MANTENIDAS
Historias generalmente terribles, de amor y de traición, con venganzas que dan escalofríos. Y, como no podía dejar de suceder por la proximidad de Gloria en la ventana, ansiosa y solitaria, con su criada yendo y viniendo entre los grupos de la playa o al bar en busca de informaciones, alguien rememoró el caso famoso de Juca Viana y Chiquita. No se trataba, es claro, de acontecimiento semejante al de aquella tarde, porque los "coroneles" reservaban la pena de muerte para la traición de una esposa. ¡Una mantenida no merecía tanto! Así también pensaba el "coronel" Coriolano Ribeiro.
Enterados de las infidelidades de las mujeres que mantenían -ya sea pagándoles la habitación, la comida y el lujo en pensiones de prostitutas, o alquilándoles casa en las calles menos frecuentadas- se contentaban con abandonarlas, substituyéndolas luego. Buscaban otra. Sin embargo, más de una vez habíanse dado casos de tiros y muerte por causa de una mantenida. El "coronel" Ananías e Iván el comerciante, por ejemplo, más conocido como el "Tigre" por su maestría de centrodelantero del Vera Cruz Fútbol Club, ¿no habíanse agarrado a tiros por causa de Juana, una pernambucana viruelosa, no hacía mucho?
Había sido el "coronel" Coriolano Ribeiro uno de los primeros en lanzarse a las selvas, y en plantar cacao. Pocas estancias podían ser comparadas con la suya, de tierras magníficas, donde a los tres años las plantas de cacao comenzaban a producir. Hombre de influencia, compadre del "coronel" Ramiro Bastos, él dominaba en uno de los distritos más ricos de Ilhéus. De hábitos simples, conservaba las costumbres de los viejos tiempos, sobrio en sus necesidades: su único lujo era instalar casa para una muchacha de la vida. Vivía casi siempre en la estancia, apareciendo en Ilhéus a caballo, despreciando las comodidades del tren y de los recientes ómnibus, vestido con pantalones "puerta-de-tienda", saco descolorido por las lluvias, sombrero de respetable edad, y botas sucias de barro. De lo que gustaba, realmente, era de su estancia, de las plantaciones de cacao, de dar órdenes a los trabajadores, de meterse en la selva. Las malas lenguas decían que en la estancia, él solamente comía arroz los domingos o días de fiesta de tan económico que era, contentándose con los porotos y el pedazo de carne seca que constituían la comida de los trabajadores. Sin embargo, su familia vivía en Bahía en la mayor comodidad, en una casa grande en la orilla, el hijo estudiaba en la Facultad de Derecho, y la hija pasaba su tiempo en los bailes de la Asociación Atlética. La esposa había envejecido precozmente, en los tiempos de las luchas, en las noches de ansiedad en que el "coronel" partía al frente de sus bandidos.
–Un ángel de bondad, un demonio de fealdad… -decía de ella Juan Fulgencio cuando alguien criticaba el abandono en que el "coronel" dejaba a la esposa, yendo a Bahía sólo de rato en rato.
Aún cuando su familia había vivido en Ilhéus -en la casa en la que ahora había instalado a Gloria-, nunca el "coronel" había dejado de tener una mantenida instalada con mesa y cama. A veces, al llegar de la estancia, era hacia la "filial" adonde primero se dirigía, aún antes de ver a su familia, era allí donde se apeaba de su caballo. Su lujo, su alegría en la vida, eran esas mulatitas en el verdor de sus años, que lo trataban como si fuera un rey.
Cuando los hijos llegaron a la edad del colegio, trasladó la familia a Bahía, y pasó a parar en la casa de la amante. Allí recibía a los amigos, trataba sus negocios, discutía de política extendido en una hamaca, pitando un cigarro de hoja. El propio hijo -cuando daba una escapada a Ilhéus y de allí a la estancia, durante sus vacaciones- debía ir a buscarlo ahí. Hombre de economizar monedas consigo mismo, era mano abierta con sus mancebas, le gustaba verlas envueltas en lujo, y les abría cuenta en las tiendas.
Antes de Gloria, muchas eran las que habíanse sucedido en los gustos del "coronel", en relaciones que por l0 general duraban cierto tiempo. Las amantes suyas eran trancadas en casa, saliendo poco, mantenidas en
soledad, sin derecho a amistades ni a visitas… "Un monstruo de celos", decían de- él.
–No me gusta pagar mujer para los otros… -explicaba el "coronel" cuando le tocaban el tema.
Casi siempre era la mujer quien lo abandonaba, harta de aquella vida de cautiverio, de esclavitud bien alimentada y bien vestida. Algunas iban a los burdeles, otras volvían a las plantaciones, y hubo quien viajara a Bahía, llevada por un viajante de comercio. A veces, sin embargo, era el "coronel" quien se hartaba, quien precisaba carne nueva. Era cuando descubría, casi siempre en su propia estancia o en los poblados, a una muchachita agraciada; entonces despedía a la anterior. Pero en esos casos, la recompensaba bien. A una de ellas, con quien viviera más de tres años, le había instalado un mercadito en la calle del Sapo. De vez en cuando iba a visitarla, sentábase a conversar, se interesaba por la marcha del negocio. Sobre las mancebas del "coronel" Coriolano se contaban múltiples historias.
Una, sin embargo, había quedado como ejemplo: la de una cierta Chiquita, de extrema juventud y timidez, Chiquilina de dieciséis años, que parecía tener miedo de todo, flacucha, de ojos tiernos que parecían querer escaparse del rostro, había sido descubierta y traída de sus tierras por el propio "coronel", que le instaló casa en una calleja escondida. Ahí amarraba él su caballo alazán cuando venía a la ciudad. Andaba el "coronel" por sus cincuenta años; y era él mismo, tan tímida y vergonzosa parecía Chiquita, quien le compraba zapatos y cortes de géneros, o frascos de perfume. Ella, hasta en las horas de completa intimidad, lo trataba respetuosamente de "señor", o de "coronel". Coriolano babeaba de contento.
Estudiante en vacaciones, Juca Viana descubrió a Chiquita en un día de procesión. Comenzó a rondar la casa de la calle mal iluminada, y los amigos le avisaron del peligro: con mujer del "coronel" Coriolano nadie se metía, porque el "coronel" no era hombre de medias palabras. Juca Viana, estudiante de segundo año de Derecho, con pretensiones de valiente, se encogió de hombros. Disolvióse la timidez de Chiquita ante el atrevido bigote estudiantil, sus ropas elegantes, sus promesas de amor. Comenzó por abrir la ventana, casi siempre cerrada cuando el estanciero no estaba. Abrió una noche la puerta, y Juca se hizo socio del "coronel" en el lecho de su amante. Socio sin capital y sin obligaciones, llevándose lo mejor de las ganancias en un ardor de pasión que de inmediato se hizo conocida y comentada en la ciudad entera.
Aún hoy la historia, en todos sus detalles, es rememorada en la Papelería Modelo, en las conversaciones de las solteronas, ante los tableros de "gamáo". Juca Viana perdió un día el sentido de la prudencia entrando, a plena luz del día, en la casa alquilada y pagada por Coriolano. La tímida Chiquita se transformó en atrevida amante, llegando hasta el extremo de salir por la noche, del brazo de Juca, para acostarse en la playa, bajo el claro de luna. Parecían dos criaturas, ella con sus dieciséis, él con sus veinte años mal cumplidos, escapados de un poema bucólico.
Los matasietes del "coronel" llegaron cuando comenzaba la noche, se echaron atrevidamente unos aguardientes a la garganta en el bar mal frecuentado de Toinho "Cara de carnero", rezongaron amenazas y partieron hacia la casa de Chiquita. Los amantes disfrutaban sus juegos de amor en el lecho pagado por el "coronel", apasionados y confiados, sonriendo el uno para el otro, felices. Los vecinos próximos oían risas y suspiros entrecortados, de vez en cuando la voz de Chiquita murmurando en un gemido, "¡ay, mi amor!". Los hombres de Coriolano entraron por el patio, los vecinos próximos y distantes oyeron nuevos rubores, y toda la calle despertó con los gritos, reuniéndose frente a la casa. Según cuentan, fue una zurra de padre y señor mío la que propinaron al joven y a su compañera, les raparon el cabello, de largas trenzas el de Chiquita y ondeado y rubio el de Juca Viana, y les dieron órdenes, en nombre del indignado "coronel", de desaparecer aquella misma noche y para siempre de Ilhéus.
Juca Viana era ahora fiscal en Jequié; ni siquiera después de haberse graduado se animó a volver a Ilhéus. De Chiquita no se tuvieron más noticias.
Conociendo esa historia, ¿quién habría de atreverse a trasponer, sin expresa invitación del "coronel", el umbral de la puerta de su amante? Sobre todo la pesada puerta de la casa de Gloria, la más apetitosa, la más espléndida de cuantas mancebas tuviera Coriolano. El "coronel" había envejecido, su fuerza política ya no era la misma, pero el recuerdo del ejemplo de Juca Viana y Chiquita persistía, y el propio Coriolano se encargaba de recordarlo cuando eso le parecía necesario.
Recientes eran los sucesos ocurridos en el escritorio de Tonico Bastos.
–¿De qué hablaban? Oí mi nombre.
–De mujeres; ¿de qué había de ser? – dijo Juan Fulgencio-. Y hablándose de mujeres, su nombre entró en el baile. Como no podía dejar de suceder…
Se aclaró el rostro de Tonico con su sonrisa, y arrastró una silla; aquella fama de conquistador irresistible, era su razón de vivir. Mientras su hermano Alfredo, médico y diputado, examinaba criaturas en su consultorio de Ilhéus, o hacía discursos en la Cámara de Bahía, él se echaba a andar por las calles, enredándose con prostitutas, metiéndoles los cuernos a los estancieros en los lechos de sus concubinas. Mujer nueva recién llegada a la ciudad, si era bonita, en seguida encontraba a Tonico Bastos dando vueltas alrededor de su pollera, diciéndole galanterías, gentil y osado. La verdad es que tenía éxito, y que él multiplicaba esos éxitos en sus conversaciones sobre mujeres. Era amigo de Nacib y venía, por lo general, a la hora de la siesta, cuando el bar vacío se adormilaba, a espantar al árabe con sus historias, sus conquistas, o los celos de las mujeres por causa suya. No había en Ilhéus otra persona a quien Nacib admirase tanto.
Las opiniones variaban sobre Tonico Bastos. Unos lo consideraban un buen muchacho, un poco interesado y un poco atolondrado, pero de agradable conversación y, en el fondo, inofensivo. Otros lo consideraban un idiota, infatuado, incapaz y cobarde, perezoso y suficiente. Pero su simpatía era indiscutible: aquella sonrisa de hombre satisfecho con la vida, su conversación cautivante. El propio Capitán lo decía cuando se hablaba de él:
–Es un canalla simpático, un irresistible sinvergüenza.
No había conseguido Tonico Bastos pasar del tercero de los siete años
de ingeniería, en la Facultad de Río a la que lo había enviado el "coronel' Ramiro, harto de sus escándalos en Bahía. Cansado de remitirle dinero, desesperando de ver a aquel hijo graduado, y ejerciendo con entusiasmo su profesión, como lo hacía Alfredo, el "coronel" lo había hecho volver a Ilhéus, consiguiéndole la mejor escribanía de la ciudad y la novia más adinerada.
Rica, hija única de una viuda, huérfana de un estanciero que dejó la piel cuando terminaban ya las luchas, doña Olga era sumamente molesta. Tonico no había heredado el coraje del padre, y más de una vez lo habían visto palidecer y tartamudear cuando se veía envuelto en complicaciones de mujeres en la calle; pero ni por eso sabía explicar el miedo que le tenía a su mujer. Miedo, sin duda, de un escándalo que perjudicara al viejo Ramiro, hombre bien conceptuado y respetado. Doña Olga vivía amenazando con escándalos; era una lengua de trapo, y en su opinión todas las mujeres andaban detrás de Tonico. La vecindad oía diariamente las amenazas de la gorda señora, sus sermones al marido:
–¡Si un día llego a saber que andas metido con alguna mujer!…
En su casa no paraban las empleadas: doña Olga sospechaba de todas, las despedía al menor pretexto, porque ¡seguro que andaban codiciando a su hermoso marido! Miraba con desconfianza a las jovencitas del colegio de monjas, a las señoras en los bailes del Club Progreso, y sus celos se habían tornado legendarios en Ilhéus. Sus celos y su mala educación; sus modales groseros, sus "gaffes" colosales.
No es que tuviera noticias de las aventuras de Tonico, que sospechase que él pudiera estar en casa de otras mujeres cuando salía de la suya, por la noche, "a tratar asuntos de política", como él le explicaba. ¡El mundo se vendría abajo en caso de que llegara a enterarse! Pero Tonico tenía labia, y siempre encontraba manera de engañarla, de calmar sus celos. No había hombre más circunspecto que él cuando, después de cenar, daba una vuelta con su esposa por la avenida de la playa, tomaba un helado en el bar Vesubio, o la llevaba al cine.
–Miren como va serio con su elefante… -decían al verlo pasar, refiriéndose a su aire digno y a la gordura de Olga, que parecía reventar los vestidos. Minutos después de conducirla de regreso a su casa, en la calle "de los Paralelepípedos", donde también estaba situada la escribanía, cuando salía "para conversar con los amigos y hablar de política", ya era otro hombre. Iba a bailar a los cabarets, a cenar en casas de prostitutas, muy animado; por él se "trenzaban" las muchachas de la vida, cambiaban insultos y llegaban hasta a agarrarse de los cabellos.
–Un día de éstos se cae la casa… -comentaban-. El día que doña Olga se entere se va a venir el fin del mundo.
Varias veces eso había estado por suceder. Pero Tonico Bastos envolvía
a su esposa en una red de mentiras, y aplacaba sus sospechas. No era barato el precio a pagar por su posición de hombre irresistible, de conquistador número uno de la ciudad.
–¿Y qué dices del crimen? – preguntó Ño-Gallo. – ¡Qué horror, eh! Una cosa así…
Le contaron lo de las medias negras, Tonico entrecerró el ojo pícaro. Volvieron a rememorar casos semejantes, el del "coronel" Fabricio que acuchillara a la mujer y mandara a sus bandidos a disparar sobre el amante, cuando éste volvía de una reunión de la Masonería. Costumbres crueles, tradición de venganza y de sangre. Una ley inexorable.
