3.

3.

A veces, Iolanda, cuando finalmente se calla la campanilla del paso a nivel, los perros de la Quinta do Jacinto salen en tropel hacia el río atraídos por un olor a pescado, el motor de las traineras se para con la inminencia de la aurora y se escucha el mudo, prolijo trabajo de la carcoma en el silencio de la casa,

a veces, cuando tomo conciencia de la mañana en el primer ámbar de los espejos vacíos, labrados por las lágrimas de la noche, cuando tu cuerpo surge de la oscuridad, bajo la sábana, como los sillones de agosto en una casa desierta, y tus hombros y tu nariz nacen de la sombra, semejantes a corolas muertas en la almohada,

a veces, mi amor, cuando es definitivamente día, cuando el despertador va a sonar, cuando las chancletas de tu padre atraviesan la tarima, estremeciendo armarios, para beber un vaso de agua en el fregadero de la cocina, y tu tía trajina en el dormitorio vistiéndose con movimientos de crisálida,

a veces, cuando me sumerjo en el colchón, maldiciendo la historia que cuento, segundos antes de que la campanilla del reloj me llame a gritos para el empleo del Estado,

me ocurre que te odio

perdona

como se odian los vecinos de abajo, una pareja de jubilados que se insultan entre dientes en medio de un pandemónium de cacerolas y cacharros, y a quienes visité, un domingo después de comer, por orden de tu tía, tan solidaria con los demás, tan enemiga de mí, con la intención de desatascarles, con un alambre terminado en gancho, el retrete averiado de un apartamento donde sobraban cosas, con comadrejas disecadas en lo alto de las cómodas, y un canario que trinaba en su jaula delante de una hoja de lechuga. Inclinado ante el inodoro, en cuclillas en las baldosas sacando inmundicias del desagüe, sentía a los viejos detrás de mí, susurrando despechos por los incisivos estropeados, y al tirar de la cadena, probando el resultado de mis maniobras, creí percibir, por el rabillo del ojo, dedos que se extendían para estrangular un cuello y un destornillador que se clavaba en un muslo y atravesaba de golpe el tejido del albornoz. La descarga de agua desbordó con un remolino explosivo, se expandió por la alfombra de la sala, y la pareja, dejando de destriparse con las pinzas del hielo y los cubiertos para el pescado, volvió su furia contra mí que intentaba detener, con las rodillas empapadas, la hemorragia de la cisterna con la toallita del bidé. Me acuerdo, Iolanda, de haber resbalado en el suelo y de haber caído en una poza que crecía, arrastrando una pila de revistas hacia el dormitorio, me acuerdo de una mesita, cargada de objetos de estaño, que comenzó a oscilar como un barco erguido por los caprichos de la marea, me acuerdo de los jubilados, con algas por la cintura, descompuestos de fastidio, y de haber sido expulsado a escobazos hacia el rellano junto con un aluvión de bajamar (cestos rotos, botas sin suela, cascos de botella, latas de conserva y medusas pútridas), hasta anclar en el delantal de tu tía que miraba desde arriba, con los brazos cruzados, sacudiendo la cabeza del disgusto. Aún hoy, mi amor, se habla en Alcântara del mobiliario de una casa de la Rua Oito, que decidió irse, un domingo por la tarde, camino del Tajo, llevándose consigo una vajilla con paisajes chinos y a un funcionario público, amancebado con una estudiante de Liceo, que temblaba de pavor.

