Capítulo 1
Shane Nichols estaba inquieto.
Y su hermano mayor, Mace, sabía que eso era peligroso. Mace recordaba las bromitas que su hermano solía gastar durante la adolescencia, como los cardos que ponía bajo las sillas de montar, el pegamento en el bote de lápices de la señora Steadman, el polvo pica—pica en los calzoncillos del viejo Houlihan y, por supuesto, recordaba la broma del ratón…
Por eso, cuando el médico le había aconsejado que guardara reposo durante un tiempo, Mace había estado a punto de sugerir que lo atasen a la cama.
Shane había perdido el pulgar de la mano izquierda en un accidente y le había sido reimplantado por el doctor Reeves en una operación larga y difícil que lo mantendría apartado de los rodeos durante una temporada.
Pero Shane llevaba reposando tres semanas en el pequeño rancho de su hermano en Elmer, Montana, y se estaba volviendo loco.
Ayudaba a Mace a llevar la contabilidad de las ventas de ganado, hablaban durante horas sobre el trabajo en el campo y se esforzaba por calmarse, pero estaba al borde de un ataque de nervios.
Aunque el rancho era mucho más grande que la caravana en la que estaba acostumbrado a vivir, lo que Shane necesitaba era salir de allí, moverse, viajar.
Tenía a sus sobrinos, Mark y Tony, que lo adoraban y a su sobrina, Pilar, que le cantaba canciones al piano con su infantil vocecilla estridente y aquello parecía no terminar nunca. Shane Nichols no era el tipo de hombre que pudiera estar en un sitio durante mucho tiempo. Necesitaba dramatismo, riesgo, acción.
No podía seguir en aquel rancho contándole historias a sus sobrinos, quería vivirlas, no quería estar frente a la chimenea, quería hacer una fogata en el campo.
Por eso había terminado en El Barril, un bar de la ciudad de Livingston, aquella fría noche de enero. Era la primera vez que pisaba un bar desde el accidente, pero no sabía para qué, porque no podía beber alcohol.
—Es malo para la circulación —le había dicho el médico cuando le dio el alta del hospital tres semanas antes—. Tienes que hacer que la sangre llegue a ese dedo, así que ni alcohol, ni café.
Al menos no había dicho «ni mujeres», pensaba Shane con fastidio.
No hacía falta ser un licenciado en medicina para saber que, si la sangre se concentraba en otra parte específica de su cuerpo, no llegaría al dedo implantado.
Afortunadamente, había salido del hospital antes de que el viejo Reeves hubiera añadido esa tercera cláusula.
Aunque no todas las mujeres se volvieran locas
por él, había disfrutado de su cuota de rendidas admiradoras en los
rodeos, que insistían en darle sus números de teléfono mientras lo
miraban con ojos ansiosos; una de ellas incluso lo había escrito en
el cinturón de sus pantalones vaqueros.
—Pero ahí no voy a poder leerlo —había reído él.
—Ya lo sé —había contestado la atrevida jovencita—. Pero cada vez que te quites los pantalones, te acordarás de mí.
En aquel momento pensaba en ella y la sangre del dedo parecía estar deslizándose peligrosamente hacia abajo.
Un hombre sólo podía aguantar estar sin una mujer durante un período corto de tiempo y para Shane el plazo ya había pasado.
Necesitaba una distracción y eso lo había llevado a aquel bar, en el que se había alegrado de encontrar a su amigo Cash Callahan, ahogando sus penas en una botella de whisky.
—¿Un refresco? —había exclamado su amigo atónito al oír que Shane le pedía eso al camarero.
—Órdenes del médico.
Shane deseaba curarse lo antes posible para volver a lo que era su vida desde que había salido del colegio. Se había graduado sólo para contentar a su hermano pero, una vez obtenido el diploma, había desaparecido para vivir la vida de los vaqueros y no sabía qué haría si no pudiera volver a montar.
Había participado en la final del campeonato nacional de rodeos siete veces, dos de ellas quedando tercero y obteniendo un segundo puesto el año que su viejo amigo Taggart Jones había ganado el campeonato mundial.
Pero nada de eso era importante; lo único importante era ganar la hebilla de oro. Aún podría hacerlo, se decía a sí mismo, si podía volver a montar.
—No sé por qué no me ha esperado —dijo de repente su amigo, inclinado sobre la botella.
—¿A quién te refieres?
