5.

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Ayer, Iolanda, cuando pedí permiso en el trabajo para acompañarte a la consulta en la Asociación de Diabéticos, y salimos muy pronto para no perder al médico, (tan pronto que la noche del río entraba con las luces de los barcos por el día de la ciudad) ayer, mientras caminábamos hacia la rotonda de Alcântara en busca de un taxi, sentí que la albura y la sombra se empujaban en la muralla del Tajo y que no era imposible que pasase una trainera bogando por la calle, con el patrón al timón y el farol de popa despidiendo clarores en el asfalto, como no era imposible que las casas de la Quinta do Jacinto echasen raíces de estuco en el agua, y te amé por permitirme vivir contigo el milagro de un poniente o de una aurora en la que los árboles se despeinaban de algas, y los petroleros adquirían la dimensión de catedrales, con santos, y cirios, y altares en la bodega, y las notas del canto gregoriano que salían con el humo por las chimeneas enormes. Amé tus hombros estrechos, tu nariz, que goteaba de gripe, la voz que se irritaba y me reprendía, las piernas delgadas bajo la gabardina, amé la fragilidad de tu cuerpo y tu modo de andar, doblada por la brisa de febrero, y amé, disculpa, tu enfermedad que me permite acompañarte, en la madrugada de Lisboa, como si formásemos a los ojos de los demás una pareja, a pesar de culparme de tu constipado y de lo mal que está el transporte, de exigirme que encontrase un taxi en la neblina que diluía los automóviles, y de gritar que me odiabas con los ojos pestañeantes, relucientes de fiebre, encima de los flecos de la bufanda. Yo trotaba en la rotonda haciendo señas a los coches, sin poder cruzar por culpa de los autobuses, venidos del sur, que bajaban del puente sacudiendo los flancos, y mientras gesticulaba me acordé de la aflicción de Doña María Teresa, una tarde, hace muchos años, en la Calçada do Tojal, (y la infancia surge delante de mí, indiferente a tu enfado, en esa mañana de Alcântara, como los huesos de los mártires surgen de las losas) cuando la zorra se escabulló de la jaula de los pájaros, atravesó el camino de grava, entró ladrando en la casa y derribó mesitas de pata de gallo y coroneles de Ingeniería fotografiados en Francia en la época de la guerra, los cuales caían en la tarima, sin un gemido, mirándonos con órbitas de heroísmo congelado.

La zorra, sin saber qué hacer, siempre entre ladridos, invadió la sala con un torbellino de pelos, y mis tías, que tejían tapetes en sillones chirriantes por el uso, iluminadas por el hilo de luz que atravesaba las cortinas, se levantaron a la vez y azotaron con las agujas al animal que se dio contra un péndulo e hizo desatar una andanada de carillones y de sollozos de cucos, y por fin, Iolanda, cuando estornudabas por tercera vez y sacabas pañuelos de papel del bolso, asomó una bombilla verde que navegaba en la rotonda detrás de un coche funerario, y yo, deseoso de agradarte, sin reparar en el tráfico, me eché a trompicones al asfalto, amenazado por guardabarros, por bocinas e insultos, la zorra dio una vuelta sobre sí misma y arrastró el paño de percal del canapé y un jarrón de porcelana que se hizo trizas en la tarima, el taxi se paró junto a nosotros, con el capó tembloroso, al mismo tiempo que tú abrías la puerta llamándome imbécil, culpándome de neumonías futuras, previniéndome, furibunda, No te atrevas a tocarme, y te acomodabas, sonándote, en el asiento, Doña Anita corrió hacia el canapé intentando salvar una concha de plata y un corazón de cristal pero tropezó con el cable de la estufa, se agarró a una silla que cayó de lado como un cadáver ya rígido, me advertiste, tirando de la ropa, Tienes el culo encima de la gabardina, estúpido, furgonetas que la neblina estiraba pasaban sin descanso cerca de nosotros, los semáforos oscilaban en la bruma, el olor de las alcantarillas crecía desde la muralla y se adivinaba el río por el mugido de los barcos, una segunda silla cayó en la alfombra que la raposa enredaba, la estufa comenzó a quemar un cortinaje que se retorcía esparciendo cenizas en el suelo, Un cubo con agua, imploró Doña María Teresa, temerosa de que los mayores ardieran en las cómodas, Perdona, te dije yo, con las nalgas levantadas, volviendo a cerrar la puerta donde mi abrigo se enganchara, Doña Anita, sentada en el suelo, buscaba las gafas a tientas, y la zorra se escabulló hacia la primera planta, añorante de la jaula en el jardín y del muro en el que se veían por la tarde los rebaños desde lo alto del Tojal, cuidados por pastores que conversaban con las ovejas en un lenguaje de silbidos. Una fila de automóviles protestaba detrás de nosotros, y en la neblina que se disolvía y mostraba edificios, calles, una pastelería de la que retiraban las contraventanas, distinguí, hacia la Avenida de Ceuta, el guante de un policía simultáneo al ronquido del faro, el trabajo de los motores y las patas de la zorra que resbalaban en los escalones:

—¿Adónde van, finalmente? —se impacientó el chófer tamborileando los dedos en el volante.