También el árabe Nacib, a pesar de sus preocupaciones -los dulces y los saladitos de las hermanas Dos Reis se habían evaporado- participaba de la conversación. Y como siempre, para decir que en Siria, la tierra de sus padres, era todavía más terrible. Parado junto a la mesa, con su corpachón enorme dominaba a la asistencia. El silencio se extendía por las otras mesas, para oírlo mejor:
–En la tierra de mi padre es todavía peor… Allá, la honra de un hombre es sagrada, y con ella nadie juega. Bajo pena de…
–¿De qué, árabe?
Pasaba la mirada despaciosamente por los oyentes, clientes y amigos suyos, tomaba un aire dramático, y levantaba la cabezona:
–Allá a la mujer desvergonzada se mata a cuchillo, despacito. Cortándola a pedacitos…
–¿En pedacitos? – la voz gangosa de Ño-Gallo. Nacib aproximaba el rostro mofletudo, las grandes mejillas cándidas, componía una cara asesina, y se retorcía la punta del bigote:
–Sí, compadre Ño, allá nadie se contenta con matar a la desvergonzada y al canalla con dos o tres tiritos. Aquella es tierra de hombres machos, y para una mujer descarada el tratamiento es otro: cortar a la puerca en pedacitos, comenzando por la punta de los senos…
–La punta de los senos, qué barbaridad -hasta el "coronel" Ribeirito sentíase estremecer.
–¡Qué barbaridad, ni qué nada! La mujer que traiciona al marido no merece menos. Yo, si fuese casado y mi mujer me adornase la frente, ¡ah!, yo seguía la ley siria: picadillo con el cuerpo de ella… No haría nada menos.
–¿Y el amante? – interesóse el doctor Mauricio Caires, impresionado.
–¿El manchador de la honra ajena? – quedó de pie, casi tenebroso, levantó la mano y rió con una risita cavernosa-. El miserable, ¡ay!… Bien sujeto por unos cuantos hombres, de esos sirios fuertes de las montañas, le bajan los pantalones, le separan las piernas… y el marido con la navaja de afeitarse bien afilada… -bajaba la mano en un gesto rápido que describía el resto.
–¿Qué? ¡No me diga!
–Eso mismo, doctor. Capadito…
Juan Fulgencio se pasó la mano por la barbilla: -Extrañas costumbres, Nacib. En fin, cada tierra con sus usos…
–Es el diablo -dijo el Capitán-. Y fogosas como son esas turcas, debe haber muchos capados por allá… -También, ¿quién les manda meterse en casa ajena para robar lo que no es suyo? – el doctor Mauricio aprobaba-. Se trata de la honra de un hogar.
El árabe Nacib triunfaba, sonreía, miraba con cariño a sus clientes. Le gustaba aquella profesión de dueño de un bar, aquellas largas charlas, las discusiones, las partidas de "gamáo" y de damas, el jueguito de pócker.
–Vamos a nuestra partida… -invitaba el Capitán.
–Hoy, no. Hay mucho movimiento. Dentro de un rato voy a salir a buscar cocinera.
El Doctor aceptó, fue a sentarse con el Capitán ante el tablero. Ño-Gallo fue con ellos, jugaría con el vencedor. Mientras colocaban las piezas, el Doctor iba contando:
–Hubo un caso parecido con uno de los Avila…
Se metió con la mujer de un capataz, fue un escándalo cuando el marido lo descubrió…
–¿Y capó a su pariente?
–¿Quién habló de castrar? El marido apareció armado, pero mi bisabuelo tiró antes que él…
La rueda comenzó a disolverse al rato, se aproximaba la hora de la cena. Venidos del hotel en dirección al cine, surgían, como por la mañana, Diógenes y la pareja de artistas. Tonico Bastos quería detalles:
–¿Exclusividad de Mundinho?
Desde el tablero de "gamáo", sintiéndose un poco dueño de los actos de Mundinho, el Capitán informaba: -No. No tiene nada con ella. Está libre como un pajarito, a disposición…
Tonico silbó entre dientes. La pareja saludaba, Anabela sonreía.
–Voy hasta allá, a saludarla en nombre de la ciudad.
–No mezcle a la ciudad en eso, malandrín…
–Cuidado con la navaja del marido… -rió ÑoGallo.
–Voy con usted… -dijo el "coronel" Ribeirito. Pero no alcanzaron a ir, pues apareció el "coronel" Amancio Leal y la curiosidad fue más fuerte: todos sabían que Jesuíno, después del crimen, se había dirigido a su casa. Saciada su venganza, el "coronel" se había retirado calmosamente para evitar el desenlace. Había atravesado la ciudad movilizada por la feria, sin apresurar el paso, yendo a la casa del amigo y compañero de los tiempos de barullo, mandando avisar al Juez que al día siguiente se presentaría. Para ser inmediatamente mandado de vuelta y en paz, y aguardar en libertad el juicio, como era costumbre en esos casos. El "coronel" Amancio buscaba a alguien con los ojos, se aproximaba al doctor Mauricio:
–¿Le podría decir una palabra, doctor?
Se levantó el abogado, dirigiéndose los dos hacia los fondos del bar, el "estanciero" decía algo y Mauricio balanceaba la cabeza, volviendo a buscar su sombrero: -Con permiso. Debo retirarme.
El "coronel" Amancio saludaba: -Buenas tardes, señores.
Tomaron por la calle Adami, porque Amancio vivía en la plaza del edificio escolar. Algunos, más curiosos, se pusieron de pie para verlos subir por la calle empinada, silenciosos y graves como si acompañasen una procesión o un entierro.
–Va a contratar al doctor Mauricio para la defensa.
–Está en buenas manos. Vamos a tener, en el tribunal, al Viejo y al Nuevo Testamento.
–También… Ni necesita abogado. Tiene asegurada la absolución.
El Capitán se volvía, desahogándose mientras tomaba una pieza del gamáo:
–Ese Mauricio es una bolsa de hipocresía… Viudo descarado…
–Dicen que no hay negrita que aguante en sus manos…
–Así oí decir…
–Tiene una, en el Morro do Unháo, que viene casi todas las noches a su casa.
En la puerta del cine volvieron a aparecer el "Príncipe" y Anabela, Diógenes escoltándolos con su cara triste. La mujer tenía un libro en la mano.
–Vienen para acá… -murmuró el "coronel" Ribeirito.
Se levantaban ante la proximidad de Anabela, ofrecían sillas. El libro, un álbum encuadernado en cuero, pasaba de mano en mano. Contenía recortes de diarios y opiniones manuscritas sobre la bailarina.
–Después de mi debut quiero la opinión de todos ustedes -estaba de pie ya que no había aceptado sentarse: "ya vamos para el hotel", y se apoyaba en la silla del "coronel" Ribeirito.
Estrenaría en el cabaret esa misma noche, y al día siguiente se exhibirían ella y el "Príncipe", en el cine, en números de prestidigitación. Él hipnotizaba, era un coloso en la telepatía. Acababan de hacer una demostración ante Diógenes, el dueño del cine, que confesaba no haber visto nunca nada igual. En el atrio de la iglesia, las solteronas ya tan excitadas por el doble asesinato, miraban la escena, señalando a la mujer:
–Una más para darle vuelta la cabeza a los hombres.,.
Anabela preguntaba con voz amistosa: -Oí decir que hoy hubo un crimen aquí.
–Es verdad. Un estanciero mató a la mujer y al amante.
–Pobrecita… -se conmovió Anabela y esa fue la única palabra de lástima para el triste destino de Sinbázinha en esa tarde de tantos comentarios,
–Costumbres feudales… -dijo Tonico Bastos, vuelto hacia la bailarina-. Aquí todavía vivimos como en el siglo pasado.
El "Príncipe" sonreía desdeñosamente, aprobó con la cabeza, tragó su aguardiente puro, no le gustaban las mezclas; Juan Fulgencio devolvió el álbum donde leía elogios del trabajo de Anabela. La pareja despedíase. Ella quería descansar antes del debut:
–Los espero a todos allá, en el Bataclán.
–Allá estaremos, ciertamente.
Las solteronas llenaban el atrio de la iglesia, escandalizadas, persignándose. Tierra de perdición esa de Ilhéus… En el portón de la casa del "coronel" Melk Tavares, el profesor Josué conversaba con Malvina. Gloria suspiraba en su ventana solitaria. La tarde caía sobre Ilhéus. El bar comenzaba a despoblarse. El "coronel" Ribeirito había partido tras los artistas.
Tonico Bastos vino a recostarse en el mostrador, junto a la caja. Nacib vestía el saco, daba órdenes a Chico-Pereza y a Pico-Fino. Tonico contemplaba absorto el fondo casi vacío de su copa.
–¿Pensando en la bailarina? Aquello es bocado de lujo, es preciso gastarse entero… La competencia va a ser grande. Ribeirito ya está con el ojo puesto…
–Estaba pensando en Sinházinha. Qué horror, Nacib…
–Ya me habían hablado de ella y del dentista. Juro que no creí. Parecía tan seria.
–Usted es un ingenuo -él mismo servíase; íntimo del bar, llenaba nuevamente la copa mandando anotar en la cuenta para pagar a fin de mes-. Pero podía haber sido peor, mucho peor.
Nacib bajó la voz, asombrado:
–¿Usted también navegó en aquellas aguas?
Tonico no tuvo coraje de afirmar, le bastaba con crear la duda, la sospecha. Hizo un gesto con la mano. – Parecía tan seria… -la voz de Nacib se acanallaba-. Hay que ver debajo de toda esa seriedad… ¡Caramba con usted, eh!
–No sea mala lengua, árabe. Deje a los muertos en paz.
Nacib abrió la boca, iba a decir algo que no alcanzó a pronunciar y suspiró. Así que el dentista no había sido el primero… Ese sinvergüenza de Tonico, con su mechón de cabellos plateados, mujeriego como él solo, también la había tenido en sus brazos, había abrazado ese cuerpo. Cuantas veces él, Nacib, no la había acompañado con ojos de codicia y respeto cuando Sinházinha pasaba frente al bar, camino de la iglesia.
–Es por eso que no me caso ni me meto con mujer casada.
–Ni yo… -dijo Tonico.
–Cínico…
Encaminábase para la calle:
–Voy a ver si encuentro cocinera. Llegaron "retirantes", a lo mejor hay alguna que sirva.
En la ventana de Gloria, el negrito Tuisca le contaba las novedades, los detalles del crimen, cosas oídas en el bar. Agradecida, la mulata le revolvía el pelo motoso, le pellizcaba el rostro. El Capitán, habiendo ganado la partida, miraba la escena:
–¡Caramba con el negrito suertudo!
CREPúSCULO
Costumbres feroces esas de Ilhéus…
Porque toda aquella fanfarronada de Nacib, sus historias terribles de Siria, la mujer picadita con el cuchillo, el amante capado a navaja, era de boca para afuera. ¿Cómo podría él hallar que una mujer joven y bonita, pudiese merecer la muerte por haber engañado a un hombre viejo y bruto, incapaz de una caricia, de una palabra tierna? Esa tierra de Ilhéus, su tierra, estaba lejos de ser realmente civilizada. Se hablaba mucho de progreso, el dinero corría a mares, el cacao abría caminos, erguía poblados, cambiaba el aspecto de la ciudad, pero se conservaban las costumbres antiguas, aquel horror. Nacib no tenía coraje para decir en voz alta semejantes cosas, solamente Mundinho Falcáo podía tener ese atrevimiento pero en esa hora melancólica en que caían las sombras, él iba pensando y una tristeza lo invadía, sentíase cansado. Por esas y otras razones Nacib no se casaba: para no ser engañado, para no tener que matar, que derramar la sangre ajena, y terminar metiendo cinco balazos en el pecho de una mujer. Y bien que le gustaría casarse…
Sentía la falta de un cariño, de ternura, de un hogar, de una casa llena de presencia femenina que lo esperase en mitad de la noche, cuando el bar se cerraba. Era un pensamiento que lo perseguía algunas veces, como ahora rumbo al mercado de los esclavos. No era hombre para andar detrás de una novia, ni siquiera tenía tiempo para eso, pasando el día entero en el bar. Su vida sentimental se reducía a sus enredos más o menos largos con muchachas encontradas en los cabarets, mujeres suyas al mismo tiempo que de otros, aventuras fáciles, en las cuales no cabía el amor. Cuando joven, había tenido dos o tres enamoradas. Pero, como entonces no podía pensar en casarse, todo se redujo a conversaciones sin consecuencias, a esquelitas combinando encuentros en los cines, a tímidos besos cambiados en las matinés.
Hoy no le sobraba tiempo para amoríos, el bar le ocupaba el día entero. Lo que quería era ganar dinero, prosperar para poder comprarse unas tierras en las que plantaría cacao. Como todos los hijos de Ilhéus, Nacib soñaba con plantaciones de cacao, tierras en donde creciesen los árboles de frutos amarillentos como el oro, valiendo oro. Tal vez entonces pensaría en casamiento. Por el momento se contentaba en poner los ojos entrecerrados en las hermosas señoras que pasaban por la plaza, en Gloria tan inaccesible en su ventana, en descubrir novatas como Risoleta, y acostarse con ellas.
Sonrió al recordar a la sergipana de la víspera, su ojo un poco bizco, su sabiduría en la cama. ¿Iría a verla esa noche o no? Ella lo esperaría, seguramente, en el cabaret, pero él estaba cansado y triste. Nuevamente pensó en Sinházinha: muchas veces se había detenido frente al bar, y él la vio pasar en la plaza, entrar en la Iglesia. Los ojos codiciando el bien del estanciero, manchando la honra ajena con el pensamiento ya que no podía mancharla con actos y desatinos. No sabía palabras lindas como versos, no tenía una cabellera ondulada, no bailaba el tango argentino en el Club Progreso. Si lo hubiera hecho tal vez él sería ahora quien estuviera tendido tinto en sangre, con el pecho agujereado a balazos, al lado de la mujer calzada con las medias negras.
Nacib marcha en el crepúsculo, de vez en cuando responde a un "buenas tardes", con el pensamiento lejos. El pecho agujereado de balas, los senos blancos de la amante rasgados a balas. Veía la escena, los dos cadáveres lado a lado, desnudos en medio de la sangre, ella con sus medias negras. ¿Estaría con ligas o sin ellas, cómo sería? Sin ligas le parecía más elegante, medias de fina malla sujetando la carne blanca sin ayuda de nada. ¡Bonito! Bonito y triste. Nacib suspira, ya no vé más al dentista Osmundo al lado de Sinházinha. Es al propio Nacib a quien él ve, un poco más delgado y un mucho menos barrigudo, extendido, muerto, asesinado, al lado de la mujer. ¡Qué belleza! El pecho rasgado a balazos. Suspiró nuevamente. Corazón romántico, las historias terribles que él contaba nada significaban. Ni el revólver que llevaba a la cintura, como todo hombre de Ilhéus, en aquella época.
