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De niña estrella al
reconocimiento internacional

Siempre he visto el trabajo como una diversión y no como una carga. Quizá sea porque cuando empecé a actuar profesionalmente tan solo tenía siete años y, para mí, a esa edad, todo era divertido menos ir a la escuela; esa sí que era una obligación.

De niña, mi mamá siempre me fomentó las artes. Me inscribió en clases de baile, actuación y hasta en lecciones de piano. Parecía ser que deseaba que yo desarrollara una sensibilidad por las artes. Entre ella y mis hermanos, que siempre me hacían figurar en los desfiles y las fiestas, de alguna manera sentaron las bases de esta carrera de artista. Es curioso, porque a mis tres hermanos mi mamá les inculcó algo totalmente diferente: la medicina. Y con ellos tres también le funcionó la influencia. Adalberto es doctor. Adaline es doctora y está casada con un doctor. Y Adilsa estuvo casada con un doctor.

A mi mamá siempre le gustó la medicina porque le parecía una profesión estable y noble. De chica le inculcaron a ella que la estabilidad era algo clave en una carrera y/o pareja, entonces lo que más quería era que nosotras tuviéramos nuestra profesión y que hiciéramos nuestro propio dinero pero que también tuviéramos a un hombre que pudiera respaldarnos económicamente. De esa manera, lo que nosotras ganásemos lo podríamos usar como quisiésemos. Claro está que ese fue el ejemplo que nos dio porque eso fue lo que ella vivió. Sin embargo, para cuando llegué yo, su sueño de que mis hermanas se casaran con doctores y que los tres tuvieran algo que ver con la medicina se cumplió, así que se concentró en otra cosa —las artes— y qué suerte tuve porque no podría ser más feliz haciendo lo que hago. Eso igual no quitaba que de vez en cuando me dijera: «Búscate un doctor, cásate con un doctor».

Una de las clases que más disfrutaba de niña era la de baile que dirigía Nydia Rivera. Mi mamá me llevaba a estas clases de baile todos los sábados. Nos subíamos al carro e íbamos a Caguas, Puerto Rico, un pueblo cercano al de nuestra casa, para que yo me sumergiera en esos pasos que me brindaban tanta felicidad. Uno de esos sábados, cuando yo tenía siete años, la señora Rivera anunció que había recibido una llamada en la que le pedían que llevara niñas de su academia a una audición para una telenovela. Tenía que elegir ocho niñas de las que estaban presentes porque también irían niñas de otras partes al casting. Yo andaba súper emocionada ya que justamente mi mamá me había inscrito en unas clases privadas de actuación, de las cuales ya había tomado dos. El anuncio de la señora Rivera no podría haber sido más oportuno. La posibilidad de que me tocara de la nada, justo en ese momento, ir a una audición para una novela parecía como caída del cielo. Y así lo fue, ya que para alegría de mi mamá y mía, quedé entre las ocho niñas que llegarían a ese casting.

El día de la audición, y si mal no recuerdo, nos hicieron leer algunas líneas para examinar nuestra pronunciación; imagino que nos habrán pedido que hagamos alguna otra cosa. La cuestión es que de esa multitud de cincuenta y dos niñas que habían llegado de diferentes partes de Puerto Rico, el nombre que anunciaron al final de la prueba fue nada más y nada menos que el mío: ¡Adamari López! Sin saberlo, se me estaban abriendo en ese instante las puertas a un mundo que se transformaría en mi profesión.

No recuerdo bien esos primeros días de trabajo en mi primera telenovela, María Eugenia, pero sí me acuerdo de disfrutar cada día como nadie. Nunca fue un pesar para mí ir al trabajo todos los días. Es que me vestían tan bonita, jugaba con los grandes y todo el mundo me hacía caso. ¿Qué más podía pedir? Obviamente no todo era color de rosa. Había días en los que me cansaba, pero como mi personaje tenía leucemia, en muchas escenas me tocaba estar acostadita, lo que aprovechaba para descansar un poquito y recuperar energía, cosa que a esa edad no me faltaba demasiado. Al tener leucemia, a mi personaje a cada rato le sangraba la nariz. Mi hermana me cuenta que cuando mi sobrina Adilmarie veía esas escenas —ella era una niña chiquita en ese momento—, se ponía a llorar porque no entendía qué pasaba y pensaba que de verdad estaba sangrando.

Como mis papás trabajaban durante el día, no podían llevarme y traerme de la grabación; así fue como quedé a cargo de la señora Rivera, quien con el tiempo también se convirtió en mi mánager. También se volvió una segunda mamá en mi vida porque era la que me cuidaba, me llevaba, me traía y hasta me hospedaba en su casa cuando salía demasiado tarde de grabar. Su apoyo y ayuda en esos primeros tiempos fue otra bendición, y el hecho de haber caído en manos de una buena mujer fue para mis padres un gran alivio porque sabían que estaría bien cuidada.

La disciplina y la responsabilidad siempre fueron características importantes en mi hogar; nos las inculcaron mucho, cosa que creo nos ayudó a todos a salir adelante. Sin embargo, nada como la vida real para darte una cachetada y hacerte aprender una lección en un abrir y cerrar de los ojos.

Recuerdo que en una de mis primeras novelas, el director argentino Grazio D’Angelo, que fue quien me escogió para hacer el papel en María Eugenia y quien por mucho tiempo dirigió el canal donde comencé mi carrera, me metió un regañazo que nunca olvidaré. Ese día no me había aprendido la escena completa; me sabía una parte pero la siguiente no. Sin embargo, como usábamos apuntadores, no pensé que sería un problema. En esa época los apuntadores eran grandes y, siendo una niña de ocho o nueve años, no había uno hecho a mi medida. De todas formas lo usaba pero en esta particular escena me sucedió algo inesperado. Cuando la muchacha que hacía de mi hermana en la novela me acariciaba el pelo, sin querer me quitaba el apuntador de la oreja y, como era la parte que no me sabía, la escena tenía que pararse y debíamos volver a comenzar. Pasó una vez más y la tercera fue la vencida. Se frenó la escena por el mismo problema y de pronto vi cómo el director se materializó de la nada y me pegó un grito al frente de todo el mundo; hizo que instantáneamente me saltaran las lágrimas. ¡Qué pena, por Dios! Nunca más se me olvidó la vergüenza que sentí ese día. Fue una lección que permaneció conmigo el resto de mi carrera: ¡No se debe ir al trabajo sin saberse las escenas del día! ¡Nunca más me llegué a equivocar tantas veces seguidas después de esa experiencia!

