CaPíTULO CiNCO




Ruedo por un terreno pedregoso, grito de los muchos dolores que se me despiertan en distintas partes del cuerpo y, durante un buen rato, permanezco inmóvil, con los músculos agarrotados, tomando aliento antes de verme capaz de ponerme en pie. Es de noche y llueve agua negra y yo estoy sucio, muy sucio, en mangas de camisa, sin corbata, los pantalones y los zapatos cubiertos de barro.

Impresentable.

Me pongo en pie, azorado, tratando de orientarme en la negrura, y sólo veo árboles y árboles hasta que la vista se pierde en esta niebla espesa y sobrenatural. «Cuando dediques un altar al honor del Señor, tu Dios, no plantes árboles cerca, como para hacer un bosquecillo sagrado. No erijas tampoco ningún pilar sagrado; porque el Señor, tu Dios, los detesta.» (Deuteronomio, 16, 21-22)

Avanzo por este bosque con los brazos extendidos, como si temiera que los ojos me engañaran. Estoy perdido, no sé adónde dirigirme. Es un extraño bosque de troncos pelados cuyas copas, altísimas, fuera de mi vista, son invisibles en la tiniebla.

Tardo mucho en darme cuenta de que no se trata de árboles sino de cruces. Antes descubro que la lluvia negra no es agua sino sangre. Y no es lluvia tampoco. Es un goteo incesante que cae de lo alto. De los brazos de las cruces. Sangre de personas que están ahí colgadas, torturadas, muertos algunos, moribundos los más.

El recuerdo de la terrible muerte de Ethel, o Edith, trae consigo el recuerdo de mi propia muerte y del sueño de los crucifijos.

Espera.

Yo me inventé el sueño de los crucifijos. Estoy razonablemente seguro de que me lo inventé, como tantas otras cosas que tengo preparadas por si algún día me pillan. A los psicólogos les gustan los sueños. Les tengo preparados unos cuantos para convencerles de que no merezco la horca sino, bien al contrario, una temporada de cuidados y mimos en el hospital de Broadmoore. Luego, no me será difícil demostrarles que mi mente está en perfecto estado de salud y saldré por la puerta grande, a la luz del sol, con la conciencia y el pasado limpios del todo.

Lo malo es que, después de inventarme el sueño, empecé a soñarlo de verdad, tal como me lo he inventado. Creo que fue así. Yo tengo previsto decir que la primera vez que soñé el bosque de los crucifijos fue el 26 de marzo de 1944, pero creo que fue después, unos meses después, en noviembre, una noche en que caían las V-2 sobre Londres. ¿O no fue entonces y no me lo inventé?

A ver. Salí de la cárcel en septiembre de 1943. (Sí, señora, de la cárcel, sí, otra vez, sí, mistress Lawrence. No hace falta escandalizarse. No he sido un buen chico. Dios no me lo ha permitido.) En seguida, mis padres recibieron una citación del Ejército para movilizarme, pero no hice caso de ella. Ya había servido en la Defensa Pasiva, como vigilante de incendios, había asistido a la muerte de Edith y con eso consideraba que ya había cumplido con mi patria. No podía más. No me podía quitar del recuerdo la siniestra imagen de la cabeza de Ethel separada de su cuerpo. Quizá no soñaba con bosques de crucifijos, pero sí con cabezas cortadas. «Podrías haber sido tú, John. Podría haber sido tu cabeza.»

Encontré trabajo en Crawley, pueblo industrial al sur de Londres, lejos de los bombardeos, de la sangre, del sudor y las lágrimas. Me contrataron como vendedor y contable de una fábrica de flores artificiales propiedad de los señores Breckner. Flores de tela. Años atrás, habían tenido como clientes a creadores de alta costura del centro de Londres, pero en aquellos tiempos la alta costura había caído muy bajo y nuestros principales clientes eran, sobre todo, las funerarias. El sueldo que me pagaban permitió que trasladara mi residencia a uno de los más confortables hoteles del pueblo, aquel con almenas y gárgolas que parece un castillo con fantasma. Los señores Breckner tenían una hija de quince años muy hermosa, llamada Cinthia.

Es la mujer con quien pienso casarme, sí, señor. Nos conocimos entonces y el nuestro no fue un amor a primera vista: se ha ido construyendo poco a poco, ladrillo a ladrillo, a lo largo de estos seis años en que no hemos dejado de vernos. Y ahora, en cuanto cumpla los veintiuno, nos casaremos.

Mi relación con su padre siempre fue afectuosa. Por ejemplo, aquella tarde memorable del 26 de marzo, esencial en mi existencia futura, le pedí que me prestara el coche para ir a recoger a Cinthia a la estación de tren de Three Bridges.

La explosión que acabó con la vida de Edith me afectó la vista. Supongo que tendría que haber ido a ver a un oculista y ponerme gafas, pero creo que no me acostumbraría a llevar esas cosas sobre la nariz, de forma que siempre me he resistido a la voz de la sensatez. A veces, necesito colirio, porque se me irritan mucho los ojos. Hay mañanas en que me despierto con la sensación de tener los arena entre los párpados y hasta que no me lavo insistentemente con agua helada, vago por ahí enloquecido, a tientas y maldiciendo.

