ISÀ
Isà ha asimilado en poco tiempo la huida de José Raposo. Incluso se ha alegrado, en cierto modo, de lo ocurrido. Después de todo, le ha servido de excusa para intentar un cambio de vida. No es que le haya ido mal en Melilla, mas siempre ha sabido que algún día tendría que irse y enfrentarse consigo mismo. Saber quién es realmente.
Ahora siente un ansia inesperada por encontrarse con su madre. Y un deseo irrefrenable de iniciar un futuro diferente. Hasta el momento, el hecho de ser hijo de un cristiano y una musulmana ha marcado su vida por completo. No sabe cómo, pero quiere que esto cambie de una vez por todas.
El padre de Isà era un soldado español. De nombre Félix Foncubierta, había nacido en Dos Hermanas —muy cerca de Sevilla— en 1824. En 1838 ya era educando de banda en el Regimiento de Infantería Soria número 9, de guarnición en Sevilla. Doce años después, en 1850, ascendió a sargento de banda y pasó destinado a la banda de cornetas y tambores de la unidad militar denominada «Regimiento Fijo de Ceuta».
Ya por entonces, los cabileños solían hostigar a las tropas españolas cada vez que salían de la ciudad de Ceuta para hacer alguna marcha o algún ejercicio de tiro. A veces, se producían algunos enfrentamientos armados, que no solían pasar de un tímido intercambio de disparos, saldado casi siempre con la huida de los rifeños y pocas veces con algún muerto o herido.
Una tarde, volviendo de una marcha, poco antes de llegar a Castillejos, el sargento Foncubierta, que marchaba algo rezagado con algunos soldados de la banda, oyó unos gritos no muy lejos del camino. Eran de mujer.
—¡Cabo!, sigue tú con estos que voy a ver qué pasa ahí.
—¡A la orden mi sargento!
Foncubierta se desvió del camino y vio, a unos doscientos metros, una casa de adobe, típica de los rifeños. Los gritos venían de dentro. El sargento se acercó lentamente y se asomó por un ventanuco. Lo que vio le sobresaltó brutalmente: dentro había un hombre y una mujer, algo mayores de edad, tendidos en el suelo rodeados de sendos charcos de sangre. Sobre un jergón, estaba una chica muy joven. Tenía los ojos muy abiertos, pero ya no gritaba. Un soldado estaba a su lado, poniéndole la punta de un machete en el cuello; delante tenía a otro soldado con los pantalones bajados.
A Foncubierta le faltaba la respiración. Inmediatamente, pensó que tenía que decidirse. Caló la bayoneta de su fusil y entró en la habitación.
—¡¿Qué pasa aquí?!
El soldado del machete se levantó del jergón y, sin mediar palabra se dirigió hacia el sargento apuntándole con el arma que llevaba en la mano; el otro se giró tratando de coger el fusil que tenía al lado, apoyado en una mesa. Foncubierta no dudó ni un instante. Disparó a bocajarro al que le atacaba con el machete y se volvió al otro que ya estaba cogiendo el fusil.
—¡Quieto!
—¿A mí me vas a dar órdenes con el fusil descargado, mi sargento? ¡Me da igual ocho que ochenta!
El soldado se llevó el fusil a la cara. Foncubierta fue más rápido y le clavó la bayoneta en la barriga, sacándosela por detrás.
—¿Cómo te llamas? —preguntó a la chica. Era casi una niña.
—Damya. Damya Alabi. Yo entiendo algo tu lengua. Poco.
Detrás de una cortina apareció un chico de unos ocho años.
—Mi hermano Magek. Lleva a los dos contigo. Ya no tenemos familia.
—¡Vamos!
Obró automáticamente. Podría haberlos dejado allí, pero no pudo decir que no a la chica. Los montó en su caballo y en poco tiempo se puso a la altura de sus hombres.
—Mi sargento, ¿qué ha pasado?
—Nada. He estado cazando unas ratas.
El sargento Foncubierta tenía una casa alquilada en Benzú, un pequeño poblado en la parte oeste de Ceuta. Allí instaló a Damya y a Magek. Un año después, en 1851, nacía Isà.
