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Comienza la montaña rusa

Esas primeras semanas con ese diagnóstico aferrado a mi seno fueron un remolino de médicos, terminología, viajes, una especie de curso intensivo de algo que me era totalmente ajeno. Salí en busca de todas las opiniones médicas posibles y de todas las opciones con sus respectivos resultados para ver cuál sería la mejor vía para mí.

Primero me vi con un doctor en Miami, luego viajé a Puerto Rico a consultar con médicos locales y luego fui al Mayo Clinic en Jacksonville, Florida. En los tres lugares me vi con oncólogos, cirujanos oncólogos, cirujanos plásticos, una variedad interminable de especialistas, y todos tenían opiniones variadas. Me bombardearon con tanta información repleta de términos médicos totalmente desconocidos, que por momentos sentía que me iba a ahogar en ese mar cancerígeno. Pero no me quedó más que levantar la cabeza, respirar profundo y concentrarme porque debía prestar atención, aprender y preguntar todo lo que se me cruzara por la cabeza. Al fin y al cabo se trataba de mi vida.

Al mirar hacia atrás, me parece que esta etapa fue bastante rápida pero todo lo que viví en esos tres meses antes de la operación no tiene nombre. De la noche a la mañana, mi vida cambió repentinamente de rumbo. Pasé de pensar en el próximo vestido que me tenía que mandar a hacer para el siguiente evento del año o en el próximo programa en el cual participar, a solo pensar en el cáncer de seno, su definición, sus síntomas y sus tratamientos. Mi vida comenzó a girar en torno a esta enfermedad que de la nada se prendió de mi seno y me cambió todo.

Ahora, en vez de leer el guión de una posible película o novela, debía leer los folletos que me daban los doctores sobre qué era mi enfermedad, cómo se podía tratar y cuáles serían las consecuencias. Luego de absorber la ola informativa seguía un paso más complejo: tomar la decisión de cuál camino elegir. Ese camino que uno debe elegir consiste en encontrar el equipo médico con el que uno se siente más cómodo y la cirugía que más le favorece a uno, además de aprender todos los efectos secundarios del camino que se termina tomando.

Mientras tanto, muchas de las visitas médicas venían de la mano de un sinfín de exámenes médicos que incluían biopsias, resonancias magnéticas, ecografías, sonogramas pélvicos y análisis de sangre. Todo esto era necesario para especificar mi diagnóstico ya que el cáncer de seno y su tratamiento varía dependiendo de la etapa en que se encuentre.

Existen cinco etapas en las que puede encontrarse el cáncer de seno y van desde la etapa 0, en la que se encuentran células anormales pero no es un cáncer invasor, hasta la etapa IV, en la que el cáncer ya ha hecho metástasis y se ha diseminado por otras partes del cuerpo. Después de todos los exámenes médicos se llegó a la conclusión de que mi tumor maligno era positivo en estrógeno y progesterona: se encontraba en la etapa II y todavía no había invadido mis ganglios linfáticos. Dentro de todo, era una noticia positiva porque todavía estaba en una etapa más manejable de la enfermedad.

También me hice un examen específico para ver si tenía mutaciones en los genes BRCA1 y BRCA2. Si se encuentran mutaciones en estos genes, existe un mayor factor de riesgo de desarrollar cáncer de seno, así como otros tipos de cáncer. En mi caso, el examen dio negativo: no tenía esa mutación genética. Si hubiera salido positivo, habría indicado que tenía una posibilidad más alta de desarrollar ciertos cánceres —como el de seno y ovarios— y eso quizá hubiera influenciado algunas de mis decisiones en cuanto a mi tratamiento, pero no lo sé. Hay mujeres que, al recibir el resultado positivo, deciden quitarse los senos como medida de prevención. Algunos médicos lo ven como algo muy drástico ya que un examen positivo solo indica el riesgo de desarrollar estos cánceres, mas no significa un pronóstico definitivo. Sin embargo, como en todo lo que involucra esta enfermedad, cada decisión es extremadamente personal y cada caso es único.

Durante el shock inicial de esta primera etapa de citas médicas y exámenes, nunca pensé que me iba a morir, pero lo que sí tuve claro desde el comienzo es que no me quería quedar con el seno. Me daba más tranquilidad la idea de quitármelo enterito que dejarlo con la posibilidad de que volvieran a salir otros tumores malignos y tuviera que pasar por el mismo proceso nuevamente. De todas formas, busqué varias opiniones al respecto para estar lo mejor informada posible antes de tomar una decisión final.