Quiero decir con esto que probablemente fue culpa mía. Ocurrió en una encrucijada, Dios mío, en un cruce, otra vez la cruz, el símbolo de la muerte. No sé de dónde salió el camión ni cuál fue mi reacción. También hay que advertir que había anochecido y en aquellos tiempos de guerra las calles estaban debidamente a oscuras como medida de protección antiaérea. El caso es que iba yo silbando alegremente, en busca de mi hermosa adorada, cuando me encontré con un camión militar y salí despedido contra la cama de un hospital. Pero, antes de caer entre las manos de doctores y enfermeras, rodé violentamente por el bosque de los crucifijos.

¿Dónde estoy? ¿Qué es esto? Oscuridad a mi alrededor. El ulular siniestro del viento. El miedo de haber muerto y haber ido a parar al Infierno. Esta sensación se prolonga durante gran parte del sueño: «Has muerto y esto es el Infierno».

Vago por el bosque de cruces, embadurnado por la sangre que gotea desde lo alto, estremecido por los gemidos de dolor de quienes agonizaban por encima de mi cabeza. «Por favor, por favor.» Esos sollozos me provocan un terror paralizante, un terror que me enloquece, que me hace pensar en huir de aquí precipitadamente. Tengo ahora la seguridad de que esto es el Infierno, mi Infierno, y que esta angustia insufrible va a durar por los siglos de los siglos, y que esta tortura será peor que el dolor que experimentan los crucificados. No les clavaban los clavos en la palma de la mano sino en la muñeca, para que los huesos pudieran soportar su peso. Y, para alargar su agonía, les colocaban en los pies un pequeño apoyo donde sostenerse precariamente. Cuando los torturadores querían precipitar su fin, les rompían las piernas. Entonces, todo el peso del cuerpo tiraba de los brazos y sobrevenía la muerte. Éstas son las cosas que uno aprende cuando lee la Biblia.

«Por favor, que no se bajen de las cruces», éste es mi siguiente temor. Hay presencias más allá de la oscuridad y más allá de la oscuridad es más cerca de lo que parece.

Sombras más negras que lo más negro se mueven cerca de mí. Tan cerca que casi percibo su aliento. Y, si llueve la sangre sobre mi cabeza, es porque los crucificados se están inclinando hacia mí, me rodean, se apiñan a mi alrededor, muy cerca, cada vez más cerca. Estoy tan empapado de sangre que ésta ya gotea hasta mi boca, se me introduce entre los labios, la boca se me hincha como una esponja a su contacto.

Luego me dirán que no perdí el conocimiento en el momento en que el coche se incrustó contra el camión. Dicen que salí a trompicones de entre la chatarra con una herida en la frente y la sangre goteando por encima de mis cejas, cegándome, deslizándose a ambos lados de la nariz hasta las comisuras de los labios. Y yo sacaba la lengua para lamerla, con frenesí demente me pasaba las manos por la cara para conducir hasta mi boca la sangre fresca.

Eso dicen, yo no me acuerdo de nada.

La vieja costumbre de chupar sangre adquirida en la infancia, cuando me lastimé con aquel cepillo, reaparecía de pronto, sin que yo fuera consciente de ello, mientras mi mente erraba en sueños por el bosque de los crucifijos. Supongo que ofrecía una imagen espantosa.

Me zafé de las personas que querían auxiliarme y llegué dando traspiés a la estación de Three Bridges justo cuando Cinthia se apeaba del tren. Pobre Cinthia de quince años, encontrarse con un empleado de su padre que acababa de perder la compostura, el conocimiento y el juicio, que surgía de la oscuridad bañado en sangre y lamiéndose los dedos, las manos, los bigotes, como un poseso.

Imagino que fue en ese momento cuando Edith, o Ethel, irrumpió en mi sueño surgiendo de la oscuridad en el tenebroso bosque de los crucifijos. «Oh, por favor, cuánto tiempo sin vernos, Ethel». Afortunadamente, conserva la cabeza sobre los hombros, con sus rizos oscuros, los ojillos traviesos, la cofia marcada por una cruz, la señal de la muerte. «Ethel, querida mía, ¿cómo estás?, ¿dónde estás?, ¿dónde estamos?». Esa sonrisa inolvidable.

No era Ethel, ni Edyth. Era Cinthia, que me estaba acompañando al médico más cercano.

En el sueño nadie me consuela, nadie, ni siquiera Edith se preocupa por mí. Estoy completamente solo en medio de la oscuridad, sintiendo la proximidad de un sinfín de sombras anónimas. Una de las sombras es Edith, una Edith quieta, seria, inexpresiva, espectral, que me causa tanto miedo o más que las otras. Pero hay más.

Una nueva sombra da un paso al frente, avanza hacia la luz. ¿Quién es? ¿Le conozco? Es un hombre. En seguida sé que es un Sumo Sacerdote, High Priest, porque trae un cáliz de oro en las manos. Un personaje del Tarot. Me ordena que beba.

