cApítULO dIEz





Harry Mason surge de la bruma de un pasado que se me antoja muy remoto, aunque no lo es. Un pasado que yo creía olvidado, desaparecido para siempre. Harry Mason es un fantasma insultantemente burlón que avanza hacia mí con la barbilla ligeramente alzada, los ojos entrecerrados como si me oteara desde lejos, y una mueca desdeñosa que anuncia que no va a creer ni una palabra de lo que yo le diga. Trae una panzuda copa de brandy en una mano y me tiende la otra afectuosamente.

—Así que usted es John George. Mi hermana me ha hablado mucho de usted. No se cansa de hablar de usted. Yo soy Henry, el hermano de Lisbeth. Henry Mason. Puede llamarme Harry. Así que usted es el que quiso comprar el piso de Ladbroke a un precio superior al que le pedían. Resulta asombrosa su forma de hacer negocios.

Era verdad. Se me había ocurrido de repente. Me pareció un truco ingenioso y simpático.

—¿Cuánto quieren por esta casa? ¿Ocho mil libras? ¿Sólo ocho mil libras? Pero si es magnífica. Yo estaría dispuesto a quedarme con ella, naturalmente, pero no pagaría menos de diez mil quinientas libras por ella.

Lisbeth y Anthony Richard se miraron, me miraron y no pudieron evitar una sonrisa donde se mezclaban el desconcierto y la fascinación.

—Si piden por esta casa menos de diez mil quinientas libras es que ustedes han perdido la capacidad de raciocinio.

Era época de vacas flacas para mí. Estaba viviendo a cuerpo de rey en este hotel, me había comprado un automóvil Lagonda de 25 caballos, AXP 493, espléndido, envidia de todos los que me veían desfilar con él por las calles de Londres; me había hecho con un guardarropa de calidad y asistía al hipódromo y al canódromo asiduamente, pero el banco, la administración del hotel y yo sabíamos que mi situación no era tan boyante como parecía. Por si fuera poco, se acercaba el momento inevitable en que debería hablarle a Cinthia de matrimonio. Nuestro grado de compenetración era excepcional y ella estaba llegando a la mayoría de edad y nadie podría oponerse a que formalizáramos nuestra relación. Y las bodas bien hechas son caras.

Hacía unos días que me asomaba a la prensa matutina con la esperanza de encontrar algún negocio en perspectiva. Nadie hubiera dicho que yo estaba pasando una situación desesperada. Era el caballero apacible y despreocupado que leía el periódico en el comedor mientras desayunaba. Era el despistado que nunca llevaba el talonario encima cuando se encontraba con el administrador, o que tenía demasiada prisa para entretenerse en repasar la factura, y tenía que acabar con aquella situación tan penosa cuanto antes.

El negocio, al fin, se me apareció en forma de una casa a la venta en Ladbroke Square, West London. 8.750 libras. Y los dueños, al parecer, vivían allí mismo porque era el domicilio de referencia.

—Estoy interesado en comprar su casa.

Así conocí al doctor en medicina Anthony Richard y a su hermosa esposa, Elizabeth Joyce. Él tenía cincuenta y dos años, era alto, fuerte y bien plantado. Brillaba una chispa de inseguridad en sus ojos, fruto probablemente de su afición al alcohol y de la evidente tiranía que Lisbeth ejercía sobre él. A pesar del apellido, era escocés. Había estudiado medicina en la universidad de Edinburgo, había servido en el Highland Regiment en la primera guerra mundial y había dirigido la planta de pediatría de un hospital de Manchester. Durante la segunda guerra mundial, había estado en el cuerpo médico de la Marina. Hacía poco que había abandonado la medicina para dedicarse a negocios inmobiliarios.

A Lisbeth en seguida la catalogué como mujer peligrosa, una auténtica mujer fatal. Tenía la misma mirada desdeñosa que más tarde yo vería en su hermano. Sabía que era hermosa y utilizaba su perfección física como un arma. Emanaba sensualidad. En seguida tuve la seguridad de que engañaba al pobre Tony y de que estaría dispuesta a acostarse conmigo a la menor insinuación por mi parte. Esa clase de mujeres araña que siempre tienen tendida la red. Me producen escalofríos. Sólo soy capaz de establecer relaciones cordiales y naturales con mujeres que descartan de entrada la relación sexual. Cuando una mujer me hace saber inmediatamente que tiene novio, o que está comprometida, o que no siente por mí más inclinación que la que experimentaría por un buen amigo o pariente, entonces bajo la guardia, me sosiego y soy capaz de dar lo mejor de mí mismo.

La diferencia de edad entre mistress Lawrence y yo favoreció sin duda que se consolidara nuestra amistad, y lo mismo sucedió en mi relación con Cinthia. Si empecé a intimar con la que ahora es mi novia fue porque nunca se me pasó por la cabeza que pudiéramos acabar enamorados. Durante mucho, mucho tiempo, yo era como un padre para ella, y la veía como una hija a la que orientar y aconsejar.

Mistress Joyce («Oh, por favor, llámame Lisbeth. Yo, si no te importa, te llamaré John George, ¿te importa?») Lisbeth era todo lo contrario. Una especie de fiera salvaje en libertad y con vestido escotado. Y en seguida supe que seríamos enemigos, porque esta clase de féminas, cuando se encuentran con un hombre capaz de resistirse a sus encantos, lo odian inmediata e intensamente. Lo noté porque en seguida me llamó por mis dos nombres, John George. A su marido también le llamaba Anthony Richard, mientras que todos sus amigos lo llamaban Tony. Y, significativamente, Lisbeth llamaba Harry a su hermano. Simplemente, Harry. Cabe deducir que, cuando usaba los dos nombres de alguien, estaba delatando sus intenciones sexuales. Hay quien utiliza el nombre ajeno como si se apropiara de su alma.