Lo bueno es que momentos como esos hubo pocos. El resto del tiempo lo seguía disfrutando, casi como si fuese un juego. Hoy día siento que de alguna manera sigo jugando. Disfruto tanto lo que hago que siempre lo he visto como algo divertido, que me encanta. No me resulta una obligación, me parece un placer pero eso no quiere decir que no me lo tome muy en serio. Yo siempre he sido disciplinada en todos los proyectos de trabajo que me he propuesto; espero no haberle fallado a nadie ni haberme fallado a mí misma, que es lo más importante. Entre toda la gente con la que he trabajado, nunca tuve un cruce de palabras con algún compañero; la mayoría de las experiencias que me han tocado han sido muy buenas. También tiene que ver con la actitud que uno trae al trabajo. Yo siempre procuro ser simpática e intento dejar mis problemas personales en casa. No me gusta ventilar mis trapos sucios en el trabajo; me parece poco profesional. Además, espero y aspiro siempre a tratar a todo el mundo por igual, desde el camarógrafo al protagonista de la filmación; para mí no es más importante una persona que la otra. Nunca les niego un autógrafo, una foto o una sonrisa a las personas que me encuentro en las calles. De la puerta para afuera soy de ellos y agradezco que apoyen mi carrera con tanto respeto y cariño. Este respeto por la gente, sin importar de dónde vienen, me fue inculcado desde la niñez.

Al lado de la mueblería de mi padre en Las Piedras había un residencial. En Puerto Rico un residencial es una vecindad donde vive mucha gente de bajos recursos económicos. Eran dos mundos muy diferentes pero yo me crié y me acostumbré a compartir de la misma forma en ambos lugares. Siempre nos tratamos todos como iguales, no se hacían diferencias. Muchos de los empleados de mi papá vivían en el residencial, hasta la mano derecha de mi papá vivía ahí. La esposa de este señor nos hacía de comer; ellos eran parte de nuestra familia. Eso me quedará por siempre arraigado en el corazón y es por eso mismo que tratar a todos por igual es para mí algo esencial. Al fin y al cabo todos somos parte de la misma raza: la raza humana.

Pero ya me adelanté demasiado. Volviendo a mis primeros trabajos, tuve la dicha de no transformarme en una niña estrella sin infancia. Eso se lo agradeceré eternamente a mis padres. Mi papá permitió que me aventurara en el mundo de las novelas con una condición: que siguiera estudiando. Si no estudiaba, no actuaba. Y si mis notas sufrían por la actuación, se acababa eso hasta terminar mis estudios.

Desde el momento en que comencé a trabajar en mi primera novela, Mami y los maestros me ayudaron mucho a ponerme al día con lo que me había perdido de clase. Me daban las tareas para que yo pudiese cumplir con el curriculum escolar mientras grababa. O sea que, además de aprenderme los libretos, yo tenía que estudiar y hacer mis asignaciones. Tenía que cumplir las dos cosas a pedido de mi papá.

Además, había una infraestructura que me brindaba la posibilidad de balancear ambas cosas. Por ejemplo, no necesariamente tenía escenas diurnas todos los días, solo en días especiales o durante los fines de semana. En general grababa por la tarde justamente para poder asistir a la escuela en la mañana. De esta manera, mis papás lograron permitirme hacer lo que amaba sin dejar que mis años infantiles pasaran en vano y asegurándose de que mis estudios fueran la prioridad.

Mi mamá en eso fue mucho más abierta y menos miedosa que muchos papás de hoy día. Me daba permiso para ir a los pijama parties de mis compañeras y me dejaba pasar la noche en casa de mis amiguitas. Es más, ¡a veces vivía más en casa de mis amigas que en mi propia casa! Esos momentos unificadores también me sirvieron para fomentar la amistad con mis compañeritos de clase, con quienes hasta ahora sigo siendo amiga.

Una de las razones por las que mi mamá era más confiada tenía mucho que ver con nuestra relación. Yo siempre le hablaba de todo: teníamos una comunicación muy buena y abierta, o sea que si algo andaba mal o no estaba de acuerdo con alguna cosa o pasaba algo extraño, sin duda se lo contaba a mi mamá. Ella me brindó mucha confianza y siempre la he sentido como una amiga, sin perderle el respeto que le tengo como madre. Siempre ha habido una dinámica muy especial entre nosotras, una conexión, un entendimiento muy grande y bonito. Nunca sentí miedo de ir a contarle algo a mi mamá. Por más que sea mi mamá y sepa que puede venir una reprimenda por lo que le diga, siempre he encontrado mi mejor aliado en ella. A veces me dice cosas que no quiero escuchar, es lógico, pero yo sé que me lo dice por mi bien y porque me quiere.

Mi relación con mi papá es diferente. Hay mucho más respeto; no es que no respete a mi mamá, solo que es diferente. A mi papá siempre lo vi como una figura de admiración, a veces hasta me parecía inalcanzable, pero siempre estuvo ahí para mí; me preparó la leche, me llevó a la escuela y constantemente procura por mi bienestar. Ahora, cuando se trata de hablarle de algún novio o algo íntimo, uno tiene más cuidado porque él no va a reaccionar igual que mi mamá. A veces es duro en la forma como dice las cosas pero sé que esa es su forma de ser; no sabe decir las cosas de otra manera y yo tengo claro que todo lo que me aconseja viene de un lugar de amor.

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UNA DE MIS PRIMERAS NOVELAS fue Yo sé que mentía. Aunque no fue la primera, fue la que me marcó porque por primera vez me encontraba con un trabajo constante. Era un papel importante porque aquí era la hija de la protagonista. Esto hacía que el papel fuera fijo y tenía muchos días de grabación seguidos. Pasaba muchísimo tiempo rodeada de adultos y todos me trataban tan bien que para mí esos días eran divertidísimos. Jugaban conmigo todo el día; es más, yo era una niña chiquita que estaba ahí para jugar con los grandes. Así me tomaba el trabajo. Me encantaba. Me encanta.

