Capítulo 8
PASÓ una noche intranquila a pesar de las pastillas para dormir. Bajó a desayunar preguntándose cómo podría comportarse de una forma natural después de la última conversación que había mantenido con el conde. Se sentía como una prisionera en el castillo. Creía que el conde Vimaranes era muy capaz de cumplir todo lo que había prometido. Si ella intentaba contradecirle, Paul sufriría las consecuencias. ¿Pero, en realidad, ésa era su principal preocupación? ¿Por qué debía sacrificarse por Paul?
Entró en el comedor y se encontró al conde desayunando. Se levantó al verla entrar y la saludó:
—Buenos días, senhorita, espero que haya descansado bien. Toni no le respondió. Se sirvió café y se sentó lejos de él.
Él sonrió. Se acomodó de nuevo en la silla, dejó el periódico que estaba leyendo y se sirvió otra taza de café.
—Parece enfadada, Toni —murmuró, usando su nombre.
—Deje de provocarme. Si encuentra esta situación divertida, yo no.
—¿No? Entonces, deberemos hacer algo para que mejore su humor. ¿Qué planes tiene para esta mañana?
—Ninguno, aparte de preparar mis maletas para marcharme de aquí.
Él encendió un cigarrillo.
—¿Usted no fuma? Perdóneme. ¿Desea uno? Toni movió la cabeza negando.
Él se puso de pie y se dirigió hacia la ventana.
—¿Una vista muy hermosa, no le parece? Cuando paso mucho tiempo en Lisboa, siempre deseo regresar al castelo. Estoy seguro de que también a usted le gusta este lugar.
Toni cerró los ojos por un momento, exasperada, y luego dedicó toda su atención al periódico, aunque no entendía el portugués.
Enfadado, se acercó a ella y le quitó el periódico de las manos.
—Cuando le hablo, debe escucharme —dijo con un tono autoritario—. Haremos juntos planes para esta mañana. Le sugiero que demos un paseo en el coche. Francesca puede acompañarnos, así podrá entender lo que significa ser el conde Vimaranes.
—¿Puedo negarme?
—No, nos iremos cuando termine de tomarse el desayuno. Toni se levantó de la mesa, pensó discutir con él, pero como hubiera sido inútil y no quería que él notara lo nerviosa que estaba, desistió. Se disponía a regresar a su habitación, cuando Francesca entró en el comedor.
—Así que, Francesca —dijo Toni fríamente—, no eras mi amiga sino que en realidad me estabas vigilando.
—Eso no es verdad. Papá, ¿qué le has contado a Toni?
—La verdad, eso es todo, querida.
—Pero ¿qué quieres decir, entonces, Toni?
—Cuando llamaste a tu padre por teléfono, le contaste que tenía la intención de irme de aquí, con el objeto de que él llegara a tiempo y me lo impidiera.
—¡Eso no es verdad! —La muchacha parecía muy resentida—. ¡Papá!
Toni miró al conde Joao.
—Senhor, ¿no es eso lo que usted me dijo?
—No, no le dije eso. Sino que Francesca me había contado que usted se encontraba mucho mejor, y que se iría a la mañana siguiente, ella no sabía que yo iba a volver ni me dijo que intentara detenerla.
—Ya veo; lo siento, Francesca. Parece que he cometido otro error.
—Está bien, Toni, no importa. Pero ¿te quedarás, no es así? ¿Serás mi institutriz?
Toni movió la cabeza una vez más.
—Será mejor que se lo preguntes a tu padre, Francesca. Sus respuestas parecen ser más válidas que las mías —y sin decir más se marchó.
Ya en su habitación, se preguntó cómo se había metido en aquella situación tan absurda, y cómo había llegado tan lejos. Debía irse, pero ¿cómo hacerlo sin perjudicar a Paul? ¿Podría el conde acusar a su sobrino como le había asegurado? Tendría que permanecer en el castillo, por lo menos durante un tiempo, hasta que pudiera estar segura de que el conde ya no podía hacerle daño a Paul; después de esto ya tomaría una decisión. De una cosa estaba segura: el conde no lograría someterla a su voluntad.
Se cambió de ropa y bajó, el conde y Francesca estaban esperándola en el vestíbulo.