Ladraba un perro en el interior de la casa. Era perra y se llamaba Fever, un labrador retriever blanco de color miel que nunca podía estarse quieta. Sumamente cariñosa, en seguida me adoptó. A los perros les gusta que les acaricies bajo el mentón y detrás de las orejas, sus puntos más vulnerables. Mucha gente no lo sabe. Si les hablas adecuadamente, se vuelven tus amigos incondicionales.

—¡Hola, Fevie, ¿quién está aquí? ¿Qué te ha traído tu amigo?

No compré la casa, naturalmente, pero conseguí trabar amistad con los Joyce. Cuando ya estábamos a punto de firmar el trato, me aparecieron inconvenientes imprevistos: mi administrador, tomando iniciativas que no le correspondían, acababa de comprometer su palabra y la mía dando incluso un adelanto a cuenta en Lambeth. Yo continuaba interesado en el apartamento de Ladbroke y mantenía mi oferta, pero no creía que pudiéramos cerrar el trato antes de seis meses, lo que representaría, sin duda, una dilación de tiempo excesiva para ellos.

La comedia estaba dedicada especialmente a Lisbeth Joyce, que convencería a su marido de que no tenían ninguna obligación para conmigo. De no ser por ella, Tony habría esperado, lo sé, en seguida me di cuenta de que lo había cautivado. Él fue quien me abrió la puerta de su casa. Lisbeth impidió que se la comprara. Supe jugar mis cartas con habilidad, las cosas como son, aprovechándome de las debilidades de cada uno de ellos. Cuando me notificaron que, al fin, vendían la casa a otro afortunado, me presenté a verlos con un ramo de flores y una botella de jerez. Para demostrarles que era buen perdedor y para hacerme perdonar por haber retrasado su negociación de venta.

—Espero que, al menos, gracias a mí, la hayáis vendido por más de aquellas ocho mil que pedíais al principio.

Fever saltaba a mi alrededor pidiendo caricias con ladridos estentóreos. A Tony (copa en mano) le complacía sobremanera el amor loco que el animal manifestaba hacia mí. Creo que delegaba en él las efusiones de las que se sentía incapaz y que envidiaba. Me quería mucho. Necesitaba un amigo y, en el momento oportuno, llegué yo. Una de mis virtudes es que sé escuchar. Cinthia siempre me lo dice.

Tenían que mudarse al 16 de Dawes Road, en Fulham, a un apartamento algo más lujoso que el que dejaban, sobre una encantadora juguetería y hospital de muñecas.

Hablamos del problema que representaría el traslado del piano de cola, pregunté cuál de los dos tocaba y, para mi suerte, resultó ser Tony. Nunca me hubiera visto capaz de competir con Lisbeth. Al padre de Tony le hubiera gustado que su hijo interpretara a los grandes clásicos, pero él se dedicaba al jazz o, como máxima concesión a la alta cultura, alguna pieza de Gilbert y Sullivan.

Antes de que pudieran darse cuenta, ya estaba yo al teclado, deleitándolos con la sonata número once, en la mayor, de Mozart, o el Claro de Luna de Beethoven, o el Pájaro profeta de Schumann. Tocando para los Joyce, no me habría arriesgado jamás con el Allegro Barbaro de Bartok. Ellos habrían descubierto en seguida mis balbuceos y trampillas. Fever, a mis pies, acostada, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, actitud de resignación. Resultaba graciosa. Como si no le gustara mi música pero su fidelidad la obligara a soportarla con paciencia.

Me invitaron a la fiesta de inauguración de su nueva vivienda, y me presentaron a su nueva sirvienta, mistress Borroughs, una mujer enorme, toda papada, pechos y risa, gran cocinera, que probablemente no era todo lo limpia que era de desear. Pero a los Joyce les gustaba. En la fiesta de inauguración conocí también, y sobre todo, a Henry Mason.

—Así que usted es John George. Mi hermana me ha hablado mucho de usted. No se cansa de hablar de usted. Yo soy Henry, el hermano de Lisbeth. Henry Mason. Puede llamarme Harry. Así que usted es el que quiso comprar el piso de Ladbroke a un precio superior al que le pedían. Resulta asombrosa su forma de hacer negocios.

Aquél era el enemigo.

Sedúcelo y triunfarás. Hazle reír. Habla mal de alguien, ridiculiza a un pobre tipo, a tu administrador imaginario, por ejemplo. Todo fue culpa de él, que asumió responsabilidades superiores a sus posibilidades. Un pobre tipo. Sugiere que es estúpido, que su mujer lo tiene dominado, que lo espera detrás de la puerta con el rodillo de amasar cuando llega de madrugada y borracho a su casa. Harry sabía de lo que estaba hablando, había conocido algo parecido en su casa, ¿verdad?, su hermana debía de ser de ésas, y probablemente su madre, y su padre un calzonazos como el del cuento. Cuanto más te rías, más habré acertado. Ja, ja, ja. Ya es tuyo.

Le interesaba saber si yo estaba casado. Quizá su siguiente pregunta fuera acerca de la utilidad que mi esposa daba al rodillo de amasar cuando yo trasnochaba.

Desconfía de los solteros.

Y, probablemente, en aquella época Harry Mason desconfiaba de su hermana casada. Tenía que haber visto cómo me miraba, seguro que intuyó sus intenciones hacia mí. Lo tranquilicé con un uppercut emocional. Le dije que había estado casado hasta hacía bien poco, apenas año y medio. Mi esposa había muerto después de una espantosa agonía, víctima de un tumor cerebral. Eso desarmó al suspicaz. Borró la sonrisa de su rostro y quedó desconcertado y confuso, como si temiera haber ocasionado de alguna forma mi triste viudedad. Continué tranquilizándolo con la explicación de que (ya que quería saberlo), bajo mi máscara de simpatía y cordialidad, yacía un alma destrozada por el dolor. Mi esposa y yo nos habíamos querido mucho, mucho, acaso demasiado. Eso nos había llevado a aislarnos de la sociedad, nos habíamos alejado de amigos y parientes y ahora, después de la terrible pérdida, me encontraba solo, extraviado en un desierto espantoso.