—Milly —contestó Cash, señalando hacia un grupo de mujeres sentadas a una mesa tras ellos.
—¿Quién es Milly?
—Mi novia. Mi ex novia —contestó Cash, sirviéndose otra copa—. Maldita sea.
Shane se dio la vuelta para estudiar a las mujeres más de cerca. A Cash solían gustarle las mujeres llamativas y vulgares y ninguna de aquellas cuatro lo era.
Por su aspecto, todas parecían fuera de lugar en El Barril.
—¿Qué están haciendo aquí?
—Están celebrando una despedida de soltera.
—¿Y lo celebran en El Barril?
—Por lo visto es una tradición. Hace unos años, una de ellas insistió en que, antes de dar el sí, tenía que echar un vistazo a todos los hombres de la ciudad y así empezó todo —contestó él hombre, tomando otro trago de golpe.
—¿Cuál de ellas es Milly?
—La más guapa. Tiene el pelo oscuro y los ojos verdes.
Shane la reconoció enseguida. No estaba tan cerca como para ver el color de sus ojos, pero se dio cuenta de que era la más guapa. Y, desde luego, tenía una larga mata de cabello oscuro en la que un hombre podía enredar sus dedos hasta perderse, pero fue el sonido musical de su risa lo que llamó inmediatamente su atención.
—Sí, desde luego es guapa —sonrió, contagiado por la risa de la joven.
—Claro que sí. Trabaja en la floristería de Livingston —asintió Cash con tristeza.
—¿Qué pasó entre vosotros?
—Que se cansó de esperar —contestó el hombre, tomando otro trago—. Todas las mujeres son iguales. Yo la hubiera esperado hasta que las ranas criaran pelo, pero ella no podía. Decía que estaba perdiendo el tiempo, que todas sus amigas se habían casado y que ella quería casarse también. ¿Te parezco yo el tipo de hombre hecho para el matrimonio, Shane? —preguntó, mirándolo desafiante.
—No, claro que no —contestó éste. Tampoco lo era él. El matrimonio era para otra gente.
—Yo le decía que nos casaríamos algún día —siguió Cash—. Que me diera un poco de tiempo. Entonces, una de sus amigas celebró aquí su despedida de soltera y pasó lo que tenía que pasar.
—¿Qué?
—Que conoció a un tío. Mike Dutton se llama. Un hombre de verdad… o por lo menos eso es lo que cree Milly Malone. Se casan el sábado.
—Vaya.
—Maldita sea —susurró Cash, tomando otro trago—. Me dijo que me perdiera, que se había acabado, que no quería saber nada más de mí.
—Te entiendo —asintió Shane, aunque en realidad pensaba que su amigo debería estar celebrando haberse librado del lazo.
—No tiene sentido. Ella no le quiere. Ella me quiere a mí.
—No lo pienses más, Cash —dijo Shane, dándole una palmadita en la espalda.
Cash Callahan era un tipo muy atractivo para las
mujeres y cada vez que le guiñaba el ojo a alguna, ésta caía
rendida a sus pies. Shane no conocía a aquel Mike Dutton, pero
estaba seguro de que no sería ni la mitad de guapo que
Cash.
—Se arrepentirá —dijo entre dientes Cash, apoyando los codos en la barra—.
Ya verás cómo se arrepiente. El domingo se despertará casada con ese imbécil y entonces será demasiado tarde. Demasiado tarde —añadió, apoyando la cabeza en la barra.
—Nunca es demasiado tarde, Cash. Habla con ella, convéncela…
—No quiere escucharme. Ya lo he intentado.
—Haz que te escuche. Insiste.
—Ya —suspiró Cash—. Si estuviera aquí el sábado impediría la boda como fuera.
—Sí, eso estaría bien —sonrió Shane, mirando a las mujeres. La morena lo miró entonces y después echó una larga mirada de compasión sobre Cash antes de volverse hacia sus amigas. Shane oyó cómo se reía y le molestó. Ya le gustaría ver su cara cuando Cash impidiera la boda el sábado—. ¿Por qué no lo haces?
—No puedo. El sábado tengo que ir a Houston a montar a un bronco. Se llama Deliverance —pronunció el nombre casi con reverencia.
—Lo conozco. Es muy bueno —dijo Shane. Si Cash podía mantenerse sobre él durante más de un minuto, ganaría mucho dinero.
