad que a veces se siente mamá de la Josefina, pero la quiere tanto que prefiero eso a no saber si a mi hija la maltratan o le pegan, como han mostrado en los reportajes de la tele. No estoy ni ahí con andar poniendo grabadoras...
—Ya. No te pongas tan grave, si no es para tanto. Pero ¿quieres o no cambiar de nana?
—No. Quisiera que la Rosa se quedara para cuidar a las niñas y tener otra persona puertas adentro. Pero Manuel dice que es innecesario.
—Y tiene razón. Con una persona basta. Vas a tener que cambiar a la Rosa si ella no quiere quedarse puertas adentro.
—¡Ah, no! No tengo energía para enseñarle mis mañas a otra persona. Si no tengo tiempo para nada... Entre la libre demanda, el jardín de la Josefina, la casa, no doy más. No puedo ni hacer gimnasia y parezco una ballena.¡Buaaa!
¡Pobre! ¡Qué terrible es el posparto! Además de las hormonas revolucionadas, están los rollitos justo al final de la espalda —«la reserva de leche», la llamaba mi abuela—, te pesan las pechugas y uno se mira al espejo odiándose sin asco. La entiendo. ¿Quién soy yo para juzgarla? Al fin y al cabo, mi Margarita trabaja puertas afuera, era una de sus condiciones, pero me pareció tan confiable y tenía tan buenas recomendaciones que acepté. Fue un dolor de cabeza horroroso decidirlo, sobre todo porque Cristóbal era tajante y me decía que por culpa de no tener nana puertas adentro su primer matrimonio había fracasado, pero no lo tomé en cuenta. No me arrepiento: mi Margarita es lo máximo y quiere a Martín como si fuera su hijo, aunque debo reconocer que siento cierta envidia de todas mis amigas que no tienen que correr para llegar a su casa a las siete de la tarde. Y más todavía de las que pueden ir al cine los sábados y domingos en la noche.
—¿En qué minuto nos dio por hacernos las europeas, siendo que vivimos en Chile y deberíamos aprovechar que aquí se puede tener empleada? —me pregunta, más calmada, mi hermana.
La verdad es que no lo sé. Lo que sí sé es que no puedo tener a alguien esperándome despierta para comer. Que me da nervios y que prefiero que tanto la Margarita como yo descansemos la una de la otra por lo menos algunas horas del día o de la noche. Creo, y quizás me equivoco rotundamente, que si se va a su casa cada tarde y está con su familia, va a tener más paciencia y más ganas de cuidar a Martín. Y los fines de semana me gusta estar sola con él, darle el almuerzo, dormir siesta juntos, salir a pasear, descubrir las cosas que él mismo descubre y enseñarle otras nuevas. ¿Eso se puede hacer con empleada puertas adentro? Supongo que sí, pero prefiero ahorrarme las dudas.
—Mira, Ema, las dos escogimos la opción de tener más intimidad, pero eso es manejable con el primer hijo. Con el segundo, ya no, creo. Yo, por lo menos, cuando están los niños de Cristóbal con nosotros siempre tengo que pedirle a la Margarita que venga por lo menos el sábado porque si no, me vuelvo loca haciendo camas, preparando almuerzos y bañando niños. Imagínate tú con una guagua chica y con la Josefina, que hay que seguirla porque se desaparece a cada rato. Te ofrezco que si contratas a alguien nuevo, me puedo ir un fin de semana a tu casa para enseñarle el manejo doméstico. ¿Te parece?
(Ésa es la ventaja de las hermanas: funcionamos igual. ¡Si hasta compramos el mismo papel higiénico!)
Mi hermana se queda callada. Es su manera de asentir.
—Gracias, Igna. Es que no soy capaz de hacerlo sola.
Cuelgo y me meto de nuevo entre las sábanas. Voy a dormir un ratito más.
Son recién las siete y media, falta media hora para que despierte Martín.
Cierro los ojos y ¡riiiing!, teléfono de nuevo. Esta vez es mi mamá.
—Mi amor, supongo que ya estará despierta (dispara, sin dejarme contestarle que en realidad no). Es que estoy muy preocupada por su hermana. Encuentro que está sobrepasada. ¿Qué crees tú?
—Mamá, la Ema está angustiada porque no tiene nana puertas adentro.
—Pero ¡quién las entiende! —casi me grita por el auricular—. Yo les dije, a las dos, que me parecía una pésima idea eso de que la empleada llegara a las ocho y media y se fuera a las siete. Viven pendientes de que no se atrasen ellas, de no llegar tarde ustedes, van de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Los fines de semana terminan reventadas dando papas, cambiando pañales, inventándoles paseos a los niños —que el Mampato, que la plaza, que el zoológico—, en vez de descansar. Ese sistema es una locura. ¿Se los dije o no?
—Sí, mamá.
Me carga tener que darle la razón a mi madre. Consuelo Oliva tiene nombre de actriz mexicana, como la María Félix, pero es española. Y MUY española: llevada de sus ideas, siempre tiene la razón y siente que nadie puede hacer las cosas tan bien como ella. Es difícil, pero adorable, aunque ella no lo sepa porque se exige tanto que siempre piensa que debió haberlo hecho mejor. Ahora, recién cumplidos los 60, le ha dado por recriminarse no haber dedicado más tiempo a su carrera —es especialista en literatura inglesa— pero tuvo que seguir a mi padre en su periplo mundiallaboral y criar a cuatro hijos gitanos.
—Es que yo jamás, jamás, he entendido por qué les gusta martirizarse. Con razón viven agotadas. Igual que la Sara —habla de la mujer de mi hermano—, que tiene a la señora María que se va a las seis. Por eso nunca salen de noche. Me parece pésimo que no hagan vida de pareja, que no salgan solos, que siempre tengan que estar con los niños a cuestas...
—Mamá, no es tan así. Las tres sí salimos con nuestros maridos, no todas las noches, claro, pero vamos al teatro o a comer al menos una vez a la semana. Pero si tuvimos hijos fue para estar con ellos también y no para que vivan siempre en brazos de la nana. Además, creo que a estas alturas, tener a una persona viviendo siempre en tu casa, sin que pueda tener vida familiar, es abuso.
—¡Ah!, no me parece. Es un trabajo digno como cualquier otro y muchas veces a ellas les conviene vivir en la casa de una familia, porque pueden ahorrar más para la suya. Ninguna de mis hermanas ni de mis amigas dejó de tener nana puertas adentro siempre. Esta es una moda de tu generación.
—No es moda, vieja, lo que pasa es que ahora los padres y las madres comparten roles. Cosa que en tu época no existía.
—No es cosa de épocas, Ignacia. Es de género: a los hombres no se les ocurre hacer las cosas que a nosotras sí. Somos diferentes. Ellos son más regalones, les gusta que su mujer los atienda y que cuando llegan a la casa ella no esté en cuatro patas, recogiendo juguetes, bañando niños y haciéndolos dormir. No quiero ser pesada, pero Cristóbal no estaba de acuerdo contigo en tener empleada puertas afuera antes de que naciera Martín, ¿ahora está feliz?
«Bingo.» Feliz, lo que se dice feliz feliz, no está. Pero tampoco quiere cambiar las cosas. Para él no son tan terribles tampoco. Es igual que Manuel: la Ema y yo patinamos para que ellos no tengan que hacer nada cuando lleguen, aunque hayan aterrizado en la casa mucho antes que nosotras. Desde que la Rosa y la Margarita se van, los niños quedan a cargo nuestro. Sí, ambos calientan la comida en el microondas, pero somos nosotras las que se la damos. Los dos prenden la llave del agua caliente, pero nosotras los bañamos. Ellos los reciben en la toalla calentita, pero nosotras los secamos, les ponemos el pañal, el pijama, el tete y el tuto y los metemos a la cama. Una salvedad, en mi caso, el tema del sueño es responsabilidad de Cristóbal, pero es la única tarea establecida que tiene. Autoestablecida, más bien, porque él se la adjudicó la primera noche que seguimos el método del Duérmete niño, y a los cinco minutos yo, que lloraba a mares oyendo a Martín berrear en su pieza, me levanté a tomarlo en brazos. «No», me detuvo en seco. «Va a aprender a dormirse solo.»
Le lloré, le grité, le imploré, le eché en cara que a su primer hijo lo hizo dormir paseándolo en auto por las calles a las tres de la mañana, pero fue inútil: no me dejó acercarme a Martín. Desde esa noche, cuando tenía sólo seis meses, Cristóbal se encarga de hacerlo dormir. Y cuando no está, obviamente el dramón que me hace Martín tratando de manipularme con sus ojitos llorosos y sus manitos estiradas es tan enorme que terminamos quedándonos dormidos abrazados en mi cama. Lo que, obviamente, causa las furias de su papá.
—Aló, ¿Ignacia? ¿Se cortó el celular o podemos decir que el silencio otorga?
Linda mi mamá. Siempre con esa gotita de ironía que la hace tan encantadora y odiosa a la vez. Por suerte ya he entendido que el reto es su manera de hacernos saber que nos quiere y que, si por ella fuera, nos pondría a mí, a mi hermana y a mi cuñada una nana como carabinero de guardia la vida entera.
—Mamá, le dije a la Ema que le puedo ayudar. ¿Tú sabes de alguien que quiera trabajar puertas adentro en una casa como la de ella, de dos pisos, con un jardín grande, una piscina, dos niños chicos y tres perros?
Me escucho decir la última frase y me da un ataque de risa. Se me había olvidado que mi hermana acaba de regalarle una nueva perrita a la Josefina. Y que con ambas está en la etapa del «control de esfínter», como dicen los libros.
—Ay, Igna, no te rías, mira que tú no estás mucho mejor. No sé cómo te las arreglas con esa zalagarda que tienes entre la casa nueva y la vieja. Y la pobre Margarita que nunca ha llegado ni cinco minutos tarde, encargándose del niño, yendo a regar el jardín recién plantado, embalando cosas y botando todos los cachureos tuyos y de Cristóbal. Esa mujer es una santa.
—Bueno, ¿en qué quedamos?, ¿quién es la santa: ella o yo?
—Las dos, linda, las dos. Ya, no te enojes, voy a preguntar por acá quién puede ayudar a la Ema. Pero mientras tanto le voy a pedir a la persona que me hace aseo general dos veces a la semana, que vaya donde tu hermana sábados y domingos. Así ella puede descansar, porque a la guagua no le hace bien que esté tan estresada.
Cuelgo con la envidia atragantada en el esófago. Esas son las ventajas de tener a la mamá en la misma ciudad, pienso. Me acuesto de nuevo y cierro los ojos. Repaso en las últimas frases de nuestra conversación mientras me voy quedando dormida. Mi mamá es muy fresca: desde que los hijos nos fuimos de la casa, no tiene nana. Manduquea a mi papá para arriba y para abajo, ella misma cocina en las mañanas antes de ir a hacer clases a la universidad para que él almuerce, luego llega a regar su jardín y a hacerle el pisco sour que le gusta tomarse de aperitivo al viejo. Tiene razón mi mamá: no es cosa de generaciones, es de género. Las mujeres somos incorregibles.
