CAPÍTULO X
MARTES NOCHE
De las 4 a las 6 horas
Los alemanes los sorprendieron hacia las cuatro de la mañana, mientras aún dormían. Cansados como estaban, casi drogados por el sueño, no les cupo la menor posibilidad, ni siquiera la más ligera esperanza de oponer resistencia. La concepción, el cálculo y la ejecución del golpe fueron perfectos. La sorpresa, total.
Andrea fue el primero en despertar. Algún extraño susurro había llegado a las profundidades de aquella parte de su ser que nunca dormía y le hizo revolverse, apoyando un codo en tierra, con la misma silenciosa rapidez que su mano se alargaba para coger el máuser que tenía ya preparado. Pero el blanco haz de la potente linterna que atravesó la negrura de la cueva le había cegado, y su mano se detuvo antes de que sonara la cortante orden del que sostenía la linterna.
—¡Quietos! ¡Quietos todos! —dijo en un inglés perfecto, casi sin rastro de acento, una voz amenazadoramente glacial—. ¡Un solo movimiento, y sois muertos!
Se encendió otra linterna, y luego una tercera, la cueva quedó inundada de luz. Mallory, ya completamente despierto, inmóvil, dirigió los ojos semicerrados a los cegadores haces de luz, y por el rebote de éstos en la pared, pudo discernir las vagas formas agachadas a la entrada de la cueva, inclinadas sobre los opacos cañones de sus fusiles ametralladores.
—¡Levantad las manos, cruzadlas sobre la cabeza, y poneos de espaldas a la pared! —Había en la voz una certeza de mando absoluta que obligaba a obedecer—. Fíjese bien en ellos, sargento. —El tono era tranquilo, lleno de confianza, pero ni la linterna ni el arma que empuñaba oscilaron un ápice—. Ni la más ligera expresión en sus rostros, ni siquiera pestañean. Son hombres peligrosos, sargento. ¡Los ingleses saben escoger bien a sus asesinos!
Mallory se sintió invadido por una ola casi tangible de derrota. Una derrota amarga, gris, que le llegaba agria a la garganta. Durante unos breves instantes se permitió pensar en lo que inevitablemente tenía que ocurrir, y tan pronto como el pensamiento surgió lo desechó con rabia. Todo, acción, pensamiento, impulso, tenía que dedicarse al presente. La esperanza se había esfumado, pero no de un modo irrevocable; eso nunca, mientras Andrea viviese. Se preguntó si Casey Brown los había visto u oído llegar, y qué habría sido de él. Iba a preguntarlo, pero supo contenerse a tiempo. Quizás estuviese aún en libertad.
—¿Cómo se las arreglaron para dar con nosotros? —preguntó Mallory tranquilamente.
—Sólo los tontos queman madera de enebro —contestó el oficial en tono despectivo—. Nos hemos pasado el día y parte de la noche en el Kostos. Un muerto podría haberlo olido.
—¿En el Kostos? —Miller movió la cabeza dudando—. ¿Cómo podían…?
—¡Basta! —El oficial se volvió a alguien que estaba detrás de él—. ¡Echa abajo esa lona! —ordenó en alemán—. Y cubridnos por ambos lados. —Miró hacia el interior de la cueva e hizo un movimiento casi imperceptible con la linterna—. A ver, ustedes tres. ¡Salgan de ahí, y mucho cuidado con lo que hacen! Tengan la seguridad de que mis hombres están buscando la menor disculpa para acribillarles a balazos, ¡malditos cerdos!
Un odio venenoso que se traslucía en su voz demostraba que hablaba en serio.
Con las manos aún entrelazadas sobre sus cabezas, los tres hombres se pusieron lentamente de pie. Mallory había dado sólo un paso cuando el latigazo de la voz del alemán le detuvo de pronto.
—¡Quieto! —Dirigió el haz de su linterna sobre el inconsciente Stevens, y apartó a Andrea con un brusco ademán—. ¡Apártese! ¿Quién es ése?
—No tema —advirtió Mallory en voz baja—. Es uno de los nuestros. Se está muriendo.
—Lo veremos —contestó el oficial con sequedad—. ¡Váyanse al fondo de la cueva! —Esperó a que los tres hombres pasaran sobre Stevens, cambió el fusil automático por una pistola y avanzó lentamente, arrodillado, con la linterna en la mano libre, para permanecer por debajo de la línea de fuego de los dos soldados que avanzaron, sin pedírselo, tras él. Había en todo ello algo inevitable, un frío profesionalismo que hacía desfallecer el corazón de Mallory.
Con la pistola, el oficial retiró bruscamente la ropa de Stevens. Un gran temblor sacudió el cuerpo del muchacho y movió la cabeza de lado a lado al quejarse, inconsciente. El oficial se inclinó rápidamente sobre él. Su cabeza, las claras líneas de su rostro y el cabello rubio quedaron bajo la luz de su propia linterna. Una rápida mirada al rostro de Stevens, desfigurado por el dolor, con sus macilentos rasgos; una ojeada a la destrozada pierna y un breve arrugar de la nariz al percibir el espantoso olor de la gangrena, y ya el alemán se echaba atrás, sobre sus talones, volviendo a tapar el cuerpo del muchacho.
—Ha dicho usted verdad —dijo con suavidad—. Nosotros no somos bárbaros. No luchamos con moribundos. Déjenle ahí. —Se puso de pie y retrocedió lentamente—. Que salgan los demás.
Había cesado de nevar, observó Mallory, y las estrellas comenzaban a titilar sobre un cielo que se iba aclarando.
También el viento había disminuido y la atmósfera empezaba a templarse. Mallory pensó que la mayor parte de la nieve habría desaparecido al mediodía.
Miró a su alrededor sin curiosidad aparente. No se advertía rastro de Casey Brown. Las esperanzas de Mallory comenzaron a resurgir. La recomendación del suboficial Brown para aquella empresa había venido de muy alto. Dos hileras de condecoraciones que nunca se ponía hablaban de su valentía. Tenía gran reputación como guerrillero, y había salido de la cueva con un fusil ametrallador en la mano. Si estuviera por allí cerca… Como si el alemán hubiera adivinado sus esperanzas, las destrozó con saña.
—Se preguntará usted dónde está su centinela, ¿no? —preguntó burlón—. No se preocupe, inglés, que no está lejos. Está durmiendo en su puesto. Y bien dormido que está.
—¿Le han matado? —Las manos de Mallory se cerraron hasta dolerle.
El otro se encogió de hombros con visible indiferencia.
—No podría decirle. Resultó demasiado fácil. Uno de mis hombres se echó en la hondonada y comenzó a quejarse. Lo hizo tan bien que daba lástima oírle, y casi me convenció a mí de que le pasaba algo. Su hombre se acercó como un idiota a investigar. Yo tenía otro hombre esperando, con su fusil cogido por el cañón. Es un garrote muy eficaz, se lo aseguro.
Mallory abrió las manos lentamente y dirigió la vista hondonada abajo. Era inevitable. Casey tenía que picar, sobre todo después de lo que había pasado a primera hora de la noche. No iba a hacer el tonto dos veces seguidas y dejarse engañar. Era inevitable que fuera a cerciorarse.
De pronto, Mallory pensó que quizá Casey Brown hubiese oído algo aquella vez, pero, apenas concebida, la idea se esfumó. Panayis no parecía hombre susceptible de equivocarse. Y, desde luego, Andrea no se equivocaba nunca. Mallory se volvió al oficial y preguntó:
—Bueno, ¿adonde vamos desde aquí?
—A Margaritha, y sin esperar mucho. Pero antes hemos de aclarar una cosa. —El alemán, hombre de su estatura, se quedó cuadrado frente a él, apuntando con el revólver a la altura de la cintura, y con la linterna apagada colgando de su mano derecha—. Una cosita sin importancia, inglés. ¿Dónde están los explosivos? —Casi le escupió las palabras al rostro.
—¿Los explosivos? —Mallory frunció el ceño simulando perplejidad—. ¿Qué explosivos? —preguntó.
Y al momento se tambaleó y cayó a tierra al recibir un golpe de linterna que, describiendo un semicírculo, le dio en la cara. Sacudió la cabeza aturdido, y se volvió a poner de pie con lentitud.
—Los explosivos —repitió el alemán preparando nuevamente la linterna, con voz suave, sedosa—. Le he preguntado dónde están los explosivos.
—No sé de qué me habla —respondió Mallory escupiendo un diente roto y limpiándose la sangre de sus ensangrentados labios—. ¿Es así como tratan los alemanes a sus prisioneros? —agregó con desprecio.