En la vivienda adonde me llevaron, después del fallecimiento de mi madrina, no había viejos que se odiaban, ni baratijas de estaño, ni pilas de revistas antiguas. Quedaba en el número tres de la Calçada do Tojal, cuesta que en esa época se perdía en quintas y colmenas (un zumbido de abejas se cernía por el aire y el día se velaba de alas), y las ramas de las glicinas, rebosando de los muros a los que les faltaban ladrillos, rasaban la acera con los racimos. A treinta o cuarenta metros se alzaba la palmera de Correios, y un poco más adelante, en dirección a las Portas de Benfica (un par de castillitos de juguete prolongados por garitas corroídas por el tiempo), se situaba la vivienda donde un hombre barbudo tocaba el violín, tañendo el instrumento con gemidos crueles. Un día festivo cualquiera, hace meses, tomé en el Arco do Cego, delante de un cine cerrado, con la platea que se deshacía detrás de la reja de hierro, un autobús hacia mi infancia, y viajé por calles desconocidas bordeadas de edificios opacos, todos idénticos, en los que no reconocí una sola fachada, hasta desembocar en un barrio habitado por salones de peluquería y consultorios de ortodoncia, y en cuyas esquinas me perdí. No di con la palmera ni con los muros de glicinas, el zumbido de las abejas no oscurecía el cielo, fincas de diez plantas habían engullido a las quintas o nacido de las fresas y de las coles plateadas por la baba azul de los caracoles. Descubrí, después de andar kilómetros alrededor de oficinas de cables eléctricos, una placa atornillada a la pared, al lado de un taller de modista, que anunciaba Calçada do Tojal, y no obstante, Iolanda, ya ni la cuesta existía, aplanada por excavadoras gigantescas: sólo balcones y balcones, estores y ventanas de aluminio y un señor de edad paseando a un perrito que alzaba la pata junto a los automóviles de la plaza. De modo que regresé al cine del Arco do Cego sintiéndome un hombre sin pasado, nacido cuarentón en un asiento de autobús, inventando para sí mismo la familia que nunca tuviera en una zona de la ciudad que jamás existió. Y así anoche, por ejemplo, al hablarte de mis tías, me vino a la cabeza la sensación ingrata de mentirte al crear enredos sin nexo a partir del vacío de parientes y de voces de mi vida pretérita. Y me abatí en la almohada con un vértigo de horror, avergonzado de mí, escuchando las frases que musitas en las sábanas cuando conversas con una realidad que no me pertenece.

Sea como fuere, Iolanda, la casa de la Calçada do Tojal que guardo en la memoria, vibrando durante la noche, en Alcântara, junto a este río que detesto, era una vivienda de tres plantas tras una verja con lanzas y un pedazo de césped con arbustos que agitaban los minúsculos miembros de los tallos, y provista, en la parte trasera, de una jaula de pájaros con un arabesco en forma de loto, donde una zorra, de ojos atribulados, trotaba con una ansiedad sin nombre. Muchos años antes de mi nacimiento el casero había dividido la casa en dos: la familia de mi madre ocupaba el lado izquierdo, que daba a la palmera de Correios, y en el lado derecho habitaba un ilusionista cargado de hijos que provenían, ya adolescentes, mediante un simple chasquear de dedos, de su chistera de mago. En agosto, con chaqueta y condecoraciones de pacotilla en el pecho, el artista partía con un circo de gira por la provincia, y yo me asombraba de ver en la Calçada un cortejo de carromatos pintados, con jaulas de las que surgían pescuezos de jirafas y rugidos de leones, con equilibristas que lanzaban al aire bolas a rayas y con payasos que me hacían señas de adiós con sus guantes infinitos. La mujer del mago iba a despedirse al muro, rodeada de niños, al son de un pasodoble festivo de la orquesta del circo, y en ausencia del ilusionista los hijos continuaban naciendo, con el parto subrayado por un redoble de tambor, bajando del vientre materno para dirigirse por su propio pie, con el cabás bajo el brazo, camino de la escuela.

Nunca visité, Iolanda, la casa del mago, seguramente abarrotada de cajas, revestidas de estrellitas, en las que se encerraban señoras elegantes que reaparecían sonrientes, después de media docena de pases magnéticos, en una caja vecina, con hojas de periódico que enrolladas en forma de cono contenían en su interior todas las banderas del mundo, y con cuerdas cuyos nudos se hacían y deshacían a una señal de la mano. La convivencia con lo sobrenatural me aterraba, y si me encontraba solo creía oír, a través del tabique que separaba las dos mitades del edificio, un olor demoníaco a azufre y los aplausos de una platea rendida a un truco cualquiera, cuyo secreto rozaba el borde escurridizo y peligroso del milagro o del pecado. De modo que me sentía más a gusto en el lado en el que la familia de mi madre vivía, salas y salas inmensas en una penumbra árida, pobladas por retratos de militares, grabados que representaban caballos al galope, y relojes de péndulo de cobre que tocaban a horas desiguales, como si el tiempo cojease de cansancio en las esferas trabajadas.