Hábitos de la tierra…
Lo que le gustaba era comer bien, buenos platos apimentados, beber su cervecita helada, jugar una prolija partida de "gamáo", atravesar las madrugadas llorando sobre las cartas de pócker, con recelos de perder en el juego todas las ganancias del bar que él iba depositando en el Banco, con la esperanza de comprar tierras. De falsificar la bebida para ganar más, de aumentar cuidadosamente unos pesos en las cuentas de los que pagaban por mes, de acompañar a los amigos al cabaret, y acabar la noche en los brazos de una Risoleta cualquiera, compañera de amor de unos días.
Esas cosas y las morenas de color quemadito es lo que le gustaba.
También conversar y reír.
COCINERA O DE LOS
COMPLICADOS CAMINOS DEL AMOR
Los estancieros examinaban el grupo últimamente llegado con el látigo golpeando sus botas. Los sertaneros gozaban fama de buenos trabajadores.
Hombres y mujeres, agotados y famélicos, esperaban. Veían la distante feria en la que había de todo, y una esperanza les llenaba el corazón. Habían conseguido vencer los caminos, la "caatinga", el hambre y las cobras, las enfermedades endémicas, el cansancio. Habían alcanzado la tierra pródiga, los días de miseria parecían terminados. Oían contar historias espantosas, de muerte y violencia, pero conocían el precio en aumento del cacao, sabían de hombres llegados como ellos del "sertáo " en agonía, y que ahora andaban con botas lustrosas, empuñando chicotes de cabo de plata. Dueños de plantaciones de cacao.
En la feria había estallado una riña, la gente corría, una navaja brillaba a los últimos rayos del sol, los gritos llegaban hasta ahí. Todos los fines de feria eran así, con borrachos y barullos. De entre los sertaneros se escapaban los sones melodiosos de un acordeón, y una voz de mujer cantaba tonadas.
El "coronel" Melk Tavares hizo una señal al ejecutante de acordeón, y el instrumento calló: -¿Casado?
–No señor.
–¿Quieres trabajar para mí? – señalaba a los otros hombres ya escogidos por él-. Un buen acordeonista nunca está de más en una estancia. Alegra las fiestas… Decían de él que sabía elegir como nadie hombres buenos para el trabajo. Sus estancias quedaban en Cachoeira do Sul, y las grandes canoas estaban esperando al lado del puente del ferrocarril.
–¿De agregado o de contratado?
–A elección. Tengo unas tierras nuevas, necesito contratados.
–Los sertaneros preferían contratos, el plantío del cacao nuevo, la posibilidad de ganar dinero por su cuenta y riesgo.
–Sí, señor.
Melk avistaba a Nacib, bromeaba:
–¿Ya tiene plantación, Nacib, que viene a contratar gente?
–¿Quién soy yo, "coronel"?… Busco cocinera, la mía se fue ayer…
–¿Y qué me dice de lo sucedido? Jesuíno…
–Así es… Una cosa así, de repente…
–Ya llevé mi abrazo a la casa de Amancio. Hoy mismo subo para la estancia para llevar estos hombres… Con el sol, vamos a tener una zafra importante -mostraba a los hombres escogidos, agrupados a su lado-. Estos sertaneros son buenos para el trabajo. No es como esta gente de aquí que no quieren saber nada de trabajo pesado, lo que les gusta es andar vagabundeando por la ciudad…
Otro estanciero recorría los grupos, Melle continuaba: -Sertanero no mide el trabajo, lo que quiere es ganar dinero. A las cinco de la mañana ya están en las plantaciones y sólo largan la herramienta después que se pone el sol. Teniendo porotos y carne seca, café y trago, están contentos. Para mí, no hay trabajador que valga lo que estos sertaneros -afirmaba, como autoridad en la materia.
Nacib examinaba los hombres contratados por el "coronel", aprobando la elección. Envidiaba al otro, dueño de tierras, bien plantado en sus botas, seleccionando hombres para los cultivos. En cuanto a él, lo que buscaba era apenas una mujer no muy joven, seria, capaz de asegurarle la limpieza de su pequeña casa, el lavado de la ropa, la comida para él, las bandejas para el bar. En eso había estado el día entero, andando de un lado para otro.
–Cocinera, por aquí es un problema… -decía Melk.
Instintivamente, Nacib buscaba entre las sertaneras alguna que se pareciera a Filomena, más o menos de su edad, con su aspecto rezongón. El "coronel" Melk le estrechaba la mano porque ya le esperaban las canoas cargadas:
–Jesuíno se portó cómo debía. Hombre de honor…
También Nacib vendía sus novedades:
–Parece que viene un ingeniero para estudiar la bahía.
–Así oí decir. Tiempo perdido, porque esa bahía no tiene arreglo.
Nacib fue caminando entre los sertaneros. Viejos y muchachos le lanzaban miradas esperanzadas. Pocas mujeres, casi todas con hijos agarrados a las polleras. Por fin reparó en una que aparentaba unos robustos cincuenta años, grandota, sin, marido:
–Se quedó por el camino, don…
–¿Sabe cocinar?
–Para la mesa ajena, no.
Dios mío, ¿dónde encontrar cocinera? No podía continuar pagándoles una fortuna a las hermanas Dos Reís, tan luego en día de mucho movimiento, hoy asesinatos, mañana entierros…
Y, para peor, obligado a pagar el almuerzo y la cena del Hotel Coelho, una porquería de comida, sin gusto. Lo ideal sería encargar la cocinera a Aracaju, pagarle el pasaje. Paró ante una vieja, pero no tanto que ciertamente tuviera tiempo de morir al llegar a su casa. Doblábase sobre un bastón, ¿cómo habría conseguido atravesar tanto camino hasta llegar a Ilhéus? Daba pena verla, vieja y reseca, pareciendo un despojo humano. Había tanta desgracia en el mundo…
Fue cuando surgió otra mujer, vestida con harapos miserables, cubierta de tanta suciedad que era imposible verle las facciones y calcularle la edad, con los bellos desgreñados, inmundos de tierra, y los pies descalzos. Traía una vasija con agua, que dejó en las manos trémulas de la vieja, que sorbió con ansias.
–Dios le pague…
–No hay de qué, abuela… -era la voz de una joven, tal vez la misma que cantaba "modinhas" cuando llegara Nacib.
El "coronel" Melk y sus hombres desaparecían por detrás de los vagones del ferrocarril, el acordeonista detuvo un momento, diciendo adiós con la mano. La mujer levantó el brazo, sacudió la mano y se volvió nuevamente hacia la anciana para recibir la vasija vacía. Iba a retirarse cuando Nacib le preguntó, admirado todavía de la vieja vencida:
–¿Es su abuela?
–No, mozo -se detuvo sonriendo y sólo entonces Nacib percibió que se trataba de una mujer joven porque los ojos brillaban mientras ella sonreía-. La gente la encontró por el camino, a unos cuatro días de viaje. – ¿La gente, quién?
–Allá… -señaló a un grupo con el dedo y nuevamente rió, ahora con una risa clara, cristalina, inesperada-. Salimos juntos, todos del mismo lugar. La sequía mató todo lo que era bicho viviente, secó todo que era agua, los árboles se hicieron troncos resecos, en el camino encontramos a otros, todos escapando.
–¿Eres pariente de ellos?
–No, mozo. Estoy sola en este mundo. Mi tío venia conmigo, pero entregó el alma a Dios antes de llegar a Jeremoabo. Cosas de la tisis… -y rió como si se tratara de cosa para reír.
–¿No eras la que cantabas hasta hace un rato no más?
–Era, sí señor. Había un muchacho que tocaba, pero fue contratado para las plantaciones, dice que se va a enriquecer. Una canta, olvida los malos momentos pasados…
La mano que sostenía la vasija se apoyaba en la cadera. Nacib la examinaba bajo la capa de suciedad. Parecía fuerte y dispuesta.
–¿Y qué es lo que sabes hacer?
–De todo un poco, mozo.
–¿Lavar ropa?
–¿Y quién no sabe? – se asombraba-. Basta con tener agua y jabón.
–¿Y cocinar?
–En otro tiempo fui cocinera en casa rica… -y nuevamente se rió como recordando algo divertido.
Tal vez porque ella reía, Nacib llegó a la conclusión de que no servía. Esa gente que venía del sertón, medio muerta de hambre, era capaz de cualquier mentira para conseguir trabajo. ¿Qué podía saber ésa de cocina? Asar "jabá" (charque o un ave) y cocinar porotos, nada más. Lo que él precisaba era una mujer de edad, seria, limpia y trabajadora, así como era la vieja Filomena. Y buena cocinera, que entendiera de condimentos, de cuando un dulce estaba a punto. La muchacha continuaba parada, esperando, mientras lo miraba a la cara.
Nacib sacudió la mano sin encontrar lo que debía decir:
–Bien… Hasta otra vez. Buena suerte.
Se dio vuelta, iba saliendo, cuando oyó detrás suyo la voz lenta y ardiente:
–¡Mozo lindo!
Se detuvo. No recordaba a nadie que lo hubiera hallado "lindo", con excepción de la vieja Zoraya, su madre, en los días de su infancia. Casi fue un choque.
–Espera.
Volvió a examinarla; era fuerte, ¿por qué no probarla?
–¿De verdad sabes cocinar?
–Si el mozo me lleva va a ver…
Si no sabía cocinar, por lo menos serviría para arreglar la casa y lavar la ropa.
–¿Cuánto quieres ganar?
–Lo que quiera, don. Lo que me quiera pagar…
–Bueno, primero vamos a ver lo que sabes hacer. Después vamos a arreglar lo del sueldo. ¿Te parece?
–Para mí, lo que diga está bien.
–Entonces, toma tu atado.
Ella se rió de nuevo, mostrando los dientes blancos, filosos. Él estaba cansado, ya comenzaba a pensar que había cometido una estupidez. Por quedarse con lástima de la sertanera iba a cargar con un fardo inútil
para su casa. Pero era tarde para arrepentirse. Si por lo menos supiera lavar…
Volvió con un pequeño atado de paño, poca cosa era lo que poseía. Nacib comenzó a caminar despacio. Con su atadito en la mano, ella lo acompañaba a pocos pasos detrás. Cuando fueron saliendo del ferrocarril, él volvió la cabeza y preguntó:
–¿Cómo es tu nombre?
–Gabriela para servirlo.
Continuaron caminando, él adelante, pensando nuevamente en Sinházinha, el día agitado, el navío encallado y el crimen fatal. Sin hablar de los secretitos del Capitán, del Doctor y de Mundinho Falcáo. Ahí había gato encerrado y a él, Nacib, no lo engañaban. No tardarían en surgir novedades. La verdad es que, con la noticia del crimen, había olvidado todo eso, el aire conspirativo de aquellos tres, y la rabia del "coronel" Ramiro Bastos. El crimen había excitado a todos, relegando lo demás a un segundo plano. El pobre dentista, muchacho simpático, había pagado bien caro su deseo por una mujer casada. Era correr mucho riesgo meterse con la mujer de los demás, porque se terminaba con una bala en el pecho. Tonico Bastos debía andar con cuidado, de lo contrario un día le sucedería algo parecido. ¿Habría dormido de verdad con Sinházinha él, o todo no pasaba de pura conversación, de jactancia para impresionarlo? De cualquier manera, Tonico corría riesgo de que un día le sucediera una desgracia. Nacib reflexionaba: ¿quién sabe?, tal vez valiera la pena correr todos los riesgos por una mirada, un suspiro, un beso de mujer…
Gabriela trotaba unos pasos detrás suyo, con su ata dito, ya olvidada de Clemente, alegre de salir del amontonamiento de los "retirantes", del campamento inmundo. Iba riendo con los ojos y con la boca, los pies descalzos casi deslizándose en el suelo, con deseo de cantar las tonadas sertaneras pero sin hacerlo porque tal vez no le gustase al mozo "lindo" y triste.
–Así oí decir… -dijo el otro.
–Verdad sí. Agarró a la mujer en la cama con el dentista. Despachó a los dos.
–Mujer es un bicho malo, que hace la desgracia de uno…
La canoa subía por el río, la selva crecía en los barrancos, los "sertaneros" miraban el paisaje nuevo, con un vago terror en el corazón. La noche parecía precipitarse de los árboles sobre las aguas, asustadora. La canoa era casi un batel de tan grande; había descendido cargada de bolsas de cacao, volvía llena de alimentos. Los remeros se doblaban en un esfuerzo descomunal, avanzando lentamente. Uno de ellos encendió una lamparita en la popa, y la luz rojiza creaba sombras fantásticas en el río.
–Allá en Ceará sucedió un caso parecido… -comenzó a contar un "sertanero".
–La mujer es engañadora, uno nunca sabe qué cosa está imaginando… Conocí a una, parecía una santa, nadie podía pensar… -recordó el negro Fagundes.
Clemente iba silencioso. Melk Tavares buscaba conversación con los nuevos "agregados", queriendo saber de cada uno, las cualidades y los defectos de sus trabajadores, su pasado. Los "sertaneros" iban contando historias que siempre se parecían: la misma tierra árida, quemada por la sequía, el maizal y el mandiocal perdidos, la caminata intensa. Eran sobrios en la narración. Llegaban por allá noticias de Ilhéus: la tierra rica, el dinero fácil. Cultivos con futuro, barullos y muertes. Cuando la sequía golpeaba, abandonaban todo y rumbeaban para el sur. El negro Fagundes era el más hablador, contaba actos de coraje.
Pero ellos también deseaban saber:
–Dicen que hay muchos bosques para derribar…
–Para derribar hay muchos. Para tener no hay. Todo ya tiene dueño -rió un remero.
–Pero todavía queda dinero para ganar, y mucho, para un hombre trabajador -consoló Melk -Tavares.
–Solamente que aquel tiempo en que uno llegaba con las manos peladas, a pura cara y coraje y se iba al campo a plantar, se acabó. Aquel tiempo era bueno… Bastaba sacar pecho, ir para adelante, liquidar a cuatro o cinco que tenían la misma intención, y el tipo quedaba rico…
–Oí hablar de ese tiempo… -dijo el negro Fagundes-. Por eso vine…
–¿No te gusta la azada, morocho? – preguntó Melk.