Félix y Damya formaron algo parecido a una familia. No lo era completamente. En primer lugar, porque el sargento estaba casado y sabía que, antes o después, se marcharía destinado a la Península y regresaría con su esposa. Por otro lado, Foncubierta no se preocupó nunca en exceso en la educación del niño o del hermano de Damya. Sería más justo decir que lo dejó casi todo en manos de ella, aun siendo una niña. Tampoco tenía mucho tiempo, o eso es lo que decía a menudo.
Al sargento ni se le ocurrió bautizar al niño. En una época en que el registro civil y el bautismo iban aparejados, un hombre casado no podía hacer nada al respecto. La iglesia no iba a permitirlo de ninguna manera. Damya enseñó a Isà los fundamentos de su religión, a pesar de no tener muchos conocimientos sobre ella, a parte de cosas rutinarias y básicas. E igual hizo Félix, a su manera. Isá igual rezaba un padrenuestro que una sura aprendida por su madre de memoria. Para la madre era Isà y para el padre Jesús. El mismo nombre en dos idiomas distintos y una forma de «cumplir» cada cual con su religión.
Foncubierta vivía con ellos. Nunca se le conoció relación con otra mujer que no fuera Damya. Ambos se querían. Sin embargo, había un abismo de costumbres y leyes que los separaban, a pesar de dormir juntos cada noche.
En 1859, los rifeños atacaron Ceuta. España y el sultán del Rif entraron en guerra. El 26 de abril del año siguiente, el tratado de Wad-Ras ratificó la victoria española y le reportó a España el reconocimiento de la soberanía sobre varias plazas del norte de África. El sargento estuvo fuera casi todo el tiempo que duró la contienda. Cuando regresó ya no era el mismo y Damya se percató enseguida de ello.
Siguió en Ceuta bastantes años más. Pero era frecuente que se pusiera a hablar con ella sobre la posibilidad de pedir destino o de que lo mandasen forzoso a una guarnición de la península. Damya sabía que eso supondría el fin de su relación. Y lo amaba. Él también la quería, pero empezaba a decirse que aquello no podía seguir.
Un día del año 1872 —Isà no recuerda muy bien cómo pasó— Félix Foncubierta se marchó. Su madre siempre le dijo que se había tenido que ir porque había una guerra en España entre los carlistas y los isabelinos, pero Isà nunca lo terminó de creer.
Cuando se fue su padre, él tenía veintiún años. Su tío Magek, con treinta, estaba ya casado con una musulmana de Ceuta. Isà había estado trabajando varios años con su tío, que tenía una barca de pesca.
A raíz de la partida de su padre, el tío Magek se comprometió a ayudar a su hermana. Con treinta y siete años y amancebada desde los catorce con un cristiano, no tenía la menor posibilidad de sobrevivir sin la ayuda de su hermano o de su hijo. A Damya nunca le faltó algo para comer y vestirse. Y su hermano se encargó del alquiler de la casa.
En Benzú, Isà era, para el resto de los musulmanes, el hijo de un cristiano; en Ceuta, un musulmán más. El único que no sabía quién era exactamente —con sus padrenuestros y sus suras; su pelo claro y su nariz aguileña— era él.
Muy pronto decidió que tenía que marcharse. Tal vez terminaría averiguando cuál era su verdadera identidad alejándose del barrio donde nació y de los vecinos que conocían su historia.
—Madre, no se preocupe por mí. Algún día regresaré. Se lo prometo.
Fueron las últimas palabras que dijo Isà a su madre. Ahora desea verla de nuevo y abrazarla. Después, ya decidirá qué hace. Se está despidiendo de Ahmed. Salieron de Melilla en la barca del rifeño y ahora están en su cabila.
—Isà, te pido por favor que te lleves este caballo. Te vendrá muy bien para el camino. Ya me lo devolverás cuando puedas, junto con el dinero que te he prestado. Porque ya sabes que todo es un préstamo —asegura Ahmed, con una sonrisa pícara.
Isà, se marcha. Todo es mirar hacia delante. Su dominio del Chelja y su indumentaria lo hacen uno más. Su tez, su cabello y sus ojos son claros, si bien esto no es imposible, ni mucho menos, entre los rifeños. Cuando llega a Ceuta, días después, se dirige directamente a Benzú, a la casa de su madre. Llama. Al cabo de unos segundos, abre un desconocido, que le contesta en español.
—¿Damya? Aquí no vive ninguna Damya. Se habrá equivocado usted de casa.
