ECHARSE AL MONTE
Unos días antes de la llegada de José Raposo a Jerez, un capitán de carabineros, vestido con su uniforme de azul de diario y con la gorra de plato bajo el brazo, llama a la puerta de los Gálvez. Sale una criada algo mayor.
—Buenos días, ¿qué se le ofrece al señor?
—Buenos días, soy el capitán Genaro Quesada, jefe del Escuadrón de Caballería de Carabineros de Jerez. Quisiera hablar con don Jesús Gálvez.
—Pase usted al recibidor, por favor.
El capitán se sentó en un cómodo butacón. El recibidor era amplio y acogedor, con cuadros de buena factura: paisajes, naturalezas muertas y escenas de caza, con ciervos, jabalíes y zorros huyendo despavoridos de caballistas bien armados y perros enfurecidos. «Estos cuadros deben costar un Potosí», pensó el capitán mientras esperaba. Los muebles eran todos de caoba. Una mesa de mármol con un portarretratos de los dos hermanos fallecidos llamó la atención del carabinero. Se levantó y se les quedó mirando, pensativo, justo en el momento en que entraba el dueño de la casa.
—¡Pero Hombre, Genaro! ¡Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos! —Se dieron un fuerte abrazo con grandes palmadas en la espalda incluidas.
Luis Gálvez y Genaro Quesada fueron compañeros de pupitre en el colegio de los Jesuitas de El Puerto de Santa María, antes de que estos tuvieran que salir corriendo cuando la revolución de septiembre del sesenta y ocho. No se habían visto muy a menudo después de aquello; pero hay amistades de la niñez que permanecen toda la vida. Y esta era una de esas.
—¿Quieres tomar algo, Genarito? ¿Un amontillado? ¿Café?
—Café, por favor.
—Me alegra mucho verte. A ver si nos vemos más a menudo. Ya sabes que esta es tu casa...
—Lo sé, Jesús. ¡Ya me gustaría! Siempre estoy ocupado persiguiendo contrabandistas. ¡No paran!
—Lo entiendo.
—La cosa es que vengo a darte una noticia. Una noticia inquietante, siento decírtelo. No tiene por qué ocurrir nada, pero he creído necesario informarte y prevenirte.
—Me preocupan tus palabras. ¿De qué se trata?
—Te lo diré sin más preámbulos: el asesino de tu padre y tus hermanos se ha escapado del presidio de Melilla.
—¡¿Qué me dices?! ¿Cómo es posible? —Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jesús—. ¿Y qué puede pasar ahora?
—No hay, en principio, motivos para preocuparse, Jesús. A este criminal ni le conviene ni tiene motivos para ponerse en peligro viniendo al cortijo. No obstante, la Guardia Civil va a poner vigilancia sobre la casa durante un tiempo. Cabe la posibilidad de que el prófugo intente venir a Jerez para ver a los suyos.
—Pues ahora sí que me preocupas.
—En principio, no hay motivos. Como te he dicho, la Guardia Civil va a tener vigilada tu casa. Si se asoma por aquí, puedes contar con que lo cogen.
—¿Y si no viene ahora y le da por volver pasado un tiempo? No sé...
—Jesús, los amigos estamos para echarnos una mano cuando es necesario. Ya sabes que la Guardia Civil es la que se encarga de perseguir a los huidos de prisión. Y si no lo sabes yo te lo digo. Pero los del Cuerpo de Carabineros, por nuestras labores de persecución de contrabandistas por toda la franja que va desde Gibraltar y Algeciras a Cádiz y Jerez, tenemos mucha experiencia y nos manejamos bien persiguiendo y cazando fugitivos. Los puertos de mar son cosa nuestra y tenemos a todo el personal pendiente de ver aparecer al fugado; si aparece por aquí y no lo cogemos, se echará al monte tratando de salir de la provincia; en ese caso, ya me encargaré de dar las órdenes oportunas a la gente que tengo destacada en Arcos de la Frontera y en Ubrique. Además, mandaría desde Jerez a un grupo escogido de mis hombres para que busquen exclusivamente al fugitivo. Ese no vuelve a Jerez. Ya me encargo yo.
—Te lo agradezco, Genaro.