Con todo esto, no sólo desarmé al enemigo sino que lo puse en fuga. Horrorizado ante una exposición tan impúdica de mis sentimientos y ante la perspectiva de tener que escuchar mis interminables jeremiadas, mi querido Harry puso pies en polvorosa y me dejó a solas, saboreando el oporto, que era excelente. Antes de que pasara media hora, ya tenía a mi lado a Tony, con un vaso de scotch en la mano y su expresión más consternada.

—John George, por el amor de Dios, ¿por qué no me lo habías dicho? —Me regañaba, casi ofendido por haber tenido que enterarse de mis cuitas a través de su cuñado.— ¿No somos amigos?

—Tony, por favor, no tengo derecho a amargarle la vida a nadie con mis desgracias. He pasado ocho meses en compañía de la Muerte. Ella y mi esposa Agatha estaban luchando a brazo partido y yo no podía hacer nada más que jalear a mi favorita (que era Agatha), "¡Venga, Agatha, tú puedes vencer, duro con ella!", nada más que eso mientras contemplaba cómo mi Agatha besaba la lona una y otra vez bajo los puños de la Vieja Dama. "¡Vamos, Agatha, ya es tuya!". Nada que hacer. La Muerte triunfante se puso a dar vueltas por la habitación del hospital, todo se llenó de muerte, la habitación del hospital y mi piso, mi dormitorio, la sala de estar, y mi cabeza y mis ojos, por favor, todo lo que podían ver mis ojos estaba teñido de color de muerte. Tengo que salir de este sepulcro, Tony. Y me gustaría que vosotros me ayudárais. Estoy aprendiendo a vivir. Estoy buscando vida a mi alrededor. Vengo huyendo del Reino de las Tinieblas.

Bueno, más o menos. Con el tiempo, se distorsionan los recuerdos. Tampoco terminamos abrazados y llorando y las lágrimas no aguaban su scotch. Pero algo parecido. Este tipo de confidencias une mucho. Tony Joyce estaba buscando un amigo con el que escapar de la opresión de Lisbeth y ahora resultaba que yo también era un hombre solitario que buscaba compasión. Almas gemelas.

Ahora mismo tengo a Lisbeth ante mí y, con un rictus perverso, quiere interrumpirme.

—Se lo dije a Anthony Richard. Le dije que a ti no te gustaban las mujeres, que ibas a por él, que procurase andar con la espalda bien pegada a la pared.

Yo no bebía whisky más que en contadas ocasiones pero me veía capaz de acompañar con mi copita de oporto los litros y litros de alcohol puro que era capaz de trasegar el doctor Joyce. Me contó que había algo que no funcionaba bien entre Lisbeth y él.

—Me da la sensación de que no estoy a su altura —dice—. Me exige mucho. Mucho más de lo que puedo darle. No me perdona que haya abandonado la práctica de la medicina. Le gustaba ser la esposa de un doctor, ¿sabes? Le parecía muy distinguido. —Confidencias. Nauseabundas confidencias—. Un día, tenía a un niño entre mis manos, en el hospital, un niño al que había que intervenir con urgencia, no recuerdo exactamente de qué, y cuando lo vi en el quirófano se me ocurrió que se me iba a morir. No pude operarlo. Salí corriendo de allí, presa de un tremendo ataque de angustia y no he vuelto a poner los pies en aquel hospital. Desde entonces, no puedo soportar la visión de un niño enfermo.

Dos días antes de navidad, encargué treinta galones de ácido sulfúrico. No tenía con qué pagarlos. Pedí que me los fiaran.

Tony Joyce me mira ahora desconsolado, estupefacto, al borde del sollozo.

—¡John George, ¿me estás diciendo que, mientras yo te abría mi corazón y me confiaba a ti como no me he confiado jamás a nadie, tú estabas planeando mi asesinato?!

Dolido, desengañado.

—¡Por el amor de Dios, Tony, no dramatices! ¿Quién te crees que soy? ¿Dios? Fue Dios quien quiso que murieras, no yo. Yo sólo he sido el brazo ejecutor, movido por una Voluntad Superior. Si Dios no hubiera querido tu muerte, estarías vivo. ¡Yo no era dueño de mis actos! ¡Estaba en manos de Dios!

Lisbeth no escucha mis protestas. Mira a su esposo con aquella odiosa expresión de suficiencia: «Te advertí que no era de fiar.»

Pasamos las navidades juntos, claro está. Papá Noel, villancicos, el árbol adornado, intercambio de regalos. La noche de Año Nuevo incluso llegué a intercambiar un par de besos con Lisbeth Joyce.

—¡Feliz año 1948!

—Que sea, al menos, tan bueno como los anteriores. —¡Mejor!

Lisbeth me mira con odio desde el Más Allá.

—Hijo de puta, son of a bitch, tu sabías lo que nos deparaba el año 1948.

Yo no sabía nada. ¿Quién sabe algo? ¿Sabemos realmente lo que sucederá mañana? Hay que ser muy soberbio para afirmar una cosa semejante.

El Infierno de Lisbeth es el del Odio. Debe de estar aullando como una posesa, de dolor y rabia, en su caldera. El Infierno de Tony, en cambio, es el de la Decepción y la Amargura. Siempre confió en quien no debía. En todas las bifurcaciones equivocó la elección. Fue una de esas personas que siempre creyó ciegamente que Felicidad se escribía con mayúsculas y neones de colores, y no pudo aceptarla gris y con minúsculas, y así se quedó sin felicidad de ninguna clase. Tony debe de estar sollozando como un niño en su caldera.

—Oh, Dios mío, y aquel día de enero yo, yo mismo, te enseñé dónde guardaba el revólver.