Como mi personaje en Yo sé que mentía venía de una familia adinerada, me vestían súper linda ¡y tenía un perrito! Yo nunca en la vida había tenido un perro. Me causa gracia porque, al ver la novela, es fácil darse cuenta de que nunca había tenido un perro porque ni siquiera sabía cómo cargar al bendito animal. Es más, les tenía un poco de miedo a los animales, entonces toda esa experiencia era una novedad para mí. Hasta el sol de hoy me he desenvuelto tanto en el trabajo que nunca me ha dado tiempo de tener una mascota.

Luego, a mis once años, me fui a trabajar a Venezuela, un gran salto en mi pequeña carrera porque era otro nivel de reconocimiento. Como yo había hecho varias novelas en Puerto Rico —en Wapa Televisión, un canal puertorriqueño—, me pidieron que formara parte del elenco cuando decidieron hacer una coproducción entre Puerto Rico y Venezuela. Cinco o seis actores puertorriqueños fueron llamados a grabar y a vivir en Venezuela, y yo era uno de ellos. Como solo tenía once años, los productores del canal fueron a negociar la propuesta con mis padres porque el contrato estipulaba que tendría que vivir en Venezuela durante seis o siete meses —luego terminó siendo más tiempo porque me quedé haciendo una segunda novela.

Mis padres primero querían hablar y coordinar bien los detalles —no solo la información sobre quién me acompañaría sino también lo relativo al horario laboral— para que yo siguiera yendo a la escuela: mi educación era lo primordial. Cuando se pusieron de acuerdo con los horarios de trabajo, mis padres se encargaron de encontrarme una escuela cerca del estudio para facilitar mis idas y venidas. También consiguieron un transporte que me llevaba del hotel a la escuela y de la escuela al canal todos los días. Como ambos trabajaban y mis hermanos todavía estaban estudiando, acordaron con mi tía Iris que me acompañara. Sus hijos ya eran grandes y en su momento disponía del tiempo necesario para cuidarme. Sola no me hubieran dejado ir ni a la esquina. Así fue que se dieron todos los requisitos para que yo pudiera embarcarme en esta nueva etapa en Venezuela.

Durante mi estadía allá, Mami y mis hermanos me visitaron muy seguido. Papi no podía dejar el negocio así que no viajaba tan a menudo como ellos, pero todos los meses yo tenía permiso para ir a Puerto Rico, lo cual me brindaba la oportunidad de verlo a él también. Aunque tenía la oportunidad de verlos bastante seguido, extrañaba mucho a mi familia, en especial a mi mamá. Mi tía siempre fue muy querida y se encargó muy bien de mí, pero mi mamá es mi mamá. Yo lo que más quería era tenerla ahí conmigo; me hacía mucha falta. A la vez, irme a trabajar a otro país, desenvolverme en otra cultura, extrañar a mi familia, todo eso me ayudó a crecer muchísimo. Gracias a Dios tenía los días súper ocupados, eso me permitió no caer en una «extrañitis» constante.

Por la mañana iba hasta la una de la tarde a la escuela. Luego me llevaban al canal: ahí almorzaba y grababa la novela hasta las nueve o diez de la noche. Durante el transcurso de la tarde/noche, cuando no estaba grabando, me tocaba estudiar las asignaciones escolares y el libreto para las escenas del día siguiente. Me iba a dormir y a la mañana siguiente comenzaba la rutina otra vez.

Por suerte, nunca tuve problemas para adaptarme y hacer amigos, sea donde sea que estuviese. Ni tampoco me costaba mucho acostumbrarme a otro país. Tanto en Venezuela como en México —ya de más grande— y ahora en Estados Unidos, siempre he disfrutado la oportunidad que tengo de trabajar en lo que me apasiona. De chiquita quizá no lo entendía bien pero siempre me acoplé bien al lugar donde estuviese. Todos esos cambios, aunque a veces cansaban, me resultaban muy divertidos. Vivir en otro país, estudiar en otra escuela, tener amigos en otro lugar, trabajar con gente adulta, todo era lindo y bueno.

También tuve la dicha de que yo ya había trabajado con el grupo de puertorriqueños con el que fui a grabar a Venezuela. Ya conocía a los actores y pasaba mucho rato con ellos. Siempre me trataron como si fuera parte de su familia. Me cuidaban, me consentían, jugábamos. Fue una experiencia inolvidable.

Las dos novelas que grabé estando en Venezuela fueron Diana Carolina, con Guillermo Dávila e Ivonne Goderich, y luego El ángel del barrio, con Millie Avilés y Eduardo Serrano. Ambas fueron una experiencia inolvidable no solo por el elenco sino por el salto en mi carrera a tan temprana edad. Esos fueron mis primeros trabajos internacionales. Encima de todo, de pronto sentí que me encontraba en un mundo de fantasía, rodeada de un montón de actores que yo admiraba y veía en la televisión como Fernando Carrillo, Catherine Fulop, Alba Roversi y Eduardo Serrano. Sentía que estaba viviendo un sueño pero, a su vez, yo no me veía como uno de ellos o como una figura tan exitosa. Más bien los observaba con ojos de admiradora. No podía creer la fortuna que tenía de poder compartir con todos ellos; era muy impresionante para mí.

Aparte del deslumbramiento que sentí con esa experiencia laboral, hay otra razón por la que nunca olvidaré mi tiempo en Venezuela: fue la primera y única vez que vi al papa Juan Pablo II. Él estaba haciendo su campaña pastoral con una parada en Venezuela y ¡justo le tocaba pasar por la calle frente al hotel donde nos estábamos hospedando! Me recuerdo frenética con mi tía, fuera del hotel, esperando su llegada, anticipando su saludo y bendición desde el coche papal. Todas las calles estaban repletas de personas y, cuando finalmente apareció, todos compartimos la misma emoción al ver a esa figura sagrada. Lo recuerdo como si fuera ayer. Otro regalo inmenso que me brindó esa estadía en Venezuela.

