Esta historia de amor por curiosa coincidencia, como diría doña Arminda-, comenzó el mismo día claro, de sol primaveral, en que el estanciero Jesuíno Mendonza mató a tiros de revólver a doña Sinházinha Guedes Mendonza, su esposa, exponente de la sociedad local, morena casi gorda, muy dada a las fiestas de Iglesia, y al doctor Osmundo Pimentel, cirujano-dentista llegado a Ilhéus hacía pocos meses, muchacho elegante con veleidades de poeta. Pues en aquella misma mañana, antes de que la tragedia conmoviese a la ciudad, la vieja Filomena por fin había conseguido cumplir su antigua amenaza de abandonar la cocina del árabe Nacib, emprendiendo viaje en el tren de las ocho hacia Agua Preta, lugar en el que un hijo suyo prosperaba.

Como luego opinara Juan Fulgencio -hombre de mucho saber y dueño de la Papelería Modelo, centro de la vida intelectual de Ilhéus- el día había sido mal elegido, aun siendo día hermoso, el primero de sol después de la larga estación de las lluvias, sol como una caricia sobre la piel. No era un día apropiado para derramar sangre. No obstante, como el coronel Jesuíno Mendonza era hombre de honor, y muy decidido, poco afecto a lecturas y a razones estéticas, tales consideraciones ni siquiera le pasaron por la cabeza dolorida por los cuernos. Apenas los relojes dieron las dos horas de la siesta él -surgiendo inesperadamente, ya que todos lo hacían en la estancia- despachó a la bella Sinházinha y al seductor Osmundo, de dos certeros balazos a cada uno. Y consiguió que la ciudad olvidase los restantes asuntos que tenía para comentar: que el barco de la "Costera" había encallado por la mañana a la entrada del puerto; el establecimiento de la primera línea de ómnibus que uniría a Ilhéus con Itabuna; el gran baile recientemente celebrado en el Club Progreso, y hasta el apasionante caso de Mundinho (diminutivo de Edmundo) Falcão, que había enarbolado la história de las dragas para la entrada del puerto. En lo que respecta al pequeño drama personal de Nacib, súbitamente sin cocinera, apenas si sus más íntimos amigos habían tomado conocimiento del mismo, y sin concederle la menor importancia. Todos habíanse vuelto hacia la tragedia que les emocionaba, hacia la historia de la mujer del estanciero y el dentista, tanto por la alta clase social a la que pertenecían los tres personajes que intervenían en dicha historia, cuanto por la riqueza de detalles de la misma, algunos picantes y sabrosos. Porque, a pesar del tan cacareado y vanidoso progreso de la ciudad ("Ilhéus se civiliza con un ritmo impetuoso", había escrito el doctor Ezequiel Prado, famoso abogado, en el "Diario de Ilhéus”), todavía interesaban en aquella tierra, y por encima de todo, las historias como ésa, violentas, de amor, celos y sangre. Íbanse perdiendo, con el correr del tiempo, los ecos de los últimos tiros cambiados en las luchas por la conquista de la tierra; empero, de aquellos tiempos heroicos había quedado un gustillo a sangre derramada, en la sangre de las gentes de Ilhéus. Y hasta ciertas costumbres: la de alardear de valientes, de cargar revólver noche y día, de beber y jugar. También ciertas leyes dirigían sus vidas. Una de ellas, por cierto que de las menos discutidas, nuevamente habíase cumplido aquel día: la honra de un marido engañado, sólo con la muerte de los culpables puede lavarse. Ley que venía de los tiempos antiguos, que no estaba escrita en ningún código, pero sí en la conciencia de los hombres, dejada por los señores de antaño, aquellos que fueron los primeros en derribar bosques y en plantar cacao. Así sucedía en Ilhéus, en aquellos años de 1925, cuando florecían los cultivos en las tierras abonadas con cadáveres y sangre, y multiplicábanse fortunas, cuando el progreso se establecía, transformando la fisonomía de la ciudad.

Tan profundo era el gustillo de la sangre, que el propio árabe Nacib, bruscamente afectado en sus intereses por la partida de Filomena, olvidaba tales preocupaciones para entregarse por entero a los comentarios del doble asesinato. Se modificaba la fisonomía de la ciudad, – se abrían calles, importábanse automóviles, se construían rascacielos, abríanse caminos, se publicaban periódicos, fundábanse clubes. Ilhéus se transformaba. Sin embargo, mucho más lentamente evolucionaban las costumbres, los hábitos de los hombres. Así sucede siempre en todas las sociedades.

PRIMERA PARTE

UN BRASILEÑO DE ARABIA

Aventuras y desventuras de un buen brasileño (nacido en Siria) en la ciudad de Ilhéus, en 1925, cuando florecía el cacao e imperaba el progreso. Con amores, asesinatos, banquetes, pesebres, historias variadas para todos los gustos, un remoto pasado glorioso de nobles soberbios y ordinarios, un reciente pasado de ricos plantadores y afamados bandidos, con soledad y suspiros, deseo, venganza y odio; con lluvias y sol, y claros de luna, leyes inflexibles, maniobras políticas, y el apasionante caso de la entrada del puerto; con prestidigitador, bailarina, milagros y otras magias.

CAPÍTULO PRIMERO

LA LANGUIDEZ DE OFENISIA

(QUE MUY POCO APARECE PERO QUE NO POR ESO ES MENOS IMPORTANTE)

"En este año de impetuoso progreso…"

(De un diario de Ilhéus, en 1925)

RONDÓ DE OFENISIA

Escucha, oh, hermano,

Luis Antonio, mi hermano:

Ofenisia en la terraza

En la red se balancea.

El calor y el abanico,

la brisa dulce del mar,

mucama haciendo cosquillas.

Ya iba a cerrar los ojos,

el Monarca apareció: barbas de tinta,

renegras, ¡oh, resplandor!

El verso de Teodoro,

la rima para Ofenisia,

el vestido venido de Río,

el corsé, el collar,

mantilla de seda.negra,

el "sagüi" que tú me diste,

¿todo eso de qué sirve

Luis Antonio, mi hermano?

Son brasas sus ojos negros,

(-¡Son ojos de Emperador!)

incendiaron mis ojos.

Sábanas de sueños sus barbas

(-¡Son barbas imperiales!)

para mi cuerpo envolver.

Con él quiero casarme

(-¡Con rey no podéis casar!)

con él quiero acostarme

y entre sus barbas soñar.

(-¡Ay, hermana, nos deshonráis!)

Luis Antonio, mi hermano,

¿qué esperas para matar?

No quiero al conde, al barón,

señor de ingenio no quiero,

ni los versos de Teodoro,

no quiero rosas, claveles,

ni aros de diamantes.

¡Lo que quiero son las barbas

negras del Emperador!

Mi hermano, Luis Antonio,

de la casa ilustre de los Avila,

escucha, oh mi hermano:

si concubina no soy

del Señor Emperador,

en esta red voy a morir

de languidez.

DEL SOL Y DE LA LLUVIA,

Y CON UN PEQUEÑO MILAGRO

En aquel año de 1925, cuando floreció el idilio de la mulata Gabriela y del árabe Nacib, la estación de las lluvias habíase prolongado más allá de lo normal y necesario, a tal punto que los plantadores, como un rebaño asustado, al entrecruzarse en las calles se preguntaban unos a otros, con miedo en los ojos y en la

voz:

–¿No parará nunca?

Se referían a las lluvias; nunca habíase visto tanta agua cayendo de los cielos, día y noche, casi sin intervalos.

–Una semana más y todo estará en peligro.

–La zafra entera…

–¡Dios mío!

Hablaban de la zafra, que se anunciaba excepcional, superando con largueza a todas las anteriores. Con los precios del cacao, en constante aumento, esto significaba riqueza aún mayor, prosperidad, hartazgo, dinero a raudales. Los hijos de los "coroneles"(popularmente: ricachones) irían a los colegios más caros de las grandes ciudades a cursar sus estudios, nuevas casas se levantarían para las familias en las calles recientemente abiertas, lujosos moblajes serían encargados directamente a Río, llegarían pianos de cola para aristocratizar las salas; los negocios bien provistos multiplicándose, el comercio creciendo, la bebida corriendo en los cabarets, mujeres desembarcando de los barcos, el juego campeando en los bares y en los hoteles, ¡el progreso, en fin, la tan mentada civilización!

Y pensar que esas mismas lluvias, ahora demasiado copiosas, amenazadoras, diluviales, tanto se habían demorado en llegar, ¡tanto se habían hecho esperar y rogar! Meses antes, los "coroneles" elevaban los ojos hacia el cielo límpido en busca de nubes, de señales de próxima lluvia. Crecían las plantaciones de cacao, extendiéndose por todo el sur de Bahía, en espera de las lluvias indispensables para el desarrollo de los frutos recién nacidos, que sustituían las flores de las plantas. La procesión de San Jorge, aquel año, había cobrado el aspecto de una ansiosa promesa colectiva al santo patrono de la ciudad.

Su rica litera trabajada en oro, era llevada sobre los hombros orgullosos de los ciudadanos más notables y los estancieros más ricos, vestidos con el ropaje rojo de la cofradía, lo que no es poco decir, ya que los "coroneles" del cacao no se distinguían por la religiosidad, ni frecuentaban iglesias, y eran rebeldes a misas y confesiones, dejando estas debilidades para las mujeres de la familia: -¡Eso de la iglesia, son cosas para mujeres!

Se contentaban con atender los pedidos de dinero del Obispo y de los sacerdotes, destinado a obras y diversiones: el colegio de monjas en lo alto de la Victoria, el Palacio Diocesano, las escuelas de catecismo, las novenas, el mes de María, las kermesses y fiestas de San Antonio y de San José.

Aquel año, en vez de quedarse por los bares bebiendo, todos

ellos estaban en la procesión, con la vela en la mano, contritos, prometiendo el oro y el moro a San Jorge, a cambio de las preciosas lluvias. La multitud detrás de la litera, acompañaba por las calles los rezos de los sacerdotes. Vestido con el ropaje del ritual, las manos unidas para la oración y el rostro compungido, el padre Basilio elevaba la voz sonora, arrastrando los rezos.

Elegido para la importante función por sus eminentes virtudes, consideradas y estimadas por todos, también lo había sido porque aquel santo hombre era propietario de tierras y plantaciones, y por lo tanto, directamente interesado en la intervención celestial. Así, rezaba con redoblado vigor.

Las numerosas solteronas, en torno a la imagen de Santa María Magdalena, retirada la víspera de la iglesia de San Sebastián para acompañar la litera del santo patrono en su ronda por la ciudad, sentíanse transportadas en éxtasis ante la exaltación del padre, habitualmente bonachón pero apurado, despachando su misa en un abrir y cerrar de ojos, confesor poco atento a lo mucho que tenían ellas para contarle. ¡Tan diferente del padre Cecilio, por ejemplo!

Elevábase la voz vigorosa e interesada del cura en la oración ardiente, elevábase la voz cascada de las solteronas, el coro unánime de los "coroneles", y sus esposas, hijas e hijos, comerciantes, exportadores, trabajadores llegados del interior para la fiesta, cargadores, hombres de mar, mujeres de la vida, empleados de comercio, jugadores profesionales, y diversos malandrines, los chiquilines del catecismo y las muchachas de la Congregación Mariana. Subía la oración hacia un diáfano cielo sin nubes, donde, como una asesina bola de fuego, un sol despiadado quemaba, capaz de destruir los brotes del cacao, recién abiertos.