Sí, señor. El revólver y las máscara antigás que usaste en la primera guerra mundial para defenderte de la iperita, o gas mostaza, o lo que fuera que os echaban los alemanes. Era a finales de enero. Te estaba hablando de mi nuevo invento, un negocio magnífico y que podía darnos mucho dinero, ¿lo recuerdas? Un producto de cosmética, polvos compactos resistentes al agua, tanto a la de lluvia como a la de llanto. Yo venía a decirte que me incomodaba un poco dejarte al margen de mis negocios. Si había mucho dinero a ganar en algún proyecto, me parecía digno de un buen amigo hacerte partícipe de ello. Te estaba haciendo un favor, vaya. Si aportabas una cierta cantidad de dinero, podríamos fundar una empresa especializada en productos químicos, tú y yo, al margen de mi Union Group Engineering, cuyo terreno era otro. Si con la industria química nos iba tan bien como con la eléctrica, te garantizaba unos pingües beneficios antes de terminar el año 48.

Me pareció que no te interesaba mi conversación, como si tuvieras tanto dinero que resultara un dislate pensar en conseguir más. No era el momento, o quizá no fuera el tema apropiado para captar tu atención, de manera que desvié mi atención hacia lo primero que encontré al alcance. Una fotografía donde estabas vestido con el uniforme del ejército, en las trincheras del Continente, y te pregunté por tus experiencias durante la guerra. Me contaste algunas cosas y, muy ufano, me llevaste a tu dormitorio. De un armario, sacaste una flamante sombrerera y, de su interior, una hermosa funda con el Enfield del 38. Ligero, de líneas simples que hacían de él algo parecido a una llave inglesa con asa de madera, algo sumamente manejable y práctico. Con cañón hexagonal y un punto de mira como un espolón. Capaz de disparar seis balas del calibre 38, que quiere decir que el interior del cañón tiene 0'38 pulgadas, o sea, que puede hacerte un buen agujero, si te alcanza.

—¿Qué te parece?

Le dije que me parecía bien. Pero mejor me pareció la máscara antigás.

Por Júpiter, si yo hubiera tenido una como ésa cuando me las vi con el difunto Jerry Mac, y con el viejo Miserias y su mujer. Lisbeth continúa insultándome, «son of a bitch», y Tony Joyce no deja de sollozar, «¡Por favor, por favor, y yo que creía que era mi amigo...!». El 31 de enero, un loco visionario llamado Nathuram Vinayak Gode le pegó cuatro tiros al Mahatma Gandhi, en Nueva Delhi. Inmediatamente, se produjeron serios disturbios en tres barrios de la ciudad con el resultado de once muertos y cincuenta heridos. Y Dios lo permitió con esa sangre fría que le caracteriza. Igual como permitió la ceguera de la pobre Fever. Lo descubrí un día, mientras jugaba con ella por Battersea Park, donde nos habíamos trasladado en mi lujoso Lagonda para hacer un agradable picnic. Siempre me pareció que los Joyce no cuidaban suficientemente al pobre animal. Sólo vivían preocupados de sí mismos, de sus negocios, de sus vacuas disputas matrimoniales. Se aburrían los dos solos, se habían aburrido de las gracias de la perra y ahora miraban a lontananza en busca de nuevas diversiones, olvidándose de su fiel amiga. Más de una vez tuve que ponerle yo de comer, y me la llevé a pasear porque veía que en aquella casa nadie tenía intención de hacerlo.

—No trates de justificarte, John George —interfiere la voz seca, impertinente, de Lisbeth—. Tú eres el monstruo.

—Yo amo a los animales.

Creo que nunca he querido a nadie como quise a aquel conejo que se llamaba Conejo. Aquel conejo que me arrebató mi padre el día en que pensó que mi afición a jugar con él podía ser confundida con idolatría.

—Amo a los animales. ¡Yo cuidé de Fever!

—Después de habernos asesinado.

—Amo a los animales. Si, yendo en coche, tuviera que elegir entre atropellar a un perro o a un hombre, no lo dudaría ni un momento. Atropellaría al hombre.

No se habían dado cuenta de las dificultades que Fever tenía en la visión. Se lo dije y respondieron: «¿Tú crees? ¿Y no será, más bien, simple idiotez?».

Mentira, John George. Mentira.

No estáis en disposición de demostrar que miento. Estáis muertos. No estáis aquí. No estáis en ninguna parte. No existís.

Por sorpresa, el 3 de febrero, los Joyce me anunciaron que se iban de vacaciones. Pasarían un par de días en el suntuoso Kingsgate Castle de Broadstairs, en Foreness Point; y después se trasladarían al hotel Metropole, de cinco estrellas, en la costa de Brighton.

—Oh, fantástico, buena idea. No hay nada tan vivificante como el aire de mar. Quizá me acerque a veros por Brighton.

—¿Es que no hay forma de librarnos de él? —exclamó entonces Lisbeth cuando yo no estaba presente, y lo repite ahora.

Estoy tan seguro de que lo dijo como de que Tony salió en mi defensa:

—Pero, Lisbeth, ¿qué demonios tienes contra él? No puede ser más amable, está solo, nos necesita. Y, si a eso vamos, yo también le necesito, me gusta su compañía. —Cuidado con esos sentimientos, Anthony Richard. Para muchas personas son una vía de una sola dirección. —No seas ridícula.

—Sí —dije unos días después—: iré a veros el miércoles por la tarde, ¿qué os parece?

—Oh, espléndido.

—Supongo que tendré que resignarme —pensaba Lisbeth.

—Quiero hablarte del asunto ése de cosmética, Tony, los polvos compactos. Estoy haciendo unas pruebas con resultados óptimos. Te llevaré una muestra y tú decides, ¿de acuerdo?

—¿Qué es eso de los polvos compactos? ¿Te está arrastrando a un negocio? ¿Te ha pedido dinero? Sabía que acabaría pidiéndote dinero.

—¡Lisbeth, por favor! John George no necesita mi dinero. Sólo quiere hacerme partícipe en un negocio sumamente lucrativo.