Al finalizar la grabación de las novelas en Venezuela, regresé a Puerto Rico para terminar la secundaria. Hubo un tiempito en que no trabajé y simplemente me dediqué a ir a la escuela, a estudiar y disfrutar de una vida más normal. Esto me vino muy bien porque, al crecer en este medio, tuve una época en la que me creía insoportablemente linda y sentía que merecía que todo el mundo me mirara. Fue más o menos a eso de los dieciséis o diecisiete años cuando, por haber trabajado y recibido tanta atención, me sentía deseada y bella, como si fuera la última CocaCola del desierto. Por suerte mis papás y hermanos me ayudaron a bajarme de esa nube. Ese balance también me marcó y fue positivo porque me sirvió como un cable a tierra para regresar y seguir desarrollándome en la realidad de todos los días. Tuve noviecito y viví momentos muy lindos, pero nada como uno de los primeros besos en escena. En realidad lo recuerdo como el primer beso, quizás por mi inexperiencia.

Estaba trabajando en una novela llamada Aventurera con Jorge Castro, gran actor y talento puertorriqueño. Yo hacía el papel de una nena aventada, de las que casi siempre me toca hacer en las novelas, y en una escena me tocaba darle un beso al muchacho coprotagonista, siendo éste Jorge. El problema era que yo no sabía cómo besar en escena. Lo que yo sabía, a mis diecinueve o veinte añitos, era que un beso apasionado se daba con la boca abierta y usando la lengua.

Prepararon el foro y llegó el momento del beso. Como era yo la que lo tenía que besar a él, puse mis conocimientos en acción: me lancé y así mismo lo besé, dándole el paquete completo. Al terminar la escena, él, con diez años más que yo, se veía un poco nervioso. Se me acercó y me dijo que quería hacerme un comentario pero que no quería que me lo tomara mal. Me dijo cuidadosamente que la escena había quedado muy bien pero que me quería dar un consejo: los besos de novela no son iguales a los besos de la vida real. Me explicó que el beso de novela es un truco; parece que se da con lengua y todo pero en realidad es solo una ilusión. Los actores en general no se dan un beso completo en escena y es preferible no llegar a más porque eso te puede establecer mala fama dentro del ambiente. Además, un beso así, teniendo esa característica más personal, puede terminar confundiéndolo a uno y/o a su coprotagonista. Le agradeceré siempre esas palabras, ese consejo, porque no solo fue un caballero y buen compañero de trabajo sino porque perfectamente podría no haberme dicho nada.

Lo más gracioso de todo es que tenía razón. Al final, ese beso nos despertó un interés, nos causó una sensación y terminamos ennoviados como por dos años en la vida real. Pero más nunca besé a nadie de esa manera cuando de trabajo se trataba.

Jorge Castro fue la primera persona con la que me involucré dentro de un trabajo. Después no lo hice más porque no me gusta mezclar mis relaciones personales con las laborales. Sin embargo, como bien dicen, nunca digas nunca. Hace poco, después de unos veinte años, un beso lo definió todo en Mira quién baila y, de manera similar, partiendo de un beso encontré el amor.

Bueno, pero si una escena de beso a veces es incómoda, ni hablar de las de sexo. ¡Incomodísimas! Para empezar, uno no está acostumbrado a quitarse la ropa o a tener poca ropa en frente de gente que uno no conoce o de gente que sí conoces pero que no es tu pareja. Sea que tengas buena química o no, tienes que hacer la escena igual. Encima estás rodeada de los técnicos, del personal de vestuario y maquillaje, del equipo de producción y del director… ¡De íntimo no tiene nada! A estas alturas, con mi experiencia y el respeto ganado a través de los años, esas escenas se tornan en algo más profesional. No dejan de ser incómodas pero es más fácil enfrentarlas al ya haberlas hecho en más de una ocasión.

Otros proyectos que me impactaron fueron los que hice junto a Ángela Meyer. Con ella hice desde telenovelas hasta programas de variedad en Puerto Rico. Hacíamos imitaciones de cantantes y nos vestíamos como si fuéramos parte de la Orquesta de la Luz u otros artistas puertorriqueños. Con el elenco que ella había conformado hicimos muchas producciones, dos de las cuales nunca olvidaré: Misión cumplida, sobre el caso de las matanzas en el Cerro Maravilla de Puerto Rico, y Hasta el fondo del dolor, sobre la vida de la cantautora y poeta Silvia Rexach. En esa producción, la hija de Silvia, Sharon Riley, hacía el papel de su madre, y yo hacía de Sharon.

Recrear esas dos historias, que son una parte importante de la historia de Puerto Rico, fue un orgullo y otro momento impactante para mí. En Misión cumplida tuve que hacer por primera vez un personaje de niña varonil, nada femenina, lo que significó un reto súper interesante porque no se parecía en nada a mí. De ese papel, lo más impresionante para mí fue una escena en la que me tuve que besar con otra mujer. Era algo que me resultaba medio confuso porque todavía no entendía bien la idea de una persona teniendo una relación con otra del mismo sexo.

En algunas cosas fui muy despierta pero en otras era una niña muy inocentona. Me crié en un pueblo. Quizá para la gente del pueblo yo era mucho más avanzada que las demás niñas dada la vida que llevaba, pero también tenía los valores y la educación pueblerina arraigada en mi persona, cosa que me daba el toque más ingenuo.

Recuerdo que durante esa escena me puse muy nerviosa; no me salía, no sabía cómo hacer. Más allá de que mi inclinación siempre fuera hacia los hombres, todavía era joven y un tanto inexperimentada, y el tema me resultaba totalmente ajeno. Era algo nuevo y no sabía cómo manejarlo. En la escena, primero le tenía que agarrar la mano a la muchacha pero estaba tan nerviosa que no me salía bien. En una de esas me fui a llorar al baño. Estaba frustrada porque quería desenvolverme bien en el trabajo pero la escena me superaba. El director hizo lo posible para tranquilizarme y explicarme que era como cualquier otra escena y que no pasaba nada, pero bueno, eran cosas muy nuevas para mí. Todavía estaba explorando y descubriendo mi propia sexualidad y esto me resultaba confuso. Hoy día respeto, entiendo y apoyo a las parejas del mismo sexo y me resultaría muchísimo más fácil interpretar un papel como ese. Pero en ese momento todavía no tenía esa calle, me faltaba informarme.

