CAPÍTULO XI

MIÉRCOLES

De las 14 a las 16 horas

Permanecieron todo el día escondidos en un algarrobal, un espeso bosque de árboles enanos, retorcidos, torvamente pegado al declive traicionero y sembrado de maleza, lindante con lo que Louki llamó «Parque del Diablo». Era un escondrijo malo e incómodo, pero, en otros sentidos, lleno de ventajas. Les proporcionaba refugio, una posición defensiva de primera, una suave brisa atraída del mar por las rocas situadas al sur, sombra contra el sol que pasaba del alba al oscurecer por un cielo azul inmaculado, y una vista incomparable del soleado y rielante Egeo.

A su izquierda, esfumándose a través de tonos azulados de índigo y violeta, hasta perderse en la nada, se tendían las islas Leradas, la más próxima de las cuales, Maidos, se hallaba tan cerca que podían distinguir las chozas de los pescadores, aisladas, blancas y brillantes bajo el sol. Por el paso del agua que les separaba navegarían los buques de la Real Armada a no tardar mucho. A la derecha, y más lejos aún, teniendo por fondo las ingentes montañas de Anatolia, remotas, sin relieves, la costa de Turquía avanzaba curvándose hacia el norte y oeste como una enorme cimitarra. Al norte, la aguda lanza del cabo Demirci, bordeado de roca, pero salpicado de blancas ensenadas arenosas, se alargaba buscando el plácido azul del Egeo. Y, siempre al norte, más allá del cabo, difuminada por la distancia y por una ligera bruma violeta, se tendía, soñadora, la isla de Kheros.

Era un panorama que cortaba el aliento, por su cautivante belleza y por su gran majestad sobre el mar soleado, Pero Mallory no tenía ojos para él. Apenas le había concedido una mirada fugaz al tocarle la guardia una media hora antes, después de las dos. Después se acomodó junto al tronco de un árbol, y se puso a mirar, a mirar sin descanso hasta que los ojos le dolieron, lo que tanto había estado esperando ver. Lo que había esperado ver y venía a destruir: los cañones de Navarone.

La población de Navarone, de unos cuatro o cinco mil habitantes, según juzgó Mallory, se extendía a lo largo de la profunda media luna del puerto de naturaleza volcánica. Una media luna tan profunda, tan cerrada, que casi resultaba un círculo con sólo una estrecha entrada al noroeste, un paso dominado a ambos lados por proyectores, morteros y baterías de ametralladoras. A menos de tres millas de distancia del algarrobal, todos los detalles, las construcciones y las calles, los caiques y las barcas del puerto resultaban perfectamente visibles a Mallory, y los pasó y repasó con la vista una vez tras otra hasta conocerlos de memoria; la forma en que el terreno se iba elevando al oeste del puerto hasta los olivares; las calles que ascendían hasta tocar el agua; la forma en que la tierra ascendía, más empinada al sur; las calles que corrían paralelas al mar hasta la vieja población; la forma en que los acantilados del este —acantilados señalados por las bombas de la Escuadrilla Liberadora de Torrance— se alzaban unos ciento cincuenta pies verticales sobre el agua, y luego describían una curva vertiginosa por encima y más arriba del puerto; y el gran montículo de roca volcánica que aún se elevaba más, un montículo separado de la población por la alta muralla que terminaba en el acantilado. Y, por fin, la forma en que las dos hileras gemelas de cañones antiaéreos, la instalación de radar y los cuarteles de la fortaleza, chata, estrecha, construida de grandes bloques de mampostería, lo dominaban todo —incluso el amplio corte negruzco de la roca bajo el fantástico saliente del acantilado.