—Bebe.

Me niego.

—No.

Es horrible pero, como el sacerdote dé un paso más, le veré el rostro. No quiero vérselo. Me horripilo sólo de pensar que pueda llegar a verlo. No quiero que siga avanzando hacia mí, no, por favor, no.

Pero no confundamos, porque este sueño me lo inventé. Me lo inventé más tarde, antes de que se convirtiera realmente en sueño. Me lo inventé cinco meses después, a primeros de setiembre.

Lo sé seguro porque fue a principios de agosto, cuando me encontré con Jerry McProust, después de siete años sin vernos.

Fue en un bar de Kensington que yo frecuentaba por entonces. Se llamaba The Goat (que significa la Cabra, el Cabrón, el Macho Cabrío, símbolo demoníaco, pero también, go at, atacar, arremeter contra alguien). Con una jarra en la mano, Jerry McProust surgió del pasado y arremetió contra mí, feliz y pletórico.

—¡Jack, querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin vernos! No lo vi llegar porque estaba pensando en Edith. Sé que en ese preciso instante estaba pensando en ella y en su muerte injusta. Desde mi accidente de coche, en que me asomé al Infierno durante unas horas, recordaba con frecuencia la otra ocasión en que la Vieja Dama me había visitado, cuando aquella bomba estalló tan cerca que me pareció que lo hacía dentro de mis ojos. Podría haber muerto yo, en lugar de Ethel. Y podría haber muerto al chocar contra aquel camión en Three Bridges. «La sangre será la señal en las casas donde vivís. Cuando vea la sangre, pasaré de largo y no caerá sobre vosotros la plaga del exterminio.» (Éxodo, 12, 13.)

Podría haber muerto en Three Bridges y estar en The Goat como presencia impalpable, incorpórea e invisible. Los muertos salen de las tumbas para tomarse una copita de oporto en el rincón de un pub. Pero ahí estaba McProust para demostrarme que estaba vivo.

—¡Jack, querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Me sentía deprimido, no tenía ganas de hablar, pero me sobrepuse en seguida y dibujé mi mejor la sonrisa y di brillo a mi mirada.

—¡Por el amor de Dios, mi buen amigo Jerry Mac!

Dedicamos un buen rato a reconstruir el pasado. Él continuaba fiel a la cerveza, yo al oporto. La cerveza crea barrigas enormes. Se mantenía tan dinámico, vital y espléndido como siete años atrás. Elegante, con bigote pulcramente recortado y cabello ondulado. Traje de Savile Row y camisa de Brooks Brothers.

En 1936, ocho años antes, yo buscaba trabajo y la familia McProust necesitaba un chófer para el hijo tarambana. Al viejo Douglas McProust le llamaban Miserias por razones obvias: me ofreció un sueldo bochornoso. Pero yo necesitaba el trabajo y no me rebajé a discutir con él. La perspectiva no era mala. Acompañar a todas partes a un hijo de papá, recogerlo del suelo cuando estaba demasiado borracho, cargarlo en el coche y depositarlo en la cama. Me sentía como Jeeves, el mayordomo ideal que resuelve los problemas del amo inepto y cada mañana le tiene preparado el bloody mary para vencer a la resaca.

—Éste es mi secretario, el amigo Jack— solía decir para presentarme a sus amigos. Yo era el amigo Jack y él era Jerry Mac. Por aquel entonces, Jerry Mac dirigía una casa de juegos en Tooting Market y le gustaba presumir de canalla. A veces, me decía que yo era su guardaespaldas. Me invitaba a copas y se empeñaba en cederme las acompañantes cuando se cansaba de ellas. Nunca le acepté nada más fuerte que oporto o jerez y jamás tuve la menor relación con ninguna de las señoritas a las que acompañaba a casa en coche después de una dura jornada de juerga. Alguna de ellas lo intentó. Les intrigaba ese acompañante del señorito, siempre sobrio, siempre serio, el que no perdía nunca la compostura. Desde el asiento de atrás, más de una me preguntó «¿Tú nunca te portas mal?» o «¿Tú nunca te relajas?», y yo respondía que no.

Hasta 1937, en que dejé el trabajo para montar mi propio negocio, fui uno más en la familia McProust. Llegué a hacer reír al siempre malhumorado Douglas McProust El Miserias. Le contaba chistes de escoceses tacaños hasta arrancarle la carcajada.

Jerry Mac me contó en The Goat, ocho años después, que las cosas no podían irle mejor. Hablaba en singular, como si los negocios y el mérito fueran exclusivamente suyos, pero yo entendía que se refería a la familia McProust en general, porque el lince de los negocios realmente era su padre. Habían vendido la casa de juegos de Tooting Market y otros negocios relacionados con máquinas tragaperras, porque la guerra había privado a la gente de perras que tirar, y habían invertido en negocios inmobiliarios. Jerry Mac dirigía entonces una tienda de reparaciones de máquinas de juego y se había comprado, a su nombre, una casa en Grand Drive, en Raynes Park. Me contó que se la había comprado cuando estaba a punto de casarse, sí, ¡a punto de casarse!, ¡él! Pero, por lo visto, la despedida de soltero se prolongó más de lo previsto y no llegó tiempo a la boda.