Lo que primero me impresionó en la Calçada do Tojal fue la ausencia del mar, sustituido por el rumor de los árboles y por las trepadoras que hacían sonar los cascabeles de los pétalos. Un silencio que olía a siamés y a encaje de tapete se estancaba en los pasillos proveniente del agua de los floreros que nadie cambiaba, y haces de luz surgían de debajo de las puertas y revelaban los dibujos de la alfombra de la primera planta en la que estaban los dormitorios, cada cual con su cómoda con espejo y un aroma a bizcocho y a tila. En medio del pasillo había una escalera hacia el piso de arriba adonde me prohibían subir, y la claridad de la planta baja moría en los escalones entre una polvareda difusa.

Aquí en Alcântara, Iolanda, lejos de la palmera de Correios y de los huertos que trepaban hacia el cementerio, separados por empalizadas de tablas, la dimensión de las ventanas y el aliento del río impiden a las sombras instalar sus amenazas, sus secretos y sus murmullos en las habitaciones que aguardan la creciente a fin de deslizarse hacia el estuario. Pero en el extremo opuesto de la ciudad, donde las chimeneas de las viviendas eran los únicos mástiles posibles y sólo las alubias se fruncían en olitas domésticas que el apetito de las orugas disolvía, todo se me figuraba inmenso con una densidad extraña, próxima a la sorpresa y al sueño. Por lo menos, mi amor, es así como recuerdo mi vida cuarenta años después, ahora que he crecido, he ganado arrugas y la boca te recorre la nuca sin atreverse a un beso, ahora que mis manos te ciñen la cintura y siento las costillas dilatarse y contraerse según respiras a la manera de las varillas de un abanico unidas por los pliegues de los músculos. Y es de esa manera como recuerdo mi vida en casa de la familia de mi madre, con mis tías, mi tío y los retratos de los militares en las repisas, mirándome fijamente, con fusta y espuelas, con una severidad que los lustros se encargaron de atenuar. Después de la cena mi tío me llevaba a la pastelería de enfrente de la iglesia yo, con un vaso de limonada en la mano, asistía a su conversación con la bronquitis de los amigos que escupían los pulmones en el pañuelo entre sorbitos de café. Los barriles de cerveza emitían suspiros en los que burbujeaba la presión del gas. Un grupo de damas pintadas, con pendientes de perlas falsas, se arreglaba los mechones alrededor de una tetera, y mi tío, con un cigarro en la boca, les guiñaba el ojo estirándose, como un palomo, en la holgura del chaleco. Acabábamos saliendo a buscar el rastro de su perfume y en una ocasión una de ellas, casada con un veterinario que trabajaba en Santarém, se separó de las restantes abrochándose la chaqueta y fue caminando despacio a lo largo de las mercerías y de las panaderías de la Estrada de Benfica, con los tacones de los zapatos que se nos clavaban como escarpias en la exaltación del pecho. El cigarro de mi tío apuntaba hacia sus nalgas como un arpón, el codo no paraba de machacarme los riñones, y creo no exagerar, Iolanda, si digo que se escuchaban, por el lado de la Calçada do Tojal, el pasodoble de la orquesta del circo y las carcajadas de los payasos que llamaban al ilusionista de los carromatos, a fin de partir con sus jirafas tristes y sus leones de alfombra, para levantar la cúpula de lona en aldeas olvidadas. La dama de la lechería entró en un edificio antes de la Junta de Freguesia, encendió la lámpara del vestíbulo, mi tío, tirándome de la manga, aceleró el paso y crujieron las suelas, el pasodoble creció con un estruendo de trombones, y nos encontrábamos frente a la casa, guiñando el ojo y empujando la puerta, cuando el cortejo de los carromatos de los artistas circuló por la carretera, a pocos metros de nosotros, con un domador con sombrero hongo y látigo metido en una jaula, y los niños que pedaleaban en una sola rueda y dibujaban círculos graciosos en el tejadillo de la taquilla, lanzándose una infinidad de argollas. El coche de delante, cubierto de carteles, en el que viajaba el director, frenó emitiendo silbidos, los otros se inmovilizaron soltando globos que se enredaron en los plátanos o se evaporaron en las tinieblas, la jirafa palpaba la oscuridad con la antena del pescuezo al mismo tiempo que la orquesta atacaba en sordina, en un camión descubierto, un vals de amor dirigido por un maestro que azotaba a los clarinetes con la batuta. Y entonces, Iolanda, el ilusionista saltó del quinto o del sexto carromato soltando ases y conejos de los bolsillos, corrió hacia el vestíbulo donde estábamos mi tío y yo, la señora del veterinario, vibrando en medio de los tiestos de la entrada, dejó caer la chaqueta y apareció casi desnuda por debajo de él, entre los aplausos de los enanos, el ilusionista, iluminado por un foco violeta, subió las escaleras, la tomó en brazos mientras ella, colgada de sus hombros, alzaba la mano con un arabesco como el de los trapecistas saludando al público al final de sus números, subieron al camión de la mujer barbuda y del burro amaestrado que adivinaba el futuro, espectadores en pijama, despiertos por la música, echaban serpentinas desde los alféizares, a una señal del director de circo el cortejo se puso de nuevo en movimiento bajo cohetes de lágrimas, lluvia de confetis, bostezos de tigres y exclamaciones de funámbulos, el maestro, moldeando las notas con los dedos, inició una marcha militar, y la caravana se evaporó en la noche hasta no quedar en la calle más que una ilusión de música, reflectores que buscaban a los artistas que ya no estaban, espectadores que cerraban las ventanas para volver a la cama soñando con equilibristas y perrillos amaestrados, y mi tío y yo solos en la acera, con la boca abierta, sacudiéndonos restos de serpentinas como tú sacudes mis besos, si me atrevo a tocarte la mejilla en un arrebato de ternura. Permanecimos allí minutos eternos mientras el universo se recomponía a nuestro alrededor, las lámparas del circo, suspendidas de los árboles como manzanas, morían despacio y las cosas retornaban al humilde, cotidiano, resignado orden de costumbre. Las farolas de la calle renacieron, la muestra de la panadería sollozó en los tubos fluorescentes, el primer murciélago acometió a las mariposas de un candil por encima de una joyería muy pequeña, mi tío encendió otro cigarro, declaró, con una voz en la que se adivinaban las semillas amargas de la desilusión