Algunas señoras dé la sociedad, según la promesa sobre la que se pusieran de acuerdo en el último baile del Club Progreso, acompañaban la procesión con los pies descalzos, ofreciendo al santo el sacrificio de su elegancia, pidiéndole lluvia.

Murmurábanse diferentes promesas, apurábase al santo, pues ninguna demora podía admitírsele, que bien veía él la aflicción de sus protegidos: era un milagro urgente lo que se le pedía.

San Jorge no había permanecido indiferente a los rezos, a la repentina y conmovedora religiosidad de los "coroneles", y al dinero por ellos prometido para la Iglesia Matriz, ni a los pies desnudos de las señoras, tan castigados por los adoquines de las calles, pero tocado sin duda más que todo por la agonía del padre Basilio. Tan receloso estaba el padre por el destino de sus frutos de cacao que, en los intervalos del ruego vigoroso, cuando el coro clamaba, juraba al santo abstenerse un mes entero de los dulces favores de su comadre y gobernanta Otália. Cinco veces comadre, ya que cinco robustos retoños -tan vigorosos y promisorios como las plantas de cacao del cura- había ella llevado a la pila bautismal, envueltos en linón y encaje.

No pudiendo reconocerlos, el padre Basilio era padrino de todos ellos -tres niñas y dos niños- y, ejerciendo la caridad cristiana, les prestaba el uso de su propio nombre de familia, Cerqueira, un bonito y honesto nombre.

¿Cómo podría San Jorge permanecer indiferente a tanta aflicción? Desde los tiempos inmemoriales de la Capitanía (antígua circunscripción territorial) él venía dirigiendo, bien o mal, los destinos de esa región, hoy tierra del cacao. El donatario, Jorge de Figueirédo Correia, a quien el rey de Portugal había dado, en prueba de amistad, esas decenas de leguas pobladas de salvajes y de "palo-brasil", no dispuesto a abandonar los placeres de la corte lisbonense por la selva bravía, había enviado a un cuñado español para que muriera en manos de los indios, en su lugar. Pero habíale recomendado poner bajo la protección del santo vencedor de los dragones aquel feudo que el rey, su señor, tuviera por bien regalarle. El no iría a esa distante tierra primitiva, pero le daría su nombre, consagrándola a su tocayo San Jorge. Montado en su caballo, desde la luna, el santo seguía el destino animado de ese San Jorge dos Ilhéus desde aproximadamente cuatrocientos años. Había visto a los indios degollar a los primeros conquistadores y ser, a su vez, destrozados y esclavizados; había visto levantarse los ingenios de azúcar, las plantaciones de café, pequeños unos, mediocres las otras. Había visto vegetar esa tierra, sin mayor futuro, durante siglos. Después, había asistido a la llegada de las primeras plantaciones de cacao, ordenando a los macacos "jupará" 1 que se encargasen de multiplicar las plantas de cacao. Tal vez sin objetivo definido, apenas para mudar un poco el paisaje del que ya debía estar cansado, luego de tantos años. Lejos de imaginar que, con el cacao, llegaba la riqueza, una época nueva para la tierra bajo su protección. Vio entonces cosas terribles: los hombres matándose traicionera y cruelmente por la posesión de valles y colinas, de ríos y sierras, quemando las plantas, plantando febrilmente sementeras y sementeras de cacao. Vio crecer súbitamente la región, nacer villas y poblados, vio llegar a Ilhéus el progreso trayendo un Obispo consigo, instalarse nuevos municipios -Itabúna, Itapira-, levantarse el colegio de monjas, vio a los barcos desembarcando gente, y tanta cosa vio que llegó a pensar que nada más podría impresionarlo. Pero a pesar de eso, se impresionó con aquella inesperada y profunda devoción de los "coroneles", hombres rudos, poco aficionados a leyes y rezos, con aquella loca promesa del padre Basilio Cerqueira, de naturaleza incontinente y fogosa, tan fogosa e incontinente que el santo dudaba que él pudiera cumplirla hasta el fin.

Cuando la procesión desembocó en la plaza de San Sebastián, deteniéndose ante la pequeña iglesia blanca, cuando Gloria se persignó, sonriente, en su ventana maldecida, cuando el árabe Nacib salió de su bar desierto para apreciar mejor el espectáculo, entonces sucedió el tan mentado milagro. No, no se cubrió de nubes negras el cielo azul, ni comenzó a caer la lluvia. Indudablemente para no arruinar la procesión. Pero una desmayada luz diurna surgió en el cielo, perfectamente visible a pesar de la claridad deslumbrante del sol. El negrito Tuísca fue el primero en verla, llamando la atención de las hermanas Dos Reís -sus patronas- en el centro del grupo negro de las solteronas. Un clamor de milagro se sucedió, partiendo de las solteronas excitadas, propagándose por la multitud, y esparciéndose luego por la ciudad entera. Durante dos días no se habló de otra cosa.

¡San Jorge había venido para oír los rezos, las lluvias no tardarían!

Y efectivamente, algunos días después de la procesión, nubes de lluvia se acumularon en el cielo y las aguas comenzaron a caer al anochecer.

Sólo que San Jorge, naturalmente impresionado por el volumen de las oraciones y promesas, por los pies descalzos de las señoras y por el espantoso voto de castidad del padre Basilio, magnificó el milagro y ahora las lluvias no querían parar. La estación de las lluvias se prolongaba desde hacía ya más de dos semanas fuera del tiempo habitual.

Aquellos brotes apenas nacidos de los cocos de cacao, cuyo desarrollo el sol había amenazado, crecieron magníficos con las lluvias, en número nunca visto, pero comenzaban ahora a necesitar nuevamente de sol. La continuación de las lluvias, pesadas y persistentes, podría pudrirlos antes de la zafra.

Con los mismos ojos de temor angustiado, los "coroneles" miraban el cielo plúmbeo, la lluvia cayendo: buscaban el sol escondido. En los altares de San Jorge, de San Sebastián, de María Magdalena, hasta en el de Nuestra Señora de la Victoria, en la capilla del cementerio, se encendían velas. Una semana más, tal vez diez días más de lluvias y la zafra estaría por entero en peligro; era una expectativa trágica.

He ahí porqué, cuando aquella mañana en que todo comenzó, un viejo estanciero, el "coronel" Manuel das Onzas -así llamado porque sus plantaciones estaban casi en el fin del mundo, donde, según decían y él confirmaba, hasta tigres (onzas) rugían-, salió de su casa cuando todavía era casi noche, a las cuatro de la mañana, y vio el cielo despejado, de un azul fantasmagórico de aurora abriéndose, y el sol anunciándose con alegre claridad sobre el mar, levantó los brazos, y gritó con un alivio inmenso:

–En fin… La zafra se salvó.

El "coronel" Manuel das Onzas apuró el paso en dirección al puesto de pescado, en las inmediaciones del puerto, donde por la mañanita, cotidianamente, se reunía un grupo de viejos conocidos en torno de las latas de "mingau" (comida del tipo de la tapioca) de las "bahianas". No habría de encontrar a nadie en aquella hora, él era siempre el primero en llegar, pero caminaba rápidamente, como si todos lo esperasen para oír la noticia. La alborozada noticia del final de la estación de las lluvias. El rostro del estanciero se abría en una sonrisa feliz.

Estaba garantizada la zafra, aquella que sería la mayor de todas, la excepcional, de precios en constante aumento, en ese año de tantos acontecimientos sociales y políticos. En el que tantas cosas mudarían en Ilhéus, año por muchos considerado como decisivo en la vida de la región. Para unos fue el año del caso de la barra, para otros el de la lucha política entre Mundinho Falcão (Mundiño Falcón), exportador de cacao, y el "coronel" Ramiro Bastos, el viejo cacique local. Terceros lo recordaban como el año del sensacional juicio del "coronel" Jesuíno Mendonza, algunos como el año de la llegada del primer navío sueco, iniciando la exportación directa de cacao. Nadie, sin embargo, habla de ese año, de la zafra de 1925 a la de 1926, sino como el año del amor de Nacib y Gabriela y, aun cuando se refieren a las peripecias del romance, no comprenden cómo, más que cualquier otro acontecimiento, fue la historia de esa loca pasión el centro de toda la vida de la ciudad en aquella época, cuando el impetuoso progreso y las novedades de la civilización transformaban la fisonomía de Ilhéus.

DEL PASADO Y DEL FUTURO

MEZCLADOS EN

LAS CALLES DE ILHÉUS

Las prolongadas lluvias habían transformado los caminos y las calles en lodazales, diariamente revueltos por las patas de las tropas de burros y de los caballos de los cazadores.

La propia carretera, recientemente inaugurada, que unía Ilhéus con Itabuna, por la que se trasladaban camiones y ómnibus, había quedado, en cierto momento, casi intransitable, los pequeños puentes habían sido arrastrados por las aguas, y sus restos barrosos hacían retroceder a los choferes. El ruso Jacob y su socio, el joven Moacir Estréla, dueños de un garage, se habían llevado un buen susto. Antes de la llegada de las lluvias habían organizado una empresa de transportes para explotar la carretera que unía las dos principales ciudades del cacao, enviando cuatro pequeños ómnibus en el sur. El viaje por ferrocarril duraba tres horas cuando no había atrasos, mientras que por la carretera podía realizarse en una hora y media.

Ese ruso, Jacob, poseía camiones, en los que transportaba cacao de Itabuna a Ilhéus. Moacir Estréla había instalado un garage en el centro, y también él trabajaba con camiones. Juntaron sus fuerzas, solicitaron capital en un banco endosando las facturas y mandaron buscar los ómnibus. Restregábanse las manos ante la expectativa de un negocio rendidor. Dicho de otra manera: el ruso restregábase las manos, y Moacir contentábase con silbar. El silbido alegre llenaba el garage mientras en los postes de la ciudad, boletines anunciaban el próximo establecimiento de la línea de ómnibus, y viajes más rápidos y más baratos que por el tren.

Pero sucedió que los ómnibus demoraron en llegar y, cuando finalmente desembarcaron de un pequeño carguero del Lloyd Brasileiro ante la admiración general de la ciudad, las lluvias estaban en su auge y el camino hecho una miseria. El puente de madera sobre el río Cachoeira, corazón mismo de la carretera, estaba amenazado por la creciente del río, y los socios resolvieron retrasar la inauguración de los viajes. Los ómnibus, nuevitos, quedaron dos meses en el garage, mientras el ruso maldecía en una lengua desconocida y Moacir silbaba rabiosamente. Los títulos vencían en el Banco, y si Mundinho Falcáo no los hubiera socorrido en el apuro, el negocio habría fracasado antes de iniciarse. Había sido el propio Mundinho quien buscara al ruso, haciéndolo llamar a su escritorio, para ofrecerle, sin intereses, el dinero necesario. Mundinho Falcáo creía en el progreso de Ilhéus y lo incrementaba.