—Y, la verdad, cuando me desperté dos días después, enredado entre los brazos de dos hermosas señoritas, no me apetecía en absoluto haber llegado a tiempo.

Se reía, me palmeaba el hombro, le reí la gracia. Siempre le reí las gracias. Era fácil reírselas porque te daba la sensación que le daba igual que te rieras con él como que no.

No vivía en aquella casa de Grand Drive, era demasiado grande para él solo. Incluso era demasiado grande para dos personas, pero había querido deslumbrar a su novia, que recelaba un poco de él. Pobre chica, al fin descubrió que la desconfianza estaba justificada. Ahora, alquilaba la mansión y obtenía un buen pellizco a final de mes. Él vivía en un pisito de Langham Road, un picadero por todo lo alto.

Risotadas y palmadas en el hombro y otra cerveza, vamos, que la noche es joven, ¿tú qué tomas? Yo todavía no había terminado mi oporto. Además de la casa en Grand Drive, tenía otra en Wimbledon y dos en Beckenham. También las alquilaba.

—¿Sabes la cantidad de dinero que me dejan a fin de mes?

Me interesé por el viejo Douglas y por la señora McProust. Me dijo que estaban estupendos y que vivían en Claverton Street, Pimlico, al sur de Londres, resignados a tener un hijo donjuán y vivalavirgen.

—¿Por qué no te vienes mañana a visitarlos? Les darías mucho gusto.

Claro, claro que sí. Yo también tenía ganas de ver al viejo Miserias. Me sabía unos cuantos chistes de escoceses que le harían partirse de risa.

Hablamos de la guerra, naturalmente, y del servicio militar. Eran los días en que las ciegas V-1 caían sobre Londres y los alrededores, enviadas directamente desde el Continente. Ya no había combates aéreos sobre nosotros, se acabaron los paracaidistas buscando taxis por la City para proseguir el combate. Por no haber, no había ni sirenas de alarma, porque no había forma de advertir de la caída de uno de aquellos monstruos. Un silbido penetrante y una gran deflagración destructora. Nada más. Cuando terminó la guerra, se comentó que nuestros servicios de espionaje tenían engañados a los alemanes y les daban falsas indicaciones respecto a los lugares donde habían caído sus bombas volantes. Eso salvó el centro de Londres y sus principales monumentos históricos. Pero entonces no lo sabíamos y vivíamos encogidos y temerosos, pensando que cada paso que dábamos podía ser el último.

Le conté que había servido en la Defensa Pasiva y que eso me eximía de más responsabilidades. Él había recibido una orden de movilización en 1941 y se las había compuesto para conseguir un par de aplazamientos con diversas excusas, pero por aquellas fechas acababa de recibir una carta que lo citaba para un examen médico y que daba a entender que no había más prórrogas posibles. Ésa era su única preocupación. La mayoría de sus amigos estaban en el Continente, luchando contra los alemanes. En la campaña de Italia o en el reciente desembarco de Normandía. Tenía miedo de que, el día menos pensado, fueran a buscarlo y se lo llevaran al frente agarrado de una oreja. No podía dejar sus negocios. ¿Quién iba a recaudar las rentas y quién cuidaría de las casas? Me confesó que estaba pensando en buscarse un escondite para hacer que lo olvidaran hasta que se hubiera disparado el último tiro.

—... Pero, bueno, no hablemos de cosas tristes. Veo que a ti también te van bien las cosas, ¿verdad? Cuenta, cuenta.

No le conté que el negocio montado en el 37, cuando dejé de trabajar con los McProust, me salió mal y me valió tres años de cárcel. Tampoco le dije que acababa de dejar el trabajo de contable en la fábrica de flores artificiales de los Breckner y que me encontraba un poco a la deriva, deprimido, asustado tanto por la guerra como por mi futuro y sin fuerzas para luchar. Le dije que estaba montando mi propia compañía de ingeniería llamada Union Group Engineering, y pude mostrarle mi tarjeta y todo. Le quité importancia como quitan importancia los grandes magnates al hecho de poseer un yate. «Nada, un pequeño taller para realizar mis inventos.»

Le sorprendió gratamente ver que mi domicilio particular estaba en Queen's Gate Terrace.

—¡Caramba! A eso se le llama prosperar.

Siempre modesto, le dije que había invertido «una cierta cantidad de dinero» para instalarme por mi cuenta. No le dije que había ahorrado esa indefinida cantidad de dinero trabajando como contable en una miserable fábrica de flores artificiales y con algunos tejemanejes que no serían bendecidos por un legislador estricto.

—Se trata, más o menos, de un despacho de asesoramiento industrial para empresas de ingeniería. Empezamos con un pequeño despacho en Queen's Gate Terrace y ahora hemos abierto unos talleres en Gloucester Road, cerca de la estación de metro.