CAPÍTULO 6
NO LO SABÍA: VIVO UN CAMBIO SISTÉMICO
Esto de la interconsulta que me pidió la Aída me tiene frenética. Nunca he ido al siquiatra, pero ella me mandó porque cree que necesito antidepresivos. Es tal mi nerviosismo que no alcanzo a sentarme y empiezo a hablar a mil por hora, contándole al doctor con detalles mi último año de vida.
—Por lo que me cuentas, creo que tienes una depresión aguda postestrés traumático. Con el nacimiento de tu hijo se te gatillaron situaciones de presión a las que respondiste con eficiencia, pero tu cuerpo quedó agotado. Estás viviendo un cambio sistémico...
Dejo de escuchar. ¿Cambio sistémico? Busco en mi disco duro una explicación para ese término tan apanicante, y me acuerdo de Paul Watzlawick y sus teorías comunicacionales.
—¿Qué es eso?
—Todo a tu alrededor se ha alterado, tu sistema ha cambiado, pero no te has organizado para funcionar dentro del sistema nuevo. Mira, cada persona tiene un cierto aguante, por decirlo así, pero cuando llega algo que pesa más de lo esperado —en este caso tu guagua con problemas—, hay que dejar de lado otras cargas para volver a equilibrarte. Pero por lo que tú me cuentas has seguido exigiéndote como antes: en el trabajo, en tu matrimonio, en tu relación con tus amigas, con tu familia, en todo... Por eso tu organismo no da más y «ha hecho» una depresión. ¡Tu cuerpo está agotado y necesita ayuda!
¿Para eso vine al siquiatra? ¿Para que me diga que estoy agotada? «¡Media novedad!», pienso para mis adentros. Eso es algo que no sólo yo siento a diario, sino todas las mujeres que están a mi alrededor. Se lo digo, aclarándole que no soy feminista ni nada por el estilo.
—Sí, pero en tu caso has llegado a extremos graves. Con la depresión, los neurotransmisores —que son los que comunican a las neuronas entre sí— disminuyen y hay que volverlos a sus niveles normales. Por eso hay que recetar antidepresivos. Si no tratas la depresión ahora, se puede convertir en algo crónico o derivar en otro tipo de enfermedad.
Me acuerdo de mi amiga Amina y su cáncer de mamas.
—¿Me vas a dar licencia?
—No sólo eso. Primero, me voy a encargar de la terapia medicamentosa y te voy a recetar Paroxetina, Ravotril y algo para dormir. Pero, además, tienes que seguir una terapia sicológica que puedes hacer conmigo o con quien quieras.
—Prefiero hacerla con mi sicóloga, aclaro.
—Bueno. Pero primero quisiera que entendieras bien que la depresión no es una enfermedad a la que puedes tratar eficientemente. Tienes que ser paciente y no exigirte nada que no quieras hacer.
¿Cómo le digo que no quiero hacer nada? ¿Que todo lo «debo» hacer y que en ese deber no hay reemplazante? Me callo, mejor.
¡Pastillas! Nunca en mi vida las he tomado. Jamás. Siempre he pensado que son para las personas débiles, que no asumen sus problemas, que los evitan. Por eso siempre me burlo de una periodista de la revista que vive con el alprazolam a mano. Hasta en mis peores momentos he usado el deporte, pilates, reiki, aromaterapia y los masajes, acompañados de una dieta natural y mucho descanso, para combatir cualquier síntoma de enfermedad. Le pregunto si puedo hacer deporte para mejorarme más rápido.
—¡Por ningún motivo! —me ordena, perentorio—. Te estoy diciendo que estás al límite de tus fuerzas. Eso te haría aún peor.
—Lo que me va a dejar peor es la licencia. Estar todo el día en la casa mirando el techo, dándole de comer a la guagua y yendo a comprar cerámicas es mucho más estresante. A mí la revista me entretiene.
—Bueno, si para ti es más estresante la licencia, no te la voy a dar. Pero te advierto: debes hablar con tu jefe para que te deje tener un horario flexible. Debes descansar mucho para que tu cuerpo se reponga. ¡Ah! Y para eso vas a tener que tomar vitaminas también.
Salgo de la consulta sintiéndome una vieja eterna y neurótica de sólo 35. Mentalmente cuento: dos Paroxetinas, un Ravotril, dos vitaminas y medio Tensodox para el sueño, ¡seis pastillas por día! ¡Ahora sí que me quiero morir!
CAPÍTULO 7
UNA FAMILIA WOODY ALLEN
Domingo, ocho de la tarde, mall lleno, tienda de mascotas. La Sofía llorando a mares, Adrián alegando «No es mi culpa que ella perdiera el hámster del curso, ¿por qué yo tenía que venir?», Martín llorando de desesperación y la ex mujer de Cristóbal, su segundo marido y el hijo de ambos de comparsa. Mi marido y yo ni nos hablamos, tratando de mantener la calma. Cosa difícil cuando se gastan tres horas buscando a un ratón dentro y fuera de la casa.
Jamás imaginamos la teleserie que íbamos a vivir cuando el viernes la Sofía llegó, feliz, con su mochila de Barbie en una mano y una jaula con un hámster girando en la rueda, en la otra. «Este fin de semana me toca cuidar a Platón», nos anunció, dichosa. «A Martín le va a encantar», continuó, segura, tirando los bártulos en la pieza de juegos y sacando al animal de nombre filosófico de su casa.
Fue cierto. Martín fue feliz gateando detrás y lloró a mares cuando subimos a acostarlo. «Mah, mah», sollozaba, estirando los bracitos. El que no estaba «ni ahí» con la mascota era Adrián, el preadolescente de la casa. «¡Qué ratón más estúpido!» «¡Papá, papá, Adrián está diciendo garabatos!», salió gritando la Sofía cuando lo escuchó. «Estúpido no es un garabato. Sale en el diccionario», le contestó. «Y el ratón es estúpido y fome. Tener una iguana, una serpiente o una araña pollito sería bacán, pero un hámster es de niños chicos. Bueno, en realidad, ideal para ti...» La Sofía salió indignada de la pieza, llevándose a su «Platón» a la cocina.
Esa noche, ella misma le picó lechuga y le puso agua en el tazón. Y durante todo el sábado fue la atracción de la familia, correteando entre los pies de todos los presentes. Pero esta mañana la mascota no era tema. Los niños ya la encontraban aburrida y yo tuve que limpiarle la jaula. Eso no habría sido más que un mal menor de fin de semana, pero todo se puso patas para arriba cuando a las cinco de la tarde, descubrimos que «Platón» había desaparecido.
—Sofía, ¿tú le abriste la puerta?
—No, yo no fui.
—¿Y tú, Adrián?
—No pesco a ese animal de mina.
—Yo creo que fue Martín —anunció la Sofía.
¿Martín? ¿Podrá un niño de apenas diez meses abrir una jaula?
—No creo —le dije yo—, es muy chico.
Pero la duda quedó flotando en el ambiente.
—¿Y ahora qué voy a hacer? ¿La profesora me va a poner un uno y todos mis compañeros me van a echar la culpa? —siguió la Sofía, soltando los primeros lagrimones.
Registramos la cocina, la despensa, los roperos, hasta los baños, pensando que lo íbamos a encontrar flotando en el wáter, pero ¡nada! Cuando ya empezó a oscurecer y el ratón seguía perdido, Cristóbal llamó a su ex mujer, la Claudia, para preguntarle si era muy grave que la Sofía llegara sin mascota al día siguiente.
—¡Sí! ¡Súper grave! Con «Platón» están trabajando todo el tema de la responsabilidad individual y dentro de la familia...
—Pero ¿cómo? ¿Nos van a retar a todos?
—Sí. ¿Seguro que no está?
—Por ningún lado, le contestó Cristóbal. Hemos dado vuelta la casa pero ¡nada! Y ahora, ¿qué hacemos?
—A lo mejor podemos ayudar... ¡Vamos para allá!
El «vamos» incluía a Marcial, su nuevo marido —que, a todo esto, es el «negativo» de Cristóbal—, y a Diego, dos años y medio mayor que Martín. Suena raro, pero no lo es: somos una familia a lo «Woody Allen», en la que los nuestros, el mío y el tuyo forman parte de un círculo bien integrado. No somos íntimos, pero somos amigos. Desde que se separaron, la Claudia y Cristóbal han puesto a los niños por sobre todos sus intereses personales.
Quizás porque su decisión de separarse fue lo más de mutuo acuerdo que puede ser un divorcio y no hubo terceros involucrados. Cuando aparecimos Marcial y yo, entramos en esa dinámica. Los dos, pese a no tener matrimonios anteriores, entendemos que los niños no tienen culpa. Y que, por lo tanto, los problemas que haya los discutiremos entre los cuatro pero jamás les tiraremos la pelota a los chicos.
Claro que no todo ha sido un jardín de rosas. Sobre todo para Adrián, que fue el que más acusó el golpe. Me acuerdo hasta el día de hoy de la tercera vez que salí con ellos. Fuimos al zoológico. La Sofía tenía dos años y Adrián, cinco. Después de dos horas de pasearnos, de comprarle maní, helados, chocolates, hasta una culebra de mentira, le grita a Cristóbal: «Papá, papá, dile a ésta, ¿cómo se llama?, que se corra. No me deja ver el hipopótamo». Casi me morí. Quería desaparecer.¡Qué pesado! Lo habría partido en pedacitos, pero me puse en su lugar y ¡claro!, él quería a su mamá, no a mí. Era su manera de ningunearme. Nos costó hacernos amigos. Fue difícil y largo. Lo único que pensé todo ese tiempo fue que cariño se responde con cariño. Y así ha sido. Quizás el único momento en que transgredí la norma fue cuando nació Martín. Y ellos lo resintieron. Les pedí perdón por eso después de la operación. Desde entonces, creo que todo ha funcionado bien. Así, la Sofía y Adrián tienen a su papá y a su mamá, pero además un papá 2 y una mamá 2, como dicen ellos. O una mamadera, como les pedí que me consideraran cuando me casé con Cristóbal, desatando sus risas y dejándoles en claro que no iba ni a reemplazar a su madre ni a convertirme en la versión contemporánea de la madrastra de la Cenicienta.
Dado el panorama y las circunstancias, no tenía nada de extraño que el episodio «Platón» convocara a toda la «familia mosaico», como la han llamado para nuestra burla algunos sociólogos. Con tres pares de ojos más para buscar, volvimos a recorrer todo lo ya revisado. Nada. «Platón» parecía haberse evaporado. A esas alturas, la Sofía era un mar de lágrimas de un metro 20. No se conformaba con haber perdido a Stuart Little y no estaba dispuesta a ser la «culpable» de su desaparición ante todo el tercero básico.
—Estoy segura de que fue Martín. Eso me pasa por tener sólo hermanos hombres: hacen puras leseras. Si no es Diego que me rompe los lápices, es Adrián que me quita las cosas o Martín que deja escapar a mi hámster. ¡¡¡Buaaa!!!