—¡Cállese!
La linterna salió a relucir de nuevo. Mallory, que esperaba el golpe, lo esquivó como pudo, pero aun así le dio en el pómulo, justamente debajo de la sien, dejándole aturdido. Al cabo de unos segundos, empezó a levantarse de la nieve. El lado golpeado de la cara le dolía mucho, y sus ojos, desenfocados, lo veían todo nublado.
—¡Nosotros hacemos una guerra limpia! —El oficial alemán respiraba con trabajo y apenas podía contener su furia—. Luchamos según la Convención de Ginebra; pero éstas son cosas para los soldados, nunca para los espías asesinos…
—¡Nosotros no somos espías! —interrumpió Mallory. Parecía como si la cabeza se le deshiciese.
—Entonces, ¿dónde están sus uniformes? —preguntó el oficial—. ¡Espías, he dicho! Espías asesinos que matan por la espalda y degüellan a los hombres. —La voz temblaba de ira. Mallory no acertaba a comprender. La indignación no tenía nada de falsa.
—¿Nosotros, degollar? —preguntó moviendo de nuevo la cabeza, aturdido—. ¿De qué demonios está usted hablando?
—De mi propio asistente. Un inofensivo mensajero, un simple muchachito… y ni siquiera iba armado. Le encontramos hace media hora. ¡Ach, estoy perdiendo el tiempo! —Se volvió y vio a dos hombres que subían por la hondonada. Mallory permaneció unos instantes inmóvil, maldiciendo la mala suerte que había llevado al chico a cruzarse en el camino de Panayis. No podía ser otro. Luego se volvió a su vez para ver lo que había llamado la atención del oficial. Enfocó los doloridos ojos con dificultad y se fijó en la figura encorvada que trepaba por el declive trabajosamente, empujado, sin ningún miramiento, por un fusil con bayoneta. Mallory dejó escapar un silencioso y largo suspiro de alivio. La parte izquierda de la cara de Brown estaba llena de sangre coagulada, resultado de un golpe recibido encima de la sien, pero no se veía otro desperfecto.
—¡Bien! ¡Siéntense todos en la nieve! —Hizo un ademán que envolvió a varios hombres—. ¡Atadles las manos!
—¿Piensa usted matarnos ahora? —preguntó Mallory con tranquilidad. Necesitaba saberlo desesperada, urgente, inmediatamente; no tenían otra salida que morir, pero al menos podían morir de pie, luchando. Pero si aún no iban a morir, cualquier ulterior posibilidad de resistencia sería menos suicida.
—Todavía no, por desgracia. El comandante de mi sección en Margaritha, Hauptmann Skoda, desea verles antes. Y quizá fuera mejor para ustedes que les matase ahora. Entonces el Herr Kommandant de Navarone… el comandante de la isla entera… —El alemán esbozó una pálida sonrisa—. Pero es sólo una prórroga, inglés. Antes de la puesta del sol estarán todos pataleando en el aire. En Navarone empleamos un método muy rápido con los espías.
—¡Pero, señor! ¡Capitán! —Con las manos juntas como pidiendo perdón, Andrea adelantó un paso. Dos cañones de fusil contra el pecho cortaron en el acto su avance.
—Capitán, no… Teniente —le corrigió el oficial—. Oberleutnant Turzig, a sus órdenes. ¿Qué desea, gordinflón? —preguntó con desprecio.
—¡Espías! ¡Ha dicho espías! ¡Yo no soy espía! —Las palabras salieron de su boca en un torrente, amontonadas, como si no hubiera podido pronunciarlas con suficiente velocidad—. ¡Juro ante Dios que no soy espía! No soy uno de ellos. —Sus ojos estaban fijos, muy abiertos, y sus labios se movían aún sin pronunciar sonido entre sus entrecortadas frases—. Yo soy un griego, un pobre griego. Me obligaron a venir con ellos como intérprete. ¡Lo juro, teniente Turzig, lo juro!
—¡Maldito cobarde! —gritó Miller enfurecido. Pero inmediatamente se quejó de dolor al sentir el cañón de un fusil en la espina dorsal, sobre los riñones. Tropezó, se cayó sobre manos y pies, y se dio cuenta, mientras, de que Andrea estaba simulando, de que a Mallory le hubiesen bastado cuatro palabras en griego para desenmascarar a Andrea. Se revolvió en la nieve, amenazó débilmente con el puño y confió en que el dolor reflejado en la contorsión de su cara fuese tomado por ira—. ¡Maldito traidor! ¡Maldito cerdo, ya las pagarás…! —Se oyó un golpe sordo y Miller se desplomó otra vez en la nieve. La pesada bota le había dado detrás de la oreja.
Mallory no dijo nada. Ni siquiera se fijó en Miller. Con los puños cerrados e inútiles a lo largo del cuerpo y sus labios apretados, miraba fijamente a Andrea a través de sus párpados casi cerrados. Sabía que el teniente le estaba observando, y que debía respaldar a Andrea hasta el fin. No podía imaginar lo que Andrea pretendía, pero podía apoyarle tranquilamente hasta el fin del mundo.
—¡Vaya! —murmuró pensativo Turzig—. Los ladrones se dividen, ¿eh? —Mallory creyó percibir un ligerísimo tono de duda, de vacilación, en su voz. Pero el teniente no quería correr ningún riesgo—. No importa, gordinflón. Te has unido a la suerte de los asesinos. ¿Cómo dicen los ingleses? Ah, sí: «Ya que te has hecho la cama, has de acostarte en ella». —Miró el volumen de Andrea sin pasión alguna—. Quizá tengamos que reforzar el patíbulo para ti.
—¡No, no, no! —La voz de Andrea se elevó cortante, temerosa, al pronunciar el último no—. ¡Le digo la verdad! ¡Yo no soy uno de ellos, teniente Turzig, le juro ante Dios que no soy uno de ellos! —Se retorcía las manos con desesperación, mientras la angustia contorsionaba su cara de luna—. ¿Por qué he de morir sin tener ninguna culpa? Yo no quería venir. ¡Yo no soy hombre de armas, teniente Turzig!
—Eso ya lo veo —comentó Turzig secamente—. Eres un gran montón de pellejo que sólo sirve para cubrir un saco de gelatina… Y a cada gramo de ese montón lo consideras precioso. —Se volvió hacia Mallory y Miller, que aún se hallaba boca abajo en la nieve—. No puedo felicitar a tus compañeros por su gusto en elegir camaradas.
—Yo se lo puedo decir todo, teniente. —Andrea se echó hacia delante excitado, ansioso de consolidar la ventaja, de reforzar aquel principio de duda—. Yo no soy amigo de los aliados… Puedo demostrarlo… Y luego quizá…
—¡Maldito Judas! —Mallory hizo ademán de lanzarse sobre él, pero dos corpulentos soldados le cogieron y le sujetaron los brazos por la espalda. Luchó unos instantes, luego cesó de resistir y, por último, miró a Andrea con tristeza—. ¡Si te atreves a abrir la boca, te prometo que no vivirás para…!
—¡Cállese! —ordenó Turzig con voz fría—. Ya he oído bastantes recriminaciones, ya ha habido suficiente melodrama barato. Otra palabra más e irá a hacer compañía a su amigo en la nieve. —Le miró un momento en silencio, y luego se volvió hacia Andrea—. Yo no prometo nada. Oiré lo que tengas que decir. —Ni siquiera trató de disimular la repugnancia que sentía.
—Juzgue usted por sí mismo. —Había en su voz una hermosa mezcla de alivio, de sinceridad, de esperanza renacida, de confianza recuperada. Andrea hizo una breve pausa y señaló dramáticamente a Mallory, Miller y Brown—. No son soldados corrientes… ¡Son hombres de Jellicoe, del Servicio Especial de Buques!
—Dime algo que yo no haya podido adivinar —gruñó Turzig—. El earl inglés ha sido una espina en nuestro costado desde hace meses. Si no tienes más que decirme, gordinflón…
—¡Espere! —exclamó Andrea levantando la mano—. Forman parte de una fuerza especial escogida…, una unidad de asalto, como se llaman a sí mismos… Les llevaron en avión la misma noche desde Alejandría a Castelrosso. Y salieron la misma noche de Castelrosso en un barco de motor.
—Un torpedero —asintió Turzig—. Eso ya lo sabemos. Sigue.
—¡Ya lo saben! Pero ¿cómo…?