—El fugado no tiene ninguna razón para hacer nada contra vosotros. Cometió su crimen y debe pensar que todo quedó saldado.
Jesús, por un instante, aterrorizado, se imaginó qué podría ser capaz de hacer el asesino de sus dos hermanos y su padre si se llega a enterar de que él le quitó el hijo a su hermana Juana.
—Por supuesto que no le hemos hecho nada. No obstante, eso no me tranquiliza del todo: mi padre y mis hermanos tampoco le hicieron nada a ese energúmeno y mira lo que hizo, el muy canalla...
—Ya. Pues por eso, por si acaso, la Guardia Civil estará un tiempo vigilando tu casa.
—Muchas gracias de nuevo, Genaro.
—No te preocupes, Jesús. Te tendré informado de lo que suceda. Si el prófugo comete la torpeza de venir a Jerez a ver a su familia, le daremos caza Y si se va para la sierra, igual. Lo cazamos como a los zorros de tus cuadros.
José no ha tardado mucho salvar los veinte kilómetros que hay entre la Barca de la Florida y las inmediaciones de San José del Valle, donde hay una colonia rural creada hace solo unos años en torno a un antiguo convento de Carmelitas convertido en parroquia. Ha estado cabalgando durante la noche. Conoce muy bien la maraña de cañadas, caminos, trochas y veredas que tejen un entramado complicado en todo el término municipal de Jerez. Nada más cruzar el puente de la Barca, toma la cañada de la Pasada del Rayo en dirección este. Luego gira ligeramente a la derecha, tomando la bifurcación del camino de Jerez al Valle.
El caballo es muy bueno. Fuerte y sano. Y parece haber sido entrenado para hacer el mínimo ruido al desplazarse.
Poco antes de llegar a San José, cerca de un lugar denominado el Granado, hay una casa que el fugado conoce muy bien: la venta de Piña. En la época en la que él acompañaba a Perico, todos los cabreros y ovejeros que iban de Jerez a la sierra de Cádiz pasaban por allí a comprar víveres y otras cosas antes de internarse en los montes comunales de Jerez y en la sierra de Grazalema.
Era un buen sitio para ponerse de acuerdo sobre los lugares concretos a los que llevar cada cual su ganado, para así no coincidir varios al mismo tiempo en el mismo sitio. También era el lugar donde los pastores trataban de cerrar acuerdos sobre cómo para repartirse de la mejor manera posible las transacciones de ganado en caseríos, cortijos y ventas. Algo, esto último, que resultaba bastante complicado y solía provocar no pocas discusiones, en las que, generalmente, terminaba venciendo el buen juicio de unos y otros. Aunque no siempre.
José ha llegado a las inmediaciones de la venta por la mañana y lleva todo el día esperando a que anochezca para entrar. No se fía. Desde una loma cercana, al otro lado del camino, observa la entrada. Solo hay dos caballos amarrados cerca de la puerta, a la sombra de unos granados. El sol está cayendo y en unas horas será de noche. Decide que si no se van los jinetes de los dos caballos de fuera se quedará a dormir allí mismo, encima de la loma. Desde que se fugó, le apetece dormir al aire libre; y si puede ser viendo las estrellas, mejor que mejor.
Cuando menos se lo espera, salen los dos dueños de los caballos. Da un respingo: son dos carabineros, con su uniforme de servicio, de color gris verdoso y sus gorras de visera.
El Largo había tenido una desagradable visita poco después de ver al prófugo.
—Buenas noches, señores. Soy el capitán Quesada. ¡Me van saliendo de la taberna ahora mismo todos!
El Largo empezó a preocuparse seriamente. Acababan de entrar cuatro carabineros y uno de ellos era oficial. Le daba en la nariz que pintaban bastos. Y él, que había sido buen jugador de cartas, sabía bien qué significaba eso.
—Así que tú eres el Largo...
—Para servirle a usted, señor capitán.
—¡Pues sí! ¡Me vas a servir! ¡Por la cuenta que te va a traer!
—No entiendo...
—Entenderás, hombre. Ya entenderás...
—¿Qué se le ofrece, mi capitán?