Fui creciendo y descubriendo cosas de la vida a través de cada trabajo. En esas producciones de Ángela Meyer también me tocó otra primera vez: una escena en donde me disparaban. Sin embargo, ese disparo venía un poquito más complicado que lo normal. En esa escena me disparaban de espalda pero la bala me atravesaba y me salía por el pecho: ahí era que me explotaba la bolsita de sangre de mentira. El tema con estas bolsitas es que, al explotar, sientes un pequeño impacto; por ende, mi reacción natural era hundir el pecho. Pero como supuestamente estaba recibiendo la bala en la espalda tenía que actuar la reacción contraria, haciendo que sentía el impacto de la bala en mi espalda y no en el pecho. Eso fue un revolú hasta que logré que mi cuerpo siguiera las indicaciones de mi mente y no la reacción natural. En esa misma serie también me violaban en una cárcel. Fueron una seguidilla de escenas nuevas y fuertes que de alguna manera me sirvieron como aprendizaje de vida.

Sea que estuviera en la escuela, la secundaria o la universidad, siempre estudié y trabajé a la vez a pedido de mi papá: él consideraba que lo más importante era tener una buena educación bajo la manga. Los años universitarios también los considero como una etapa que me marcó en la vida; esos años me brindaron herramientas que seguramente sigo usando hasta el día de hoy.

Antes de inscribirme en la universidad tomé un examen de orientación para ver hacia qué carrera me inclinaba y me salió que lo que yo quería estudiar era comunicaciones. Claro, yo lo que más quería hacer con mi vida profesional era actuar pero, a nivel de estudios universitarios, la comunicación iba de la mano con mi pasión. La única condición para que yo persiguiera mi sueño de actuación era que estudiase así que había que buscar la manera de poder llevar a cabo ambas cosas. Y así fue. Es más, un trabajo que me tocó hacer durante mis años universitarios se filmó en mi universidad.

Un productor puertorriqueño hizo una película llamada La guagua aérea con un elenco puertorriqueño, del cual yo formaba parte. Algunas de las escenas se filmaron en mi universidad y, para no perder tanta clase, ideamos un plan. Yo me llevaba un walkie-talkie a clase —en esa época los celulares no eran tan comunes— y cuando me necesitaban para la filmación, me llamaban para que fuera al foro. Obviamente todo esto ya estaba arreglado con los profesores; entonces, al recibir el llamado, entendían por qué de pronto me levantaba para irme. Fue muy divertida esa combinación de mundos.

Me gradué en la Universidad del Sagrado Corazón con un título en Comunicaciones con concentración en Publicidad. Mi interés siempre fue poder hacer un trabajo creativo y estar en contacto con la gente. Empecé una maestría en Relaciones Públicas pero no la llegué a terminar porque de pronto se me abrió una puerta en México que crucé volando. Ahí me quedé por varios años pero de eso hablaré un poquito más adelante.

Mi carrera me sirvió para mi desarrollo personal porque aprendí que era clave trabajar y mantenerme en la mente de la gente. Apliqué ciertas estrategias publicitarias a mi vida que definitivamente me dieron las herramientas para saber cómo venderme y cómo conseguir los proyectos que deseaba y así posicionarme bien en mi carrera artística. Sin embargo, lo que más me funcionó a lo largo de mi carrera fue y es ser yo misma simplemente. Eso nunca me falló. Ser tal cual soy es una de las cosas que más me une a la gente porque ellos lo sienten y me conocen como soy, y contra eso no hay estrategia publicitaria que valga.

Después de graduarme de la universidad me llamaron para un papel en una telenovela de Televisa en México, la meca de este género televisivo. Estaba súper emocionada. Conseguir una parte en una novela de Televisa podría ayudarme a consagrarme como actriz a nivel internacional. La ilusión y las esperanzas estaban por el cielo.

Llegué a la audición y, al terminarla, parecía que todo andaba bien. Anduvo tan bien que inicialmente me ofrecieron el papel. ¡Qué emoción! Iba a actuar junto a Verónica Castro, haciendo de ella jovencita en la que sería la telenovela Pueblo chico, infierno grande. No perdieron el tiempo: apenas me avisaron que sería parte del elenco comenzaron a hacerme diseño de imagen, me cambiaron el color del pelo para el personaje y hasta me anotaron en clases de dicción para irme preparando para el papel. Pero surgió un pequeño problema: en Puerto Rico yo había hecho unas novelas que se pasaron por otro canal en México, uno que no era Televisa sino la competencia. A los pocos días de haber empezado el cambio de imagen y las clases de dicción, y mientras tramitaban los contratos, salió a la luz que esas telenovelas de Puerto Rico se estaban pasando por TV Azteca, algo imperdonable para Televisa en aquella época. Al darse cuenta de este conflicto de intereses, me pidieron que me retirara de inmediato del canal y le dieron el papel a Aracely Arámbula. Aparecer en la otra cadena te convertía automáticamente en una especie de persona non grata. Ahora, con mis años de experiencia, comprendo que eso pasa a menudo en este mundo: es la famosa competencia pero en esa época no entendía cuál era el problema. Lo único que quería era trabajar. Además, no entendía el drama porque esas telenovelas que pasaban en el canal de la competencia las había hecho en Puerto Rico y no en México. Esa experiencia me hizo bajar de las nubes con un solo trueno. Lloré muchísimo y, al regresar a Puerto Rico, comencé mi maestría en Relaciones Públicas. Pensé que ese mundo en México no era para mí, que era demasiado agresivo. De todos modos sabía que tenía oportunidades para trabajar en mi país y que podía seguir adelante con mis estudios. Así que hice lo que siempre intento hacer cuando me tropiezo en la vida: le encontré el lado positivo a la experiencia y seguí caminando.