El primer médico que vi, recomendado por Vivian y María Elena, fue el doctor Robert Paul Derhagopian, radicado en Miami. Ellas mismas lo llamaron y me sacaron turno para verlo esa misma semana en la que me enteré de los resultados de mi biopsia. Fue una de las mejores recomendaciones que recibí en toda mi búsqueda, un excelente médico (Dr. D. es el apodo que le han dado con los años). Él me explicó que si solo tenía un solo tumor, una lumpectomía podía ser el camino adecuado. Una lumpectomía es una cirugía conservadora que consiste únicamente en extraer el tumor y sus alrededores en vez de quitar el seno completo. Es una opción que existe solo cuando el tumor es contenido. Sin embargo, si hay otras malformaciones en el mismo seno, lo aconsejado es hacerse una mastectomía; es decir, quitarse todo el seno.

En mi seno se descubrieron otras malformaciones; entonces partí a Puerto Rico, ya que me salía mejor hacerme las biopsias siguientes allá con mi seguro médico. Los resultados de estas nuevas biopsias dieron que tenía microcalcificaciones en el seno: no son malignas pero sí hay posibilidades de que se vuelvan cancerígenas. Por ende, seguía mi debate interno: si debía hacerme la mastectomía o la lumpectomía. En realidad, era un debate aún más grande en mi familia: algunos consideraban que debía optar por la lumpectomía, otros me apoyaban sin importar qué decisión tomaba y yo seguía preguntándome cuál sería la mejor opción para mí. Por otro lado, a cada rato yo le preguntaba a Fonsi qué pensaba y siempre me respondía: «Lo que tú quieras». Recién al final, cuando yo ya había tomado mi decisión, me dio su opinión pero no me presionó. Él también pensaba que debía considerar la lumpectomía pero lo que más le importaba era que yo estuviese bien.

Estando en Puerto Rico también me vi con una excelente radióloga llamada Eva Cruz. La doctora Cruz me aconsejó que tomáramos todo con calma, que viéramos todas las opciones, y me explicó que hoy día no era necesario ser tan radical. Junto con otras opiniones médicas, mi mamá me insistía en que tratara de preservar el seno y que averiguara más sobre la posibilidad de una lumpectomía.

Mientras tanto, mi hermana Adilsa estaba en negación. Se ponía furiosa con todos los doctores que me decían algo que ella no quería escuchar. Se tomó tan a pecho mi diagnóstico que era como si le estuviera pasando a ella. Cuando me decían algo con respecto a la enfermedad, era ella la que reaccionaba como a lo mejor debía haberlo hecho yo. Sin embargo, al verla tan mal, yo controlaba mi reacción para calmarla y terminaba teniendo que lidiar con mi situación y sus emociones.

Otra opinión de un médico en Puerto Rico fue que primero hiciera unas sesiones de quimioterapia para bajar el tumor para luego determinar más claramente si se podía o no salvar el seno. No me convencía mucho este camino pero sí decidí ponerme algo que él me recomendó: un portal (port en inglés). Un portal facilita las sesiones de quimioterapia. Básicamente es un pequeño disco redondo hecho de metal o plástico que se coloca debajo de la piel. Luego un catéter conecta el portal con una vena grande del cuerpo, generalmente en el pecho. Esto facilita el tratamiento y minimiza el dolor porque hay acceso directo a una vena, entonces no es necesario pincharte y buscar una vena cada vez que te van a dar el tratamiento. Además, con la quimioterapia se hace más difícil encontrar venas sanas a lo largo del proceso, así que con más razón, en mi caso, colocarme un portal tenía sentido. Sabía que iba a tener que hacer sesiones de quimioterapia eventualmente así que no decidí tomar el camino que me sugería este doctor, pero sí acepté colocarme el portal.

En general, el portal se coloca entre el hombro y el seno opuesto al que tenga el tumor. Yo pedí que, en vez de colocármelo entre hombro y seno, me lo pusieran debajo porque, presumida al fin, tenía miedo de que me quedara una marca o me quedara feo. Quería tener la posibilidad de ponerme un escote si así lo deseaba. Además, pensé que era una buena manera de disimular un poco el portal en el día a día.