–No la desprecio, no, señor. Pero manejo mejor el palo de fuego… -y rió acariciando el rifle.
–Todavía hay bosques, y de los grandes. Por allá, por la sierra de Baforé, por ejemplo. Tierra buena para el cacao como no hay otra…
–Sólo que hay que comprar cada palmo de terreno. Todo está medido y registrado. Usted mismo tiene tierras por allá, patrón.
–Un pedacito… --confesó Melk-. Cosa de nada. Voy a comenzar a derribar los árboles el año que viene, si Dios quiere.
–Hoy Ilhéus no vale nada más, ya no es como antes. Está transformándose en lugar importante -se quejó un remero.
–¿Y por eso no sirve?
–Antes, un hombre valía por su coraje. Hoy se enriquece solamente el turco vendedor ambulante o el español de almacén. No es como antiguamente…
–Aquel tiempo se acabó -explicó Melk-. Ahora llegó el progreso, las cosas son diferentes. Pero un hombre trabajador todavía se arregla, queda lugar para todo el mundo.
–Ya no se puede ni pegar unos tiritos en la calle… Quieren en seguida apresar a la gente.
La canoa subía lentamente, las sombras de la noche la envolvían, gritos de animales llegaban de la selva, papagayos hacían súbita algazara en los árboles. Solamente. Clemente iba en silencio, todos los demás participaban de la conversación, contaban casos, discutían sobre Ilhéus.
–Esta tierra va a crecer del todo el día que comience la exportación directa.
Así es.
Los "semaneros" no entendían. Melk Tavares explicó: todo el cacao que salía para el extranjero, para Inglaterra, Alemania, Francia, los Estados Unidos, Escandinavia, o la Argentina, salía por el puerto de Bahía. Un dineral de impuestos era la renta de la exportación, pero todo quedaba en la capital del Estado. Ilhéus no veía ni siquiera las sobras. La bahía era estrecha, poco profunda. Solamente con mucho trabajo -había hasta quien decía que no tenía remedio- sería posible capacitarla para el pasaje de los grandes barcos. Y cuando los grandes cargueros viniesen a buscar el cacao en el puerto de Ilhéus, entonces sí podría hablarse realmente de progreso…
–Ahora se habla solamente de un tal Mundinho Falcáo, "coronel". Dicen que él lo va a resolver… Que es un hombre vivo.
–¿Estás pensando en la moza? – preguntó Fagundes a Clemente.
–Ni me dijo adiós… Ni siquiera me miró para despedirme…
–Ella estaba dándote vuelta la cabeza. Ya no eras más el mismo de antes.
–Como si no nos conociéramos… Ni un adiós…
–La mujer es así. No vale la pena.
–Es un hombre muy ambicioso. Pero, ¿cómo va a poder resolver el caso de la bahía si ni el compadre Ramiro pudo hacerlo?
–Melk hablaba sobre Mundinho Falcáo.
La mano de Clemente acarició el acordeón que reposaba en el fondo de la canoa, oyó la voz de Gabriela cantando. Miró á su alrededor, como buscándola: sólo la selva rodeando al río, los árboles y un nudo de "cipós" (enredaderas), gritos asustadores y píos agoreros de lechuzas, la exuberancia del verde haciéndose negro, no era como la "caatinga" grisácea y desnuda. Un remero extendió el dedo mostrando un lugar en la selva.
–Por aquí fue el tiroteo entre Onofre y los hombres de don Amancio Leal… Murieron unos diez.
Había dinero para ganar en aquella tierra, era preciso no tener miedo del trabajo. Ganar dinero y volver a la ciudad en busca de Gabriela.
Tendría que encontrarla, fuese como fuese.
–Mejor es no pensar, sacársela de la cabeza -aconsejó Fagundes. Los ojos del negro escrutaban la selva, Y su voz se hizo suave al hablar de Gabriela-. Sacátela de la cabeza. No es mujer para vos ni para mí.No es como esas cabezas flojas, es…
–Ando con ella metida en la cabeza, aunque quisiera no puedo…
–Estás loco. Ella no es mujer para vivir con uno.
–¿Qué estás diciendo?
–No sé… Para mí es así no más. Puedes dormir con ella, hacer lo que quieras. Pero tenerla para siempre, ser dueño de ella como de otras, eso nadie va a conseguirlo.
–¿Y por qué?
–¡Qué sé yo, el diablo es el que sabe! Nunca hay explicación para esas cosas.
Sí, el negro Fagundes tenía razón. Dormían juntos a la noche, pero al otro día era como si ella ni se acordase, lo miraba como a los otros, lo trataba como a los demás. Como si no tuviera importancia…
Las sombras cubren y rodean la canoa, la selva parece aproximarse más y más, cerrándose sobre ellos. El grito de las lechuzas corta la oscuridad. Noche sin Gabriela, sin su cuerpo moreno, su risa sin motivos, su boca de fruta madura. Ni le dijo adiós. Mujer inexplicable. Un dolor sube por el pecho de Clemente. Y de súbito, la certeza de que jamás volverá a verla, a tenerla en sus brazos, a apretarla contra su pecho, a oír sus ayes de amor.
El "coronel" Melk Tavares, en el silencio de la noche, levantó la voz, ordenando a Clemente:
–Tocó alguna cosa para la gente, muchacho. Para distraer el tiempo.
Agarró el acordeón. Entre los árboles crecía la luna sobre el río. Clemente cree ver el rostro de Gabriela. Brillan luces de faroles y lamparitas a lo lejos. La música se eleva en un llanto de hombre perdido, para siempre solitario. En la selva, riendo, a los rayos de la luna, Gabriela.
Apenas metió la llave en la cerradura y doña Arminda, temblorosa, apareció en la ventana:
–¿Qué cosa, eh don Nacib? Parecía tan distinguida, tan nariz parada, toda la tarde en la iglesia. Es por eso que yo digo siempre… -detuvo su mirada en Gabriela, la frase murió en sus labios.
–Tomé empleada. Para lavar y cocinar.
Doña Arminda examinaba a la "retirante" de arriba a abajo, como para medirla y pesarla. Ofrecía su ayuda:
–Si precisas de alguna cosa, muchacha, no tienes más que llamarme. Los vecinos están para ayudarse, ¿no es cierto? Sólo que hoy a la noche no voy a estar. Es día de sesión en casa del compadre Deodoro, día en que el finado conversa conmigo… Y hasta es capaz que aparezca doña Sinházinha… -sus ojos iban de Gabriela a Nacib-. ¿Joven, no? Ahora no quiere más viejas como Filomena… -reía con una risa cómplice.
–Fue lo que encontré…
–Bien, como iba diciendo: para mí ni fue sorpresa, todavía el otro día vi a ese dentista en la calle. Por coincidencia era día de sesión, hoy hace justito una semana. Lo miré y oía la voz del finado que me decía al oído: "Ese, es pura charla, pero ya está listo". Pensé que el finado estaba bromeando. Solamente hoy, cuando supe la noticia me di cuenta de que el finado me estaba avisando.
Se volvió hacia Gabriela, Nacib ya había entrado. – Cualquier cosa que precises, no tienes más que llamar. Mañana vamos a conversar. Estoy aquí para ayudar en lo que pueda, porque don Nacib es como si fuera un pariente. Es el patrón de mi Chico…
Nacib le mostró la habitación, en la huerta, y que antes ocupara Filomena. Le explicó el trabajo a hacer: arreglar la casa, lavar la ropa suc¡a, cocinar para él. No le habló de los dulces y saladitos para el bar, primero quería ver qué clase de comida era la que ella sabía hacer. Le mostró la despensa donde Chico-Pereza dejó las compras de la feria.
–Cualquier cosa, le preguntas a doña Arminda. Estaba apurado, la noche había llegado, el bar en breve estaría nuevamente lleno, y él estaba sin comer. En la sala, Gabriela, con los ojos desorbitados, miraba el mar nocturno; era la primera vez que lo veía.
Nacib le dijo en despedida:-Y toma un baño, que lo necesitas.
En el Hotel Coelho encontró a Mundinho Falcáo, al Capitán y al Doctor, cenando juntos. Sentóse con toda naturalidad en la mesa con ellos, y en seguida comenzó a contarles de la cocinera. Los otros lo oían en silencio, y Nacib comprendió que había ínterrumpido una conversación importante. Hablaron del crimen de la tarde, y él apenas si había comenzado su cena cuando los amigos, al acabar, se retiraron. Se quedó reflexionando. Aquellos tres andaban planeando alguna cosa. ¿Qué diablos sería?
El bar, aquella noche, no le dio sosiego. Anduvo sin descanso por entre las mesas llenas, todo el mundo quería comentar los acontecimientos. Alrededor de las diez de la noche el Capitán y el Doctor aparecieron, acompañados por Clóvis Costa, el director del "Diario de Ilhéus". Venían de la casa de Mundinho Falcáo, anunciando que el exportador iría al Bataclán cerca de medianoche, para el debut de Anabela. Clóvis y el Doctor conversaban en voz baja. Nacib alertó el oído.
En otra mesa, Tonico Bastos contaba cosas de la cena, verdadero banquete, dado en la casa de Amancio Leal. Con varios amigos de Jesuíno Mendonza, inclusive el doctor Mauricio Caires, encargado de la defensa del "coronel". Una comilona monumental, con vino portugués, comida y bebida en abundancia. Ño-Gallo encontraba eso un absurdo. Con el cuerpo de la mujer todavía caliente, no había derecho…
Ari Santos contó el velorio de Sinházinha, en casa de unos parientes: velorio triste y pobre, con media docena de personas. En cuanto a Osmundo, ni valía la pena hablar. Hacía horas que el cuerpo del dentista estaba solo con la empleada. Pasó por allá, porque, al final de cuentas, conocía al muerto; había intimado con él en las reuniones del Gremio Fui Barbosa.
–Dentro de un rato voy para allá… -dijo el Capitán-. Era un buen muchacho, y talento no le faltaba. Sus versos eran espléndidos…
–Yo también voy -se solidarizó Ño-Gallo. Nacib fue con ellos y algunos otros, por curiosidad, alrededor de las once horas, cuando en el bar disminuía el movimiento. Las mejillas sin sangre, Osmundo sonreía en la muerte; Nacib quedó impresionado. Las manos cruzadas, estaban lívidas.
–Los tiros le acertaron en el pecho. En el corazón. Terminó yendo al cabaret, para apreciar a la bailarina, y quitarse de la cabeza la visión del muerto. Sentóse a una mesa con Tonico Bastos. En torno de ellos, bailaban. En otra sala, separada por un corredor, se jugaba. El doctor Ezequiel Prado, ya bastante achispado, vino a sentarse con ellos. Apoyaba el índice en el pecho de Nacib:
–Me dijeron que andas enredado con aquella tuerta -señalaba a Risoleta que bailaba con un viajante de comercio.
–¿Enredado? No. Estuve con ella ayer, eso fue todo.
–No me gusta meterme con las mujeres de los amigos. Por eso pregunté. Pero si es así… Ella es un bombón, ¿no?
–¿Y Marta, doctor Ezequiel?
–Se hizo la estúpida, le puse la mano encima. Hoy no voy por allá.
Tomaba la copa de Tonico, bebía un trago. Las peleas del doctor y de su manceba, una rubia que él mantenía desde hacía años, eran el constante bocado de la ciudad, sucediéndose cada tres días. Cuanto más la zurraba, estando borracho, más se agarraba ella a él, apasionada, yendo a buscarlo por los cabarets, o en las casas de familia, a veces sacándolo de la cama de otra. La familia del abogado, separado de su esposa, vivía en Bahía.Se levantó, tambaleante, y se metió en medio de los bailarines, separando a Risoleta de su pareja. Tonico Bastos anunció:
–Va a haber barullo.
Pero el viajante de comercio conocía al doctor Ezequiel y su fama, y le abandonó la mujer, buscando otra con los ojos. Risoleta resistíase, pero Ezequiel la aseguró de la muñeca y la tomó en brazos.
–Perdió la comida… -rió Tonico Bastos.
–Un favor que él me hace. No quiero nada con ella hoy, estoy muerto de cansancio. En cuanto ésa se ponga a bailar me mando mudar. Tuve un día de perros.
–¿Y la cocinera?
–Terminé por encontrar una, "sertanera".
–¿Joven?
–Qué sé yo… Parece. Con tanta suciedad no alcancé a ver. Esta gente no tiene edad, Tonico, hasta las muchachitas parecen viejas.
–¿Bonita?
–¿Cómo voy a saberlo? ¡Unas costras… una inmundicia!, los pelos duros de tierra. Ha de ser una bruja; mi casa no es como la suya, donde las empleadas parecen chicas de sociedad.
–Si Olga me dejase, sí que sería así… Pero basta que la pobre tenga cara de persona, para que vaya a parar al medio de la calle en medio de insultos.
–Con doña Olga no se puede jugar. Y hace bien. A usted hay que tenerlo a rienda corta.
Tonico Bastos hizo un gesto de falsa modestia. – No hay quo exagerar tanto, hombre. Quien le oyera hablar…
Mundinho Falcáo llegaba con el "coronel" Ribeirito, sentándose con el Capitán.
–¿Y el Doctor?
–No viene nunca al cabaret. Ni a la fuerza. Ño-Gallo se acercó a Nacib.
–¿Dejaste la muchacha a Ezequiel?
–Lo que quiero hoy, es dormir.
–Yo, en cambio, me voy a la casa de Zilda. Me dijeron que tiene una pernambucana que es un bocado de cardenal -hacía restallar la lengua-. Tal vez venga por aquí…
–¿Una de trenzas?
–Esa misma. De nalgas gruesas.
–Está en el Trianón. Todas las noches está allá… -aclaró Tonico-. Es la protegida del "coronel" Melk, que la trajo de Bahía. Anda que se le cae la baba…
–El "coronel" se fue hoy para la estancia. Lo vi cuando embarcó -informó
Nacib-. Estaba contratando trabajadores en el "mercado de los esclavos".
–Me largo para el Trianón…
–¿Antes de ver a la bailarina?
–Después de ella.
El Bataclán y el Trianón eran los principales cabarets de Ilhéus, frecuentados por los exportadores, estancieros, comerciantes, viajantes de las grandes firmas. Pero en las callejas suburbanas había otros, en los que se mezclaban trabajadores del puerto, gente venida de las plantaciones, y las mujeres más baratas. El juego era permitido en todos ellos, garantizando las ganancias.