A menos de un año de este suceso recibí una llamada para ir a hacer una audición para otra novela de Televisa. La política había cambiado y esas prohibiciones que les tenían a las personas que habían hecho trabajos en otros canales habían sido levantadas. Entonces Joe Bonilla, un amigo puertorriqueño que vivía en México, trabajaba en TV y Novelas y llevaba a artistas, volvió a insistir en que me dieran otra oportunidad. Joe no me representaba oficialmente pero siempre ha sido muy cariñoso y lindo conmigo; cuando sabe de algún proyecto que, en su opinión, será bueno para mí, siempre me tiene en cuenta. Así fue como volé a México para esa audición y nuevamente me eligieron para el papel; esta vez no surgió ningún problema. El trabajo era mío. Ese fue un hito en mi vida porque con esa novela, llamada Sin ti, mi carrera llegó a otro nivel y se comenzó a desarrollar de manera diferente. Televisa era nuestro Hollywood. Llegar a ese foro a grabar la novela fue una experiencia impresionante en comparación con las que había tenido anteriormente. Las instalaciones de Televisa son increíbles, lo tienen todo: diferentes estudios donde graban hasta diez novelas a la vez, cafetería, panadería, peluquería, efectos especiales, escenografía, departamento de vestuario, lavandería, servicio médico, oficinas de producción y más. Es un sitio enorme, donde además de alojar todos esos servicios y departamentos, te cruzas con todos los artistas que toda la vida has visto en la televisión. Es una experiencia increíble. Y aparte de todo eso, era un salto más en mi carrera. Había pasado de Puerto Rico a Venezuela y ahora a la meca de las telenovelas en México.

México es una plaza importante para desarrollarse en el ambiente artístico. Las novelas de Televisa son distribuidas internacionalmente y las ven millones de personas. Por eso, conseguir trabajo en una novela de Televisa te abre las puertas a una plataforma mucho más amplia para tu carrera. Hasta el momento no había habido muchos actores puertorriqueños que hubiesen logrado entrar en la escena de novelas mexicanas con tanto éxito e impacto. Quizá fueron cinco o seis los que lograron trabajar en México. Por lo tanto, estar entre ellos era un paso gigantesco, un gran honor. Hice una más después de Sin ti llamada Camila y luego me ofrecieron un contrato de exclusividad, cosa que acepté en el acto. Entrar a esa compañía sin duda cambió mi vida. Pasé de ser la Adamari actriz con proyectos en Puerto Rico y Venezuela a la Adamari reconocida a nivel mundial.

Con este nuevo desarrollo en mi carrera como actriz dejé la maestría y me mudé a México, donde viví y trabajé en Televisa durante los siguientes catorce años. Entre novelas volvía a Puerto Rico para pasar ratos con mi familia.

Mientras grababa Sin ti, mi primera novela en México, mi papá se animó a visitarme al trabajo por primera vez. Siempre me apoyó y se alegró con todos mis logros pero nunca se había presentado en uno de mis trabajos. Es decir, fue a los estrenos de mis películas y veía mis novelas por la tele, pero nunca antes había ido al foro de una de mis novelas. Lo entiendo. Él respeta mucho lo que es el trabajo y sabe que requiere de disciplina, por lo que quizá no se quería meter para no sentir que interrumpía. Obviamente su visita me tenía súper emocionada. No solo había conseguido una parte en una novela de Televisa sino que mi papá finalmente me visitaría en un foro ¡nada más y nada menos que en México!

Esa visita me encantó. Me sentí orgullosísima de tenerlo ahí conmigo y de verlo disfrutar de todo con tanto gusto. De adulta una mira a sus padres con otros ojos y fue muy bonito observar lo que le causaba a él verme en otro país, triunfando, llevándome bien con mis compañeros y feliz.

México y Televisa eran y siguen siendo, a mi parecer, la meca de las telenovelas. Entrar a trabajar en una de esas producciones es como ir a Hollywood en Latinoamérica. Y poder compartir eso con él y observar su orgullo, su felicidad de verme salir adelante trabajando y ganándome mi dinero, consentida por el equipo de producción y mis compañeros, me dio una satisfacción tremenda. Además, después de tantos sustos con su salud, tener la satisfacción de compartir ese momento con él me resultó invaluable.

Una de las cosas más difíciles de triunfar en una carrera artística es tener que lidiar con los medios. La privacidad, los momentos íntimos y personales, se vuelven algo que todos quieren descubrir y revelarle al público, y algo que uno debe aprender a guardar como oro. Es un balance muy delicado y difícil de aprender.

Siempre he tratado de ser abierta y honesta con mi papá; sin embargo, hoy día hay muchas cosas que no le cuento. No es que no quiera compartirlas con él y no es que se las quiera esconder, pero una de las cualidades tan lindas de mi papá, que es su honestidad y su forma de ser directa, puede jugar un papel difícil para mí cuando se trata de los medios. Mi papá es muy abierto: si alguien viene a preguntarle algo, él va a responder sin problema porque no tiene nada que esconder ni siente la necesidad de hacerlo. Por ejemplo, si hubiese estado embarazada de mi ex esposo, quizá hubiese sentido la necesidad de darle la noticia solo cuando estuviese dispuesta a hablarlo con la prensa. Porque si a él le hacen una pregunta por el estilo, él la va a responder sin filtros. No comprende que hay ciertas personas a las que no debe hablarle de mi vida privada, entonces llega un punto en el que no sabe a quién le puede decir qué. Y es lógico, no tiene por qué saberlo. Pero desafortunadamente esa es mi realidad y, al ser así, sin querer es algo que nos separa un poco.

La verdad es que esto me dificulta el día a día y no le echo tanto la culpa a él sino más bien a la prensa. A veces me da pena porque él no tiene la malicia de darse cuenta de que hay personas que solo buscan sacarle información. Desearía que la prensa fuese un poco más discreta con mis padres y dejaran de molestarlos tanto. Ellos son grandes y merecen su espacio. A veces hasta siento que me pierdo oportunidades de contarle cosas, de emocionarme con él y de ver su reacción por alguna situación. Por ejemplo, ahora estoy saliendo con Toni Costa, a quien conocí en el programa Mira quién baila, y Papi públicamente ha dicho que a él no le gusta. A mí eso me pareció muy fuerte y me resulta aún más difícil tener que lidiar con comentarios íntimos como esos entre el público en vez de charlarlo entre nosotros.