Y empezó el culebrón. Le discutimos y le rediscutimos que Martín no tenía la habilidad motora como para hacer eso, pero nadie la sacó de su idea.
—Claro, yo nunca, nunca, les toco sus cosas, pero ellos siempre me destruyen las mías, ¿no es cierto? Si yo tuviera una hermana, ¡¡¡ella jamás me haría algo así!!!
Así fue como los cuatro adultos, previo café compartido, decidimos reemplazar al roedor. Cualquier cosa con tal de terminar la tragedia y de que la «mala suerte de no tener hermanas mujeres» no se convirtiera en un karma de por vida. Tras convencer a la Sofía de que era mejor llegar con un hámster nuevo a aparecer con las manos vacías —y confiando en encontrar uno blanco para no tener que explicar la «irresponsabilidad familiar»— partimos en masa al mall.
Ahí estábamos. Por suerte, Dios es grande y en una jaula de cuatro, uno era igual, igual, a «Platón». La Sofía se sorbió los mocos, perdonó a Martín por lo que según ella él había hecho, y por fin pudimos descansar, aunque fuera a pocas horas del lunes, con tinas y lavado y secado de pelo mediante.
Al día siguiente, los niños ya habían partido al colegio, roedor en mano, cuando llegó la Margarita. Un solo grito suyo al abrir la lavadora me hizo saber que «Platón» había aparecido. Nunca supe cómo llegó allí. A la Sofía nadie le ha logrado quitar de la cabeza que el artífice de su desgracia fue Martín. Yo siempre he pensado más bien en Adrián. Sus dientes de conejo se ríen demasiado sospechosamente cada vez que recordamos el incidente. Pero los más felices con el episodio fueron, finalmente, los compañeros de la Sofía. Además de «Platón», ahora tienen un «Aristóteles».
CAPÍTULO 8
SECRETOS Y MENTIRAS, A LO MIKE LEIGH
—Señoras, ¿qué quieren tomar?
—¡¡¡Señoras!!! —grita la Rosario—. ¿Cómo nos dices «señoras» si tenemos casi tu misma edad?
La mesera de «El huerto» —alta, morena y flaca— se pone roja como tomate y se deshace en disculpas.
—Ay, Rosario, si ella es mucho menor que nosotras —le replica la Camila, sentada a mi lado.
—A ver, ¿qué edad tienes? —le pregunto para zanjar la escena que ya se está volviendo medio patética.
—22 —responde con una sonrisa.
—¡Oh, no! ¡Más de diez años menor! —exclama la Rosario.
Vencidas y al borde del colapso, pedimos limonada con hielo para todas.
—Y qué te dio por pelear porque nos dijo señoras, ¡qué importa! —le enrostra Camila.
—Porque por lo menos podría hacer la salvedad, ¿no? Por respeto, que fuera —contesta Rosario.
—Mira, respeto es lo que nos tiene y por eso mismo nos llamó señoras.
—SE-ÑO-RAS, eso es lo que somos —recalca Marina, poniendo las manos sobre su panza de nueve meses de embarazo.
El gesto nos da ataque de risa a todas.
Hace un calor horrible en Santiago —35 grados, por lo bajo—, y nos hemos reunido a un último almuerzo las cuatro amigas de los tiempos de universidad: Camila, quien a sus 32 años ha iniciado su carrera de escritora tras desistir como guionista de documentales, vive en Madrid hace siete años con Roque, su novio español. Flaca, de ojos verdes y con el pelo castaño, es, lejos, la mejor dotada de todas. Una herencia de sus ancestros holandeses que siempre nos ha hecho suspirar de envidia a las planas que soñamos con la silicona pero que jamás nos someteríamos a un bisturí. Fundamentalmente, por miedo, aunque enarbolemos la bandera de que «lo natural es mejor» como excusa. Marina, editora de un programa femenino de uno de los canales de televisión más importantes, está a tres días de tener a su segundo hijo y, por lo tanto, pasará un tiempo enclaustrada entre papas y cólicos. La más baja de todas, esconde bajo una mirada angelical y una melena rubia, una desfachatez inigualable a la hora de hablar de sexo y de relaciones humanas, una «expertise» de su trabajo, un vicio imposible de dejar para las mujeres de treinta y tantos. Rosario, modernísima con su pelo negro corto, ha decidido dejar de lado los lentes de contacto y lleva unos anteojos de marco rojo, italianos, que la hacen ver aún más europea. Y más académica, por cierto, pues es la única que ha seguido estudiando: acaba de terminar un MBA en economía. Ramillete de pesos pesados.
Estamos en ese restaurante vegetariano de Providencia al que vamos desde la universidad y que nos encanta porque es uno de los pocos de Santiago que tiene miles de ensaladas y jugos ricos, ideal para quienes, como nosotras, la dieta ya no es tanto una necesidad como un estilo de vida.
—¿Partimos pelando a los maridos, hablando de trabajo, de los niños o de sexo? —interroga Camila.
—Por favor, de sexo, no —contesta Marina, mirando de nuevo su guata—. ¿Ustedes creen que con esto hay mucho de qué hablar?
Nos reímos de nuevo.
—Pero de niños tampoco —pide Rosario que, junto a la Camila, todavía no tiene hijos.
—Bueno, nos queda el trabajo y los maridos. O los pelambres, porque tengo uno súper bueno, digo yo.
—Cuenta, cuenta, me piden a coro.
—¿Se acuerdan de Pedro?
—¿El que pololeó con la Andrea Court como cuatro años?
—Ese mismo. ¡Salió del clóset! Y con todo: anda con ese DJ que salió hace poco en la revista Dark.
—¡Con razón me dijeron que lo habían visto bailando en la Búnker —dice la Marina, aludiendo a la disco gay del momento. Ahora entiendo. ¡Pobre Andrea!, debe ser súper difícil enterarse de que tu pololo es homosexual. Es algo así como la peor de las estafas, porque es a niveles muy íntimos...
—¡Pobre Pedro, más bien! —digo yo—. Imagínate lo que debe ser tener que esconder quién eres, fingir ser otro. Eso sí que es terrible.
«No hay como estar con las amigas», pienso, mientras me tomo la limonada. Diálogo fácil, comprensión absoluta, espacio para decir tonteras y cosas serias con la misma velocidad.
—Ya, podrías hacer un programa con el tema: «Me acosté con un homosexual» —le dice la Rosario, riendo.
—Oye, no es mal tema para un libro de ésos que se escriben ahora, testimoniales y rapiditos de leer —advierte Camila—. ¿Lo leerían?
Pedimos las ensaladas bajas en calorías que, todas sabemos, serán ultrasuperadas por el brownie con helado de menta —uno de los mejores de la ciudad— que siempre es el postre de rigor. Y siempre es siempre, desde que estábamos en primer año de periodismo y en diciembre, una vez terminados los exámenes, nos veníamos a almorzar a este restaurante antes de separarnos por los dos meses de vacaciones. «Me gustan esas tradiciones», pienso. Me gusta que existan, que estas tres puedan contar conmigo y yo, con ellas. Es curioso que, pese a lo cercanas que las siento, no me atrevo a contarles de mi depresión. Y menos que estoy tomando antidepresivos y Ravotril, ¡yo!, que siempre he predicado que con el yoga y mucho deporte basta y sobra para mantener la sanidad mental.
—Igna, estás en la luna —me dice la Rosario que, de todas, es la más cercana a mí.
Me acuerdo de la Aída. En nuestra última sesión estuvimos hablando largo sobre por qué yo, que me considero tan extrovertida, no le hablo de mis cosas a nadie. Todo ello a raíz de un reclamo que me hizo la Camila, a la que nunca le dije nada sobre la enfermedad de Martín. Sólo le conté después de que lo habían operado, cuando le mandé un e-mail de esos «a corazón abierto», diciéndole todo lo mal que lo había pasado en esos ocho meses, y confesando el miedo paralizante que sentí cuando tuve que entregárselo al anestesista, quien no me dejó entrar hasta que estuviera dormido, tal como la cirujano máxilo facial me había prometido: «Usted está demasiado nerviosa y el niño, de lo más tranquilo», me dijo mientras me estiraba los brazos ese gordo enorme vestido de verde. Mi disculpa era que la Camila vive en España, pero la verdad es que era una mala excusa y que la Aída tiene razón: me cuesta hablar de mis emociones. De hecho, cuando estoy mal, mis amigas lo saben porque dejo de llamarlas.
—Tú crees que hablas de ti porque cuentas con detalle todo lo que haces, pero no lo que sientes. Te callas todos tus sentimientos —me dijo la Aída—. ¿Por qué?
—No sé. Creo que desde chica he aprendido a no decir lo que me pasa porque me da miedo mostrarme débil.
—¿Y qué tiene de malo la debilidad? Tú no haces a un lado a la gente que es frágil o está pasando un mal momento; al contrario, estás siempre muy presente cuando eso sucede, como ahora con tu hermana Ema.
Me acuerdo de haber guardado silencio, como ahora. La camarera —que a estas alturas las cuatro «odiamos» porque es como el símbolo de lo que fuimos y ya no volveremos a ser—, se acerca con las ensaladas. Se produce un silencio en la conversación y la Rosario vuelve a interrogarme.
—Ignacia, no has dicho ni una palabra.
¡Valor!, pienso para mis adentros.
—Es que hace mucho tiempo no sé qué decir, Rosario. Tengo la mente en blanco siempre y una angustia que no me deja tranquila. La verdad es que me diagnosticaron una depresión y estoy tomando remedios.
Dejan de comer y se quedan mirándome, atónitas.
—¿Cuándo fue eso? —pregunta Marina.
—Hace casi un mes —contesto medio avergonzada.
—¿Y por qué no nos habías dicho NADA? —me pregunta, con verdadera indignación.
—Ay, no sé. ¡Qué lata andar contando las desgracias!
—¡Así que las amigas somos para contarnos puras cosas buenas!... —me reta Rosario.
—Bueno, bueno —tercia Marina—. Pero ¿quién te dijo eso de la depresión?
—La Aída Neuman, mi sicóloga, y el siquiatra también.
—¡Siquiatra! ¡Tú nunca has ido al siquiatra!
—No había ido —digo, recalcando el «había».
—Pero ni siquiera me lo comentaste...
—Perdona, pero no quería decir nada. No sabía qué me estaba pasando después del episodio de Nueva York, que sí les conté. Y una vez que lo supe no quise hablar de eso, no sé por qué.
—¿Y qué estás tomando? —me pregunta la Antonia.
—Paroxetina y Ravotril, además de vitaminas y Tensodox para dormir.
—¡Uf!, rico tu cóctel. Pero, ¿estás haciendo ejercicio? —interroga Marina.
—El siquiatra no me dejó. Dijo que mi cuerpo estaba agotado, que las terminaciones nerviosas de mi cerebro se habían pelado, o algo así, debido al cansancio y que por eso tenía vértigo, dolor de cabeza, insomnio y angustia. Que debo dormir mucho y, a lo más, caminar.