Esto no se lo esperaba. Se le ocurre que tal vez Magek se haya llevado a su hermana con ella —«Ojalá no haya cambiado de casa mi tío», piensa.
Cuando llama a la puerta de su tío está francamente preocupado e inquieto. Le abre su mujer.
—¿Quién eres?
—¿No me recuerdas? Soy el hijo de Damya.
—¡Ah, sí! Espera.
—Hola Isà, ¿cómo estás? —le dice Magek, que parece alegrarse francamente de verle.
—Bien, tío Magek... ¿Y mi madre? ¡No le habrá pasado algo...!
—No. Nada malo. Anda, entra. Quédate a comer algo, que tienes cara de no haber comido en bastante tiempo. Ahora te cuento.
Mientras comen tío y sobrino, el primero le cuenta a Isà una historia que no se esperaba.
—Verás, Isà. Tu padre volvió...
—¿Cómo?
—Sí. Volvió. Hace ocho años se retiró del Ejército. Dos años después, en 1880, su mujer cristiana falleció. En dos meses estaba aquí buscando a tu madre. Me ha costado mucho aceptar que mi hermana se fuera con un cristiano a España. Pero sé que ellos se querían..., se quieren. Él le prometió que en cuanto llegasen allí se casaría con ella. ¡Con sus cincuenta y seis años! ¡Quince más que tu madre! Pero sé que se quieren. Además, entre nosotros la diferencia de edad no es ningún problema. Lo que más me ha costado aceptar es que tu madre habrá tenido que hacerse cristiana para casarse. A pesar de todo, la he perdonado hace tiempo.
—No me esperaba todo esto, Magek.
—Ya sabes que tu madre no sabia escribir. Pero tu padre dejó esta carta para ti.
—¿Para mí? ¡No puedo creerlo!
—Yo no entiendo lo que pone. Él solo me dijo que, si volvías, te la entregara. Aquí la tienes.
Isà, atónito, empieza a leer:
Hijo mío. He venido para llevarme a tu madre a España. Me casaré con ella. Siempre la he querido y ella a mí.
Y a ti siempre te he querido, como hijo mío que eres. No supe darte todo el tiempo que se debe dar a un hijo y lo lamento. Tampoco te pude reconocer en su momento y eso me pesa mucho más de lo que puedas imaginar. Además, eres mi único hijo. Nunca he dejado de sentir haberme ido de Ceuta. Pero ahora todo está como debe ser.
Si quieres venir a vernos o a vivir con nosotros, te reconoceré como hijo mío que eres. Vivimos en Sevilla. Solo tienes que preguntar por la alameda de Hércules. Muy cerca, entre las calles Amor de Dios y Trajano, hay un pasaje en el que podrás encontrar una taberna. Pregunta allí y nos encontrarás. Vivimos al lado.
Me dice tu madre que la harías muy feliz si fueras a vernos y que desea con toda su alma abrazarte. Si quisieras quedarte, aquí tendrás tu casa cuando nosotros faltemos.
Un abrazo de tu padre.
Félix Foncubierta.
Ceuta, 8 de abril de 1880.
Isà sigue mirando el papel largo rato, a pesar de haberlo leído y releído.
—¿Qué dice?
—Mi padre quiere reconocerme como hijo suyo y me invita a que vaya a su casa.
—Esto es una decisión tuya. Si quieres quedarte aquí, puedes volver a pescar conmigo. Eres mi sobrino...
—Gracias, tío Magek. Quería pedirte algo. Tengo fuera un caballo de un amigo. Es pescador cómo tú. Va a ser difícil devolvérselo, así que te lo dejo aquí y lo puedes tener como tuyo con la condición de que, si se presenta la oportunidad, se lo devuelvas. Te diré cómo se llama y dónde vive.
—Por eso no te preocupes. Y respecto a tu decisión, puedes quedarte aquí unos días o el tiempo que quieras, mientras lo piensas con tranquilidad. Mi casa no te va a faltar.
Al día siguiente, Isà está en el puerto de Ceuta, esperando encontrar billete para el primer barco que salga hacia Cádiz. Desde Allí, tomará el tren con dirección a Sevilla. Le está esperando una vida nueva. Está lleno de incertidumbres, mas sabe que está haciendo algo que ya estaba escrito en su destino desde el día que nació.