—Mira, para empezar, pon aquí unas copitas de oloroso del bueno para todos y siéntate aquí con nosotros, hombre, que vamos a tener una charlita.
El Largo, con más temblores de la cuenta, no consiguió evitar que se derramase algo de vino sobre la mesa mientras servía las copas.
—Siéntate hombre, que estás en tu casa. Vamos a ver cómo está este vino, Largo. ¡Bueno, sí señor! ¡Muy bueno! Echa otra, anda...
—Usted dirá si se le ofrece algo más, mi capitán
—Pues sí, Largo, se me ofrece algo más. Te lo voy a decir todo seguido, así que más te vale estar pendiente. Si no me cuentas lo que quiero oír, lo vas a pasar mal.
—Mi capitán, yo le digo lo que sea. Pregunte usted.
—Te cuento. Y no me vayas a interrumpir, ¿entiendes? Sabemos que conoces a un preso que se ha escapado del presidio de Melilla. Ese preso estuvo contigo la noche que mató a dos hermanos y su padre en el cortijo de los Gálvez.
—Pero yo no...
Quesada lanzó una mirada elocuente a uno de los carabineros, como si le estuviera diciendo: «¿No te lo dije?». El carabinero, negando con la cabeza, le dio un bofetón al Largo que lo derribó de la silla.
—¡Mal empezamos, Largo! Lo primero que te dije fue que no me interrumpieras. Anda, siéntate y atiende, hombre, que sigo con la historia. Sabemos que el fugitivo, al que tú conoces muy bien...
El Largo abrió la boca, pero la cerró de inmediato.
—¿Ibas a decir algo? ¿No? Decía que sabemos que el fugitivo ha venido a Jerez. Es lógico: querrá ver a su familia... Pues mira por donde, la Guardia Civil lleva un montón de días rondando la casa de los Raposo y el fugado no ha aparecido por allí. Y yo me dije el otro día, dándole vueltas a todo esto: «Normal, ¡no va a ir directamente al sitio donde es seguro que le van a estar esperando!; lo lógico es que recurra a un amigo». ¿Entiendes hasta ahora lo que te digo? —preguntó el capitán dándole una palmadita en el hombro.
—Si..., mi capitán.
—¡Perfecto! Y ahora, contéstame sin miedo, Largo. Si fue a ti a quien visitó la noche del crimen, ¿a quién puede visitar ahora para que le ayude a ver a su familia? —El Largo no se atrevía a decir ni una palabra—. Amigo, esto funciona así: si te digo que no me interrumpas, te callas; y si te digo que me contestes, me contestas. ¿Entiendes?
—Sí... Mi capitán... Es que ahora mismo no sé cuál era la pregunta.
De nuevo, el capitán le echó una ojeada al carabinero, abriendo los brazos con gesto desolado. Un puñetazo en pleno rostro tiró de espaldas al Largo.
—¡Joder, largo! ¡Esto va mal! ¡Muy mal! ¡Y mira que lo siento! ¡Con lo fácil que podía ser! ¿No te dije que estuvieras atento? —El largo se levantó completamente aterrorizado, sangrando por la nariz y temblando de los pies a la cabeza—. ¡Tranquilo hombre! Te voy a dar otra oportunidad.
El capitán sacó un cigarro habano del bolsillo. Parsimoniosamente, lo encendió y comenzó a saborearlo con fruición. Dos carabineros sujetaron con fuerza los brazos del Largo contra la mesa
—Te voy a preguntar otra vez: ¿a quién crees tú que debe haber visitado tu amigo últimamente para que le ponga en contacto con su familia?
—No lo sé mi capitán. Aquí no ha estado. ¡Se lo juro!
Genaro Quesada le aplicó el habano encendido sobre la mano derecha. Con fuerza. Mientras el Largo soltaba un prolongado alarido de dolor, el capitán continuó apretando hasta apagar el puro.
—¡Por tu culpa se me ha apagado el cigarro, Largo! Anda, enciéndemelo hombre. Ya que lo has apagado tú...
Olía a carne quemada. Los demás carabineros estaban muy serios. Pero el capitán parecía disfrutar de la situación. Cuando el Largo le acercó, con la mano temblorosa, un fósforo, el capitán le sujetó fuertemente por la muñeca.