—No importa cómo. ¡Habla aprisa!
—Claro, teniente, claro. —Ni el menor movimiento de su rostro delató el alivio de Andrea. Éste había sido el único punto peligroso de su relato. Nicolai, desde luego, había avisado a los alemanes, pero no había considerado que valiese la pena hablar de la presencia del gigantesco griego. No había motivo, claro, para que le hubiese mencionado específicamente; pero si lo hubiera hecho, hubiese sido el fin.
—El torpedero les dejó en las islas, al norte de Rodas. No sé exactamente dónde fue. Allí robaron un caique y navegaron por aguas turcas, se encontraron con un gran patrullero alemán… y lo hundieron. —Andrea se detuvo buscando un efecto—. Yo estaba a menos de media milla de distancia en mi barca de pesca.
Turzig se echó hacia delante.
—¿Cómo se las arreglaron para hundir un barco tan grande?
Por extraño que pudiera parecer, no dudaba de que el barco se hubiera hundido.
—Simularon ser inofensivos pescadores como yo. A mí acababan de pararme, me inspeccionaron, y me dejaron libre —prosiguió Andrea haciéndose el santo—. Sea como fuere, su patrullero se acercó al viejo caique hasta llegar a su costado. De pronto empezaron a zumbar las balas de ambos lados, y dos cajas salieron por los aires hacia la sala de máquinas de su barco. ¡Pum! —Andrea levantó los brazos con ademán dramático—. ¡Aquello fue el fin!
—Nos habíamos preguntado… —comenzó Turzig en voz baja—. Bueno, sigue.
—¿Qué es lo que se había preguntado, teniente? —preguntó Andrea.
Pero los ojos de Turzig le miraron fijos y continuó su relato.
—El intérprete que llevaban había muerto en la lucha. Me sonsacaron que hablaba inglés (pasé muchos años en Chipre), me secuestraron, dejaron que mis hijos se llevaran la barca…
—¿Para qué querían un intérprete? —preguntó Turzig desconfiado—. Hay muchos oficiales ingleses que hablan el griego.
—A eso iba —contestó Andrea con impaciencia—. ¿Cómo quiere usted que termine lo que tengo que contar si no hace más que interrumpirme? ¿Dónde estaba? ¡Ah, si! Me obligaron a embarcarme con ellos y se les estropeó la máquina. No sé lo que pasó. Me tuvieron encerrado abajo. Me parece que estuvimos en un río, no sé dónde, reparando la máquina, y luego hubo una juerga de borrachos. Usted nunca podría creer, teniente Turzig, que unos hombres que van en misión tan importante se emborracharan… Luego, nos hicimos otra vez a la mar.
—Al contrario, te creo. —Turzig movía la cabeza en sentido afirmativo, como de secreta comprensión—. Te creo de veras.
—¿Me cree? —Andrea trató de parecer desilusionado—. Pues nos metimos en una tormenta espantosa, se nos estrelló el barco contra el acantilado Sur de esta isla y escalamos…
—¡Cállate! —Turzig se echó hacia atrás bruscamente, y en sus ojos asomó la sospecha—. ¡Por poco te creo! Te creía porque sabemos más de lo que tú te figuras, y hasta hace un segundo, has dicho la verdad. Pero ahora, ya no. Eres listo, gordinflón, pero no tanto como te crees. Has olvidado una cosa… o es posible que no la sepas. Nosotros somos del Wurttembergische Gebirgsbataülon. Conocemos las montañas, mejor que ninguna otra tropa en el mundo. Yo soy prusiano, pero he escalado todo lo que hay que escalar en los Alpes y en Transilvania… y te aseguro que ese acantilado no se puede escalar. ¡Es imposible!
—Quizá sea imposible para usted. —Andrea movió la cabeza con tristeza—. Estos malditos aliados todavía les van a vencer. Son listos, teniente Turzig, terriblemente listos.
—¡Explícate! —ordenó Turzig con voz cortante.
—Sólo esto: Sabían que, en la opinión de todos, el acantilado era inescalable. Así que decidieron escalarlo. Jamás hubiera creído usted que pudiera lograrse, que una fuerza expedicionaria pudiera desembarcar en Navarone de este modo. Pero los aliados se arriesgaron y encontraron un hombre que mandara la expedición. No sabía hablar el griego, pero eso era lo de menos, pues lo que buscaban era a un hombre que supiese escalar. Y eligieron para ello al mejor escalador del mundo hoy día. —Andrea se calló buscando un efecto, y tendió su brazo con ademán dramático—. ¡Y éste es el hombre que eligieron, teniente Turzig! Usted que también es montañero ha de conocerle. Se llama Mallory… ¡Keith Mallory, de Nueva Zelanda!
Se escuchó una aguda exclamación a la que hizo eco el chasquido del resorte de una linterna. Turzig avanzó un par de pasos, y acercó la linterna a los ojos de Mallory. Se quedó mirando al neozelandés que procuraba esquivar la luz, durante casi diez segundos, después de los cuales el alemán bajó el brazo. La dura luz dibujaba un cegador círculo blanco en la nieve del suelo. Turzig asintió con la cabeza una, dos, media docena de veces, acusando una lenta comprensión.
—¡Naturalmente! —murmuró—. ¡Mallory…, Keith Mallory! Claro que le conozco. No existe un nombre en mi Abteilung que no haya oído hablar de Keith Mallory. —Volvió a mover la cabeza en sentido afirmativo—. Debí reconocerlo, debí reconocerlo en el acto. —Permaneció largo rato con la cabeza inclinada haciendo con la punta de la bota, sin sentido ninguno, un hoyo en la nieve, y luego alzó la vista bruscamente—. Antes de la guerra, incluso durante ella, me hubiera sentido orgulloso de conocerle, de haberme encontrado con usted. Pero ahora aquí, no. Ya no. Ojalá hubieran enviado a otro en mi lugar. —Vaciló un momento, pareció que iba a continuar hablando, pero cambió de opinión y se volvió fatigado hacia Andrea—. Perdona, gordinflón. Es cierto que estás diciendo la verdad. Prosigue.
—¡Ya lo creo que seguiré! —La redonda cara de Andrea era, toda ella, una bobalicona sonrisa de satisfacción—. Como ya he dicho, escalamos el acantilado, aunque el chico que está en la cueva se hallaba malherido, y eliminamos al centinela. Lo mató Mallory —añadió Andrea con todo descaro—. Fue una pelea equitativa, justa. Nos pasamos la mayor parte de la noche cruzando la cresta de la montaña y, antes del alba, encontramos esta cueva. Estamos casi muertos de hambre y frío. Y aquí estamos desde entonces.
—¿Y no ha ocurrido nada mientras tanto?
—¡Al contrario! —Andrea parecía estar divirtiéndose, gozándose en ser el blanco de toda la atención—. Vinieron a vernos dos tipos. No sé quiénes eran. Mantuvieron las caras escondidas todo el tiempo… Tampoco sé de dónde vinieron.
—Has hecho bien en confesar eso —dijo Turzig frunciendo el ceño—. Ya sabía yo que había venido alguien. He reconocido la estufa. ¡Es la del Hauptmann Skoda!
—¿De veras? —Andrea arqueó las cejas demostrando una cortés sorpresa—. No lo sabía. Estuvieron hablando un rato y…
—¿Oíste algo de lo que hablaron? —preguntó Turzig interrumpiéndole. La pregunta resultó tan natural, tan espontánea, que Mallory contuvo el aliento. El teniente lo hizo muy bien. Andrea caería en la trampa…, no podía evitarlo. Pero aquella noche Andrea estaba inspirado.
—¿Si oí algo? —Andrea cerró los labios con probada paciencia, y alzó la vista al cielo poniéndolo como testigo—. ¿Cuántas veces he de decirle que soy el intérprete, teniente Turzig? Sin mí no hubieran podido entenderse. Claro que sé de qué hablaron. Piensan volar los grandes cañones del puerto.
—¡Nunca creí que vinieran aquí para hacer salud! —exclamó Turzig con acritud.
—Ah, pero lo que no sabe usted es que tienen los planos de la fortaleza. No sabe que Kheros va a ser invadida el sábado por la mañana. No sabe que están en diario contacto con El Cairo. No sabe que varios destructores ingleses vendrán por el estrecho de Maidos el viernes por la noche, tan pronto como se hayan destruido los grandes cañones. No sabe…
—¡Basta! —Turzig juntó las manos, y su cara reflejó una gran excitación—. La Real Armada, ¿eh? ¡Magnífico, estupendo! Eso es lo que queríamos oír. Pero ¡basta ya! Reserve el resto para Hauptmann Skoda y el Kommandant de la fortaleza. Tenemos que irnos. Pero antes… aún una pregunta. Los explosivos… ¿dónde están?