Casi sin darse cuenta, Mallory asintió para sí mismo. Aquélla era la fortaleza que había desafiado a los aliados durante dieciocho largos meses, la que dominaba toda la estrategia naval de las Esporadas a partir del instante en que los alemanes habían alargado su dominio desde la Grecia continental a las islas, la que había detenido cualquier clase de actividad naval en aquel triángulo de dos mil millas cuadradas entre las Leradas y la costa turca. Y ahora, al verla, comprendía los motivos. Era inexpugnable a un ataque por tierra —de ello se cuidaba la dominadora fortaleza—; inexpugnable al ataque aéreo —Mallory comprendió ahora que mandar la escuadrilla de Torrance contra los potentes cañones protegidos por aquel voladizo natural, contra aquellas erizadas hileras de cañones antiaéreos había constituido un auténtico suicidio—; e inexpugnable a los ataques marítimos —de ella se encargaban las expectantes escuadrillas de la Luftwaffe de Samos. Jensen había acertado—. Sólo una misión de sabotaje con guerrilla podría tener éxito. Una posibilidad remota, casi suicida, pero que existía y Mallory sabía que no podía pedir más.

Bajó los prismáticos pensativamente y se frotó los doloridos ojos con el dorso de la mano. Al fin sabía con qué tenía que enfrentarse, y se sintió satisfecho de saberlo, de la oportunidad que se le había dado con este reconocimiento de largo alcance, con esta posibilidad de familiarizarse con el terreno, con la geografía de la población. Aquél era probablemente el único punto en toda la isla que proporcionaba semejante oportunidad al mismo tiempo que la ocultación y casi la inmunidad. Y no había sido él quien lo había encontrado: había sido idea de Louki.

Y aún le debía más a aquel hombrecillo de ojos tristes. Había sido Louki a quien se le había ocurrido la idea de subir por el valle desde Margaritha; de dar a Andrea tiempo suficiente para recuperar la trilita escondida en la choza de Leri, y asegurarse de que no habría alboroto inmediato ni persecución. Podrían haber sostenido una acción de retaguardia olivar arriba hasta perderse en la falda del Kostos. Fue él quien les guió, marcha atrás, pasando por Margaritha, cuando tuvieron que desandar lo andado; quien les había hecho detenerse al otro lado del poblado, mientras él y Panayis se deslizaban, protegidos por el crepúsculo, en busca de ropas de campo para ellos; y de regreso, habían entrado en el garaje Abteilung, y arrancado las bobinas de la ignición del coche y del camión del mando alemán —el único medio de transporte de Margaritha—. De propina, destrozaron también la transmisión. Fue Louki quien les llevó por una profunda zanja hasta el puesto de guardia que cerraba el camino a la entrada del valle; había resultado casi ridículamente fácil desarmar a los centinelas, uno de los cuales estaba dormido; y, por fin, fue Louki quien insistió en que bajaran por el enfangado centro del valle hasta llegar al camino firme, a menos de dos millas de la población misma. A una distancia de cien yardas por este camino, había entrado, a la izquierda, por un campo de lava en declive para no dejar huellas, hasta introducirse en el algarrobal a la salida del sol.

Y había salido bien. Todas estas etapas cuidadosamente planeadas, puntos que el más escéptico podría haber ignorado o negado, habían resultado perfectas. Miller y Andrea, que habían compartido la guardia de la mañana, vieron cómo la guarnición de Navarone pasaba horas y horas buscando de casa en casa por toda la ciudad. El resultado sería una seguridad doble o triple al día siguiente, pensaba Mallory. No era probable que repitiesen la búsqueda, y menos aún que, si así ocurriera, fuera llevada a cabo con el mismo entusiasmo. Louki había ejecutado bien su obra. Mallory se volvió para fijarse en él. El hombrecillo dormía aún. Echado en el declive, detrás de un par de troncos, no se había movido en cinco horas. Muerto de cansancio, él mismo con las piernas doloridas y los ojos irritados por no haber dormido, Mallory carecía de valor para disputarle un momento de descanso. Se lo había ganado a pulso, y además la noche anterior no había dormido nada. Lo mismo le había ocurrido a Panayis, pero éste ya estaba despertando, y Mallory vio cómo apartaba de los ojos sus largos y negros cabellos. Mejor dicho, estaba ya despierto, pues su transición del sueño al más completo despertar fue inmediata, tan rápida como la de un gato. Un hombre peligroso, casi desesperado, tuvo que reconocer Mallory, y un encarnizado enemigo; pero no sabía nada de Panayis, absolutamente nada. Y dudaba de llegar a saberlo nunca.