—En el mundo lo que no faltan son mujeres

y seguimos hacia la Calçada do Tojal bajo una tristeza tibia hasta que la vista de las buganvillas y el zumbido de las abejas me serenó, y me dormí mecido por las horas de los relojes, soñando con los militares en los marcos de alpaca, tal como aquí en Alcântara, al desmoronarme por fin en la almohada, junto al desprecio de tu cuerpo, sueño con la fiesta de nuestra boda en un salón repleto de tus compañeras de Liceo, cada cual inflando un chicle color rosa, mientras el campeón de karate da palmadas a los amigos y tu familia, en un rincón, se aglutina como un racimo resignado.

Al contrario de mi tío, mis dos tías, que enseñaban el catecismo en la iglesia a niños prometidos a un futuro de diáconos, se negaban a frecuentar la lechería, a la que consideraban una especie de antesala del infierno repleta de caballeros viciosos, bebiendo agua mineral y discutiendo de nalgas y fútbol. Gastaban el tiempo en casa abismadas en la penumbra de los sofás, y de vez en cuando sacudían los muebles con plumeros, sordas a los tauteos de la zorra que giraba en la jaula la aflicción de su pasmo. Eran ambas hermanas de mi madre, no se habían casado, una de ellas, la mayor, se llamaba Doña Maria Teresa y no sonreía nunca: si estuviese viva, Iolanda, reprobaría mi insensatez por venir a vivir contigo, pero puede ser que su hermana, Doña Anita, que me fue a buscar a Ericeira y se preocupaba por mis constipados, irrumpiendo en el cuarto a cada estornudo, como si un muelle la impulsase desde el piso de abajo, me perdonase con un fruncimiento de su nariz de tortuga, acabada en un cartílago bifurcado. Y tal vez tampoco mi tío la aprobase, irritado por tu aliento de jacintos de diabética que comprueba todos los días, en el cuarto de baño, con una cintita, la coloración del pis. Y sin embargo, querida, la opinión de ellos no alteraría mi decisión porque te quiero, como no me importan las muecas de tus amigas o la guasa de los camareros en el restaurante cuando, los domingos, cenamos fuera en la cervecería de la rotonda, donde los cangrejos y los centollos, con las pinzas atadas con cuerdas, se atropellan en un acuario revirando hacia arriba los botoncitos de barniz de las pupilas, como Doña Maria Teresa reviró las suyas al preguntarle, meses después de instalarme en Benfica, una tarde en que ella avivaba con un rociador las plantas de la sala, por lo que le había ocurrido a mis padres.