—Tú tampoco necesitas su dinero. Tienes tus propios negocios.

—¡Está bien! Pues le diré que no me interesa, que no lo necesito. ¿Te parece bien así?

—Me parecería mejor si no te hubiera propuesto nada y no tuvieras que rechazarle nada.

El cinco de febrero emprendieron el viaje discutiendo, siempre discutiendo, y yo los despedí agitando en el aire un pañuelo blanco. Fever asomaba la cabeza por la ventanilla del coche, con la lengua fuera, y me dirigió una mirada triste. Le hubiera gustado que viajara con ellos.

Al día siguiente, me presenté en el piso de Dawes Road, sobre la hermosa clínica de muñecas. Me abrió la criada, mistress Borroughs, enorme, afable, acogedora.

—¡Oh, qué alegría de verle por aquí! ¿Qué se le ofrece?

—Me han telefoneado al despacho Lisbeth y Anthony Richard, que se olvidaron cuatro cosas sin importancia. Al parecer, en Kingsgate hace más frío del previsto. Como tengo que ir a verles, se lo llevaré gustoso.

Me franqueó el paso, «Ay, qué despistados son, siempre tienen la cabeza en otra parte», y permitió que me desenvolviera a mis anchas por la casa. Yo era de confianza. Estuve apenas unos minutos. Sólo se trataba de hacerme con la sombrerera que contenía el revólver y la máscara antigás.

—Gracias. Aquí lo tengo todo, mistress Borroughs. Muy amable de su parte.

Me recuerdo especialmente feliz en ese instante. Experimentaba la euforia de quien ve que sus proyectos más quiméricos se van haciendo posibles y hasta probables. Pinté de nuevo el prototipo del coche eléctrico para niños, lo engrasé, lo puse en perfecto estado de funcionamiento y se lo llevé al propietario de la juguetería que había bajo el apartamento de los Joyce. A míster Graham le encantó. Le dije que era invento de uno de mis empleados, un brillante ingeniero, que se lo dejaba en depósito por si lo vendía. Le pedí una pequeña cantidad a cuenta con la excusa de que ese empleado estaba pasando por un mal momento. Evidentemente, si el coche no se vendía, yo le devolvería de inmediato aquel dinero. Míster Graham quedó encantado. No le cabía duda de que vendería el coche y no tuvo inconveniente en entregarme una generosa cantidad de dinero a cuenta.

Al día siguiente, sábado, 7 de febrero, saqué a pasear a Cinthia con mi espléndido Lagonda que, ante la inmediata perspectiva de prosperidad, ya no me parecía tan espléndido. Le notifiqué a Cinthia que pensaba comprarme un coche nuevo y le pedí que se casara conmigo, no recuerdo exactamente en qué orden. Respecto al matrimonio, se puso muy contenta y me dio el sí de inmediato y, a continuación, hizo unos pucheros al recordar que no tenía todavía 21 años y que, por tanto, aún deberíamos esperar un año.

—Se necesita un año, como mínimo, para preparar una boda como la que tú te mereces —le dije, o algo así, para animarla.

(Hace de esto casi un año exacto. Ha llegado el momento, pues, de cumplir mi palabra.)

—Las cosas me están yendo muy bien —expliqué, para justificar mi optimismo.— Tanto que estoy pensando en cambiarme el coche. Le tengo echado el ojo a un Alvis precioso.

Luego, me permití una travesura, con aquella sonrisa que tanto divierte a Cinthia:

—¿Sabes qué sería lo ideal? Lo ideal sería que me robaran este Lagonda y lo destrozaran. Con lo que me diera el seguro, podría pagar casi la mitad del Alvis.

Cinthia se reía, radiante.

—Qué cosas tienes. ¿Quién quieres que robe un coche como éste, que va causando sensación por donde pasa?

Sólo era una posibilidad.

Y el miércoles, día 11 de febrero, me fui a Brighton. Hotel Metropole, cinco estrellas. Pedí una habitación con vistas al mar. El dinero obtenido de míster Graham me permitió repartir generosas propinas a diestro y siniestro. Comí frente a un enorme ventanal a través del cual contemplaba la playa desierta y azotada por la lluvia, el agua negra y encrespada en un violento oleaje. Era un mediodía tan oscuro que parecía atardecer. Se estaba gusto, resguardado tras los cristales, en un ambiente caldeado y cálido, regalado con un buen roast-beef y un buen vino. Si cerraba los ojos, me encontraba en el paraíso. El mundo era mío. ¿Qué más podía pedir?

A las cuatro, como habíamos quedado, nos encontramos en el vestíbulo con los Joyce. La sonrisa desbordante de él y la sonrisa desmayada e hipócrita de ella.

—¡Mi querido John George!

Mi querido John George —un semitono más bajo.

Y la bienvenida efusiva ladrada por Fever, que vino a mi encuentro más contenta que nadie.

—¿Cómo está mi Fevie?

—Bien, ella siempre está bien.

—¿La habéis llevado a un veterinario para que le mire los ojos?

—Cuando regresemos a Londres.

—Yo no veo que le ocurra nada raro en los ojos.

—Bueno, bienvenido, John George. Aquí se está bien, ¿verdad? Lástima que el tiempo no nos acompañe.

—Dicen que mañana mejorará el tiempo.

Una tarde agradable, en buena compañía. Jugamos al billar, tomamos el té.

—Éramos tan felices —gimotea el fantasma de Tony.

Le hablé de negocios. Mi insistencia, mi maniobra envolvente, ya no admitía más reticencia por su parte, so pena de parecer grosero. Antes de salir de Londres, yo había comprado unos polvos cosméticos de Max Factor (el especialista en transformar a la gente corriente en deslumbrantes estrellas de la pantalla) y los había traspasado de su continente de hermoso diseño a un vulgar frasco de laboratorio. Se lo mostré como si fuera resultado de mis investigaciones y le rogué a Lisbeth que lo probara. Quedó encantada, aunque trató de disimularlo.