A pesar de los temores de Toni, el día fue muy agradable. El conde parecía una persona completamente diferente, estaba entusiasmado con la idea de llevar a Francesca y a Toni a ver las propiedades que estaban cerca del castillo. Bromeaba con su hija, se reía… era otro hombre. Incluso se animó a contarle a Toni cuál era el origen de su familia. Según le contó el conde, su familia procedía de un magnate que se llamaba Vímara Pérez y que en torno al siglo IX, en tiempos del reinado de Alfonso III, extendió el territorio de Portugal a Braga, Lamego, Visen y Coimbra. Su sucesor, Lucidio Vimaranes ejerció su poder, desde principios del siglo X, sobre una zona de Portugal que comprendía las tierras gallegas situadas al sur del río Limia, además de las diócesis de Braga. En el siglo X se constituyó un condado, título que poseía Joao Vimaranes en la actualidad corno descendiente directo. Este condado estaba regido por los descendientes de una familia gallega, el conde Hermenegildo González y la condesa Mumadona, nieta de Lucidio Vimaranes.
Toni escuchó toda aquella historia con el máximo interés. El castillo ya le había parecido un testimonio impresionante del rancio abolengo de la familia, pero ahora se había quedado aturdida al enterarse del importante papel histórico que aquella familia noble había desempeñado en la historia de Portugal. Cuando notaba con desprecio la arrogancia de la conducta del conde y, algunas veces, de la de Francesca, se había imaginado que era fruto de una absurda pose de superioridad; ahora, aunque la arrogancia le seguía pareciendo un grave defecto, podía comprometer mejor su significado: era más que vanidad, orgullo de ser herederos de un pasado glorioso.
Fueron a comer a casa de un hombre que se llamaba Vasco Bragança que era el encargado de una de las viñas del conde. Conocieron también las bodegas.
—No es fácil producir un buen vino —comentó el conde—. Las uvas deben ser recogidas en el momento justo. Es una labor complicada.
—He oído decir que después de recogerlas, las pisan y extraen un líquido dulce que se llama mosto y que la vendimia es una verdadera fiesta más que un simple trabajo, ¿es verdad? —comentó Toni.
—Exactamente. La gente que trabaja a mi servicio vive feliz, le puedo asegurar que no son mis esclavos, los respeto mucho porque ellos son los verdaderos artífices de mi bienestar y por eso procuro que ese bienestar redunde más que en mí en ellos, ya que son los que trabajan la tierra con sus manos. En realidad, hoy en día, la nobleza es más que nada una clase ornamental, que nos recuerda al pasado, su presente no existe… —Parecía triste al decir aquellas palabras.
—Yo nunca dije que usted explotara a sus trabajadores… —comentó Toni.
—¿No? —Él sonrió—. Tal vez no… Pero no vamos a discutir hoy, ¿no?
—No —coincidió Toni.
Después fueron hasta Oporto, y luego volvieron al castelo ya de noche.
—Mañana iremos a una corrida de toros —dijo el conde, cuando llegaron—. ¿Le apetece, Toni?
Toni miró a Francesca con gesto de preocupación.
—¿No le parece que deberíamos comenzar las lecciones, senhor?
Francesca la miró horrorizada y el conde le acarició la cabeza, tranquilizándola.
—No, no mañana, Francesca. Mientras pueda, aprovecharemos.
—Como usted quiera —comentó Toni.
—Y, usted, senhorita, ¿no piensa que estas excursiones son buenas también para usted?
Pensé que había disfrutado con el viaje de hoy.
—Sí, desde luego, pero ahora excúseme, estoy cansada y deseo retirarme.
—Muy bien, os veré por la mañana.
Francesca besó a su padre y acompañó a Toni a su habitación.
—Te ha gustado el paseo, ¿no es así, Toni?
—Por supuesto que sí, ha sido un hermoso día.
—Y mañana, ¿vendrás con nosotros?
—No tengo oportunidad de elegir —y luego continuó—: mi posición aquí no está muy clara, Francesca. Trata de entender cómo me siento.
—No te he traicionado contándole nada a mi padre.
—Lo sé, pero es extraño que el conde volviera de una forma tan inesperada.
—No fue así, Toni. Mi abuela, inocentemente, le contó que planeabas irte; él no estaba en Lisboa, se encontraba con algunos amigos en Coimbra. La información de mi abuela le dio la oportunidad de regresar antes de lo que pensaba.
—Ya entiendo.
—Cuando mi padre está fuera, llama a menudo a mi abuela, para ver qué tal está.
—¿Y cómo te enteraste de que fue la condesa quien le avisó?