La Camila, que no ha hablado nada, se me acerca por detrás y me abraza. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
—A mí me pasó lo mismo a principios de año —empieza a contar—. Me mareaba tanto que me daba miedo salir de la casa. Ir a trabajar era una hazaña. No dormía, lloraba todo el día, quería venirme a Chile. También me dieron remedios...
—¿Y por qué no nos dijiste nada tú tampoco? —pregunta Marina.
—Porque tiene razón la Igna: a uno no le dan ganas de andar contando las penas. Es muy fuerte que te pase algo que no puedes controlar. Como que uno no se lo puede permitir. Y si no lo cuentas, pareciera que no existe o que existe menos, que ya se va a pasar. Pero si uno se pone el cartel de «Deprimida», te da susto que se transforme en algo permanente.
—¡Pero eso es una estupidez! —casi grita Marina.
—Tú que eres como de hierro lo encuentras tonto —me defiendo yo—. Pero creo que harías lo mismo: uno nunca sabe cuándo estás mal, si es que lo estás alguna vez.
—¡Eres sumamente injusta! Yo cuento cuando estoy triste, cuando algo me pasa.
—¡Nooooooooo! —le gritamos las tres a coro, provocando las miradas de las otras mesas.
Marina se queda callada.
—Y Cristóbal, ¿cómo lo lleva? —me pregunta Camila.
—Con paciencia. Santo, trata de hacer todas las compras para la casa nueva, de ayudarme con Martín. Pero es difícil. Yo sólo quiero dormir, dormir y dormir, y supongo que a él le gustaría seguir con su vida normal. Y eso incluye mi normalidad.
—¿Es cierto que la libido desaparece? —pregunta Rosario.
—¡Joder! ¡Sí! —dice Camila, españolísima—. Y no hay nada peor que andar inventando excusas para no hacer el amor: que me duele la cabeza, que estoy cansada, que mejor salgamos... Y eso que yo no tengo hijo alguno al que echarle la culpa.
—¡Uf! Yo estoy avergonzada de usar tanto como excusa a Martín. Hay noches en las que me voy a dormir a su pieza para que Cristóbal no se enoje si le digo que no.
—Pero es que los hombres son increíbles en eso —dice Marina—. Mira cómo estoy yo y aún así Ricardo me persigue todo el día.
—Tienen otro ritmo. No hay caso: si te acuestas en la mañana, igual quieren otra vez en la noche —asiente Camila.
—En eso debo reconocer que Cristóbal se ha portado increíble... Si hasta me dijo que por ahora me olvidara del sexo. Me prepara tinas para relajarme, me rasca la cabeza para que me quede dormida...
—Tienes suerte —dice la Camila—, porque Roque no lo entendió así. Para él, era casi un insulto que yo no quisiera nada, lo tomó como una afrenta personal.
—¡Qué injusto! Si no tenía nada que ver con él. Era algo tuyo —le digo yo—. Uno no puede hacer el amor si se muere de angustia. Y si lo hace, es de mentira, fingiendo, ¿dime que no?
—Sí, Igna, yo opino lo mismo que tú, pero a veces a los hombres no les importa.
—Yo no pienso eso —dice Marina—. Obvio que les importa, pero debe ser muy triste que tu pareja no te desee ni quiera acostarse contigo.
—Pero no es que uno no «desee» al otro, es que no «deseas» nada. Lo único que yo haría sería acostarme y dormir meses —digo yo.
—Si es difícil el tema del sexo en la vida normal, me imagino que debe ser mucho peor cuando uno de los dos está con depresión —afirma Rosario—. Es que para los hombres, tener sexo es algo que ojalá fuera tan cotidiano como comer...
—Bueno, eso es otra cosa que se me pasó: el hambre —cuento yo.
—Pero eso es como una bendición —afirma Marina.
—Claro —asiento—. «Nunca se es demasiado flaca ni demasiado rica», como decía Wallis Simpson.
Nos reímos las cinco. Me siento querida y segura, a salvo de mis propios «monstruos» o «fantasmas», como les dice la Aída. Siento un calorcito en el corazón, y la angustia se minimiza, aunque sea por un rato o por efecto del Ravotril.
—Oye, ¿por qué no endulzamos la depre? —pregunta Marina, marcando la zeta a la española, burlándose de Camila. En segundos, las cinco devoramos a cucharadas nuestro brownie de chocolate con helado de menta. A veces, que las cosas no cambien es total.
CAPÍTULO 9
¡HORROR! SOY PARTE DE LA GENERACIÓN RAVOTRIL
¡No quiero despertar! Siento, desde la nebulosa del sueño, que Martín berrea para que le lleve la mamadera. Como una zombie, bajo a la cocina y mezclo: seis cucharadas de S-26 Gold —realmente de oro, por el precio—, una de Nessucar y bato hasta que todo queda unido. Subo, lo tomo en brazos —¡uf!, se pasó otra vez, cambio de pañales y pijama— y lo meto a mi cama, leche en mano. Hace poco que aprendió a tomarse la papa solo y ha sido una liberación. Sigo durmiendo hasta que algo duro me golpea directamente el cerebelo. «¡Ma ma ma!» Lo miro y me sonríe con sus dos enormes paletas de arriba, mientras me pega en la cabeza con mi celular. ¡El hombre más irresistible del planeta entero!
—Buenos días, señora Ignacia —me saluda Margarita que viene llegando, puntual como siempre a las 08:30—. Don Cristóbal le dejó una nota en la cocina con materiales que necesitan en la obra.
No, no está aludiendo al Opus Dei. A lo que mi nana se refiere es a la casa nueva.
¿En qué minuto de debilidad acepté la idea de comprar? Juro que jamás, jamás, el sueño de la casa propia fue mío. Yo prefería la «segunda vivienda», una cabañita en la playa con vista al mar para huir los fines de semana de Santiago, pero mi marido con su visión de ingeniero comercial, me convenció de que «derrochar la plata en arriendo» era un pésimo negocio. Y así estamos, con una cuadrilla de ocho tipos derrumbando paredes, cambiando baños, reparando el techo, pintando, vitrificando, poniendo ventanales. ¿Por qué le compré a mi hermana la estupenda idea de una casa vieja a la que sólo había que hacerle unos «retoques»? Retumban en mi cabeza las palabras sabias de mi padre: «Igna, si dejas entrar a los maestros, no van a salir más». ¿Por qué no lo oí?
—Gracias, Margarita. ¿Son muchas cosas?
—Varias, qué quiere que le diga. Pero no se vaya a olvidar de traerme pescado para la sopa del niño a la hora de almuerzo, mire que ya llevamos dos semanas sin darle.
Empieza un día más. Parezco caricatura de monito animado haciendo las compras: dos tinetas de pasta muro, dos manillas para las puertas de los baños de niños y de visitas, grifería para la tina y para el lavaplatos, perchas para las toallas, dos planchas carpinteras de 10 mm, 30 HPS de 6x 3,2 y dos kilos de clavos. No tengo idea qué estoy comprando, así es que agradezco la atención personalizada. Factura a nombre del constructor, le paso el RUT de la empresa. Gracias. Cargo el auto y voy a dejarlo todo. Mientras descargan, el jefe de obras se acerca:
—Señora, hay que llamar a la municipalidad para pedir que reemplacen los pastelones de cemento de la vereda que se rompieron con el último retiro de escombros.
—Pero, ¿cómo? No lo pueden hacer ustedes no más.
—No, no ve que los inspectores pasan y si nos pillan haciéndolo sin permiso le pueden pasar un parte. Y salen recaros.
¡Genial! Mi día acaba de volverse satánico. Por revisar, miro la lista que me había dejado Cristóbal y me percato de que hay varias cosas más:
• Pedir a Trotter el presupuesto para el horno, la encimera y la campana.
• Llamar al vitrificador para que revise el piso del living que quedó poco brillante.
• Contactarse con el eléctrico para que planifique las salidas de los dos interruptores que tendrá la isla de cocina. Y que deje lista la instalación para prender la caldera de la calefacción.
Perdón, repito: ¿en qué andaba yo cuando acepté comprarnos esta casa? Ha sido como colgarme la soga al cuello y apretar el nudo. Además, ¿cuántos años voy a estar pagando el crédito hipotecario? ¡Veinticinco! ¡Voy a tener 60 cuando la casa recién sea mía!
Casi choco en el auto mientras voy pensando en todas estas tonteras. Menos mal que ya llevo tres semanas tomándome la farmacia entera que me recetó el siquiatra. Por lo menos ya no me duele la cabeza día y noche y, aunque aún se me olvida todo —ayer llegué una hora tarde al ginecólogo, muy campante—, parece que entre tantos remedios voy mejor. Lo que sí me carga es el Ravotril. Claro, a uno se le va la angustia, pero quedas como flotando a media altura entre el techo y el suelo, incapaz de tener la más mínima reacción, como abúlica. No sé por qué a todo el mundo le encanta. Lo he comprobado. Es que desde que me diagnosticaron la famosa depresión parezco Rex Humbard: evento al que voy, es de lo único que hablo. Lo más raro es que pensé que nadie querría escuchar desgracias ajenas, pero pasa lo inverso: todos tienen algo que contar.
El otro día, estaba en el Agua, uno de los restaurantes más fashion del momento —entero decorado en blanco y acero—, invitada a una cata de vinos de las viñas que ahora llaman emergentes. Cuando rechacé la segunda copa de chardonnay, el gerente me preguntó si tenía mala cabeza. «No», le dije yo, «lo que pasa es que puedo tomar sólo una copa, por los antidepresivos». De un paragüazo, la conversación se puso tan personal que me empezaron a dar ganas de irme, pero él estaba feliz contándome sus experiencias con el Ravotril y lo mucho que le costó superar el estrés que le habían descubierto dos años atrás. Por si fuera poco, a la hora de pasar a comer, puso el tema en la mesa y ¡todos tenían algo que decir! Fue horrible: ¡¡¡de un minuto a otro pasé a formar parte de una especie de verdadera congregación!!!
Días después, comentándole a la Aída lo ridículo de la situación, dejó a un lado el block amarillo en el que escribe lo que digo —pagaría por ver esas anotaciones—, y me dio una cátedra de cómo y cuánto ha afectado en los últimos 10 años el ritmo de trabajo a hombres y mujeres en Chile. «Según las estadísticas —partió muy seria— el estrés en las mujeres ha aumentado el doble que en los hombres. En ambos, el grupo etáreo fluctúa entre 25 y 45 años.» «Menos mal», pensé ese día. «Lo mío es generacional.» Como la idea me quedó dando vueltas en la cabeza, la comenté en la reunión de pauta. Y el tema del Ravotril se transformó en el centro de la discusión, conmigo en medio sintiéndome, al fin, dueña de alguna idea feliz.
—Encuentro que el consumo de ese medicamento es, claramente, un signo de los tiempos. Sería bueno hacer un reportaje, sentenció la Verónica diciendo, como siempre, algo evidente pero en tono rimbombante.