—Sí, no está mal.

—¿No está mal? Mi querida Lisbeth, si me perdonas la presunción, me atrevería a decir que he superado al mismo Max Factor.

Insistí en mostrarle todo el proceso de elaboración del producto en mi fábrica de Crawley. Había tenido que abandonar el sótano de Groucester Road porque me resultaba muy oneroso, y la fantasmal Union Group Engineering se había quedado sin sede social. En aquella época ya había empezado a utilizar de prestado el taller de Knowless Products. Crawley está apenas a diecisiete millas de Brighton. No invertiríamos ni tres horas en ir y volver.

—Está bien, está bien —remoloneaba Tony Joyce mirando de reojo a Lisbeth, como pidiéndole permiso—. Ya que insistes...

—Insisto.

Nos fuimos en el Lagonda al cabo de dos días. El viernes. Era viernes 13. Mal día para viajar. Lisbeth se quedó en el hotel, leyendo en la terraza porque había salido un sol tímido y daba gusto respirar la brisa del mar en el exterior. Fever correteaba feliz por la arena.

Telefoneamos a Lisbeth desde Crawley para decirle que nos quedaríamos a comer en mi hotel preferido.

Le dijo a Tony «No tardéis».

Regresé, solo, a media tarde.

—¿Por qué lo hiciste, John George? Sólo quiero saber eso: ¿por qué?

En mi bolsillo llevaba más dinero del que había podido gastar en los últimos cinco meses. Y una pitillera de oro, y un reloj de bolsillo, con cadena, ambos de oro. Y unas gafas para ver de cerca que Tony siempre utilizaba y que descubrí que me iban perfectamente.

Lisbeth estaba preocupada. Se temía un accidente de coche.

—¿Dónde está Anthony Richard?

—Me temo que no se encuentra bien. Quizá haya abusado un poco del vino durante la comida. Está en casa de un amigo que no tiene teléfono. Se ha acostado y, cuando despierte, estará mejor. He quedado en que iríamos a buscarlo. Creo que le hará bien que estés a su lado cuando despierte.

No pudo negarse. Llevaba dos sortijas de brillantes.

—¿Por qué, John George?

—Cállate ya de una vez, Tony. No seas patético.

Desde Crawley telefoneé al hotel Metropole.

—Soy Anthony Richard Joyce. Les agradecería que se ocuparan de nuestra perra Fever durante esta noche. Que le pusieran comida y la sacaran a pasear por la mañana. Hemos tenido un contratiempo y nos va a ser imposible regresar a dormir ahí.

Sólo por los anillos de Lisbeth me dieron, en la joyería Warren de Horsham, más de trescientas libras.

—¿Fue por eso, John George? ¿Por dinero? ¿Únicamente por el cochino dinero? ¿No eres más que un vulgar ladrón, John George?

Los ladrones vulgares no llevan a término planes tan elaborados e inteligentes como los míos.

Al día siguiente, me presenté en el Hotel Metropole y, después de identificarme y de mostrar al director una carta firmada por Tony Joyce en la que me autorizaba a actuar en su nombre, pagué su factura y la mía y pedí que hicieran tanto su equipaje como el mío. Aunque estuve jugando con Fever en la playa, procuré que mi semblante se mantuviera taciturno. Cuando alguien me preguntó si sucedía algo grave, respondí con evasivas pero dando a entender que sí, que algún incidente muy desagradable retenía a mis amigos en Londres.

Igual actitud mantuve ante mistress Borroughs cuando me presenté con baúles, maletas y perra en el domicilio de Dawes Road.

—¿Qué ha sucedido?

—No puedo contárselo ahora, pero es muy grave. No deshaga el equipaje. Probablemente, los Joyce volverán a irse de viaje. Están solucionando una serie de trámites de urgencia. Tony y Lisbeth vendrán esta tarde y se lo contarán todo. Ah, y si habla con el hermano de la señora, no le diga nada, hágame el favor. Dice Lisbeth que quiere darle la noticia ella personalmente. Y a usted también le pido discreción.

—¿Fue por odio, John George? ¿Nos odiabas por algo? ¿Tienes algo contra los ricos, John George? ¿Algún trauma de infancia? ¿Tienes algo contra las personas felices que quieren tu bien?

—Tú nunca fuiste feliz.

—¿Por qué, John George? ¡Necesito saber por qué nos mataste!

—¡Para beber vuestra sangre! ¡Estaba sediento!

—Mentira. Eso lo que dices para que crean que estás loco.

—Tú cállate, Lisbeth. Estaba enfermo. Estoy enfermo. Necesito la sangre como el alcohólico necesita el alcohol.

—Mentira, John George. Nos mataste por dinero. Por el puto dinero. Porque estabas arruinado.

—Necesitaba beber sangre. El hombre de la svástica en la frente me perseguía en sueños, me ofrecía la copa llena de sangre, "Bebe, John, bebe."

—Mentira. El dinero que habías obtenido por la venta de las pertenencias de los McProust, más de cuarenta mil libras, te duró exactamente dos años y dos meses. En septiembre de 1947, cuando viniste a casa y nos elegiste como a tus próximas víctimas, debías la enorme cantidad de doscientas treinta y siete libras al banco, cuatrocientas a la empresa de automóviles y otro buen pellizco también a la administración del hotel.

Necesitaba vuestra sangre.

En el Bosque de los Crucifijos se celebraba una orgía. Allí estaban Jerry Mac y sus padres, y Ethel-Edith-Enyd, y mi padre el Pecador. Todos nos emborrachábamos con sangre, y Cheryl McProust y Enyd se desnudaban y se nos ofrecían, embadurnadas de sangre, riendo como locas. «Bebe, John, bebe.»

—Te lo estás inventando para que se crean que estás loco y no te cuelguen, John George.