—Estupendo, me has arrugado la falda —rezongaste tú mostrando un pedazo de tela—, voy a llegar preciosa a ver al médico.

La cortina acabó de consumirse, se desprendió de las argollas y flotó en la habitación soltando esquirlas de carbón a medida que la estufa comenzaba a devorar la alfombra en la que descansaba la mesa del comedor con la bandeja con plátanos y naranjas que nadie comía en el centro, y que desprendían, al inclinarnos sobre ellos, un aroma desvaído. Doña María Teresa subió las escaleras en pos de la zorra, y Doña Anita, que había encontrado las gafas pero sin una de las lentes, contemplaba a los militares con una desolación infinita, ajena a la estufa que roía uno tras otro los dibujos de la alfombra, y oía el entrechocar de las hojas de los árboles que la ausencia de viento y la llegada de la noche serenaban. Los coches encendían los faros a nuestras espaldas, el guante del policía con un silbato entre el índice y el pulgar, se volvió frenético, la neblina se disipaba y mostraba nuevas calles, carriles de tranvía, un indicio de color en las chimeneas y en los tejados.

—A la Asociación de Diabéticos, tenemos que estar allí antes de las nueve —le informé al chófer que se revolvía en el asiento, harto de nosotros, respondiendo al policía con gestos de disculpa—. Si perdemos la consulta, en el mejor de los casos habrá que esperar dos meses.

—Por suerte los retratos de papá no se rompieron —se consoló Doña Anita revolviendo cascos—, por suerte no les pasó nada a las fotografías de Verdún.

—A la Asociación de Diabéticos, haberlo dicho antes —suspiró el chófer dando un giro desalentado y perdiéndose, en la mañana clara, sonora de matices, con una última nube que se escapaba hacia Algés, en medio del enjambre de automóviles que daban la vuelta a la rotonda y adonde el guante del policía no consiguiese ir a buscarlo— Si me meten una multa por su culpa lo reviento.

El sol rozaba la palmera de Córreios, uno de los radiadores de la estufa, exhausta de masticar lana, reventó con un estallido y amortiguó su brillo, Doña Anita, inclinando la cabeza hacia la izquierda por causa de la única lente, como un tucán tuerto, hacía inventario de cascos con la punta del zapato, se oía el galope de la zorra, oratorios que se precipitaban sobre la tarima y pulverizaban mártires de barro, y Doña Mana Teresa gritaba Llamad a la Legión y llamad a Fernando deprisa antes de que al animal se le ocurra subir al desván, pero pasamos el control del policía sin que el guante, Iolanda, se interesase por nosotros, y circulamos hacia la Praça de Espanha dando la espalda a los trenes de Alcântara y a los barcos del Tajo, el sonido del faro enmudeció, un barrio de chabolas surgió tras viviendas a las que les faltaban paredes. Vallas publicitarias, clavadas a ambos lados de la carretera, se escurrían hacia nosotros, y tu perfil malhumorado viajaba sin mirarme por la miseria de Lisboa que se desdoblaba en cines, tiendas, garajes y edificios de un mal gusto chillón. El chófer se desviaba de un carril al otro, evitando camiones con infracciones sucesivas, y a las palabras de su hermana Doña Anita fue hacia el teléfono, colocado encima de la guía y de una libretita con los números de la carnicería, de la costurera y del panadero, al mismo tiempo que un san Expedito rodaba por las escaleras perdiendo un miembro a cada salto, y yo buscaba dentro de mí palabras que me disculpasen por haberte arrugado la falda, por haberme sentado sobre la gabardina, por atropellar constantemente tu vida con mi inepcia, y transcurrida media hora a lo sumo, Iolanda, cuando el sol se deslizó por la palmera, y el interior de la casa se fue asemejando a una ciudad bombardeada, a pesar de los coroneles que la defendían atrincherados en las molduras de carey y de alpaca, escuché un ruido de botas que marchaban por la cuesta que separaba el portón del umbral de la casa, escuché voces, toses, órdenes, una llave lidiando con la cerradura, y el Señor Fernando, con uniforme de la Legión, con ros, botas de montar, espuelas y pistola en ristre, surgió en la sala acompañado por unos diez milicianos con fusil en bandolera, que saludaron a Doña Anita, ocupada en intentar reconstruir un Moliere de porcelana, y se desparramaron por las habitaciones, disparando sin descanso en busca de la zorra fugitiva. El chófer, después de insultar a un tranvía cuyo trole se había despegado del cable y, negándose a andar, produjo un atasco en un callejón, paró el coche y desconectó el taxímetro enfrente de la Asociación de Diabéticos, en cuya entrada se acumulaba, frotándose las manos de frío, un coágulo de enfermos, y yo llevé los dedos a la chaqueta para pagarle, no sentí nada, descubrí que con la prisa me había olvidado la billetera en la Quinta do Jacinto y no traía más que calderilla, mezclada con papeles y cajas de fósforos, en el bolsillo de la cazadora. Tú sujetaste la manija para salir del coche, el conductor esperaba, tomando notas en un bloc, uno de los milicianos reventó a balazos la lámpara del comedor, que se deshizo en el suelo, el Señor Fernando avisó a los patriotas Acaben la batahola que el bicho está arriba, el agua de un tubo brotaba a chorros por detrás de la cortina, empapaba la alfombra y avanzaba hacia las baldosas de la cocina, y el chófer, muy calmo, dejó el bloc en el asiento, torció el tronco y preguntó, con una voz enternecida:

—Se ha olvidado de la cartera, ¿eh?

Los diabéticos entraban a la finca de la Asociación apretada entre edificios en obras, una mujer con bata y toca acechó por una ventana, y yo, comprobando de nuevo el contenido de los bolsillos, imaginaba despachos llenos de talonarios de recetas, de instrumentos quirúrgicos y de escritorios de desechos, salas de espera repletas de gente con el aviso No fumar pegado con papel celo a una pizarra de corcho, microscopios, cobayas, espitas de Bunsen, y, presente en todas partes, en los consultorios médicos, en la sala de espera, en el laboratorio, en el pasillo y sobre todo en los retretes, el perfume a crisantemos de la diabetes que se insinuaba en la estructura de piedras y arena a través de las imperfecciones del revoque. Y me vino a la cabeza que hay momentos, mi amor, cuando no estoy contigo, en el trabajo, durante la comida, en el vestíbulo de la empresa, en las fotocopias que sello, en el autobús hacia casa, en los que encuentro en mi cuerpo, en mis ropas, en mi aliento, el olor a crisantemos que desprendes, de tal modo que me siento tan cerca de ti como si te habitase, como si fueses, como tanto deseo, mi único alimento, mi País, mi ciudad, mi hogar, como si tu sangre iluminase mi voz y yo caminase, en la Quinta do Jacinto, guiado por el incienso de tus ojos, al encuentro de un pecho joven que me espera. El chófer se estiró con una sonrisa interminable:

—Seguro que tampoco ha traído ningún documento de identidad, ¿no?

Y en esas ocasiones, Iolanda, y sólo en esas ocasiones, cuando mis cincuenta años se alejan de mí y me liberan, dejándome suelto, desenvuelto, seguro, fuerte, sin miedos, sin dudas, mi existencia adquiere una limpidez matinal, un sabor a agosto, una textura que me tranquiliza, me madura y justifica, permitiendo que los nervios se aflojen y consiga dormir, no digo ya en el nido de tu ternura, sino por lo menos en tu aceptación de mí, extendido a tu lado, sin tormento ni dolor, como bajo el chubasco de sombras de los sicómoros en verano, respirando el perfume de los crisantemos.

—Y yo le doy mi dirección y después por la tarde va a Cabo Ruivo a pagarme la carrera, ¿no es así? —preguntó el chófer ahora vuelto por completo en el asiento, con la mano abierta en mi rodilla, apretándome los huesos—. No trae documentos que prueben quién es pero yo puedo quedarme tranquilo, vaya, porque al llegar a casa lo primero que me ocurrirá será encontrarme con el sobre con el dinero y la propina, pues el amigo es la persona más seria de este mundo, metido en el buzón, ¿no?

Los diabéticos continuaban entrando a la Asociación para la consulta, metidos en largos impermeables tristes, un tipo con pajarita se inclinó a preguntar ¿Está libre?, y los legionarios, que disparaban sobre las soperas de la Compañía de Indias y las fotografías de los militares, se precipitaron hacia las escaleras, detrás del Señor Fernando que chillaba Impedidle llegar al desván, impedidle llegar al desván, blandiendo la pistola de guerra que se dilataba y encogía pulverizando los florones del techo.

—Estar libre o no —respondió el conductor sin soltarme la rodilla— es un problema que depende de este caballero.