—Mi padre me lo contó esta mañana mientras te cambiabas. Le dije que estaba muy enfadada con él por permitir que pensaras que yo deliberadamente le había advertido a él de tu partida.
—Lo siento, Francesca, te he juzgado mal.
—Estoy contenta de que estés aquí, Toni.
En los días siguientes el conde y Francesca la llevaron a conocer distintos lugares.
Asistieron a una corrida de toros. Pasaron una tarde en un festival de música folklórica en Oporto. Visitaron museos y galerías de arte. Toni se mostraba cada vez más impresionada por la cultura y la sensibilidad, ocultas hasta entonces, del conde. En el transcurso de esos días no tuvieron ninguna discusión y ella casi comenzó a creer que las anteriores conversaciones con el conde sólo habían sido imaginaciones suyas de tan irreales como le parecían ya.
Casi al final de la semana, apareció en el castillo Laura Passamentes, una tarde, mientras Francesca y Toni estaban en la playa. Al regresar se la encontraron sentada con el conde en la sala.
Laura pareció molesta cuando vio a Toni.
—Senhorita, ¿está todavía aquí?
—Como usted puede ver —asintió Toni.
—¿Cómo estás tía Laura? —interrumpió Francesca.
—Muy bien, gracias, Francesca. Ven y siéntate. Esteban y yo hemos estado muy solos.
Joao hace una semana que está aquí y no ha tenido tiempo para visitarnos.
Mientras Laura hablaba, Toni se dirigió hacia la puerta con la intención de marcharse.
Precisamente en ese momento llegó la condesa.
—¿Te vas, querida? Voy a tomar el té con Laura. Debes quedarte y acompañarnos, ¿no Joao?
—Por supuesto, mae, si así lo deseas.
—Pero yo no, senhor —Toni le miró furiosa.
—Lo hará —dijo él con tono autoritario, era la primera vez desde hacía días que le hablaba a Toni de aquella manera.
—Si usted lo manda, senhor…
Laura dominó la conversación. Parecía disfrutar interrogando minuciosamente a Francesca. Toni pensó que tal vez ésa era la única forma en que ella conseguía enterarse de las cosas que le interesaban, interrogando a las personas.
—¿Te enteraste de que hubo un festival de música folklórica en Oporto?
—Sí, claro. —Francesca hablaba entusiasmada—. Estuvimos allí.
—¿Fuisteis? —Laura miró a Joao con gesto de reproche—. ¿Fuiste al festival, querido?
El conde parecía molesto.
—Sí, Laura, fuimos al festival, estuvo bastante bien. —Y no me pediste que te acompañara…
—No pensé que te interesara. ¿Qué has hecho durante estos días?
—Nada importante. Sabes que me gusta mucho la música folklórica. Podías haberme avisado. ¿Fuiste con Francesca y con tu madre?
—¿Qué pinto yo en los festivales folklóricos, Laura? —La condesa movió la cabeza sonriendo—. No, Joao fue con Francesca y con la senhorita West.
—¿La senhorita West?
—Sí, Laura, la senhorita West —respondió Joao.
—Ya entiendo. —Laura le dirigió una mirada fulminante a Toni—. ¿Y le gustó, senhorita?
—Mucho, gracias.
—¿Y cuándo tiene pensado irse?
—No lo sé…
—La senhorita se quedará con nosotros indefinidamente —dijo Francesca—. Será mi institutriz.
—¿Es verdad eso, Joao?
—Sí, pero este asunto no creo que sea de tu interés, Laura.
Vamos, te enseñaré una pintura que compré en Coimbra. Es de Miró.
—Pero esto me interesa, caro —insistió Laura—. Después de todo, a tu madre le parecerá extraño que la senhorita haya abandonado su trabajo en Inglaterra sin dar ninguna explicación.
—Ése no es problema tuyo, Laura —el conde la miró duramente—. Si la senhorita ha decidido quedarse aquí, estamos encantados con su decisión, ¿no es así? Seguramente no tendrás ninguna objeción a que Francesca tenga una institutriz; sin duda, la necesita.
—No es muy normal, eso es todo —comentó Laura—. ¿Qué piensa usted, querida condesa?
La anciana parecía incómoda.
—Estoy completamente de acuerdo con lo que Janet decida —respondió un poco distraída, mientras sostenía una cuchara en la mano—. ¿Le he puesto azúcar a mi té, o no? Ya ves, Laura, has logrado confundirme.