—¡Estoy loco! ¿Es que una persona normal puede hacer lo que yo hago? ¿Te parece normal que alguien se gane la vida como lo hago yo? ¡No puedo evitarlo! ¡He sido elegido por Dios! Como Confucio, o Jesucristo, o Julio César, o Mahoma, o Napoleón, incluso Hitler, fijaos lo que os digo: incluso Hitler. Nosotros tenemos una percepción del mundo distinta...

—Delirios fingidos, un truco para escapar de la horca.

—¡Preguntadlo a quien queráis! De pequeño, mi madre ya decía que yo no era un niño normal. Y mis profesores. Todo el mundo os lo confirmará. ¡Yo era el único de mis compañeros, en Wakefild, que no pecaba! ¡Yo no pequé nunca, si sabéis a lo que me refiero! Soy inocente. Todo lo que hago está controlado por un poder sobre el que no tengo control alguno. Dice el Eclesiastés: “Lo que es, es, y lo que ha de ser, será”.

En este hotel no admiten animales, de forma que tuve que dejar a Fever en una clínica veterinaria. Era la mejor, la más cara que encontré, y me aseguraron que cuidarían muy bien de la perra. De buena gana, me la habría quedado. Era la primera vez en mi vida que tenía la oportunidad de poseer un animal y me sentía querido por él.

Escribí una carta a mistress Borroughs y otra a Henry Mason, ambas con la letra de Lisbeth. A la sirvienta, los Joyce le comunicaban que iban a estar en Escocia dos o tres meses y después se trasladarían al extranjero. El amigo John George se encargaría de remitirles el equipaje, de liquidar las cuentas pendientes y de administrar sus propiedades.

Visité a un abogado haciéndome pasar por Anthony Richard Joyce y él extendió a mi nombre unos poderes que me permitirían vender las posesiones de los Joyce.

—¡John George! —exclamó Harry Mason, el hermano de Lisbeth—. ¿Qué demonios significa esto?

Él no se iba a conformar con una simple carta, claro que no.

—¿A qué te refieres?

—Una carta en la que mi hermana me dice que se van a Sudáfrica, que ha habido problemas, y que usted se encargará de administrar sus negocios. Mistress Borroughs no tiene tampoco ninguna explicación para ello. ¿Qué demonios ha ocurrido?

—¿Podemos vernos? —propuse, circunspecto.

Lo cité en mi hotel, en mi territorio, para que viera cuál era mi tren de vida, para que se convenciera de mi respetabilidad. Le invité a un brandy y le conté que el matrimonio Joyce estaba pasando por una seria crisis. Ya sabía él que no se llevaban bien, que discutían con frecuencia, que alguna vez habían hablado de divorcio. (No, Harry no había oído hablar de divorcio, porque me lo había inventado yo, pero conocía los problemas de relación existentes entre Lisbeth y Tony y se lo creyó.) Pues bien, esos conflictos se habían visto agravados por una cierta catástrofe financiera. Para entonces, yo conocía suficientes datos de la vida de la pareja como para hacer verosímil mi relato con datos reales que Harry conocía (pero fingiendo que yo no sabía que él los sabía). Yo mismo había tenido que prestar dos mil quinientas libras esterlinas a los Joyce mientras estaban en Kingsgate Castle. Tenía un documento firmado por Tony (y que podía mostrar en cuanto Harry Mason me lo pidiera) en que se me decía que, si en dos meses no se saldaba la deuda, yo había de quedarme con el edificio de Dawes Road, la Clínica de Muñecas y el coche de Tony.

—¿Pero Sudáfrica? ¿Por qué Sudáfrica?

El martes, 17, me robaron el Lagonda del aparcamiento, frente al hotel. Cinthia se llevó un susto y, después, se echó a reír, al recordar lo que yo había comentado. Me presenté en comisaría para poner la correspondiente denuncia. Me mostré muy compungido y el policía muy serio y tieso, severo como si creyera que todos los propietarios de un Lagonda se merecían que se los robaran de vez en cuando.

Harry Mason insistía:

—Lo que más me extraña es que Lisbeth se haya ido así, sin despedirse de mí ni de nuestra madre.

—Supongo que, cuando lleguen a Sudáfrica, escribirán.

Ése era un problema, porque yo no conocía a nadie en Sudáfrica que pudiera remitir desde allí cartas convincentes. Me vi sometido a una insoportable tensión porque, cuatro días después de estar sumergidos en ácido, los cuerpos aún mostraban partes enteras. Un pie, por ejemplo. ¿Por qué se deshace todo el cuerpo y queda entero un pie, por el amor de Dios?

El jueves, 19 de febrero, apareció el Lagonda, estrellado al pie de un altísimo acantilado de Beachy Head, cerca de Eastbourne, en la costa de Sussex. Y, cerca del automóvil, el cadáver del individuo que probablemente lo sustrajo. Un pobre tipo al que nunca se logró identificar. Cobré setecientas cincuenta libras del seguro y las di como paga inicial de ese magnífico Alvis cuatro puertas que me espera a la salida del hotel.

En menos de un mes, mi cuenta bancaria se incrementó en siete mil libras esterlinas. Mistress Laura Lawrence, que ocupaba la mesa contigua del comedor, en el hotel, me comentó un día que coleccionaba bolsos de mano. Le dije que tal vez tenía algo que le podía interesar y, por la noche, le mostré el bolso con incrustaciones de azabache que había pertenecido a Elizabeth Joyce. Le encantó. Me pagó diez libras por él. Bueno, porque ella insistió mucho, claro. Yo no le hubiera cobrado nada pero, en fin, tampoco quería ofenderla rechazando su dinero.

Cinthia también tuvo unos cuantos regalos en aquella época: un broche precioso, un par de cinturones... Yo salí beneficiado con mi primer par de gafas (¿Es esto la vejez, John? ¿La necesidad de usar lentes para leer?)

—Estoy tentado de acudir a la policía —insistía el pelmazo de Harry Mason, Hermano Amantísimo. ¿Eres tú acaso el guardián de tu hermana, maldita sea?