La colocación del portal requiere una operación. El tema conmigo era que, hasta ese momento, yo nunca había estado en una sala de operaciones, nunca me habían operado ni sabía lo que era la anestesia. La decisión fue fácil pero llevarla a cabo fue más desafiante de lo que esperaba. Aparte de los nervios de tener que pasar por la primera operación de mi vida, la recuerdo como la más dolorosa y difícil de todas. Quizá fue una combinación de mis nervios, la primera vez y mi elección de ponérmelo en un lugar inusual. No sé. Lo que sí sé es que, al despertarme de aquella operación, sentí un dolor insufrible. Encima descubrí que el efecto secundario de la anestesia me causaba constipación. No solo tenía el dolor de los músculos por estar recién operada, no solo no me podía reír sin retorcerme del dolor, sino que encima tenía unos retorcijones terribles por no poder ir al baño. Fue muy traumático para mí. La recuperación tomó unos cuatro días y luego siguieron más biopsias y más exámenes.

Como dos días después de la operación seguía sin poder ir al baño; me sentía súper mal y me recetaron todos los laxantes posibles para ver si alguno por fin hacía efecto. Ese día regresábamos a San Juan desde Humacao, donde habíamos estado visitando a mi hermano en su casa. Tenía la panza tan hinchada de la constipación que, antes de salir de casa de mi hermano, me quité el pantalón, le pedí prestado a Adalberto uno de sus calzoncillos boxer y me lo puse encima de mi panty porque sentía que el pantalón me sofocaba. Ya en el carro camino a San Juan, Mami iba manejando, mi mejor amiga Elianne iba con ella adelante y yo iba atrás. De repente me dio un retorcijón terrible y lo reconocí: era una señal clara de que estaba lista para ir al baño. Me entró una desesperación tremenda porque si Mami agarraba un hoyo en el camino, el dolor era insoportable y las ganas de ir aumentaban. Estábamos en medio de la carretera, no había dónde pararnos, no teníamos papel, no quedaba otra que esperar a llegar a la casa.

Logramos llegar al apartamento y subirnos al ascensor. Yo estallé en lágrimas por la vergüenza de no poder ir al baño, porque me estaba haciendo encima, por sentirme mal y ¡porque uno normalmente no habla de la caca! Elianne fue un ángel conmigo a lo largo de toda mi enfermedad, incluyendo lo que estaba por suceder. Estábamos en el ascensor, en lo que parecía un viaje interminable, yo doblada de dolor llorando, recién operada, tratando de aguantar, pero con muy poca agilidad y movimiento. Recuerdo que de pronto Elianne me empezó a decir: «Cágate encima, ¡olvídate!».

Hice todo lo que pude para que no se me saliera antes de llegar al apartamento pero en el ascensor mis intestinos no aguantaron más… y me cagué encima. Trataba de agarrar el calzoncillo para ver si podía contener lo que salía pero no podía doblarme porque recién me habían colocado el portal; las lágrimas no paraban de escurrirse por mi cara. Fue uno de los momentos más humillantes de mi vida y Elianne estuvo ahí firme, sin dejar mi lado. Me ayudó a salir del ascensor e ir al baño para quitarme el calzoncillo y limpiarme, y lo hizo todo con tanto cariño y cuidado que se me llenan los ojos de lágrimas de solo recordarlo. Ella siempre ha estado ahí para mí, en las buenas y en las malas y en todas las demás. Es y ha sido siempre una gran amiga.

Nuestra amistad comenzó en una clase en la universidad en Puerto Rico. Ella es mucho más extrovertida y expresiva que yo. Y bueno, al conocernos nos caímos bien. Después de salir de la universidad, entre eso de las dos y tres de la tarde, yo siempre me dormía una siestita. Lo hacía como para recargar mi energía antes de sentarme a hacer la tarea o de salir a hacer lo que tuviera que hacer en la tarde. Y ella justo me llamaba en el momento en que yo me acostaba a dormir. La quería matar por no calcular mejor el tiempo pero siempre la atendía. Así fue como empezó nuestra amistad. Ya con el tiempo ella pasaba por mi casa a visitarme o yo iba a la de ella y así fuimos forjando nuestra relación. Hoy día no solo nos queremos mucho sino que ella se preocupa mucho por mi familia y yo por la de ella. Elianne ha estado en todos los momentos clave e importantes de mi vida y me conoce con los ojos cerrados. Sabe qué significan mis muecas, puede ver más allá de mi sonrisa y detectar si tengo los ojos tristes o no, sabe cómo pienso, lo que puedo llegar a decir, lo que he hecho y no he hecho. Elianne es esa amiga que, sin importar cuanto sonría, sabe si detrás de eso se esconde dolor y angustia. Es una persona honrada, buena, desinteresada, leal y muy querida, y siempre ha estado ahí para mí.