Al igual que hoy tu enfermedad, Iolanda, me sorprende, con sus temblores, sus desmayos, sus sudores, su olor a pétalos pisados y su subterránea e intensa comunicación con la muerte, que te envejece por dentro como si los órganos, el corazón, el estómago, el hígado, antiquísimos y podridos como los de los héroes en las criptas, se descompusiesen bajo la victoriosa juventud de la piel, también en la época de mi infancia, en Ericeira primero y en la Calçada do Tojal después, mis padres constituían un absoluto misterio para mí. Nunca me hablaban de ellos, no existía una fotografía suya entre las jarras de porcelana con hojas de plátano, las molduras de militares y los óvalos de plata con niños en triciclo con un fondo de retamas y bisabuelas orondas, y yo los imaginaba viviendo en África o en Macao, rodeados de chinos delante de barcos de velas de pergamino encallados en la margen de un río. Si después de cenar, echado en la cama sin conseguir dormir, escuchaba a los perros pastores del Español, sentía en el viento la bajamar de sus voces susurrándome consejos que no podía entender. Doña Maria Teresa torcía en silencio sus ojos de langosta, Doña Anita se afligía por mi delgadez y me ofrecía galletas que sabían a tiza, mi tío, el Señor Fernando, guiñaba el ojo a las damas y hablaba de su hermano mayor, el Señor Jorge, preso en Tavira por conspirar contra el Gobierno, en un cuartel junto a la playa en el que el son de las cornetas se humedecía de espuma. Me preocupa que tú, nacida en Mozambique en el año de la Revolución, no puedas entender la época de mi juventud en la que los hombres vestían, los domingos por la mañana, el uniforme de la Legión portuguesa y marchaban por las calles de Lisboa, me preocupa, porque te aleja de mí, que no hayas conocido las procesiones, los himnos, los discursos, los cafés rebosantes de uniformes que gritaban canciones guerreras en torno a las copas de coñac, con funcionarios de la Policía Política anotando en libretas a los presuntos comunistas. Aun el Señor Fernando, hijo de un brigadier héroe de las sublevaciones monárquicas, bajaba el tono de voz y consideraba a los agentes con una especie de respeto incómodo, olvidado de las damas que abrían ojos desorbitados, extasiadas, tostada en mano, ante las condecoraciones de los patriotas. Es que mucho antes de que tú nacieras, Iolanda, en una ciudad de boas, misioneros y negros, Lisboa era un tiovivo de milicianos orgullosos e inútiles, de multitudes de canónigos y de albañiles que se consumían en los fuertes del Estado, mientras que a mí, con ros y pantalones cortos, me iniciaban en los rudimentos marciales en el recreo de la escuela. Lisboa, mi amor, eran misas radiofónicas, altarcitos de san António, mendigos y gaitas de labios de ciegos en las esquinas, porque nunca he encontrado tantos ciegos como en esa época penosa, ciegos pegados a los edificios, ciegos con acordeón a cuestas tanteando por las aceras, ciegos trágicos a la salida de misa, ciegos fadistas acompañados por tunantes con patillas que recibían las limosnas, ciegos amenazadores que vendían bagatelas en el atrio, ciegos orgullosos, de mentón altivo, en los cruces de las calles, mujeres ciegas, con hijos ciegos que no lloraban nunca en brazos, ciegos borrachos haciendo eses entre los ramos santos de las tabernas, ciegos que se suspendían en el aire, como ángeles, pordioseros y gitanos en carretas gastadas por los mil caminos del mundo, en busca de un solar para la tienda, pero principalmente ciegos fijándose en la nada con la bruma de las pupilas, millares de ciegos ocupando los callejones, las travesías, las plazas, los patios de casitas bajas con talleres de zapateros y herradores, ciegos que bebían agua en la fuente de las mulas, ciegos conversando entre sí sobre su mundo de sombras, ciegos, pordioseros y gitanos en las quintas del Tojal, robando la miel de las abejas, legionarios ciegos y las damas de las pastelerías y policías de paisano y los bramidos de los guerreros del domingo, y yo preguntando a mi tía ¿Qué ha sido de mis padres?, y ella, sin interrumpir el ganchillo, torcía los ojos, ciegos que nos llamaban al portón o que vagaban por el césped, equivocados de casa, y en ese momento, querida,

ciegos

escuché por primera vez, haciendo vibrar las copas, las hojas de las plantas y el arbusto de mi sangre,

ciegos

un ruido de pasos en el piso de arriba.