—Quiero ver el Miró, Joao. —Laura se dirigió hacia la puerta sin añadir palabra.
Después de que Laura y Esteban se marcharan, Toni se sintió aliviada. Francesca le dirigió una mirada de complicidad, pero Toni estaba tan absorta en sus propios pensamientos que no prestó mucha atención a la muchacha.
A la mañana siguiente, Toni se levantó temprano, como siempre. Había dormido mal otra vez y por eso tenía bastantes ojeras. Pensó que si bajaba a la playa, a lo mejor la brisa del mar podría aliviar su dolor de cabeza; se puso el traje de baño y se dirigió a la playa. Se metió en el agua y nadó un buen rato. Cuando salió del agua, descubrió sorprendida que el conde se encontraba cerca de donde había dejado sus cosas. Luego con pasos lentos, se acercó.
—Buenos días, senhor. No esperaba encontrarle aquí.
—Tal vez sería mejor que me llamara Joao cuando estemos solos. No me gusta que sea tan formal.
—Prefiero la formalidad, senhor.
—¿Por qué insiste en discutir siempre conmigo? Por una vez, aunque sea, ceda usted.
—¡Le odio, le odio!
—¿Qué es lo que odia de mí? ¿Mi forma de ser o mi cara? Aquella pregunta le sorprendió porque Toni, a pesar de lo que él parecía creer, no se fijaba la mayoría de las veces en la cicatriz que surcaba su rostro. Poco a poco se había ido acostumbrando a ella. Había aspectos de su personalidad que la desagradaban mucho más…
—Su cicatriz no me molesta —añadió Toni, consciente más que nunca de la pasión que sentía por el conde. Deseaba que la besara.
—No piensa tal vez que mi mente se encuentra trastornada porque mi cara también lo está.
—Joao —dijo Toni, incapaz de reprimir su impulso, y entonces él la beso.
—Entonces —murmuró él—, después de todo no me odias.
Toni sintió un estremecimiento cuando él continuó besándola apasionadamente.
Alguna vez ella había llegado a pensar que era un hombre que conseguía siempre lo que quería, y en ese momento la deseaba a ella. Lo peligroso era que también Toni comenzaba a quererle, y era algo a lo que deseaba resistirse, al menos mientras no se aclarasen todos los malentendidos que había entre ellos.
Con gran esfuerzo, Toni pudo lograr escaparse de su abrazo cuando él menos lo esperaba. Corrió por la playa, esperando a cada minuto oír su voz llamarla, pidiéndola que no escapara. Pero no oyó nada, y se sintió desorientada. ¿Qué quería él de ella?
¿Qué venganza terrible podía estar planeando?, pensaba Toni mientras se dirigía al castillo. No parecía posible que en sólo unos días su vida hubiese cambiado de aquel modo. Los años vividos en Inglaterra, la muerte de sus padres, incluso Paul parecían haber quedado atrás. Todo lo que podía recordar era esa… especie de agonía que el conde provocaba en ella.
Llegó hasta su habitación sin encontrarse a nadie en el camino. Se bañó y se cambió, preguntándose a sí misma por qué aún no se había marchado del castillo. Se había quedado allí, esperando no sabía qué. Había descubierto que el conde podía ser, si lo quería, un hombre agradable e inteligente; ella se había recuperado por completo del accidente, y lo que era más importante, había conseguido retrasar otra semana más la amenaza del conde contra Paul, si era verdad que se proponía acusarle.
Toni dudó. ¿Por qué no se marchaba de Vila do Conde? Le sería fácil escapar de allí, nadie la vigilaba. ¿Por qué no lo hacía?
Por supuesto, había una sola razón. No deseaba irse. Había discutido de nuevo con el conde y le había rechazado cuando él deseaba poseerla, pero en realidad eso era lo que ella quería. Era un hombre maravilloso, y cruel al mismo tiempo, y eso la desconcertaba. Pero nada de eso importaba, Toni se había enamorado de él.
Evitó mirarse en el espejo y descubrir la verdad en sus ojos. Estaba enamorada de un hombre que pensaba que ella era una mujer sin escrúpulos. Qué fácil hubiera sido decirle la verdad, que le quería, pero tenía su orgullo, y mientras él la tratara de aquella manera, no estaba dispuesta a entregarse a él. Por eso tenía que reprimirse en los pequeños momentos de debilidad…