Los hombros de Andrea se hundieron con abatimiento, y tendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.
—¡Ay, teniente Turzig, no lo sé! Los sacaron de aquí y fueron a esconderlos. Hablaron de que en la cueva hacía demasiado calor. —Señaló con la mano hacia el paso occidental, en dirección diametralmente opuesta a la choza de Leri—. Creo que por allí. Pero no puedo estar seguro, no me dijeron nada. —Al decir esto miró con amargura a Mallory—. Estos ingleses todos son lo mismo. No se fían de nadie.
—¡Dios sabe que hacen muy bien en desconfiar! —exclamó Turzig con énfasis. Miró a Andrea con repugnancia—. ¡Ojalá pudiera verte colgado del patíbulo más alto de Navarone! Pero Herr Kommandant es hombre bondadoso y premia a los delatores. Quizá sigas viviendo para delatar a otros compañeros.
—¡Gracias, gracias, gracias! Ya sabía yo que usted era justo. Le prometo, teniente Turzig…
—¡Cállate! —le ordenó Turzig con desprecio. Se volvió a su sargento diciendo—: ¡Aten a estos hombres! ¡Y no se olvide del gordinflón! Después lo desataremos y puede llevar al herido al puesto. Deje uno de guardia aquí. Los demás que me acompañen. Tenemos que encontrar los explosivos.
—¿No podría obligar a uno a decirnos dónde están, señor? —preguntó el sargento.
—El único que podría decírnoslo no puede. Nos ha dicho cuanto sabe. En cuanto a los demás… Estaba equivocado respecto a ellos, sargento. —Se volvió hacia Mallory, hizo una breve inclinación de cabeza y le dijo en inglés—: Error de juicio, Herr Mallory. Todos estamos muy cansados. Casi lamento haberle pegado. —Giró bruscamente sobre sus talones y ascendió por el declive a toda prisa. Dos minutos más tarde un solo soldado quedaba de guardia en el lugar.
Por décima vez, Mallory se revolvió en su incómoda postura, y trató de aflojar la cuerda que ataba sus manos a la espalda, y por décima vez se dio cuenta de la futilidad de sus esfuerzos. No importaba cuántas veces se revolvió; la nieve se filtraba a través de sus ropas y se encontraba helado hasta los huesos y temblando de frío. El que le había atado sabía perfectamente su oficio. Mallory se preguntaba irritado si Turzig y sus hombres pensarían pasarse toda la noche buscando los explosivos. Ya hacía media hora que se habían ido.
Se dejó abandonar, volvió a echarse de lado en la blanda nieve de la hondonada, y miró pensativo a Andrea que se hallaba sentado ante él. Había estado observando cómo Andrea, con la cabeza inclinada y los hombros encorvados, hacía un titánico esfuerzo para librarse de sus ligaduras en cuanto el guarda les había ordenado con un gesto que se sentaran. Y había observado también cómo la cuerda se hundía, mordiente, en la carne, y el imperceptible movimiento de hombros de Andrea al darse por vencido. Desde entonces el monumental griego había permanecido quieto, contentándose con mirar ceñudamente al centinela como aquel de quien se ha recibido un tremendo agravio. La única prueba a que había sometido su fuerza era suficiente. El Oberleutnant Turzig tenía la mirada viva, y comprendería que unas muñecas hinchadas, rozadas y ensangrentadas, no encajarían con el carácter que Andrea había creado para sí.
Y había sido una creación maestra, pensaba Mallory, y mucho más notable aún por su espontaneidad e improvisación. Andrea había dicho tanto de la verdad, tanto que era comprobable con facilidad, que el resto de su relato tenía que creerse automáticamente. Y al mismo tiempo no le había dicho a Turzig nada de importancia, nada que los alemanes mismos no hubieran podido averiguar sin dificultad… a excepción hecha de la evacuación de Kheros por la Armada. Contrariado, Mallory recordó su propia desilusión, su asombrada incredulidad cuando oyó hablar de ello a Andrea; pero Andrea iba muy por delante de él en su plan. De todos modos, existía la posibilidad de que los alemanes lo hubieran adivinado. Podrían haber razonado, quizá, que un ataque de los británicos sobre los cañones de Navarone al mismo tiempo que el de los alemanes sobre Kheros, sería demasiada coincidencia. Además, su huida dependía del modo más o menos perfecto con que Andrea pudiera convencer a sus enemigos de que él, Andrea, era lo que aparentaba ser, y también de la relativa libertad de acción que pudieran darle por ello. Y no cabía duda de que la noticia del plan de evacuación propuesto había inclinado la balanza por parte de Turzig. También había influido en ello el hecho de que Andrea diera el sábado como fecha de la invasión; y pensaría tanto más en su espíritu, puesto que aquélla había sido la fecha primitiva, fijada por Jensen, información falsa, a ojos vistas, dada a sus agentes por la Contrainteligencia alemana, que sabía que era imposible ocultar los preparativos de invasión. Y, por fin, si Andrea no hubiera dicho nada de los destructores a Turzig, aparte de que no le hubiera convencido, podían haber ido a parar todos al patíbulo de la fortaleza, quedando los cañones intactos y la fuerza naval invasora destruida.
Todo ello resultaba muy complicado, demasiado complicado para el estado de confusión en que se hallaba su cerebro. Mallory suspiró y apartó la vista de Andrea para dirigirla a los otros dos, Brown y Miller. Este último recuperado ya. Se hallaban sentados, con las manos atadas a la espalda, mirando la nieve fijamente y moviendo sus despeinadas cabezas de lado a lado con frecuencia. Mallory se daba cuenta del estado de ambos con excesiva facilidad. El lado derecho de su cara no cesaba de dolerle intensamente. No había más que cabezas descalabradas y doloridas, pensaba Mallory con amargura. Se preguntaba también cómo se sentiría Andy Stevens; miró sin darle importancia, detrás del centinela, hacia la entrada de la cueva. Al hacerlo experimentó una brusca sacudida.
Lentamente, con infinito y estudiado descuido, sus ojos se apartaron de la entrada y se posaron indiferentes en el centinela, que se hallaba sentado en el transmisor de Brown, agachado, vigilante, sobre el Schmeisser que tenía cruzado sobre las rodillas, con el índice puesto en el gatillo. Mallory pidió silenciosamente a Dios que el centinela no se volviese, que permaneciese sentado tal como estaba durante un ratito, sólo unos momentos más. A pesar de sí mismo, los ojos de Mallory se volvieron, atraídos, hacia la entrada de la cueva.
Porque Andy Stevens estaba saliendo de la cueva. A la escasa luz de las estrellas, todos sus movimientos eran terriblemente visibles mientras avanzaba pulgada a pulgada, arrastrándose de un modo agotador sobre el pecho y el vientre, arrastrando igualmente tras él su destrozada pierna. Colocaba las manos bajo el pecho, se alzaba un poco y avanzaba, con la cabeza colgando entre sus hombros, por el dolor y el agotamiento; luego se dejaba caer lentamente sobre la blanda y sucia nieve. Y una y otra vez repetía el mismo movimiento agotador.
Por agotado y dolorido que el chico estuviera, su cerebro funcionaba aún: Llevaba una sábana blanca cubriéndole los hombros y la espalda a modo de camuflaje para la nieve, y empuñaba en su mano derecha un clavo de escalar. Debió oír al menos parte de lo dicho por Turzig. Había dos o tres armas de fuego en la cueva, y pudo haber matado al guarda sin salir de ella; pero debió darse cuenta de que el ruido del disparo atraería a los alemanes corriendo y de que hubieran llegado a la cueva mucho antes de que él pudiese arrastrarse a través de la hondonada y pudiese cortar las cuerdas que ataban a sus compañeros.
Mallory juzgó que le faltaban a Stevens unas cinco yardas a lo sumo. En lo profundo de la cañada donde estaban, el viento que les rozaba al pasar era sólo un leve murmullo en la noche. Aparte de éste, no se oía el menor ruido, sólo su propia respiración y el roce de algún miembro entumecido o helado que se estiraba para que volviese a la circulación. Y Mallory pensaba con desesperación que el centinela no tenía más remedio que oírle si se acercaba más, incluso en aquella nieve suave y mullida.