“Hemos abierto”, así, en plural mayestático, para que se creyera cualquier cosa. En realidad, yo era el presidente director general y único empleado de mi empresa fantasma, el piso de Queen's Gate era una pequeña habitación donde comía y dormía y «los talleres» era un sótano sucio y lóbrego donde me dedicaba a mis soldaduras e inventos varios.

En esas fechas veía, desde mi ventana, entrar y salir a los clientes distinguidos de este hotel donde ahora me albergo. Eran las fechas en que me prometía que un día yo sería uno de esos clientes, con sombrero de copa, acompañado de una mujer espléndida cubierta con un espectacular abrigo de pieles.

Soñaba con mujeres como usted, mistress Lawrence.

Mientras exponía esas perspectivas de prosperidad y realización personal, y le hablaba de mi querida Cinthia, a la que pensaba declararme uno de aquellos días, me desalentó el peso de mi mentira. Pugnaba por ponerme a la altura, para demostrarle que podíamos hablar de igual a igual porque éramos almas gemelas, pero sabía que no era cierto. Años atrás, había descubierto el placer y la utilidad de la mentira y en aquel preciso instante estaba descubriendo su vileza. Me sentí miserable y fracasado. Jerry Mac me sorprendió con la invitación a bocajarro. ¿Por qué no quedábamos para mañana, e iba yo a comer a casa de los McProust? Él solía visitarlos un día a la semana (no más de un día a la semana, ya sabes cómo es el viejo Miserias) y precisamente al día siguiente había quedado con ellos.

Le dije que encantado, que nada me haría tanta ilusión como volver a ver a Douglas y Cheryl McProust. Y allí los encontré, la familia feliz, con el viejo enano barbudo rezongando como siempre, vestido como un pordiosero, como si yo fuera una visita inoportuna en un ambiente inadecuado. Pantalones manchados y arrugados, camisa de puños y cuello gastados, chaleco desabrochado. Fumaba en pipa. Junto a la deliciosa Cheryl, su esposa, siempre tan bien vestida y correcta, y en aquella casa decorada con tanto esmero, el viejo era una caricatura. Te saludaba meneando la cabeza, como fastidiado de volver a verte.

—¡Maldita sea, Jack, creí que te habíamos perdido de vista para siempre!

—Pues ya lo ve. Este hijo suyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo han vuelto a encontrar —citando el evangelio de Lucas—. Encantado de volver a saludarla, mistress McProust.

—Por favor, llámame Cheryl, Jack.

Yo no le había dado permiso para que me llamara Jack.

Desbordaban alegría de estar juntos. Formaban una familia espléndida. La sopa de tortuga, el codillo de cerdo y el pastel de manzana estaban exquisitos. Cheryl recriminaba a Jerry que no la sacara a pasear con más frecuencia en su coche.

—¿Has visto el coche que tiene mi hijo, Jack?

Sí que lo había visto. Me había traído en él. Un Allard dos plazas descapotable de color plateado. Una joya que yo nunca podría comprarme.

El Patriarca Douglas no estaba de acuerdo en que su hijo quisiera eludir su obligación con el ejército.

—¡La tuya es una actitud cobarde y mezquina, Jerry, no es un comportamiento digno de un McProust!

Cheryl suplicaba a su marido que no dijera tonterías.

—¿Quieres que vaya a Francia, a que lo maten? Churchill puede ganar esta guerra perfectamente sin la ayuda de Jerry, Doug, eso te lo aseguro. Es más: creo que deberían agradecerle que no vaya allí a estorbar. Sabes que se desenvuelve muy mal en las situaciones conflictivas y todo el rato estaría molestando, tropezando con todo el mundo y metiendo la pata —y animaba a su hijo para que continuara con sus planes de escaqueo.

Jerry dijo que tenía pensado largarse a Escocia, a un refugio que sólo él conocía, pero no lo había hecho todavía porque no sabía cómo podría administrar sus fincas desde allí. Durante un buen rato, estuve seguro de que me pediría ayuda. «Jack: ¿tú no podrías...?» Deseé que alguien de la familia volviera sus ojos hacia mí y me preguntara si me importaba encargarme de los negocios de Jerry durante su ausencia. No lo hicieron.

Era una buena familia, una casa confortable, buena comida y buen vino y ambiente cordial, pero no era mi familia, ni mi casa, ni mi comida, ni mi vino ni mi ambiente. Yo fui una vez el chófer o el guardaespaldas (¡nunca el secretario!) y nada más. Cuando me despidieron, en la puerta, tuve una desoladora sensación de pérdida.

—Vuelve por aquí cuando quieras, Jack.

—Claro, mistress McProust, con mucho gusto.

—Oh, ¿cómo tengo que decirte que me llames Cheryl? Cuando me despedí de Jerry Mac, le dije que tenía mucho interés en volver a verle en The Goat y, dos días después, ante una cerveza y una copa de oporto, le pedí ayuda para declararme a Cinthia.