Estas situaciones solo crean más distanciamiento cuando se trata de noticias muy personales. En este caso en especial me resultó difícil digerir su comentario porque Papi, siendo un hombre de campo, no fue juzgado al juntarse con mi mamá. Yo entiendo que soy su niña chiquita pero cuando dice esas cosas públicamente me duele un poco. Preferiría toda la vida tener una charla con él donde me dijera lo que piensa y con todo respeto escucharía y valoraría su opinión, como siempre lo he hecho.

Yo sé que al no contarle mis cosas personales estoy fomentando esa barrera invisible en nuestra relación y que, al no poder charlar abiertamente ciertos temas antes de que sean noticia pública, nos sentimos aislados el uno del otro. Se lo he explicado de mil maneras —hasta sus hermanos le han hablado— pero él es así y a estas alturas no va a cambiar.

Mami sí logró aprender a callar algunas noticias pero al principio le pasaba lo mismo. Comprendo que, además, es un aspecto difícil para ellos porque en el fondo lo que quieren es hablar abiertamente de todos sus hijos y hacer alarde de todos nuestros logros. Sé que su intención es buena pero no hay mucho que pueda hacer ya que el tema de cuidar mi privacidad viene de la mano de una carrera exitosa. Muchas veces mis padres me cuentan que reciben llamadas de reporteros con preguntas y que no saben qué responderles; yo les digo que simplemente no digan nada. No tienen por qué contarles a extraños cosas que les cuenta su hija en privado. Pero algunos medios son bastante complicados. Algunos hasta los engañan y ni se identifican como prensa.

Hubo un momento en que me distancié, hubo un momento en que me enfogoné, hubo un momento en que dejé de contarles las cosas, pero ahora lo veo de otra manera. Ya están grandes, yo no sé cuánto van a durar: ¿de qué me sirve mantener esa barrera constante? Sí, me protejo, pero a la vez daño un poco la relación que tanto aprecio. Así que he llegado ahora a una especie de balance: todavía me guardo ciertas cositas pero no todas. Y si se les escapa algo de lo que sí les cuento, a esta altura ya no me enojo porque comprendo mucho mejor la situación.

Otro tema que surge con una carrera como esta es el del dinero. Para mí, el dinero nunca ha sido una motivación para hacer un trabajo. Hoy día reconozco que necesito pagar cuentas, que me gustan cosas que no siempre son tan económicas y que para comprarme esas cosas que me gustan y deseo, así como las cosas necesarias, debo ganar dinero. Pero nunca me he visto involucrada en un problema económico con nadie.

De chica, el dinero que me entraba de los trabajos era administrado por mis papás: me parece que eso fue perfecto porque me dieron casa y carro, me pagaron la universidad y nunca me faltó nada. La primera vez que tomé más control de mis finanzas fue cuando me casé. Y desde ese tiempo para acá es que vine a tomar aun más consciencia del dinero porque ahora lo manejo yo con la ayuda de un asesor financiero. Al ser solo mi asesor y yo, he logrado aprender y tener mucho más claro cuánto entra, cuánto sale, cuánto debo ahorrar, cuánto necesito para vivir. Es algo básico que todos debemos aprender a una temprana edad porque brinda cierta independencia y seguridad. Tuve la suerte de haber aprendido y heredado la disciplina de mis padres y hasta el sol de hoy, con la ayuda de esa disciplina interna, he logrado evitar endeudarme. Siempre procuro pagar el saldo entero de mis tarjetas de crédito a fin de mes para no entrar en el jueguito de los balances e intereses.

Después de pagar mis cuentas y de tener lo suficiente para sobrevivir, me gusta compartir con los demás. Si mi familia no está bien, yo tampoco lo estoy, y qué mejor que compartir mis frutos con mis seres queridos. Además, mi familia es naturalmente generosa. No hay nadie que no esté dispuesto a darle al otro con los ojos cerrados, sin pensarlo dos veces. Nos repartimos lo que haya. Por ejemplo, Adilsa fue la que me cuidó cuando yo estaba enferma y es la que está a cargo de las refacciones de mi casa en Puerto Rico. Ella va a recibir a los trabajadores, les paga, está pendiente de cada detalle. Ella no tiene por qué hacer eso pero es un ejemplo perfecto de cómo nos ayudamos en mi familia. Entonces, si yo me entero de que ella necesita algo, yo feliz la ayudo y punto, sin esperar a que me lo pida, y sea lo que sea. En mi familia somos así. No esperamos nada a cambio y nos damos todo libremente.

Esa forma de ser también puede verse reflejada en la relación con mis fans. Hasta el sol de hoy disfruto dar un autógrafo o sacarme una foto con un fan. La gente que te admira te deja entrar a su casa sin saber quién eres. Esto lo comprendo ahora, razón por la que lo sigo disfrutando. Me vieron desde chiquita en las novelas. Me vieron crecer, me vieron con novios, me vieron sin novios, me vieron enferma, me vieron casarme y, por alguna razón, les caigo bien. ¿Por qué yo no puedo pararme y darle un beso, autógrafo o una foto a alguien que no tiene por qué dejarme entrar a su casa y hacerme parte de su vida? Lo disfruto porque sé que lo que yo hago de alguna manera toca la vida de esa persona.

ALGUNA VEZ ME PREGUNTARON si me gustaría volver a trabajar con alguien en particular. Me resultó interesante pensar en esa posibilidad y se me hizo difícil responder porque la verdad es que con todas las personas con quienes he trabajado he tenido muy buena experiencia. Me ha tocado trabajar con profesionales increíbles —tanto jóvenes como adultos— con los que he tenido una química buenísima y he aprendido muchísimo. Además, tener la oportunidad de trabajar con buenos actores me ayudó a desarrollarme como actriz porque hace una diferencia enorme hacer una escena con alguien que sabe lo que hace. Te empuja a ser mejor. En mi carrera he podido seguir sobresaliendo porque he tenido buenos compañero que me han ayudado a alcanzar ese nivel.

Hay mucha gente con la que me gustaría volver a trabajar. Pero si tuviera que repetir una experiencia o pudiera volver a elegir trabajar con algún elenco en particular, sería con las actrices de Amigas y rivales, entre ellas Ludwika Paleta y Angélica Vale. También lo haría con muchas de Locura de amor. Ambas fueron novelas frescas que quedaron grabadas en las mentes del público y que para mí son memorables por lo mucho que me divertí haciendo cada una. Sería un honor y un placer enorme poder trabajar con cualquiera de esas actrices maravillosas. También seria un agasajo volver a trabajar con el elenco de Alma de hierro: Alejandro Camacho y Blanca Guerra. Todos mis compañeros han sido espléndidos actores.