Una pequeña orquesta amenizaba los bailes. Tonico fue a sacar a una mujer, Ño-Gallo miraba el reloj, ya era hora de que la bailarina actuase, y él estaba impaciente. Quería ir al Trianón a ver a la mujer de trenzas, la del "coronel" Melk.
Era casi la una de la mañana cuando la orquesta dejó de tocar y las luces se apagaron. Apenas si quedaron unas pequeñas lámparas azules; de la sala de juego vino mucha gente, desparramándose por las mesas, mientras otros permanecían de pie junto a las puertas. Anabela surgió de los fondos, traía enormes abanicos de plumas en las manos. Los abanicos se abrían y se cerraban, mostrando pedazos de su cuerpo.
El "Príncipe", de smoking, martilleaba el piano. Anabela bailaba en mitad de la sala, sonriendo a las mesas.
Fue un éxito. El "coronel" Ribeirito pedía bis, aplaudía de pie. Las luces volvían a encenderse, Anabela agradecía los aplausos, vestida con una malla color carne.
–Qué porquería… Uno piensa que lo que está viendo es la carne, y es género color carne… -comentó Ño-Gallo.
Siempre entre aplausos, ella se retiró para volver minutos después en un segundo número más sensacional todavía: cubierta de velos multicolores que iban cayendo uno a uno, como había anunciado Mundinho. Y durante un breve minuto, cuándo cayó el último velo y las luces nuevamente se encendieron, pudieron ver el cuerpo delgado y bien formado, casi desnudo, apenas con un taparrabos mínimo y un trapo rojo sobre los senos pequeños. La sala gritaba en coro, reclamaba bis. Anabela pasaba corriendo entre las mesas. El "coronel" Ribeirito mandó traer champaña.
–Eso sí que valía la pena… -hasta Ño-Gallo estaba entusiasmado.
Anabela y el "Príncipe" fueron a la mesa de Mundinho Falcáo. "Todo corre por mi cuenta", decía Ribeirito. La orquesta volvía a tocar, el doctor Ezequiel arrastraba a Risoleta, cayendo sobre las sillas. Nacib resolvió irse. Tonico Bastos, con los ojos puestos en Anabela, se trasladó a la mesa de Mundinho. Ño-Gallo había desaparecido. La bailarina sonreía, levantando la copa de champaña:
–¡A la salud de todos! ¡Al progreso de Ilhéus! Golpeaban las manos, aplaudían. De las mesas vecinas los miraban con envidia. Muchos se iban a la otra sala, a jugar. Nacib bajó las escaleras.Atravesó las calles silenciosas. En la casa del doctor Mauricio Caires la luz se filtraba por la ventana. Debía estar comenzando a estudiar el caso de Jesuíno, a preparar datos para la defensa, pensó Nacib, recordando los indignados propósitos del abogado en el bar. Pero una risa de mujer se escapó por las rendijas de la ventana, para ir a morir en la calle. Decían que el viudo, por la noche, llevaba negritas del Morro a su casa. Aún así, Nacib no podía adivinar que el abogado en aquel momento, y tal vez por un puro interés profesional, exigía a una mujerzuela del Morro do Unháo, una mulatita atolondrada y sorprendida, que se acostara vestida únicamente con unas medias negras de algodón, vestida solamente con ellas.
–Se ve cada cosa en este mundo… -la mulatita reía por entre los dientes quebrados y podridos.
Nacib sentía el cansancio de aquel día de trabajo. Había conseguido saber, por fin, los motivos de las idas y venidas de Mundinho, de los secretos con el Capitán y el Doctor, de la entrevista secreta con Clóvis. Se relacionaban con el caso de la barra. Había conseguido sorprender trozos de conversaciones. Según lo que decían, iban a llegar ingenieros, dragas, remolcadores. Doliese a quien le doliera, grandes barcos extranjeros entrarían al puerto, vendrían a buscar cacao, comenzaría la exportación directa. ¿A quién podría dolerle? ¿No era por cierto, la lucha abierta con los Bastos, con el "coronel" Ramiro? El Capitán siempre deseó mandar en la política local. Pero no era estanciero, no tenía dinero para gastar. Esto explicaba su amistad con Mundinho Falcáo, y acontecimientos serios se avecinaban. El "coronel" Ramiro no era hombre, a pesar de la edad, de cruzarse de brazos, y entregarse sin lucha. Nacib no quería meterse en esa historia. Era amigo de unos y de otros, de Mundinho tanto como del "coronel", del Capitán y de Tonico Bastos. El dueño de un bar no puede meterse en política. Sólo consigue perjuicios. Pero más peligroso todavía era meterse con mujeres casadas.
Sinházinha y Osmundo no podrían ver los remolcadores y las dragas en el puerto, cavando la barra. No verían esos días de progreso, de los que Mundinho tanto hablaba. Así es este mundo, hecho de alegrías y tristezas.
Dio vuelta a la iglesia, comenzó a subir lentamente por la ladera. ¿Sería cierto que Tonico Bastos había dormido con Sinházinha? ¿O era solamente pura conversación, para impresionarlo? Ño-Gallo afirmaba que Tonico mentía descaradamente. Por lo general, él no se metía con mujeres casadas. Mujerzuelas, sí, a esas no les respetaba dueño. Era un tipo elegante. Con una elegancia hecha de cabellos plateados, y de voz susurrante. A Nacib bien que le gustaría ser como él, sentirse mirado con deseo por las mujeres, mereciendo sus celos violentos. Ser amado con locura, así como Lidia, la amante del "coronel" Nicodemos, amaba a
Tonico. Le enviaba recados, cruzaba las calles para verlo, suspiraba por él sin que le prestara, la menor atención, harto de tanta devoción. Por él, Lidia arriesgaba todos los días su situación, por una mirada, por una palabra suya. Tonico no respetaba a ninguna mujer de vida libre, a no ser Gloria, y todos sabían por qué. Pero nadie supo nunca que se metiera con mujeres casadas.
Introdujo la llave en la cerradura, resoplando por la subida; la sala estaba iluminada. ¿Habrían entrado ladrones? ¿O tal vez la nueva cocinera habría olvidado apagar la luz?
Entró despacito y la vio dormida sobre una silla, con los largos cabellos esparcidos sobre los hombros. Después de lavados y peinados se habían transformado en una cabellera suelta, negra, encaracolada. Vestía harapos pero limpios, seguramente los que traía en su atadito. Un desgarrón en la pollera dejaba ver un pedazo de muslo color canela, los senos subían y bajaban levemente al ritmo del sueño, el rostro sonreía.
–¡Mi Dios! – Nacib se quedó parado, sin poder creer. La miraba con un espanto sin límites; ¿cómo se había escondido tanta belleza bajo el polvo de los caminos? Caído el brazo rollizo, el rostro moreno con la placidez del sueño, allí, adormecida en su silla, parecía un cuadro. ¿Cuántos años tendría? El cuerpo era el de una mujer joven, y sus facciones las de una niña.
–¡Mi Dios, qué cosa! – murmuró el árabe casi con devoción.
Con el sonido de su voz, ella despertó asustada pero luego sonrió, y toda la sala pareció sonreír con ella. Se puso de pie, arreglando con las manos los trapos que vestía, humilde y clara como un rayo de luna.
–¿Por qué no te acostaste y fuiste a dormir? – fue todo lo que Nacib acertó a decir.
–Como el mozo no me dijo nada…
–¿Qué mozo?
–El señor… Ya lavé la ropa, arreglé la casa. Después me quedé esperando, y me agarró el sueño. – Tenía la voz cadenciosa de la nordestina.
De ella venía un perfume a clavo de olor, de los cabellos tal vez, quizá del cuello.
–¿Sabes cocinar, de veras?
Luz y sombra en su cabello, los ojos bajos, el pie derecho alisando el piso como si fuera a salir a bailar.
–Sé, si señor. Trabajé en casa de gente, rica, me enseñaron. Hasta me gusta cocinar… -sonrió y todo pareció sonreír con ella, hasta el árabe Nacib que se dejó caer en una silla.
–Si de verdad sabes cocinar, te voy a pagar un sueldazo. Cincuenta
cruzeiros por mes. Aquí pagan veinte, treinta a lo máximo. Si el trabajo te parece pesado, puedes buscarte una muchacha que te ayude. La vieja Filomena no quería ninguna, jamás quiso aceptarla. Decía que no se estaba muriendo para necesitar una ayudante.
–Yo tampoco quiero.
–¿Y del sueldo, que me dices?
–Lo que el patrón me quiera pagar está bien para mí…
–Vamos a ver la comida de mañana. A la hora del almuerzo mando el chico a buscarla… Yo como en el bar… Ahora…
Ella seguía esperando, con la sonrisa en los labios, un resto de rayo lunar en los cabellos, y aquél olor a clavo…
–… ahora te vas a dormir, que ya es tarde.
Ella iba saliendo, él le espió las piernas, el balanceo del cuerpo al andar, el pedazo de muslo color de canela. Ella volvió el rostro:
–Entonces buenas noches, mozo…
Desaparecía en la oscuridad del corredor, y a Nacib le pareció oír que agregaba, masticando las palabras: "mozo lindo…". Casi se levantó para llamarla. No, había sido a la tarde, en la feria cuando ella dijo eso. Si la llamaba, ella tal vez podría asustarse, tenía un aire ingenuo, ¡quién sabe! tal vez fuera una muchacha virgen… Había tiempo para todo. Nacib se quitó el saco, lo colgó en una silla, se quitó la camisa. El perfume había quedado en la sala, un perfume a clavo. Al día siguiente compraría un vestido para ella, de percal, unas chinelas también. Serían regalos que le daría, además del sueldo.
Sentóse en la cama, desabrochándose los zapatos. Día complicado había sido ese. Muchas cosas sucedieron. Se puso el camisón. ¡Qué pedazo de morena era su criada! Qué ojos, Dios mío… Y de ese color quemado que a él le gustaba. Se acostó, apagó la luz. El sueño lo venció, un sueño agitado, inquieto, con la presencia de Sinházinha con el cuerpo desnudo, vestido apenas con las medias negras, extendida, muerta en la cubierta de un barco extranjero, entrando en la bahía. Osmundo
huía en un ómnibus, Jesuíno disparaba sobre Tonico, Mundinho Falcáo aparecía con Sinházinha, otra vez viva, sonriéndole a Nacib, extendiendo los brazos, una doña Sinházinha con la cara morena de la nueva empleada. Pero Nacib no podía alcanzarla, ella aparecía bailando en el cabaret.
PARÉNTESIS PARA CONTAR UNA
HISTORIA EJEMPLAR
–Vamos a mirar los entierros, muchacha. ¡Vale la pena!
–No, doña. El mozo todavía no se levantó.
Saltó de la cama: ¿cómo iba a perder los entierros? Salió del baño, ya vestido. Gabriela acababa de poner en la mesa los jarros humeantes de café y de leche. Sobre el níveo mantel, "cuscuz" de maíz con leche de coco, banana de la región frita, "inhame" (tubérculo), y aipim. Ella había quedado en la puerta de la cocina, interrogativa:
–El mozo precisa decirme qué es lo que le gusta. Engullía pedazos de "cuscuz", los ojos enternecidos, la gula prendiéndolo a la mesa y la curiosidad dándole prisa: era la hora de los entierros. Divino aquél "cuscuz", sublimes las tajadas de banana frita. Se arrancó de la mesa con esfuerzo. Gabriela se había puesto una cinta en los cabellos; sería bueno morderle el cuello moreno. Nacib salió casi corriendo para el bar. La voz de Gabriela lo acompañaba en el camino, cantando:
No vaya allá, mi bien
que hay una ladera,
resbala y cae,
rompe el gajo del rosedal.
El entierro de Osmundo ya aparecía en la plaza, viniendo de la Avenida de la playa.
–No hay gente ni para sostener las agarraderas del cajón… -comentó alguien.
Era verdad. Parecía difícil imaginarse un entierro más pobre en acompañamiento. Apenas las personasmás allegadas a Osmundo habían tenido el coraje de acompañarlo en su último paseo por las calles de Ilhéus. Llevar al dentista hasta el cementerio era casi una afrenta al "coronel" Jesuíno y a la sociedad. Ari Santos, el Capitán, Ño-Gallo, un redactor del "Diario de Ilhéus", y algunos pocos más, sostenían las manijas del ataúd.
El muerto no tenía familia en Ilhéus, pero en los meses que allí pasó había hecho muchas relaciones; fue un hombre dado, amable, frecuentador de los bailes del Club Progreso, de las reuniones del Gremio Rui Barbosa, de los bailes familiares, de los bares y cabarets. Sin embargo, iba al cementerio como un pobre diablo, sin coronas y sin lágrimas. Un comerciante había recibido un telegrama del padre de Osmundo, con quien mantenía negocios, pidiéndole que tomara todas las providencias relativas al entierro del hijo y anunciando que llegaría en el primer barco. El comerciante había encargado cajón y sepultura, contratando en el puerto a algunos hombres para que llevaran el cajón en caso de que no apareciera ningún amigo, pero sin creer en la necesidad de gastar dinero con coronas y flores.
Nacib no había mantenido relaciones estrechas con Osmundo. Alguna que otra vez el dentista aparecía en el bar, pero su lugar habitual era el "Café Chic". Tomaba una copa, con Ari Santos o con el profesor Josué, casi siempre. Sé declamaban sonetos, se leían trozos de prosa, discutían literatura. A veces sucedía que el árabe se sentaba con ellos: oía trechos de crónicas, versos que hablaban de mujeres. Como todo el mundo, encontraba que el dentista era un buen muchacho, al que reconocían su competencia profesional, y cuya clientela aumentaba. Viendo ahora el entierro mezquino, aquella ausencia de gente y de flores, aquel cajón pelado, sentíase triste. Al final de cuenta era una injusticia, una cosa agraviante para la propia ciudad. ¿Dónde estaban los que le elogiaban el talento de poeta, los clientes que elogiaban su mano tan suave en la extracción de muelas, sus compañeros del Gremio Rui Barbosa, los amigos del Club Progreso, los camaradas del bar? Tenían miedo que el "coronel" Jesuíno se enterase, que las solteronas comentaran, que la ciudad los pensase solidarios con Osmundo.