Con la disminución de las lluvias el río bajó y, a pesar de que el tiempo continuaba malo, Jacob y Moacir habían mandado arreglar por cuenta propia algunos de los puentes, rellenado con piedras los trechos más resbaladizos, e iniciaron el servicio. El viaje inaugural, con el propio Moacir Estréla dirigiendo el vehículo, dio lugar a discursos y a bromas. Todos los pasajeros eran invitados: el Intendente, Mundinho Falcáo, algunos otros exportadores, el "coronel" Ramiro Bastos, otros estancieros, el Capitán, el Doctor, abogados y médicos. Algunos, recelosos de la carretera, presentaron disculpas diversas, siendo sus lugares ocupados por otras personas, y tantos eran los candidatos que acabó viajando gente de pie. El viaje duró dos horas -la carretera todavía estaba difícil- pero todo corrió sin incidentes de mayor importancia. En Itabuna, a la llegada, hubo fuegos artificiales y un almuerzo conmemorativo. El ruso Jacob había anunciado, entonces, que para el final de la primera quincena de viajes regulares se realizaría en Ilhéus una gran comida, reuniendo a las personalidades máximas de los dos municipios, con el fin de festejar ese nuevo jalón del progreso local. El banquete fue encargado a Nacib.

Progreso era la palabra que más se oía en Ilhéus y en Itabuna en ese tiempo. Estaba en todas las bocas, insistentemente repetida. Aparecía en las columnas de los diarios, en el cotidiano y en los semanarios, surgía en las discusiones de la Papelería Modelo, en los bares, en los cabarets. Los habitantes de Ilhéus repetíanla a propósito de las nuevas calles, de las plazas enjardinadas, de los edificios en el centro comercial y de las modernas residencias en la playa, de los talleres del "Diario de Ilhéus", de los ómnibus saliendo por la mañana y por la tarde para Itabuna, de los camiones transportando cacao, de los cabarets iluminados, del nuevo Cine-Teatro Ilhéus, de la cancha de fútbol, del colegio del doctor Enoch, de los hambrientos conferencistas llegados de Bahía y hasta de Río, del Club Progreso con sus té-danzantes. "¡Es el progreso!" Y lo decían orgullosamente, conscientes de colaborar todos en los cambios tan profundos experimentados en la fisonomía de la ciudad y en sus hábitos.

Observábase un aire de prosperidad en todas partes, un vertiginoso crecimiento. Se trazaban calles para el lado del mar y de los morros, nacían plazas y jardines, se construían casas, palacetes, grandes residencias. Los alquileres subían, y en el centro comercial alcanzaban precios absurdos. Los bancos del sur abrían agencias, y el Banco de Brasil había construido un nuevo edificio, de cuatro pisos. ¡Una belleza!

La ciudad iba perdiendo, día a día, aquel aire de campamento guerrero que la había caracterizado en el tiempo de la conquista de la tierra: con estancieros montados a caballo, el revólver a la cintura y aterradores guardaespaldas con el rifle en la mano, atravesando calles sin empedrar, a veces permanentemente embarradas y otras cubiertas de polvo; tiros llenando de miedo las noches intranquilas; vendedores ambulantes exhibiendo sus valijas en las calles. Todo eso iba muriendo, la ciudad resplandecía en vitrinas variadas y bien iluminadas, se multiplicaban las tiendas y los almacenes, los vendedores ambulantes andaban siempre por el interior y sólo aparecían en las ferias. Se multiplicaban los bares, cabarets, cines, colegios.

Tierra de poca religión, enorgullecíase, no obstante, con su elevación a Diócesis, y había recibido en medio de fiestas inolvidables al primer Obispo. Estancieros, exportadores, banqueros, comerciantes, todos dieron dinero para la construcción del Colegio de Monjas, destinado a las jovencitas de Ilhéus, y para el Palacio Diocesano, ambos en lo alto de la Conquista. Como habían dado dinero para la instalación del Club Progreso, iniciativa de comerciantes y doctores con Mundinho Falcáo a la cabeza, donde los domingos había té-danzantes, y de cuando en cuando grandes bailes. Surgían clubes de fútbol, prosperaba la Sociedad Rui Barbosa. En aquellos años, Ilhéus comenzaba a ser conocida, en todos los ámbitos del país, como la "Reina del Sur". El cultivo del cacao dominaba todo el sur del estado de Bahía, pues no existía cultivo más rendidor que éste, y con las fortunas creciendo, crecía Ilhéus, capital del cacao.

Sin embargo, aún se mezclaba en sus calles ese impetuoso progreso, ese futuro de grandezas, con los restos de las épocas de la conquista de la tierra, de un próximo pasado de luchas y bandidos. Todavía las tropas de burros, conduciendo cacao hacia los depósitos de los exportadores, invadían el centro comercial, mezclándose a los camiones que comenzaban a hacerles frente. Aún pasaban muchos hombres calzados con botas, exhibiendo pistolas, todavía reventaban fácilmente tumultos en las callejas empinadas, y pistoleros conocidos vomitaban desafíos en los bolichones más bajos o de vez en cuando un asesinato era cometido en plena calle. Esas figuras se cruzaban en las calles empedradas y limpias, con exportadores prósperos, vestidos con elegancia por sastres venidos de Bahía, con innumerables vendedores viajantes, ruidosos y cordiales, sabedores siempre de la última anécdota, con los médicos, abogados, dentistas, agrónomos e ingenieros, llegados en cada barco. Hasta numerosos estancieros andaban ahora despojados de sus botas y sus armas, con aire pacífico, construyendo buenas casas para vivienda, pasando parte de su tiempo en la ciudad, poniendo sus hijos en el colegio de Enoch o enviándolos a las escuelas de Bahía, mientras sus mujeres iban a las estancias solamente en vacaciones, y vestidas de sedas y con zapatos de taco alto aparecían en las fiestas del Club Progreso, que ya frecuentaban.

Muchas cosas recordaba aún el viejo Ilhéus de antaño. No el del tiempo de los ingenios, de las pobres plantaciones de café, de los señores nobles, de los esclavos negros, de la casa ilustre de los Avila. De ese pasado remoto apenas si quedaban vagos recuerdos; sólo el Doctor se preocupaba con él. Sí los aspectos de un pasado reciente, del tiempo de las grandes luchas por la conquista de la tierra. Después que los padres jesuítas trajeran las primeras plantas de cacao. Cuando los hombres que llegaron en busca de fortuna se arrojaban sobre los bosques, disputando con la boca de los rifles y de los fusiles, la posesión de cada palmo de tierra. Cuando los Badaró, los Oliveira, los Braz Damásio, los Teodoro das Baraúnas, y tantos otros, atravesaban los caminos, abrían picadas al frente de sus bandidos, en encuentros mortales. Cuando los bosques fueron derribados y las plantas de cacao plantadas entre cadáveres y sangre. Cuando reinó el aguardiente, cuando la justicia había sido puesta al servicio de los intereses de los conquistadores de la tierra, cuando cada gran árbol escondía un tirador en la celada, esperando a su víctima. Era ese pasado que aún estaba presente en detalles de la vida de la ciudad y en los hábitos del pueblo. Desapareciendo de a poco, cediendo su lugar a las innovaciones y las costumbres recientes, pero no sin resistencia, especialmente en lo que se refería a hábitos, ya transformados casi en leyes por el tiempo.

Uno de esos hombres, apegados al pasado, mirando con desconfianza aquellas novedades de Ilhéus, viviendo casi todo el tiempo en sus plantaciones, que solamente viajaba a la ciudad por motivos de negocios, o para discutir con los exportadores, era el "coronel" Manuel das Onzas. Mientras caminaba por la calle desierta, en la madrugada sin lluvias, la primera después de tanto tiempo, pensaba en partir aquel mismo día para su estancia. Se acercaba la época de la zafra, pronto el sol doraría los frutos del cacao, las plantaciones estarían espléndidas. Eso era lo que a él le gustaba, por eso la ciudad no conseguía aprisionarlo a pesar de sus numerosas seducciones: cines, bares, cabarets con mujeres hermosas, negocios surtidos. Prefería la abundancia de la estancia, las cacerías, el espectáculo de los cultivos de cacao, las conversaciones con los trabajadores, las repetidas historias de los tiempos de luchas, las aventuras con serpientes, las chinitas humildes en las paupérrimas casas de rameras de las pequeñas poblaciones. Había venido a Ilhéus para conversar con Mundinho Falcáo, vender cacao para su posterior entrega, y retirar dinero para nuevos arreglos y modificaciones en la estancia. El exportador andaba por Río de Janeiro, y el estanciero no había querido discutir con su gente, prefiriendo esperar el regreso de Mundinho, que llegaría en el próximo barco.

Y mientras esperaba en la ciudad, alegre no obstante las lluvias, iba siendo arrastrado a los cines por los amigos (donde, por lo general, se dormía en la mitad de la película; se le cansaba la vista), a los bares, a los cabarets. Cuánto perfume tenían esas mujeres, Dios mío ¡qué barbaridad!… Y cobrando carísimo, siempre pidiendo joyas, queriendo anillos… Ciertamente que esa Ilhéus era la perdición… Mientras tanto, el espectáculo del cielo límpido, la certeza de la zafra garantizada, la imagen del cacao secándose en las barcazas, dejando correr la miel que escapaba de sus frutos, partiendo cargado en el lomo de los burros, todo esto lo hacía tan feliz que llegó a pensar que era injusto mantener a su familia en la estancia, a los chicos creciendo sin instrucción, a la esposa en la cocina, como una negra, sin una diversión.

Otros "coroneles" vivían en la ciudad, construían buenas casas, se vestían como personas…

De todo cuanto hacía en Ilhéus, durante sus rápidas estadías, nada agradaba más al "coronel" Manuel das Onzas que sus charlas matinales con los amigos, junto al puesto de pescado. Ese mismo día les comunicaría su decisión de instalar casa en Ilhéus, de traer a la familia. En todas esas cosas iba pensando mientras caminaba por la calle desierta cuando, al desembocar en el puerto, se encontró con el ruso Jacob, sin afeitar su barba pelirroja, despeinado, eufórico. Apenas vio al "coronel", abrió los brazos y bramó alguna cosa pero, excitado como estaba, lo hizo en lengua extraña, la que no impidió que el poco ilustrado plantador lo entendiese, respondiendo:

–Así es… Por fin… Ha aparecido el sol, mi amigo.

El ruso se restregaba las manos:

–Ahora pondremos tres viajes diarios: a las siete de la mañana, al mediodía, y a las cuatro de la tarde. Y vamos a encargar otros tres ómnibus.

Caminaron juntos hasta el garage, donde el "coronel", anhelante, anunció:

–Esta vez voy a viajar en esa máquina suya. Me decidí…

El ruso rió:

–Con la carretera seca, el viaje apenas si va a durar poco más de una hora…

–¡Qué cosa! ¡Quién lo diría! Treinta y cinco kilómetros en una hora y media… Antiguamente nos costaba dos días llegar a caballo… Pues bien, si Mundinho Falcáo llega hoy en el "Ita", ya puede reservarme un pasaje para mañana por la mañana…

–Eso sí que no, "coronel". Mañana, no.

–¿Y por qué no?