—¡No me tiembles hombre! Tú tranquilo. ¡Pero si esto es muy fácil! No tienes más que contarme la verdad y dejarte de heroísmos. Ya verás cómo lo vamos a arreglar ahora mismo...
Quesada miró a un carabinero. Este se desabrochó el tahalí de la vaina que llevaba cogida a la izquierda del cinturón de cuero y le pasó un machete.
—Te voy a hacer por última vez la pregunta. Si me contestas bien, esto va a ir como la seda; pero, si cometes otro error, yo, personalmente, te voy a tener que cortar los dedos uno a uno con este machete. —Quesada clavó el machete en la mesa a unos centímetros de la mano del Largo—. ¡Atento a la pregunta! Si fue a ti a quien visitó la noche del crimen, ¿a quien puede haber visitado ahora para que le ayude a ver a su familia?
—¿A... mí...?
El capitán Quesada aplaudió mientras mostraba una amplia sonrisa de aprobación y le dio al Largo dos cachetitos afectuosos.
—¡Muy bien Largo! ¿Lo ves? Y ahora me vas a decir todo lo que sabes: cuándo ha estado aquí, adónde ha ido, qué contactos tiene..., ¡todo!
—Sí, mi capitán se lo diré ahora mismo. ¡Se lo juro!
Y ahí están los dos carabineros saliendo de la venta de Piña. Los cazadores han llegado antes que la presa. Además de los servicios rutinarios que presta el Escuadrón de Carabineros de Caballería de Jerez, con destacamentos en Arcos de la Frontera y Ubrique, hay un pelotón del Cuerpo dedicado exclusivamente por el capitán Quesada a la labor de cazar al fugitivo que mató al padre y a los dos hermanos de su amigo de la infancia.
Los carabineros ya saben que el fugitivo va al encuentro de un pastor de cabras llamado Pedro Cárdenas, que está con su ganado en la amplia zona que se extiende entre San José del Valle, Algar, el puerto de Galis y Grazalema. Su padre, Perico el Cojo, tras varios puñetazos y cortes de machete, ha tenido que contarlo. Algo de lo que el capitán no se siente excesivamente orgulloso: aunque en su fuero interno reconoce que disfruta sacándole confesiones a facinerosos y contrabandistas, lo del viejo le ha dejado un regusto un tanto amargo. Duda si no se habrá propasado con los puñetazos en el pecho: «El viejo se quedó en la cama sudando y jadeando como un caballo herido».
José no se puede imaginar nada de esto. Supone que los dos carabineros, que se alejan con sus caballos en dirección a San José, cumplen sus labores rutinarias en busca de contrabandistas. Cuando desaparecen, empieza a valorar si baja a la venta o no. Y se decide.
Al llegar a la puerta, lo piensa mejor y tira del caballo hacia la parte trasera de la casa. Allí hay unos alcornoques, en uno de los cuales amarra al animal. A continuación, tras atravesar un corral de gallinas y un patio, se acerca a una puerta trasera y llama. No hay respuesta. Vuelve sin el caballo a la puerta principal de la venta y entra. Tras la barra hay una chica aún joven. Lleva el pelo recogido y tiene unas facciones que a José le parecen perfectas. Al principio no la reconoce.
El asesino, el condenado a cadena perpetua, el hombre temido por todos en las reyertas del presidio de Melilla, es un desconocedor casi absoluto del sexo femenino. Cabrero entre los siete y los quince años, y preso desde los dieciséis a los treinta y dos, ha conocido a muy pocas mujeres. De pronto, cae en la cuenta de que debe estar delante de la niña con la que ha jugado y reído tantas veces. ¿O estará equivocado? ¡A saber! Puede que la venta haya cambiado de dueño...
—Buenas tardes. Yo quería hablar con el dueño de la venta. No recuerdo el nombre.
La mujer muestra inquietud al ver la catadura del recién llegado. Tiene toda la pinta de un contrabandista huyendo de los carabineros.
—¡Padre salga usted y traiga lo que sabe!
Aparece tras la barra un hombre alto, algo encorvado y nervudo, con el pelo blanco. Lleva en la mano una escopeta.