Mallory inclinó la cabeza y comenzó a toser fuerte.
—¡Silencio! —ordenó el centinela en alemán—. ¡Deje de toser al instante!
—Hüsten? Hüsten? ¿Toser? ¡Cómo puedo evitarlo! —protestó Mallory en inglés. Tornó a toser más fuerte aún, con más persistencia que antes—. Es por culpa de su Oberleutnant —dijo con voz entrecortada—. Me sacó varios dientes. —Mallory se vio atacado de nuevo por otro acceso de tos, del que se recuperó con esfuerzo—. ¿Es culpa mía que me esté ahogando con mi propia sangre? —preguntó.
Stevens se hallaba a menos de diez pies de distancia, pero sus escasas reservas de resistencia casi se habían consumido. Ya era incapaz de elevarse a la altura de los brazos estirados, y sólo avanzaba un par de lastimosas pulgadas cada vez. Al fin, dejó de avanzar y permaneció inmóvil durante medio minuto. Mallory creyó que había perdido el conocimiento; pero al cabo de un rato reanudó su avance levantándose y arrastrándose como antes; pero al primer movimiento se desplomó pesadamente sobre la nieve. Mallory volvió a toser, pero ya era tarde. El centinela se puso en pie de un salto y giró sobre sí mismo, todo en un solo movimiento, y el cañón de su Schmeisser apuntó al cuerpo tendido casi a sus pies. Al darse cuenta de quién se trataba se tranquilizó y bajó el arma.
—¡Vaya! —exclamó suavemente—. El polluelo ha abandonado el nido. ¡Pobrecillo polluelo! —Mallory se estremeció al ver el fusil levantado en el aire, dispuesto a caer sobre la cabeza del indefenso Stevens; pero el centinela no era mala persona y su reacción había sido puramente automática. Detuvo el arma, a modo de maza, a unas pulgadas del torturado rostro, se agachó, y retiró, casi con suavidad, de la mano el clavo que volteando en el aire tiró por el borde de la hondonada. Luego, levantó a Stevens con cuidado por los hombros, colocó la manta doblada a modo de almohada bajo la cabeza inmóvil, protegiéndola contra el frío terrible de la nieve, movió la cabeza con lástima y volvió a sentarse en la caja de municiones.
Hauptmann Skoda era un hombre pequeño, delgado, rayando en los cuarenta. Tenía un aspecto limpio, elegante y malvado por completo. Había algo congénitamente maligno en su largo pescuezo que se alzaba, flacucho, sobre sus almohadillados hombros, algo repelente en la incongruentemente pequeña cabeza en forma de bala que lo coronaba. Cuando sus labios, delgados y pálidos, se abrían en una sonrisa, lo que ocurría con frecuencia, revelaban una dentadura perfecta. Lejos de iluminar su rostro, aquella sonrisa acentuaba la piel cetrina que se estiraba de modo anormal sobre su aguda nariz y sus pronunciados pómulos, y fruncía la cicatriz de sable que partía la mejilla izquierda desde la ceja al mentón. Y, sonriera o no, las pupilas de sus hundidos ojos permanecían siempre inalterables, inmóviles, negras, vacías. Aun a aquella temprana hora —todavía no eran las seis— estaba inmaculadamente vestido, recién afeitado, y sus cabellos brillantes —escasos, oscuros, con pronunciadas entradas sobre las sienes—, bien peinado hacia atrás. Sentado ante una mesa plana, único mueble que había en la sala de guardia bordeada de bancos, sólo era visible la parte superior de su cuerpo. Incluso así, se adivinaba por instinto que la raya de su pantalón, el brillo de sus botas, no merecerían reproche.
Sonreía con frecuencia, y en aquel momento, mientras el Oberleutnant Turzig concluía su informe, estaba sonriendo. Echándose hacia atrás cuanto pudo, acodado en los brazos de su sillón, Skoda colocó sus dedos enlazados en punta bajo su mentón, y sonrió con benevolencia mirando alrededor de la estancia. Sus ojos, perezosos y vacíos, no perdían detalle: el centinela de la puerta, los dos guardas tras los atados prisioneros, Andrea sentado en el banco donde acababan de depositar a Stevens. Una perezosa mirada de aquellos ojos lo abarcaba todo.
—¡Muy bien hecho, Oberleutnant Turzig! —ronroneó—. ¡Muy eficiente, eficiente de veras! —Miró pensativo a los tres hombres que se hallaban de pie ante él, sus rostros magullados y llenos de sangre coagulada, y posó al fin la vista sobre Stevens, echado, apenas consciente, en el banco; volvió a sonreír, y se permitió enarcar ligeramente las cejas—. ¿Hubo alguna dificultad, quizás, Oberleutnant Turzig? Los prisioneros… ah… ¿no cooperaron?
—No ofrecieron resistencia, señor, ninguna resistencia —respondió Turzig muy rígido. El tono, la forma, eran puntillosos, correctos, pero sus ojos reflejaban aversión, una hostilidad latente—. Mis hombres se sentían, quizás, un tanto entusiastas. No queríamos equivocarnos.
—Con razón, teniente, con razón —murmuró Skoda aprobando—. Son gente peligrosa y uno no puede correr riesgos con este tipo de personas. —Empujó su sillón hacia atrás, se puso de pie con agilidad, dio una vuelta alrededor de la mesa y se detuvo frente a Andrea—. ¿Exceptuando a éste, teniente?
—Ése es sólo peligroso para sus amigos —contestó Turzig—. Es tal como le dije, señor. Sería capaz de traicionar a su propia madre con tal de salvar el pellejo.
—Y dice que es nuestro amigo, ¿eh? —preguntó Skoda pensativo—. Uno de nuestros valientes aliados, teniente. —Skoda tendió una mano y la dejó caer rencorosamente sobre la mejilla de Andrea, arrancando piel y carne con la sortija de sello que llevaba en el dedo corazón. Andrea chilló de dolor, se llevó una mano al rostro que sangraba, y retrocedió acobardado, levantando el brazo derecho sobre su cabeza a modo de defensa.
—Notable adición a las fuerzas armadas del Tercer Reich —murmuró Skoda—. No estaba usted equivocado, teniente. Un cobarde, la reacción instintiva de un hombre golpeado es una prueba inefable. Es curioso —murmuró— cuántas veces resultan así los hombres corpulentos. Al parecer… es parte del proceso de compensación de la naturaleza… ¿Cómo te llamas, mi valiente amigo?
—Papagos —murmuró Andrea con voz hosca—. Peter Papagos.
Quitó la mano de la mejilla, la miró con ojos que se abrían lentamente con terror, y comenzó a frotársela, muy nervioso, contra la pernera del pantalón. Sus precipitados movimientos y la repugnancia que se reflejaba en su rostro resultaban clarísimos para todos. Skoda le miraba divertido.
—No te gusta ver sangre, ¿eh, Papagos? —preguntó—. Sobre todo la tuya, ¿verdad?
Hubo unos segundos de silencio antes de que Andrea levantara la cabeza. Su rostro reflejaba el dolor y parecía que iba a llorar.
—¡Sólo soy un pobre pescador, excelencia! —prorrumpió—. Usted se ríe de mí y dice que no me gusta la sangre, y es verdad. Tampoco me gustan el sufrimiento ni la guerra. ¡No quiero ninguna de estas cosas! —Sus enormes manos se entrelazaron en una súplica inútil, su rostro se contrajo de angustia y su voz se elevó una octava. Era una exhibición maestra de desesperación. Incluso Mallory estuvo casi a punto de creerlo—. ¿Por qué no me dejaron en paz? —siguió diciendo patéticamente—. Sabe Dios que no soy hombre de lucha…
—Una declaración del todo exacta —le interrumpió Skoda secamente—. Salta a la vista a cualquier persona que se halle aquí.
Con mirada pensativa, se daba golpecitos en los dientes con una boquilla de jade.
—¡Lo que sí es, es un cerdo traidor! —interrumpió Mallory. El comandante comenzaba a interesarse por Andrea. De pronto, Skoda giró sobre sí mismo, se enfrentó con Mallory. Con las manos entrelazadas en la espalda, balanceándose sobre sus pies, le examinó de arriba abajo burlonamente.
—¡Vaya! —exclamó pensativo—. ¡E1 gran Keith Mallory! Un asunto completamente distinto al de nuestro medroso y grueso amigo que está ahí en el banco, ¿eh, teniente? —No esperó la respuesta—. ¿Qué grado tiene, Mallory?