—¡Genial! —dijo Asunción—. Yo tengo muchísimos amigos que lo están tomando. Hombres de entre 35 y 50 años, que trabajan más de 14 horas diarias y están extremadamente presionados. Además, también hay muchas mujeres jóvenes (y cuando digo jóvenes hablo de menores de 25) que se lo autorrecetan. Hay que investigar por qué.
Si bien no estaba dentro de mi área, el tema me tocó tan personalmente que, aparte de dar mi testimonio anónimo, estuve en muchas de las entrevistas que se les hicieron a chicas que estaban estudiando o acababan de salir de la universidad. Estupendas, jóvenes de estrato social alto, como dicen los economistas: ABC1, contaban que no se sienten felices, que no estudiaron lo que quisieron, que no saben qué hacer en el futuro, que no quieren integrarse al mundo laboral porque les da pánico ser como sus madres: mujeres de cuarenta y tantos que trabajan muchísimo y que se dividieron como pudieron entre la casa y el trabajo, haciéndolo, según ellas, todo a medias. Quieren privilegiar la casa, la familia, pero no pueden hacerlo, no saben cómo, porque el sistema las lleva a subirse al carro de la competencia, aunque ellas no quieran competir. Y estas mujeres que supuestamente lo tienen todo para ser felices, viven angustiadas, con el dilema en el corazón y el Ravotril en la cartera.
Quedé deprimida esa tarde. Me acordé, una vez más, de mi abuela que siempre me preguntaba: «Y usted, linda, ¿para qué estudia tanto?». Yo solía contestarle con un sermón repleto de argumentos en los que sigo creyendo, pero debo reconocer que, cada vez que salgo en las mañanas, mi corazón se queda en la casa. Y sufro. ¿Se pasará esto cuando los hijos crecen?
Esa noche, Cristóbal me invitó a comer al Zanzíbar con la Antonia y Pedro, su marido. Hablando con ella por teléfono para ponernos de acuerdo, me propuso que nos pusiéramos algo étnico. Me acordé de las babuchas que me traje de Marruecos, pero las encontré un poco too much para BordeRío.
—Oye, ¿qué más étnico que nuestras pechugas? Están para foto del National Geographic —le dije.
—¡Que eres idiota! —me contestó ella, que ya tiene dos hijos y va para el tercero. Acuérdate de que después de tu segunda guagua nos vamos a operar. Combo 2 × 1 con el doctor Prado, que es el que mejor hace las pechugas en todo Santiago.
¿Segundo hijo? ¿Yo? Eso es algo que no he pensado ni en el más dulce de mis sueños. Se lo menciono a Cristóbal y, en dos segundos, estamos en el «Ya, ensayemos no más». Pobre, debe estar de lo más aburrido conmigo. Hacer el amor es algo que no se me pasa por la cabeza. Pero últimamente he encontrado una solución bastante satisfactoria: las quicky one, como les decía Paul en la serie Mad about you. Cristóbal queda feliz y yo, sin culpa.
Ya en la terraza, y tomándonos un kir royal con unas brochetas de pollo con coco y jengibre, comenté esto de la «generación Ravotril»: mujer agotada tomando antidepresivos, corazón dividido entre el trabajo y los hijos.
—No sé por qué te haces tanto rollo —me comentó la Antonia—. Tu depresión es parte de algo concreto y cuando se te pase, va a ser un dato más, algo anecdótico.
—La verdad es que no me siento viviendo una anécdota, más bien un dramón. Siento que estoy fallando en algo que debería haber hecho bien —le contesté.
—Ay, tú y tus exigencias. Por qué no disfrutas de todo sin tanto atado. No eres parte de ninguna generación no sé cuánto, ni nada por el estilo.
La odié (suelo odiar a todo el que no me dé el feed-back que yo quiero en estos días que es, generalmente, decirme «Pobrecita» y darme un abrazo).
Ella, claro, es perfecta. Agente literaria, adora su trabajo y lo hace increíblemente bien. Sale a las cuatro de la oficina —empresa gringa, jornada ídem— lleva a sus niñitos a la plaza todos los días, les cose disfraces a máquina —en su clóset, el otro día descubrí uno del Hombre Araña, otro de sapo, uno de Superman, de tigre y hasta de Harry Potter—, cocina como los dioses y su casa siempre tiene hasta el jardín impecable.
—Pucha, siento no poder responder a tus expectativas sobre mí. Yo no soy de fierro como tú crees. Ya bastante me ha costado aceptar mi fragilidad como para que ahora llegues tú y me digas que debo pasarlo bien y no hacerme problemas... ¡Porque los tengo!
Parece que casi grité, porque Cristóbal y Pedro se quedaron mudos. Mi maridito me agarró la mano bajo la mesa y la Antonia parecía estatua, mirándome con los ojos muy abiertos.
Bajé el tono de voz y dije:
—Me encantaría ser como tú, artífice de la postal de la felicidad perfecta. Pero no puedo.
La Antonia me miraba sin entender.
—Pero, Igna, si yo no te estoy presionando... Sé que estos meses han sido difíciles y me parece increíble que aceptes ayuda, que te muestres vulnerable, tú, en quien siempre hemos encontrado apoyo cuando lo hemos necesitado. Lo único que quería decirte es que no tengas miedo, que no vas a ser adicta a ningún medicamento porque tienes las fuerzas para salir adelante. Probablemente, podrías hacerlo sola. Has podido toda la vida, Ignacia —me contestó, poniéndome cara de «No me contradigas, mira que nos conocemos desde prekinder».
Cristóbal y Pedro intercambiaban miradas, nerviosos.
—¡Ay, ya se están poniendo serias! ¡Salud! —dijo Pedro, levantando su copa.
Con la Anto nos miramos. Siempre nos ha hecho reír la incapacidad de los hombres de enfrentarse a los sentimientos más públicamente. Levantó su copa.
—¡Sí, salud! Porque no hay caso, ¿no es cierto, Igna?
Y era cierto. Hay complicidades que ni el Ravotril logra quebrar.
CAPÍTULO 10
VIVO EN BOSNIA HERZEGOVINA
¡No lo puedo creer! ¡Por fin! ¡¡¡Hoy nos cambiamos de casa!!! Después de hacer una especie de consejo familiar y de atrincar al constructor por lo mucho que se ha demorado, decidimos trasladarnos de una vez por todas no más, aunque queden varias terminaciones pendientes y ni siquiera hayamos diseñado los muebles de cocina. Pero no tenemos otra posibilidad: ya llevamos dos meses pagando las primeras cuotas del crédito hipotecario y arriendo al mismo tiempo, más los gastos comunes de la comunidad... Así no hay bolsillo que resista. No el que tenemos a medias Cristóbal y yo, por lo menos.
Estamos felices. Y nerviosos. ¿Nos irá a gustar la vida en la casa nueva? La Ema y Manuel vienen de Concón a darnos apoyo físico y moral y a celebrar con nosotros. Samuel y la Sara viajaron desde La Serena a acompañarnos, con su Lisa... Sólo faltará Lola, mi hermana chica, que está en España de viaje tras un desastre sentimental, y mis papás, que tenían un matrimonio en Viña este fin de semana. Todos están felices. La única que no estuvo de acuerdo con el traslado fue la Aída.
—¿Cómo se te ocurre cambiarte si va a haber maestros trabajando? ¿Te volviste loca?
—No. Loca estoy ahora pasando en las mañanas a ver la obra, yendo a comprar antes de llegar a la revista, corriendo para alcanzar a almorzar con Martín, volviendo a la revista y después, yendo a cerrar la obra antes de que los maestros se vayan. Si me cambio, por lo menos me evitaré cruzar la ciudad en auto como una histérica, tocándole la bocina a todo el mundo, enajenada... No quiero chocar otra vez. Todavía estoy yendo, más encima, a los comparendos en el juzgado por el accidente que tuve en febrero: cuatro autos involucrados y sólo uno con seguro.
—Pero, Ignacia, en serio, creo que no estás capacitada sicológicamente para un traslado en estas condiciones. Sólo vas a aumentar el caos y eso no va a ayudar a tu recuperación.
—Mira, Aída, mi recuperación va igual, quizás más lenta, pero va. En la revista, Asunción me ha dejado tener horario libre, siempre que haga lo que tengo que hacer. Y así he podido dormir más, descansar en las tardes, salir a pasear con Martín. Me siento mejor, por lo menos la angustia ha ido desapareciendo... Pero no podemos seguir pagando dos casas. Nos estamos desangrando, en serio...
Menos mal que no se necesita certificado de sanidad mental para cambiarse de casa. La Aída no me lo habría dado. Lo que sí es indispensable es el salvoconducto, un enredo tremendo. Hay que llevar a Carabineros las últimas cuentas pagadas, certificado de la corredora de propiedades, fotocopia del carnet de Cristóbal, carta de la dueña, todo para que te den un papelito mísero que garantiza tu libre paso por la ciudad. ¡Burocraciaaaa! Mientras corría para conseguirlo todo, obviamente entre las ocho de la mañana y las nueve o a mi hora de almuerzo, no pude evitar acordarme de esa escena de la película Brazil, en la que a un señor en una tienda se le empiezan a pegar papelitos en el cuerpo y termina desapareciendo en un remolino con ellos. Me sentía igual. Además, ando trayendo la cartera llena de presupuestos de mudanzas porque la Antonia me contó que cuando ella se cambió, contrató a una empresa que le embaló hasta la última cuchara y se lo dejó todo ordenado. ¡Eso es lo que necesito!, pensé y empecé a llamar para pedir cotizaciones... Lo que no sabía es que éstas se hacen in situ, calculando los metros cuadrados y la cantidad de muebles que se van a transportar, así es que la pobre Margarita estuvo atendiendo gente toda la semana. Con diez presupuestos en las manos, me decidí por la que encontré mejor. Y en eso estamos, esperando a que lleguen.
—Igna, yo ya ordené todos mis CD —me dice Cristóbal, que tiene una colección cercana a los mil, sin exagerar.
—Pero, mi amor, si estos tipos embalan todo, sacan los colgadores del clóset y los numeran para dejarlos igual. ¡Es paradisíaco!
—No me importa. También guardé en cajas los videos y los DVD. Ésas son las cosas importantes que tengo y no quiero que nadie las toque. Tú deberías hacer lo mismo con tus cosas, como la ropa y los juguetes de Martín.
No voy a discutir. No pienso. Trato de que el comentario no me toque. De partida, no entiendo por qué las cosas de Martín son «las mías». Yo también tengo libros, cuadros que quiero, discos favoritos, ropa que adoro, sin hablar de mis zapatos... ¿En qué minuto se produjo de nuevo la simbiosis si se supone que ésta se acabó con el parto? ¿Por qué él, si considera tan impensable que desconocidos toquen las cosas de SU hijo, no las embala él mismo? Cuento hasta diez, hasta veinte, hasta cincuenta y emito un leve «¡Mmmm!» para dejarlo contento. O, al menos, tranquilo. Hemos peleado tanto en estos días que prefiero quedarme callada. Esto de la casa nueva va a llevarnos al divorcio.