Quería hacerlo por correspondencia. Me parecía el sistema más delicado y menos engorroso. Por carta, uno puede expresarse mejor, con más sosiego, eligiendo cuidadosamente cada palabra, lo que evita bochornos y tartamudeos inoportunos. Le conté a Jerry Mac que la muchacha en cuestión era muy joven, que acababa de cumplir los dieciséis, y tenía miedo de que su padre interceptara mi mensaje y prohibiera la relación. Conocía sobradamente al señor Breckner y sabía que no le gustaría la diferencia de edad que mediaba entre su hija y yo. Por ello, se me había ocurrido que esa misiva tan delicada podría escribirla en taquigrafía. Cinthia estudiaba secretariado y conocía ese método a la perfección, y me constaba que también Jerry Mac era un experto taquígrafo. Ése era el favor que quería pedirle. ¿Podría escribirme en taquigrafía mi primera carta de amor a Cinthia? No se podía negar. Hizo un par de comentarios groseros, me palmeó el hombro con insistencia e hizo algunas insinuaciones soeces que no me molesté en responder. Claro que me haría el favor. Le encantaría saber cómo se expresaba su tímido amigo Jack cuando tenía que abrir su corazón a una dama.

Se divirtió bastante a mi costa. Me resisto a reproducir las palabras que empleé para comunicarle a Cinthia mis sentimientos. No me desenvuelvo con soltura en ese campo. Mis padres me enseñaron que los hombres no sienten o, en todo caso, que deben comportarse como si no tuvieran sentimientos, y la lección quedó grabada de forma indeleble en mi comportamiento habitual.

Sin duda, aquella carta escrita en taquigrafía por Jerry McProust fue el primer ladrillo del edificio que Cinthia y yo hemos ido construyendo poco a poco hasta el momento actual. Cinthia me confesó luego que lloró al leerla y se apresuró a contestar para decirme que mi amor era debidamente correspondido.

Para agradecer a Jerry Mac lo que había hecho por mí, le invité a cenar en un restaurante próximo a mi domicilio de Queen's Gate Terrace y, durante la cena, saqué el tema del taller de Gloucester Road.

—Nada, un sótano donde hago mis experimentos sin que nadie me moleste. Ya te hablé de él. Me parece que podría ser un buen refugio para ti. Podríamos habilitarlo, comprar una cama y una cocina de gas, podríamos pintar las paredes y hacerlo confortable. Allí nadie iría a buscarte. No tendrías que ausentarte de Londres, y podrías controlar tus negocios personalmente.

Le gustó la idea. Mejor en un sótano de Londres que en una buhardilla de Glasgow.

—¿Cuándo quieres que vayamos a verlo?

Quiso ir de inmediato, en cuanto acabáramos de cenar.

Café, copa y puro.

Era la noche del 9 de setiembre. Las calles estaban oscuras y solitarias, las ventanas de los edificios cegadas, en el cielo sin luna flotaba la amenaza de las V-1 alemanas. El trayecto del restaurante hasta Gloucester Road era un paseo bordeado de barricadas de sacos terreros.

Jerry Mac se impresionó al ver la imponente entrada al edificio, a cuya puerta se llegaba subiendo una escalinata entre dos columnas de piedra.

—Caramba, Jack, esto es fantástico.

No podía creer que mis economías me permitieran alquilar ningún local de aquel edificio, lo que me confirmaba la sospecha de que había interpretado la exposición acerca de mi prosperidad como una falacia.

—No, espera. Es por aquí.

A la izquierda de la elegante entrada principal, una estrecha escalera de piedra descendía hacia una pequeña puerta que quedaba por debajo del nivel de la acera.

—No te hagas ilusiones. Ya te he dicho que es un local muy modesto y que habrá que habilitarlo...

Abrí con mi llave y dejé que pasara él primero.

En realidad, era un sótano que se había construído para que sirviera de carbonera y estaba tan sucio como si hubiera sido utilizado alguna vez para ese fin y nadie se hubiera preocupado de limpiarlo. Olía intensamente a humedad. El suelo era de cemento, sin pavimentar. Una puerta, a un lado, se abría a una diminuta habitación con un pequeño hogar. Al final de un pasillo excesivamente estrecho había otras dos habitaciones minúsculas.

Jerry Mac iba repitiendo «Fantástico, fantástico» entre dientes, y la sonrisa complaciente se le iba convirtiendo en carcajada. Estaba confirmando que yo era el desgraciado presuntuoso que él sospechaba.

En la más grande de las habitaciones aún reinaba un mayor desorden. Las paredes desconchadas, la bombilla desnuda y multitud de objetos amontonados sin orden ni concierto. Muebles rotos, lámparas de lágrimas envueltas en telarañas, un arcón, un escritorio, una pizarra, varias garrafas de cristal protegidas por un armazón de paja y alambre, un barril metálico de 45 galones.

—¡Esto es fantástico, Jack! —Jerry Mac se reía ya abiertamente a carcajadas y me daba palmadas en el hombro. Era evidente que me estaba tomando el pelo—. ¡Fantástico! ¿Aquí es donde yo voy a vivir? ¡Has tenido una idea genial! ¿Y esto?

Su atención se había fijado en un juguete que yo acababa de construir.