—Así que no estaré aquí el sábado. Si ella quisiera esperarme, yo vuelvo el martes…
Pero ella no lo esperaría. Los dos lo sabían. Y se casaría con ese tal Dutton.
Shane miró a las mujeres de nuevo. La del pelo largo, Milly, volvió a cruzar la mirada con él, pero la apartó inmediatamente.
Se sentía culpable, pensaba Shane. Y con toda la razón.
No había mejor tipo en el mundo que Cash Callahan. A veces era un poco impulsivo, a veces bebía un poco más de la cuenta, a veces desaparecía para montar a un bronco, pero era un buen chico.
—¿Preparado para el viaje? —preguntó Dennis Cooper, uno de los compañeros de Cash, colocándose a su lado en la barra. Sin decir nada, Cash se dio la vuelta y se quedó mirando a las mujeres. Ninguna de ellas le prestó atención y Cash suspiró—.
Lo mejor será que salgamos cuanto antes porque en la radio han dicho que va a haber una tormenta de nieve.
—Pues vámonos. Aquí ya no hay nada para mí. Cuídate, Shane —dijo Cash, colocándose el sombrero y yendo hacia la puerta del local con Dennis. Cuando pasó delante de las mujeres, las miró, pero ellas siguieron riendo y brindando como si nada. Aquella Milly no tenía corazón, se decía a sí mismo Shane.
En cuanto Cash salió por la puerta, vencido, Milly levantó los ojos y Shane pudo ver en ellos una sombra de tristeza. Después, se volvió hacia sus amigas y dijo algo muy seria.
O sea, que la chica tenía sentimientos después de todo.
Aquella noche Shane tomaba una decisión: salvaría a Milly para que no cometiera un error fatal.
Era lo menos que podía hacer por su amigo.
Al día siguiente, el viernes, fue al pueblo y se dispuso a vigilar la floristería de Livingston, donde Cash le había dicho que trabajaba su ex novia.
Había empezado a nevar y Shane encendió la calefacción de su camioneta mientras esperaba.
Un par de horas más tarde Milly salió de la tienda y subió a un apartamento cercano. Shane imaginaba que era su casa y estaba pensando si debería llamar, presentarse y convencerla de que, lo que estaba a punto de hacer era un error.
Pero claro, era una estupidez. ¿Cómo iba él a convencerla si Cash no había podido? Además, no era hombre de muchas palabras; lo suyo era la acción.
Seguía pensando sobre lo que debía hacer cuando ella salió del apartamento y volvió a tomar el camino hacia la floristería. Shane esperó de nuevo frente a la tienda hasta las cinco y, a esa hora, la vio salir con otra de las chicas que había estado con ella en El Barril la noche anterior. Las dos subieron a la furgoneta y se alejaron.
Shane las siguió hasta la puerta de una iglesia en la que había mucha gente.
Sabía lo que iban a hacer: un ensayo de la ceremonia que tendría lugar al día siguiente.
La nieve que había empezado a caer por la mañana había cuajado y, cuando salieron de la iglesia, había casi un palmo en el suelo.
El grupo de gente, en diferentes coches, se dirigió hacia un restaurante a las afueras de la ciudad y Shane decidió entrar y colocarse en la barra. Desde allí podía ver lo que pasaba mientras tomaba un refresco y decidía qué debía hacer.
Iba por el cuarto refresco cuando Milly se levantó para ir al cuarto de baño y sus miradas se cruzaron.
Durante un segundo, todo pareció pararse. Las conversaciones, las risas, el tintineo de las copas. Y su corazón. ¿Su corazón?
Shane tuvo que toser para salir de aquel estado catatónico. Su corazón no podía pararse, se decía a sí mismo. Quizá estaba latiendo un poco más rápido de lo normal, pero desde luego no se le iba a parar.
Había mucho humo en el bar y tenía que haber sido eso lo que lo había hecho quedarse sin respiración.
Cuando la joven salió del baño no se miraron.
Lo que estaba haciendo era una estupidez, se decía a sí mismo. Pero tampoco podía dejar que aquella chica se casara con otro hombre que no fuera Cash.
En ese momento, el grupo se levantó de la mesa y salieron del restaurante.
Shane pagó los refrescos y salió tras ellos.
Cash habría evitado aquella boda si hubiera estado allí, se repetía a sí mismo.
Pero estaba en Houston, en un rodeo que podía ser el más importante de su vida y no podía hacer lo que había que hacer. Así que Shane lo haría por él.
Al final fue más fácil de lo que había pensado.