«A mí me gusta este cerámico, el que tú elegiste es horrible», «No sé cómo te decidiste por esa tina, yo ni quepo», «¿Por qué pintaste blanco hueso el living, si me carga?», fueron sus primeras advertencias. «La pieza más grande debería ser para mis niños, no para Martín», fue de las grandes peleas. «Pero Cristóbal, no es por espacio, es por lógica: la de Martín debe quedar cerca de nosotros para escuchar si llora en la noche. Además, la Sofía y Adrián vienen cada 15 días», le respondí. «Pero en las vacaciones van a estar estrechos», contraatacó. «Bueno, para eso está la pieza de juegos, el patio y, en último caso, la plaza Las Lilas queda a una cuadra», refuté. «En la escritura debe quedar claro que tú tienes un porcentaje menor porque yo puse el pie.» ¡UF! Maitena, la caricaturista de Mujeres alteradas, se quedó corta. Tanto que yo, que había pegado un chiste de ella al respecto en el refrigerador, lo saqué y puse una lista propia, invitando a Cristóbal a que se uniera... Jamás lo hizo. ¡Qué falta de humor!
—Señora Ignacia, la mudanza —me anuncia la Margarita con «mi chico» en brazos.
—Pasen. Los estamos esperando —les digo a los cinco pionetas y al chofer, tomando a Martín en brazos y saliendo de la casa, para dejar que empiece la batahola.
El resto pasa como en sueños. Mientras camino por el condominio Castillo Velasco, voy repasando lo que pasó en esa casa, la única en la que he vivido con Cristóbal desde que nos casamos. Si bien recuerdo muchos momentos felices vividos ahí, los últimos meses lo empañan todo. Me quiero ir, definitivamente.
Un bocinazo me saca del ensimismamiento.
—Inaaaaa— me llama la Josefina, sacando la cabeza por la ventana del copiloto. «Chicoco, chicoco primo, ¡aquí estoy!» —le grita a Martín.
La Ema y Manuel aparecen, sonrientes y bronceados. Igual que Samuel y Sara, de la mano de su hija Lisa. ¡Cómo les envidio el color!
—Ay, ¡los odio! ¿Cómo pueden estar tan quemaditos si todavía no empieza ni el verano?
—La playita, pues cuñada. Eso es lo rico de vivir en Concón —me contesta Manuel, dándome uno de esos abrazos suyos que no me dejan respirar.
—O en el valle del Elqui —dice Sara.
—Hola —dice mi hermana mirándome a los ojos pero besando y abrazando a Martín.
Es curioso: cuando uno tiene hijos deja de ser sujeto no sólo de atención, sino que hasta de saludo. Todos te miran los brazos antes que la cara; el resto, no existe.
—¿Ya empezaron? —pregunta.
—Sí. Acaban de llegar, pero no se preocupen: ellos lo hacen todo. ¿Vamos a tomarnos un café al Plaza Insurgentes antes de irnos a la otra casa? —propongo.
—No puedo creerlo, Igna, súper parecido a las mudanzas con los papás —me dice, irónico, Samuel, recordándome esos cambios en los que mi mamá empezaba a guardar todo en cajas como un mes antes y teníamos que cargar el camión entre todos.
—¡Ah, no! Te juro que si más encima me tocaba a mí hacer la mudanza, me tiro por la ventana —le contesto.
Agarro la mochila de Martín —con colado, juguito, pañales de recambio, leche, tete y tuto por si le da sueño— y nos vamos. Cristóbal y Margarita se quedan a cargo de todo... Partimos y cuando desde la enorme camioneta de Manuel ya no se ve la casa vieja, sé que no voy a echar de menos nada de lo que dejo atrás. Algo nuevo empieza, nada puede ser peor que lo que ya pasé. De eso estoy segura.
Cuando llegamos a la casa nueva, Martín se pone feliz. Nos instalamos con la Ema y la Sara en el segundo piso y él gatea de mi pieza a la suya, a la de sus hermanos, a su baño, a mi walking closet... Parece conejito a pilas. Después de almorzar su papilla, se acuesta en su cuna y se queda dormido de un tirón. Parece que hubiera vivido siempre aquí. Aliviada por no tenerlo dando vueltas entre los maestros, empiezo a abrir las cajas con «mis cosas», como les dice Cristóbal. Con mi hermanita y mi cuñada nos ponemos a supervisar el desembalaje de clósets y ordenamos los muebles de cada pieza.
—¡Qué lindo este camarote! —me comenta la Ema.
—Es nuestro regalo para Adrián y la Sofía para su pieza nueva. Se ve precioso con los cubrecamas verdes pistacho y los cojines rojos, ¿no es cierto?
—Sí —me contestan a coro.
—Igna, el póster de «El circo», de Calder, ¿dónde va? —me pregunta la Sara.
—En la pieza de la Sofía y Adrián, al lado del ropero.
Lo mejor de tener hermana y cuñada arquitectas es que conviven con el martillo, el taladro y los clavos sin problemas. En un par de horas, todo está listo, menos los cuadros de mi pieza, un tema de pareja que deberé tratar en privado. Dichosa por la rapidez del proceso, bajo la escalera... En el primer piso, ¡el horror! En la cocina hay un hoyo enorme para poner la isla en la mitad del piso; otro hoyo en el techo para la campana y un grifo improvisado de lavaplatos. El refrigerador, en la mitad del living, está puesto entre mi sillón de terciopelo rojo y el de loneta blanca. Más allá, el grabado de Duclós reposa sobre una mesa. Mis libros, metidos a presión en una caja de cartón. Las sillas del comedor alineadas contra la pared, como si fuera una quinta de recreo. La vajilla, las copas, mis floreros de cristal... ¡todo arriba de la mesa de escritorio! ¡Contraté una mudanza que me deja todo ordenado pero se me olvidó que no tengo dónde ordenar! ¡Todo está encima de todo, arrumbado! No grito. Respiro hondo. Me doy media vuelta y trato de prender el equipo en la sala de estar para que la música salve la situación, pero el cable pelado que cuelga del techo me deja sumamente en claro lo vano del intento. Salgo al jardín. Es una sola montaña de escombros, carretillas, baldes con cemento, escaños y pedazos de madera, vidrio, pizarreño y aluminio. Quiero llorar. ¡Me mudé a Bosnia Herzegovina!
Mi cara demuestra la devastación que siento por dentro. Samuel se me acerca y, tan buena onda como siempre, trata de verle el lado positivo a la situación.
—¡Hermanita, qué rico que tienes tu casa propia! No importa tener que vivir un tiempo así, más relajados —me dice, pasándome el brazo sobre los hombros.
Me voy a desmayar. ¿Relajados? ¿Quién dijo que yo quería vivir «relajada»? ¿Cómo voy a estar «relajada» en este tierral, llena de maestros martillándome en la cabeza, picando la muralla, poniendo los interruptores? ¿Por qué no supe calcular la magnitud del desastre antes? Casi llamo a la Aída, aunque fuera domingo, para pedirle atención de urgencia. Pero me contengo. Me acuerdo de la Antonia y confío en mis supuestas fuerzas.
De noche, sentados en el suelo de la terraza, con un mantel a modo de mesa en el que Cristóbal ha puesto dos velas, el sushi y las copas, mis hermanos brindan por mi nueva vida.
—¡Felicidades, Igna, cuñadito!
—¡Bienvenidos! —dice Cristóbal, feliz.
A Sara y a la Ema les encanta la casa y desde su visión arquitectónica se imaginan todo el futuro.
—El patio se va a agrandar mucho cuando derrumbes esas dos bodegas chicas. Deja la higuera, el laurel y el limón, son árboles de la buena suerte —me sugiere Samuel, el agrónomo de la familia.
—Ese radier lo podrías dejar como cemento afinado, ponerle un techo de palitos delgados, separados para que entre el sol y construir un mueble en obra —me propone Sara.
—Sí, con cojines, un par de hamacas y un barbecue este jardín va a ser el paraíso. No te preocupes, Igna, todo va a quedar increíble. ¡Imagínate que ésta es tu casa y puedes hacer en ella lo que quieras!
Mi hermano adorado me contagia su entusiasmo. Tiene razón. Y aunque una de mis máximas es ir pensando sólo a cinco años plazo, me imagino los próximos cinco años en esta casa. Agradezco la postal que Samuel está pintando para mí.
CAPÍTULO 11
SEXO TRAE MÁS SEXO
—En este país todos hablan de sexo pero nadie lo practica.
Nos quedamos de una pieza. Rosario, Marina y yo.
—¿...?
—Es verdad. Todos alardean que tres veces a la semana, que todos los días, pero la verdad es que no pasa nada...
Definitivamente, atónitas. No tanto porque la afirmación nos pareciera descabellada, sino porque venía de un hombre.
Estábamos en el Mucca, un restaurante bien modernillo ubicado en avenida Italia, la arteria principal del «nuevo Bellavista». Habíamos salido solas las tres, y estábamos terminando de comer cuando aparecieron un par de amigos de la universidad.
—Apuesto a que estaban hablando de nanas y pelando a los maridos —nos dijo Pablo cuando se sentó con un whisky en la mano—. Desde que se casan, ése pasa a ser el tema favorito de las mujeres. Ah, y las guaguas, si hacen caca o no, o cuántas veces se nebulizan en el invierno.
Lo dijo en broma, pero el comentario nos cayó como patada en el estómago. La Marina fue la que desafió:
—Hablemos de sexo, entonces.
Esa fue la frase que dio pie a la tajante afirmación de Pablo.
—¿Lo dices por experiencia propia?
—No, no, no es mi caso —dijo nuestro amigo, riendo.
—¿Viste? ¡Nadie quiere decir públicamente que su vida sexual es una lata! —agregó Arturo Herrera.
—Ya, pero entonces dinos, de verdad: ¿cuántas veces a la semana haces el amor con tu mujer?
—Antes, dos, a veces tres. Pero desde hace dos meses ¡nada! Es que las mujeres se ponen muy lateras. Prefieren dormir. Y uno se cansa de ser todo el tiempo el que las anda persiguiendo.
—Pero es que los hombres quieren todo el día, mañana tarde y noche...
—No es cierto —dijo Pablo.
—Y si fuera, ¿qué de malo tendría? Es tan rico... No entiendo en qué momento el sexo se transforma sólo en tema de conversación... —afirmó Arturo—. Cuando uno está pololeando jamás habla de esto. Lo practica no más...
La discusión se extendió por mucho rato. Esa noche llegué a la casa como a la una. Cristóbal ya estaba durmiendo y cuando traté de despertarlo, se dio media vuelta y ni me miró. De tanto hablar de sexo, tenía ganas de hacer el amor. Pero también de preguntarle cómo lo vivía. Porque por mucho que le discutiera a mis amigos, tenían mucha razón en algo: en la frecuencia. Los primeros dos años de casados fueron intensísimos en materia de sexo, pero cada vez los encuentros se han ido haciendo más ocasionales. Uno piensa: «Mejor calidad que cantidad», pero eso no significa que saques el tema de tu cabeza. Está ahí, constantemente. Uno piensa todos los días: «Ya, esta noche sí», pero llegas a la casa y después de acostar a los niños, comer y ver las noticias, estás muy cansada. Y poco ayuda el ambiente: sociedad menos erotizada que la nuestra no hay... por mucha voluptuosa Marlen Olivari, mucha geisha chilena del tipo Anita Alvarado y mucha silicona que se muestre en la tele, nunca vamos a ser como Cuba o como Brasil, donde la carga erótica flota en el aire.