—Consulta conmigo antes de acudir a la policía, Harry.

—¿Qué quieres decir con eso? Sabes algo que yo no sé, ¿verdad? Bueno, pues dímelo, John George. Dímelo y vayamos juntos a la policía.

Tony y Lisbeth Joyce habían pasado una temporada en Escocia antes de irse definitivamente a Sudáfrica. Desde Glasgow enviaron sus últimas cartas a mistress Borroughs y a su hermano.

«Querida Daisy, nos vamos a Sudáfrica. Mi hermano Henry Mason te informará. Quiero agradecerte la gran ayuda que has supuesto siempre. Por si quieres escribirnos, nuestra dirección provisional es Gare of GPO, Durban, Sudáfrica. Me encantaría saber de ti. Siempre tuya. Elizabeth Joyce.»

«Querido hermano Harry: Perdona mi falta de formalidad, pero estoy viviendo una crisis personal que me impide comportarme como me gustaría y como creo que es debido. Tienes que saber que mi relación con Anthony Richard se ha deteriorado hasta extremos insoportables. Por eso hicimos el viaje a Kingsgate y a Brighton, para ver de restaurar lo que ya parecía definitivamente roto. A los problemas financieros y a su tendencia a la bebida, se ha sumado ahora que descubrió que yo estaba planeando separarme de él. Anthony Richard intentó entonces suicidarse. En las conversaciones posteriores a esa situación límite, Anthony Richard me confesó algo que no tengo ahora ánimos de pormenorizar. Es algo tan sucio y tan terrible que... No podía abandonarlo en aquel estado. Tuvimos que pedirle dinero prestado a John George y ahora estamos tratando de rehacer nuestras vidas como sea. No puedo abandonar a Anthony Richard, quiero que lo comprendas. Al menos, le debo mi apoyo y mi compasión hasta que consiga salir del trance.»

—¿Pero de qué trance se trata, John George, por el amor de Dios? ¡Dímelo!

No pude resistirme por mucho tiempo. Harry Mason me telefoneaba diariamente.

—Tony tenía una amante, Harry —Acabé confesando—. Y la amante se quedó embarazada. Y Tony se vio capaz de hacerla abortar. Sí, Harry, ese borracho idiota decidió operar, después de no sé cuánto tiempo de no tener un bisturí en las manos. Y la muchacha, Harry, la muchacha murió.

—Oh, no.

—Sí, Harry. Y Tony no se atrevió a confesar lo que había hecho, y enterró el cuerpo, y Lisbeth lo ayudó a ello.

—¿Que Lisbeth le ayudó? ¡Pero si...!

—Lisbeth le ayudó, Harry. Es un hecho.

—¿Pero por qué no me lo dijeron? ¿Por qué no me pidió ayuda mi hermana?

—¿Tú les habrías aconsejado el aborto, Harry?

—¡No, claro que no!

—¿Tú le habrías aconsejado que enterrara el cadáver? —No, claro que no. ¿Tú se lo aconsejaste, John George?

—A mí acudieron cuando ya era demasiado tarde. Y porque necesitaban dinero. Supongo que, si no lo hubieran necesitado, tampoco yo me habría enterado de nada.

—Dios mío, Dios mío.

—¿Entiendes ahora por qué no hay que alertar a la policía, Harry?

Lágrimas en los ojos de Harry Mason. Así conseguí que me dejara en paz. Y hoy, de pronto, precisamente hoy, me telefonea.

—Alguien le solicita al teléfono, sir.

—¿A mí? ¿Quién puede ser?

—Dice ser míster Henry Mason, sir.

Y el niño desharrapado que me dice que sabe lo que le hice a mistress Lawrence. «Después hablaré contigo, mocoso.»

—Dime, Harry. Soy John George.

—Mi madre se ha puesto gravemente enferma, John George. Tememos que no salga de ésta. Y quiere ver a Lisbeth. Tengo que ponerme en contacto con mi hermana como sea. Me da igual lo que le suceda al idiota de Tony. Lisbeth jamás se perdonaría no estar a la cabecera de la cama de mi madre en un momento como éste. Hemos difundido una llamada de socorro por la BBC suplicándole que vuelva. Ahora, sólo falta movilizar a la policía. Si sabes algo que no me has dicho, ahora es el momento, John George.

Dios mío. Qué difícil es improvisar respuestas en situaciones como ésta.

Harry Mason declarará en Scotland Yard que fui la última persona que tuvo contacto con los Joyce antes de que desaparecieran. Y lo dirá precisamente cuando miss Mapple puede andar diciendo que yo fui el último que vio a Laura Lawrence, asimismo desaparecida. Demasiada coincidencia. Los bravos inspectores de Scotland Yard tienen que recelar, forzosamente.

—Muy bien, Harry. Iremos juntos a la policía. Pero dame tiempo para elaborar una estrategia. ¿Por qué no te vienes mañana a Londres? Yo te paso a recoger por la estación. Mejor aún. ¿Sabes qué me gustaría? Que viniérais con tu esposa. No quisiera perjudicar a Tony, si podemos evitarlo y, a lo mejor, entre los tres, podemos pensar algo... Venid los dos, yo os invito a comer, elaboramos la estrategia más conveniente y, luego, nos vamos a Scotland Yard. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, John George. Convenceré a Ruth para que vaya conmigo. Pero vamos a ir a la policía tanto si a ti te parece conveniente como si no. Lo digo para que no trates de disuadirnos. Si Lisbeth ha hecho algo malo, que pague por ello, pero que no falte al lecho de muerte de mi madre. ¿Lo has oído?

—Claro, Harry. Mañana lo hablamos.

Quedamos a media mañana, en la Estación Victoria. Tengo la boca seca. Pero no se han terminado aquí mis tribulaciones. Ahora, tengo que atender al mocoso que no me quita su mirada feroz de encima.

—¿Y tú qué querías?

—Sé lo que le hizo a Laura Lawrence —repite.