Un muchacho atravesó el entierro distribuyendo anuncios del cine, del estreno en esa misma noche del "famoso mago hindú, Príncipe Sandra, el mayor ilusionista del siglo, faquir e hipnotizador, aclamado por las plateas de Europa, y de su hermosa ayudante, Madame Anabela, medium vidente y asombro de la telepatía". Llevado por el viento, uno de los anuncios volaba sobre el cajón. Osmundo no había conocido a Anabela, no se uniría al cortejo de admiradores, no participaría de la competencia en torno a su cuerpo. El entierro pasaba cerca del atrio de la Iglesia, Nacib se incorporó al acompañamiento. No iría hasta el cementerio porque no podía dejar el bar, aquella noche se celebraría el banquete de la Empresa de ómnibus. Pero lo acompañaría durante unas dos manzanas, por lo menos, sentíase obligado a hacerlo.
El entierro tomaba por la calle "de los Paralelepípedos", ¿de quién habría sido la idea? El camino más directo y más corto era por la calle "Coronel Adami", ¿por qué pasar frente a la casa en la que estaban velando el cuerpo de Sinházinha? Aquello debía ser cosa del Capitán. Desde su ventana, Gloria asistía a la escena con una bata sobre su camisón, y el cajón pasó bajo sus senos mal escondidos bajo el cambray.
En la puerta del colegio de Enoch, en la que se apretujaban criaturas curiosas, el profesor Josué sustituyó a Ño-Gallo en una de las manijas del féretro. Ventanas llenas, comentarios. Frente a la casa de los primos de Sinházinha, estaban paradas algunas personas vestidas de negro. El cajón de Osmundo iba lentamente con su mísero acompañamiento. Los paseantes se quitaban el sombrero. De una ventana de la casa enlutada, alguien exclamó:
–¿No tenían otro camino? ¿No le bastó a él con haber deshecho la vida de la pobre?
De la plaza de la Matriz, Nacib volvió. Se demoró unos minutos en el velorio de Sinházinha. El cajón todavía no había sido cerrado, en la sala había velas y flores, y algunas coronas. Mujeres lloraban; pero por Osmundo nadie había llorado.
–Hay que esperar un poco. Dar tiempo al entierro del otro -explicó un pariente.
El dueño de casa, marido de una prima de Sinházinha, sin esconder su disgusto, caminaba por el corredor. Aquello era una complicación inesperada en su vida: qué diablos, el cuerpo no podía salir de la casa de Jesuíno, tampoco de la casa del dentista, porque no era decente. Su mujer era el único pariente de Sinházinha que vivía en la ciudad, los restantes vivían en Olivença, ¿qué otro remedio tenia sino dejar que trajeran allí el cuerpo y lo velasen? Y tan luego a él, amigo del "coronel" Jesuíno, con quien hasta tenía negocios…
–Un clavo… -explicaba.
Noche y mañana de incomodidades, sin contar los gastos. ¿Quién iría a pagar?
Nacib fue a contemplar el rostro de la muerta: los ojos cerrados, el rostro sereno, los cabellos muy lisos, las piernas bien formadas. Desvió la vista porque no era el momento de mirar las piernas de Sinházinha. La figura solemne del Doctor surgió en la sala. Quedó un momento parado ante la muerta, y sentenció a Nacib pero para que todos lo oyeran:
–Tenía sangre de los Avila. Sangre predestinada, la sangre de Ofenisia -bajó la voz-. Era mi parienta. Ante los ojos espantados de la calle agolpada en puertas y ventanas, Malvina entró trayendo un ramo de flores arrancadas de su jardín: ¿Qué venia a hacer allí, en el funeral de una esposa muerta por adulterio, esa jovencita soltera, estudiante, hija de un estanciero? Ni que fuesen amigas íntimas. Reprobaban con los ojos, cuchicheaban por los rincones. Malvina sonrió al Doctor, depositó sus flores a los pies del cajón y movió los labios en una oración, saliendo con la cabeza erguida como entrara. Nacib estaba con el mentón caído.
–Esa hija de Melk Tavares tiene coraje.
–Está noviando con Josué.
Nacib la acompañó con los ojos, le agradó su gesto. No sabía lo que le pasaba ese día, había amanecido raro, sintiéndose solidario con Osmundo y Sinházinha, irritado con la falta de la gente en el entierro del dentista, con las quejas del dueño de la casa donde estaba el cajón de la asesinada. El padre Basilio llegaba, apretando las manos mientras comentaba el sol brillante, el fin de las lluvias.
Finalmente salió el entierro, mayor que el de Osmundo pero igualmente digno de lástima, el padre Basilio mascullando los rezos, la familia llegada de Olivença sumida en llanto, suspirando con alivio el dueño de casa. Nacib volvió al bar. ¿Por qué no enterrar juntos a los dos, saliendo los cajones a la misma hora, de la misma casa, hacia la misma sepultura? Así debía haberse hecho. ¡Vida infame, llena de hipocresía era
aquélla, ciudad sin corazón, en la que sólo el dinero contaba!
–Don Nacib, la cocinera es un bocado. ¡Qué belleza! – la voz mole de Chico.
–¡Andate al infierno! – Nacib estaba triste. Después supo que el cajón de Sinházinha había transpuesto el portón del cementerio en el mismo momento en que se retiraban los escasos acompañantes de Osmundo. Casi en la misma hora en que el "coronel" Jesuíno Mendonza, asistido por el doctor Mauricio Calres, golpeaba las manos en la puerta del Juez de Derecho, para presentarse. Después, el abogado había aparecido en el bar, rechazando cualquier bebida que no fuera agua mineral:
–Ayer salí pasado de casa de Amancio. Tenía un vino portugués de primera…
Nacib se alejó, no quería oír el comentario de la comilona da la víspera. Fue a la casa de las hermanas Dos Reis para saber cómo marchaban los preparativos del banquete y las encontró todavía excitadas con el crimen:
–Ayer de mañana, ella estaba en la iglesia, la desdichada -dijo Quinquina bendiciéndose.
–Cuando usted vino aquí, nosotras acabábamos de estar con ella, en la misa -estremeciáse Florita.
–Qué cosas… Por eso no me caso.
Lo llevaron a la cocina, donde Jucundina y las hijas se desdoblaban. "Que no se afligiera por la cena, todo iría bien."
–Hablando de eso, encontré cocinera.
–¡Qué bien! ¿Es buena?
–" ¡Cuscuz" sabe hacer. La comida voy a saberlo dentro de poco, a la hora del almuerzo.
–¿Ya no quiere las bandejas?
–Todavía por unos días sí…
–Es por el pesebre… Es mucho trabajo… Cuando se calmó el movimiento del bar, mandó a Chico-Pereza a almorzar.
–A la vuelta tráeme la marmita.
A la hora del almuerzo el bar quedaba vacío. Nacib hacía la caja, calculaba las ganancias, estimaba los gastos. Invariablemente, el primero en aparecer después del almuerzo era Tonico Bastos, que bebía un digestivo, su aguardiente con "bitter". Ese día hablaron de los entierros, después Tonico le contó los sucesos en el cabaret el día anterior, después de la partida del árabe.
El "coronel" Ribeirito había bebido tanto que tuvo que ser llevado para su casa casi cargado. En la escalera vomitó tres veces, ensuciándose la ropa.
–Anda perdiendo los pantalones por la bailarina…
–¿Y Mundinho Falcáo?
–Se fue temprano. Me garantizó que no tiene nada con ella, y que el camino está libre. Y ahí, es claro…
–Usted se tiró…
–Entré con mi juego.
–¿Y ella?
–Bien. Interesada, ella está. Pero hasta que no agarre a Ribeirito se va a hacer la santa. Ya me di cuenta.
–¿Y el marido?
–Está de parte del "coronel" por completo. Ya sabe todo sobre Ribeirito. Y conmigo no quiere saber nada. Que la mujer se ría con Ribeirito, que salga a bailar con él bien apretadita, que le sostenga la frente para que él vomite, todo eso el crápula lo encuentra bien. Pero basta que yo me acerque para que él se ponga en el medio. Ese tipo no pasa de ser un vividor número uno.
–Tiene miedo que le arruine el negocio.
–¿Yo? Me conformo con las sobras. Que Ribeirito pague y yo me arreglo con los días feriados… En cuanto al marido, que no se preocupe. A estas horas él debe saber que soy hijo del jefe político de esta tierra. Que tiene que portarse bien conmigo.
Chico-Pereza llegaba con el almuerzo. Nacib abandonó el mostrador, se instaló en una de las mesas, anudándose la servilleta al cuello:
–Vamos a ver qué tal es la cocinera…
–¿La nueva?
–Tonico se aproximó, curioso.
–¡Nunca vi una morena tan bonita!
–Chico-Pereza dejaba que las palabras rodasen perezosamente.
–Y me dijiste que era una bruja, árabe sinvergüenza. ¿Escondiendo la verdad a su amigo, eh? Nacib destapaba la marmita, separaba los platos. – ¡Oh! – exclamaba ante el aroma que exhalaba la gallina guisada, la carne asada, el arroz, los porotos, el dulce de banana en rodajas.
Tonico interrogaba a Chico-Pereza.
–¿Es bonita de verdad?
–Vaya si es…
Se inclinaba sobre los platos:
–¿Y no sabe cocinar, no es verdad? Turco mentiroso… Si hasta se me hace agua la boca…
Nacib invitaba:
–Alcanza para dos. Pruebe un bocado.
Pico-Fino abría una botella de cerveza, la ponía en la mesa.
–¿Qué está haciendo ella? – preguntó Nacib a Chico.
–Está en una larga charla con la vieja. Están hablando de espiritismo. Es
decir: mamá habla, ella lo único que hace es escuchar y reír. Cuando ella ríe, don Tonico, hace que uno se atonte.
–¡Oh! – volvía a exclamar Nacib después del primer bogado-. Maná del cielo, Tonico. Esta vez, válgame Dios, estoy bien servido.
–Para la mesa y para la cama, eh señor turco…
Nacib se atoró de comida, y después de la salida de Tonico se extendió como lo hacía diariamente, en una perezosa, a la sombra de los árboles plantados en los fondos del bar. Tomó un periódico de Bahía, atrasado casi una semana, encendió el cigarro. Se pasaba la mano por los bigotes, contento con la vida, disipada ya la tristeza de la mañana de los entierros. Más tarde iría a la tienda del tío, le traería un vestido barato y un par de chinelas. Y arreglaría con la cocinera los saladitos y los dulces para el bar. No pensó nunca que aquella "retirante", cubierta de suciedad, vestida con harapos, supiera cocinar… Y que el polvo escondiese tanto encanto, tanta seducción… Se adormeció en la paz de Dios. La brisa del mar le acariciaba los bigotes.
Los relojes no habían anunciado aún las cinco de la tarde, la Receptoría de Rentas continuaba en pleno movimiento, cuando Ño-Gallo, trayendo en la mano un ejemplar del "Diario de Ilhéus", entró alborozado en el bar. Nacib le sirvió un vermouth, y preparábase para hablar de la nueva cocinera, cuando el otro dijo con su voz gangosa:
–¡La cosa comenzó!
–¿Qué cosa?
–Lo dice el diario de hoy. Acaba de salir, lea… Estaba en la primera página, era un largo artículo, en letras gruesas. El título ocupaba cuatro columnas: El escandaloso abandono de la bahía. Una crítica ponzoñosa a fondo para la Intendencia, para Alfredo Bastos, "diputado estadual elegido por el pueblo de Ilhéus rara defender los sagrados intereses de la región del Cacao", olvidado de esos intereses cuya "elocuencia débil sólo se hacía escuchar para celebrar los actos de gobierno, parlamentario del ¡Muy bien! y del ¡Aprobado!, para el Intendente, un compadre del "coronel" Ramiro, "inútil mediocridad, servilismo ejemplar al servicio del cacique", al mandamás, culpando a los políticos en el poder por el abandono de la bahía de Ilhéus. El artículo tenía como pretexto el encalle del "Ita" el día anterior. "El mayor y más urgente problema de la región, el que es el vértice y la cumbre del progreso local, que significará la riqueza y la civilización, o el atraso y la miseria, el problema de la bahía de Ilhéus, es decir, el magno problema de la exportación directa del cacao", no existía para los que habían "copado en circunstancias especiales los puestos de mando". Y con el mismo estilo continuaba la censura terrible, que terminaba en una evidente alusión a Mundinho, al recordar que, mientras tanto, "hombres de elevados sentimientos cívicos estaban dispuestos, ante el criminal desinterés de las autoridades municipales, a tomar el problema en sus manos y a resolverlo. El pueblo, ese glorioso y valiente pueblo de Ilhéus, de tantas tradliciones, sabría juzgar, castigar y premiar."
–Muchacho… la cosa es seria…
–Está escrito por el Doctor.
–Parecería por Ezequiel.
–Fue el Doctor. Estoy seguro. El doctor Ezequiel estaba anoche en el cabaret, borracho. Va a armarse un escándalo…
–¡Escándalo! Optimista. Esto va a ser un infierno.
–Mientras que no comience hoy, en el bar.
–¿Por qué aquí?
–Es el banquete de la Empresa de los ómnibus, ¿ya te olvidaste? Va a venir todo el mundo: el Intendente, Mundinho, el "coronel" Amancio, Tonico, el Doctor, el Capitán, Manuel das Onzas, hasta el "coronel" Ramiro Bastos dijo que tal vez viniera.
–¿El "coronel" Ramiro? No sale más de noche.
–Dijo que vendría. Es un hombre de agallas y ahora viene, ¡seguro!, vas a ver. Es posible que la comida termine en una pelea…
Ño-Gallo se restregaba las manos:
–Va a ser divertido… -volvió a la Receptoria de Rentas dejando a Nacib preocupado. El dueño del bar era amigo de todos, necesitaba mantenerse alejado de aquella lucha política.
Llegaban los mozos contratados para servir el banquete, comenzando a preparar la sala, a juntar las mesas. Casi al mismo tiempo, el Juez, con un paquete de libros bajo el brazo, sentóse del lado de afuera con Juan Fulgencio y Josué. Admiraban a Gloria en su ventana, el Juez considerando aquello un verdadero escándalo. Juan Fulgencio reía, en desacuerdo:
–Gloria, señor doctor, es una necesidad social, debía ser considerada de utilidad pública por la Intendencia, como el Gremio Rui Barbosa, la "Euterpe 13 de Mayo" o la Casa de la Misericordia. Gloria ejerce importante función en la sociedad. Con la simple acción de su presencia en la ventana, con el pasar de vez en cuando por la calle, eleva a un nivel superior uno de los aspectos más serios de la vida de la ciudad, su vida sexual. Educa a los jóvenes en el gusto por la belleza y da dignidad a los sueños de los maridos de mujeres feas, por desgracia la gran mayoría en nuestra ciudad, a sus obligaciones matrimoniales que, de otra manera, serían un insoportable sacrificio.