A la mañana siguiente, Cristóbal ya se había ido a buscar a los niños para llevarlos al colegio cuando desperté. Levanté a Martín que alegaba en su cuna, le hice la mamadera y lo acosté en mi cama. Hacerle cariño en el pelo mientras toma su leche es una adicción. Desde hace unos días, él pone su palma contra la mía y me hace cariño con la puntita de sus dedos chicos. Cada vez pienso que me voy a morir de emoción. Está tan precioso.
Ya en la oficina, no sé cómo me encontré hablando de sexo de nuevo.
Estábamos algunas periodistas con Asunción en su oficina y empezamos a discutir que hoy en día las mujeres son buenas consumidoras de pornografía: arriendan películas soft, compran juguetes eróticos, se suscriben a las revistas; todo bajo cuerdas, por supuesto, para que nadie se entere, pero lo hacen.
—Una de mis entrevistadas —dijo la Coté Valdés—, me contaba que cuando la rutina se apoderó de su relación, ella empezó a pensar: «Ya, no puedo pasar de esta noche», y empezaba a ponerse «en onda» desde la mañana. Llamaba a su marido, al llegar a la casa hacía un pisco sour rico, lo esperaba... Y le funcionó, lo empezaron a pasar regio y empezaron a hacer el amor mucho más.
—Sexo trae más sexo —digo yo, como pensando para mí misma.
—¿Qué? —me pregunta la Coté.
—Eso. Que si lo haces en la noche, quieres hacerlo de nuevo a la mañana siguiente y así... Pero si dejas una semana, mientras más pasa el tiempo más exigida te sientes de tener que volver a las pistas, de que sea increíble y, ante el esfuerzo, prefieres seguir sin hacerlo. Hay inercia. El sexo llama al sexo...
—Como el dinero llama al dinero, y el trabajo al trabajo —acota la Andrea Zegers—. Pero eso es bien difícil cuando tienes cuatro niños. Hay que esperar a que todos se queden dormidos; en mi caso, desde la que tiene 12 hasta la de dos. La otra noche habíamos terminado recién de hacer el amor y se abrió la puerta: entró la Pascuala alegando porque hacía mucho calor y no podía dormir. Casi me muero.
—¿Y estaban en pelota?
—No, menos mal que me había puesto la camisa de dormir.
Me da risa de sólo imaginarme la situación. La Andrea es lo más pudorosa del planeta y se puede morir de la vergüenza de que la pille su hija en plena «incursión», como diría el «Rumpy». Y tiene razón: nada es peor a que te pillen los hijos. ¡Sí! ¡Una cosa! Haber visto a los papás cuando eres chico. ¡Qué vergüenza! Una vez me quedé sola en la casa de la playa con ellos, tendría como 15, y los escuché toda la noche... Al día siguiente no podía mirarlos a la cara... Lo mismo me pasó hace un par de años atrás cuando mi mamá me confesó que había dejado la Fluoxetina porque ya no tenían sexo tres veces por semana, «como siempre», agregó... ¡Ellos, los reyes del mambo!
—Es que la intimidad es clave —agrega la Coté—. Yo siempre cierro la puerta con llave, pongo velas, música especial, incienso... Y cuando puedo, me escapo a un hotel por una noche. Es lo más romántico del mundo, te haces la idea de que estás de viaje... Ahora quiero ir a probar el Ritz-Carlton... Es fundamental crear ambiente...
—¡Ah, no! Demasiada producción —acota la Andrea—. Además, los hombres nunca tienen tiempo para los preámbulos. Siempre te encuentran en la cama, con pijama, después de haberte lavado la cara, llena de crema... Como que estiran la mano, te tocan una pechuga y ¡listo! Un, dos, fuera pijama, tres cucharadas y a la papa...
—Es cierto —digo yo. Ya nunca más hiciste el amor en el living, en la sala de estar, en la cocina... La pura cama...
—Ah, sí, a mí me gusta en la cama —dice la Coté.
—Pero es aburrido. Lo más rico es que te seduzcan, te acaricien las piernas por debajo de la mesa, te saquen la camisa en el auto y no alcances a llegar a la cama... La pasión, el apuro, las risas compartidas... Un poquito de emoción...
—Ay, Igna, demasiado Hollywood. La vida real no es así. Es más bien como el cine chileno: más aburrido y más escaso de recursos.
—Está claro, por eso las mujeres ahora se compran juguetitos eróticos. Pero, mira, como dice mi sicóloga, lo importante no es cómo ni cuántas veces lo haces por semana sino que los dos estén satisfechos en sus expectativas. Y si no es así, hay que conversarlo.
—Pero, ¿han visto algo más difícil que hablar de sexo con los hombres? Les carga el tema, lo encuentran de mujeres —dice la Andrea.
—Hablando de hombres, anoche estuve con dos compañeros de universidad que tenían la teoría de que en este país nadie tiene sexo.
—Eso es cierto. Todos se las dan de súper cancheros, pero a la hora de los «quiubo», la frecuencia de las relaciones sexuales es mucho menor.
Me quedé pensando. ¿Los hombres no hablarán de sexo porque les da lata, porque lo encuentran de mina o definitivamente porque no está en su memoria genética? Esa noche, al meternos a la cama, le pregunté a Cristóbal.
—No es cierto que los hombres no hablemos de sexo —me contestó—. Sí, lo hacemos, pero no con el detalle que lo hacen las mujeres. Nosotros hablamos de sexo pero no de nuestras parejas en el sexo...
¿Será verdad?
No sé cómo —creo que porque en el tema pisaba tejado de vidrio y a uno las tías siempre le dicen que si el hombre no tiene sexo en la casa, lo buscará afuera—, me encontré preguntándole si estaba contento con nuestra frecuencia sexual.
—Igna, a mí me encanta hacer el amor contigo. Pero últimamente no has andado muy receptiva, por ser elegante, con el tema. Siento que te da lata y prefiero no exigirte... Además, los antidepresivos bajan la libido, eso lo sé. Así es que me aguanto, pero claro que me gustaría que fuera más seguido.
—Mira, yo tengo la teoría de que el sexo trae más sexo. O sea, si haces el amor dos veces a la semana es posible que sean tres, pero si dejas diez días, perfectamente se pueden transformar en quince, porque volver a empezar es mucho más difícil... Si lo dejas de lado, te cuesta mucho volver a enganchar...
—Ya, Carlitos Marx, ¿y cuándo pasas a la práctica? —me dice poniéndose encima mío y dándome besos en la oreja.
¡Glup! Caí en mi propia trampa. Y sin aperitivo.
CAPÍTULO 12
¡CUIDADO! HOMBRES EN EL «SUPERPESCADO»
Sábado, 08:30 de la mañana. Abro un ojo y me encuentro con mi hija putativa mirándome fijo. Pego un salto.
—¡Al fin te despertaste! —dice la Sofía.
«¿Cómo al fin?, pienso». El único fin de hoy es que es «fin de semana» y se supone que puedo dormir hasta muy tarde si quiero. Pero parece que no.
—La Margarita, Martín y yo estamos listos para ir a La Vega.
¡Ay! ¿Por qué vivo haciendo promesas que después me cuesta un mundo cumplir? ¿Por qué no cierro la boca si se me ocurren estas cosas los viernes en la noche, cuando vuelvo tarde a la casa y, culposa, busco un panorama con los niños al día siguiente? ¿Por qué no les arriendo una película antes y me quedo callada?
—Mañana...
—No. Mañana la Margarita no está y ella tiene que ir para decirnos dónde comprar lo mejor.
Odio su razonamiento lógico.
—Ya, Sofía. Me ducho y vamos.
Opto por el agua fría y, mientras me jabono, me acuerdo de la película que vimos anoche con Cristóbal, la última de Almodóvar, Hable con ella. Comparo mi vida llena de gritos de niños, peleas entre la Sofía y Adrián —llenas de «te dije que no me tocaras mis cosas, te lo dije», «pero si yo no las toqué, sólo las miré», «no, porque estaban desordenadas y mi lápiz dorado no está», «sí está, fíjate bien debajo de la cama— con la de las protagonistas, sumergidas en coma profundo, y suspiro. ¡Qué fantasía!: dormir seis meses...
Trato de hacerme un café para despertar mejor pero no hay ni café ni azúcar. Justo en eso, llega Cristóbal y abre el refrigerador.
—Igna, no hay jugo.
—No, mi amor, ni café ni servilletas ni leche ni cereales ni toalla Nova ni plátanos ni leche condensada para los niños...
—Perdón, ¿me perdí algo? Noto un tonito irónico, ¿qué onda?
—Onda que yo voy saliendo a La Vega con la Margarita y los niños y después tengo que pasar al supermercado, a la tintorería a buscar tus ternos y, más encima, a comprar dos regalos para los cumpleaños que tiene la Sofía el fin de semana.
—¿Y?
—¡Cómo que ¿y?! ¿Y tú?
—Ah, tú sabes que los sábados en la mañana juego squash con mi hermano.
Me dan ganas de matarlo. Estrangularlo, ahorcarlo, fusilarlo, dinamitarlo o cualquier «arlo» que lo haga desaparecer de la faz de la tierra.
—¿Y por qué yo tengo que hacerme cargo de todo lo de la casa?
—Porque a ti te gusta. Además, siempre ha sido así...
—Pero eso no quiere decir ni que sea justo ni que sea incambiable.
A esas alturas ya estoy casi gritando. Y es «casi» porque los gritos es algo que para nosotros no está en el disco duro de nuestra relación. Eso, además de no sernos infieles ni maltratarnos nunca, ni física ni sicológicamente. Fue un pacto de «cuasi sangre» que hicimos cuando nos casamos.
—A ver, Ignacia, no sabía que te molestaba. No sé si es injusto, son sólo tareas compartidas. Yo igual me quedo con los niños cuando tú quieres ir a comer con una amiga o al cine.
—Pero yo soy la encargada de que la casa funcione. Esas otras cosas las hago en el horario extraprogramático, si es que lo tengo y si es que me queda energía para tratar de ser persona además de mamá, madrastra, hija, periodista, ama de llaves y TU mujer.
La Sofía, que acaba de entrar a la cocina a dejar su plato vacío de Corn Flakes me mira, riéndose:
—Tú no eres mi madrastra. Eres mi «mamadera».