–Porque mañana es nuestro banquete celebratorio, y usted es mi invitado. Una comida de primera, con el "coronel" Ramiro Bastos, el Intendente -el de aquí y el de Itabuna-, el Juez y también su colega de Itabuna, Mundinho Falcáo, toda gente de primera clase… El gerente del Banco de Brasil… ¡Una fiesta de echar la casa por la ventana!

–Quién soy yo, Jacob, para esos lujos… Vivo en mi rincón…

–;No señor, exijo su presencia! Será en el bar Vesubio, el de Nacib.

–En ese caso, partiré pasado mañana…

–Le voy a reservar lugar en el primer asiento. El estanciero se despedía:

–¿Realmente, no hay peligro de que ese artefacto se dé vuelta? Con una velocidad así… Parece imposible.

DOS NOTABLES EN EL PUESTO DE

PESCADO

Se callaron un instante, oyendo la sirena del barco. – Está pidiendo el práctico… -dijo Juan Fulgencio. – Es el "Ita", que viene de Río de Janeiro. Mundinho Falcáo llega en él -informó el Capitán, siempre enterado de las novedades.

El Doctor retomó la palabra, alzando un dedo categórico para subrayar la frase:

–Es así, como yo le digo: unos años más, tal vez un lustro, e

Ilhéus será una verdadera capital. Mayor que Aracajú, que Natal, que Maceió… No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de progreso más rápido. Hace pocos días, leí en un periódico de Río de Janeiro… -dejaba caer las palabras lentamente; aun mientras conversaba, su voz mantenía un cierto tono oratorio, pero su opinión era altamente considerada. Funcionario público jubilado, con fama de persona culta y talentosa, publicaba en los periódicos de Bahía largos e indigestos artículos históricos, y por lo mismo Pelópidas de Assunçáo d'Avila, hombre del Ilhéus de los viejos tiempos, era casi una gloria en la ciudad.

Alrededor suyo, todos aprobaban con la cabeza, contentos por la finalización de las lluvias y el innegable progreso de la región del cacao, que para todos ellos -estancieros, empleados, hombres de negocios, exportadores- era motivo de orgullo. Con excepción de Pelópidas, del Capitán y de Juan Fulgencio, ninguno de los que allí se detuvieron a conversar ese día, junto al puesto de pescado, había nacido en Ilhéus. Llegaron atraídos por el cacao, aunque todos sentíanse "grapiúnas" (despreciativamente Bahianos de la capital), ligados para siempre a aquella tierra,

El "coronel" Ribeirito, ya con la cabeza encanecida, recordaba:

–Cuando yo desembarqué aquí, en 1902, el mes que viene hará veintitrés años, esto era un agujero sucio. El fin del mundo, cayéndose a pedazos. Olivença, en cambio, sí que era una ciudad… -rió al recordarlo. Muelle para que atracaran los barcos no había, las calles no estaban empedradas, el movimiento era pequeño. Buen lugar para esperar la muerte. Hoy, es esto que estamos viendo: cada día una calle nueva. El puerto repleto de embarcaciones.

Señalaba el amarradero: un carguero del "Lloyd" en el puente del ferrocarril, un barco de la compañía "Bahiana" en el puente que estaba frente a los depósitos, una lancha desatrancada del puente más próximo para hacerle lugar al de la "Ita". Las barcazas, lanchas y canoas yendo y viniendo entre Ilhéus y Pontal; llegando desde las plantaciones por el río.

Conversaban junto al puesto de pescado, construido en un lugar descampado, frente a la calle del Unháo, donde los circos, de paso para otros puntos, armaban, sus carpas. Algunas negras vendían "mingau" y "Cuscuz"(torta de harina de arroz o maíz, cocida al vapor), maíz cocido y bollitos de tapioca. Estancieros acostumbrados a madrugar en sus plantaciones, y ciertas figuras de la ciudad -el Doctor, Juan Fulgencio, el Capitán, Ño-Gallo, alguna que otra vez el Juez y el doctor Ezequiel Prado, casi siempre llegando directamente de la casa de su amante, situada en las inmediaciones- se reunían diariamente, antes de que despertara la ciudad. Con el pretexto de comprar el mejor pescado fresco debatiéndose todavía vivo en las mesas del puesto, comentaban los últimos acontecimientos, intercambiaban impresiones sobre la lluvia y la zafra, y el precio del cacao. Algunos, como el “coronel" Manuel das Onzas, aparecían tan temprano que asistían a la salida de los últimos retardados del cabaret Bataclán, y a la llegada de los pescadores con las canastas de pescados recién retirados de sus barcas, róbalos y dorados brillando como láminas de plata, a la luz de la mañana. El "coronel" Ribeirito, propietario de la estancia "Princesa de la Sierra", cuya riqueza en nada había afectado su simplicidad bonachona, casi siempre encontrábase allí cuando, a las cinco de la mañana, María de San Jorge, hermosa negra especialista en "mingau" y torta de "puba" (simil cuscuz, hecho con mandioca), bajaba del cerro, con su bandeja en la cabeza, vestida con una pollera de algodón de colores y una blusa almidonada, bien escotada, que dejaba al descubierto la mitad de los senos rígidos. ¡Cuántas veces el "coronel" la había ayudado a bajar la lata de "mingau", a arreglar su bandeja, con los ojos fijos en el escote!

Algunos venían hasta en pantuflas, y el saco del pijama sobre un pantalón viejo. El Doctor nunca, naturalmente. Daba siempre la impresión de que jamás se desvestía de su ropa negra, de sus borceguíes, de su cuello de puntas dobladas, de su corbata austera, ni siquiera para dormir. Diariamente repetían el mismo itinerario: primero, el vaso de "mingau" en el puesto de pescado, la charla animada, el intercambio de novedades, las grandes carcajadas. Luego, iban caminando hasta el puente principal del muelle, donde se detenían un momento, para luego separarse, casi siempre frente al garage de Moacir Estréla donde el ómnibus de las siete de la mañana, espectáculo reciente, recibía a los pasajeros que se dirigían a Itabuna.

El barco hacía sonar nuevamente su sirena, con un silbido largo y alegre, como si quisiera despertar a toda la ciudad.

–Llegó el práctico. Va a entrar.

–Sí, Ilhéus es un coloso. No hay tierra de mayor futuro.

–Si el cacao sube, este año, aunque sea cincuenta centavos, con la zafra que vamos a tener, el dinero va a ser cama de gato… -sentenció el "coronel" Ribeirito con una expresión codiciosa en los ojos.

–Hasta yo voy a comprar una buena casa para mi familia. Comprar o construir… -anunció el "coronel" Manuel das Onzas.

–¡Caramba, muy bien! ¡Sí, señor, por fin! – aprobó el Capitán, palmeando la espalda del estanciero. – Ya era tiempo, Manuel… -se burló Ribeirito. – Los chicos menores ya están llegando a la edad de ir al colegio, y no quiero que se queden tan ignorantes como los mayores y como el padre. Quiero que por lo menos uno de ellos sea doctor, con anillo y diploma.

–Además de eso -consideró el Doctor- los hombres ricos de la región, como usted, tienen la obligación de contribuir al progreso de la ciudad, construyendo buenas casas, bungalows, palacetes. Vea si no el que se hizo construir Mundinho Falcão en la playa; y eso que él llegó aquí hace apenas un par de años y que, además de eso es soltero. Al final de cuentas, ¿de qué sirve juntar dinero si se ha de vivir metido entre las plantaciones, sin ninguna comodidad?

–Lo que es yo, voy a comprar una casa en Bahía. Llevaré la familia para allá -dijo el "coronel" Amancio Leal, que tenía un ojo vaciado y un defecto en el brazo izquierdo, recuerdos del tiempo de las luchas.

–Eso es lo que yo llamo falta de civismo -indignóse el Doctor-. ¿Fue allá o fue en Ilhéus que usted ganó dinero? ¿Por qué emplear en Bahía el dinero que ha ganado aquí?

–Calma, doctor, no se altere. Ilhéus es un buen lugar, etcétera, pero, como usted comprenderá, Bahía es la capital, tiene de todo, especialmente buenos colegios para mis hijos.

Pero el doctor no se calmaba:

–Tiene de todo porque ustedes desembarcan aquí, con las manos vacías, se hartan la barriga y se llenan de dinero, y luego van a gastarlo a Bahía.

–Pero…

–Creo, compadre Amancio -le dijo Juan Fulgencio al estanciero- que nuestro doctor tiene razón. Si nosotros no cuidamos a Ilhéus ¿quién va a cuidarla?

–No digo que no… -cedió Amancio. Era un hombre calmo, al que no le gustaban las discusiones, y nadie que lo viese así, tranquilo, imaginaría estar delante del célebre jefe de bandoleros, de uno de los hombres que más sangre hiciera correr en Ilhéus, durante las luchas por las tierras de Sequeiro Grande-. Para mí, personalmente, ninguna tierra vale lo que Ilhéus. Pero en Bahía existen otras comodidades, buenos colegios. ¿Quién puede negar eso? Mis muchachos más jóvenes están en el Colegio de los Jesuitas, y la patrona no quiere estar lejos de ellos. Ya se muere de nostalgias del que está en San Pablo… ¿Qué puedo hacer? Por mí, no saldría de aquí…

El Capitán intervino:

–Por el colegio, no, Amancio. Teniendo aquí el de Enoch, resulta hasta absurdo decir eso. No hay colegio mejor en Bahía… -El propio Capitán, para ayudar y no porque lo necesitase, enseñaba Historia Universal en el colegio fundado por un abogado de escasa clientela, el doctor Enoch Lira, que introdujera métodos de enseñanza modernos, y aboliera la palmatoria.

–Pero ni siquiera está oficializado.

–A estas horas ya debe estarlo. Enoch recibió un telegrama de Mundinho Falcâo diciendo que el Ministro de Educación le garantizará eso mismo para dentro de algunos días…

–¿Entonces?

–Ese Mundinho Falcão es extraordinario…

–¿Qué diablo creen ustedes que él quiere? – preguntó el "coronel" Manuel das Onzas, pero la pregunta quedó sin respuesta, porque se había iniciado una discusión entre Ribeirito, el Doctor y Juan Fulgencio, a propósito de métodos de enseñanza.

–Será todo lo que ustedes quieran. Para mí, para enseñar el "b-a, ba", no hay nadie como doña Guillermina. Mano de hierro. Mis hijos, solamente con ella aprenden a leer y a contar. Eso de enseñar sin palmatoria…

–Atraso, "coronel" -sonreía Juan Fulgencio-. Ese tiempo ya pasó. La moderna pedagogía…

–¿Qué cosa?

–La palmatoria es necesaria, sino…

–Ustedes están atrasados en un siglo. En los Estados Unidos…

–A las chicas las pongo en el colegio de las hermanas, naturalmente, pero a los varones los dejo con doña Guillermina… -La pedagogía moderna abolió la palmatoria y los castigos físicos -consiguió explicar Juan Fulgencio. – No sé de quién está hablando usted, Juan Fulgencio, pero le garanto que fue muy mal hecho. Si yo sé leer y escribir…

Así, discutiendo sobre los métodos del doctor Enoch y de la famosa doña Guillermina, legendaria por su severidad, fueron caminando hacia el puente. Desembocando de otras calles, algunas personas aparecían en la misma dirección, pues iban a esperar el barco. A pesar de la hora matinal, reinaba ya cierto movimiento en el puerto. Los cargadores llevaban sacos de cacao de los depósitos al barco de la "Bahiana". Una barcaza que se preparaba para partir, con las velas desplegadas, parecía un enorme pájaro blanco. Un toque de silbato vibró en el aire, anunciando la partida próxima. El "coronel" Manuel das Onzas insistía:

–¿Qué es lo que Mundinho Falcáo quiere? Ese hombre tiene el diablo en el cuerpo. No se contenta con sus negocios, y se mete en todo.