Nadie de mi familia se podría haber imaginado que algo así me tocaría a mí, la mascota, la muñequita, la nenita de la casa. Dada la diferencia de edad, era algo casi impensable, pero así fue. Fue algo devastador para todos, según mi mamá. Ella lo recuerda como algo tan doloroso y profundo que hoy día prefiere ni hablar del tema. Para mi papá, recibir esa noticia fue como si se le cayera el cielo encima. Le costaba creer que algo así me estuviera sucediendo a mí. Sé que, aunque le resultaba difícil aceptar eso, le rezaba a Papa Dios todos los días; le pedía por mi salud, rogaba que su chiquita saliera bien de esta. Sin embargo, como mi papá no habla mucho de sus sentimientos, no teníamos una comunicación abierta al respecto. Más que hablar, él pregunta y de esa manera está pendiente de que uno esté bien. Yo sé poco de lo que fue para él perder a su madre de joven y todo lo que trajo eso como consecuencia, pero sé que lo sufrió mucho. De igual manera, me imagino que también debe de haber sufrido mi enfermedad pero, en vez de expresar ese dolor, lo que me brindó fue fe y fortaleza. Y con la ayuda de esa fe y fortaleza, logré salir adelante.

Al principio, cuando recién me diagnosticaron, y como era realmente un mundo ajeno para mí, no estaba lista para compartir lo que me estaba ocurriendo con los medios. Primero sentí la necesidad no solo de informarme sino de comprender qué pasos me tocaba tomar en este camino inesperado en el que me encontraba. Un día, de compras por Bal Harbour, recibí una llamada de una revista que quería corroborar si era verdad que estaba enferma; de alguna manera pude esquivar la pregunta sin contestarla. Pero ya los rumores estaban dando vueltas y se acercaba la hora de darle alguna declaración a la prensa. Como recibí la noticia mientras le daba una entrevista a la revista Nueva Mujer, cuyas oficinas estaban arriba de TV Notas, y como ese mismo día cancelé mi viaje a Buenos Aires, era lógico que sospecharan algo. Todos esos pasos eran como la leña al fuego de los rumores, pero yo permanecí callada hasta sentir que tenía toda la información que necesitaba para comprender lo que me estaba ocurriendo y poder explicarlo luego claramente.

Cuando me enteré de mi diagnóstico tenía tantas preguntas que me hubiera sido imposible responderle a los medios. Sin embargo, aquella llamada que recibí en Bal Harbour me abrió los ojos y me di cuenta de que eventualmente tendría que enfrentarlo públicamente. Finalmente, al sentirme mucho más informada y preparada, cuando sentí que ya podía hablar con propiedad de lo que me estaba por ocurrir, decidí hacer una conferencia de prensa en Puerto Rico. Preferí este método para así anunciárselo a todos a la vez en vez de pasar a hablar del asunto programa por programa.

Así fue que invitamos a la prensa a conversar conmigo sin anunciarles específicamente por qué. Antes de esa conferencia me corté el pelo. Pasé de tenerlo largo a tenerlo por los hombros y me vestí con un color vivo, con una blusita amarilla para emitir una sensación de alegría y paz. Recuerdo sentirme bastante tranquila y haber recibido un gran respeto y solidaridad por parte de los periodistas. Hicieron varias preguntas pero mayormente escucharon lo que tenía para contarles. Tuve la fortaleza para hablarles a todos de lo que iba a pasar sin convertirme en un mar de lágrimas. Sí, se me aguaron los ojos, pero pude controlar mis emociones, mantener la cordura y hablar tranquilamente, cumpliendo la meta de esa charla: que entendieran lo que me estaba pasando pero que no me tuvieran pena. Eso era lo peor que me podía pasar. No buscaba que me tuvieran lástima, simplemente les quería explicar lo que me sucedía para acallar los rumores y que respetaran el tiempo que iba a necesitar para tratarme y recuperarme.

