Día sexto
Las cuatro y veinte de la madrugada. Rebecka está sentada junto a la pequeña mesa de la cocina en la cabaña de Jiekajärvi. Mira sus ojos reflejados en el cristal de la ventana. Justo allí fuera alguien podría estar mirándola sin que ella lo pudiera ver. De pronto aquella persona podría poner su cara contra el cristal y la imagen de su rostro mezclarse con la suya.
«Vale ya —se dice a sí misma—. No hay nadie ahí fuera. ¿Quién iba a salir a la calle con esta oscuridad y esta tormenta?».
El fuego chisporrotea y en el tubo de la chimenea el aire emite un tono largo y desolado, acompañado por el viento, que va en aumento afuera y el sonido sordo de la lámpara de gasóleo. Se levanta y añade dos troncos. Cuando hay tormenta hay que mantener el fuego con vida. Si no, la cabaña estará helada mañana por la mañana.
El implacable viento busca paso entre las grietas de las paredes y el marco de la vieja puerta de color ocre. Hubo un tiempo, antes de que Rebecka naciera, que aquella puerta estaba en la pocilga. Se lo había explica do su abuela. Y antes había estado en otra parte. Era una puerta demasiado bonita y estaba demasiado bien hecha para la pocilga. Probablemente primero estuvo en una vivienda que habría sido derribada. Y fue entonces cuando la puerta se aprovechó.
En el suelo están las alfombras de trapo de la abuela, en varias capas. Aislan y no dejan pasar el frío. La nieve que se ha amontonado contra las paredes también aisla. Y la pared que da al norte está más resguardada por un montón de leña cubierto por un toldo para protegerlo de la nieve.
Al lado de la chimenea está el cubo esmaltado para el agua con un cazo de acero inoxidable y un gran cesto para la leña. Justo al lado están las piedras en las que Sara y Lova han pintado un gato, encima de unos números antiguos de las revistas Allers y Land, para no manchar. Aunque naturalmente el de la piedra de Lova parece un perro. Está enroscado con el hocico entre las patas, mirando a Rebecka. Para mayor seguridad, Lova ha escrito «Chapi» sobre su espalda pintada de negro. Las dos niñas están durmiendo en la misma cama, con los dedos manchados de pintura y tapadas hasta las orejas con dos edredones. Antes de acostarse, las tres estuvieron desenrollando los colchones, sacando el aire frío que había en ellos. Sara duerme con la boca abierta y Lova se ha metido entre los brazos de su hermana mayor. Las dos tienen las mejillas rojas. Rebecka coge uno de los edredones y lo pone en la litera de arriba.
«No es mi trabajo protegerlas —se convence a sí misma—. A partir de mañana no hay nada más que pueda hacer por ellas».
Anna-Maria Mella está sentada en la cama con la lámpara encendida. Robert duerme a su lado. Tiene dos almohadas en la espalda y se apoya en el cabezal. En las rodillas tiene el álbum de Kristina Strandgård con recortes de prensa y fotografías de Viktor. El niño se le mueve en el vientre. Siente uno de sus pies.
—Eh, bicho —le dice masajeando el duro bulto que forma el pie—. No le des patadas a tu madre, que está mayor.
Mira una foto de Viktor Strandgård sentado en la escalera delante de la Iglesia de Cristal, en pleno invierno. En la cabeza lleva un indescriptiblemente feo gorro verde hecho a ganchillo. El pelo largo le cuelga sobre el hombro izquierdo. Le enseña su libro a la cámara, El Cielo, ida y vuelta. Ríe. Parece sincero y relajado.
«¿Le hizo algo a las hijas de Sanna? —piensa Anna-Maria—. Es sólo un crío».
Se empieza a angustiar por lo que va a pasar al día siguiente. El interrogatorio a las hijas de Sanna Strandgård.
«Sea como sea, tú tendrás un buen padre», piensa dirigiéndose al niño que lleva en el vientre.
De pronto se siente muy conmovida. Piensa en aquella pequeña vida. Completamente hecha y capaz de vivir, con diez dedos en las manos y en los pies, y una personalidad totalmente propia. ¿Por qué siempre le da por llorar y por exagerar? Ni siquiera puede ver una película de Disney sin que se ponga a llorar con desconsuelo justo en el momento más triste, antes de que al final todo se arregle. ¿De verdad que hace catorce años estaba embarazada de Marcus? ¿Y de Jenny y Petter? También son ya muy mayores. La vida pasa tan tremendamente deprisa. De pronto se ve invadida por una profunda gratitud.
«Realmente no tengo de qué quejarme —piensa dirigiéndose a algo allá fuera, en el universo—. Una familia maravillosa y una buena vida. Tengo más de lo que tengo derecho a pedir».
—Gracias —dice Anna-Maria sin dirigirse a nadie.
Robert cambia de postura, se pone de lado y se envuelve completamente con el edredón.
—De nada —responde Robert en sueños.