El Juez se dignó concordar:
–Hermosa defensa, mi amigo, digna de quién la hace y de quién la provoca. Pero, aquí entre nosotros: ¿no es un absurdo tanta carne de mujer para un hombre solo? Es un hombre chiquito, flacucho… Si por lo menos ella no estuviese todo el día a la vista, como está…
–¿Y qué es lo que usted piensa? ¿Que nadie duerme con ella? Se engaña, mi querido juez, se engaña…
–¡No me diga, Juan! ¿Quién se atreve?
–La mayoría de los hombres, Excelencia. Cuando duermen con las esposas están pensando en Gloria. Es con ella que duermen.
–Oh, don Juan Fulgencio, ya debí haber adivinado que se trataba de una paradoja.
–De cualquier manera, esa mujer, ahí, es una tentación -dijo Josué-. Lo único que le falta a ella es agarrar a la gente con los ojos…
Alguien aparecía agitando un ejemplar del "Diario de Ilhéus":
–¿Ya vieron?
Juan Fulgencio y Josué ya lo habían leído. El Juez se apoderó del diario, se puso los anteojos. En otras mesas también comentaban.
–¿Qué me dicen?
–La política va a incendiar todo…
–Ese banquete de hoy va a ser divertido.
Josué continuaba hablando de Gloria: -Lo que me admira es que nadie se atreva a meterse con ella. Para mí es un misterio.
El profesor era nuevo en esa tierra, traído por Enoch cuando fundara el colegio. A pesar de haberse adaptado de inmediato, de frecuentar la Papelería Modelo y el bar Vesubio, de aparecer en los cabarets, de discursear en las festividades y de cenar en casa de prostitutas, todavía desconocía muchas de las historias de Ilhéus. Y mientras los otros discutían el artículo del "Diario", Juan Fulgencio le contó lo sucedido entre el "coronel" Coriolano y Tonico Bastos, poco antes de la llegada de Josué a la ciudad, cuando el "coronel" instalaba casa a Gloria.
No se trataba de la repetición del idilio entre Juca Viana y Chiquita. ¿Josué ya había oído hablar de esa antigua historia? ¿Le habían contado los detalles entre cómicos y tristes? Más tristes que cómicos, porque el humor de Ilhéus era un poco macabro. En ese caso reciente, no hubo paseos por la playa, ni manos dadas en los puentes del puerto, Tonico no se había arriesgado a empujar la puerta nocturna de Gloria. Apenas había dado en aparecer por las tardes, frecuentemente, en su casa, con regalitos de bombones comprados en el bar de Nacib, interesándose por su salud, y preguntando si algo necesitaba. Dejándole miradas tiernas, y palabritas azucaradas. De ahí todavía no había pasado el maestro Tonico.
Una tradicional amistad ligaba al "coronel" Coriolano con la familia Bastos. Ramiro Bastos había bautizado uno de sus hijos, eran correligionarios políticos, se veían siempre. De eso se aprovechaba Tonico para explicarle a su mujer, esa gordísima y celosísima doña Olga, que estaba obligado, por razones de afecto y de interés político que lo ligaban al "coronel", a aquellas sospechosas visitas, después del almuerzo, a la casa mal-habitada. Doña Olga resoplando el pecho monumental, amenazaba:
–Si te obligan a ir, Tonico, si el "coronel" te lo pide, puedes ir, por mí no te aflijas. ¡Pero, mucho cuidado! Si yo llego a saber alguna cosa, ¡ay! si yo llego a saber algo…
–En ese caso, hijita, para que te quedes con desconfianza, es mejor que no vaya. Sólo que, prometí a Coriolano…
Lengua de miel ese Tonico, como decía el Capitán. Para doña OIga no había hombre más puro, ¡pobre de ella!, perseguido por todas las mujeres de la ciudad, prostitutas, muchachas solteras, mujeres casadas, rameras todas ellas, sin excepción. Sin embargo, por las dudas, para evitar que él cayese en la tentación, lo tenía bajo su control. Mal sabía ella…
Así, con paciencia y bombones, Tonico iba "preparando la cama en la que iba a acostarse", como ya se murmuraba en la papelería y en el bar. Pero antes de suceder lo que ciertamente sucedería, el "coronel" Coriolano supo de las visitas, de los caramelos, de las miradas tiernas. Apareció inesperadamentg en Ilhéus, en mitad de una semana, entró por la puerta de la casa de Tonico, donde también estaba instalada su escribanía, llena de gente a esa hora.
Tonico Bastos acogió al amigo con expresiones ruidosas y palmaditas en la espalda, siendo, como era, hombre extremadamente cordial y simpático. Coriolano se dejó atender, aceptó la silla, sentóse, y golpeando con el rebenque las botas sucias de barro, dijo sin elevar la voz:
–Tonico, llegó a mis oídos que andas rondando la casa de mi ahijada. Yo aprecio mucho tu amistad, Tonico. Te conocí de chico en casa del compadre Ramiro. Por eso voy a darte un consejo, consejo de amigo viejo: no aparezcas más por allá. Yo también apreciaba mucho a Juca Viana, hijo del finado Viana, mi compañero de pócker, también a Juca lo vi chiquitito. ¿Te acuerdas lo que le sucedió? Cosa de dar pena, pobre, él se metió con mujer de otros…
Hubo un silencio afligido en el escritorio. Tonico tartamudeó:
–Pero, "coronel"…
Coriolano continuaba, sin alterar la voz, jugando con el rebenque:
–Eres un lindo mozo, tienes muchas mujeres porque eso es lo que no te falta. Yo estoy gastado y viejo, mi mujer verdadera ya caducó, ¡pobrecita!, sólo tengo a Gloria. Me gusta esa muchacha y la quiero solamente para mí. Ese asunto de pagar mujer para otros nunca fue de mi gusto.
Le sonrió a Tonico:
–Soy tu amigo, por eso te estoy avisando: deja de rondar aquellos lados.
El escribano estaba pálido, el silencio parecía transformar el escritorio en una tumba. Los presentes se miraban entre sí. Manuel das Onzas que había ido a hacer una escrituración, afirmaba después que había sentido en el aire "olor a difunto", y él poseía buen olfato para ese olor, responsable como era por unos cuantos cadáveres en los tiempos de los barullos. Tonico comenzó a explicarse: eran calumnias, miserables calumnias de sus enemigos y de los enemigos de Coriolano. Él apenas si había aparecido en casa de Gloria para ponerse a las órdenes de quien era la protegida del "coronel", diariamente despreciada por todos. Esa misma gente que criticaba a Coriolano por haberla hospedado en la Plaza San Sebastián, en una casa en la que viviera su familia, gente que le daba vuelta la cara a la muchacha, que escupía a su paso, era la misma gente que ahora tejía intrigas. Él sólo había querido demostrar públicamente su estima y solidaridad al "coronel". No había tenido nada con la muchacha, ni siquiera la intención.
Lengua de miel, ese Tonico…
–Que no tuviste nada, ya sé. Si hubieses tenido algo, yo no estaría aquí conversando, la charla habría sido otra. Pero si tuviste o no intención, de eso sí que yo no puedo poner las manos al fuego. Pero las intenciones no arrancan pedazos ni tampoco ponen cuernos a nadie… Lo mejor es que hagas como los otros: que le des vuelta la cara. Eso es lo que quiero. Y ahora que estás avisado, no vamos a hablar más del asunto.
Inmediatamente comenzó a hablar de negocios, como si nada se hubiera dicho, entró a la casa, fue a saludar a doña Olga, a pellizcar las mejillas de las criaturas. Tonico Bastos dejó hasta de pasar por la vereda de Gloria, y desde entonces ella vivió más melancólica y solitaria que nunca.
La ciudad había glosado el asunto:"la cama cayó antes que él se acostara", decían, "y cayó haciendo barullo", agregaban; esa gente de Ilhéus no tenía dolor ni piedad. El aviso del "coronel" Coriolano había servido no solamente para Tonico: mucha gente resolvió quedarse con las intenciones que, en las noches tibias, se transformaban en sueños agitados, alimentados por la contemplación del busto de Gloria en la ventana, y de la sonrisa que descendía de los ojos hacia la boca, "humedecida de deseo", como poetizara muy bien el propio Josué. Y quien ganaba con eso, según decía Juan Fulgencio cerrando la narración, eran las esposas, las viejas y feas, ya que, como él le comentara al Juez, Gloria era de utilidad pública, necesidad social, elevando a nivel superior la vida sexual de esa ciudad de Ilhéus, todavía tan feudal a pesar del tan hablado e innegable progreso…
LLEGA AL BANQUETE
Su socio, Moacir Estréla esperaba, en el garage, la llegada del ómnibus con los invitados de Itabuna, diez personas incluyendo al Intendente y al Juez. Y ahora ese malhadado artículo se ponía a lanzar cizaña, la desconfianza y la división entre sus invitados.
–Eso todavía va a dar mucho que hablar.
El Capitán, que había aparecido antes de la acostumbrada partida de "gamáo", le confesó a Nacib que el artículo apenas si era el principio. El primero de una serie, y no todo iba a quedar en artículos, Ilhéus viviría grandes días. El Doctor, con los dedos sucios de tinta y los ojos brillantes de vanidad, había estado rápidamente, declarándose ocupadísimo. En cuanto a Tonico Bastos no había vuelto al bar, contándose que había sido llamado con urgencia por el "coronel" Ramiro.
Los primeros invitados en llegar fueron los de Itabuna, elogiando el viaje en ómnibus, el recorrido hecho en una hora y media a pesar del camino, todavía no completamente seco. Miraban con condescendiente curiosidad las calles, las casas, la iglesia, el bar Vesubio, el stock de bebidas, el cine-teatro Ilhéus, hallando que en Itabuna todo era mejor, que no había iglesias como las de allá, cine mejor que el de ellos, casas que se igualaran a las nuevas residencias itabunenses, bares más ricos en bebidas, cabarets tan frecuentados. En aquel tiempo la rivalidad entre las dos primeras ciudades de la zona del cacao, tomaba cuerpo. Los itabunenses hablaban del progreso sin medidas, del crecimiento espantoso de su tierra, hasta algunos años atrás un simple distrito de Ilhéus, una aldea conocida con el nombre de Tabocas. Discutían con el Capitán, hablaban del caso de los bancos de arena. Algunas familias se dirigían al cine para asistir al debut del mago Sandra, miraban el movimiento del bar, las figuras importantes allí reunidas, la gran mesa en forma de "T". Jacob y Moacir recibían a los invitados. Mundinho Falcáo llegó con Clóvis Costa, y hubo un movimiento de curiosidad. El exportador fue a abrazar a los itabunenses, entre los que había algunos clientes suyos. El "coronel" Amancio Leal, en compañía de Manuel das Onzas, contaba que Jesuíno había partido, debidamente autorizado por el Juez, a su estancia, donde aguardaría la marcha del proceso. El "coronel" Ribeirito no quitaba los ojos de la puerta del cine, con la esperanza de ver llegar a Anabela. La conversación se generalizaba, hablábase de los entierros, del crimen de la víspera, de negocios, del fin de las lluvias, de las perspectivas de la zafra, del "Príncipe" Sandra y de Anabela, se evitaba cuidadosamente cualquier referencia al caso de la bahía, al artículo del "Diario de Ilhéus". Como si todos temiesen iniciar las hostilidades, como si nadie quisiera asumir tal responsabilidad.
Cuando, alrededor de las ocho horas, fueron a sentarse a la mesa, de la puerta del bar alguien anunció: -Allá viene el "coronel" Ramiro con Tonico. Amancio Leal se dirigió a su encuentro. Nacib se sobresaltó: la atmósfera se hizo más tensa, las risas sonaban falsamente, él percibía los revólveres bajo los sacos. Mundinho Falcáo conversaba con Juan Fulgencio, el Capitán se aproximó a ellos. Se podía ver, del otro lado de la Plaza, al profesor Josué en el portal de Malvina. El "coronel" Ramiro Bastos, apoyando en el bastón su cansado paso, penetró en el bar, uno a uno adelantáronse a saludarlo. Se detuvo ante Clóvis Costa, apretando su mano:
–¿Cómo anda su diario, Clóvis? ¿Prosperando?
–Va bien, "coronel".
Se demoró un poco con el grupo formado por Mundinho, Juan Fulgencio y el Capitán. Quiso saber del viaje de Mundinho, protestó porque Juan Fulgencio no había aparecido por su casa en los últimos tiempos, bromeó con el Capitán. Nacib sintiése lleno de admiración por el viejo: debía estar mordiéndose de rabia por dentro, y no dejaba trasparentar nada. Miraba a sus adversarios, aquellos que se preparaban para luchar contra su poder, para robarle su posición, como si se tratara de criaturas sin juicio que no ofrecían ningún peligro. Lo sentaron a la cabecera de la mesa, entre los dos Intendentes, Mundinho venía luego entre los jueces.
La comida de las hermanas Dos Reís comenzó a ser servida.Al principio nadie se sentía completamente a su gusto. Comían, bebían, conversaban, reían, pero había una cierta inquietud en la mesa, como si se esperara algún acontecimiento. El "coronel" Ramiro Bastos ni tocaba la comida, apenas si probaba el vino. Sus ojos menudos se paseaban de uno a otro invitado. Se oscurecían al posarse en Clóvis Costa, en el Capitán, en Mundinho. De súbito quiso saber porqué no estaba presente el Doctor, y lamentó su ausencia. Al rato el ambiente fue haciéndose más alegre y despejado. Se contaban anécdotas, se describían las danzas de Anabela, elogiaban la comida de las hermanas Dos Reís.
Y finalmente llegó la hora de los discursos.
El ruso Jacob y Moacir habían pedido al doctor Ezequiel Prado que hablara en nombre de la Empresa, ofreciendo el banquete. El abogado se levantó, había bebido mucho y tenía la lengua pastosa, pero cuando más bebía mejor hablaba. Amáncio Leal secreteó alguna cosa al doctor Mauricio Caires. Sin duda previniéndole para que estuviese atento. Si Ezequiel, cuya lealtad política al "coronel" Ramiro se encontraba vacilante desde las últimas elecciones, entraba a hacer comentarios sobre el caso del puerto, le correspondía a él, Mauricio, responder "sobre el pucho". Pero el doctor Ezequiel, estando en un día de mucha inspiración, tomó como tema principal la amistad entre Ilhéus e Itabuna, las ciudades hermanas de la zona del cacao, ahora también unidas por la nueva Empresa de ómnibus, esa "monumental realización" de hombres emprendedores como Jacob, "llegado de las estepas heladas
de la Siberia, para impulsar el progreso de este rincón brasileño" -frase que humedeció los ojos de Jacob, nacido en realidad en un "ghetto" de Kiev-, y a Moacir, "hombre que se hizo a costa del propio esfuerzo, ejemplo del trabajador honesto" -Moacir bajaba la cabeza, modesto, mientras a su alrededor se escuchaban voces que apoyaban. Y siguió en esa forma, hablando mucho de civilización y progreso, previendo el futuro de la zona, destinada a "alcanzar rápidamente las alturas más elevadas de la cultura".