Entre tantas obligaciones, exámenes y terminología previas a mi operación, por alguna razón lo único que quería era ir a ver una pelea de boxeo. Nunca había ido a una y me llamaba mucho la atención. Se lo comenté a Fonsi, y dicho y hecho. Conseguimos que Tito Trinidad nos regalara unas entradas para su próxima pelea, que era nada más y nada menos que contra Floyd Mayweather. Teníamos asientos en la primera fila, al lado de la esposa y delante de la mamá de Trinidad. Hacía poco que me había colocado el portal e incluso tenía aún el hilito de la costura, así que tenía que estar pendiente de que no se me viera nada. ¡Cómo gocé esa pelea! Fue la distracción perfecta, lo que más necesitaba en aquel momento. Me llenó de energía y fuerza. Pero a la vez sufría por Trinidad porque no le estaba yendo tan bien. Y como estábamos sentados con su familia, era testigo del sufrimiento que tenían al ver que Tito iba perdiendo. Su mamá estaba angustiada porque le estaban dando duro pero él no se quedaba atrás y también le daba a Mayweather. A mí de repente me superaron las emociones y me puse a gritar como si yo fuera la que estaba dirigiendo la pelea. En realidad, yo no tenía idea de quién iba ganando o perdiendo, pero por mi gritadera pienso que nadie se debe haber percatado. Fue lo que más necesitaba en ese instante de mi vida. Por un ratito me pude olvidar de mi enfermedad y ser simplemente yo, angustiada por el dolor de la madre y dándole aliento a Tito para que ganara. En ese momento era una mujer sana que simplemente fue a ver una pelea. Pero la realidad es que no solo fue una distracción sino el lugar perfecto para desahogarme y pegar todos los gritos que no le estaba pegando a mi enfermedad.

Seguía dubitativa con respecto a qué hacer con mi seno. ¿Sería bueno o malo intentar conservarlo? ¿Quitarlo no sería mejor? Cuando me vi con la doctora Cruz, ella notó que tenía una inseguridad enorme con respecto a esa decisión y me sugirió que fuera a una especialista en el Mayo Clinic para ver si podía apaciguar mis dudas.

Esta especialista se encargaba de hacer investigación médica sobre el cáncer. Ella me ayudó y me brindó toda la información que me faltaba para poder tomar la decisión que me dejaría más tranquila. Al fin y al cabo, me recordó que el cuerpo era mío, que era mi vida y que la decisión a tomar también era mía.

La mayoría de la gente quería que me quedara con el senito pero yo no quería permanecer con nada que pudiese poner en peligro mi salud y mi vida. Realmente es una decisión extremadamente personal porque, como bien me dijo la especialista del Mayo Clinic, se trata de tu cuerpo y de tu vida. Si preservar esa salud y vida costaba un seno, no me importaba y nunca me importó. En ese momento no estaba preocupada por la belleza física. Es como si algo me hubiese hecho clic por dentro y la Adamari a la que le interesaba probarse el vestido e irse a la fiesta pasó a segundo plano; ya nada de eso era relevante en ese momento.

Ojo, la decisión no es que haya sido fácil para mí. A mí me gustaban mucho mis senos, eran bien bonitos y nunca antes se me había pasado por la cabeza operarme estéticamente para agrandármelos o para ponerme implantes. Sin embargo, al pensar en la posibilidad de quitármelo, me agarraba de la idea de que unos lindos implantes también me quedarían bien: las chichis siempre las tendría de lo más paraditas y bonitas, y con ese cambio gozaría de mi salud. Para darme valentía y alivio, pensaba: «¿Cuántas mujeres hay que se hacen los senos y se someten a una operación y a una cicatriz por gusto? Bueno, pues la mía sería de guerrera».

Al finalizar mi visita con esta especialista, y después de escuchar toda la información que me brindó sobre mi caso, yo sentí que lo mejor era quitarme el seno. Y como ya desde el principio mi intuición me había dirigido hacia ese camino, esa visita simplemente me sirvió para confirmar lo que yo ya venía sintiendo. Mi equipo de doctores estaba formado y mi decisión estaba tomada: me haría una mastectomía del seno derecho en Jacksonville, Florida, el 30 de mayo de 2005.