—Capitán —contestó Mallory con brevedad.
—El capitán Mallory, ¿en? El capitán Keith Mallory, el más grande montañero de nuestro tiempo, el ídolo de la Europa de la anteguerra, el conquistador de los más inaccesibles lugares del mundo. —Skoda movió la cabeza con tristeza—. ¡Y pensar que había de terminar así! Dudo de que la posteridad califique su última escalada entre las mejores. Sólo hay diez escalones hasta el patíbulo de la fortaleza de Navarone. —Skoda sonrió—. No es un pensamiento muy alegre, ¿verdad, capitán Mallory?
—No es eso lo que me preocupa —contestó sonriendo el neozelandés—. Lo único que me preocupa es su cara —añadió frunciendo el ceño—. Juraría que la he visto en algún lugar.
Calló.
—¿De veras? —preguntó Skoda interesado—. ¿Quizás en los Alpes Berneses? Con frecuencia, antes de la guerra…
—¡Ya lo tengo! —exclamó Mallory alegrándosele la cara. Sabía a lo que se arriesgaba, pero cualquier cosa que concentrase la atención sobre sí, excluyendo a Andrea, estaba justificada. Sonrió abiertamente mirando a Skoda—. Hace tres meses, en el Parque Zoológico de El Cairo. Un buitre del desierto que había sido capturado en el Sudán. Era un pajarraco bastante viejo y repugnante —continuó Mallory—, pero tenía el mismo pescuezo huesudo, la misma cara picuda, la cabeza calva…
Mallory se interrumpió bruscamente, y se echó hacia atrás para esquivar a Skoda que, con el rostro lívido y los dientes apretados, le había dirigido un furioso golpe. El golpe llevaba tras de sí toda la fuerza elástica de Skoda, pero la rabia enturbió el cálculo y el puño pasó rozándole, sin causarle el menor daño. Tropezó, se recuperó al momento, y por fin cayó al suelo, exhalando un grito de dolor, cuando la pesada bota de Mallory le golpeó en el muslo, encima de la rodilla. Apenas había tocado el suelo cuando ya estaba otra vez de pie, levantándose con la agilidad de un gato; avanzó un paso y volvió a caer pesadamente al ceder bajo su peso la pierna lastimada.
Hubo un momento de asombrada quietud en toda la habitación; luego Skoda se levantó con dificultad apoyándose en el borde de la fuerte mesa. Su respiración era entrecortada, sus labios dibujaban un gesto duro, pálido, y la gran cicatriz aparecía enrojecida en el rostro cetrino, del que había desaparecido todo rastro de color. No miró a Mallory ni a nadie, pero lenta, deliberadamente, en un silencio casi aterrador, se fue, como pudo, apoyándose, bordeando la mesa, hasta su sitio. El roce de las palmas de sus manos, al deslizarlas por el respaldo de cuero, rasgaba los nervios en tensión.
Mallory se había quedado quieto, observándole, sin que apareciera en su rostro expresión alguna y maldiciéndose por su estúpido proceder. Había ido demasiado lejos en su juego. No le cabía duda —ni a ninguno de los que se hallaban presentes— de que Skoda proyectaba matarle y él, Mallory, se negaba a morir. Sólo morirían Skoda y Andrea. Skoda, por el cuchillo que le lanzaría Andrea, que se estaba quitando la sangre de la cara con la parte interior de su manga mientras sus dedos se hallaban a escasas pulgadas de la vaina, y Andrea moriría por los disparos de los guardas, pues él no tenía otra cosa que el cuchillo. ¡Idiota, imbécil, estúpido!, se repetía una y otra vez Mallory desesperado por la locura que había cometido. Volvió ligeramente la cabeza y miró al centinela que tenía más cerca con el rabillo del ojo. El que tenía más cerca —pero a seis o siete pies de distancia—. «El centinela me mataría —pensó Mallory—. La andanada de su Schmeisser me haría trizas antes de que pudiera atajarle». Pero podía intentarlo. Tenía que intentarlo. Es lo menos que podía hacer por Andrea.
Skoda abrió el cajón de la mesa y sacó una pistola. Una automática, observó Mallory con aparente desinterés, un juguetito de metal azulado, chato, pero mortífero, la clase de arma que él hubiera esperado en manos de Skoda. Sin prisa alguna, Skoda abrió el arma para comprobar la carga, volvió a cerrarla con la palma de la mano, corrió el seguro y se quedó mirando a Mallory. Sus ojos no habían cambiado en lo más mínimo; seguían fríos, oscuros, vacíos como siempre. Mallory dirigió una mirada fugaz a Andrea y se preparó para dar un brusco salto atrás. Pensó con fiereza que había llegado el momento y se dijo que así era como los locos como Keith Mallory morían… Y luego, de pronto, y sin darse cuenta, se relajó la tensión, pues sus ojos estaban aún fijos en Andrea y le había visto hacer lo mismo: la enorme manaza se deslizaba despreocupadamente desde el pescuezo, sin que se viera el cuchillo por ningún lado.
Hubo un forcejeo junto a la mesa y Mallory vio cómo Turzig sujetaba la mano armada de Skoda a la superficie del pupitre.
—¡Eso no, señor! —replicó Turzig—. ¡Por Dios, señor, así no!
—¡Suélteme usted! —murmuró Skoda. Sus ojos no dejaron de mirar ni un momento el rostro de Mallory—. ¡Suelte, si no quiere correr la misma suerte que el capitán Mallory!
—¡No puede usted matarlo, señor! —persistió Turzig sin cejar en su empeño—. No puede usted. Las órdenes de Herr Kommandant fueron muy claras, Hauptmann Skoda. Hay que llevarle vivo al jefe de la expedición.
—Le fue aplicada la ley de fuga —insistió con voz fuerte.
—En este caso no vale —dijo Turzig negando con la cabeza—. No podemos matarlos a todos, y los demás hablarán. —Dejó libres las manos de Skoda—. Vivo, ha dicho el Herr Kommandant, sí, pero no dijo en qué grado —añadió bajando la voz al tono confidencial—. Quizá tengamos alguna dificultad en hacer hablar al capitán Mallory —sugirió.
—¿Qué? ¿Qué ha dicho usted? —La sonrisa de muerte volvió a brillar, y Skoda recuperó su equilibrio—. Cumple usted con demasiado celo, teniente. Recuérdeme que le hable del asunto en otra ocasión. Usted menosprecia mis actos. Eso era lo que estaba tratando precisamente de hacer: asustar a Mallory para que hablase. Con su conducta ha echado usted a perder mi estratagema. —Seguía sonriente, su voz era alegre, casi zumbona, pero Mallory no se hacía ilusiones. Debía la vida al joven teniente de la W.G.B. ¡Con qué facilidad se hubiera podido respetar a un hombre así, hacer amistad con una persona como Turzig, si no hubiera sido por aquella maldita guerra…! Skoda se hallaba de nuevo ante él. Había dejado la pistola sobre la mesa.
—Basta ya de bromas, capitán Mallory. —Las desnudas bombillas de lo alto hacían brillar más que nunca los dientes del alemán—. No disponemos de la noche entera, ¿verdad?
Mallory le miró, después volvió la cabeza en silencio. En la pequeña estancia hacía bastante calor, estaba demasiado cerrado, pero, a pesar de ello, sintió un repentino escalofrío. Acababa de darse cuenta, sin saber por qué, pero con absoluta seguridad, de que aquel hombre que tenía ante sí era un ser completamente malvado.
—Vaya, vaya, vaya, ya no hablamos tanto, ¿eh, amigo? —Canturreó un poquito para sí, y después levantó la cabeza bruscamente. Su sonrisa era más amplia que nunca—. ¿Dónde están los explosivos, capitán Keith Mallory?
—¿Los explosivos? —preguntó Mallory enarcando interrogativamente las cejas—. No sé de qué me está hablando.
—No se acuerda, ¿eh?
—No sé de qué me habla.
—¡Vaya! —Skoda volvió a canturrear y se detuvo frente a Miller—. ¿Qué dice usted, amigo?
—Sí que me acuerdo —contestó Miller tranquilamente—. Al capitán le falla la memoria.
—¡Qué hombre más juicioso! —ronroneó Skoda, pero Mallory hubiera jurado que en su voz había un matiz de contrariedad—. Siga, amigo mío.