Un tipo que se ganaba la vida montando caballos y toros salvajes sabía que, si quería ganar, tenía que aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase.
Cuando Milly y la otra chica se separaron del grupo y subieron a la furgoneta, Shane se dispuso a seguirlas de nuevo.
La tormenta de nieve acababa de empezar con toda su fuerza y Shane, con la mano escayolada contra el pecho, sujetaba el volante con la mano sana, preguntándose dónde demonios irían a aquellas horas de la noche.
La respuesta estuvo clara casi inmediatamente: de vuelta a la floristería.
Shane paró el coche unos metros detrás de ellas y apagó los faros, pero mantuvo el motor en marcha.
Unos segundos más tarde, las dos entraron en la tienda y poco después, volvieron a salir cargadas de ramos de flores con los que intentaban llegar hasta la furgoneta, pero la tormenta se lo ponía difícil y Milly estuvo a punto de resbalar en la nieve.
Entraron y salieron de la tienda cuatro veces y, cuando de nuevo arrancaron, Shane las siguió a una distancia prudente.
En la carretera apenas había tráfico; todos los que tenían un poco de sentido común estaban a resguardo en sus casas. Excepto él.
Poco tiempo después vio que paraban frente a la iglesia de nuevo. Las dos chicas hicieron varios viajes al interior de la iglesia cargadas de flores y, cuando terminaron, se pusieron a jugar en la nieve como dos niñas. Shane podía ver desde lejos los copos que se enredaban en el pelo de Milly y, aunque no podía oír su risa, se la imaginaba. El recuerdo de aquel sonido musical hizo que sintiera un extraño deseo de volver a oírla y… algo más.
—Maldita sea —susurró, sintiendo una incómoda sensación dentro de los pantalones vaqueros.
Necesitaba una mujer. Pero una que fuera suya; él no tenía costumbre de ir detrás de las mujeres de otros.
A pesar de ello, no pudo evitar limpiar el cristal del parabrisas para verla mejor.
En ese momento, vio que un Chevrolet de color blanco paraba detrás de la furgoneta y de él salía un tipo alto y rubio que tomó a la amiga de Milly en brazos.
Debía de ser el padrino, pensaba Shane.
Después de eso, los tres volvieron a entrar en la iglesia y Shane se quedó esperando.
¿Para qué?, se preguntaba a sí mismo. ¿Es que iba a quedarse allí toda la noche?
No, claro que no. Iba a intentar convencerla, iba a explicarle que ese Mike Dutton, fuera quien fuera, no era hombre para ella.
No sabía qué razones le iba a dar, pero tendría que buscarlas.
La puerta de la iglesia se abrió y el tipo y la otra chica salieron y se alejaron en el coche.
Shane pensó que aquel era el momento adecuado para hablar con Milly y salió de la camioneta pero, cuando iba a entrar en la iglesia, Milly salió de ella y, de nuevo, sus miradas se cruzaron.
Al principio, ella lo miró con cierta aprensión, pero después sonrió y el corazón de Shane empezó a latir con fuerza.
—Tú eres el amigo de Cash.
Sí, claro, Cash. Tenía que recordar que era el amigo de Cash, se decía Shane.
—Pues sí. Tengo que hablar contigo —dijo, con voz un poco entrecortada.
—Cash es un idiota —dijo ella de repente, dejando de sonreír. En aquel momento estaba tan cerca que podía ver el color de sus ojos. No eran exactamente verdes, como le había dicho Cash; eran más bien color pardo, con un fondo verde.
Un hombre se podía quemar en unos ojos como aquellos—. Se quedó allí sentado como un tonto, sin decir nada. Es increíble.
—¿Cash? —preguntó Shane sorprendido—. ¿Y por qué no dijiste tú algo?
—¿Yo? ¿Por qué? Era él quien tenía que haber dicho algo —replicó ella—. ¿O es que creía que con mandarte a ti a espiar se arreglaba todo?
—Yo no te estoy espiando… —empezó a decir él, avergonzado.
—Te he visto en el restaurante y he visto cómo nos seguías. Estabas espiando —
lo interrumpió ella—. Bueno, ¿no querías hablar? Pues habla.
—Es demasiado tarde para hablar —replicó Shane, furioso por la actitud de la joven—. Demasiado tarde.
Diciendo eso, dio un paso hacia ella, la cargó sobre sus hombros y se dirigió a la camioneta.