Casi en el centro del bosquecillo, Andrea había construido una alta plataforma de ramas rotas y ramaje apoyada en un par de troncos de algarrobo, a unos cinco pies de distancia, y había llenado el espacio entre el declive y los árboles hasta una medida de cuatro pies de ancho y lo más nivelado que pudo. Echado en ella estaba Andy Stevens, en la camilla aún, y consciente todavía. Según Mallory había podido comprobar personalmente, Stevens no había cerrado los ojos desde que Turzig los había sacado de su cueva en el monte. Parecía haber superado ya la necesidad del sueño, o quizás había destruido el deseo de dormir. El hedor que exhalaba la pierna gangrenada era nauseabundo, repulsivo, y envenenaba el aire circundante. Mallory y Miller habían examinado la pierna poco antes de su llegada al bosquecillo, habían intercambiado una sonrisa, y después de vendársela otra vez, le aseguraron que la herida se cerraba ya. La pierna estaba casi ennegrecida de la rodilla para abajo.

Mallory se llevó los prismáticos a los ojos para echar otro vistazo a la población, pero se los quitó en el acto al oír que alguien bajaba corriendo y resbalando declive abajo y le tocaba el brazo. Era Panayis, excitado, ansioso, casi enfurecido, que gesticulaba señalando el sol que caminaba hacia el oeste.

—¿Qué hora es, capitán Mallory? —preguntó en griego, con voz baja, silbante, urgente… Una voz que Mallory consideraba inevitable en aquel hombre seco, oscuramente misterioso—. ¿Qué hora es? —insistió.

—Más o menos las dos. —Mallory enarcó las cejas, como interrogando—. Está usted preocupado, Panayis. ¿Por qué?

—Debió usted despertarme. ¡Debió despertarme ya hace horas! —Mallory se confirmó en su opinión de que estaba verdaderamente enfadado—. Era mi turno de guardia.

—Pero es que anoche no durmió usted nada —razonó Mallory—. No me pareció justo…

—¡Le digo que es mi turno de guardia! —insistió el hombre con terquedad.

—Bueno, bueno… como quiera. —Mallory conocía demasiado el tremendo orgullo de los isleños para tratar de discutir—. Sólo el cielo sabe lo que hubiéramos hecho sin Louki y sin usted… Yo me quedaré a hacerle compañía un rato.

—¡Ah, por eso dejó usted que siguiera durmiendo! —Ni la voz ni los ojos podían disimular la ofensa—. No se fía de Panayis…

—¡No diga tonterías! —Mallory comenzaba a impacientarse, pero logró contenerse y sonrió—. Naturalmente que me fío de usted. Nos fiamos todos. Bueno, de todos modos necesito dormir un poco. Le agradezco que me proporcione esa oportunidad de descanso. Me llamará dentro de dos horas, ¿eh?

—¡Claro, claro! —afirmó Panayis casi radiante—. No dejaré de hacerlo.

Mallory trepó hasta el centro del bosquecillo y se tiró perezosamente sobre una especie de lecho que se había arreglado. Durante unos momentos observó a Panayis que no hacía otra cosa que ir y venir, nerviosamente, dentro del perímetro del algarrobal. Después, al ver que se encaramaba ágilmente entre las ramas de un árbol, buscando adecuada atalaya, perdió el interés en sus movimientos y decidió que lo mejor que podía hacer era seguir su propio consejo y echar un sueñecito ahora que se le presentaba la oportunidad de hacerlo.

—¡Capitán Mallory! ¡Capitán Mallory! —Una mano premiosa, enérgica, le sacudía—. ¡Despierte, despierte!

Mallory se movió, rodó sobre su espalda, se incorporó de golpe y abrió los ojos al mismo tiempo. Panayis se inclinaba sobre él, llena de ansiedad su oscura cara saturnina. Mallory sacudió la cabeza para despejar las telarañas del sueño, y al momento se halló de pie de un ágil salto.