—Es un coche para niños movido por energía eléctrica. Puede alcanzar las doce millas por hora y tiene una autonomía de quince millas. Luego, puedes recargar la batería.

En aquel momento, por primera vez ante Jerry Mac, me sentí orgulloso de mí mismo. Por primera vez, le mostraba que era capaz de hacer algo que él no podía ni imaginar. Desde que nos habíamos conocido, él había sido el dueño y señor, el omnipotente triunfador, el que pagaba y daba las órdenes, pero no había hecho ningún mérito para ganarse esa ascendencia sobre mí ni sobre nadie. Mostrándole mi prototipo, me estaba poniendo muy por encima de él, le estaba demostrando quién era quién en realidad.

Jerry Mac, sin percatarse de ello, no paraba de repetir que aquello era fantástico. Parecía muy eufórico, seguramente durante la cena había bebido más de la cuenta. Siempre bebía más de la cuenta.

Aquella misma tarde, yo le había arrancado una pata a una butaca estilo Reina Ana que tenía destripada por allí. Esa pata era una pieza de madera maciza, pesada, muy ancha por el extremo más alto, que, después de una curva sensual, se hacía fina y delicada y se veía rematada por una voluta de mal gusto, adorno oportuno que se adaptaba con precisión a la mano, como la empuñadura de un arma.

Golpeé con todas las fuerzas de mi rabia acumulada durante horas y horas, días y días de humillación. Jerry Mac cayó de rodillas y eso puso su cabeza a mi alcance, porque de pie resultaba más alto que yo. Descargué el arma de nuevo, y otra vez, hasta que Jerry cayó de bruces y, en cuanto lo tuve vencido en el suelo, me aseguré de que no se volvería a mover nunca más.

Era la primera vez que hacía algo semejante.

Te vuelves loco en la primera experiencia. Te pones enfermo. Definitivamente desquiciado. Dios mío, ya no hay marcha atrás posible.

Le quité el reloj, y la cartera con diez libras esterlinas, y el documento de identidad, y las llaves del Allard dos plazas.

Entretanto, planeaba lo que diría a la policía si me pillaban. «Diré que estoy loco. Los convenceré de que no controlo mis actos, no sabía lo que hacía, obedecía órdenes de una Entidad Superior, no pude resistir el impulso.»

Poco después, me presenté en casa de Douglas y Cheryl McProust, en Claverton Street.

Les dije que iba a verles de parte de Jerry Mac, que se había ido precipitadamente a Escocia, por fin, en cuanto se enteró de que la Policía Militar lo andaba buscando. Estaba en aquel refugio ignoto al que había aludido tantas veces y volvería a salir a la luz cuando se hubiera terminado la guerra y estuviera seguro de que no le echarían el guante. Entretanto, me había pedido que me encargara de administrar sus negocios. Pronto les escribiría comunicándoles la dirección o el apartado de correos donde podrían localizarle.

Me invitaron a comer. Se portaron muy bien conmigo. Me recomendaron a su hijo. Estaban preocupados por él. Me pidieron que le hiciera sentar la cabeza, creían que yo era una persona sensata, exactamente la clase de amigo que Jerry Mac necesitaba.

Y creo que fue entonces, estoy razonablemente seguro de que fue entonces, cuando me inventé el sueño de los crucifijos. Formaría parte de mi locura, mi estrategia para librarme de la horca. Un bosque de crucifijos, con los Cristos colgando de ellos, chorreando sangre sobre mi cabeza, bautismo de sangre. «La sangre del Señor nos redime, la sangre del Señor nos perdona, la sangre del Señor nos salva.» Y Edith, la enfermera coronada por una cruz, dándome la bienvenida al Infierno.

—Todo comenzó con aquella muchachita decapitada, mister Justice, señor Juez. Todo empezó con aquel accidente de tráfico, cuando conducía el coche de los Breckner y choqué contra el camión, cuando la sangre se me metía en la boca y me recordaba vicios adquiridos en mi infancia. La herida con el cepillo.

Fui al piso donde vivía Jerry Mac y recogí todas sus pertenencias, entre las que había mucha correspondencia personal. Le dije al propietario que mister McProust abandonaba la vivienda porque unos negocios de suma importancia lo reclamaban lejos de Londres. Aseguré que me había encargado que liquidara cualquier deuda que quedara pendiente. Me sorprendió que el arrendatario me dijera que no, que no, que no quedaba ninguna deuda, que el señor McProust era muy cumplidor. ¿Cumplidor, Jerry Mac? Vaya, eso sí que era una noticia.

Y el Sumo Sacerdote da un paso al frente y tiende hacia mí el cáliz de oro repleto de líquido negro y viscoso, y me dice «¡Bebe!».

¡Y es mi padre, Su Señoría, mi padre es quien tiene la culpa de todo!

—¡Bebe!

Con su horrible svástica en la frente.

—¡Bebe!

No pude resistirme, Su Señoría, un cansancio mortal cayó sobre mí y ya no fui dueño de mis actos, una voluntad poderosa y cruel me poseyó.