–Caramba, es muy fácil. Quiere ser Intendente en la próxima elección.

–No creo… Es poco para él -dijo Juan Fulgencio. – Es hombre de ambiciones.

–Haría un buen Intendente. Emprendedor. – Un desconocido, que llegó aquí hace poco… El Doctor, admirador de Mundinho Falcáo, atajó:

–Hombres como Mundinho Falcáo necesitamos. Hombres de visión, valientes, dispuestos…

–Caramba, Doctor, coraje es lo que nunca les faltó a los hombres de esta tierra…

–No hablo de esa clase de coraje, de pegar tiros y matar gente. Hablo de algo más difícil…

–¿Más difícil?

–Mundinho Falcáo llegó aquí el otro día, como dice Amancio. Pero miren cuántas cosas ya realizó: hizo la avenida en la playa, cosa en la que nadie creía, que fue un negocio de primera y que embelleció la ciudad. Trajo los primeros camiones, y sin él no hubiese salido el "Diario de Ilhéus", ni tendríamos el Club Progreso.

–Dicen que prestó dinero al ruso Jacob y a Moacir para la empresa de ómnibus…

–Estoy con el Doctor -dijo el Capitán, hasta entonces silencioso-. Hombres así necesitamos… Capaces de comprender y ayudar al progreso.

Habían llegado al puente, donde ya estaban Ño-Gallo, empleado de la Receptoría de Rentas, bohemio inveterado, figura indispensable en todos los círculos, de voz gangosa y anticlerical irreductible.

–Viva la ilustre compañía… -estrechaba las manos, iba contando: -Estoy muriendo de sueño. Estuve en el Bataclán con el árabe Nacib, y terminamos yendo a casa de Machadáo (Machadón): comida, mujeres… Pero no podía dejar de venir al desembarque de Mundinho Falcáo.

Frente al garage de Moacir Estréla se juntaban los pasajeros

del primer ómnibus. El sol había salido, y hacía un día espléndido.

–Vamos a tener una zafra de primera.

–Mañana tenemos una comida, el banquete de los ómnibus…

–Es verdad. El ruso Jacob me invitó.

La conversación fue interrumpida por los repetidos silbatos, breves y afligidos del barco. Hubo un movimiento de expectativa en el puente. Hasta los changadores se detuvieron para escuchar.

–¡Encalló! – ¡Porquería de costa!

–Si continúa así, ni el barco de la "Bahiana" va a poder entrar en el puerto.

–Y menos aún el de la "Costera" y el del "Lloyd" -La "Costera" ya amenazó con suspender la línea. Barra difícil y peligrosa, aquella de Ilhéus, apretada entre el cerro del Unháo (Uñon), en la ciudad, y el cerro de Pernambuco, en una isla al lado del Pontal. Canal estrecho y poco profundo, de arena moviéndose continuamente en cada marea. Era frecuente que los navíos encallasen, y a veces tardaran un día en zafarse. Los grandes navíos no se atrevían a cruzar la barra asustadora a pesar del magnífico fondeadero de Ilhéus.

Los llamados continuaban angustiosos. Personas que habían venido a esperar el navío comenzaban a tomar el camino de la calle del Unháo para ver lo que pasaba en la barra.

–¿Vamos hasta allá?

–Esto es lo que subleva -decía el Doctor mientras el grupo caminaba por la calle sin empedrar, contorneando el cerro-. Ilhéus produce una gran parte del cacao que se consume en el mundo, tiene un puerto de primera, y sin embargo, la renta de la exportación del cacao queda en la ciudad de Bahía. Todo por causa de esta maldita barra…

Ahora que las lluvias habían cesado, ningún asunto entusiasmaba más a los habitantes de Ilhéus que ése. Sobre la barra y la necesidad de hacerla practicable para los grandes navíos, se discutía todos los días y en todas partes. Se sugerían medidas, criticábase al gobierno, acusando a la Intendencia de ocuparse poco. Sin llegarse a ninguna solución, quedando las autoridades en promesas, y las dársenas de Bahía recogiendo los impuestos de exportación.

Mientras una vez más volvía a hervir la discusión, el Capitán se retrasó, tomó del brazo a Ño-Gallo, a quien dejara en la puerta de María Machadáo, alrededor de la una de la madrugada:

–¿Y su muchacha, qué tal?

–Bocado fino… -murmuró Ño-Gallo con su voz gangosa. Y contó-: No sabe lo qué se perdió. Debería haber visto al árabe Nacib, declarándole su amor a aquella tuerta jovencita que salió con él. Era de mearse de risa…

Los pitos del barco crecían en desesperación y ellos apuraron el paso, mientras aparecía gente de todos lados.

DE CÓMO EL DOCTOR

CASI TENÍA SANGRE IMPERIAL

El Doctor no era doctor, y el Capitán no era capitán.Como la mayor parte de los "coroneles" no eran coroneles. Pocos, en realidad, eran los estancieros que en los comienzos de la República y del cultivo del cacao, habían alcanzado el grado de Coronel de la Guardia Nacional. Pero quedó la costumbre: dueño de plantaciones de más de mil arrobas, pasaba normalmente a usar y recibir el título, que allí no significaba mando militar sino reconocimiento de la riqueza. Juan Fulgencio, a quien le gustaba reírse de las costumbres locales, decía que la mayoría de ellos eran "coroneles de jagunzos" (salteador, bandido), ya que muchos de ellos habían estado envueltos en las luchas por la conquista de la tierra.

Entre las jóvenes generaciones hubo quien ni siquiera supiera el sonoro y noble nombre de Pelópidas de Assunçao d'Avila, tanto habíanse acostumbrado a tratarlo repetuosamente de "doctor".

En cuanto a Miguel Bautista de Oliveira, hijo del finado Cazuzinha, que fuera Intendente durante el primer período de las luchas, que tuviera dinero pero que había muerto pobre, y cuya fama de bondad aún hoy es comentada por las viejas comadres, desde criatura fue llamado "capitán", cuando, inquieto y atrevido, comandaba a los chiquillos de entonces.

Eran dos personalidades ilustres de la ciudad y, aunque viejos amigos, entre ellos se dividía la población, indecisa en resolver cuál de los dos era el mayor y más arrebatador orador local. Dejando de lado al doctor Ezequiel Prado, invencible en el tribunal.

En los feriados nacionales -el 7 de setiembre, el 15 de noviembre, o el 13 de mayo (fechas patrias brasileñas)-, en las fiestas de fin de año, o de Año Nuevo con "reisado"-(Fiesta del día de reyes), pesebre y bumba-meu boi (fiesta nordestina), en ocasión de la llegada a Ilhéus de literatos de la capital del Estado, la población se regocijaba y una vez más se dividía ante la oratoria del Doctor y del Capitán.

Nunca habíase alcanzado la unanimidad en esa disputa, prolongada a través de los años. Prefiriendo unos las altisonantes frases del Capitán, donde los adjetivos grandiosos sucedíanse en impetuosa cabalgata y algunos temblores en la voz ronca provocaban delirantes aplausos; prefiriendo otros los largos períodos rebuscados del Doctor, la erudición trasluciendo en los nombres citados abundantemente, en la adjetivación difícil en que brillaban como joyas raras, ciertas palabras, tan clásicas, que apenas unos pocos conocían su verdadero significado.

Hasta las hermanas Dos Reís, tan unidas en todo lo restante de la vida, en este caso dividían sus opiniones. La debilucha y nerviosa Florita, se exaltaba con las arrogancias verbales del Capitán, con sus "rútilas auroras de la libertad", deleitábase con los trémulos de voz al final de las frases, que vibraban en el aire. Quinquina, la gorda y alegre Quinquina, prefería el saber del Doctor, aquellas vetustas palabras, esa su manera patética de clamar con el dedo en alto: "¡Pueblo, oh mi pueblo!" De regreso de las reuniones cívicas en la Intendencia o en la plaza pública, las dos discutían, como lo hacía toda la ciudad incapaz de decidirse.

–No entiendo nada, pero es tan bonito… -concluía Quinquina, votando por el Doctor.

–Hasta me corre un frío por la columna cuando él habla -decía Florita, votando por el Capitán.

Memorables días aquellos en que, en el palco de la Plaza de la Matriz de San Jorge, ornamentado con flores, el Capitán y el Doctor alternábanse en la palabra, uno como orador oficial de la Euterpe 13 de Mayo, el otro en nombre del Gremio Rui Barbosa, organización literario- charadística de la ciudad. Desaparecían todos los otros oradores (aun el profesor Josué, cuyo palabreado lírico tenía su público de chiquillas del colegio de monjas), y se hacía el silencio de las grandes ocasiones cuando avanzaba hacia él palco la figura morena e insinuante del Capitán, vestido impecablemente de blanco con una flor en la solapa, alfiler de rubí en la corbata y aire de ave de rapiña debido a la nariz larga y curvada; o bien la silueta delgada del Doctor, pequeñito y saltarín como gárrulo pajarito inquieto, vistiendo su eterna ropa negra, cuello alto y pechera almidonada, con el "pince-nez" unido al saco por una cinta, y los cabellos ya casi enteramente blancos.

–Hoy el Capitán parecía una catarata de elocuencia. ¡Qué palabreado bonito!

–Pero vacío. El Doctor, en cambio pone tuétano en todo lo que dice. ¡El hombre es un diccionario! Solamente el doctor Ezequiel Prado podía hacerle competencia en las pocas ocasiones en que, ebrio hasta caerse, subía a otra tribuna, fuera del Tribunal. También él tenía sus incondicionales, y, en lo que se refiere a los debates jurídicos, la opinión pública era unánime no había quien se le comparase.

Pelópidas de Assunçáo d'Avila, descendía de unos Avila, hidalgos portugueses establecidos en Ilhéus en tiempos de las capitanías. Por lo menos así lo afirmaba el doctor, diciendo que se basaba en documentos de familia. Opinión digna de considerarse; ¡la de un historiador!

Descendiente de esos célebres Avila, cuyo solar habíase levantado entre Ilhéus y Olivença, hoy negras ruinas frente al mar, rodeadas de cocoteros, pero también de unos Assunçáo plebeyos y comerciantes, dígase en su homenaje, él rendía culto a la memoria de unos y de otros con el mismo exaltado fervor. Es claro que poco había que referir de los Assunçáo, mientras que la crónica de los Avila era rica en sucesos. Oscuro empleado nacional jubilado, el doctor vivía, sin embargo, perdido en un mundo de fantasías y de grandeza: la gloria antigua de los Avila y el glorioso presente de Ilhéus. Sobre los Avila, sus hechos y su prosapia, estaba él desde hacía muchos años escribiendo un libro voluminoso y definitivo. Era ardoroso propagandista y colaborador voluntario del progreso de Ilhéus.