—¿Qué ocurre, Panayis?

—¡Aviones! —contestó rápidamente—. ¡Viene hacia acá una escuadrilla de aviones!

—¿Aviones? ¿Qué aviones? ¿De qué nacionalidad?

—No lo sé, capitán Mallory. Aún están muy lejos. Pero…

—¿De dónde vienen? —La pregunta fue como un latigazo.

—Del norte.

Corrieron juntos hacia el borde del bosque. Panayis señaló hacia el norte, y Mallory los vio en el acto. La luz del sol del atardecer rebotaba en el recortado diedro de las alas. Stukas, pensó Mallory sombrío. Siete… no, ocho, a menos de tres millas de distancia, volando en dos formaciones de cuatro y tan sólo a unos dos mil o dos mil quinientos pies de altura… De pronto, se dio cuenta de que Panayis le tiraba de la manga nerviosamente.

—¡Venga, capitán Mallory! —dijo presa de gran excitación—. ¡No tenemos tiempo que perder! —Hizo que Mallory diese media vuelta, y señaló con el brazo tendido los débiles y quebradizos acantilados que se elevaban tras ellos, hendidos por quebradas y barrancos con rocas hacinadas que abrían un incierto camino hacia el interior… o se detenían tan bruscamente como comenzaban—. ¡Al Parque del Diablo! ¡Tenemos que meternos allí en seguida! ¡Inmediatamente, capitán Mallory!

—¿Por qué? —preguntó Mallory asombrado—. No existe ningún motivo para suponer que nos buscan a nosotros. ¿Por qué habían de hacerlo? Nadie sabe que estamos aquí.

—¡No importa! —dijo Panayis con increíble terquedad—. Lo sé. No me pregunte cómo, porque ni yo mismo lo sé. Louki se lo dirá… Panayis sabe de estas cosas. Lo sé, capitán Mallory, lo sé.

Mallory le miró fijamente durante unos segundos sin comprender. No cabía dudar de la sinceridad, de la absoluta sinceridad de aquel hombre, pero su voz cortante, seca, inclinaba la balanza del instinto contra la razón. Sin darse cuenta de ello, y sin saber porqué, Mallory se encontró trepando monte arriba, resbalando y tropezando contra las piedras y la maleza. Halló a los demás de pie, tensos, expectantes, cargando los bultos sobre sus hombros y con las armas en la mano.

—¡Al borde de la arboleda! ¡Allá arriba! —gritó Mallory—. ¡Pronto! Permaneced allí a cubierto, escondidos. Correremos hacia aquella brecha entre las rocas. —A través de los árboles, señaló una fisura desigual pegada al acantilado, apenas a cuarenta yardas del lugar en que se encontraba, y bendijo a Louki por su previsión en elegir un lugar con tan adecuado refugio—. ¡Esperad a que yo dé la señal…! ¡Andrea! —Giró sobre sí mismo buscando a Andrea, pero sus palabras resultaron innecesarias, pues ya Andrea había cogido en brazos al moribundo Stevens, tal como estaba en la camilla, con mantas y todo, y serpenteaba monte arriba por entre los árboles.

—¿Qué ocurre, jefe? —preguntó Miller, al emprender la marcha hacia arriba—. No veo nada.

—Pero podrías oír algo, si dejaras de hablar un solo momento —contestó Mallory ceñudo—. O, si lo prefieres, mira hacia arriba.

Echado boca abajo y a menos de una docena de pies del borde del bosquecillo, Miller se revolvió, y estiró el pescuezo hacia arriba. Inmediatamente vio los aviones.

¡Stukas! —dijo con incredulidad—. ¡Una escuadrilla de malditos Stukas! ¡No puede ser, jefe!

—Sí, puede ser y lo es —afirmó Mallory ceñudo—. Jensen me dijo que los alemanes habían despojado de aviones el frente italiano. En dos semanas han sacado de allí más de doscientos. —Mallory miró la escuadrilla con los ojos semicerrados por la brillantez de la luna. Ya estaban a menos de media milla de ellos—. Y se los han traído todos al Egeo.