—El capitán Mallory no tiene vista para los detalles —aclaró Miller—. Precisamente estaba yo con él aquel día. Está calumniando a un noble pájaro. Era más asqueroso que el buitre… y tenía sarna…
La sonrisa de Skoda desapareció durante un segundo, pero volvió a aparecer en seguida tan rígidamente fija y helada como si se la hubieran pintado.
—Muy ingenioso, muy ingenioso, ¿no cree usted, Turzig? Lo que los ingleses llamarían comediantes de music-hall. Que rían mientras puedan hacerlo, hasta que la soga del verdugo comience a apretarles el pescuezo… —Se interrumpió para volverse a Casey Brown, diciendo—: Quizás usted…
—¿Por qué no da usted un salto mortal? —gruñó.
—¿Un salto mortal? El chiste no me hace ninguna gracia. —Skoda sacó un cigarrillo de una fina pitillera, y lo golpeó, pensativo, contra la uña del pulgar—. Humm. No me parece que estén muy dispuestos a cooperar, teniente Turzig.
—No les hará usted hablar, señor. —En la voz de Turzig había tranquila decisión.
—Probablemente no, probablemente no —dijo Skoda muy tranquilo—. Sin embargo, tendré la información que deseo, y a no tardar. —Se acercó a su pupitre, oprimió un botón, colocó el cigarrillo en su boquilla de jade, y se apoyó en la mesa con arrogancia, con una actitud de tranquilo desprecio, cruzando, incluso, sus brillantes botas altas deliberadamente.
De pronto se abrió la puerta lateral y entraron dos hombres a empujones, ayudados por el cañón de un fusil. Mallory contuvo el aliento y sintió que sus uñas se clavaban inconscientemente en las palmas de las manos. ¡Eran Louki y Panayis! Louki y Panayis, maniatados y llenos de sangre: Louki sangraba por una herida encima del ojo y Panayis por otra en la cabeza. ¡Conque también los habían cogido a ellos a pesar de sus advertencias! Ambos estaban en mangas de camisa. Louki, sin su chaqueta magníficamente adornada, con la tsanta escarlata, sin el diminuto arsenal que siempre llevaba bajo ella, resultaba una figura extrañamente patética, desolada. Extrañamente, porque tenía la cara enrojecida por la furia y el mostacho más ferozmente enhiesto que nunca, con un rostro sin expresión.
—Vamos, capitán Mallory —dijo Skoda en tono de reproche—. ¿No da usted la bienvenida a dos antiguos amigos? ¿No? ¿Se lo impide la sorpresa, quizá? —sugirió suavemente—. No esperaba usted verles tan pronto, ¿eh, capitán Mallory?
—¿Qué indecente truco es éste? —preguntó Mallory despectivamente—. Jamás he visto a estos hombres. —Su mirada se cruzó con la de Panayis y la sostuvo aun sin querer. El negro odio que asomaba a aquellos ojos, su salvaje malevolencia… Había en ellos algo que sobrecogía.
—¡Claro que no! —suspiró Skoda fatigosamente—. ¡Ah, claro que no! La memoria humana es tan corta, ¿verdad, capitán Mallory? —El nuevo suspiro era pura comedia. Skoda se divertía mucho. Era el gato jugando con el ratón—. Sin embargo, volveremos a probar. —Giró sobre sí mismo, se acercó al banco donde estaba echado Stevens, le destapó y, antes de que nadie hubiese podido adivinar sus intenciones, dio un golpe cortante con el borde de la mano derecha en la destrozada pierna, justamente debajo de la rodilla. El cuerpo de Stevens saltó en un espasmo convulsivo, pero sin exhalar el más leve murmullo de queja. Se hallaba completamente consciente, y sonreía a Skoda, mientras la sangre le corría por el mentón. Con sus propios dientes se había rasgado el labio inferior.
—No debió usted hacer eso, Hauptmann Skoda —dijo Mallory. Su voz era apenas un murmullo, pero resonó en medio del helado silencio de la estancia—. Morirá usted por ello, Hauptmann Skoda.
—Ah, ¿sí? Voy a morir, ¿eh? —Volvió a golpear del mismo modo la pobre pierna fracturada, sin obtener reacción alguna—. Entonces será mejor que muera dos veces, ¿eh, capitán Mallory? Este joven es fuerte, muy fuerte; pero los británicos tienen el corazón blando, ¿verdad, mi querido capitán? —Su mano se deslizó suavemente por la pierna de Stevens y se cerró sobre el tobillo—. Le doy a usted exactamente cinco segundos para que me diga la verdad, capitán Mallory. A partir de este momento mucho me temo que me veré obligado a reajustar estas tablillas… Gott in Himmel! ¿Qué le pasa a ese monstruo?
Andrea había avanzado dos pasos y se hallaba a una yarda de distancia, vacilante.
—¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir! —exclamó con aliento entrecortado. Inclinó la cabeza, llevándose una mano a la garganta y otra al estómago—. ¡No puedo ver esto! ¡Aire! ¡Aire! ¡Necesito aire!
—¡Ah, no, mi querido Papagos! Te quedarás aquí para gozar del… ¡Cabo! ¡Pronto! —Había visto desorbitarse los ojos de Andrea, vueltos hacia arriba hasta dejar sólo el blanco a la vista—. ¡Ese idiota se va a desmayar! ¡Llévatelo antes de que nos aplaste en su caída!
Mallory tuvo una fugaz visión de los dos guardas corriendo apresuradamente, del incrédulo desprecio pintado en el rostro de Louki. Dirigió una rápida mirada a Miller y Brown, y captó la imperceptible guiñada del americano y la milimétrica inclinación de la cabeza de Brown. Al acercarse los dos guardas por detrás de Andrea, colocando los fláccidos brazos del gigante sobre sus hombros, Mallory echó una ojeada a la izquierda y vio al centinela más próximo, a menos de cuatro pies de distancia, absorto ante el espectáculo del gigante que se derrumbaba. Era fácil… facilísimo; el arma colgaba a su lado. Podía darle un golpe en el estómago antes de que se diera cuenta de lo que sucedía…
Fascinado, Mallory observaba cómo los brazos de Andrea se deslizaban sin vida por los hombros de los guardas que le sostenían, hasta que sus muñecas descansaron, muertas, al lado de los respectivos pescuezos, con las palmas de las manos hacia dentro. De pronto los grandes músculos de aquellos hombros saltaron, y al mismo tiempo Mallory se lanzó de lado, imprimiendo a su hombro dañina fuerza, contra el estómago del guarda, a unas pulgadas por debajo del esternón. Un ¡ay! estentóreo, explosivo, el choque contra las paredes de madera de la estancia, y Mallory sabía que el guarda estaría fuera de combate durante un buen rato…
Aun ocupado en su misión, Mallory había oído el desagradable choque de dos cabezas. Al volverse de lado, tuvo la rapidísima visión de otro guarda desplomándose sobre el suelo bajo los pesos combinados de Miller y Brown, y luego de Andrea arrancándole un rifle de repetición al guarda que había estado a su derecha. Y sus manazas sostenían el rifle con el que apuntaba al pecho de Skoda aun antes de que el inconsciente individuo hubiese caído al suelo.
Durante un par de segundos, el movimiento cesó en la habitación. Era un silencio que se podía cortar con el filo de un cuchillo, un silencio repentino, absoluto, y, a pesar de ello, mucho más clamoroso que todo el clamor al que había sucedido. Nadie se movió, nadie pronunció una palabra, casi ni respiró. La tremenda sorpresa, lo inesperado de lo sucedido, los mantenía a todos paralizados.
Y de pronto, el silencio se quebró por un sonido seco, que resultó ensordecedor en un espacio tan reducido. Una, dos, tres veces, sin pronunciar una palabra y con infinito cuidado, Andrea disparó sobre Hauptmann Skoda, atravesándole el corazón. El impacto levantó al hombrecillo del suelo y lo lanzó sobre la pared de la estancia, quedando pegado a ella durante un increíble segundo, los brazos tendidos como si estuvieran clavados a sus aperas tablas, como si estuviera crucificado. Luego se desplomó, y cayó al suelo como un muñeco roto, descoyuntado, grotesco, dando con la inerte cabeza contra el borde del banco. Sus ojos estaban aún abiertos de par en par, tan fríos, oscuros y vacíos en la muerte como lo habían estado en vida.
Cubriendo con el Schmeisser a Turzig y al sargento, Andrea recogió el cuchillo de Skoda y cortó las cuerdas que ligaban las muñecas de Mallory.
—¿Puede usted coger este fusil, capitán?
