Día tercero
A las tres y cuarto de la mañana empieza a nevar. Al principio, con suavidad, y después con más fuerza. Por encima de las gruesas nubes, la aurora boreal se retuerce imprevisible por el cielo. Se desliza como una serpiente extendiéndose ante la mirada de las constelaciones.
Kristina Strandgård está sentada en el garaje situado debajo de la casa, dentro del Volvo gris metalizado de su marido. El garaje está a oscuras. Sólo está encendida la luz interior del coche. Kristina lleva puesta una bata acolchada y unas pantuflas. Tiene la mano izquierda sobre las rodillas y con la derecha sujeta con rigidez las llaves del coche. Ha enrollado varias alfombras viejas y las ha colocado tapando la ranura de la puerta del garaje. La puerta que da a la casa está cerrada con llave. Las ranuras entre la puerta y el marco están precintadas con cinta adhesiva.
«Debería llorar —pensó—. Debería ser como Raquel: "Se oyó un grito en Rama, llanto y grandes lamentos; es Raquel que llora por sus hijos sin querer consolarse; porque ya no existen." Pero no siento nada. Es como un papel en blanco arrugado. Yo soy la enferma de nuestra familia. Pensaba que no era así, pero yo soy la enferma».
Pone las llaves en el contacto. Pero sigue sin caerle ni una sola lágrima.
Sanna Strandgård está de pie en su celda, con la frente apoyada en los hierros que hay ante la ventana de cristal. Mira el sendero que va a lo largo de la fachada de plancha verde de la calle Konduktör. Bajo el cono de luz de una farola ve a Viktor de pie en la nieve. Está desnudo y lo único que tiene para cubrirse un poco son las alas, de color gris claro. Los copos de nieve le van cayendo encima como una lluvia de estrellas. Forman destellos con la luz de la farola. No se deshacen cuando entran en contacto con su piel desnuda. Levanta la cabeza y mira a Sanna.
—No te puedo perdonar —susurra ella, dibujando algo con el dedo en el cristal de la ventana—. Pero el perdón es un milagro que tiene lugar en el corazón. Así que si tú me perdonas a mí, a lo mejor…
Cierra los ojos y ve a Rebecka. Tiene las manos y los brazos cubiertos de sangre, hasta los codos. Estira los brazos y pone uno sobre la cabeza de Sara y el otro sobre la de Lova, a modo de protección.
«Lo siento tanto, tanto, Rebecka —piensa Sanna—. Pero eres tú quien debe hacerlo».
Cuando el reloj del Ayuntamiento da las cinco, Kristina Strandgård quita la llave del contacto y se baja del coche. Retira las alfombras de la puerta del garaje. Arranca la cinta adhesiva de la puerta que da a la casa, hace una bola y se la mete en el bolsillo de la bata. Después sube a la cocina y empieza a preparar masa para hacer pan. Le echa algo de linaza a la harina, pues Olof está un poco mal del estómago.