Un Avila colateral y arruinado había sido el padre de Pelópidas. De la familia noble apenas si había heredado el nombre y el aristocrático hábito de no trabajar. No obstante, había sido el amor y no el interés, como entonces se dijera, lo que le llevara a casarse con una plebeya, hija del dueño de un próspero bazar de bagatelas. Tan próspero durante la vida del viejo Assunçáo que el nieto Pelópidas fue enviado a estudiar en la facultad de Derecho de Río de Janeiro. Pero el viejo Assunçáo había muerto sin haber perdonado enteramente a su hija la torpeza de aquel casamiento noble, y el hidalgo, habiendo adquirido hábitos tan populares como el juego "de gamão"(gamón), y las peleas de gallos, fue comiéndose poco a poco el bazar, metro

a metro los géneros, docena a docena las horquillas; pieza por pieza las cintas de colores. Y así había terminado la prosperidad de los Assunçáo luego de la grandeza de los Avila, dejando a Pelópidas en Río de Janeiro, sin recursos para continuar los estudios cuando andaba ya por el tercer año de la Facultad. Por entonces ya lo llamaban "doctor", primero el abuelo y las empleadas de la casa, y luego los vecinos, cuando volvía a Ilhéus en vacaciones.

Amigos de su abuelo le consiguieron un pobre empleo en una repartición pública, dejó entonces los estudios pero permaneció en Río. Progresó en la repartición, pobre progreso, sin embargo, por falta de protección de los grandes, y de la útil sabiduría de la adulación. Treinta años después se jubiló y volvió a Ilhéus para siempre, para dedicarse a "su obra", el libro monumental sobre los Avila y el pasado de Ilhéus. Libro que ya era, por sí mismo, casi una tradición. De él se hablaba desde los tiempos en que, cuando aún era estudiante, el doctor publicara en una revista carioca, de circulación limitada y vida reducida al primer número, un famoso artículo sobre los amores del Emperador Pedro II -en su imperial viaje al norte del país- con la virginal Ofenisia, una Avila romántica y linfática.

El artículo del joven estudiante hubiera quedado en completa oscuridad si, por uno de esos azares, la revista no hubiese caído en manos de un escritor moralista, conde papal y miembro de la Academia Brasileña de Letras. Admirador incondicional de las virtudes del monarca, el conde sintióse ofendido en su propio honor con aquella "insinuación depravada y anarquista", que colocaba al "insigne varón" en la ridícula postura de suspirante, de huésped desleal que buscaba las miradas de la hija virtuosa de la familia cuya casa honraba con su visita.

En virtuoso portugués del siglo XVI, el conde hizo polvo al audaz estudiante, adjudicándole intenciones y objetivos que Pelópidas jamás tuviera. Alborozóse el estudiante con la durísima respuesta, que era casi la consagración. Para el segundo número de la revista preparó un artículo, en portugués no menos clásico, y con argumentos irrebatibles en el que, basado en hechos y sobre todo en los versos del poeta Teodoro de Castro, destrozaba definitivamente las negativas del conde. La revista no siguió circulando y se quedó en su primer número. El diario donde el conde atacara a Pelópidas se negó a publicarle la respuesta y, a mucho costo resumió las dieciocho páginas del doctor a veinte líneas en un rincón de la página. Pero aún hoy el doctor se vanagloria de esa su "violenta polémica" con un miembro de la Academia Brasileña de Letras, nombre conocido en todo el país.

–Mi segundo artículo lo aplastó y lo redujo al silencio…

En los anales de la vida intelectual de Ilhéus, esa polémica es asidua y vanidosamente citada como prueba de la cultura de sus hijos, junto a la mención de honor obtenida por Ari Santos -actual presidente del Gremio Rui Barbosa, empleado en una casa exportadora en el concurso de cuentos de una revista carioca y de los versos del ya citado Teodoro de Castro.

En lo que respecta a los amores clandestinos del Emperador y de Ofenisia, al parecer se redujeron a miradas, suspiros y juramentos murmurados. El imperial viajero, la conoció en Bahía, durante una fiesta, apasionándose por sus ojos desmayados. Y como habitaba en la residencia de los Avila, en la "Ladeira do Pelourinho” (Pelouriño), un cierto padre Romuáldo, latinista meritorio, más de una vez el Emperador apareció por allí, con el pretexto de visitar al sacerdote de tanto saber. En los adornados balcones de la casa, el monarca había suspirado en latín su inconfesado e imposible deseo por esa flor de los Avila.

Ofenisia, excitada como una mucama, rondaba la sala en la que las barbas negras y sabias del Emperador cambiaban ciencia con el padre, bajo los ojos respetuosos e ignorantes de Luis Antonio d'Avila, su hermano y jefe de la familia. Es cierto que Ofenisia, después de la partida de su imperial enamorado, desencadenó una ofensiva destinada a obtener la mudanza de todos para la corte, pero fracasó ante la obstinada resistencia de Luis Antonio, guardián de la honra de la doncella y de la familia.

Ese Luis Antonio d'Avila, murió hecho coronel en la guerra del Paraguay, comandando hombres llevados de sus ingenios, en la retirada de Laguna. La romántica Ofenisia murió tísica y virgen en el solar de los Avila, nostálgica de las barbas reales. Y borracho murió el poeta Teodoro de Castro, el apasionado y maravilloso cantor de las gracias de Ofenisia, cuyos versos tuvieron cierta popularidad en la época, nombre hoy injustamente olvidado en las antologías nacionales.

Para Ofenisia había escrito sus versos más inspirados, exaltando en rimas ricas su frágil belleza enfermiza, suplicando su inaccesible amor. Versos aún hoy declamados por las alumnas del colegio de monjas, al son de la "Dalila", en fiestas y saraos. El poeta Teodoro, temperamento trágico y bohemio, sin duda murió de lánguida nostalgia (¿quién irá a discutir esa verdad con el doctor?), diez años después de la salida por la puerta del solar en luto, del blanco ataúd donde iba el cuerpo macerado de Ofenisia.

Murió en verdad ahogado en alcohol, en el alcohol entonces barato en Ilhéus, del ingenio de los Avila.

Material interesante no le faltaba al doctor, como se ve, para

su inédito y ya famoso libro: los Avila de los ingenios de azúcar y alambiques de aguardiente, de centenas de esclavos, de tierras inabarcables, los Avila del solar de Olivença, de la mansión en la Ladeira do Pelourinho en la capital, los Avila de pantagruélico paladar, los Avila mantenedores de concubinas en la corte, los Avila de las bellas mujeres y de los hombres sin miedo, incluyendo hasta un Avila letrado. Además de Luis Antonio y de Ofenisia, otros se habían destacado, antes y después, como aquél que luchó en tierras bahianas, junto al abuelo de Castro Alves, contra las tropas portuguesas en las batallas de la Independencia, en 1823. Otro, Jerónimo d'Avila, habiéndose dado a la política y derrotado en unas elecciones (fraguadas por él en Ilhéus, y realizadas fraudulentamente por los adversarios en el resto de la provincia), poniéndose al frente de sus hombres, después de arrasar caminos y saquear poblados, se había dirigido a la capital amenazando con deponer al gobierno.

Intermediarios consiguieron la paz y compensaciones para el furibundo Avila. La decadencia de la familia acentuóse con Pedro d'Avila, de barbita rubia y alocado temperamento, que huyó abandonando el solar (el caserón de Bahía ya había sido vendido), los ingenios y los alambiques hipotecados y la familia en llantos, para seguir a una gitana de extraña belleza y -en el decir de la esposa inconsolable- de maléficos poderes.

De ese Pedro d'Avila, consta que murió asesinado durante una pelea callejera, por otro amante de la gitana.

Todo eso formaba parte de un pasado olvidado por los ciudadanos de Ilhéus. Una nueva vida había comenzado con la aparición del cacao, lo de ayer ya no contaba: ingenios y alambiques, plantaciones de caña de azúcar y de café, leyendas e historias que narraban cómo los hombres lucharon entre ellos por la posesión de la tierra. Los cantores ciegos llevaban por las ferias, hasta las más distantes regiones solitarias. Los nombres y los hechos de los hombres del cacao, junto con la fama de aquella región. Solamente el Doctor preocupábase con los Avila. Lo que, sin embargo, no dejaba de aumentar la consideración que le dispensaban en la ciudad. Aquellos rudos conquistadores de tierras, estancieros de pocas letras, tenían un respeto casi humilde por el saber, por los hombres que escribían en los diarios y pronunciaban discursos.

¿Qué decir entonces de un hombre con tanta inteligencia y conocimiento, capaz de estar escribiendo o de haber escrito un libro? Porque tanto se había hablado de ese libro del Doctor, tanto se elogiaron sus cualidades, que muchos lo creían publicado desde hacía años, y ya incorporado definitivamente al acervo de la literatura nacional.

DE CÓMO NACIB DESPERTÓ SIN

COCINERA

Nacib despertó con los fuertes golpes dados en la puerta de su habitación. Había llegado de madrugada; luego de cerrar el bar anduvo con Tonico Bastos y Ño-Gallo por los cabarets, acabando en la casa de María Machadáo con Risoleta, una recién llegada de Aracajú, un poco bizca.

–¿Quién es?

–Soy yo, señor Nacib. Para despedirme, me voy.

Un navío hacía oír su silbato cercano, llamando al práctico.

–¿Hacia dónde va, Filomena?

Nacib levantóse, prestando una atención distraída al silbato del navío -por el modo de pitar es un "Ita", pensaba-, mientras trataba de ver la hora en el reloj colocado al lado de la cama: seis de la mañana, y él había llegado alrededor de las cuatro. ¡Qué mujer aquella Risoleta! No es que se tratase de una belleza, hasta tenía un ojo torcido, pero sabía cosas, mordíale la punta de la oreja y se tiraba para atrás, riendo… ¿Qué clase de locura había atacado a la vieja Filomena?

–A Agua Preta, a quedarme con mi hijo…

–¿Qué diablos de historia es esa, Filomena? ¿Está loca?

Buscaba las chinelas con los pies, mal despierto todavía, con el pensamiento puesto en Risoleta. El perfume barato de la mujer aún persistía en su pecho velludo. Salió descalzo hacia el corredor, metido en su camisón. La vieja Filomena esperaba en la sala, con su vestido nuevo, un pañuelo floreado en la cabeza y el paraguas en la mano. En el suelo, el baúl y un paquete con cuadros de santos. Había sido sirvienta de Nacib desde que él comprara el bar, hacía más de cuatro años. Impertinente, pero limpia y trabajadora, seria a más no poder, era incapaz de tocar un centavo, y muy cuidadosa. "¡Una perla, una piedra preciosa!", acostumbraba a decir doña Arminda para definirla. Tenía sus días de malhumor, cuando amanecía con la cara amoscada, entonces no hablaba sino para anunciar su próxima partida, el viaje a Agua Preta, donde su único hijo habíase establecido con un mercadito. Tanto hablaba de irse, de aquel famoso viaje, que Nacib ya no le creía, pensando que todo aquello no pasaba de manías inofensivas de la vieja, ya tan ligada a él, más persona de la casa que empleada, y casi una pariente lejana.