—¿Qué se le ofrece, amigo?
José reconoce a Juan Piña. Mira preocupado hacia la entrada. O el ventero se acuerda de él o lo va a pasar mal. «No tenía que haber entrado».
—Verá. No sé si usted se acuerda de mí. Pero de Perico el Cojo sí se acordará...
—¿Perico? ¿El Cojo? ¡Ni idea! ¡No sabe usted la cantidad de Pericos y de cojos que pasan por aquí!
—Pero el que yo digo era un cabrero de la Barca de la Florida, que venía todos los años por aquí, antes de internarse por la sierra con el ganado. Entre el sesenta y uno y el sesenta y nueve venía con un niño...
—Mire, ahora que me dice todo eso, sí que me acuerdo —afirma el ventero, mientras la hija sale de la barra, vuelve con otra escopeta y apunta a José—. Usted se refiere a un chico que se llamaba José Raposo, que, pasado el tiempo, mató a varias personas en Jerez, fue condenado a cadena perpetua y se escapó no hace mucho de prisión, ¿no?
José está aturdido. No sabe cómo es posible que el ventero esté al corriente de todo. ¿Le ha reconocido? «Estoy perdido: Juan me va a pegar un tiro o avisa a los carabineros».
—¿No?
—No estoy seguro de que estemos hablando de la misma persona. Porque el chico que yo le digo era uno que pasaba aquí meses ayudando al ventero. Volvió a Jerez en el año sesenta y nueve a trabajar con su padre y su hermano de jornalero. Un año después, dos «señoritos» violaron a su hermana. Es verdad que los mató, pero también lo es que aquellos dos le hicieron un hijo a su hermana y la familia se lo quitó. El chico que yo le digo no era un asesino, pero le obligaron a serlo. Y ahora tampoco es un asesino. Jamás volvería a matar a nadie.
Juan Piña duda un momento. La mujer baja la escopeta y él la secunda.
—¡Pepito! ¿Sabes qué te digo? ¡Que te creo! ¡Un abrazo, hombre! En buen lío estás metido: hace menos de una hora estaban aquí dos carabineros contándomelo todo. Me dijeron que están siguiendo a un criminal fugado de presidio, de nombre José Raposo. Creen que puedes pasar por aquí y me pidieron que les avisara inmediatamente si esto ocurriese. No sería la primera vez que colaboro con los carabineros. También me preguntaron por un cabrero llamado Pedro Cárdenas.
—Es el hijo de Perico. Por lo que dice usted, me temo que saben que voy en su busca. No se cómo se pueden haber enterado.
—A Pedro lo conozco tanto como a ti. Se pasaba con su padre por aquí todos los años y lo sigue haciendo ahora.
—¿No te acuerdas de mí? —pregunta, con una sonrisa, la chica joven.
—¿Yo?
—Hombre claro. ¿Quién si no? Aquí no hay nadie más. ¡Soy María!
—¿María? ¿Tú? ¡Pero si estás echa una mujer!
—Suele pasar —ríe el ventero: las niñas se hacen mujeres y los hombres nos hacemos viejos. Mira, Pepito —comenta el ventero entre risas—, tienes una cara de criminal facineroso que tira para atrás. Pero lo que me has contado de la violación de tu hermana y el hijo que le quitaron, me lo creo. Mientras lo contabas, he visto al niño que venía por aquí. Yo lo veo así: si alguien le hace la décima parte a mi María, le descargo los dos cartuchos de la escopeta en la cabeza.
—Reconozco que debí evitar hacer lo que hice. Pero no pude.
—Lo primero que vas a hacer es entrar en la casa. Como aparezca ahora un carabinero, la liamos.
José pasa gran parte de la noche en la casa del ventero, hablando de los tiempos pasados y de la situación presente.
—Pepito, ¿cómo ha sido que estés por aquí? Habría sido más lógico marcharte lo más lejos posible. A algún país de América, por ejemplo, o a Francia.
—Esa era mi intención. Pero antes quería abrazar a mi familia. No ha podido ser y no pienso alejarme mucho hasta que no lo consiga. Conozco bien la sierra de Cádiz y les voy a poner difícil que me cojan. Cuando la cosa esté más tranquila, intentaré abrazar a la familia y entonces me iré bien lejos.