El Intendente de Ilhéus, soporífero e interminable, saludó al pueblo de Itabuna allí representado. El Intendente de Itabuna, "coronel" Aristóteles Pires, agradeció en pocas palabras. Observaba el ambiente, pensativo. Se levantó el doctor Mauricio soltando su verbo, sirviéndoles la Biblia como postre. Para concluir, elevó un brindis a "ese impoluto hijo de Ilhéus, a quien tanto debe nuestra región, varón de insignes virtudes, administrador capaz, ejemplar padre de familia, jefe y amigo, el "coronel" Ramiro Bastos". Bebieron todos, Mundinho brindó con el "coronel". Apenas el doctor Mauricio sentábase y ya el Capitán se había puesto de pie, con una copa en la mano. También él quería hacer un brindis, dijo, aprovechando aquella fiesta que marcaba un paso más en el progreso de la zona del cacao, en honor de un hombre llegado de las grandes ciudades del sur para emplear en aquella región su fortuna y sus extraordinarias energías, su visión de estadista, su patriotismo. Por ese hombre, a quien Ilhéus e Itabuna ya tanto debían, cuyo nombre estaba anónimamente ligado a esa Empresa de ómnibus como a todo cuanto emprendiera el pueblo de Ilhéus en esos últimos años, por Raimundo Mendes Falcáo, él levantaba su copa. Fue la oportunidad de que el "coronel" brindara con el exportador. Según contaron después, durante todo el discurso del Capitán, Amancio Leal mantuvo la mano en la empuñadura del revólver.
Y no pasó nada más.
No obstante, todos comprendieron esa noche que Mundinho había asumido a partir de ese momento la jefatura de la oposición, y que la lucha había comenzado. No ya una lucha como las de antes, en la época de la conquista de la tierra. Ahora los rifles y las emboscadas, las escribanías quemadas y las escrituraciones falsas, no eran decisivas. Juan Fulgencio dijo al Juez:
–En vez de tiros, discursos… Es mejor así.
Pero el Juez dudaba:
–Esto va a acabar a balazos, usted verá…
El "coronel" Ramiro Bastos se retiró en seguida, acompañado por Tonico. Algunos se desparramaron por las mesas del bar, y continuaron bebiendo. Se formó una partida de pócker, en el reservado, mientras otros se dirigían a los cabarets. Nacib iba de grupo en grupo, activando a los empleados, mientras la bebida corría.
En medio de todas aquellas complicaciones, recibió una esquela de Risoleta, traída por un chiquillo. Ella quería verlo aquella noche, sin falta, iba a esperarlo en el Bataclán. Firmaba, "tu bichita Risoleta"; el árabe sonrió satisfecho. Junto a la caja estaba el paquete para Gabriela: un vestido de percal, un par de chinelas.
Cuando terminó la sesión del cine, el bar se llenó. Nacib no tenía manos que le alcanzaran. Ahora las discusiones en torno al artículo, dominaban las conversaciones. Todavía había quien hablaba del crimen de la víspera, y las familias elogiaban al prestidigitador. Pero el asunto dominante en casi todas las mesas, era el artículo del "Diario de Ilhéus". El movimiento duró hasta tarde, y era más de medianoche cuando Nacib cerró la caja y se dirigió al cabaret. En una mesa, con Ribeirito, Ezequiel y otros, Anabela pedía algunas palabras para su álbum recordatorio. Ño-Gallo, romántico, escribió: "Tú eres, oh bailarina, la encarnación del propio arte". El doctor Ezequiel, con una borrachera grandiosa, había agregado con letra trémula: "Quién pudiera ser gigoló del arte". El "Príncipe" Sandra fumaba en su larga boquilla, imitación marfil. Ribeirito, muy íntimo, le palmeaba la espalda, le contaba las grandezas de su estancia.
Risoleta esperaba a Nacib. Lo llevó a un rincón de la sala. Le contó sus amarguras: había amanecido enferma, volviéndole una antigua complicación que hacía de sus días un infierno, teniendo que llamar al médico. Y estaba sin dinero alguno para los remedios. No tenía a quien pedirlo, no conocía casi a nadie. Por eso recurría a Nacib, que fuera tan
gentil aquella noche… El árabe le pasó un billete, rezongando; ella le acarició los cabellos.
–Me voy a sanar pronto, en dos o tres días, y en seguida te mando llamar…
Partió apurada. ¿Estaría verdaderamente enferma o sería una comedia para -poder sacarle dinero, e ir a gastárselo con un estudiante o un empleado de comercio en una cena regada con vino? Nacib sentíase irritado, quería ir a dormir con ella, olvidar en sus brazos el día melancólico de entierros, los trabajos e inquietudes del banquete y las intrigas políticas. Un día como para terminar con cualquier hombre. ¡Y que todavía terminaba con aquella decepción! Tomó el paquete para Gabriela. Las luces se apagaban, la bailarina apareció vestida con sus plumas. El "coronel" Ribeirito llamaba al mozo pidiéndole champaña.
Adulando al estanciero, empujando a sus brazos a la mujer, negociando con el cuerpo de ella. Nacib se encogió de hombros. A lo mejor se trataba de un pobre diablo, tal vez Anabela no significase gran cosa para él, una simple ligazón accidental, de trabajo. Aquél era su negocio, su medio de ganarse el pan, tenía cara de haber pasado ya muchas hambres…
Sucia forma de ganarse el pan, sin dudas, pero ¿cuál era la limpia? ¿Por qué juzgarlo y condenarlo? Quién sabe si él no era más decente que los amigos de Osmundo, sus compañeros de bar, de literatura, de bailes en el Club Progreso, de conversaciones sobre mujeres, todos ellos
–honrados ciudadanos pero incapaces de llevar el cuerpo del amigo hasta el cementerio…
Hombre derecho era el Capitán. Pobre, sin otros recursos que su empleo de recaudador de impuestos, sin plantaciones de cacao, pero que mantenía sus opiniones, que se enfrentaba a cualquiera. No era uno de los íntimos de Osmundo, y sin embargo allí estaba, en el entierro, asegurando una manija del cajón. ¿Y el discurso en el banquete? Arrojar el nombre de Mundinho en la cara de todos, en presencia del "coronel"
Ramiro Bastos.
Recordando el banquete, Nacib se estremeció. Hasta tiros podían haberlo animado; había sido una suerte que terminara en paz. Pero, claro que eso apenas era el comienzo, el propio Capitán así lo había dicho. Mundinho tenía dinero, prestigio en Río, amigos en el gobierno federal, no era "una porquería cualquiera" como el doctor Honorato, médico viejo y abatido, jefe de la oposición, que vivía debiéndole favores a Ramiro, pidiéndole empleos para los hijos. Mundinho iba a arrastrar a mucha gente, a dividir a los estancieros -dueños de votos- entre sí, a causar estragos.
Si conseguía traer ingenieros y dragas para descongestionar la bahía como había prometido… Podía conseguir hacerse dueño de Ilhéus, arrojar a los Bastos al ostracismo. Claro que el viejo ya andaba en las últimas, y Alfredo solamente por ser su hijo existía en la Cámara, era un buen médico de niños y nada más. En cuanto a Tonico… aquél no había nacido para la política, para mandar y desmandar, para hacer y deshacer. A no ser cuando se trataba de mujeres. Ni había aparecido en el cabaret aquella noche. Ciertamente para no enfrentarse con las discusiones en torno al artículo, no era hombre de peleas.
Nacib movió la cabeza. Amigo de unos y de otros, del Capitán y de Tonico, de Amancio Leal y del Doctor, con ellos bebía, jugaba, conversaba, iba a las casas de las prostitutas. De ellos le venía el dinero que ganaba. Y ahora se encontraban divididos, cada uno por su lado. Solamente en una cosa estaban todos de acuerdo: en matar a las mujeres adúlteras, y ni siquiera el Capitán defendía a Sinházinha. Ni siquiera su primo, de cuya casa saliera el cuerpo para el cementerio. ¿Qué diablos habría ido a hacer allí la hija del "coronel" Melk Tavares, aquella por quien Josué suspiraba apasionado, de rostro hermoso, callada, de ojos inquietos como si guardasen un secreto, un misterio cualquiera? Una vez Juan Fulgencio había dicho, al verla pasar con otras compañeras, yendo a comprar chocolate en el bar:
–Esa muchacha es diferente a las otras, tiene carácter. ¿Por qué era diferente, qué quería decir Juan Fulgencio, hombre tan ilustrado, con aquella cosa de "carácter"? La verdad es que ella había aparecido en el velorio, llevando flores. El padre había visitado a Jesuíno, "llevándole su abrazo", como él mismo dijera a Nacib en el "mercado de los esclavos". La hija, muchacha soltera y estudiante, en espera de novio, ¿qué diablos había ido a hacer junto al cajón de Sinházinha? Todo estaba dividido, el padre de un lado, la hija de otro. Ese mundo andaba todo complicado, que lo atendiera quien quisiera porque lo que es para él, estaba por encima de sus posibilidades; no pasaba de ser el dueño de un bar, ¿por qué pensar en todo eso? Lo que tenía que hacer era ganar dinero para que un día pudiera comprar tierras para plantar cacao.
Si Dios lo ayudaba, habría de comprarla. Tal vez entonces pudiera mirar el rostro de Malvina, intentar descifrar su enigma. O, por lo menos, ponerle casa a alguna mujer igual que Gloria.
Estaba con sed, fue a beber agua en la jarra de la cocina. Vio el paquete con el vestido y las chinelas, que trajera de la tienda del tío. Se quedó indeciso. Lo mejor era entregárselo al otro día. O ponérselo en la puerta del cuartito de los fondos, para que su cocinera lo encontrara al despertar. Como si fuese Navidad…
Sonrió y tomó el paquete. En la cocina tragó el agua a grandes sorbos; aquel día había bebido mucho durante el banquete, especialmente cuando ayudaba a servir.
La luna, en lo alto de los cielos, iluminaba la huerta de mamones y guayabos. La puerta de la habitación de Gabriela estaba abierta. Tal vez a causa del calor. En la época de Filomena la puerta de esa habitación era cerrada con llave porque la vieja tenía miedo a los ladrones, aunque su riqueza eran los cuadros de santos. El claro de luna entraba en la habitación. Nacib se aproximó, dejaría el paquete a los pies de la cama, ella se llevaría un susto a la mañana.
Y, tal vez, la próxima noche…
Los ojos escrutaban en la oscuridad. Un hilo de rayo lunar subía por la cama, iluminaba un pedazo de pierna, Nacib fijó los ojos, ya excitado. Esperaba dormir esa noche en los brazos de Risoleta, y con esa seguridad había ido al cabaret, pregustando su sabiduría de ramera de ciudad grande.
Y junto al deseo insatisfecho le había quedado la irritación. Ahora veía el cuerpo moreno de Gabriela, la pierna saliendo de la cama. Más que ver, adivinábalo bajo la manta remendada que mal cubría la combinación rasgada, el vientre, los senos. Un seno saltaba, descubierto por la mitad. Nacib trataba de ver más.
¡Y siempre aquel perfume a clavo, atontándolo!
Gabriela se agitó en el sueño, el árabe había traspuesto la puerta. Estaba con una mano extendida, sin coraje para tocar el cuerpo dormido. ¿Por qué apurarse? Si ella gritaba, habría un escándalo, tal vez se fuera. Se quedaría sin cocinera, y nunca encontraría otra igual a ella. Lo mejor era dejar el paquete a la orilla de la cama. Al otro día, se quedaría un poco más en la casa, ganaría su confianza poco a poco, terminaría por conquistarla.
Su mano casi temblaba al dejar el paquete. Gabriela se sobresaltó, abrió los ojos, iba a hablar pero reconoció a Nacib que, de pie, la miraba. Con la mano, instintivamente, buscó la manta, pero todo lo que consiguió -¿por confusión o por picardía?– fue hacerla resbalar de la cama. Se levantó a medias y quedó sentada, sonriendo con timidez. No trataba de esconder el seno, ahora visible a la luz de la luna.
–Te vine a traer un regalo -tartamudeó Nacib-. Lo iba a poner en tu cama. Llegué ahora mismo…
Ella sonreía, ¿era de miedo o para contagiarle valor?
Todo podía ser, ella parecía una criatura, los senos y los muslos descubiertos, como si no viese nada de malo en ello, como si nada supiera de esas cosas, imagen misma de la inocencia. Tomó el paquete de su mano: -Muchas gracias, patrón, Dios le pague.
Desató el nudo, Nacib la recorría con los ojos, ella extendió sonriendo el vestido sobre su cuerpo, lo acarició con la mano:
–Bonito…
Miró las chinelas baratas, Nacib se ahogaba: -El mozo es tan bueno…
El deseo subía por el pecho de Nacib, le apretaba la garganta. Sus ojos se oscurecían, el perfume a clavo lo mareaba, ella tomaba el vestido para verlo mejor, resurgía su desnudez cándida.
–Bonito… Quedé despierta, esperando que el mozo me dijera qué quería de comida para mañana. Se hizo tarde, me vine a acostar…
–Tuve mucho trabajo -las palabras le salían con esfuerzo.
–Pobrecito… ¿No estará cansado?
Doblaba el vestido, colocaba las chinelas en el suelo.
–Dame, lo cuelgo en el clavo.
Su mano tocó la mano de Gabriela, ella rió: -Qué mano tan fría…
El no pudo dominarse más, la tomó del brazo y con la otra mano buscó el seno que parecía crecer a la luz de la luna.
Ella lo trajo hacia sí:
–Mozo lindo…
El perfume de clavo llenaba la habitación, el calor que venía del cuerpo de Gabriela envolvió a Nacib, quemaba su piel, y el rayo lunar moría en la cama.
En un susurro, entre besos, la voz de Gabriela agonizaba: -Mozo lindo…
GABRIELA, CLAVO Y CANELA