—Pero no nos buscan a nosotros —protestó Miller.

—Me temo que sí —dijo Mallory con determinación. Los dos grupos de bombarderos se habían colocado en formación de cadena—. Y temo también que Panayis estaba en lo cierto.

—Pero… pasan de largo…

—No lo creas —afirmó Mallory secamente—. Vienen a quedarse. Fíjate en el guía.

Y como si quisiera confirmar sus palabras, mientras Mallory hablaba, el comandante de vuelo inclinó su Junkers 87, con sus alas de gaviota, sobre babor, dio media vuelta y se desprendió del cielo, como una plomada, en alarmante picado sobre el algarrobal.

—¡Dejadlo! —gritó Mallory—. ¡No hagáis fuego! —El Stuka, sus frenos al máximo, se había equilibrado en el centro del algarrobal. No podía detenerle nada, pero un disparo podría hacerlo caer justamente sobre ellos. Las posibilidades eran bastante escasas—. Proteged la cabeza con las manos… y ¡bajad la cabeza!

Pero Mallory no siguió su propio consejo. Sus ojos siguieron el vuelo del bombardero hasta que ya no descendió más. Quinientos, cuatrocientos, trescientos pies…: el continuo crescendo de los grandes motores comenzaba a martirizar sus oídos, y el Stuka, la bomba ya descargada, se desviaba bruscamente de su picado.

—¡La bomba!— Mallory se incorporó de repente, levantando los ojos al azul del cielo. ¿Una? ¡No! ¡Docenas de bombas, en tan apretado haz que parecían descender empujándose hacia el centro del bosque, cayendo sobre los chatos y retorcidos árboles, rompiendo ramas y quedando enterradas hasta las aletas en el blando y escalonado declive! ¡Bombas incendiarias! Apenas se había dado cuenta de que habían salido ilesos del horror de una bomba de quinientos kilos de trilita, cuando las bombas incendiarias comenzaron a silbar, a entrar en acción, transformándose en una incandescente blancura de magnesio que se extendía haciendo desaparecer por completo la sombría penumbra del algarrobal. Al cabo de unos segundos, el deslumbrante fulgor se había transformado a su vez en espesas y malolientes nubes de negro humo acre adornado con rojas lenguas de fuego, cortas primero, largas después, retorcidas, ascendentes, hasta que los árboles parecieron envueltos en una especie de capullo en llamas. El Stuka ascendía aún, no se había nivelado todavía, cuando el corazón del algarrobal —compuesto por árboles viejos y resecos— ardía ya furiosamente.

Miller se revolvió sobre su codo, pidiendo a Mallory que le escuchase por encima del estruendoso crepitar del incendio.

—Son incendiarias, jefe —le informó.

—Pues ¿qué creías que tiraban? —preguntó Mallory secamente—. ¿Fósforos? Pretenden ahumarnos, echarnos de aquí a fuego vivo, que salgamos al descubierto. Los altos explosivos no van bien entre los árboles. El noventa y nueve por ciento de las veces, esto hubiera dado resultado. —El humo acre penetró en sus pulmones, tosió y miró por encima de las copas de los árboles con los ojos llenos de lágrimas—. Pero esta vez les sale mal. Eso, si tenemos suerte, si nos conceden medio minuto de tiempo. ¡Fíjate en el humo!

Miller se fijó. Espesa, retorcida, salpicada de feroces chispas, la nube se alejaba, entre el algarrobal y el acantilado, llevada hacia arriba por ventolinas procedentes del mar. Era una cortina de humo completa, perfecta. Miller hizo una señal de asentimiento.

—¿Lo intentamos, jefe?

—No tenemos otra alternativa. O nos vamos, o nos fríen… o nos hacen papilla. Quizás ambas cosas. —Levantó la voz—: ¿Ve alguien lo que ocurre por arriba?

—Se están preparando para otra visita, señor —dijo Brown con voz lúgubre—. El primer avión está girando aún.