—Ya me enteré de lo de tu madre —interviene María—. Lo siento.
—Gracias, María. Pues, como os decía, no me quiero alejar mucho de momento. La idea era que Pedro me ayudase. Pero, por lo que veo, ya saben que voy en su busca.
—Sobre Pedro, te puedo decir lo mismo que a los carabineros: que, como siempre, pasó por aquí en junio, hace ya más de un mes. Me dijo que seguramente iría a los sitios de siempre. Ya sabes, dependiendo de las lluvias y de cómo vayan las ventas.
—No me va a ser fácil encontrarlo. Voy a tener que esconderme durante el día. Y de noche todos los gatos son pardos...
—Los carabineros que vinieron esta tarde me preguntaron si habías pasado por la venta. Me advirtieron que cuando lo hicieras, les avisara sin excusas. Me enseñaron un dibujo con tu cara. Tengo que decir que algo te pareces, pero más bien poco, la verdad. Lo tienes muy mal, Pepito. No hace falta que te diga que puedes tener la seguridad de que no van a saber que has estado aquí. Ya me encargaré de decirles lo que me venga en gana.
—Estoy seguro de que puedo contar con usted, Juan.
—Por supuesto que sí. Pero tienes que marcharte antes de que sea de día.
—Lo sé. Lo último que se me ocurriría sería arriesgar su seguridad y la de María.
—Pepito —interviene María mirando intensamente al prófugo—, sé que no eres un asesino. Si sales bien de esto, ¿quién quita que algún día te vuelvas a pasar por aquí como un hombre libre?
—Ya... Ya me... gustaría. —José siente que se le eriza el cabello y un escalofrío le recorre la espalda—. Va a estar difícil...
—Padre, ¿se imagina si Pepito volviera a la venta ya libre?
Sin saber cómo, José Raposo empieza a hablar de los años de pastor, de los juegos con María, los meses que se pasaba en la venta, del crimen que cometió, de su rabia y su odio posterior contra todo, de sus miserias en Melilla, de su época en la que estuvo a punto de morir por culpa del aguardiente, de sus reyertas, de su embrutecimiento...
Luego, cuenta al ventero y a su hija cómo conoció a un negro de Puerto Rico, que se llama Eugenio y nunca dijo a nadie sus apellidos, el cual le enseñó que el odio no lleva a ninguna parte, que todos los seres humanos son hermanos, que la bebida es la peor arma que usan los ricos contra los pobres y los amos contra los esclavos y que saber leer y escribir es la mejor respuesta que tienen los pobres para defenderse. Y se lamenta amargamente mientras recuerda que tuvo que traicionar a Isà, un buen amigo, para poder escapar.
—Pepito, si un día llegas a ser un hombre libre, te vienes para la venta y padre te da trabajo ¿Verdad, padre?
—Si eso ocurre, cosa que dudo mucho, y si tu padre acepta, lo prometo.
—¡Nunca se sabe, Pepito! —afirma Juan de forma ambigua y dubitativa—. Ahora, solo puedo desearte que salgas con bien de todo esto.
—Solo una cosa más antes de irme, por si alguna vez fuera necesario. Hay dos periodistas de Jerez que me han ayudado. Esto no debe saberlo nadie. Trabajan en el periódico El Guadalete. Sus nombres son Francisco Montes y Pablo Gutiérrez. Si yo necesitara algo, y usted tuviera que recurrir a alguien, ellos me ayudarían.
José sale por detrás de la venta acompañado por los dos. Son las cuatro de la mañana y ninguno de los tres ha dormido. Lleva la cantimplora de hojalata que le dejaron los dos periodistas en las alforjas llena de agua, otra manta y un capote para cuando lleguen el frío y la lluvia. Y más comida de la que traía cuando salió de Jerez. Pero, sobre todo, lleva una vaga esperanza de que, tal vez, exista alguna posibilidad de salir bien de todo.
—Juan, María, muchas gracias. No olvidaré lo que habéis hecho por mí. Lucharé para salir de esta. Aunque no me va a resultar fácil conseguirlo.