Mallory abrió y cerró las manos un par de veces, asintió con un movimiento de cabeza y cogió el fusil en silencio.
En tres zancadas, Andrea se situó al lado de la puerta que daba a la habitación contigua, apretujado contra la pared, esperando, y le hizo una señal a Mallory de que se apartara para quedar fuera del campo visual de quien entrara.
Se abrió la puerta. Andrea pudo ver la punta del cañón de un fusil que sobresalía.
—¡Oberleutnant Turzig! Was ist los? Wer schoss…
La voz fue rota por un golpe de tos ahogada al apretar Andrea la puerta con la suela de su bota. En un momento se halló fuera, cogió al hombre que se desplomaba, lo apartó de la entrada y escudriñó la estancia contigua. Después de una breve inspección, cerró la puerta.
—Ya no hay nadie allí, mi capitán —informó Andrea—. Sólo había ese carcelero.
—¡Estupendo! Corta las ligaduras de los demás, Andrea.
Giró en redondo hacia Louki, y sonrió ante la cómica expresión de incredulidad en la cara del hombrecillo, expresión que se convirtió en sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.
—¿Dónde duermen los soldados, Louki?
—En una choza en medio del blocao, mayor. Esta parte es la de los oficiales.
—¿Blocao? ¿Quiere usted decir…?
—La alambrada —aclaró Louki sucintamente—. Tiene diez pies de alto.
—¿Tiene salidas?
—Sólo una. Dos centinelas.
—Bueno. Andrea, todo el mundo a la habitación de al lado. No, usted no, teniente. Usted siéntese aquí. —Señaló la silla ante la mesa—. Alguien tendrá que aparecer. Dígale que ha matado a uno de nosotros… que trataba de escapar. Luego, ordene que vengan los guardas de la entrada.
Turzig guardó silencio durante un momento. Miraba sin ver cuando Andrea pasó ante él, llevando cogidos por el cuello a los dos soldados inconscientes. Luego, sonrió. Una sonrisa un poco rara.
—Siento causarle una desilusión, capitán Mallory. Ya se ha perdido demasiado por mi ciega estupidez. No lo haré.
—¡Andrea! —llamó suavemente Mallory.
—¿Di? —contestó Andrea apareciendo en la entrada.
—Creo que viene alguien. ¿Tiene salida la habitación de al lado?
Andrea asintió en silencio.
—¡Fuera! A la puerta de entrada. Llévate el cuchillo. Si el teniente…
Pero ya hablaba consigo mismo. Andrea había desaparecido por la puerta trasera, silencioso como un fantasma.
—Hará usted exactamente lo que yo le diga —dijo Mallory con suavidad. Y acto seguido ocupó su puesto a la puerta de entrada de la habitación contigua, desde donde dominaba la entrada principal entre la puerta y el montante. Con el fusil de repetición apuntaba a Turzig—. Si no obedece, Andrea matará al individuo que está a la puerta, luego le liquidaremos a usted y a los guardas del interior. Más tarde liquidaremos a los centinelas de la entrada. Nueve muertos… para nada, pues nosotros escaparemos de todos modos. Aquí viene. —La voz de Mallory era un simple susurro. En sus ojos no había ni asomo de piedad—. Nueve muertos, teniente…, sólo por sentirse usted herido en su amor propio.
Dijo la última frase en alemán, un alemán correcto, fluido. Los labios de Mallory esbozaron una sonrisa, al observar la caída casi imperceptible de los hombros de Turzig. Mallory sabía que acababa de ganar la batalla, que Turzig había confiado en que Mallory desconociera el alemán, y que esta última esperanza acababa de derrumbarse.
La puerta se abrió y apareció un soldado en el umbral respirando con fuerza. Venía armado, pero vestido sólo con camiseta y pantalón, sin tener en cuenta el frío reinante.
—¡Teniente! ¡Teniente! —llamó en alemán—. Oímos unos disparos y…
—No es nada, sargento. —Turzig inclinó la cabeza sobre un cajón de la mesa abierto, y simuló estar buscando algo para explicar su presencia solitaria en la habitación—. Uno de nuestros prisioneros trató de huir y… le detuvimos.
—Quizás el practicante…
—Es que lo detuvimos con carácter de permanencia —aclaró Turzig con una cansada sonrisa—. Por la mañana puede organizar el pelotón de entierro. Mientras tanto dígales a los centinelas de la entrada que vengan un momento. Luego puede usted acostarse. Va usted a resfriarse.
—Si quiere que mande una guardia de relevo…
—¡Claro que no! —exclamó Turzig impaciente—. Es sólo un minuto. Además, los únicos que hay que custodiar ya están aquí. —Apretó los labios durante un segundo al darse cuenta de lo que había dicho, de la inconsciente ironía de sus palabras—. ¡Aprisa, hombre! ¡No disponemos de toda la noche! —Esperó hasta que los pasos se extinguieron, y luego miró fijamente a Mallory—. ¿Satisfecho?
—Completamente. Y le pido mil perdones —dijo Mallory con sinceridad—. Siento tener que hacerle esto a un hombre como usted. —Asomó la cabeza a la puerta al entrar Andrea en la habitación—. Andrea, pregúntales a Louki y Panayis si existe por ahí una centralita telefónica. Que destrocen cuantos receptores encuentren. —Y añadió sonriente—: Ven pronto para recibir a nuestros visitantes de la entrada. Estaría perdido sin ti en un comité de recepción.
Los ojos de Turzig siguieron la marcha de la amplia espalda que se retiraba.
—El capitán Skoda tenía razón. Aún tengo mucho que aprender. —Y en su voz no había amargura ni rencor—. Ese gigante me engañó por completo.
—No es usted el primero —le aseguró Mallory—. Ha engañado a más gente de la que conoceré en mi vida… No es usted el primero, no —repitió—, pero creo que ha sido usted el más afortunado.
—¿Porque aún estoy vivo?
—Porque aún está vivo —confirmó Mallory.
En menos de diez minutos los centinelas de la entrada pasaron a hacer compañía a sus camaradas en la habitación posterior, capturados, desarmados, bien atados y amordazados, con una velocidad y una eficacia tan silenciosa, que llegó a excitar la admiración profesional de Turzig, a pesar de su contrariedad. Éste, bien atado de pies y manos, estaba en un rincón de la estancia, aún sin amordazar.
—Ahora comprendo por qué su Alto Mando le eligió a usted para esta misión, capitán Mallory. Si alguien había de llevarla a cabo con éxito, tenía que ser usted. Pero fracasará. Lo imposible es siempre imposible. A pesar de todo, tiene usted un gran equipo.
—Nos defendemos —concedió Mallory modestamente. Dirigió una mirada alrededor de la habitación y miró a Stevens sonriente.
—¿Estás listo para continuar tus idas y venidas, joven, o encuentras el oficio monótono?
—Estaré listo para cuando usted lo esté, señor. —Tumbado en una camilla que Louki había conseguido milagrosamente, suspiró feliz—. Esta vez el viaje es de primera, como corresponde a un oficial. ¡Puro lujo! ¡No me importa la distancia!
—Habla por ti —gruñó Miller malhumorado.
Le había tocado llevar el extremo más pesado de la camilla. Pero el movimiento de sus cejas limó la aspereza de sus palabras.
—De acuerdo, entonces. En marcha. Una última pregunta, teniente Turzig. ¿Dónde está la radio del campamento?
—Para destrozarla, ¿verdad?
—Precisamente.
—No tengo ni la menor idea.
—¿Qué ocurriría si le amenazo con hacerle cisco la cabeza?
—No lo hará. —Turzig sonrió, aunque la sonrisa era un poco torcida—. En ciertas circunstancias, me mataría usted como a una mosca. Pero nunca mataría a un hombre por negarse a dar semejante información.
—No tiene usted tanto que aprender como su finado y no lamentado capitán creía —confesó Mallory—. Bueno, no tiene importancia… Siento que tengamos que hacer todo esto. Confío en que no volvamos a encontrarnos… al menos hasta que termine la guerra. ¿Quién sabe? Quizás algún día incluso escalemos juntos. —Hizo señal a Louki de que amordazase al teniente y salió rápidamente de la estancia. Dos minutos después, salían del blocao y se perdían en la protectora oscuridad y en los olivares que se alargaban hacia el sur de Margaritha.
Ya habían dejado atrás los olivares, cuando empezó a amanecer. La negra silueta de Kostos se suavizaba en el tenue gris del día naciente. El viento soplaba del sur y era templado, y la nieve comenzaba a derretirse en las colinas.