El navío hacía oír su silbato, Nacib abrió la ventana; era, como había adivinado, el "Ita" procedente de Río de Janeiro. Estaba llamando al práctico, parado ante la "piedra do Rapa".

–Pero, Filomena, ¿qué locura es ésa? Así, de repente, sin avisar ni nada… ¡Absurdo!

–¡Qué, don Nacib! Desde que crucé el marco de su puerta le vengo diciendo: "un día de estos me voy a juntar con mi Vicente…”

–Me podía haber dicho ayer que se iba hoy…

–Pero si le mandé un recado con Chico. Usted no le prestó atención, no apareció por casa… Realmente, Chico-Pereza, su empleado y vecino, hijo de doña Arminda, le había llevado juntamente con el almuerzo el recado de la vieja, anunciando su próxima partida. Pero como eso sucedía todas las semanas, Nacib lo había escuchado sin responder.

–Yo lo esperé toda la noche… Hasta la madrugada lo esperé. Pero usted andaba corriendo terneras por ahí, semejante hombre que ya debía estar casado, con la cola asentada en casa en vez de vivir cambiando de piernas, después del trabajo… Un día, a pesar de todo ese cuerpo, va a enfermarse y a estirar las patas…

Señalaba, con el dedo levantado, flaco y acusador, el pecho del árabe asomando por el cuello del camisón, bordado con pequeñas flores rojas. Nacib bajó los ojos, vio las manchas de lápiz labial. ¡Risoleta!…

La vieja Filomena y doña Arminda vivían criticando su vida de soltero, tirándole indirectas, planeando su casamiento.

–Pero, Filomena…

–No hay nada más que decir, don Nacib. Me voy ahora mismo, Vicente me escribió, va a casarse, me necesita. Ya preparé mis cosas…

Y tan luego en vísperas del banquete de la Empresa de Omnibus Sur-Bahiana, contratado para el día siguiente; una cosa como para tumbar a cualquiera, ¡tan luego treinta cubiertos!

–Adiós, don Nacib. Dios le proteja y le ayude a encontrar una novia buena, que cuide de su casa…

–Pero, mujer, son las seis de la mañana, el tren sale recién a las ocho…

–Yo no me confío en los trenes, son bichos matreros. Prefiero llegar con tiempo…

–Deje por lo menos que le pague…

Todo aquello le parecía una pesadilla idiota. Movíase descalzo por la sala, pisando en el cemento frío, estornudó, lanzó bajito una maldición. A ver si todavía se resfriaba, para completar la situación… Maldita vieja loca…

Filomena extendía la mano huesuda, la punta de los dedos.

–Hasta otro momento, don Nacib. Cuando vaya por Agua Preta háganos una visita.

Nacib contó el dinero, agregó unos pesos de más -a pesar de todo, ella lo merecía-, la ayudó a tomar el baúl, el paquete pesado con los cuadros santos -antes colgados profusamente en su pequeña habitación de los fondos-, y el paraguas.

Por la ventana entraba la mañana alegre, y con ella la brisa del mar, el canto de un pájaro, y un sol sin nubes, luego de tantos días de lluvia. Nacib miró el barco; la lancha del práctico se aproximaba. Levantó los brazos desperezándose, y desistió de volver a la cama. Dormiría la siesta para estar en forma a la noche, había prometido a Risoleta volver. Diablo de vieja, había trastornado su día…

Fue hacia la ventana, y se quedó mirando cómo se alejaba su empleada. El viento del mar lo hizo estremecer. La casa, en la pendiente de San Sebastián, estaba situada casi detrás del muelle. Por lo menos habían cesado las lluvias. Tanto habían durado que casi perjudica la zafra, los frutos jóvenes de cacao, que pudieron pudrirse en los árboles si la lluvia hubiese continuado… Los "coroneles" habían comenzado a demostrar cierta inquietud. En la ventana de la casa vecina apareció doña Arminda, despidiendo con su pañuelo a la vieja Filomena, amiga íntima suya.

–Buen día, don Nacib.

–La loca de Filomena… Se fue…

–Ajá… Una coincidencia, don Nacib, que usted ni se imagina. Todavía ayer le dije a Chico cuando él llegó del bar: "Mañana, doña Filomena se va, el hijo le mandó una carta llamándola…".

–Él me dijo, sí, pero no lo creí.

–Ella se quedó hasta tarde esperándolo. Quedamos las dos conversando, sentadas en el batiente de su casa. Claro que usted no apareció… -rióse con una risita entre reprobadora y comprensiva.

–Ocupado, doña Arminda, mucho trabajo…

Ella no quitaba los ojos de las manchas de "rouge". Nacib se sobresaltó: ¿tendría también manchas en la cara? Probable, muy

probable…

–Si es lo que yo siempre digo: hombre trabajador como don Nacib hay pocos en llhéus… Hasta de madrugada…

–Y tan luego hoy -se lamentó Nacib-, con una comida para treinta cubiertos encargada en el bar para mañana a la noche…

–Yo ni lo sentí cuando entró, y eso que fui a dormir bien tarde, más de las dos de la mañana… Nacib rezongó alguna cosa; doña Arminda era la curiosidad en persona.

–Ni sé a qué hora llegué… Ahora, ¿quién irá a preparar el banquete?

–Un problema… Conmigo no puede contar. Doña Elizabeth está esperando la criatura en cualquier momento, ya pasó del día. Fue por eso que estuve despierta y don Pablo podía venir a buscarme de repente. Además de eso, comida fina yo no sé hacer…

Doña Arminda, viuda, espiritista, lengua viperina, madre de Chico-Pereza, muchachito empleado en el bar de Nacib, era una partera afamada: muchos de los hijos de Ilhéus nacidos en los últimos veinte anos, nacieron en sus manos, y las primeras sensaciones del mundo que sintieran habían sido su endiablado olor a ajo, y su cara colorada de "sarará" (hormiga; crustáceo, mulato de pelo rubio, ojos claros y características negroides)

–¿Y doña Clorinda, ya tuvo el chico? El doctor Raúl no vino por el bar ayer…

–Ya sé, ayer por la tarde. Pero llamaron al médico, ese tal doctor Demóstenes. Esas novedades de ahora. Don Nacib, ¿usted no cree que es una indecencia que un médico agarre a la criatura? viendo desnuda a la mujer del otro? Falta de vergüenza…

Para Arminda, aquél era un asunto vital: los médicos comenzaban a hacerle la competencia; dónde se había visto tal descaro, un médico espiando a las mujeres de los otros, desnudas, en los dolores del parto… Pero la preocupación de Nacib era el banquete del día siguiente, y los bocados dulces y salados para el bar, problemas serios creados por el viaje de Filomena:

–Es el progreso, doña Arminda. Esa vieja me hizo una buena…

–¿Progreso? Descaro es eso… -¿Dónde voy a conseguir una cocinera?

–Lo único que puede hacer es encargar todo a las hermanas Dos Reis…

–Son muy careras, le arrancan la piel a uno… Y yo que había conseguido dos muchachas para que ayudaran a Filomena…

–Así es el mundo, don Nacib. Cuando menos se espera, suceden

las cosas. Yo, por suerte, tengo al finado que me avisa. El otro día mismo, ni puede usted imaginarlo… Fue en una sesión, en casa del compadre Deodoro…

Pero Nacib no estaba dispuesto a oír las repetidas historias de espiritismo, especialidad de la partera. – ¿Chico ya se despertó?

–Qué esperanza, don Nacib. El pobre llegó pasada la medianoche.

–Por favor, despiértelo. Necesito hacer muchas cosas. Usted comprende: una comida para treinta personas, toda gente importante, celebrando la instalación de la línea de ómnibus…

–Oí decir que uno se dio vuelta en el puente del río Cachoeira.

–Fantasía de la gente. Van y vienen llenos. Es un negoción.

–Mire que se ve de todo en llhéus ahora, ¿eh, don Nacib? Me contaron que en el hotel nuevo va a haber un ascensor, una caja que sube y baja solita…

–¿Lo despierta a Chico?

–Ya voy… ¡Cruz diablo, estas escaleras!

Nacib se quedó unos instantes en la ventana, mirando el navío de la "Costera" al que ya se aproximaba el práctico. Mundinho Falcáo debía llegar en ese barco, según había dicho alguien en el bar. Lleno de novedades, sin duda. También llegarían nuevas mujeres para los cabarets, para las casas de la calle Do Unháo, del Sapo, de las Flores. Cada navío, fuera de Bahía, Aracajú o de Río, traía un cargamento de muchachas alegres. Tal vez llegase también el automóvil del doctor Demóstenes; el médico estaba ganando un dinerón en su consultorio, el primero de la ciudad.

Valía la pena vestirse e ir al puerto para asistir al desembarque. Allá estaría ciertamente el grupo habitual de madrugadores. ¿Y quién sabe si no le darían noticias de una buena cocinera, capaz de cargar con el trabajo del bar? Cocinera, en Ilhéus, era una cosa rara, disputada por las familias, por los hoteles, pensiones y bares.

El diablo de la vieja…

Y tan luego cuando él había descubierto esa preciosidad de Risoleta. Cuando necesitaba estar con el espíritu tranquilo…

Por unos días, por lo menos, no veía otra solución que caer en las uñas de las hermanas Dos Reis. Cosa complicada es la vida: hasta ayer todo marchaba bien, él no tenía preocupaciones, había ganado dos partidas de "gamáo" seguidas contra un rival tan fuerte como lo era el Capitán, había comido una "moqueca de siri" (guisado de cangrejos) realmente divina en casa de María Machadáo, y había descubierto a aquella novata, Risoleta…

Y ahora, recién de mañanita, ya estaba repleto de problemas…

¡Qué porquería! Vieja loca…

La verdad es que estaba con nostalgias de ella, de su limpieza, del café por la mañana con "cuscuz" de maíz, batata, banana frita, "beijús" (una masa de mandioca)… De sus cuidados maternales, de su solicitud, hasta de sus rezongos. Una vez que él cayera con fiebre, el tifus endémico de la época en la región, como el paludismo y la viruela, ella no se había ido del cuarto, hasta dormía en el suelo. ¿Dónde encontraría otra como ella?

Doña Arminda volvía a la ventana:

–Ya se despertó, don Nacib. Está bañándose.

–Voy a hacer lo mismo. Gracias.

–Después venga a tomar el café con nosotros. Café de pobre. Quiero contarle el sueño que tuve con el finado. El me dijo: "Arminda, mi vieja, el diablo se apoderó de la cabeza de este pueblo de Ilhéus. Sólo piensan en dinero, sólo piensan en grandezas. Esto va a terminar mal… Van a comenzar a suceder muchas cosas…"

–Pues para mi, doña Arminda, ya empezó… Con ese viaje de Filomena. Para mí ya empezó.

Lo dijo en tono de burla, pero no sabía que realmente, ya había empezado. El barco recibía al práctico, maniobrando en dirección al banco de arena.