—¡Suerte, Pepito!
—No te olvides de tu promesa —le pide María mientras se acerca a José y le da un beso en la cara—. ¡Y no te rindas!
José está a punto de caerse mientras se monta en el caballo. Le tiemblan las piernas. Nunca le ha besado una mujer, salvo su madre. Mira largamente a padre e hija y emprende el camino.
A unos seis kilómetros de la venta, llegando a San José del Valle, hay un cruce de dos caminos. Hacia el este, se encuentra la cañada de los Llanos; hacia el norte, hay una cañada que en muy poca distancia se subdivide en dos, formando una horquilla de pocos grados. El ramal izquierdo va hacia la casa de las Vegas de Elvira; el derecho hacia los manantiales del Tempul y hacia el pueblo de Algar. Cuando está llegando a la intersección entre la cañada de los Llanos y la que se dirige al norte, oye voces:
—¡Alto, ahí! ¡No se mueva!
Lanza el caballo al galope, pegándose fuertemente a su cuello. Varias balas silban muy cerca. Pasa por el cruce a toda velocidad y sigue hacia la cañada del norte a todo galope durante unos kilómetros. Los gritos se oyen cada vez más lejanos. José se detiene un momento. Sus seguidores han quedado algo rezagados. Cuando llega a la siguiente intersección, gira hacia el Tempul. Poco después, deja la cañada y se interna por un cerro lleno de árboles. En cuanto sube unos doscientos metros, se baja del caballo, tira de las riendas y el animal se tiende en el suelo. Dos carabineros pasan de largo con sus caballos y se detienen unos cien metros más allá. El fugitivo puede oír su conversación.
—¿Qué te parece? Ese tiene algo que temer...
—¡Eso seguro!
—Debe haber tirado hacia Algar. Con esta oscuridad y con el caballo que tiene, no lo vamos a coger. Hace tiempo que no veía uno tan veloz.
—¿Será nuestro hombre?
—Imposible saberlo. Si ha pasado por la venta de Piña, lo sabremos.
—Eso lo podemos averiguar mañana. Primero vamos a terminar el servicio.
—Mejor nos vamos a San José, damos parte al sargento y que él decida. Ya falta poco para que amanezca.
José se tumba bajo las estrellas, con una manta encima y el caballo a mano. Piensa que lo mejor es salir lo antes posible hacia Algar. Han hablado de un sargento, lo cual quiere decir que en San José del Valle hay más carabineros. No quiere pensar que vuelvan todos y empiecen a peinar el monte.
Sus pensamientos vuelan hacia atrás. Recuerda la conversación que acaba de tener con Juan y su hija María sobre el día que mató a aquellos hombres, los años de presidio, el hambre, las borracheras, las reyertas con otros presos... A pesar de aquella miseria, de aquel embrutecimiento, se pregunta si realmente ha merecido la pena fugarse. Ha tenido que traicionar a Isà, un hombre cabal que confió en él, se ha enterado de la muerte de su madre y no ha podido ver a su padre y a sus hermanos. Luego está lo del hijo de su hermana. Y todo, para verse escondido en el monte, sin tener muchas esperanzas de salir adelante ni una idea clara de cómo hacerlo.
«Puede que esto no haya servido de nada; pero voy a luchar para salir adelante y ser un hombre igual que los demás. Si algún día volviese como un hombre libre y siguiese María en la venta...».
Empieza a llover con fuerza. En pocos minutos, sus pantalones están calados completamente; por la cabeza abajo le cae el agua a chorros, mezclándose con sus lágrimas. Y, mientras se queja amargamente, levanta al caballo, comprueba que las alforjas están bien ajustadas, coge y se coloca un sombrero y baja a pie llevando al caballo por las riendas hasta que alcanza el camino que enfila hacia el Tempul y, un poco más al norte, Algar. No se ve nada a más de cuatro o cinco metros. Y José Raposo, la reencarnación de un preso al que llamaban el Flaco, piensa que es como si él no estuviera ahí, cabalgando a ciegas bajo la lluvia, y solo se tratara de un sueño. Un mal sueño del que, probablemente, no va a despertar.