Junto a esas filmaciones también tuve vivencias importantes, tal como un noviazgo en México en el año 2001, que comenzó durante la grabación de Amigas y rivales.

Yo había ido a promocionar Amigas y rivales a un programa de televisión donde se encontraba un muchacho que me llamó la atención. Él también estaba presente promocionando su trabajo. Al finalizar el programa, los del canal nos invitaron a comer y ahí empezamos a charlar; se encendió una chispa de atracción entre nosotros y nos comenzamos a frecuentar. Yo acababa de terminar una relación que duró un tiempito largo con un muchacho muy bueno. Aparte de ser guapo, lo que me atrajo de este nuevo hombre en mi vida fue que no era el típico muchacho con quien yo normalmente salía. En general, lo mío era salir con niños más bien buenazos y tranquilos pero de pronto la idea de salir con alguien rebelde me llamó la atención.

Fue una relación que no debe haber durado más de dos o tres meses y él al principio me pareció súper encantador. Claro, cuando ya se me pasó ese deslumbramiento por lo desconocido me di cuenta de que había una razón por la que me inclinaba hacia los muchachos más buenazos: los rebeldes sin causa no eran para mí. Este muchacho no es una mala persona para nada, pero su forma de llevar la vida me resultaba muy ajena y no necesariamente concordaba con mi manera de pensar ni de ser. En realidad, al final era una cuestión totalmente personal. Curiosamente, fue durante esta relación que conocí a Fonsi por primera vez —aquella vez que fui con mi novio a saludarlo, ¡pues fue con este novio!

Al principio yo andaba deslumbrada con este muchacho pero a mi familia no le parecía que esa relación me hacía bien. Y al valorar tanto la opinión de mi familia, sentía que tenía un diablito que me decía una cosa y un angelito que me decía otra. Pero, aun queriéndolo, terminamos dando fin a esa relación. Sentía que éramos dos polos opuestos. Sí, eso es atractivo por un rato; a la larga, sin embargo, no funcionó. Había mucho drama y yo soy todo lo contrario. Mi privacidad es muy preciada. No me gusta exponer mis problemas en público y menos delante de gente de trabajo.

Nos costó terminar la relación de una vez por todas; la atracción era fuerte e intensa. Recuerdo que una de las veces que terminamos para luego volver fue por una de esas escenas dramáticas que a mí me daban ganas de esconderme de la vergüenza. Él se acababa de ganar un premio y había una fiesta en su honor para celebrar la ocasión. Yo estaba grabando hasta tarde ese día y no sabía si lograría llegar a tiempo a la fiesta. Como mi trabajo quedaba cerca del lugar donde se hacía la fiesta, me llevé un cambio de ropa y, al terminar de grabar, me arreglé y me acerqué al sitio, donde la fiesta todavía estaba en marcha.

Tan pronto entré al lugar, me provocó darme media vuelta y salir corriendo. Me sentí muy incómoda con la forma en que me recibió. Recuerdo que lo único que pensaba era: «¡¿Qué hago aquí!?». Me dio tanto coraje que lo saludé y al instante le dije: «Me voy». Eso lo interpretó como una provocación y comenzamos a discutir. Yo no sabía dónde esconderme de la vergüenza, pero decidí quedarme un ratito para que se calmara un poco y así aprovechar el momento que se distrajera para irme. Todo el mundo se percató de la escena pero igual logré escapar. En ese momento comencé a darme cuenta de que una relación así no era para mí.

Con todo y eso, terminamos y volvimos y terminamos y volvimos varias veces. Era una de esas relaciones que no me convenían pero la atracción podía más que todo. En uno de esos tiempitos en los que habíamos terminado, él dejó embarazada a una muchacha. Esa fue la señal que yo necesitaba para finalmente acabar con esa relación. Me costó porque realmente me gustaba mucho, pero sabía que sería lo mejor para los dos.

A los pocos meses de terminar lo volví a ver en una fiesta y recuerdo que tuvo la osadía de insinuar que yo le había hecho daño a él. Pero espera un segundo: fue él quien dejó embarazada a una mujer, no yo. No lo pude creer pero al mismo tiempo su comentario me reafirmó que había hecho lo correcto al finalizar esa relación. Desde entonces no lo he vuelto a ver ni se nos han cruzado los caminos. Pero no le guardo rencor. A la larga, no le guardo rencor a ninguno de mis ex. Cada relación sirve para aprender algo nuevo de uno mismo.

SIEMPRE APRECIÉ MI TRABAJO Y cuando me tocó ausentarme durante dos años por mi enfermedad, una de las cosas que me empujaba a salir de esa sentencia era la posibilidad de volver a trabajar. El trabajo siempre me ha resultado importante y me ha encantado. A pesar de que a veces uno puede sentirse agotado físicamente, la felicidad de hacer lo que a uno le apasiona vale oro. El primer trabajo que tuve después de mi ausencia de dos años fue en una novela que se llamó Bajo las riendas del amor. Pensé mucho en cuál proyecto escoger y en cuál sería el indicado, pero como siempre digo: «Papa Dios siempre me pone donde debo estar».

Al estar ausente del medio durante dos años, no sabía qué esperar pero el público me recibió con muchísimo cariño. Además, de inmediato me volví a conectar con un lado mío que se había apagado durante esos dos años y fue un alivio volver a encontrarme. Luego me salió la oportunidad de volver a México a hacer Alma de hierro. Pasé un año y medio en esa producción con un grupo de personas y un público que me recibió como si fuera una mexicana, una hija de México. Siempre me he sentido sumamente agradecida con ese público que desde el primer momento me recibió con tanto cariño, que cuando me enfermé me apoyó de una manera constante y que lo siguió haciendo cuando al fin regresé a trabajar. Me sentí y me siento agradecida de ser parte de esa familia mexicana.

Sí, esa ausencia no fue fácil y comenzó con aquel diagnóstico inesperado, ese momento en que se me dio vuelta el mundo entero.