DE ELOGIO A LA LEY Y A LA

JUSTICIA,

O SOBRE NACIMIENTO Y

NACIONALIDAD

Era común que Nacib fuera llamado árabe, y hasta turco, pero es necesario dejar establecido y fuera de cualquier duda su condición de brasileño, nato, no naturalizado. Había nacido en Siria, desembarcando en Ilhéus a los cuatro años, y había llegado hasta Bahía en un barco francés. En aquella época, siguiendo el rastro del cacao dispensador de dinero, a la ciudad de cantada fama llegaban diariamente, por los caminos del mar, del río y de la tierra, en los barcos, en las barcazas y lanchas, en las canoas, a lomo de burro, a pie abriendo camino, centenas y centenas de brasileños y extranjeros oriundos de todas partes: de Sergipe y de Ceará, de Alagoas y de Bahía, de Recife y de Río de Janeiro, de Siria y de Italia, del Líbano y de Portugal, de España y de los más variados "ghettos". Obreros, comerciantes, jóvenes en busca de porvenir, bandidos y aventureros, un mujerío colorido, y hasta una pareja de griegos surgida sólo Dios sabe de dónde. Y todos ellos, inclusive los rubios alemanes de la recién fundada fábrica de chocolate en polvo, y los altaneros ingleses del Ferrocarril, no eran sino hombres de la zona del cacao, adaptados a las costumbres de la región todavía casi bárbara con sus luchas sangrientas, emboscadas y muertes. Llegaban y a poco se transformaban en ilheenses de los mejores, verdaderos "grapiúnas" plantando cacao, instalando tiendas y

almacenes, abriendo caminos, matando gente, jugando en los cabarets, bebiendo en los bares, construyendo poblaciones de rápido crecimiento, desgarrando la selva amenazadora, ganando y perdiendo dinero, sintiéndose tan de allí como los más antiguos hijos de Ilhéus, como los vástagos de las familias radicadas antes de la aparición del cacao…

Gracias a esa gente diversa, Ilhéus había comenzado a perder su aire de campamento de bandoleros, y a transformarse en ciudad. Eran todos, hasta el último de los vagabundos llegado para explotar a los "coroneles" enriquecidos, factores del asombroso progreso de la zona.

Ilheenses por dentro y por fuera, además de brasileños naturalizados, eran los parientes de Nacib, unos Achcar envueltos en las luchas por la conquista de la tierra y cuyas hazañas fueron de las más heroicas y comentadas, comparables apenas con las de los Badaró, las de Blaz Damacio, del célebre negro José Nique, o las del "coronel" Amancio Leal. Uno de ellos, de nombre Abdula, el tercero en edad, murió en los fondos de un cabaret en Pirangi, después de abatir a tres de los cinco bandidos ensañados contra él, cuando disputaba pacíficamente una partida de póker. Los hermanos vengaron su muerte en forma inolvidable. Para mayor información sobre esos parientes de Nacib, basta recurrir a los anales del Tribunal, leer los discursos del Fiscal y de los abogados.

Verdad es que muchos eran los que le llamaban árabe o turco. Pero quienes lo hacían, eran, exactamente, sus mejores amigos, y en expresión de afecto, de intimidad. Pero le disgustaba que le llamasen turco, y cuando así lo hacían, repelía irritado el apodo, llegando a veces a enojarse:

–¡Turco será tu madre!

–Pero, Nacib…

–Todo lo que quiera, menos turco.

Brasileño -golpeaba con la mano enorme el pecho velludo-, hijo de sirios, gracias a Dios.

–Arabe, turco, sirio, todo es lo mismo.

–¡Lo mismo un cuerno! Eso es ignorancia suya. Es no conocer historia ni geografía. Los turcos son unos bandidos, la raza más desgraciada que existe. No puede haber insulto mayor para un sirio que ser llamado turco.

–Bueno, Nacib, no se enoje. No fue para ofenderlo. Es que esas cosas de extranjeros, para mí son todas iguales…

Tal vez lo llamasen así, más por sus bigotes negros de sultán destronado, que le descendían por los labios y cuyas puntas él retorcía al conversar. Frondosos bigotes plantados en un rostro gordo y bonachón, de ojos desmesurados que se agrandaban al paso de las mujeres. Boca golosa, grande y de risa fácil. Un enorme brasileño, alto y gordo, cabeza chata y abundante cabellera, vientre demasiado desarrollado, "barriga de nueve meses", como bromeaba el Capitán cuando perdía una partida frente al tablero de damas.

–En la tierra de mi padre… -así comenzaban sus historias en las noches de largas charlas, cuando en las mesas del bar apenas si quedaban unos pocos amigos.

Porque su tierra era Ilhéus, la ciudad alegre ante el mar, las plantaciones de cacao, aquella zona ubérrima en la que se hiciera hombre. Su padre y sus tíos, siguiendo el ejemplo de los Achcar, habían venido primero, dejando a la familia. Nacib había embarcado después, con su madre y su hermana, seis años mayor, cuando aún no había cumplido cuatro años. Recordaba vagamente el viaje en tercera clase, el desembarco en Bahía, donde el padre fuera a esperarlos. Después la llegada a Ilhéus, la ida a tierra en una canoa, pues en aquel tiempo no existía ni el puente de desembarque. De lo que no se acordaba era de Siria, ningún recuerdo le había quedado de la tierra natal, tanto se había mezclado a ella la nueva patria, y tanto se había hecho brasileño e ilheense. Para Nacib era como si hubiese nacido en el momento mismo de la llegada del barco a Bahía, cuando recibiera el beso del padre envuelto en lágrimas. Por otra parte, lo primero que hiciera el mercachifle Aziz luego de la llegada a Ilhéus, había sido llevar los hijos a Itabuna, entonces Tabocas, a la escribanía del viejo Segismundo, para anotarlos como brasileños.

Proceso rápido de naturalización que el respetable escribano practicaba con la perfecta conciencia del deber cumplido, por unos pocos pesos. No teniendo alma de explotador, cobraba barato, colocando la operación legal al alcance de todos, haciendo de los hijos de esos inmigrantes cuando no de ellos mismos venidos para trabajar en nuestra tierra, auténticos ciudadanos brasileños, con la venta de buenos y válidos certificados de nacimiento.

Sucedió que la antigua escribanía se incendió en una de aquellas luchas por la conquista de la tierra, y el fuego devoró indiscretas mediciones y escrituras de las tierras de Sequeiro Grande, cosa que está contada en un libro. No era culpa de nadie, por lo tanto, y mucho menos del viejo Segismundo, que los libros de registro de nacimientos y muertes, todos ellos, hubieran sido consumidos en el incendio, obligando a nuevo registro a centenas de ilheenses (en ese tiempo Itabuna todavía era distrito del municipio de Ilhéus). No existían libros de registros, pero sí existían testigos idóneos que afirmaban que el pequeño Nacib y la tímida Salma, hijos de Aziz y de Zoraya, habían nacido en el arrabal de Ferradas, siendo registrados en la oficina, antes del incendio. ¿Cómo podría Segismundo, sin cometer una grave descortesía, dudar de la palabra del "coronel" José Antunes, rico estanciero, o del comerciante Fadel, establecido con tienda de géneros, y que gozaba de crédito en la plaza? ¿O aún de la palabra más modesta del sacristán Bonifacio, presto siempre a aumentar su parco salario sirviendo en casos así, como fidedigno testigo? ¿O del perneta Fabiano, corrido de Sequeiro do Espinho, y que no poseía otro medio de vida fuera de ese de testimoniar?

Cerca de treinta años habían pasado sobre tales hechos. El viejo Segismundo murió rodeado de la estima general y hasta hoy se recuerda su entierro. Toda la población había concurrido, ya que desde hacía mucho tiempo él no tenía enemigos, ni siquiera los que le habían incendiado la oficina.

Ante su tumba hablaron oradores celebrando sus virtudes. Había sido -afirmaban- un servidor admirable de la justicia, para las generaciones futuras.

Registraba fácilmente como nacido en el municipio de Ilhéus, Estado de Bahía, Brasil, a cuanta criatura le llevasen, sin mayores investigaciones, y aun cuando parecía evidente el nacimiento después del incendio. Ni escéptico ni formalista, tampoco podía haberlo sido en el Ilhéus de los comienzos del cacao. Campeaba la tramoya, la falsificación de escrituras y mediciones de tierras, las hipotecas inventadas, las escribanías y los notarios eran piezas importantes en la lucha por la conquista y escrituración de las tierras. ¿Cómo distinguir un documento falso de uno verdadero? ¿Cómo pensar en míseros detalles legales como el lugar y la fecha exacta del nacimiento de una criatura, cuando se vivía peligrosamente en medio de los tiroteos, de las bandas de matones armados, de las emboscadas mortales? La vida era bella y variada, ¿cómo iba a desmenuzar nombres de localidades el viejo Segismundo? ¿Qué importaba, en realidad, dónde naciera el brasileño a registrarse, aldea siria o Ferradas, sur de Italia o Pirangi, Trás-os-Montes o Río de Brago? El viejo Segismundo ya tenía demasiadas complicaciones con los documentos de posesión de la tierra, ¿por qué habría de dificultar la vida de honestos ciudadanos, que lo único que deseaban era cumplir con la ley, registrando a sus hijos?

Simplemente, confiaba en la palabra de aquellos simpáticos inmigrantes, les aceptaba sus modestos regalos, acompañados de testimonios idóneos, de personas respetables, hombres cuya palabra a veces valía más que cualquier documento legal.

Y, si alguna duda restaba en el espíritu, no era el pago más elevado del registro y del certificado, el corte de género para su esposa, la gallina o el pavo para su hogar, lo que dejaba en paz su conciencia. Era que él, como la mayoría de la población, no medía por el nacimiento al verdadero "grapiúna" y sí por su trabajo en beneficio de la tierra, por su coraje para entrar en la selva y afrontar la muerte, por las plantas de cacao plantadas, o por el número de puertas de las tiendas y almacenes, por su contribución al desenvolvimiento de la zona. Esa era la mentalidad de Ilhéus, y también la del viejo Segismundo, hombre con larga experiencia de la vida, de amplia comprensión humana y de pocos escrúpulos. Experiencia y comprensión colocados al servicio de la región del cacao. En cuanto a los escrúpulos, no ha sido con ellos con los que las ciudades del sur de Bahía progresaron, con lo que se trazaron carreteras, se plantaron las estancias, se creó el comercio, construyeron edificios, fundaron periódicos, exportóse cacao al mundo entero. Fue con tiros y celadas, con falsas escrituraciones y mediciones inventadas, con muertes y crímenes, con asesinos y aventureros, con prostitutas y jugadores, con sangre y coraje.

En una oportunidad, Segismundo recordó sus escrúpulos. Se trataba de la medición de la mata de Sequeiro Grande y le ofrecían poco por la tramoya legalista: le crecieron súbitamente los escrúpulos. En vista de eso, le quemaron la oficina y le metieron una bala en la pierna. La bala, por error, esto es: por error se la metieron en la pierna, pues estaba destinada al pecho de Segismundo. Desde entonces quedó menos escrupuloso y más barato, más "grapiúna" todavía, gracias a Dios. Por eso, cuando murió octogenario, su entierro se transformó en verdadera manifestación de homenaje a quien fuera, en aquellos parajes, ejemplo de civismo y devoción a la justicia.

Por esa mano venerada, Nacib fue hecho brasileño nato en cierta tarde lejana de su primera infancia, vestido con verde bombachón de terciopelo francés.

DONDE APARECE MUNDINHO

FALCAO,

SUJETO IMPORTANTE, MIRANDO A

ILHÉUS