«Los hijos de los pecadores son descendencia abominable, que frecuenta la morada de los impíos.» (Eclesiastés, 41, 5)

Bebí, Su Señoría, bebí del cáliz, bebí la sangre de Jeremy James McProust, sí, sí, para poder beberme su sangre, por eso lo maté.

Alguien ajeno a mí buscó el cortaplumas suizo en mi bolsillo, alguien que temblaba frenéticamente clavó la hoja en el cuello de Jerry Mac y, por Dios, lo que ocurrió a continuación era imprevisible. Aquel chorro de sangre, aquella fuente. Me dominó la desesperación ante la posibilidad de que se desangrara por completo y no me dejara la oportunidad de saborear ni una gota. Porque no disponía de un vaso ni de un recipiente adecuado para recogerla.

El cuerpo estaba tumbado en el suelo. Sudoroso, confuso, jadeante, ridículo, transporté el cadáver como pude, manchándome la ropa, y le apoyé la cabeza en la pila de un lavabo, pero pesaba demasiado, y yo necesitaba las dos manos para sostenerlo y, en aquella grotesca posición, ni recogía su sangre ni podía aprovecharla de ninguna forma. Terminé en la postura más abyecta, de rodillas y hundiendo el hocico en la herida abierta, como un perro, como una hiena, jamás hasta entonces había perdido tan absolutamente la compostura.

«¡Tomad y bebed, que ésta es mi sangre!»

Viajé a Escocia en el Allard descapotable. Ciento cincuenta millas por hora, placer de dioses. Podía volar, podía conseguir todo aquello que me propusiera. Había roto la cáscara que me aprisionaba, había salido del huevo que me asfixiaba, había nacido a una nueva vida en la que los límites no existían.

Dejé el Allard aparcado en una calle céntrica con las llaves puestas. Confiaba en que alguien lo robara y lo desguazara, o que pillaran al ladrón y le preguntaran qué había hecho con el dueño del automóvil. No sé qué ocurrió, pero no volví a saber nada de aquel deportivo dos plazas que me había hecho sentir como Dios.

Bebí sangre, sí, señor, mientras mi padre se reía a carcajadas, con una expresión diabólica en los ojos, en un calvero del bosque de los crucifijos.

—¡Bebe! ¡Bebe!

Apurando yo el cáliz hasta las heces, la boca pegajosa, la lengua hinchada como una esponja, el paladar viscoso, pastoso, atragantado por el grumo ferruginoso que me provocaba arcadas. «¡Señor, pase de mí este cáliz!».

Me instalé unos días en un hotel de Glasgow y allí, con documentos escritos de puño y letra por Jerry Mac como modelo, me dediqué a escribir cartas que luego remitía desde el mismo Glasgow o desde Edinburgh. Si la falsificación es un arte, y yo defiendo que sí, soy uno de sus más nobles representantes. Yo mismo sería incapaz de diferenciar una de las cartas escritas por Jerry de cualquiera de las escritas por mí. El arte del engaño.

No basta la mentira oral, también hay que saber hacerlo por escrito. No basta con improvisar excusas torpes. Hay que crear historias, como la historia de Jerry Mac en Escocia, que poco a poco fui desarrollando en aquella correspondencia ficticia.

«Queridos padres: He conocido a una chica. Vosotros diríais que es la que me conviene porque es seria, sensata y me dice con frecuencia que ya soy mayorcito para hacer según qué payasadas.»

Los McProust me telefoneaban.

—¡Hemos recibido carta de Jerry! ¿Por qué no viene a comer con nosotros y la leemos juntos, a los postres?

—Encantado, naturalmente. Me gustará saber qué está haciendo ese sinvergüenza.

Cargué el cuerpo de mi amigo Jerry Mc Proust y lo metí de cabeza en el barril metálico. A él lo metí de cabeza, los pies para arriba, sin la menor habilidad ni el menor decoro. La impericia es irreverente. Todo lo vuelve extravagante, farsesco y risible.

Lo malo es que luego soñé el sueño inventado, y era más horrible de como lo imaginaba. Y ahora ya no sé si lo sueño porque me lo inventé o me lo inventé porque lo había soñado y no lo recordaba.

¿Qué significado le daría mi madre a ese sueño? Si se lo contara, seguro que adivinaría mi presente y mi futuro. Por eso, no se lo cuento. «El hombre o la mujer que practiquen entre vosotros la nigromancia o las artes adivinatorias serán condenados a muerte. Morirán lapidados. Son responsables de su propia muerte.» (Levítico, 20, 27)

Llego a la tapia de madera de Giles Yard, entro en el patio de suelo fangoso. Ante la puerta del taller, me horripilo.

Está abierta.

Abierta.

He ido a tomar el té al Crazy Bird y me la he dejado abierta. Maldita sea, ¿en qué estaba pensando? Cualquiera podría haber entrado y habría encontrado a mistress Lawrence en el barril. ¿En qué demonios estoy pensando? ¿Qué quiero? ¿Que me atrapen?

Tengo que buscar apoyo en la pared porque me tiemblan las piernas.