La abrazo, enternecida. Nunca se les ha olvidado lo que les enseñé. Incluso tengo pegado en el corcho de la oficina un dibujo que Adrián me regaló para el día de la madre y en el que aparece, supuestamente, mi cara con cuerpo de mamadera. Cristóbal se une al abrazo y, entre los dos, le hacemos a la Sofía nuestro tradicional número de «hamburguesa de cariño», apretándola entre nuestros cuerpos.
—Si quieres, esta vez yo puedo ir al supermercado. Me alcanza el tiempo después del partido —me dice Cristóbal, conciliador.
Me acuerdo de la Aída y dejo pasar el «esta vez». Me quedo con lo mejor de la frase.
—Sería genial —le contesto, dándole un beso—. Con la Margarita te hacemos la lista al tiro para que vayas a «poncrar al superpescado», como dice la Josefina.
La Vega en septiembre, temprano en la mañana es increíble. En el aire flota un olor a albahaca, sandía y melón. Los puestos están terminando de armarse y el griterío es infernal: «Frutillas, a dos lucas el cajón». «Tiernitos los choclos, siete en mil, pa’ las humitas, casera.» «De Quillota, las paltas, a 600 el kilo de “jás”.» «Los pepes, a 50 los pepes.»
—¿Qué son los pepes, Margarita? —pregunta la Sofía antes que yo.
—Los pepinos. Ésos, los verdes, que son salados, ¿los ves?
Primera noticia. Vamos recorriendo y comprando, mientras mi Margarita —conocedora del desastroso presupuesto familiar tras el cambio de casa— realmente se deleita con los precios.
—Mire, señora Ignacia, las berenjenas y los zapallitos a 50 cada uno. ¿Cuánto le cuestan en el supermercado?
—Por lo menos 100 y son ni la mitad de éstos —le respondo entusiasmándome con la perspectiva de comprar fruta y verdura tan fresca y tan bonita.
Martín está alucinado y quiere tocarlo todo: cebollas, berenjenas, manzanas, la uva que se cae de los cajones. Sus hermanos, mientras tanto, ya están arriba del carrito del señor que nos ofreció ayuda. Al medio de todos, yo feliz, sintiéndome la madre de familia más ahorrativa del mundo y una turista en mi propia ciudad, como me pasa en el supermercado coreano de Patronato donde con Cristóbal compramos gyozas, arroz jazmín y la salsa agridulce que a los dos nos encanta.
Después de cargar el auto con frutas y verduras como para un regimiento, partimos a Providencia. Prometí helados en el Tavelli para todos, así es que me tengo que tragar la rabia cuando me acuerdo de que ahora no se puede estacionar en la calle y que hay que ir a esos lugares pagados donde las entradas son tan estrechas que si uno no sale con un rayón más en el auto es un milagro. Cuento hasta diez.
Sentada en el Drugstore, mientras los niños corren entre las mesas y la Margarita persigue a Martín, hago un rito que no hacía hace años: mi cortado simple con los diarios del sábado. Es como un sueño. Y sigo como soñando cuando vamos con la Sofía a la librería Ulises a comprarle libros a sus amigas que están de cumpleaños, cuando le regalo a Adrián el Condorito —aunque después me torture dos semanas con los mismos chistes fomes que él celebra a carcajadas antes de terminar de contarlos—, cuando volvemos a la casa y veo la camioneta de Cristóbal en el garage. Casi levito de amor. Ya estoy dispuesta a ser una geisha el resto del fin de semana para mostrarle lo agradecida que estoy por haberme dejado un poco de tiempo para mí, yendo él al supermercado. La nube se esfuma de un paragüazo cuando entro a la cocina. Todo está lleno de miles de bolsas del Jumbo.
¿El Jumbo? ¿La tentación? Me quedo muda, «paralela» como decía Papelucho y empiezo a revisar las bolsas: salsa Teriyaki, tabasco, Worcester y soya. Delicias mexicanas: frijoles refritos, masa de tacos, mole verde y de chocolate, totopos. Peruanas: preparados para las papas a la huancaína y el ají de gallina; cebolla morada para el cebiche y amargo de Angostura para el pisco sour. Sake y nori, por el lado oriental. Café Illy, un etiqueta negra —agradezco que no haya encontrado el azul—, tres Don Melchor y un Absolut Kurant. En vez de una común y silvestre agua mineral —que jamás compro, para eso está el agua de la llave—, ¡cinco San Pellegrino! A esas alturas, parezco una loca.
—¡¡¡Cristóbal!!!
—Hola, mi amor, llegaste. Yo ya fui al «superpescado» —me dice, orgulloso.
—¿Y por qué tenías que ir al Jumbo y comprártelo todo? ¿Cuánto te salió la cuenta?
—Casi ciento cincuenta lucas, Igna, no seas exagerada.
—Pero cómo más de cien lucas si el presupuesto del supermercado es setenta. ¡¡¡Compraste el doble!!!
—Es que compré cosas que son una inversión, Ignacia, como el whisky y el vodka, y los ingredientes para hacer comida mexicana que se me habían acabado. Además, justo estaba la oferta de las salsas...
No lo oigo más. No quiero escucharlo ni verlo nunca más. Lo odio. Yo sabía. Lo presentía. Algo en mi memoria me lo decía. ¿Por qué se me fue a olvidar que, precisamente, porque él se compra todo el maldito supermercado, siempre tengo que ir yo?
CAPÍTULO 13
UNOS O SIETES
Por fin es jueves. Día de sicóloga. Amanezco pésimo: anoche tuvimos nuestra primera comida elegante en la casa nueva. Invitados: mis amigas Camila y Rosario, Rafael, gran amigo de Cristóbal en la universidad y su mujer, Rossana. Cristóbal, después del «affaire superpescador» cocinó comida peruana —cebiche de reineta y ostras de aperitivo; ají de gallina de plato principal—, aparte de un pisco sour también a la peruana, con limón de pica, clara de huevo y jarabe de goma, para celebrar. No paraba de decirme: «¿Viste que sirve que yo haga las compras?». Estábamos tan felices que opté por la indiferencia ante el comentario.
Después del suspiro limeño de rigor, el tema derivó hacia los reality show que han inundado las pantallas de la televisión.
—Me parece una crueldad el experimento que han hecho con estos adolescentes. Ellos no saben a lo que se han expuesto —fue la frase de Cristóbal que desató el debate.
Rafael se indignó
—Ésa es la tendencia de la televisión mundial en este momento: la transparencia. Y a ella estaban expuestos los participantes, que sabían perfectamente a lo que iban.
—No debería ser editado —dije yo, asegurando además que sabía de buena fuente que el programa estaba entero libreteado, que tenían seis guionistas trabajando de sol a sol.
—Pero si la edición no es lo relevante, sino lo que se muestra. Además, para que estés bien informada, hay ciertos horarios en los que se transmite todo lo grabado —sentenció Rafael.
—Bueno, pero igual es como un experimento. Son como ratones de laboratorio —continuó Cristóbal.
Nos enfrascamos en una discusión eterna sobre los límites de lo que debe y no debe mostrarse en televisión, sobre la fidelidad del género reality con la realidad misma y sus diferencias con el documental. Así nos dieron las dos y media de la mañana.
No hay nada peor que despertar después de una farra. Miento, sólo una cosa: trabajar. Esa es una de las peores verdades al pasar los 30: uno ya no se recupera tan rápido como antes. No sé cómo a los 23 podía acostarme a las cinco de la mañana y estar en clases a las ocho y media. Ya no soy capaz. A la mañana siguiente soy la mujer zombie, y si ya con esta depresión me cuesta hacer sinapsis —el otro día le dije a la Margarita que me pasara la zanahoria en vez de la licuadora—, carreteada es aún peor.
Llegué a la oficina y me demoré muchísimo en leer los diarios. Fue una mañana en cámara lenta. Pero había algo que me mantenía alerta: tenía hora con la Aída a la una. Me desplomé, literalmente, en su sillón de cuero negro. Había intentado pensar cuál sería nuestro tema en esa sesión, pero no se me ocurría nada. Ya me había pasado la vez anterior y creo que ella lo sentía también porque me había lanzado la indirecta de que era hora de darme de alta. Yo le había contestado, enfática: «De ninguna manera», pero en el fondo no estaba tan de acuerdo. Me sentía bien, estaba más tranquila. La casa ya se estaba terminando, nos quedaban un par de días de maestros y no veía por qué tenía que seguir yendo a terapia.
—¿Cómo has estado esta última semana? —me preguntó ella, arrellanada en su silla, con el bloc en las rodillas y su taza de té sobre el escritorio.
—Bien. Más contenta —le respondí.
—Ojalá menos lacónica, Ignacia —replicó, invitándome a seguir.
—Bueno, el fin de semana estuvo rico. Me fui a la casa de mis papás en Concón con Cristóbal y Martín. Fui a la playa, me bañé harto y tomé sol. Bien.
—Y en la semana, ¿cómo te sentiste?
Me carga cuando la Aída me hace acordarme de mis sentimientos, de mis emociones y contárselas con detalle. Me acordé de que el lunes me vino una angustia tan grande que quería llorar. Y retrocediendo en el tiempo, debo reconocer que me ha vuelto el dolor de cabeza ése que empieza detrás de la nuca y que ya no logro dormir si no es con un cuarto de Tensodox «a la vena». Le cuento todo lo que se me va pasando por la cabeza —¿o debería decir por el corazón?— y ella me pregunta por qué creo que me siento así.
—Porque tengo rabia conmigo —le digo abruptamente, asombrándome yo misma de lo que acabo de contestar.
—¿Y por qué?
—Porque no me siento mejor. Porque sigo viviendo con angustia, con culpa, porque amanezco cansada y me duermo cansada. ¿De qué estoy cansada? ¿Por qué me sigo quejando? Todo está bien: la casa ya está casi lista, ayer instalaron los muebles de cocina. Martín ya camina y le acaba de salir su quinto diente, y en el trabajo estoy muy bien. No entiendo por qué no supero la sensación de asfixia, de infelicidad...
—Bueno, Ignacia, las depresiones no son fáciles.
—Sí, pero ya llevo tres meses tomando antidepresivos y estoy igual... (las lágrimas se agolpan en mis pestañas. Las cierro para impedir que salgan).
—Es que quizás estás teniendo una recaída. Eso suele pasar...
—Pero, ¿cómo? —le grito, ya llorando—. ¿Cómo una recaída? Si he hecho todo lo que había que hacer para mejorarme. No puede ser que esté avanzando en círculos, repitiendo una y otra vez la angustia, la pena, la sensación de querer cerrar los ojos y dormir la vida entera.
—Pero es que la vida es así. No es lineal. Uno no va cumpliendo etapas y descartándolas con un click. Las emociones no funcionan de esa manera y creo que si ésa es la vara con la que te mides, te estás equivocando y, además, exigiéndote demasiado.
Me quedo callada, amurrada en el sillón, con los brazos cruzados en el pecho. No me gusta lo que escucho.
—¿Por qué siempre aspiras a ser perfecta?
—No, no aspiro a eso... No tengo la autoestima tan alta. Pero sí quiero ser lo mejor que pueda. Desde chica me esforzaba para ser la primera del curso...
—¿Y para qué?