Un ropero se rompió hasta detenerse contra el arco de la sala, reducido a un montón de tablas y de perchas de alambre y de madera. Alguien le había dado cuerda al gramófono que entonaba ahora, equivocándose en las notas, el himno italiano, las botas corrían por el piso de arriba, un segundo ropero se derrumbó por las escaleras en un impulso suicida, una voz se quejó a gritos La puta de la zorra me ha mordido, y el chófer, que me trituraba los cartílagos, dejó repentinamente de sonreír:

—Tiene treinta segundos para acabar con la fantochada. Y la niña quietecita y tranquila que la conversación es con su papá.

—No es mi padre, es mi padrino —dijiste con una mezcla de furia, de desconsuelo y de vergüenza, desprendiendo una vaharada de velatorio. Y yo disminuí enseguida de tamaño, engurruñado en el asiento, ofendido en mi amor por ti, sujetándolo contra el pecho como una prenda que nadie acepta recibir.

—Padrino y ahijada, qué gracioso —declaró el chófer mientras me machacaba los músculos del muslo y buscaba el encendedor y el paquete de cigarrillos en el salpicadero con la mano libre—. Pues mira, rubita, si tu viejo no consigue la pasta nos vamos de aquí derechos a la policía, y hasta es posible que el comisario os case.

La música del gramófono se volvió de tal manera estridente que ahogaba los gritos, los tiros, el temor de mis tías a que la zorra se escapase al desván y la saña de los legionarios en el pasillo. La casa vibraba con los bombos del himno, Doña Anita, con el rodete que se le deshacía, parecía desplazarse al ritmo del tambor, la estufa derretía una muñeca de plástico, un refuerzo de patriotas entró por la puerta a destruir con la bayoneta los retratos que aún quedaban, los médicos observaban radiografías y muestras de sangre mientras las enfermeras preparaban jeringuillas de insulina, los patriotas, con granadas en la cintura, subían y bajaban los escalones, el de la pajarita, formando equipo con el chófer, proponía el Gobierno Civil para el casamiento, y en esto el Señor Fernando, con el ros en la nuca, apareció en la sala con la zorra colgada por la cola, y yo retrocedí del susto, hasta la rinconera de los vasos y las copas, a la vista de la nada de sus ojos.

Iolanda, mi amor, domingo de mi vida, te quiero. Te quiero y creo, tengo la pretensión de creer, que entiendo tu impaciencia, tus mosqueos repentinos, tu alternancia de inteligencia y estupidez, de abandono e ímpetu, de inocencia y de malicia, que entiendo tu resistencia a hablar, tus arranques infantiles, tu asco de mí. Mi edad y mis patas de gallo se interponen entre nosotros como un muro que te impide estimarme, separados por años y años de experiencias y sustos que no compartimos, que no podremos compartir. Y sin embargo, querida, comprendo tan bien cuando por la tarde tu rostro se oscurece y se vela, cuando te sientas a la mesa para comer con malos modales el pollo o el sargo de tu tía, cuando dejas la servilleta en la mesa, empujas la silla y te encierras en el cuarto sin explicaciones ni disculpas, mirando el río más allá de los trenes, de las gaviotas y de las Ruas tímidas, aguilón tras aguilón, con la inminencia de la noche.

Iolanda, te quiero. Te quiero en tu imposibilidad de comer dulces que transformas en una decisión personal, en una deliberación activa, quiero las pupilas que comienzan a empañarse con cataratas, los riñones que sufren en silencio, la protesta del páncreas. Te quiero con la infinita, extasiada piedad de la pasión, te quiero cuando sudas en tu sueño, y yo bebo cada gota de ti recorriéndote poro a poro con la avidez de la lengua. Mi vida, con sus ansiedades y sus misterios aún sin aclarar, con la ausencia de mis padres durante mi infancia, el vecino ilusionista, el desván donde resonaban pasos, dejó de ser un enigma para mí desde que te encontré, de tal modo que el pasado me surge tan claro como el episodio de ayer, en el taxi, frente a la Asociación de Diabéticos, y que terminó cuando una empleada vino de dentro a confirmar quiénes éramos y a prestar el dinero del taxi para disgusto del de la pajarita que aguardaba con esperanza mandíbulas partidas y porras por el aire. El pasado me surge tan claro que no necesito cerrar los ojos para ver de nuevo al Señor Fernando que baja las escaleras con la zorra por la cola, seguido por su grupo de patriotas con fusil, a mis tías que fallecieron hace mucho tiempo de males indescifrables, la casa devastada, sin luz, con agua cayendo por las cortinas, con agujeros de bala en la pared, que dio lugar a un salón de belleza o a una carnicería, y el gramófono tan real que supongo siempre que lo oyes si te callas de golpe, con la cuchara suspendida sobre la sopa, como un flamenco, el gramófono que recomienza el himno con una pompa de cornetas, esparciendo ondas de música sobre las cómodas rotas.