—Están esperando a que salgamos de aquí. No esperarán mucho tiempo. Preparémonos para correr. —Miró colina arriba a través del humo, pero era demasiado espeso, y castigó sus ojos hasta hacerle ver todo borroso a través de una cortina líquida. Era imposible decir hasta dónde había llegado la cortina de humo monte arriba, y tampoco podían esperar hasta averiguarlo. Los pilotos de los Stukas no eran precisamente famosos por su paciencia.

—¡Listo, todo el mundo! —ordenó Mallory—. Quince yardas a lo largo de la línea de árboles hasta aquel batiente, y luego directamente a la quebrada. No os detengáis hasta haberos adentrado unas cien yardas. Abre la marcha, Andrea. ¡Adelante! —Miró a su alrededor a través del humo que le cegaba—. ¿Dónde está Panayis?

Nadie respondió.

—¡Panayis! —gritó Mallory—. ¡Panayis!

—Quizás haya ido a buscar algo —dijo Miller que se había detenido y vuelto la cabeza hacia atrás—. Si quiere, iré…

—¡Adelante, he dicho! —ordenó Mallory con voz furiosa—. Y si algo le sucede al pobre Stevens, te haré…

Pero ya Miller había continuado la marcha con Andrea, tosiendo y dando tumbos a su lado. Mallory permaneció indeciso un par de segundos, y luego giró sobre sus talones y se dispuso a bajar al centro del bosquecillo. Quizá Panayis hubiera regresado a buscar algo… y no habría entendido la orden en inglés. Apenas había andado cinco yardas, cuando se vio obligado a detenerse y a protegerse la cara con un brazo: el calor le quemaba. Panayis no podía estar allí abajo. Nadie podía estar en aquel horno; nadie podía haber vivido en él un par de segundos. En busca de aire, con los cabellos y las ropas chamuscadas, Mallory trepaba a ciegas, monte arriba, chocando contra los árboles, resbalando, cayéndose, para ponerse otra vez de pie, tambaleándose.

Corrió hacia el extremo este del bosque. Pero allí no había nadie. Regresó al extremo opuesto, hacia el batiente, cegado casi por completo. El aire recalentado le quemaba la garganta y los pulmones hasta sofocarle, hasta que su aliento brotaba en grandes bocanadas y entre golpes de tos que le ahogaban. Seguir buscando no tenía sentido. No podía hacer nada, nadie podía hacer nada, excepto salvarse. No oía nada, ningún ruido llegaba a sus oídos… Sólo el rugir de las llamas, el rugir de su sangre, el paralizante alarido de un Stuka en picado. Desesperadamente, echó adelante por la resbaladiza gravilla, se cayó y rodó hasta el lecho del batiente.

No sabía si estaba herido ni le importaba. Respirando agitadamente, intentando recuperar el aliento, se levantó y se obligó a mover las piernas, a ascender por la pendiente. Los motores atronaban el aire. Presintió que toda la escuadrilla volvía al ataque, y se tiró al suelo, sin importarle que la primera bomba con su explosiva onda llena de humo y llamas estallara… ¡Y estalló a menos de cuarenta yardas de distancia, delante suyo y a su izquierda! ¡Delante suyo! Y mientras luchaba por ponerse nuevamente de pie, inclinándose y echándose hacia delante monte arriba, Mallory se maldecía sin cesar. «Eres un loco —pensaba con amargura—, un loco de atar…, enviando a los demás a la muerte». Debió de haberlo meditado… ¡Debió pensarlo antes, Dios santo! ¡Hasta a un chiquillo de cinco años se le hubiera ocurrido! Era claro como la luz del día que el alemán no perdería el tiempo bombardeando el bosque. Había visto lo que era obvio, lo que era inevitable que viera con tanta rapidez como él mismo. ¡Por eso bombardeaban el manto de humo entre el bosque y el acantilado! Un niño de cinco años… La tierra estalló bajo sus pies. Una mano gigantesca lo cogió y lo estrelló contra el suelo. Y la oscuridad le envolvió por completo.